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NARRATIVA PARAGUAYA - EDICIÓN DIGITAL

  EL OJO DEL BOSQUE - HISTORIAS DE GENTE VARIA / HISTORIAS DE SOLDADOS (Cuentos de HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ)

EL OJO DEL BOSQUE - HISTORIAS DE GENTE VARIA / HISTORIAS DE SOLDADOS (Cuentos de HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ)

EL OJO DEL BOSQUE

HISTORIAS DE GENTE VARIA/ HISTORIAS DE SOLDADOS

Cuentos de

HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ

Arandurã Editorial

Asunción - Paraguay

 

Versión digital:

BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES



Enlace al EL OJO DEL BOSQUE  en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES

A MODO DE PRÓLOGO

PARTE I - HISTORIAS DE GENTE VARIA

EL CURADOR PERPETUO// EL REGRESO// EN EL DESPACHO DEL MINISTRO// LA ESPÍA// VIAJE EN LA OSCURIDAD// FIRMEZA, NO ARROGANCIA// EL DRAGÓN CAUTIVO (1821)// EL AS DE ESPADAS// CANAS AL AIRE - HISTORIA DE AGAR - HISTORIA DE LAURA// COSAS QUE PASAN// EL OJO DEL BOSQUE (EL YCUÁ PACOBÁ)// EL ESCOLAR DE LA ÚLTIMA FILA// CAJÓN SANGRANDO BAJO EL ARCO IRIS// BAJO EL SUPREMO// CICATRICES// EL TATUAJE// LA DECISIÓN DEL PASTOR FREEMANTLE// DON BALBINO Y EL FORAJIDO// EL HOMBRE DE GRIS// EL MANOMÓVIL BAJO EL PAMPANAJE// ADOLESCENCIA - (1940)

PARTE II - HISTORIAS DE SOLDADOS

TRAGOCHENKO// JULIÁN TALAVERA// FRENTE A LA PUNTA BRAVA DE BOQUERÓN: SEPTIEMBRE, 1932// DIÁLOGO EN EL MONTE// DIÁLOGO CON UN LECTOR// EL SUEÑO DEL GENERAL EN JEFE// LA CASA DE LAS CRUCES // LA MUERTE GANADA// EL HOMBRE DEL INFIERNO// VETERANO Y RECLUTA// LA CANTIMPLORA// EL CAMINO DE LA DESESPERACIÓN.


 A MODO DE PRÓLOGO

    El artista creador no es siempre consciente de lo que va surgiendo en esa entrega a la palabra escrita que le mueve a llevar al papel una intensa y no siempre homogénea necesidad vital. Parafraseando a Gertrude Stein, un poema no es siempre un poema; ni un cuento es necesariamente un cuento solamente. De aquí que podamos admitir como tan válida una creación lírica de tipo narrativo como un relato envuelto en genuino lirismo. Después de la novela, el género mixto por excelencia es la narración corta y existe una definida tendencia a lo poético entre sus cultivadores en nuestros tiempos, como he tratado de demostrar en otra parte. Refiriéndose a la dificultad de encuadrarlos dentro de una perceptiva estética cerrada, dijo alguna vez el prematuramente desaparecido cuentista alvés Ignacio de Aldecos: «los llamo relatos por llamarlos de algún modo.» No estamos seguros, pues de que Rodríguez-Alcalá se proponga conscientemente hacer un poema o redactar un cuentecillo de la misma manera que se entrega a la labor de crítico o de ensayista.

     Según él mismo nos ha confesado, de no habérselo impedido los deberes académicos, se hubiera entregado con más tesón a la ficción breve, sobre todo la que tiene sus raíces en episodios históricos. Sus dotes de narrador se van revelando ahora en excelentes relatos en torno a figuras próceres de su Paraguay nativo; algunos de ellos muy próximos a las estampas tan singulares de don Ricardo Palma en sus Tradiciones peruanas.

     No voy a tratar de examinarlos en su totalidad siguiendo un criterio cronológico ni a intentar una síntesis de sus rasgos más comunes, sino a comentar brevemente algunos de ellos. A pesar de cierta variedad temática peculiar al subgénero, se observa en casi todos -con escasas excepciones- el predominio de temas esenciales como son la violencia y la muerte. Por lo general se refieren a un individuo enfrentado a situaciones límites quizá por fatalidad o por su propia ceguera.

     El elemento de sorpresa, que en ocasiones resulta en lo que en inglés llamamos un «anticlimax», está siempre utilizado efectivamente. En «Viaje a la oscuridad» lo sorpresivo es que no parece haber pasado nada entre los esposos. En «El regreso» y en «El escolar de la última fila» no existe ninguno de estos elementos, y sin embargo una fuerte sugestión deja envuelta la narración de un episodio al parecer anodino. Vemos a los personajes más por dentro que por fuera; los diálogos cortos y expresivos se manejan con técnica borgeana; pero, a nuestro entender, el mayor acierto del autor consiste en el ritmo de la palabra y el fondo poético que a menudo enmarca la acción, revelando que aquél es un poeta que también escribe cuentos en primera persona para acentuar su subjetivismo. En «La cantimplora» el protagonista es un joven teniente a quien sorprende una escaramuza delirando en un catre en el hospital de campaña. Mientras sueña con su hogar asunceño bajo la fiebre que le devora surge el fragor del combate cercano. Atacados por el enemigo, deben huir oficiales y soldados bajo la intensa balacera. Solamente puede calmar la sed la vieja cantimplora que ha dejado abandonada en la fuga precipitada. A punto de desmayarse siente que el fiel ordenanza moribundo, le toca para entregarle el necesario artefacto, que ha rescatado al costo de su vida. Y en su mente queda grabada dicha imagen cuando finalmente alcanza las líneas amigas. Desplomado a los pies del viejo y experimentado coronel, escucha a éste ordenar sin emoción alguna que se reparen las correas de aquélla. Buen relato en que se mezclan lo real y lo alucinatorio en exitosa combinación dentro de una trama apropiada.

     Otro de los relatos de tema bélico bien logrados es el titulado «Tragochenko». El narrador es de nuevo un joven teniente envuelto en la misma contienda, el cual debe compartir con cuatro camaradas las miserias de la guerra. El protagonista en este relato de mayor aliento narrativo, de capacidad novelable, es un ruso blanco, antiguo oficial zarista a quien llaman así por su afición desmedida al alcohol. Este pintoresco personaje teme menos a la muerte en el frente que a la posibilidad de quedarse sin su diaria ración de aguardiente, que destila de una manera peculiar y bebe insaciablemente. Solamente una vez se deja entrever el drama interno del transterrado: estuvo, se adivina, enamorado de la hija menor de un general en la patria lejana y la perdió por los avatares del destino...

 

Ignacio R. M. Galbis Del libro Essays on Hugo Rodríguez-Alcalá,

University of California, 1985


PARTE I - HISTORIA DE GENTE VARIA


EL REGRESO

     Entró por la puerta que se abría a los fondos de la iglesia nueva. Vio en el zaguán la imagen de la Virgen y el Niño, amarillos de sol en su hornacina. Creyó reconocerlos. Debía de haberlos visto muchísimas veces. Pero en otro sido, hacía mucho tiempo. A la derecha, una puerta entornada daba acceso a la galería.

     Entonces tuvo la impresión de que por dentro el edificio no había cambiado; que sólo la capilla y el jardín de la capilla habían desaparecido. En su lugar se alzaba la iglesia nueva, casi grande como una catedral.

     Tuvo también la impresión entre dulce y dolorosa de que aquella siesta de febrero era idéntica a muchas de treinta años antes.

     No había nadie en el patio embaldosado, excepto los árboles que le solían parecer personas vivas. Tampoco había nadie en la avenida de palmeras reales que dividía el edificio en sus dos amplias alas.

     Todo estaba en silencio. Por las ventanas de las aulas a lo largo de la galería reconocía las altas lámparas ahora apagadas, los largos pizarrones y, encima de éstos, los crucifijos de metal oscuro.

     Oyó que sus pasos, que resonaban huecamente en el silencio, se detenían. Había luz en la sala de estudio.

     Estaba igual. Le extrañó que su tamaño no hubiese cambiado en tanto tiempo. Si avanzaba unos metros más pasaría frente a la ancha puerta abierta de par en par. Sintió inexplicable temor de llegar hasta esa puerta y de mirar hacia adentro. Avanzó, sin embargo, vacilando antes unos minutos, y miró. Lo reconoció en el acto; el pelo lo tenía todo blanco. Las gafas eran las mismas y también la cara rosada, casi sin arrugas. Y los mismos ojos escrutadores.

     -¿Tú aquí, de improviso, sin avisar a nadie? ¿Desde cuándo?

     -Desde hace unos días, Padre. Pasaba y entonces quise...

     El sacerdote le tomó las dos manos mirándolo fijamente a los ojos.

     -Has cambiado muy poco. ¿Sabes? Lo suficiente para convertirte en el retrato viviente de tu padre.

     -Siempre decían que me parecía a él.

     -Es cierto. Pero ahora aún más. En sus últimos tiempos, el pobre, venía los domingos a vernos y se paseaba por la galería mirando a los muchachos jugar en el patio. Me preguntaba casi siempre las mismas cosas; cómo eras cuando niño, cuáles fueron los primeros autores que leíste y si yo había adivinado entonces que ya soñabas con irte lejos, a aquellas tierras.

     Unos cincuenta pares de ojos adolescentes contemplaban curiosos a los hombres en el umbral de la puerta.

     -Vamos a dejarlos estudiar tranquilos. Son mis seminaristas. Tienen examen la semana próxima. Lo del pequeño seminario es idea mía. Cuando fui Director del Colegio, aproveché la ocasión y logré fundarlo. Hoy, como está en marcha, nadie se anima a suprimirlo...

     Hurgó en los bolsillos de la sotana y extrajo un llavero. Avanzaron hacia el final de la galería, en cuyo fondo, el visitante pudo pronto reconocer la entrada del viejo teatrito de sus comedias estudiantiles. El sacerdote se detuvo frente a una puerta muy alta.

     -Entremos en el aula número 2, que es esta. ¿Qué te parece? Hace veinticinco o más años que Rogelio, César, tú y los de aquella temible camada estudiasteis conmigo el primer curso...

     -Hace exactamente treinta años, Padre.

     La puerta se abrió con un crujido de maderas recién barnizadas. El visitante miró con intensidad los pupitres, el pizarrón, el crucifijo de metal.

     -Hay aquí el mismo olor de entonces, Padre. Olor a tiza, a tinta, a útiles escolares.

     -Y también olor a asno por desorejar. Siéntate donde quieras. Yo, por costumbre, me sentaré en esta silla que todavía parece joven.

     El visitante fue hasta el segundo pupitre de la primera fila y, al disponerse a ocupar el banco de madera dura que le había sido tan familiar, advirtió que era mucho menos grande de lo que recordaba. Con los codos sobre el pupitre podía ver, tras los hierros de la baranda de la galería, la mitad del patio de sus antiguos recreos. Un patio también del mismo tamaño: inmenso. Bajo aquel árbol (pensó) nos reuníamos los del grupo. Allí me contó Guillermo que durante todo el verano durmió con sus primas. Sobre aquellas gradas tuvo Luis María su primer ataque. ¡Qué blanco estaba en el cajón, semanas después, entre los cirios y las flores! El Padre Víctor no quería que el grupo se reuniera bajo el árbol. Creía que complotábamos cosas feas...

     -He leído varios escritos tuyos en revistas de América y Europa. Nunca me has enviado alguno de tus libros. ¿Estás contento allá, tan lejos? ¿No echas de menos la tierra, tu gente?

     -Esa pregunta debe ser primero para usted Padre. Usted hace mucho más que abandonó su país, su familia, su lengua.

     -Es diferente -dijo el sacerdote. Yo tengo la religión; tú apenas tienes la literatura.

     -¿Y cuántas veces ha vuelto a su país, Padre?

     -Sólo una vez, después de la guerra. Pero mi país es este donde vivo. Aquí las cosas siguen más o menos idénticas a lo que eran cuando llegué. El pueblo en el que nací, por el contrario, ya ni siquiera existe. Las bombas lo hicieron polvo; la iglesia y las casas que hoy tiene son más jóvenes, mucho más que yo. Lo único que le queda es el nombre que llevó durante siglos. Lo demás, hijo, no lo reconozco; no es mío.

     -Aquí también han cambiado muchas cosas, sin embargo. Y ha muerto mucha gente.

     -¿Viste ya la nueva iglesia que tenemos? Es magnífica.

     -Hubiera preferido que no demolieran la capilla con sus colorines y su altar lleno de ángeles de yeso. Pero, dígame, ¿el Padre Hilario...?

     -Murió hace quince años, en Francia.

     -¿Y el Padre Alberto? Él era más joven que el Padre Hilario.

     -Lo era hace treinta años. Estuvo mucho tiempo ciego y sordo. Murió también el pobre.

     Al visitante, mientras hacía estas preguntas, le pareció que si salía de aquella aula, cruzaba el inmenso patio, abría el portón de hierro de los fondos y llegaba al ala posterior del edificio, vería al Padre Alberto y al Padre Hilario sentados en uno de los bancos verdes del jardín examinando alguna flor nueva.

     -...Murió también el pobre...

     Quedó un momento silencioso, evitando los ojos del antiguo maestro. Luego, con esfuerzo y voz apenas audible, preguntó:

     -¿Y el Padre Alejo, Padre? Me escribieron que...

     -Sí, hijo. El cáncer. No le dijo nada a nadie durante años hasta que fue inevitable...

     -¿Murió?

     El sacerdote asintió con la cabeza. Hubo otro silencio, ahora más largo. Desde el patio llegaba un aturdidor bullicio de pájaros. Sonaron unas lentas campanadas, mucho más altas y vibrantes que las de otro tiempo.

     -El Padre Alejo -empezó el visitante- el Padre Alejo me conseguía los libros franceses que yo quería...

     -Era servicial y generoso con los que valían; con sus amigos. Pero nunca quiso asumir responsabilidades serias. Era brillante y sabía mucho, sí. Usaba su brillantez para evitarse disgustos.

     El visitante, con la cabeza baja, miraba vagamente el tablero del pupitre. En la madera oscura, grabado a cortaplumas en caracteres inseguros, leyó su propio nombre. Pasó la mano sobre el grabado y no dijo nada.

     -Padre Alejo -le decía yo- Lo necesitamos a usted. Asuma, Padre la Dirección. Y él me contestaba con una gran risa: «-Yo no sirvo para Director, Padre Miguel. Apenas para cura de campaña y maestro de escuela».

     El visitante, sin alzar los ojos, dijo: -El sabía lo que hacía...

     -Pero, Padre, ¿el prestigio -argüía yo- que usted tiene? Su influencia, sus amigos. Todo eso es necesario en esta crisis. Pero el Padre Alejo repetía: «-Yo no sirvo para Director, Padre Miguel. Apenas para maestrito de escuela...» Y entonces me daba una palmada en el hombro y se iba, con su breviario lleno de estampas, por la avenida de las palmeras, riéndose acaso de este tonto que creía en su prestigio y en su brillantez. No quería responsabilidades. Era así.

     -Sin embargo, Padre -lo interrumpió el visitante- era el primero en llegar a la cabecera de un enfermo, en escribir una cartita amable cuando alguien sacaba un premio o cosa así. Cuando enseñaba no parecía dar clase. Conversaba con nosotros y entre chiste y chiste decía cosas que no se olvidan.

     -No quería responsabilidades, hijo. La cruz no pesa cuando se está entre amigos sino cuando se la lleva a solas. El solamente quería a sus amigos y se desentendía de casi todo lo demás.

     -A veces, conversando en esta misma clase sobre Pericles, Augusto o Luis XIV, se quedaba muy pálido y llevándose la mano al costado permanecía rígido durante un minuto o más. La frente se le cubría de sudor y debía sacarse las gafas, después, para secárselas.

     -Sería ya su mal, hijo.

     -No sé. No se quejaba ni atribuía esos dolores a nada serio. «No es nada -explicaba- es este cambiar del tiempo, del calor al frío y viceversa...»

     -Extraño hombre el Padre Alejo, hijo. La verdad es que desde que se nos fue, aquí se ha acabado la alegría. Odiaba la tristeza como a todas las cosas serias. «-Padre Miguel -me predicaba- no tome demasiado a pecho esas cosas que lo molestan. Los pájaros tienen graves problemas, Y mire usted cómo no dejan de cantar nunca». Y era cierto, desde el amanecer hasta ponerse el sol cantaban -y cantan- en los grandes árboles. Debajo de uno de ellos, del más frondoso, ¿recuerdas? el Padre Alejo leía sus libros y escribía en sus cuadernos azules con cantos dorados.

     -Padre, debo ahora marcharme. Me esperan aquí cerca. Volveré a visitarlo antes de...

     -No, no te vayas todavía. Espera dos minutos más. El Padre Alejo me dejó algo para ti. Primero quiso que se lo diera a tu padre, pero en esos días tu padre cayó enfermo... «-Déselo entonces personalmente -me dijo.- Él va a volver pronto. Va a ver usted. Va a volver pronto, cualquiera de estos días». Y yo para tranquilizarlo...

     No lo dejó terminar la frase. Se puso en pie y salió hacia la galería; apoyó las manos en la baranda y allí quedó, solo, de espaldas al aula Número 2. El viejo maestro se le acercó y le dijo suavemente:

     -Espera. Vuelvo en seguida.

     Pero no lo abandonó junto a la baranda. Permaneció al lado del viajero con una mano puesta sobre el hombro inclinado hasta que al muchacho canoso le fue posible hablar de nuevo.


 

EN EL DESPACHO DEL MINISTRO

     Una luz entre amarilla y rosada, llena de átomos inquietos, penetra por una de las ventanas del despacho. La luz se cuela por entre el cortinaje carmesí ornado de flecos, cordones y borlas de oro viejo. Después, esparciéndose con lentitud sobre la alfombra, llega hasta el sofá estilo Luis XV en el que está dormido el Ministro, y se detiene sobre el ángel de bronce que corona los dos cubos de cristal del tintero. El ángel, que tiene una espada en la mano, resplandece como recién fundido y lanza reflejos irisados sobre los papeles que cubren la mesa escritorio. El Ministro se despierta con sobresalto. (¿Quién le ha hablado en voz baja en el oído?) Y, lo primero que ve es el ángel, el ángel que lo deslumbra como un ascua.

     El Ministro, aún sugestionado por el ansiado mensaje mentido por el sueño reciente, se levanta y va hasta la ventana que ha quedado entreabierta toda la noche. Todavía brillan luces en los barcos surtos en la celeste bahía del río.

     -No, no han llegado -se dice con desencanto.- Era solamente un sueño.

     Hace meses que espera a los cañoneros que han de defender de norte a sur ese río que allá fluye hacia el mar lejano.

     Con pasos rápidos llega hasta la mesa de trabajo, enciende la lámpara. Minutos después ya ha trazado, con caracteres enérgicos, el texto de un telegrama. Hay un profundo silencio en Palacio. El Secretario y los ujieres tardarán una hora en llegar.

     -País de inconscientes -masculla- tribu violenta devorada por luchas civiles, ha malbaratado sus parques y diezmado su ejército. El enemigo ha aprovechado nuestras discordias para infiltrarse en la mitad de su territorio todavía salvaje, y está construyendo fortines a pocas jornadas de ese río tan codiciado. ¡Ese territorio debería ser hoy un inmenso emporio de riqueza!

     El Ministro es un hombrecillo de cabeza grande, pálido rostro triangular, negros ojos dominadores. Durante las últimas semanas ha trabajado hasta altas horas de la noche. Exhausto, el sueño lo ha rendido, cerca ya del amanecer, en ese sofá donde acaban de despertarlo la luz intrusa y el engañoso mensaje de un sueño.

     Desde la terminación de la última guerra civil, el Ministro ha pugnado por restaurar las finanzas, pacificar los espíritus, armar a la nación en peligro. Han sido cinco años de paz difícil, de enormes sacrificios, de tenaz porfía contra su propio partido y la oposición clamorosa. Pero ha logrado sanear la moneda, pagar deudas ingentes, restablecer el crédito público y comprar armas. Ahora espera, ansioso, los modernos cañoneros que ya deberían haber llegado a través del mar y subido por ese río indefenso.

     Emisarios suyos (en Inglaterra, en Francia, en Bélgica, en Estados Unidos) han negociado pertrechos militares y maquinarias agrícolas. Técnicos nacionales y extranjeros han reorganizado, bajo su severa supervisión, los cuadros del ejército. Hombre de pocas palabras, el Ministro prefiere escribir a hablar; su pluma  acerada corre infatigable sobre hojas con el escudo de Hacienda; van dirigidas al Presidente, a los demás Ministros, a los jefes de Administración. En cada frase suya hay una insofrenable mordacidad, una incitación que suena como perentorio mandato. Ya nadie se ofende. Finalizado su período presidencial, ha ocupado el Ministerio de Hacienda, el suyo. Pero sigue siendo él el Primer Magistrado. Su autoridad dominadora no se discute; la acata más que nadie el que hoy es su jefe nominal. «El Ministro es así»- se repite en Palacio y en todos los círculos de Poder. Lo que él decide debe cumplirse sin chistar. El Ministro deshace las objeciones más respetuosas con una mueca de desdén e impaciencia. Se acepta cuanto manda porque él ha asumido una voluntad nacional que antes de él no existía en el país desquiciado.

     Se oye un rumor de pasos y de voces sofocadas en la antesala del despacho. El Ministro hace sonar el timbre. La alta puerta, a mano izquierda del salón hexagonal, se abre con cautela. Un ordenanza adolescente asoma la cara morena con los ojos aún turbios de sueño.

     -¿Ha llegado el Secretario?

     -Sí, Excelencia.

     -Que venga ahora mismo.

     El secretario Dr. Luis Macías entra a toda prisa en el despacho con dos carpetas rebosantes de papeles.

     -Dr. Macías, usted ha llegado diez minutos tarde. Haga sacar copias de ese telegrama; envíe el mismo texto a todos nuestros emisarios en Europa y en Estados Unidos.

     -Muy bien, señor Ministro.

     -Lea primero el telegrama aquí mismo y dígame si la advertencia es o no clara.

     -Con mucho gusto...

     El Ministro se ha cruzado de brazos, y espera.

     -Sí, Sr. Ministro... Lo que usted insinúa es muy claro. Pero, ¿cree usted que es indispensable...? ¿No sería algo ofensivo?

     -Hay que defender los fondos públicos a toda costa. En algunos de esos patriotas no hay sólo un ladrón en cierne sino cuarenta, como los de Alí Babá, ¿Entiende? Bien. Averigüe en el Ministerio de Guerra y Marina por qué no han llegado los cañoneros; qué hacen allá lejos, río abajo.

     -Muy bien, señor Ministro.

     El Secretario se dispone a marcharse. Se inclina levemente, y da media vuelta hacia la puerta.

     -Dr. Macías, un momento...

     -Sí, Señor Ministro.

     El Ministro le clava los ojos escrutadores: - Dígame, ¿baja o no baja el río?

     Perplejo, el Secretario no sabe qué contestar. Es un hombre serio, reservado y tímido, que nunca puede anticipar las salidas de su jefe.

     -El río... sigue igual, Sr. Ministro. Siempre bajando hacia el Sur, sí; pero no de nivel.

     -Pues que no baje de nivel. Sería lamentable.

     -¡Ah! Olvidaba, Sr. Ministro: El Dr. Arnulfo Padrón ha pedido audiencia varias veces esta semana. Se la he fijado a las nueve, hoy mismo.

     -¿Y por qué usted no me ha consultado? ¿Quién le ha dicho a usted, Dr. Macías, que yo quiero ver a ese delincuente?

     La ira desfigura el rostro triangular; las cejas las tiene juntas, la boca en rictus casi felino. La mano derecha del Ministro, endurecida por la esgrima en lustros de práctica diaria, da un puñetazo sobre las carpetas del Secretario.

     Cuando éste desaparece del despacho, el Ministro va hacia la ventana que domina el paisaje del río. Allí apoya ambas manos sobre el barandal del balcón de pulidos balaustres de mármol y escruta el panorama ya casi intolerablemente luminoso de la bahía. A los pies del balcón, un arriate bien cuidado de rosales en flor, despide hacia él un perfume delicioso. En ese momento, el ordenanza entra con el desayuno ministerial.

     El Dr. Arnulfo Padrón se ha vestido para la entrevista como para un Te Deum. Saco negro, pantalón rayado, polainas grises. Bajo el nudo de la corbata, una perla reluciente. El Dr. Padrón es ceremonioso y algo ridículo; dos pasiones le han envejecido prematuramente; la envidia y la codicia. Su semblante verdoso no siempre puede disimular el juego interior de las dos pasiones. Su boca es un tajo de color marrón oscuro; este tajo se mueve de un lado a otro mientras pronuncia palabras melosas que le salen afuera como masticadas; sus ojos saltones relucen o se nublan como los de un activo batracio que entra en un área abundante en insectos; sus manos huesudas, si no juegan constantemente con el bastón de empuñadura de plata, dan la impresión de que, libres, se apoderarían de cualquier objeto valioso que estuviera a su alcance. El Dr. Padrón ha ganado reputación de intelectual ilustrado en varias disciplinas. Su pluma asedia a los periódicos nacionales o extranjeros que no objetan la pesadez de su estilo. El Dr. Padrón ha publicado docenas de folletos sobre economía y finanzas; ha dado a luz a plúmbeos ensayos de crítica literaria. El Dr. Padrón es también poeta, un poetastro crasa y cursimente erótico. Esta abundante producción le ha dado renombre, sin duda por ilegible.

     Condiscípulo del Ministro en la Universidad, el Dr. Padrón le ha tenido siempre una envidia corrosiva; pero desde la elevación del ex condiscípulo, el Dr. Padrón le muestra una deferencia ceremoniosa, obsecuente y zalamera.

     Esta mañana de septiembre, mientras el Dr. Arnulfo Padrón se dirige a Palacio y avanza por los jardines, no las tiene todas consigo. Tanto en Inglaterra como en Bélgica ha extremado su habilidad para borrar todas las huellas de sus fraudes y cohechos. El negocio turbio de los cañones, de las ametralladoras, de los fusiles, lo inquieta. El pudo detectar la no difícil complicidad de sujetos equívocos en esos países; los precios fueron convenientemente alterados; el Dr. Padrón embolsó considerables sumas en libras esterlinas; la otra gran operación, la de los camiones para el Ejército, motivó sospechas en Washington, en la misma Legación de Washington. ¿Habrá llegado a oídos del Ministro el rumor que circuló no sólo entre los diplomáticos nacionales sino entre los extranjeros, especialmente entre los diplomáticos del país que ahora maquina una agresión cada vez más desembozada? Él trató de ahogar este rumor gastando generosas sumas de preciosos dólares para agasajar debidamente a los suspicaces. ¿Habrá logrado su propósito?

     El temor de que los ojos de lince del Ministro hayan captado en las líneas y entre las líneas de los contratos la evidencia del fraude, lo hizo estremecer. Ya era tarde para volver sobre sus pasos y huir; los marineros en uniforme de gala de la Guardia de Palacio presentaban sus armas con estrépito marcial; esto ocurría a menudo; lo confundían con algún Embajador, con un Ministro de Estado. Las gradas de la escalinata de mármol se le ofrecían a sus botines empolainados; el Dr. Padrón recordó que no debía subir esas gradas; el despacho del Ministro estaba en la planta baja; torció hacia la izquierda y en pocos minutos estuvo en la antesala. Frente al espejo de una dorada consola se vio demasiado elegante como para presentarse ante el hombre austero y temido; hubiera deseado deshacerse de las polainas, de los guantes, del bastón, del lujoso sombrero hongo y esconder, bajo la solapa, la perla reluciente. Pero ya lo anunciaban al Ministro:

     -El Dr. Arnulfo Padrón...

     En el centro del despacho, colgante del techo artesonado, brillaban las bujías y los infinitos caireles de una antigua araña de cristal. Esto fue lo primero que vio; al fondo, una altísima ventana entreabierta y, por último, casi demasiado cerca para su expectación, la mesa del Ministro, el ángel de bronce del tintero; detrás, la gran cabeza calva bañada en luz eléctrica, el rostro triangular sobre un expediente. En tomo a la mesa había unas sillas de estilo Luis XV. Mentalmente eligió una de ellas, mientras decía con voz que quiso ser alborozada y amable:

     -Sr. Ministro... buenos días...

     El Ministro permaneció inmutable, absorto en el estudio de un expediente. Tal vez no lo hubiera oído. Lentamente tomó una pluma, la sumergió en el tintero del ángel, y trazó unas líneas al pie del escrito. Después estampó su firma, y el rasgueo de la pluma fue ominosamente audible para el visitante. De fuera venía un rumor de automóviles que llegaban a la entrada frontal del Palacio. Pero en el despacho el silencio se prolongaba como si la alfombra mullida y las cortinas carmesíes absorbieran el más leve ruido. En las paredes, los óleos de los próceres parecían querer eternizar aquel silencio.

     -Señor Ministro: muy buenos días... Vengo a presentar informe oral de mi exitosa, de mi exitosa misión -repitió el barbarismo con fatuidad- en Europa y en los Estados Unidos.

     Sólo entonces los ojos dominadores se levantaron hacia donde sonaba la voz.

     -Ya he leído el informe escrito; ya he leído los contratos. Ninguna de sus artimañas ha podido ocultar sus desfalcos.

     -¡Señor Ministro, me han calumniado! ¡Yo tengo envidiosos! ¡Hemos sido condiscípulos! ¡Usted me conoce! ¡Mejor dicho, tú, desde antes, Catón, -así te llamábamos- me conoces...!

     -¡No le permito tutearme! ¡Bien le conozco a usted! Y el inglés y el francés no me son lenguas desconocidas. Jamás la gramática parda que usted ejerce en tres idiomas podría ocultarme el fraude y el cohecho.

     -Yo soy un hombre probo y un patriota, Sr. Ministro; ¡usted me ofende! ¡Sea objetivo y ecuánime!

     -¡Usted es un miserable, Dr. Padrón! ¡Retírese!

     El aludido alzó ambos brazos con dramático estupor. En la mano derecha tenía el sombrero; en la izquierda el bastón y los guantes.

     -¡Retírese!

     Al bajar los brazos, la contera del bastón dio en el respaldo de una silla y cayó. El Dr. Padrón, tembloroso y amarillo, se inclinó sobre la alfombra roja, asió la empuñadura de plata, se irguió súbitamente furioso, ofendido y cobarde y dio unos pasos hacia la Puerta.

     -¡Alto ahí! -gritó el Ministro. Abrió una gaveta y empuñó un pesado revólver. Se oyó nítidamente el cric metálico del arma al ser amartillada.

     -¡Los ladrones no salen por la puerta: huyen por la ventana! Aterrorizado, retrocedió Padrón hasta la ventana entreabierta; al tropezar con el barandal del balcón, diose vuelta y arrojó al jardín el sombrero, el bastón, los guantes.

     -¡Salte, ladrón!

     No hubo más remedio. Cayó de bruces, de puro miedo, abiertos los brazos y las piernas, como un batracio, sobre rosales llenos de rosas y de espinas.



PARTE II - HISTORIA DE SOLDADOS


 FRENTE A LA PUNTA BRAVA DE BOQUERÓN : SEPTIEMBRE, 1932

    ¡Ah la Punta Brava de Boquerón en septiembre de 1932! ¡La Punta Brava tenía bien merecida fama de bravura! Lo más temible de la Punta Brava consistía en un reforzado nido de ametralladoras, con dos pesadas y dos livianas entre bolsas de arena y otras dos pesadas y dos livianas encima de las ya indicadas. Imaginen ustedes la potencia de fuego a ras de tierra de este bastión en el desierto. Y quien mandaba en el baluarte, el subteniente Inofuentes, era un bravo de verdad. Sus hombres, veteranos de dos años en el Chaco, muy bien entrenados, manejaban los ocho tubos mortíferos con fría y devastadora eficacia.

     El nombre de pila del jefe de la Punta Brava era -y espero siga siendo- Clemente. Clemente Inofuentes. El nombre rimaba con el apellido, como si él, el bravo entre los bravos de la Punta Brava y de todo Boquerón, fuese una in-nocua («que no hace daño»), una in-ofensiva fuente de aguas puras de clemencia. Pero los bravos verdaderos, los magnánimos de verdad, son clementes. Y el bravo de la Punta Brava era -lo verán ustedes-, clemente.

     Frente a la Punta Brava se extendía un descampado, un ideal campo de tiro. Por ese descampado atacó a Boquerón nuestro regimiento, el Regimiento 1 de Infantería «2 de Mayo». ¡Qué ataque aquel y qué fulminante el fuego de la Punta Brava contra quienes osaban desafiarla! El primer batallón fue aniquilado; lo mismo, el tercer batallón.

     Tenía yo, al comenzar el ataque, más de cincuenta hombres a mi mando; al terminar, -mejor dicho, al fracasar el ataque-, solamente me quedaban once. Estábamos ya cerca de la Punta Brava cuando a la hora del asalto corrimos hacia ella; sus detonaciones nos ensordecieron. Veíamos las llamas salir de los tubos negros y sentíamos el aire en torno llenarse de plomo encapsulado en acero. Yo vi el destrozo del primer batallón al aproximarse a aquel muro de hierro que lanzaba llamas como de volcán. Yo vi caer a mis hombres fulminados. Y yo caí también, disfrazado de tropa como estaba y empuñando, como mis hombres, un fusil. Clemente Inofuentes tenía ojos de águila. El me vio caer desde su casamata de quebracho y arena endurecida por la presión de la lona; él me vio tras mi caída, revolcándome en el polvo, a través de las malezas ralas que mimetizaban su nido invulnerable.

     Yo, tendido en tierra, sentía un fuerte dolor en la pierna derecha, a unos centímetros encima de la rodilla. El teniente Zotti ya había caído, entre los primeros, no lejos de mí. Zotti, oficial valentísimo, creyó ser inmune a la tormenta de fuego que se precipitaba sobre nosotros. Él llevaba un gran sombrero negro y una capa negra como un doble desafío. En los primeros minutos el fuego lo respetó a pesar de ser un blanco tan ostensiblemente negro; él siguió corriendo hacia la metralla a cuerpo gentil, pistola en mano, el gran sombrero y la capa desafiantes en el furioso viento preñado de puntiagudos, de calientes, de silbantes dardos de metal. Gritó Zotti al caer y yo oí sus gritos:

     -¡Camillero! ¡Camillero! ¡Camillero!

     Nadie podía socorrerlo. Una móvil, una vibrante, una rasante, una invisible cuchilla cortaba todo el campo con un filo que corría, veloz de izquierda a derecha, de derecha a izquierda buscando la carne blanda crispada de horror, y buscando los huesos quebradizos para hacer de una y otros, una pasta palpitante color rojo.

     Yo, tendido en el polvo soliviantado, primero con las manos de uñas rotas y después con la cuchara de estaño, trataba de alzar frente a mí una absurda defensa para mi cuerpo ya ensangrentado: me había palpado la herida con las dos manos y me había sacado de ellas la sangre sobre el pecho, sobre el vientre. Pensé que para no desangrarme debía vendar la chorreante herida. Me saqué la camisa de tropa que me servía de guerrera. Y aferrándola con los dientes y tirándola con las manos a derecha e izquierda, logré rasgarla y convertirla en vendas. Al hacer esto, me ponía en mayor evidencia; pero debía hacerlo. Me vendé la herida a justo tiempo. El fuego arreciaba; sin embargo, tenía yo conciencia de que, como deliberadamente, me evitaba; no venía derecho, rasante, hacia mí, sino que pasaba, diré, de largo, dejándome en el centro de un espacio sin muerte.

     Entonces yo era un hombre joven y fuerte, no este viejo casi octogenario que tienen ustedes delante. Pues bien, me vendé la pierna con la mayor fuerza de que fui capaz para que la venda no sólo contuviese el chorro que manaba sobre la rodilla, sino también parte del flujo interno de la sangre que bajaba hasta mis pies. Esto yo creía ser posible.

     Y yo pensaba que, milagrosamente, el sitio en que estaba yo tendido no era blanco de los infinitos disparos que, durante horas, ensordecieron el campo. Vino por fin la noche y con la noche pudieron venir los camilleros. Me llevaron a retaguardia. Esto último yo no recuerdo cómo fue. Yo iba desmayado en una camilla.

***

     Boquerón cayó aquel inolvidable 29 de setiembre. ¡Aquel septiembre, tan poco primaveral para sitiados y sitiadores! No pude ser testigo del regocijo de la primera, de la decisiva victoria: decisiva por su significado moral para uno y otro bando.

     Días después, no sé cuántos, me llevaron a Puerto Casado y allí abordé el Cañonero Paraguay. El barco gris, como todos los barcos de guerra, apuntaba sus cañones hacia arriba, listos para repeler un ataque aéreo. Un amigo mío, el teniente Jesús Blanco Sánchez, oficial de Marina, segundo de a bordo, me ofreció una litera de su camarote. Yo elegí la de abajo y, al tenderme boca arriba sobre aquel lecho angosto y duro me sentí feliz, con ganas de vivir. Horas después partiríamos para Asunción.

     El Dr. Alberto Torrico vino a hacerme una prolija cura. El Dr. Torrico era un prisionero boliviano caído en Boquerón. El me contó mientras lavaba mi herida con un líquido ardiente, que en el Cañonero Paraguay, allá sobre cubierta, viajaba prisionera la flor y nata de la guarnición de Boquerón. El vendaje resultó excelente. Y esto hacía posible una renguera sin consecuencias peligrosas. Ni el fémur ni otros huesos -no recuerdo sus nombres- habían sido tocados por el proyectil.

     -Doctor, ¿podré subir a cubierta mañana?

     -Sí, sin ningún peligro -me aseguró el médico.

     Conocí, primero a un teniente joven, hombre culto y afable. Su apellido era Calero. Vestía un sucio uniforme y llevaba esa gorra casi siempre arrugada, de copa aplastada hacia atrás, que los bolivianos usaban.

     -¿Quién mandaba en la Punta Brava? -le pregunté apenas iniciado el diálogo.

     -El subteniente Inofuentes -me dijo.

     -¿Está aquí, a bordo?

     -Espere un momento -fue su repuesta-. Voy a buscarlo.

     El teniente Calero volvió enseguida acompañado por un mozo de unos veinticuatro, veinticinco años.

     -¿Usted es el héroe de la Punta Brava?-, le espeté antes de saludarlo.

     Sonrió Inofuentes con una sonrisa complacida, dejando brillar entre sus labios unos dientes blanquísimos.

     -Héroe o no héroe yo mandaba allí -dijo.

     Entonces yo le conté en pocas palabras mi historia frente a la Punta Brava.

     Al callarme yo, Inofuentes, que me había escuchado muy serio, sonrió otra vez:

     -¡Yo lo vi caer a usted y después vendarse!, -exclamó-. Tengo, o tenía durante el combate una vista muy buena. Lo vi rasgar su camisa... ¡Ah! -lo interrumpí-.

     -Y yo di orden -me atajó-, di orden terminante que lo dejaran tranquilo. Vino la noche y ya no pude ver nada. A la mañana siguiente, ya no estaba más usted en el lugar de la víspera.



DIÁLOGO EN EL MONTE

     Hoy no sé -nunca lo supe- cómo me alejé tanto de los hombres de mi patrulla ni cómo o por qué se alejaron ellos de mí. Lo cierto es que me encontré solo y perdido en el monte. ¿Dónde quedaban nuestras líneas? ¿Dónde las del enemigo? Tan hosco era el silencio como el monte. Mi herida del muslo derecho, curada con esmero y bien cerrada un año antes, me producía un escozor en el centro mismo de su rosada cicatriz. Esta era para mí un pronóstico infalible de inminente lluvia. El cielo -no podía verse bien el cielo desde aquel espinoso bosque- debía de tener nubes de tormenta que no alcanzaba yo a divisar.

     Esta posibilidad de lluvia me daba una gran esperanza. La sed empezaba no sólo a debilitarme sino a trastornarme. Me producía antojos, me hacía ver visiones. A cada veinte o treinta pasos en el ámbito de mi perdimiento, me parecía entrever, detrás de las matas, allí, hacia adelante, a derecha o izquierda, el brillo turbador de una aguada. Mi cantimplora de aluminio, vacía desde la víspera, no me pesaba en absoluto desde el extremo de la correa. Ni la sentía moverse a mi costado.

     Algo debía de pasarle a mi brújula porque su aguja no señalaba la dirección esperable con la fijeza orientadora. Se movía un poco, sí, perdida como yo en el centro de los Rumbos de la Rosa. Como yo, ella ignoraba cuál de los treinta y dos rumbos me llevaría hacia el norte. De indicármelo la brújula en forma inequívoca, ya marcharía hacia el sureste.

     Me sentía febril, excitado y apático en el correr de los minutos. La sed me resecaba la garganta y me parecía que la lengua ya comenzaba a hinchárseme.

     Me he detenido ahora en un claro del monte, tratando de escudriñar el cielo, mirando ansiosamente hacia arriba, de uno a otro lado, cuando siento un breve crujido de ramitas secas a pocos pasos hacia la derecha.

     Bajo yo los ojos y veo con estupor la figura de un hombre joven, un oficial bien plantado, un enemigo, que me encañona con una pistola automática calibre 45. Yo he oído claramente el clic característico del arma al ser amartillada.

     -Mi teniente -me dice la aparición-, no se mueva, quédese allí donde está; cruce los brazos sobre el pecho.

     La voz que oigo es firme pero cordial. Sin la amenaza de la pistola amartillada, la actitud del desconocido, la manera de sonreír bajo el bigote rubio, el gesto de la mano izquierda tendida hacia mí como para ofrecerme algo, todo en él me parece de una urbanidad perfecta.

     El caqui de su uniforme es más oscuro que el verde del mío; el corte -y el estado- de sus botas pardas son mejores que los de las mías. Noto que su pantalón de montar es nuevo o casi nuevo; pero que su gorra de visera parda, es ya veterana. Todo esto lo advierto de un solo golpe de vista. Sin embargo, la imagen que de él tengo no es constante en sus detalles. Los ojos del intruso, azules en el primer instante, no son azules sino negros, muy negros; el bigote, rubio segundos antes, es ahora también negro. En otros detalles también la imagen cambia. La misma voz del desconocido, todavía cortés suena con otro timbre.

     -¿Tiene usted mucha sed? -me pregunta el oficial entre irónico y solícito.

     -¿Cómo lo sabe?

     -¡Ah! -dice una voz ahora ronca- Me es más fácil adivinar la sed que el hambre. No soy bisoño en estos desiertos sin agua.

     -Usted parece andar de paseo, no de patrulla -comento yo sonriendo como él; pero no muy seguro de que la vista y el oído me engañen o no. De si él es de verdad, hombre de carne y hueso.

     -Paseo no es precisamente el mío. -me responde- Está durando ya demasiado y ha de durar bastante más.

     -No parece usted ni cansado ni sediento como yo -le digo.

     -Las apariencias engañan, ¿sabe usted? Pero acaso sea yo más fuerte que usted, si no más joven -me contesta. Y sonríe como divertido y veo en sus ojos -que otra vez parecen azules- una burla amable aunque no ofensiva ni petulante.- ¿Qué edad tiene usted?

     -¿Qué edad tengo yo?, pregunto a mi vez. ¿Y a usted qué le importa?

     -A mí me interesan muchas cosas: su edad, el nombre de su regimiento, el número de su batallón y, claro está, el nombre y apellido de usted mismo.

     -Pero hay cosas que no puedo ni quiero contarle. Ni estoy seguro de que usted esté donde está allí, con esa pistola. Sin embargo, sepa usted que tengo veinticinco años.

     Cruzado de brazos como él me ha ordenado, lo observo yo, también divertido, pero también aprensivo de ser víctima de una extraña broma.

     -Yo también tengo veinticinco años. -me informa- Mi signo zodiacal es Acuario.

     Al decir esto, me pareció que él tenía de pronto muchos más años; que había arrugas en su piel tostada y que su bigote era canoso. Pero como siguiendo una broma inofensiva, contesto:

     -Mi signo zodiacal es Sagitario.

     -¿De Asunción es usted?

     -Se lo diré con gusto si me cuenta de dónde es, primero, usted.

     -Por eso no vamos a reñir: soy de La Paz.

     -Y yo soy de Asunción -declaro, como si ser de Asunción fuese algo muy importante y, además, un desafío.

     -¡Ah! ¡De Asunción, eh! -me dice el hombre de Acuario y de La Paz. Y agrega:

     -¡Tienen fama de hermosas las muchachas de Asunción! ¡Quién pudiera enamorar a una de ellas, a una linda de verdad!

     -Muy fácil -le contesto- Usted me entrega esa pistola, yo lo llevo al Comandante de mi regimiento, y él lo envía a retaguardia. En Asunción tendría usted alojamiento gratis y la ocasión de conocer -sólo conocer- a alguna hermosa enfermera de la Cruz Roja.

     -Eso sería como si un ciego quisiera hacer de guía en este bosque. Hace rato que lo observo yo a usted y que sigo sus pasos de sonámbulo, escondiéndome detrás de la maleza. Usted se ha perdido, usted delira de sed, y usted no tiene ni idea de dónde se encuentra. ¿Qué le parece si hacemos las cosas al revés y yo lo llevo conmigo hasta el Comandante de mi regimiento?

     -No, no puede ser -contesto yo.- Eso me llevaría muy lejos de Asunción, acaso hasta la altísima La Paz. Y sepa usted que en Asunción tengo yo una hermosa muchacha que me está esperando hace ya demasiado tiempo.

     -¿Quiere mostrarme usted su retrato, alguna foto? Yo le mostraré una foto de la mía -me dice-. Y del bolsillo izquierdo de la guerrera saca lo que ha de ser, sin duda, una pequeña fotografía dentro de un medallón de plata, ovalado.

     Yo amago un movimiento como para esconderme detrás de un quebracho y luego, ya empuñado mi revólver... ¡Vaya uno a saber lo que haría! Este enemigo tan cordial me está irritando, me está tomando el pelo.

     -¡Un momento...!- me ataja el desconocido avanzando hacia mí la mano armada, el tubo de la pistola apuntándome el pecho.- ¡No vaya usted a hacer una tontería!

     -No vaya, por ejemplo, a escaparse estando como está extraviado, febril y sin saber adónde dirigir sus pasos.

     -No haré ninguna tontería -contesto con irritación y alzo los brazos en ademán de fastidio.

     -Usted está a merced mía, amigo mío; pero este no es un encuentro inamistoso. Alguien hizo, con un primo hermano mío, más hermano que primo, subteniente de infantería, lo que yo voy a hacer con usted.

     -¿Y qué va a hacer usted conmigo? -pregunto sin disimular mi impaciencia y disgusto.

     -Lo voy a dejar libre y en paz amigo mío; pero antes le indicaré a usted dónde se encuentra y en qué dirección debe marcharse hasta llegar a su unidad.

     -Gracias -le digo y suelto una risa inesperada, a pesar de la sed y de mi cólera.

     Entonces veo con asombro que con rápido movimiento el de Acuario alza primero y luego baja su pistola guardándola en su funda. Y que me dice con amplia sonrisa:

     -Ahora le ofrezco mi cantimplora y beba lo que quiera. Tómela -agrega- y me la tiende asida con ambas manos.

     Ni se me ocurre a mí sacar el revólver calibre 38 que tengo al flanco derecho, listo, y con la tira desabrochada. Me apodero, sí, de la cantimplora y con gran esfuerzo para no apresurarme, bebo lentamente largos sorbos de agua tibia aunque deliciosa.

     -Ahora -dice- vaya por allí a la derecha y a unos doscientos metros encontrará una picada en desuso. Doble a la izquierda y camine hasta llegar a sus avanzadas.

     Yo ya le he devuelto la cantimplora y estoy hurgando en mi billetera.

     -Esta foto es de María Stella -le informo. Es una foto reciente. Muéstreme después la suya.

     Estuvimos un rato, uno junto a otro, como viejos amigos, observando las fotos y elogiando a las ausentes.

     Después nos dimos la mano y nos despedirnos.



 

 DIÁLOGO CON UN LECTOR

    Suena el teléfono una tarde de abril, y al primer campanillazo contesto yo como si estuviera esperando la llamada:

     -Hola...

     -¿Hablo con el doctor X?

     -El mismo. Servidor.

     -Lo llamo -me dice una voz grave, bien timbrada- para felicitarlo por ese artículo o cuento que usted publicó el último domingo en el Diario Noticias.

     -Muchas gracias -digo yo, razonablemente halagado. No es muy común el hecho de que aquí, en Asunción, alguien llame, por razones literarias, para felicitar a un escritor. Ni siquiera suelen llamar, por pura cortesía, los autores -poetas y prosistas- sobre los que se publican elogiosas reseñas o artículos. En verdad, se diría que el autor paraguayo se creyera exento de ejercer la elemental cortesía de dar las gracias. ¡Qué diferentes suelen ser los escritores de otros países!

     (Un amigo mío escritor que residió muchos años en París y cuya obra no pasó inadvertida en los círculos literarios de esa capital, me asegura que la que llamo yo extraña mentalidad se explica como un resabio de nuestra tradición guaraní. -En lengua guaraní- me dice este amigo, no existe la palabra «gracias».)

     Y ha de tener razón. Volviendo ahora a la amable llamada telefónica, prosigo con mi relato:

     -¿Sabe usted? -me dice el desconocido con su voz grave y correcta dicción: -A mí me ha pasado algo casi tan insólito como lo que usted cuenta en su «Diálogo en el monte». Como el protagonista de su cuento, yo marchaba un día, hace más de cincuenta años, por un monte chaqueño. Y como su protagonista yo estaba, también, sediento.

     -¿Dónde fue eso? -pregunto yo.

     -En Boquerón. Yo no era oficial como su héroe innominado. Ni oficial ni soldado raso; pertenecía a lo que en jerga militar se llama «clases».

     -¿Y adónde iba usted por el monte? -interrogo.

     -Se lo diré. En mi pelotón necesitábamos agua urgentemente. (Y no sólo en mi pequeña unidad). Entonces tuve una idea: pedí a cuatro de mis camaradas que me dieran sus cantimploras vacías; yo me escurriría hacia nuestra retaguardia y volvería a la línea de fuego con cinco cantimploras llenas hasta el gollete. Así resolveríamos el problema de la sed.

     -¿Llevaba usted un arma?

     -No. Llevaba cinco cantimploras vacías. Era obvio que estaban vacías porque al andar por el bosque, yo hacía girar dos o tres en el aire y estas vasijas de aluminio no mostraban ninguna... gravidez. ¿Era de mañana o de tarde? No lo recuerdo; pero lo mismo da. Lo cierto es que llegué yo a un claro del monte -tal cual como el protagonista de su cuento- y de pronto vi a unos ocho o diez metros a mi derecha, a un boliviano corpulento armado de un fusil ametrallador.

     Estoy seguro de que el del fusil me vio; es más, yo oí el característico ruido del cerrojo -¿cerrojo?-; no recuerdo ahora el nombre del dispositivo que introduce un proyectil en la recámara del arma. Llamémosle así: cerrojo. ¿Recuerda usted que el personaje de su cuento oyó el clic de la automática al ser amartillada? Yo también oí el siniestro ruidito...

     ¿Qué hice entonces? Pues seguí avanzando en la misma dirección que llevaba aunque con el rabillo del ojo atisbaba angustiosamente la silueta de mi enemigo. Este, que segundos atrás estaba en cuclillas apoyando la espalda contra el tronco de un árbol más grande que los otros, se echó ahora en tierra y emplazó el arma sobre las dos varillas de acero que apoyan el cañón cuando se hace fuego. Y me apuntó con el tubo negro.

     -¿Le dio a usted la voz de alto?

     -No. El boliviano me vio desarmado, inerme hasta de un cuchillo de monte y no necesitaba hablarme; simplemente apretar el gatillo.

     -¿No buscó usted un lugar donde esconderse, algún árbol grueso que lo protegiera?

     -No había más que arbustos a mi paso en aquel bosque ralo.

     Yo, sin apuro, seguí mi camino esperando que de un momento a otro...

     -¿Y no le disparó una ráfaga?

     -Si me la hubiese disparado, yo no estaría hablando ahora con usted esta hermosa tarde de abril.

     -Y ¿a qué atribuye usted la «cortesía» del boliviano? ¿Temía él llamar la atención de las tropas de nuestra línea, que estaban cerca?

     -No, yo creo que no. Acaso tuviera él tanta sed como yo y esperara a que, llenas mis cinco cantimploras, volviese yo a pasar por el mismo sitio. Entonces, apuntándome con su arma, me arrancaría el mayor tesoro en aquel desierto. Entonces, sí, podría liquidarme.

     -¿Y volvió usted a pasar por donde lo había visto?

     -No, de ninguna manera. Orientándome por el fuego que hacían no lejos los de nuestra línea, volví a mi trinchera por otro camino.

     -¿Con las cinco cantimploras llenas?

     -No, no conseguí una gota de agua en retaguardia. Al regresar a mi punto de partida, di parte al comandante de mi batallón acerca del enemigo detrás de nuestras posiciones. Usted tuvo más suerte que yo: el enemigo que a usted le cerró el paso en el claro de su bosque, no sólo lo dejó libre sino que le dio de beber de su propia cantimplora. 

     -Si yo fuera escritor -continúa mi nuevo amigo telefónico- yo escribiría unas memorias como las que usted escribe hoy.

     -Usted habla muy bien -contesto- y si se pone a escribir sus recuerdos, podría hacer literatura de buena calidad.

     Mi interlocutor no comentó mis últimas palabras. Se despidió de mí con finas frases de cortesía y yo quedé muy curioso de lo que este señor podría contamos si se decidiera a escribir.

Otro diálogo

     La noche de aquel día de abril me acosté temprano, leí cinco cantos de la Divina Comedia según costumbre adquirida hacía ya algún tiempo, y apenas apagué la luz cuando caí en profundo sueño. No habría dormido media hora, cuando sonó el teléfono, el que tengo junto a mi cama.

     -¿Quién llamará a esta hora? ¿Será larga distancia? -me dije medio dormido todavía. No, no era de larga distancia la llamada; no era tampoco de un pariente o de un amigo. Era de un desconocido, de un veterano del Chaco.

     -¿Está el doctor X? -pregunta una voz cascada.

     -Soy yo. A sus órdenes.

     -Permita que le cuente un episodio parecido al que usted cuenta en su cuento «Diálogo en el monte...».

     -¡Ah! -pienso yo. ¡Otro encuentro en el bosque!

     -Como usted en su cuento, yo tropecé de sopetón, en pleno bosque, con un oficial enemigo que me encañonó con su automática. Yo, impulsivo, imprudente -yo boxeaba bien en aquel tiempo- me abalanzo sobre él, con un esguince, para tumbarlo de una trompada. Pero él, no menos ágil que yo, da un salto atrás...

     La voz calló al otro extremo de la línea.

     -¿Y? -pregunto yo, interesado ya.

     -El oficial, viendo que yo llevaba la mano al revólver, apretó el gatillo. Yo oí bien el ruido del martillo al golpear sobre el fulminante.

     -¿Y?-

     -Pero no salió el tiro. Entonces él con gran velocidad hizo accionar con la mano izquierda el mecanismo de la pistola para sacar de la recámara el proyectil fallido e introducir otro.

     Yo ya tenía la mano en el mango de mi revólver y ya lo sacaba de su funda. Él, que vio esto, apretó otra vez el gatillo. Yo ya lo tenía encañonado. Por segunda vez no salió el tiro.

     -¡Basta! -le grité. ¡Tire esa porquería que no sirve para nada! No tenía él tiempo para desplazar el segundo proyectil fallido. Mi adversario tiró su pistola al suelo. En ese mismo instante oí ruido de muchos hombres que, detrás de donde estaba él, venían por el monte... Oí el estampido de muchos disparos, cerca. Y entonces...

     Entonces los estampidos me despertaron.


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