Cuando el abuelo regresó de la caza, trajo bajo el brazo izquierdo un amarronado bulto que chillaba: era un pequeño carpincho que se revolvía en una bolsa de arpillera. El alboroto en la casa fue mayúsculo: entre los chillidos del animalito y la algarabía de los niños aquello se convirtió en una fiesta patronal.
«Abuelo, no nos podemos comer al carpinchito», dijo Luciana con lágrimas en los ojos. Entonces el anciano le explicó que no tenía ninguna intención de sacrificar al pequeño... mientras lo fuera. Para consumir había traído dos venados, cuatro tatú carreta, dos chajás y varios patos salvajes de color oscuro.
A la abuela no le agradó mucho la idea de un nuevo habitante para su pequeña granja. Estaba segura que sus gallinas, patos, pavos y chanchitos no recibirían con buenos ojos al recién llegado. «Yo lo voy a cuidar», dijo Ruperto, mientras tomó en brazos al bichito.
A las cinco de la tarde y a orillas del río, con toda la comunidad infantil que vivía cerca del atracadero de la balsa en Villa Hayes, el pequeño carpincho fue bautizado como Nino. Con papá, mamá, padrinos y tíos auto-adjudicados.
Jamás se vio animal más feliz. Nino era dueño y señor de la orilla; allí podía revolcarse en el lodo, meter su hocico entre los camalotes, nadar, hundirse, esconderse, retozar, correr tras los niños, disfrutar su infancia...
«Ese bicho feo es primo hermano del ratón», dijo Aurelio, el primo adolescente que llegó de la ciudad. «Claro que no», le replicaron a dúo Luciana y Ruperto. «Nino no es un ratón, es el carpincho más hermoso del mundo».
Cada día más robusto, Nino dejó de caber en los brazos de los chicos y éstos comenzaron a escudriñar las miradas de los abuelos que cotejaban su tamaño y hasta hablaban de las deliciosas empanadas y chataca con arroz que podían salir de su cuerpito.
Entonces surgió el plan. Hablaron con don Tiburcio, el botero de la otra orilla, para que llevara a Nino hasta el delta del río Verde, donde el abuelo lo había agarrado, para que pudiera buscar a su familia. Sin embargo, el anciano remero comentó el plan con el abuelo, que se sintió muy dolido por la sospecha de que deseaba comerse al carpincho. «Ustedes escucharon sólo una broma», les tranquilizó.
Nino continuó retozando feliz con sus amigos durante muchos años, hasta que murió de puro viejito.
NARA, UNA MOJARRITA EN APUROS
No tenía nada de olor. Debido a esto, Pototo no parecía un zorrino común y silvestre. Lo que pasaba era que el aventajado animalito había vivido en la ciudad y por lo tanto tomó costumbres muy finas como bañarse, utilizar desodorantes, perfumes, jabones, talcos y otros chiches de belleza.
Cuando Pototo llegó a Villa Dos Laureles todos salieron huyendo; sin embargo, cuando pillaron que no tenía olor alguno, se fueron acercando poco a poco para entablar conversación con él.
-¿Qué les pasa, amigos? -preguntó altanero-. ¿Acaso nunca vieron un zorrino tan apuesto?
Su soberbia los espantó mucho más que el mal olor que esperaban hubiera tenido, y uno a uno volvieron a sus quehaceres habituales: el gallo retomó su lectura en el gallinero, los gansos continuaron jugando una partida de casita robada, el pavo real desplegó su maravillosa cola para demostrar que allí nadie era más rey que él, los conejos continuaron correteando, las gallinas regresaron a sus cacareos, los chanchitos retornaron a su amado fango, los perros se tiraron al suelo para refrescarse las barrigas... sólo el adolescente gatito angora lo siguió por todo el pueblo, convencido de que estaba ante una celebridad de la capital.
-Sígueme, pequeño, y aprenderás grandes cosas de súper Pototo -le dijo el coqueto zorrino.
Pepito se convirtió en su fiel secretario. Le consiguió posada, le buscó alimentos, le proveyó de habanos para fumar y le consiguió una cita con la zorrina más hermosa de Villa Dos Laureles. Pero Pototo la rechazó... por considerarla demasiado fea y poco perfumada para él.
El comentario recorrió los alrededores. El forastero osó rechazar a la más inquietante de las zorrinas del pueblo. ¡Qué atrevido!, dijeron a coro las chismosas del lugar. En una reunión improvisada en el pasillo del establo, el gallo sostuvo que alguien debía poner en su lugar a tan envalentonado personaje; los machos estuvieron de acuerdo; no así las hembras, que lo consideraban atractivo y diferente.
Pepito el gato le contó sobre los comentarios en su contra, pero a Pototo no le importaban en absoluto las opiniones de los demás, especialmente si no le favorecían. Continuó disfrutando de su vida, despreciando a toda la gente y humillando hasta al pobre gato que lo servía como el más fiel de los sirvientes.
Pero Pototo encontró escarmiento. Abusando de su incontrolable gula, cenó muchísimo. El dolor de estómago no se hizo esperar; sufrió toda la noche mientras se revolcaba en su cama de la posada. Hizo llamar a doña taguacita, la médica del vecindario, pero ella no lo pudo curar; entonces recurrió al brujo de los zorrinos, pero ellos ignoraron su sufrimiento por haber ofendido a su más bella representante.
Hacia el amanecer, el dolor de estómago estaba matando a Pototo. Entonces le pidió a Pepito que arrancara las flores más hermosas y se las llevara a la linda zorrina, para pedirle disculpas. El gatito llevó a cabo la orden y regresó con un amargo té que terminó con los espasmos del zorrino.
Ese gesto de disculpa y la ayuda encontrada en alguien que él había ofendido, le hizo comprender que no se debe ser ofensivo con nadie, y mucho menos ser tan altanero y poco modesto.
UNA REMERA PARA LUCRECIA
Tiritaba de frío. Durante toda la madrugada estuvo acurrucada junto a su mamá, soportando el viento de invierno. Para un perro cualquiera, aquello no era demasiado grave, pero sí para una pequeña cachorra recién nacida.
Sofía, su preciosa mamá, fue expulsada de la casa donde vivían por haber robado un trozo de carne que estaba sobre la mesa; su dueña no se apiadó de su hinchado vientre; la echó a la calle en plena tarde fría, sin darle la oportunidad de tener antes a sus cachorritos.
La perra caminó durante horas, buscando un lugar donde tirarse a descansar. Finalmente, eligió el mercado. Allí, dos señoras le hicieron un lugar entre las cajas de cartón donde estuvieron las frutas, para que pudiera dar a luz a sus hijitos. Pero llegada la noche, todos se fueron y Sofía se quedó sola entre gatos ariscos y perros que la miraban no demasiado amigables.
Comió con poca gana la comida que le habían dejado. Pateó a los ratones que quisieron acercarse a su improvisada cama de cartón y se tiró a esperar el nacimiento que ya sentía inminente. El frío se hizo más intenso, al igual que los dolores.
Con tremendos gemidos comenzó a alumbrar. Uno, dos, tres, cuatro... fueron saliendo los cachorritos. Los limpió uno a uno con la lengua y trató de darles calor, pero el frío era demasiado intenso.
Cuando llegaron las mercaderas, dos de los cachorros habían sucumbido al frío. Sólo quedaron un machito y una hembra. Una niña llegó corriendo y abrazó a los animalitos. Le dio el macho a una amiguita que lo calentó sobre el pecho; y ella envolvió a la hembra con una remera tibia y perfumada.
-Te voy a llamar Lucrecia, como mi muñeca -le dijo al oído.
Sofía la vio alejarse con su cachorrita, convencida de que a su lado no le faltaría jamás ningún tipo de calor.
TARDE DE LLUVIA
Todos los patos esperaron tranquilos que pasara la lluvia; sin embargo, los otros animalitos salieron despavoridos a refugiarse en los corredores de la casa.
Juanita se puso el piloto y corrió hasta la orilla del río, para tratar de que los patos la siguieran hasta el galpón del gallinero. Sin embargo, los mismos continuaron inmóviles bajo las gruesas gotas de agua que se deslizaban sobre sus plumajes.
Mojadísimo, Tobías, el anciano perro, se sacudía ante la protesta de la abuelita y la algarabía de los niños que festejaban cada «rociada» de las agüitas que despedía. Hacia el fondo de la cocina, Michito maullaba molesto porque no le gustaba el agua. En el gallinero, las mamás gallinas protegían a sus pollitos dándoles calor bajo su cuerpo.
Los patos no eran los únicos felices con la lluvia; hacia el fondo de la casa, Cuchita y su vasta prole se revolcaban felices en el lodo. Desde el corredor, los niños festejaban con palmadas los juegos de los pequeños cerdos en el barro.
En un descuido de la abuelita, Juanita, Rosa, Pedro y Tito salieron corriendo a corretear bajo la lluvia. Los retos no se hicieron esperar. Todos debieron regresar hacia el corredor a secarse las cabezas y a mudar sus ropas húmedas, mientras rogaban en su interior que la abuela necesitara urgente que uno de ellos fuera hasta el almacén a buscar alguna cosa que faltara.
-No hay galleta -la frase de la abuelita sonó a dulce de leche en sus oídos, mientras se atropellaron para cumplir con el mandado.
La abuelita pilló la intención y decidió que era mejor hacer buñuelos para que ninguno se mojara bajo la lluvia.
La cara de decepción de los cuatro pillos duró todo la tarde.
CUANDO EL SOL QUIERE MORIR
Se había tirado a dormir a la orilla del camino, porque estaba seguro que por allí no pasaba casi nadie y no había peligro de que lo pisaran o que los niños le tiraran con piedras.
Renato estaba triste. Muchas veces se preguntó qué era aquella extraña sensación que lo embargaba todos los días a esa hora, cuando las luces se iban poniendo de otro color y el sol quería morir en el horizonte. Siempre quiso saber si los demás animales sentían lo mismo que él, pero hasta el momento no se había atrevido a preguntárselo a nadie que no fuera de su especie.
Para un pequeño lagarto, hacerse tantos cuestionamientos ya era demasiado, le había dicho una vez Ivelice, su amiga adolescente, quien sólo se preocupaba por ponerse al sol todos los mediodías para tener un espléndido color en la piel y de esa forma atraer las miradas de todos los lagartos más atractivos de Villa Nueve Lagos.
-Quiero saber por qué me pongo triste -repetía como una letanía, al tiempo que miraba morir el sol boca arriba, con las manitas bajo la cabeza, mientras los chajás sobrevolaban el añoso y anclado barco que estaba hacia el matorral.
-Mi rey, no tenés remedio -le dijo burlona su amiguita, quien iba camino a una cita con Aurelio, el camaleón más forzudo de la comarca.
Renato continuó cavilando a la vera del camino, tratando de entender por qué su estado de ánimo estaba tan relacionado con la luz del sol, cuando que la luz de la luna era también terriblemente hermosa.
ENLACE A LA EDICIÓN DIGITAL:
Autor/a:
GAYOSO MANZUR, MILIA (1962-)
Título:
MICRO CUENTOS PARA SOÑAR EN COLORES
Edición digital:
Alicante : BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Arandurã Editorial, 1999.
Portal:
LITERATURA PARAGUAYA
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