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NARRATIVA PARAGUAYA - EDICIÓN DIGITAL

  MUJERES AL TELÉFONO Y OTROS CUENTOS (Cuentos de AMANDA PEDROZO y MABEL PEDROZO)

MUJERES AL TELÉFONO Y OTROS CUENTOS (Cuentos de AMANDA PEDROZO y MABEL PEDROZO)

MUJERES AL TELÉFONO Y OTROS CUENTOS

Cuentos de AMANDA PEDROZO,

MABEL PEDROZO
Edición digital:
Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2000
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),

Editorial El Lector,

Asunción - Paraguay, 1996.

 

 

Enlace al ÍNDICE de la versión digital de MUJERES AL TELÉFONO Y OTROS CUENTOS  en BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES

 

ÁNGELA PURA:  EL RESUCITADO/ DON CAYÉ/ ATILANA/ EL GALLINERO/ VECINA LA MERCÉ/ LOS CHANCHOS/ EL APEPÚ/ KARAI SIMÓ/ EL PELO COLORADO/ ÁNGELA PURA/CHINGOLÍ

MUJERES AL TELÉFONO : SILVINA/ UN CAJÓN PARA MAMÁ/ SÍNDROME/ BARRILETE/ MUJERES AL TELÉFONO/ INFIDELIDAD/ PÁGINA 22 (PARA SOLEDAD)/ HARÉN/ MUERTE PARA DOS/ DISGUSTO/ CITA EN EL CASINO/ PRINCESA/ EXTREMOS/ ESPEJO (HISTORIA DE UN VAMPIRO).

 

 

 CUENTOS DE AMANDA PEDROZO

EL GALLINERO

    Tenía diez años cuando se decidió a irrumpir en la vida de las gallinas, casi sin que ellas se dieran cuenta. Aprovechó una tarde olorosa a reciente aguacero y la fascinación de las gallinas por el arco iris. Los círculos amarillos de sus ojos estaban pegados al cartón azul de arriba cuando Benefrida comenzó a formar parte del gallinero, ya para siempre desde ese lado donde era posible bambolear el maíz entre los dientes hasta hacerlo puré con leche de saliva.

     Para eso las había observado por años, desde el mismo momento en que la dejaron salir del pozo de tierra apisonada que su abuela había cavado para que no se arriesgase demasiado en ese gateo que estaba cerca del desvarío. A aquel horizonte de tierra colorada le siguió en su vida ese otro límite de alambres cruzados y pronto sus ojos se hicieron tan baqueanos a esa única visión, que podían seguir repitiéndola hasta cuando no estaban abiertos.

     Su obsesión por el gallinero fue un alivio para la abuela, que ya decía que no había que encerrarla tanto. Nadie tenía tiempo para quebrantarse en esa casa. A un niño siguió otro y puchar por la vida les llevó tanto tiempo, que terminaron dejándola instalada en ese pequeño espacio entre la batea de los chanchos y la planta de pomelo.

     Entre todos pero sin decir una palabra concluyeron en que Benefrida salió tilinga como la tía Prudencia, y que igual que ella ya no tenía solución. También entre todos la olvidaron, ayudándose unos a otros en ese trance familiar vergonzoso.

     Cuando dejaron de fijarse en su presencia, la niña ingresó al gallinero, entre un aletear silencioso de las gallinas que miraban con fascinación un arco iris colocado en el medio del olor a aguaceroreciente y la procesión que le pasaba por dentro justo en ese momento.

     Las gallinas se habían acostumbrado desde hacía años a verla, y para decir la verdad completa, ni se percataron de que alguna vez había estado del otro lado del alambre tejido. Esa misma noche la inquilina subió a la planta de pomelo con las gallinas, ahuecando los brazos y cediendo las ramas de privilegio alas más antiguas. La abuela fue la primera que la vio al día siguiente escarbando con las manos para elegir los granos de maíz e irlos aplastando despacito entre los dientes.

     Hubo una corrida familiar y nadie supo nunca quién entró primero al gallinero para tratar de sacarla. Apenas los vio, Benefrida se tumbó al suelo echando espuma por la boca. Nadie tenía tiempo en la casa para quebrantarse demasiado, así que la dejaron y se fueron a revolver cada uno sus cosas, sin falsos remordimientos. Al día siguiente la abuela entró al gallinero seguida por los chicos más grandes de la casa, para intentar nuevamente volver a Benefrida al ámbito familiar. Pero la niña aleteó salvajemente, se prendió por el alambre tejido y desde allí se defendió con las uñas. La abuela salió horrorizada.

     -Esa niña salió tilinga.

     -Igualito que tía Prudencia.

     -No, más todavía, yo me acuerdo bien.

     Al otro día los despertó un cloqueo como de gallina enferma. Todos supieron que era Benefrida, así que se taparon mejor y volvieron a dormirse pensando vagamente que las cosas estaban saliendo en su hora. Todos evitaron mirar hacia el gallinero ese día y el otro y el que venía después, hasta que resultó inevitable dar de comer a las gallinas. Así fueron descubriendo uno a uno que a Benefrida le gustaba más que nada el afrecho mojado, que odiaba los restos de comida de la casa y que prefería el agua de lluvia que quedaba preso en un pedazo de teja vieja.

     Un día, hizo su aparición por la casa pa'i  Setrini. Nadie tenía tiempo para quebrantarse, así que enseguida le dieron la razón: había que sacar de allí a Benefrida. Tampoco tenían tiempo para esperar, por lo que entraron seguidamente al gallinero, dispuestos a hacer lo necesario. Un largo lamento marcó el comienzo de ese primer acto de la vida inerte de la niña.

     El segundo acto puede ser resumido así: Benefrida sentada en el sitio exacto entre la batea de los chanchos y la planta de pomelo. Benefrida mirando las gallinas cuando comen, las gallinas cuando cacarean, cuando ponen huevos, cuando cuidan a sus pollitos que dicen pío pío, cuando pelean por una lombriz. Benefrida controlando minuciosamente el rectángulo de sol sobre el horcón del gallinero. Benefrida viendo llegar la noche presa de feroces ataques y desvarío.

     El doctor dijo al instante que era epilepsia, la abuela calculó que se trataba de calentura natural, el pa'i dijo que era pecado. Ningún medicamento, ningún rosario, pudo evitar ni uno solo de los ataques: llegaban puntales apenas las gallinas subían a la planta de pomelo. De eso hace cuarenta años, y todavía hoy Benefrida sigue mirando el gallinero, done ya no hay gallinas sino sólo la pobre planta de pomelo vieja y carcomida por los horribles gusanos que se trajo una vez el viento del norte y que terminaron comiéndole el caracú hace cinco años.

     Pero en la casa, donde nadie tiene tiempo para quebrantarse y tampoco está para aguantar los golpes de la vida además de las enfermedades propias de la vejez, sólo cuentan de vez en cuando -si se les pregunta- que es demasiado trabajo puchar por la vida, y encima tener que estar sacándole a la tilinga las dos o tres plumitas que le salen en la espalda, fenómeno que se le repite cada vez que alguien, por compasión, asco o descuido, procura moverla de su sitio.



 VECINA LA MERCÉ

    Esa noche, Antonio se decidió a curarse del amor de una vez por todas. Estaba seguro: sólo si lograba poseer a la Mercé en cuerpo y alma podría ir olvidándola y con un poco de ayuda de Dios y de su finada madre, seguramente iba a ser capaz nuevamente de cumplir con sus deberes maritales que nunca jamás deben desatenderse si no se quiere aguantar después una yeta que no se suelta más ni siquiera rezando pésame Dios mío en siete iglesias distintas un Viernes Santo.

     Hacía como tres meses que Antonio vivía del aire. Nicanora terminó dándose cuenta de la soledad en que la había sumido su hombre en el catre de vacapi cuando lo vio sentado a las dos de la mañana con los ojos bien puestos en la casa de la vecina, exactamente entre la puerta de madera comida y los helechos.

     Estaba destinado a no saber nunca bien si fue la desesperación de Nicanora o su deseo que ya era demasiado urgente lo que hizo que se decidiera de una vez a poner fin a tanto sufrimiento. Y como en realidad ya no podía más de amor y estaba a punto de cometer cualquier desacierto, con el poco raciocinio que le quedaba consideró que igual le convenía derretir esa piedra caliente que le entraba en los huesos como los clavos al pobre Jesucristo.

     Esa noche, apenas el sueño salvó a Nicanora de seguir viendo a su Antonio con los ojos puestos en otro lado, dejó que su humedad traspusiese los portones de la prudencia. Sudaba hasta la desesperación cuando saltó el cercado de alambre de púa y el hediondo chiquero hasta llegar después de su alma entre los helechos y la puerta de madera comida. Antes de darse cuenta se encontró en la piecita oliendo con apuro ese aroma impensable que subía justo del centro de la cama.

     En el escaso trecho que faltaba para alcanzar a tocar a la Mercé, fue palpando en el suelo un bicho, una vela apagada, un trapo y una palangana llena de tierra. Su locura determinó enseguida que todo ello había sido puesto allí a propósito para retardar el gozo del amor y hacerlo más dulce todavía. Una respiración como remota lo soltó del todo hacia adelante, y ya no quiso saber nada más del mundo.

     A medida que iba destapando a la Mercé, pura cabellera negra y piel de luna sobre la cama, su destino se iba cumpliendo gota a gota. De algún modo en el que no tenían nada que ver sus ojos que habían quedado para siempre puestos entre la puerta y los helechos, pudo ver enteramente a la Mercé, pura cabellera, cuencas vacías, huesos blancos.

     Nicanora sintió el alfiler de su llanto alas dos de la madrugada. Tuvo la seguridad de que había sido abandonada a la soledad para el resto de su vida, cuando vio a su Antonio con los ojos perdidos sin remedio en la casa de la Mercé.



LOS CHANCHOS

     Los chanchos cavaron hasta más no poder. María Gertrú volcó el contenido del tacho de comida en la tierra. María Gertrú se miraba hacer estas cosas sintiendo que las palabras se le trancaban en la saliva sin que pudiera escupirlas ni procurando. María Gertrú vivía sentada en la rama baja del yvapov. Los parientes más próximos habían aprendido que era inútil tratar de arrancarla del silencio y del árbol. Desde donde miraba fijamente a los chanchos que cavaban día y noche hasta más no poder. Justo donde ella solía volear el contenido del tacho de comida para que ellos siguieran el ritmo de su fiebre.

     El hueco en la tierra se fue ahondando. Hasta que entre descanso y descanso de estómago los chanchos pudieron tener la felicidad de dormir metidos allí por turno riguroso. Mientras ellos dormían María Gertrú paraba un rato su agitación desmedida hasta que no aguantaba más y soltaba las frutas más cercanas del yvapov, confiada en el instinto inagotable que los hacía mover otra vez las pezuñas, movimiento que María Gertrú acompañaba inevitablemente con las palpitaciones de sus dedos. Una vez antes de eso la muchacha se había negado a entrar a la casa y nadie pudo arrancarle el empecinamiento de los ojos que hurgaron sin parar el sitio exacto de su salvación. De donde quisieron sustraerla Negra y Aparicio tomándola de los sobacos. Pero ni el peso de la obligación familiar impidió que finalmente la olvidaran, para lo cual sólo tuvieron que dejarla sentada en la rama baja del yvapov, sitio único en el mundo en que lograron que no siguiera gruñendo como los chanchos.

     Por lo que al principio no pudieron identificar quién había gritado de ese modo desde el patio, allá donde el hueco en la tierra se iba haciendo cada vez más profundo. Negra y Aparicio forzaron juntos la memoria hasta que les fue posible apartar del resto de los sonidos la voz de María Gertrú. La muchacha gritaba perdida en el centro de la tierra y el ruido de los chanchos, cavando con las uñas y la ansiedad, arrancando terrones de tierra, arañando, rompiendo, sacando los dientes, sudando. Negra y Aparicio la vieron descuajar el mundo hasta el grito final y el desmayo.

     Recién entonces pudieron olvidarla para siempre jamás, en el mismo instante en que vieron el cuello del kambuchi que salía apenas pero que ya dejaba ver su glorioso contenido de oro y locura y desesperación. María Gertrú jamás despertaría del sueño sin ventanas en que la había sumido la plata yvygui, desde que los primeros póras entraron al patio de los tres hermanos mediante un temblor del cielo y una resonancia de la tierra mojada. 



 EL APEPÚ

    No es que Toma'i fuera mudo ni escaso de entendimiento. Pero andaba por el mundo como pandorga sin liña. Terminaron por dejarlo en el único lugar capaz de calmar su llanto y esos gemidos como de deudo de muerto. Entonces instalaron al niño frente a la máta de apepú, y desde ese momento todos pudieron desentenderse de su presencia sin gran esfuerzo. Tardes hubo en que el mita'i se negaba a entrar a la casa. Lo sabían por el silencioso estironeo que los ponía fuera de sí, lo sabían al ver que el enojo le rompía en dos el moco de la cara.

     Poco tiempo pasó para que dejaran de esforzarse por quererlo, lo que hicieron sin sentimiento de culpa porque en eso se apoyaban unos a otros y después de todo el niño parecía no querer a nadie. Su delirio acabó con toda la paciencia que había en la casa de una sola vez. Se cansaron verdaderamente y mediante eso Toma'i pudo tenderse en paz los días enteros junto a la planta, sobando con sus deditos el nacimiento de las raíces, sin que nadie perdiese los estribos por eso. La desidia familiar había llegado hacía rato al colmo, pero él parecía agradecido cada vez que olvidaban meterla a la casa cuando llegaba la noche. La abuela Tomasa era la única que se pasaba los días persiguiendo con los ojos la obsesión de la criatura. La abuela Tomasa vivía llena de humillaciones y miedos. Se sentaba en su corredorcito en una hamaca. Se hurgaba la nariz, armaba su rodete con ayuda de un aropi de oro que cuidaba más que su vida o frotaba por sus piernas ensumidas un pedazo de grasa de gallina que nadie más que ella podía tocar. La abuela Tomasa cayó en desgracia desde cierto rapto de taradez que tuviera como fruto de los cuatro vasitos de licor de huevo que se tomó sin respirar en memoria de tío Ceferino, quien murió pidiendo que le acercaran un traste de mujer para no irse al otro mundo con las ganas. Fue cuando eso que la familia aprovechó para confinarla a una piecita en el fondo del patio, y jamás volvió a tomarla en serio aunque ella no volvió a reírse en toda su vida.

     A medida que los otros se las arreglaron para no acordarse más de la molestia, Inocencia Socorrida enloquecía de pavor cada vez que veía a su hijo prendido a la planta de apepú. Le corría por la mente la idea de cortar el árbol pero las cuatro veces su intención chocó con las manitas llenas de tierra de la criatura. Inocencia Socorrida terminó haciendo la señal de la cruz cada vez que veía desde la cocina a Toma'i prendido al árbol de sus pesadillas.

     La abuela Tomasa miraba cuanto iba aconteciendo y cada vez el rodete le salía más apretado y tenía que pasarse más veces el pedazo de grasa de gallina por las piernas ensumidas si quería contentarse. El apepú ese año reventó de flores y era tan intenso el olor en esa parte del patio, que únicamente Toma'i era capaz de aguantarlo. Juntaba minuciosamente los pétalos blancos que caían en círculo y reconstruía flores sobre las raíces del árbol. Mientras duró el tiempo de las frutas Toma'i se alimentó exclusivamente de la pulpa y hasta las hojas, lo que alivianó a todos del trabajo de llevarle de vez en cuando algo que comer y tomar. A medida que las manos se le quedaban amarillas y agrias el niño fue centrando su silencio y cuando la abuela notó su desesperación se instaló del todo en la hamaca esperando lo que había de pasar sin falta.

     La lluvia del Viernes Santo comenzó con un rayo que echó abajo la planta de apepú, momento exacto en que abuela y nieto llevaron corriendo su ansiedad hasta el árbol arrancado de cuajo. Toma'i empezó a cavar con apuro en medio de un llanto que le corría a chorros por el alma y que sólo la abuela podía ver porque era como si tuviera memoria de esas cosas desde antes, hasta que sus manos amarillas y agrias sacaron del todo la cajita de madera podrida que tenía dentro un poquito de tierra y unos cuantos huesos como de paloma muerta.

     La abuela Tomasa se acostó esa noche tranquila por primera vez, después de acunar entre sus brazos a Toma'i para irle contando con esmero aquella vieja historia familiar que terminaba con un angelito enterrado en una cajita de madera, hasta esa lluvia del Viernes Santo que comenzó con un rayo.

 

CUENTOS DE MABEL PEDROZO

 

CITA EN EL CASINO

     Amo los viajes en taxi. Ese abandonarse en un asiento trasero con la despreocupación de los que están en ninguna parte, corriendo a 120 por la avenida de los casinos, sobre sus luces amarillas delirantes de bichos puestos a morir en el cono de las lámparas. Sobre todo a esta hora (digo, lo de los viajes) en que el mundo se llena de oscuros con olor a pasto recién hecho y ganas de quedarse para siempre con la falda de seda soplándome las piernas, haciendo distancia de la ceremonia consabida que son los hombres bajando de los colectivos con ganas de llegar a casa, darse una ducha mientras la mujer se mete con el guisado y la cerveza y se sonroja segura de que él la sabe perfumada por si surge hacer el amor después de los chicos y los noticieros de las veintidós. Sin embargo, detesto los semáforos. En la ciudad, bueno, pero aquí, en una carrera loca hacia el acabado del universo, nadie mejor que uno para regularse velocidades, aunque admito divertirme con la morbosa curiosidad que incitamos las mujeres solas, elegantes, puestas en la vitrina de una marcha en suspenso.

     Ellos tienen razón. Los que miran, digo. No es de uso. Cosa de esposas penando el amor que no les cruzó de la puerta de calle, adolescentes conteniéndose el sexo, prostitutas tarareando una canción barata, amantes. No soy la excepción, sino lo último. Una amante. La amante de un hombre casado, lo que no me hace más especial que el ochenta y tanto por ciento de las mujeres de este país; quizá, algo menos trágica e infinitamente feliz de permitirme amar a antojo.

     Me lo dijo por teléfono, como acostumbra cuando teme respuestas. Tonto. Sí quería conocer a esos amigos suyos parte de nuestros cafés pretexto para irle viendo ceder palabras, empujarlas como si le viniesen del fondo, como si se las despeñase de a una boca en suspenso, boca llenándose de sonidos por detrás de los dientes, miedo de hombre queriendo saltar fuera, dejándose caer sobre el redondo del laminado de la taza. Además ellos, sus amigos, eran el tiempo que me faltaba conocerlo. Amigos de secundaria que lo vieron crecer, enterrar a su padre, sentir las primeras mujeres. Amigos envidiándole el ingenio, el porte, el misterio. Sí, dije, voy.

     La ocurrencia les había costado alquilar el salón de fiesta del mejor casino de la ribera. Sería una cena secreta, como en las películas, el mejor juego de infidelidad al que se habían atrevido, y como invitadas, nosotras, las amantes. Una noche inequívocamente clandestina, irreverente.

     No la conozco. A ella, Clara Emilia, su esposa. No tiene que ver en esta historia y así lo entendimos cuando despertamos del primer beso en la boca. Tan nuestra la emoción de vernos enteros. De reír a gritos en un motel donde fuimos a parar esquivando una siesta de diciembre, la tristeza insoportable de la Navidad, las compras, la gente. Nadie más que nosotros en la confesión de un amor hecho de verdades interminables, de mentiras también interminables, de lecciones de historia a medianoche, frente a la casa de gobierno, las corridas hasta el último colectivo de la estación urbana, su voz pegada a mis oídos sobre la mudez del teléfono.

     Clara Emilia era un afecto en acordado paréntesis ante mi presencia, una vida doliéndome a menudo, a escondidas, a las ocho de la noche de todos los días, frente a los escaparates de la esquina Robles, cuando era ella, imposible no saberlo, a quien él invocaba siguiendo los encajes de un corsé importado.

     El casino. Séptimo piso. Aguantarse la claustrofobia en el ascensor. Quedarse viendo el tablero de círculos rojos prendidos en orden. Segundo salón. Él, esperando en el pasillo con su aire de etiqueta pendiente de mi proximidad, de mis ruidos, de mis labios alcanzándolo. «Están dentro», dijo mientras me encajonaba en sus brazos, su boca en mi rostro, su prisa revolviéndome la ropa todavía húmeda de avenida Los Presidentes y atardecer detrás de los últimos árboles alcanzados por los ojos.

     Un resto de melodía recordaba la excusa en la oficina, los patos de vestir comprados en la tienda americana (gamuza a precio subiendo los bordes del pantalón), la escena de presentaciones ensayadas en noches sin sueño. «No quiero entrar», dijo, y para entonces tampoco yo quería. Me atropellé ganando las escaleras, sintiendo su correteo entre el sexto y quinto piso, cuatro escalones detrás, sobre mi cuerpo. Oscuridad hecha a medida, a tiempo, obscuridad cayendo en punta sobre el jarabe caliente del apareo.

     Camino a casa, en el auto, Alejandro comentó la reunión en el Casino, soportando mi retraso. Las amantes de sus amigos, contó, fuera de rol, asumiendo el de esposas preocupadas por la cocina, orgullosas de conocer alguna de sus manías insignificantes, confesando intimidades a boca llena, métodos anticonceptivos, regeneradores de la piel, ungüentos para el pelo. Ellos, sus amigos, anticipando resultados de la economía de mercado y las privatizaciones.

     La avenida era una costura de luces corridas en línea recta hacia la madrugada, un cordón de velas eléctricas empapadas de sereno, complicadas en esto de seguirme prolongando su abrazo sinceramente avergonzada de haberlo querido también. Digo, como ellas, sentirme Clara Emilia por una noche.



 PRINCESA

    Ocurrió una mañana de abril, en casa de su padre. El dolor de cabeza la retuvo en la cama hasta que recordó a Manuel, todavía revuelto entre sus piernas. Lo vistió en la penumbra con la habilidad de las mujeres para esas cosas; lo despertó como un animal, lamiéndole la cara, los dedos, el pecho velludo (olían con tanta especificación a sexo que se le ocurrió, no bastaría el agua del grifo para lavarlos). Fue después, cuando el muchacho se fue y ella terminó de retirar los cubiertos de la mesa.

     Las cosas estaban en un silencio lindo, el sol de la infancia (distinto al de todos) a un lado de la ventana, Mamer durmiendo en la caja de papas. No recordaba su pensamiento en el momento que el sentimiento se le metió en el cuerpo, aunque sí una sensación de locura que la persiguió por el resto de la casa. Desde entonces se quiso morir, con igual intensidad, con la misma persistencia, con tanta buena fe que no se lo contó a nadie y enteramente sola planeó los pormenores de su muerte.

     Princesa era una artista. Su padre la formó en los secretos de la música cuando sabiendo que desde el patio ella lo escuchaba con los ojos clavados en las estrellas, se tumbaba en la hamaca y le cantaba con pasión de hombre, como si fuese su enamorado, como si le lamiese las comisuras de los labios con cada punteada de guitarra, así como ella hizo después, con otros hombres.

     De su madre recordaba cosas que había oído. Una mujer de burdeles metida a señora por ganas de mostrarle al mundo que también podía con esa vida inservible de tanto vivirse de la misma manera, de hacer chicos sin pensar en ellos, de la cama, cuya frecuencia no dejaba de extrañar. Los hombres jamás faltaron en su casa, y con uno se marchó, hacía demasiado como para que a nadie le afectara.

     De ella heredó Princesa ese olor que ponía en celo a quien viese sus cabellos del color de un cuarto cerrado, sus pechos en triángulo. Hasta el día que se quiso morir (y después, pero de manera distinta) se mostró alegre con sus amigos, siempre dispuesta a notar el lado bueno de las cosas. Tenía la voz más estruendosa de los alrededores, risa de mujer grande, manos de quien las usa. Un juicio apresurado podría declararla vulgar, y de no tratarse de ella, lo sería.

     Fue una semana después de andar enredándose con su pensamiento que lo decidió. Metió a Mamer en un bolso de mano, olió los azahares de la calle baldeada con la lluvia de una tarde que nunca dejaría de recordar, ordenó las bolsas de basura de la vereda y pasó por la casa de Manuel. No era un lugar especial, excepto por esa piecita del fondo.

     Cuando Manuel la metió por primera vez se quedó muda, las manos sosteniendo la falda. Giró la cabeza hacia él. El rostro que tenía puesto recordaba al del primer arco iris, al del vuelo de las langostas en verano. Le pidió permiso con esa cara y con ella recorrió la superficie de las bicicletas sin ruedas, los muebles destartalados, la pila marrón de los periódicos, las muñecas mutiladas, las ropas comidas por la humedad.

     -¿Por qué te gustan? -Preguntó Manuel.

     -Son como gente -dijo ella, y si hubiese podido expresarse habría agregado que todo está ahí. Un niño sobre la alfombra. Una risa en el jardín. El ruido de los almohadones sobre la cama. La luz de los veladores. ¿Por qué nadie tira las cosas que ya no usa? Quizás porque si pierden la memoria de sus vidas, no tendrían adónde ir.

     Manuel no la entendía, pero sabía que después vendría el cuerpo de Princesa, sus manos buscándole por todas partes, su amor de perra gimiendo para darle el gusto. Esta vez no fue diferente, o por lo menos Manuel no se dio cuenta porque la quiso enseguida, su vestido haciéndose a un lado para dejarlo ser feliz como por mucho tiempo no volvería a serlo. Después fue ella prefiriendo sus besos de muchacho universitario, su torpeza al subirle el cierre, sus ganas todavía cuando la dejó en la avenida.

     -¿Te acompaño? -se ofreció.

     -No podés -dijo ella, se levantó sobre los dedos del pie y lo besó en la boca. De aquello, cuando el barrio comenzó a preguntar, el muchacho sólo confesó haberla visto ese día. A la semana todos estuvieron seguros. Princesa, la hija del músico, había hecho como su madre. Se había ido.

     Tomó el interurbano, colocó a Mamer sobre su regazo y aguardó. También lo hizo y con la misma paciencia en la fila de los boletos, en la Terminal. Cuando le llegó el turno, preguntó cuánto costaba uno a Santa María, el pueblito de las Misiones, y el dependiente le habló de asientos clasificados y servicio de video mientras ella, incapaz de entender diferencias, preguntó de nuevo cuánto costaba uno a Santa María, en las Misiones. El empleado optó por darle asiento en el colectivo más económico, por arreglarle, más tarde, un lugarcito para Mamer entre los bultos.

     -Es usted muy amable -le dijo Princesa desde la ventanilla.

     -Y usted muy hermosa -respondió el hombre.

     Ella le tuvo lástima. No había nada más triste que un hombre solo, caminando hacia las once de una noche silenciosa como aquella.

     A las seis de la mañana del día siguiente, Santa María apareció ante sus ojos como una falda floreada extendida sobre una loma desde donde, por la parte de atrás, se erguía el torso de un cielo completamente azul. Revisó el bolso de mano. Palpó. Sintió el cepillo de dientes, un libro rescatado de lo de Manuel, el paquete con el dinero. Todo estaba allí.

     Su vida en el pueblo comenzó en un local nocturno, como mesera, pero apenas dejó escuchar su voz llena de sentimientos, le dieron el puesto de cantante con un sueldo que alcanzaba para la comida, un cuartito en la parte posterior del local y la ración de leche de Mamer. Rehusó propuestas frecuentes en lugares como aquel por la sola razón de tener en orden su vida.

     -Hacer el amor tiene que ver con el alma, no con el dinero -dijo tantas veces, que los Parroquianos terminaron por entender. Y era verdad. Lo había hecho con el sobrino del patrón porque se lo pidió de tan buena manera, que la conmovió. Lo llevó a su casa, le enseñó a darle la leche a Mamer, lo desvistió y entonces estuvo con él cuando le entró miedo, cuando le pidió disculpas y se quiso ir, cuando accediendo a sus caricias, se metió de vuelta en la cama y por fin supo cómo hacen los hombres para amar a una mujer. Estuvo también después, cuando todo acabó y el muchacho no quiso sobreponerse a la tristeza que sobreviene al sexo.

     También lo hizo con el violinista que la acompañaba en sus actuaciones porque esa vez fue ella quien estuvo triste. Había cantado aquel bolero preferido por los santamarianos, el «Somos Novios» de Manzanero. Cuando terminó, no se quedó a escuchar los aplausos. Dejó la guitarra sobre el taburete y se perdió en el pasillo de los lavabos, rumbo al depósito de trastos utilizado como vestuario.

     El lugar no tenía mayores novedades. Cuadrado, con ese aire de misterio de los cuartos encerrados, oscuro incluso cuando la bombilla de luz extendía su piel amarilla sobre el pequeño armario, utilizado por Princesa para sus improvisadas sesiones de maquillaje. El violinista, un hombre enteramente entregado a su soledad, la siguió pensando que podía ser algo físico, conjetura abandonada apenas la vio frente al espejo, raspándose la cara con un paño sucio. Con la cualidad de los seres para reconocer a los de su especie se acercó, tomó el paño y retiró el resto del maquillaje del rostro de la joven.

     -Sé lo que es -le dijo-. A mí me pasa todo el tiempo. Pero no le vamos a dejar. A vos no...

     Princesa sintió cómo el vestido de seda se despegaba de sus hombros, una mano caliente bajando hasta el ombligo, los bordes de los labios del extraño pegados a su espalda. Cerró los ojos. Buscó el rostro de aquel hombre en su recuerdo. No lo encontró (lo tenía demasiado cerca); pensó si quería hacerlo y entonces se incorporó y (no se molestó en sostener el resto del vestido sobre su cuerpo) lo miró. El frío del cuarto le recordó el calor anterior, las manos del violinista. Cuando las luces del local se apagaron ellos se incorporaron uno del otro, se vistieron y salieron a la calle. No lo repitieron, pero a veces, cuando estaban solos se tomaban de la mano, y si además llovía como aquella noche, salían hasta la puerta del salón y se quedaban viendo las formas geométricas del agua sobre los barandales de Santa María.

     Los días transcurrieron hasta que volvió el dolor en el pecho, esa especie de urgencia que Princesa reconoció como su deseo inquebrantable de muerte. ¿Por qué le costaba tanto morirse? En el salón escuchaba comentarios de fallecimientos, de accidentes ridículos que se cobraban la vida de cualquiera. ¿Por qué ni siquiera pudo morirse de pena lejos de su padre, de Manuel? No creyó aguantar una semana, y sin embargo hacía meses que estaba en aquel lugar de nadie sin sufrir siquiera un mareo.

     Fue por entonces que aceptó las primeras visitas, el peregrinaje disimulado del pueblo hasta su dormitorio, el rito del amor prolongado por encima de las resistencias del cuerpo. «Mucha gente se muere de amor», pensaba Princesa, y concluía que a la larga el exceso tendría que ocasionarle tal final. Por supuesto no podía explicar estas cosas a los hombres, y nunca lo hizo, ni siquiera cuando se resistían a abandonarla sin abonar algún precio por el honor de ser queridos por ella.

     Princesa los vestía y desvestía como si fuesen sus hijos, sorbía las lágrimas de emoción de los jóvenes y besaba la boca pasada de los ancianos, los bañaba en su latona de plástico con zumos de flores, se untaba con gomina los dedos y los peinaba a su antojo. Sin embargo, ninguno acabó con ella.

     En el mes de octubre llegó el circo. Hubo sonido de tambores en las calles y niños alarmados por la inminencia de la felicidad. Ella no fue sino a la semana, invitada por el violinista que acompañaba en un numerito a los payasos. La carpa principal era un hongo con banderas humedecidas en los vapores del viento norte.

     Sentada en las graderías, Princesa asistió a la función de fin de semana. Primero salieron los caballos amaestrados, los monociclistas, los chimpancés besucones, el hipnotizador de leones y los engendros (la mujer barbuda, el hombre de tres orejas, el indio de piel escamosa, la muchacha de tres senos). Las luces se apagaron, sonaron de nuevo los tambores, se iluminaron los techos de la carpa y una voz sin rostro anunció el «¡número que todos esperaban: Los payasos marroquíes acompañados por el inigualable sonido del violín de Santa María!».

     Princesa deliraba. Desde su banqueta podía distinguir una oreja en la segunda fila, los dientes amarillos de una mujer en la cuarta, unas rodillas plegadas en preferencias, la mano de la muchacha sobre una bragueta de populares, las medias negras de la prostituta, la rosa en el escote de la directora de la escuela. Cuando la gente gritó, buscó con la vista en el escenario. El público se agolpó en las barandillas. Un caballero, sin dejar de ver por encima de la muchedumbre, relataba a gritos el suceso. Se trataba del violinista. Una viga suelta le cayó encima. Princesa se quedó en su asiento hasta que el personal de primeros auxilios se llevó el cadáver. Cerró los ojos. Buscó el rostro de aquel hombre en su recuerdo y lo encontró (nada se lo impedía, ahora que estaba lejos).

     La lluvia jamás fue la misma, ni siquiera la de su última noche en el pueblo. Acurrucada junto a Mamer, aguardó en el cuarto las señales del amanecer. «La muerte acaba con la gente equivocada», pensó mientras reclinaba sus ojos, por última vez, en los barandales de las casas blancas de Santa María.

     Princesa volvió. Retomó lo que pudo, lloró la muerte de su padre y se fue a vivir con Manuel, para entonces un profesional de saco y tarjeta personal eternamente inquieto por su manía de dormirse pegada a él. «No me sueltes», le decía en medio de la noche. Manuel no lo hacía. Tampoco preguntaba. El amor cubría las posibilidades.



EXTREMOS

     -Si usted se pone el cepillo en la boca, don Miguel, verá como el dentífrico se desliza sobre sus dientes sin que le vengan esos dolores de los que me está hablando. Inténtelo. No me diga que no. Usted sabe que no me muevo de acá hasta que lo haga. Mire, si quiere se lo muestro. Así... ¿se da cuenta? Pero después continúa solo. Sí señor, así. ¿Vio? Ahora tire el agua y lávese la boca -un charco de sangre mancha el lavatorio.

     -Las arcadas se van a ir apenas volvamos a la cama. A ver, el brazo aquí, en mi cuello. Uno, dos, ya llegamos. Ahora se me arropa y se me queda quietecito. ¿Está cómodo? No, espere. Mueva la cabeza hacia su izquierda y así le saco esta almohada que le debe estar molestando. Despacio. ¿Está mejor?

     La habitación es la última de un largo pasillo mal clareado por una fila de fluorescentes manchados de bichos. El número del Seguro los llevó hasta allí.

     -Don Miguel desearía tanto una ventana -rogó el día que llegaron hasta el Hospital Mayor con la orden de internación.

     -¿Qué quiere que haga? Esa habitación es la que pueden pagar -fue la respuesta que un joven, sin mirarla, le dio.

     -¿Sabe don Miguel? Usted no está bien ahora, pero tampoco yo lo estuve cuando lo de la úlcera. ¿Se acuerda? Y me recuperé. Usted me dio de tomar todos esos medicamentos que el doctor Calabresi me recetó, y me cuidó el jardín. Ahora me lo está mirando doña Norita. ¿La ubica? A usted nunca le gustó, pero ya ve cómo se ofreció solita cuando supo de su enfermedad. Ahora duérmase, don Miguel, que yo pondré mi cabeza aquí, a su lado, y le cuidaré ese sueño que buena falta le hace.

     Los dolores aparecieron en el otoño. Miguel Orduñez tenía 68 años y comenzaba a pensar en la muerte.

     -¿Usted cree que estoy viejo, doña Clarita? -preguntó una noche. La habitación olía a gardenias-. Sé que está despierta, doña Clarita. No se haga la zonza que puedo sentir sus ojos abiertos.

     -¿Cómo puede sentirlos, si no los ve? No diga mentiras, don Miguel.

     -No son mentiras. Hace mucho que en esta habitación dejaron de pasar cosas que yo no sepa.

     -Si usted es viejo, yo lo soy más. ¿O se olvida que tengo también 68, y que las mujeres envejecemos más pronto que los hombres?

     -¿Quién le dijo esa tontera, doña Clarita?

     -Usted, don Miguel.

     La luz de una estrella se metió por la ventana. La sábana bordada de encajes se cuadriculó con la sombra del enrejado. La pareja se acurrucó, en un solo bulto, sobre la cama.

     -No estoy preparado para dejar este mundo, doña Clarita. Hay cosas de la muerte que no podría soportar.

     -Si no se duerme ahora mismo, mañana se quedará sin sus buñuelos de banana. Y estoy hablando en serio, don Miguel.

     Decidieron vivir juntos para sorpresa de quienes los conocían -pocos-, a la edad de 52 años. Clarita había quedado viuda después de un matrimonio de 30 años, con una hipoteca que no podía pagar y dos hijos que tampoco se ofrecieron a hacerlo.

     Cuando perdió la propiedad, la pensión que recibió le permitió alquilarse una casita dos barrios abajo. Así conoció, una tarde perfumada de setiembre, a Miguel Orduñez, su vecino de enfrente. Él le habló de los algarrobos.

     -Es como nosotros -le dijo.

     Estaban sentados frente al humo de un mate, en la cocina. Por la puerta entreabierta asomaba la sombra de un crisantemo. Un camino de piedras recorría el patio convertido en pequeño invernadero de flores, crotos y hojas de vista.

     Miguel Orduñez habló, y ella, sin cerrar los ojos, imaginó sus palabras. «Podría crecer en cualquier lugar, pero muere por voluntad en suelo duro. Prefiere la orilla de los caminos a un patio, y florece, uno se imagina por qué, no en las ramas jóvenes sino en la leña vieja, en las rajas que con su tronco va haciendo los años».

     No se casaron porque ella no quiso. «A nuestra edad esas cosas no importan», dijo, y él se convenció de que esa mujer debía ser suya.

     -Shhhhhh... Hay un ave en su ventana, don Miguel. ¿Escucha sus alas? Una vez usted habló de los pájaros. Dijo que cuando la oscuridad los toma en vuelo, ellos esperan a la luna para que la noche amanezca. No sé lo que habrá querido significar, don Miguel, porque usted siempre tuvo esa doble intención de las cosas, pero ya vio como no lo olvido. -La mujer calló. Sus ojos reposaron en el color pálido de la pared del hospital.

     Era el cigarrillo. Eso dijo el doctor Calabresi cuando fue a verlo a la casa después de un ataque de tos. No recetó nada. Escribió un nombre en un papel, y lo dejó sobre la mesa.

     -Abajó está la dirección -dijo y agregó algo acerca de que no era grave, pero que habría que actuar con rapidez.

     Él busco sus manos antes que sus ojos.

     -No se preocupe, doña Clarita. No volveré a meter un cigarro en la boca -prometió y se la llevó al dormitorio. La hizo sentar en el borde de la cama, junto a él, y dejó que el atardecer los borre con sus primeras manchas.

     El último verano en la casa se quedaron viendo el vuelo en cruz de los alguaciles sobre el círculo de las enredaderas. «¿Por qué le gustan esos bichos, don Miguel?», le preguntó mientras terminaba de cebarle un tecito de miel. Eran las cinco de la tarde y las persianas de la cocina, hechas un ovillo alargado, se extendían sobre el travesaño de la puerta. «Me hacen creer en Dios», dijo él.

     El invierno se disolvía en luces y aires tibios cuando las hemorragias comenzaron. Una mañana Miguel Orduñez no pudo respirar. Extendió el brazo hasta la lámpara. No llegó. Un dolor dulce lo paralizó. Volvió a dormirse. La voz de su mujer estaba en su sueño.

     Despertó dolorido y en un cuarto de hospital. El doctor Calabresi le sonreía desde el extremo de la cama. «Doña Clarita, usted no debió darle el gusto a este sujeto», protestó. Estuvo dos días y lo mandaron a casa con la promesa de tenerlo bajo tratamiento.

     -Don Miguel, ¿por qué me eligió?

     -Aquí vamos...

     -En serio, don Miguel. Yo nunca le pregunté. Necesito que usted me diga.

     Pasaron dos meses desde el primer ataque. Miguel Orduñez recobró el color en el rostro y su lugar en los quehaceres de la casa. Justo a tiempo. La época de poda comenzaba y la pareja reposaba del recorte de los geranios.

     -Dígame exactamente qué quiere saber, doña Clarita.

     -Por qué quiso compartir su vida conmigo.

     -¿Y por qué no?

     -Sino quiere, no responda, pero no se escape de la pregunta.

     -No se enoje, doña Clarita. ¿En serio lo quiere saber?

     -Usted sabe que sí.

     -Mire, doña Clarita, a nuestra edad no existen casualidades. Usted encuentra a un amigo a quien no ve desde la escuela, y sabe que será su última vez. Es una despedida. O abre un libro que le había gustado a los 30, pasa sus dedos sobre las letras y siente que el pecho le aprieta. Ese momento no volverá a repetirse. Una noche camina por la misma calle de hace 40 años, pero esta vez se detiene a mirar la luna. Esa imagen la acompañará hasta el final de sus días. Usted conoce, doña Clarita, a una mujer. Se pone los zapatos a la mañana siguiente y piensa en ella. Después del desayuno la sale a buscar. No habrá otra oportunidad de ser feliz. Usted la ama, y le da gracias a Dios por sus ojos que como un estanque, le refrescan el rostro, el pecho, las manos, al llegar a casa.

     Veinte días después Miguel Orduñez se levantó a las 4 de la madrugada y se vistió en la penumbra. Cuando terminó de ponerse las medias, cayó sobre la alfombra. Una ambulancia lo llevó inconsciente al Hospital Mayor. A su lado, su mujer rezaba.

     -Doctor Calabresi, si tan sólo pudiésemos conseguir una habitación con ventana. Es tan importante para él...

     -Imposible, doña Clarita. Usted escuchó al encargado de admisión. Quédese tranquila. Él la necesita más que nunca.

     Estuvo dormido por 17 horas. Cuando despertó, no pudo hablar.

     -¿Escucha, don Miguel? Está lloviendo. Ya se habrá dado cuenta por el ruido de las canaletas. Si usted pudiese lo llevaría hasta su ventana para mostrarle cómo picotea el agua sobre la tierra. Usted me dijo que eso hacían. ¿Lo recuerda? Fue la primera noche que dormimos juntos. Me llevó hasta la cocina y con una linterna me mostró cómo llovía en el patio. Usted estaba feliz. Su beso siempre me recordó esa lluvia.

     Durante un mes -entraba noviembre- doña Clarita lo obligó a tomarse el desayuno todas las mañanas, a lavarse la cara, a prenderse los botones de la camisa, a caminar hasta el baño y a besarla antes de las medicinas. Miguel Orduñez falleció una tarde sin saber que lo estaba haciendo. A su lado, su mujer también cerró los ojos. Una inmensa paz llenó sus espíritus.

     -Miguel Orduñez, gracias por haber compartido su vida conmigo. Gracias por haberme dado amor, por recibir mi amor. Gracias por su alegría, por su pensamiento, por su compañía. Muy pronto me reuniré con usted. Mientras tanto, mi amor lo acompaña.

     Eran las ocho de la noche de un domingo. Excepto la lluvia, el hospital estaba en silencio. La mujer se levantó de la silla, caminó hasta la puerta y la abrió. Vestía un pantalón de lanilla gris, pantuflas, camisa de franela con florecitas amarillas. Llevaba el pelo corto y canoso. Unas gafas con armazones metálicos le cubrían gran parte del rostro. Caminaba un poco encorvada y tenía las manos hinchadas por la artritis. Lloraba. Suavemente. Detrás de ella, el bulto de la noche crecía sin atreverse a tocarla.



 ESPEJO

(HISTORIA DE UN VAMPIRO)

    «Debimos haber muerto con él», dijo la muchacha al tiempo que se tumbaba en el sillón cubierto -como los demás muebles- con una manta de color oscuro. Los pies le ardían. Se los restregó en la alfombra hasta dejar libres sus dedos que comenzaban a hincharse bajo la media de nylon.

     La mujer a quien se dirigía, caminaba en aquel momento hasta el botón del velador que anaranjó el saloncito con su luz tristísima. El negro de la ropa contrastaba con sus mejillas blancas y regordetas. Era la tía Constanza.

     Sin girar la cabeza, con una voz que se mantuvo a medio tono desde que Federico Urrutia entró en la etapa final de su enfermedad, anunció que el té estaría listo en un momento. Colocó el pañuelo y el monedero sobre el aparador, cerró los ojos y se llevó la mano a la frente. Estaba sudando. También parecía a punto de llorar, pero lo pareció todo el día y como jamás lo hizo Candela distrajo su atención de ella -por un momento-, y se hundió en esa especie de sopor en la que flotaban sus pensamientos. Cuando la buscó, ya no estaba.

     Candela fue la última Urrutia en conversar con Federico. Habían crecido juntos en la casa de la tía Constanza sus once primeros años -tenían la misma edad- y tres más de la etapa que comenzaba a pertenecer a la adolescencia. Allí vivió la abuela Urrutia, y antes la bisabuela, y la madre de esta, mujeres que según la tía Constanza, no se casaron para evitar la desaparición del apellido de la familia.

     Rodeado de un jardín espeso y descuidado, la casa de tres niveles guardaba secretos que los niños fueron descubriendo en los [132] baúles, en la biblioteca que perteneció al tío Eugenio -no lo conocieron-, en dormitorios de paredes peladas por la humedad, en cajas de fotos y en roperos donde colgaban trajes y sombreros que alguna vez no olieron a naftalina.

     Las siestas eran deliciosas. La tía Constanza calafateaba las puertas para que el sol no se escurriese por las rendijas, quemaba azaleas secas en un recipiente de barro y acomodaba su enorme cuerpo al lado de los niños. Entonces hablaba, y además de su voz, no había más sonido que el picoteo de los pájaros en el techo y los mangos del barrio achicharrándose a la intemperie.

     Les contaba historias que nadie más recordaba en el mundo y que ella retuvo con la persistencia de quien sospecha, sólo tiene en la vida los recursos de la memoria.

     -¿Qué dijo antes de... la desgracia? -preguntó la mujer. No habían dado las seis de la tarde. El comedor estaba ubicado en el lado Este de la casa. Una larga mesa de madera lustrada ocupaba el centro del salón iluminado con una araña de cristales azulados. Las sillas terminadas en punta, de respaldo alto y de asientos acolchados, extendían sus sombras humanas sobre el piso de parquet. Una serie de cuatro ventanas cubiertas con enrejados de madera dibujada, dejaban ver el jardín de naranjos donde Federico -hacía tan poco- juntaba azahares para la tía Constanza.

     -No quería morir.

     -¿Lloró?

     -No.

     La mujer retiró la silla haciendo el gesto de levantarse. Sus ojos desfallecían. Candela le pidió que se fuese a descansar. Prometió retirar todo, y lo hacía en el instante en que un sonido atrajo su atención. Venía de la sala. Caminó con no menos temor que el que había tenido durante todo el día. Empujó la puerta. A sus pies, el monedero que la tía Constanza dejó sobre el aparador -como movido por manos invisibles- daba pequeños giros.

     La muchacha lo levantó en un solo gesto, lo puso en su lugar y regresó al comedor para terminar de retirar los cubiertos. Sabía cómo sería, pero ahora no estaba segura de poder enfrentar los acontecimientos que sentía, se adueñaban de su espíritu.

     El primer día que entraron a la biblioteca tenían poco menos de 10 años. La tía Constanza preparaba galletitas de canela en la cocina. Fue ella quien les dio, además del permiso, una llave de cabeza cuadrada que el herrumbre comenzaba a despintar, y la historia: «El finado Eugenio, mi hermano, no servía para nada excepto para encerrarse en esa pieza y llenarse la cabeza de boberías. Murió comido por la leucemia. El médico dijo que el encierro debilitó su sangre».

     Sin embargo, no era la primera vez que subían a la última habitación de la casa. La tía los dejaba esperando -una vez por semana- en la puerta mientras pasaba el trapo de piso y abría las ventanas para espantarla humedad. «Este lugar no es para niños», les advertía, pero al final cedió ante la insistencia de Federico. Fue él quien decidió que aquel lugar cambiaría sus vidas.

     Y fue verdad.

La biblioteca

     A diferencia de la escalera que llevaba a las habitaciones principales ubicadas en el segundo nivel, la del tercero, mal iluminada por una lamparita que no hacía sino deformar la visión de las cosas, era tan estrecha que Federico subía primero. Detrás suyo, Candela sentía cómo un silencio puesto ahí desde antes -¿tendría que ver con el tío Eugenio?- los marcaba para siempre.

     Un pequeño pasillo protegido de un lado por barandales de fantasía y cubierto por el otro, por la pared lisa de la habitación en cuyo centro una puerta cuadriculada y pesada cerraba el paso, se completaba con la punta del techo que se unía en triángulo sobre la cabeza de los niños.

     (El clack de la llave corrida en doble vuelta sonó a definiciones profundas que en aquel momento ni Federico ni Candela estaban en condiciones de interpretar, y que tan solo el recuerdo devolvía con tanta claridad, con tanto sentido).

     La biblioteca consistía en estantes de madera -rebosados de libros- adheridos a los cuatro lados de la habitación, más tres baúles, un escritorio viejo, una caja de vidrio que alguna vez sirvió de portavelas -los restos de sebo pegados a la superficie lo delataban-, carpetas apiladas en los rincones, una silla con el forro deshilado y un sillón de mimbre preciosamente ubicado al lado de una de las ventanas -había dos- probablemente destinada a la observación de los juegos de estrellas que los niños aprendieron a nombrar con la guía «Estampas de oro», que fue lo primero a lo que echaron mano.
 

     -¿Y esas, Fede?

     -Las siete cabrillas.

     -¿Por qué se llaman así?

     -El libro no decía. A lo mejor porque son blancas.

     -No son blancas. Son amarillas.

     -No seas boba, Candy. Todo el mundo sabe que las estrellas son blancas. ¿Sabés por qué? Porque son cristales congelados. Como el hielo. Nada más que brillan. Es normal. Todo lo que está en el cielo brilla. Hasta Dios.

     Acodados en la ventana, los niños experimentaban esa sensación de eternidad que produce la vista de una noche abrasada de estrellas.

     Una mañana Federico se ocupó de los estantes altos. ¿Y aquellas cajas? Ni la mesa ni los demás muebles a mano fueron suficientes para salvar la distancia, pero sí la curiosidad. Aprovechando la ausencia de la tía Constanza -iba a misa de miércoles-, subieron la escalera de madera destinada a bajar naranjas que la tía recostaba en el galpón, y se apropiaron de los cinco enormes bultos apartados por el tío Eugenio -más tarde sabrían por qué-.

     Aquella noche Candela soportó las peores pesadillas de su vida -no dejaba de ver las horribles portadas que se pasaron la tarde limpiando con paños humedecidos en alcohol-, pero al día siguiente estaba lista para tirarse al lado de su primo, en el piso, y escuchar de sus labios historias de almas en pena, encrucijadas habitadas  por espíritus malvados, perros urgando tumbas en la medianoche de los días viernes, tesoros custodiados por duendes horribles.

     Las cajas contenían ejemplares «prohibidos» -así rezaban las etiquetas- de las «Ciencias del Ocultismo», «Tratados de Alta Magia» y «Manuales de Hechicerías». Los niños deliraban. Frente a aquellos relatos, los de la tía Eugenia pecaban de inocentes.

     Federico tomó un interés casi obsesivo por el «Manual de vampirismo», un libro cuyas hojas -cocidas a mano y manchadas por algo que los niños concluyeron, era caca de bichos- se despedazaban en una vuelta brusca. Llegó al colmo de sacar el ejemplar de la biblioteca -tenían prohibido hacerlo- para leerlo en su cama, debajo de las sábanas, con la luz de una linterna que prendía las letras dándole una inmerecida resurrección.

     -¿Vos creés en los vampiros, Candy?

     -No sé...

     -Yo no te digo el de la tele. Yo te digo en vampiros de verdad.

     -¿Cómo son los vampiros de verdad?

     -Son personas que mueren sin querer. Por eso vuelven del más allá, pero como ya no son como nosotros tienen que vivir escondidos.

     -¿Eso leíste en tu libro?

     -Sí. Dice que cualquiera que conozca el «gran secreto» puede convertirse en vampiro.
 

     La conversación es interrumpida por los gritos de la tía Constanza -el chocolate está listo y no quiere que se enfríe-. Federico esconde el libro en uno de los estantes, lo cubre con un ejemplar de la enciclopedia «Conozca su mundo» y se apresura a buscar la sandalia. Candela lo espera -algo perturbada por la conversación reciente- en el corte de la puerta.

Señales

     A las ocho y media de la noche Candela tomó el teléfono y llamó a su madre. «No puedo dejar a la tía Constanza. Está muy mal», explicó.

     -¿Y vos cómo estás? -le preguntó aquella voz que últimamente le costaba reconocer como parte de su vida.

     -¿Y qué querés? Federico se murió, ma -respondió en tono violento.

     Su madre era hermana de la tía Constanza. Hermana del padre de Federico. ¿Tan poco le conmovía la existencia de estas personas -para ella, la vida misma- que tenía que hacerle una pregunta como esa? Bajó el tubo -su rostro se desordenó con un llanto que hubiese querido evitar-. Una sombra en la pared la sobresaltó.

     -¡Candela!

     El grito de la tía Constanza sonó en toda la casa. Estaba parada en el mismo lugar de donde había desaparecido unas horas antes, el rostro descompuesto, los labios morados. Despeinada y con un salto de cama de color negro, señalaba hacia un lugar que Candela siguió hasta que su mirada tropezó con el tubo del teléfono que hacía segundos había tenido en sus manos.

     Sostenido en el aire, el tubo se movía en círculos a treinta centímetros de su soporte. La muchacha, en puntas de pie, alcanzó el auricular, dio un pequeño tirón y lo colocó donde correspondía. Detrás del clack, la tía Constanza se desvaneció.

     Cuando despertó -poco tiempo después- olía a vinagre aromático y hojas de ruda. Seguía en el piso -Candela no hubiese podido arrastrarla- pero su cabeza reposaba sobre un almohadón suave y estaba cubierta con una colcha.

     -¿Qué fue eso?

     La muchacha no respondió. La ayudó a subir hasta su dormitorio, le preparó un tecito de anís y la dejó dormirse en sus brazos. Luego la arropó, rozó su frente con un beso y caminó hasta la puerta. Ojalá no despertase. Ojalá jamás supiese lo que en esa casa estaba comenzando a suceder.

Proceso

     Esta vez sí fue difícil convencer a la tía Constanza. «Cambiar las cosas de lugar trae mala suerte», se quejaba, pero una vez más dio el gusto a los niños.

     Querían el espejo de cuerpo entero que cubierto con un paño de franela, se mantenía al pie de la cama de la abuela Urrutia. Con terminaciones ovaladas y con un soporte de madera de palo santo, la lámina en plata viva resplandecía como agua de lluvia.

     Lo subieron entre todos -la tía Constanza presentía un accidente que no se produjo-, y lo colocaron en el centro de la biblioteca -más tarde, Candela y Federico se encargaron de arrimarlo a la ventana-. Mientras lo empujaban, la imagen de los niños como en un estanque, temblaba en la pantalla de metal.

     Por entonces habían cumplido sus 12 años. Candela era una muchachita delgada, morena, el pelo lacio caído por debajo de los hombros, el flequillo flotando sobre la frente, los ojos negros y demasiado grandes para aquel rostro que parecía terminar en punta. Vestía una remera amplia, jeans despintados -la tía Constanza se los desteñía en baños de lavandina-, iba descalza.

     A su lado, Federico Urrutia reproducía sus facciones. Parecían hermanos. Un poco más alto que ella, también delgado, huesudo de hombros y manos, el rostro un poco más alargado y los labios más finos -la pelusa de un vello naciente se le escapaba por el cuello de la camisa-. Vestía igual que Candela, y como ella, caminaba descalzo.

     La idea era dar poder mágico al espejo cargándolo con luz de luna. Candela no creía nada de eso, pero le divertía ayudar a su primo en la difícil tarea de encontrar un supuesto «ángulo correcto» que terminó siendo tan estrafalario como peligroso.

     Después de la cena y haciéndoles prometer que bajarían antes de las once, la tía Constanza los despidió en la escalera que llevaba a la biblioteca. Federico no encendió las luces -la luna ardía en el fondo del cuarto-, trancó la puerta y tanteó en la oscuridad hasta encontrar la mano de su prima.

     -¿Y si se cae? -preguntó Candela viendo la lámina plateada tendida sobre el travesaño. Una mitad dentro de la pieza, la otra en el vacío.

     -No se va a caer. Lo que quiero es inclinarlo un poco, para que se refleje mejor.

     Permanecieron mucho tiempo -olvidaron cuánto- sosteniendo la punta del retablo de palo santo, cuando Candela sintió un dolor afilado en los ojos. Quiso apartarse de la ventana, pero Federico la previno.

     -Ahora no te podés ir. Ya es tarde -le dijo.

     En aquel momento la luna se paraba en ángulo recto sobre el espejo. Como fuegos artificiales, pequeñas explosiones de luz flotaban en la superficie enceguecedora. Duró un segundo, pero fueron varios los días que tanto Candela como Federico sintieron la picazón en los ojos.

Enfermedad

     Aquel invierno fue el más memorable de la casa Urrutia. Una llovizna perpetua marcaba con sus púas transparentes los vidrios de las ventanas, mientras afuera los árboles perdían hojas y ramas en los asaltos porfiados de los vientos helados -la tía Constanza quemaba carbones en un brasero de hierro que más tarde colocaba en el centro de la cocina para darse calor. El sonido de las vainas de inga rebotando en el patio, le recordaban su niñez-.

     Federico y Candela aprovechaban las vacaciones en el Liceo para encerrarse en la biblioteca, más convencidos que nunca -cada cual- acerca de la lectura escogida. Habían llevado dos catres de lona para evitar el piso frío, y allí, envueltos en frazadas de lana, debatían largamente acerca de lo leído.
 

     -¿Por qué no te gustan las historias de amor, Fede?

     -Son bobas.

     -¿Y eso que te pasás leyendo acerca de vampiros y de tumbas?

     -Eso no es bobo.

     -Claro que sí.

     -No sabés de lo que hablás.

     -¿Por qué siempre creés que tenés la razón?

     -No siempre. Sólo ahora.

     -¿Ah, sí? ¿Y se puede saber qué hay de especial ahora?

     -Que nosotros también vamos a morir.

     -¿Y qué?

     -Pero no tenemos por qué irnos. Podemos quedarnos si queremos.

     -¿Convertidos en vampiros?

     -No te burles.

     El aullido de un relámpago enmudece a los adolescentes. Se miran, y en sus ojos resplandece la duda -en los de ella- y la fatalidad -en los de él-.

 

     Federico permaneció lejos de la casa una semana. Le dio gripe -la fiebre lo postró-. Una cantidad de descongestivos y jarabes lo devolvieron a la biblioteca con el semblante reanimado, aunque la tía Constanza parecía preocupada. «No debiste venir», repetía, pero estaba feliz de tenerlo en la casa.

     Candela volvió al colegio dos semanas más tarde, sola. Federico tuvo una recaída. El médico que lo atendió reprendió a sus padres por no haberlo llamado en la primera gripe. Les dijo que unos antibióticos hubiesen resuelto el problema, pero ahora se enfrentaban a una infección mal curada de consecuencias impredecibles.

     Unos meses más tarde le diagnosticaron fiebre reumática. Los malestares inocentes del principio se pusieron insoportables en los albores del verano. Federico volvió a casa de la tía Constanza, pero ya no subió a la biblioteca. Candela bajaba los libros hasta la sala y allí se quedaban, tumbados en el sillón, saboreando el olor a frutas del aire y el sonido de las cigarras desgarrando el atardecer.

Definición

     Candela sintió el piso frío -se había sacado los zapatos al llegar del sepelio- bajo las medias. Encendió la luz del corredor sabiendo que no debía hacerlo. Buscó con una mano el broche del vestido negro, lo abrió, corrió el cierre y vio cómo la ropa de luto se deslizaba por su cintura -sus senos de niña se erizaron ante la sorpresa de la desnudez-. Se acercó a la escalera. Estaba oscuro. Subió como la primera vez -su vida podía ser distinta si tan solo se quedaba con la tía Constanza-, la pausa de un paso interrumpido, por el nacimiento del otro.

     Adivinó en la oscuridad lo que necesitaba: la puerta de la biblioteca, el picaporte, el sillón hasta donde se dirigió en medio de la soledad más temible. Su respiración, como algo vivo, le arañaba el pecho.

     Emergiendo de las tinieblas, el cuarto que la rodeaba se clareó con la luz de la luna. Frente a la muchacha, la lámina plateada del espejo la reflejó borrosamente.
 

     (-¿Qué te pasa, Fede? -le preguntó hacía dos meses. El muchacho tuvo los primeros padecimientos cardíacos en el colegio. Le mandaron reposo. Candela se tuvo que acostumbrar a visitarlo en su casa.

     -Estoy mal.

     -Pero te vas a mejorar.

     -No; por eso quiero que me hagas un favor. ¿Te acordás cuando teníamos siete años y la abuela murió? Vos y yo ayudamos a la tía Constanza a tapar con tela negra los espejos de la casa. Si yo muero, no dejes que nadie se acerque a mi espejo.

     -No digas eso.

     -No, Candela, dejame hablar. Si el día del entierro llueve, olvidate de todo lo que te digo. Pero si es día abierto, no permitas que me acerquen flores silvestres. Sólo rosas, de las que se compran en las florerías. ¿Entendés?

     -¿No querés que llame a tu mamá? No te veo bien, Fede...

     -Por favor, sentate y escuchame.

     -¿No estarás pensando en las tonterías de la biblioteca...?

     -Puedo hacerlo, Candy. Me preparé mucho. Leí todo lo que hay que saber. Si no es verdad, de todas maneras voy a estar muerto, y si es verdad, voy a poder seguir contigo.

     Un acceso de tos acabó con la conversación. La última vez que estuvo con él, Candela recibió las instrucciones que faltaban.

     Federico murió una noche de abril. Su padre prohibió la formolización del cuerpo -¿cumplía los deseos del muchacho?-. Al día siguiente, a las cuatro de la tarde, la familia Urrutia abandonaba en el cementerio a uno de sus miembros más queridos).
 

     Eran las diez y media de la noche. Faltaba poco. Si en los minutos siguientes nada pasaba, Candela volvería sobre sus pasos, buscaría su ropa, prepararía agua caliente para el té de la madrugada. Probablemente podría entonces llorar la muerte de su primo -por fin-, podría dormir un poco y al amanecer, cubriría el espejo de palo santo y sabría cómo es vivir el resto de la vida sin Federico-

Resurrección

     (Candela llegó a casa de la tía Constanza -eran las seis y media de la tarde- con un gesto de preocupación en el rostro. La familia confiaba en la mejoría del chico, pero él le habló de todo aquello, del espejo, de las flores sobre la tumba. ¿Se estaba muriendo y los Urrutia no querían darse cuenta?

     Buscó a la tía en la cocina -el aire olía a pan recién horneado- y aunque le costó, pudo apartarla de las cacerolas para sentarse con ella a la mesa.
 

     -Tía, ¿por qué se tapan los espejos cuando alguien se muere?

     -¿No querés un pedacito de pan? Quiero que me digas si está rico.

     -Bueno, sólo un poquito... ¿Y, tía?

     -¿Por qué me preguntas eso?

     -Fede me hizo acordar que cuando éramos chicos y se murió la abuela, nosotros te ayudamos a tapar los espejos.

     -¿Por qué lo recordó?

     -No sé.

     -¿Habló de morirse?

     -No, sólo de los espejos... No hay mucho que decir. Es sólo una costumbre. Pero tiene que ser por algo.

     -Claro que es por algo, pero no tiene importancia ahora.

     -Quiero saber por qué.

     -Bueno, antes se decía que para comenzar su camino hacia el más allá, el finado tiene primero que aceptar que murió. Eso es difícil, Candela, porque nadie quiere abandonar a sus seres queridos. Entonces el espíritu recorre la casa donde vivió buscando algo que le recuerde cómo era -lo primero que busca es su sombra, pero los muertos no tienen sombra-. Si fracasa, el espíritu se va, pero si ve su imagen en un espejo puede convertirse en ánima y quedarse en la casa.

     -¿En ánima o en vampiro?

     -No sé, mi hija. Eso se decía antes. Ahora nadie cree en esas cosas. Te pido una cosa, Candela. No hables de esto con Fede. Él está mal, pobrecito. Se podría impresionar.

     Alguien tocó a la puerta. Las mujeres enmudecieron. En el patio las estrellas comenzaban a prenderse. Eran noticias de Federico. Lo llevaron al hospital).

     Candela volvió a mirar el reloj. Eran las once menos cuarto. El rayo alargado de la luna se metió en aquel instante por la ventana, calcó su círculo sobre las baldosas y se posó, etéreo, frente a los ojos vacíos de la muchacha.

     Las partículas de algo que comenzó pareciendo polvo, flotaban en el halo. Candela recordó las palabras de Federico, alguna vez, en ese mismo cuarto: «Ahora no te podés ir. Ya es tarde». Entonces lo escuchó, no en su recuerdo sino a él, allí mismo, a las once menos diez del día que lo enterraron: «Candy, no te asustes. Estoy aquí».

     No lo veía, pero reconocía su voz. Lenta, como si arrastrase las vocales; ronca, como si el dolor de garganta no lo hubiese abandonado. Estaba del otro lado del rayo.

Alucinaciones

     Candela no se movió. Soltó los senos que hasta entonces había disimulado con sus brazos -estaba avergonzada- para llevarse las manos a la cara. Sus oídos, lastimados por un silbido persistente, comenzaban a doler. Cerró los ojos. La paz de una noche interior la regocijó.

     ¿Volaba? Imposible. ¿Estaba soñando? Era lo más probable. Por encima del análisis de la situación -imposible de evitar-, sin mover los pies, la muchacha avanzó hacia la claridad entreabierta de una puerta. No la tocó. Un sonido tan familiar, tan dentro de sus recuerdos, le trajo la tranquilidad que le faltaba.

     Strauss. El disco de vinilo giraba bajo la púa de la vitrola. Los sillones, la alfombra de pelusa encarnada, los retratos de las mujeres Urrutia en las paredes. Estaba en la sala de la casa. Un ramito de rosas se refrescaba en el agua de una vasija transparente ubicada sobre el aparador -el monedero y el pañuelo de la tía Constanza seguían allí-.

     El hilo de sonidos jugueteaba en el aire, caía en pendiente para luego remontarse con el vuelo desigual de las aves, se deshacía como un hechizo y resucitaba, limpio, encima de los muebles. La tía Constanza les ponía aquel vals cuando tenían 4 años. Apartaba los muebles, se sacaba los zapatos, los tomaba de las manos y les enseñaba a girar, una y otra vez, la risa de Federico, los ojos agrandados de Candela, los pasos desordenados siguiendo las teclas, el violín, hasta sucumbir al cansancio.

     Algún mecanismo que no alcanzaba a comprender la llevó hasta allí. ¿Dónde estaba Federico? Con horror, la muchacha notó que seguía desnuda. Fue él quien se lo pidió: «No quiero verte con luto», le dijo. El momento que se cubría -una vez más- los senos, coincidió con la esperada aparición.

     Parado al lado del tocadiscos, el muchacho la miraba. Sus ojos -ahora sin brillo- eran los mismos. Su pelo oscuro. Por primera vez desde que tuvieron 5 años y dejaron de bañarse juntos, Candela lo vio desnudo. Le extrañó que no se avergonzase. Un órgano sexual rígido -era el de un hombre- la hizo sonrojar. Miró sus labios con temor. Nada en ellos había cambiado.

     -Vení-, dijo él tendiéndole una mano pálida. Candela le hizo caso. Cuando la alcanzó, Federico tomó sus brazos y se los abrió:

     -Siempre soñé con tus senos. Sabía que eran así -le dijo. La muchacha se arrimó a él. Estaba tan frío. Se sentaron uno al lado del otro. El vals había enmudecido.

     -¿Estás vivo, Fede?

     -Vos sabés que no.

     -¿Dónde estamos? Yo te esperaba en la biblioteca.

     -Es mejor así, Candy. Hay cosas que tenés que saber antes de que volvamos.

     -¿Sos un vampiro? No parece.

     -Todo pasó como te dije.

     -¿Y ahora qué vamos a hacer?

     -Me vas a ayudar a morir, como me ayudaste a vivir.

     -¿Por qué? ¿Qué salió mal?

     -¿Sabés por qué te traje aquí? Porque no te podía mostrar cómo soy en realidad. No soy como me ves. Hay cosas que cambiaron en mí.

     -No me importa.

     -Decís eso porque no sabés de qué te estoy hablando.

     -¿Qué sentiste, Fede? Vos me dijiste que me ibas a contar todo.

     -No es malo, Candy. Es muy especial. Es algo que tenemos que dejar que nos pase.

     -¿Cómo es?

     -Como ir a la escuela. Tenés miedo, pero igual te llevan. Conocés a otros niños, les enseñás tus juegos, ellos te enseñan otros y a la mañana siguiente ya te querés quedar.

     -¿Duele?

     -Sí. Duele no estar contigo, Candy. Por eso volví, pero ahora me doy cuenta que de esta manera no sirve. Si no me ayudás a morir, voy a tener 40 días para ver cómo lastimo a quienes más quiero.

     -¿No vas a vivir para siempre?

     -No. Sólo puedo vivir 40 días.

     -¿Por qué no esperás, te quedás conmigo...?

     -No entendés, Candy. Te puedo hacer daño; a vos o a tía Constanza. Yo puedo traerte aquí, puedo encender un relámpago, hacer que llueva, remedar sonidos, puedo desaparecer o entrar por una cerradura, mover el monedero de la tía Constanza en la sala, hacer que anochezca en pleno día, dirigir el tiempo a mi antojo, pero hay cosas que no puedo controlar. Quiero irme antes de que algo malo pase.

     -¿Qué querés que haga?

     -Quiero que cierres otra vez los ojos, que camines hasta la puerta, que te metas en la oscuridad y que levantes los párpados. Yo voy a estar a tu lado.

     Otra vez el silbido en los oídos. El retorno. Desandar cada espacio. El silencio, antes del horror

Decisión

     Como un espectro, la biblioteca apareció ante la muchacha con su rayo de luna atravesando el cuarto, con sus libros formando bultos desiguales en los estantes, con su espejo de plata, su sillón de mimbre y su quietud.

     -Fede, vení, no tengas miedo -dijo sintiendo cómo sus palabras asumían una inesperada intensidad. Un perro ladró en la cuadra. Candela se estremeció. En esa otra parte del cuarto donde la noche parecía cerrarse sobre sí misma, algo se movió.

     -No me hagas eso. Si sos vos, vení.

     La imagen diluida en la oscuridad comenzó a definir sus líneas, a llenar sus huecos, a completarse. Una mano terrible voló [146] sobre la luz del halo que en aquel momento cambiaba de posición sobre las baldosas.

     Si no supiese que era él, Candela hubiese muerto de miedo. Un pulgar grande y largo, las uñas amarillas, afiladas, quebradas en hendiduras oscuras. Una palma blanca y huesuda. Fue el principio.

     Naciendo de las sombras, el cuerpo se daba a luz movido por contracciones suaves. Un pelo echado a mechones sobre los hombros, los ojos -seguían siendo los suyos- agrandados e inyectados de sangre, los labios encarnados, la nariz sin aletillas, las orejas pequeñas y puntiagudas sobresaliendo bajo el cabello. Pálido, como la luna, el sexo rígido -por segunda vez en espacio de minutos, Candela se ruborizó al no poder apartar los ojos-.

     El mimbre del sillón se retorció al perder el peso de la muchacha. De pie, Candela examinó a Federico.

     -Sos feo -le dijo levantando la mano para acariciar su rostro deforme.

     -No te acerques, Candy. No me hagas sufrir más -murmuró la aparición.

     Bautizados por aquel momento íntimo, los adolescentes se hincaron bajo el peso de sus sentimientos. Entonces hablaron.

     -Ahora ya ves en lo que me convertí, Candy.

     -No importa. Sos vos y basta.

     -Soy y no soy. Por eso me tenés que ayudar.

     -No. No te voy a matar.

     -Candy, escuchame. Yo ya estoy muerto. No te asustes. No tenés que clavarme una estaca ni quemarme.

     -Nunca te haría eso.

     -Ya sé. Por eso te digo, Candy. Lo único que quiero es que vayas al cementerio, que derrames agua sobre mi tumba y que coloques un ramito de flores silvestres encima. Con eso basta. Después, volvé a casa, encendé las azaleas de la tía en cada rincón y devolvé el espejo al dormitorio de la abuela.

     -¿Eso te va a matar?

     -No voy a poder salir otra vez. Con el tiempo, descansaré.

     -No, Fede. Quiero que te quedes conmigo -traspasando la distancia que la separa de Federico, la muchacha busca su pecho. Él la aparta. Su mano, como una garra, la detiene en el aire.

     -Por favor, escuchá lo que te digo. La sangre es la vida, o es la muerte. Si no elijo la muerte voy a tener que buscar sangre para simular que vivo. No quiero hacerte daño, Candy. No dejes que te haga daño.

     -Te quiero, Fede. Quiero que me beses. Quiero probar tu boca. No me importa lo que pase -la muchacha se acerca. Sus manos coinciden con el sexo crecido. Una lágrima del color del aire se derrama por su mejilla virginal. Un relámpago la fulmina

Ocaso

     Eran las seis y media de la tarde. Candela reconoció la cocina, el aire oliendo a pan recién horneado, la tía Constanza limpiando trastos. En el patio, las estrellas comenzaban a prenderse.

 

     -¿No querés un pedacito de pan? Quiero que me digas si está rico.

     La mujer se dirigió a la mesa alumbrada con una lámpara, se sentó, colocó el bollo delicioso en un platillo de loza ubicado frente a la muchacha y con ojos bondadosos esperó el veredicto.

     Candela retiró la silla y le bastó mirar a su alrededor para saber que todo eso ya había pasado. Que lo último que le ocurrió fue Federico. Que como esa lámpara, un rayo de luna los encandilaba. Pero la frase escapó de sus labios con la naturalidad de las cosas que ya fueron.

     -Bueno, sólo un poquito... ¿Y, tía?

     La misma explicación sobre los espejos. Las frases moduladas de la manera como el recuerdo devolvía. Los labios de la tía repitiéndose como una película en reverso. Pero esta vez al golpe en la puerta y a la voz diciendo que habían llevado a Federico al hospital reemplazaron el grito estremecedor de Candela, el asco, su boca escupiendo los restos del pan que mojados en sangre, caían al piso en forma de coágulos. La tía Constanza había desaparecido.

     Apoyada en los muebles que encontraba a su paso, Candela atravesó el pasillo, subió las escaleras, se abrió paso hasta la biblioteca. Todavía hincado en el cono de la luna, Federico se desangraba. Una herida profunda a la altura del corazón le mojaba el pecho.

     -El último secreto, Candy. Ese pan que llevaste a la boca, mezclado con mi sangre, me devuelve de donde no debí salir. Tuve que hacer eso, amor. Tuvimos que hacerlo.

     La luna volvió a mover su halo. Tras su desplazamiento, la sombra atormentada de Federico se incorporó a las tinieblas. Definitivamente.

 
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