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NARRATIVA PARAGUAYA - EDICIÓN DIGITAL

  PANCHA (Novela de MAYBELL LEBRÓN)

PANCHA (Novela de MAYBELL LEBRÓN)

PANCHA

Novela de
MAYBELL LEBRÓN DE NETTO
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Arandurã Editorial, 2000.

A las mujeres de la Residenta, heroínas del
dolor y de la esperanza, sus manos y sus
vientres lograron la resurrección del
Paraguay.

A mis dos ausentes.
A Rafael y Norma, mis hijos,
a Manuel, ese tenaz estímulo.

Mi agradecimiento
A la doctora Margarita Prieto Yegros, por su invalorable
colaboración para la correcta grafía del guaraní.
Al doctor Carlos Castillo, por haberme alcanzado los
originales del poema a Pancha Garmendia, en guaraní,
del gran poeta paraguayo Narciso R. Colmán -Rosicran-.
 
 
INTRODUCCIÓN
 
Francisca Garmendia nació un día que pudo haber sido del año 1827. Su padre: Don Juan Francisco Garmendia, español, respetado por su honradez y buen trato. Su madre: Doña Dolores Duarte, paraguaya. Sus hermanos: Diego y Francisco, mayores que ella.
En esa época Francia exigió a los españoles reiteradas multas, la última, de 12.000 patacones -suma que ya Garmendia no pudo reunir a pesar de haber vendido todos sus bienes- y con el plazo perentorio de 24 horas para saldar el pago. Desesperada, Doña Dolores golpea la puerta de vecinos y amigos; con Pancha en los brazos se llega hasta el Mercado mendigando unas monedas, pero pese al llanto y los esfuerzos por salvar a su esposo, no puede reunir la suma requerida y Don Juan Francisco Garmendia es fusilado, por orden del Dictador Francia, un día de Corpus Christi, 5 de setiembre de 1830.
 Abandonada a su suerte, en la más espantosa miseria, enloquecida por el dolor y desesperada angustia por el hambre de sus hijos, la pobre mujer enferma y muere dejando desamparados a Pancha y sus hermanos.
* El matrimonio del español Don José de Barrios y la paraguaya Doña Manuela Díaz de Bedoya, caritativo y pudiente, protege a los huérfanos. Desde entonces Pancha es criada como hija, recibiendo de sus padres adoptivos cariño, educación y consejos.
Como en las grandes tragedias, los Hados colmaron a la niña de dones físicos y espirituales. Su hermosura se vuelve deslumbrante y, a los quince años, es ya la mujer más bella del Paraguay. Su bondad, su inteligencia y prestancia, no le van en zaga; es, sencillamente, un deleite sólo el contemplarla.
Es entonces que el demonio intenta atraparla. Arrebatado de amor y deseo, el coronel Francisco Solano López -hijo del Presidente de la República del Paraguay, Don Carlos Antonio López- decide hacerla suya y pone en juego todo su poder y seducción. Este tenaz acoso iniciará en su vida el infortunio que la atormentará hasta el final. Su dulzura y equilibrio la destacaban tanto como su belleza, belleza que no logró envanecerla pero sí afirmó su orgullo. Puesta a prueba en circunstancias extremas, no se dejó vencer, y es y será ejemplo de dignidad de mujer.
Sojuzgado el país por una sola voluntad que nadie osaba cuestionar, ella se erige en defensa de su honra. Ella sola, estoica e irreductible, sufre bajo la saña de su verdugo.
Pancha no es una heroína olvidada. El pueblo da testimonio de amor y admiración por ella en cantos y relatos recogidos de labios humildes y en documentos históricos incuestionables. Pero el estigma de su calvario era demasiado vergonzoso, y los defensores del Mariscal decidieron borrarla de la historia.
Loor a ella: la trágica muchacha. A ella, cuya dignidad humilla al infame acoso y ennoblece la figura de la mujer paraguaya.
Ella: Pancha Garmendia.
Maybell Lebron
 

 

- I -

     El bando recorre las calles, trepa ventanas, se enrosca en las puertas y aúlla su mensaje en toda la ciudad: Asunción debe ser evacuada. Luque es la nueva capital del Paraguay. Pena de muerte a los díscolos.

     Protestas y lamentos llegan de la cocina.

     -Jesús, María y José. Se llevaron a nuestros hombres y ahora esta guerra maldita nos echa de nuestra casa ¡mi Dios! Qué piko va a ser de nosotras.

     Las mejillas charoladas de la anciana servidora brillan como nunca, empapadas de llanto. Va y viene ayudada por Engracia, arrastrando hasta el amplio zaguán un baúl de cuero y dos canastos. Doña Manuela y Pancha, tomadas de la mano, miran en silencio los retratos de grueso marco dorado, la elegante tapicería de la sala, el ornado trinchante lleno de cristales y porcelana. Como autómatas, prenden las lámparas ante esa súbita negrura hecha de sombra y de lágrimas.

     Pancha abre los postigos de la ventana enrejada. Afuera todo es agitación, voces, crujir de carruajes sobre la calle despareja y escasamente iluminada donde los faroles mbopi, sostenidos por sus dueños o colgando de los carros, bailan una alucinante danza de fantásticas luciérnagas.

     Obedecer. Un pueblo a sus pies ¿por qué, Dios mío? Una sola voz rige al Paraguay. Ha cerrado las bocas, nadie opina, apenas se dialoga. Disentir con el Karaí es arriesgar la vida. Ella lo sabe. Su pecho tiembla de rabia impotente.

     Siente la sangre espesa golpetear en las arterias como buscando salida. El rencor se cuela en los poros y se substancia con la carne transformado en un dolor que le atenaza el cuerpo y le quita el aliento. Apoya la frente en los barrotes y el hierro la reconforta.

     Haciendo un esfuerzo se despega de la reja -que ha perdido su frescura en las mejillas ardientes- para responder al llamado de Doña Manuela.

     El mueble de pequeños cajones en hilera, delicadamente tallado, cede a la presión de la llave y libera la traba. Con dedos convulsos, la rolliza matrona extrae de bolsitas gamuzadas y estuches forrados de terciopelo, aretes, pulseras y gargantillas, que acomoda en una caja vacía de bombones (obsequio de algún invitado gentil) agregando monedas de oro hasta colmarla. Hace un envoltorio con grueso papel marrón y cordeles bien anudados; sobre la llama de una vela el lacre se pone dócil para sellar el paquete. La fina caligrafía de Pancha estampa en el papel el nombre de Manuela de Barrios.

     Mamá Manuela acaba escondiendo su pena bajo las sábanas. Pancha sale al corredor: necesita aire.

     En la penumbra del patio interior el silencio repta escondiéndose en los rincones, como un animal asustado. La luz raquítica de una vela se escapa enmarcando la puerta del cuarto de las criadas. Un crujido inquieta a Pancha.

     -¿Quién anda ahí?

     Engracia surge de la oscuridad. Trae en sus manos un pequeño cofre de madera. La mira con sus ojos morenos ensombrecidos de angustia:

     -Quiero esconder nuestras joyitas. El rosario de oro, algunos zarcillos y ese carretón con crisolita que me regaló la señora cuando cumplí veinte años-. Lo dice todo muy rápido, antes de quebrársele la voz en un sollozo.

     -¿Y dónde, Engracia?

     -Ayúdame, Panchí, voy a subir para ponerlo detrás del horcón del techo, en la cocina. No se ve el hueco desde afuera pero yo sé que está comido y hay un agujero grande. Mamá, anga, está en la cama, lamentándose desesperada; pero hay que esconder las cosas para encontrarlas cuando volvamos. ¿Verdad, Panchí?

     Prende una vela y entra en la cocina, seguida de Pancha. Las paredes oscurecidas por el humo crean sombras oscilantes, ahondando la tristeza de las mujeres. La mulata trepa a una mesa que habían arrimado; al ver que no alcanza el horcón, pone un banco sobre ella y así consigue meter en el hueco el pequeño cofre que es tragado por la cavidad, lejos de ojos ignorantes del secreto.

     Baja de la improvisada tarima con la mirada opaca y un temblor en la barbilla, se abrazan sin palabras mientras las lágrimas corren destellando en la penumbra.

     Temprano en la mañana, hombres y mujeres manotean las rejas de la Legación de los Estados Unidos de América, tratando de acercarse al portón de entrada y ser recibidos. Entre ellos está Pancha, quien entrega el minúsculo tesoro en depósito y custodia, a pesar de la negativa de las autoridades de otorgar recibo alguno. Al retirarse, arreglándose el pelo y la ropa desordenada por los apretujones, ve entrar a soldados llevando dos ponchos tomados de las puntas, repletos de bultos. Más tarde se entera de que eran pertenencias de la Lynch.

     Las casas, relegadas al silencio, vuelcan sus habitantes sobre las calles, inundadas de gente. Ancianos, ciegos, enfermos, suben el rojo camino a Luque, presurosos por llegar.

     Los impedidos son arrastrados por parientes y servidores -mujeres en su mayoría- en carros, carretillas, o simplemente en hamacas, convertidas en angarillas al sujetarlas de un palo apoyado sobre los hombros de las más fuertes. Niños descalzos, gritones y ventrudos, con hatillos a cuestas, escoltan felices ese patético corso a destiempo, flanqueado de perros excitados, bajo el confuso borboteo de gritos, llanto y oraciones.

     Otra caravana sigue la trocha del tren, tropezando con los durmientes y dispersándose alborotada al oír el silbido de la locomotora. Entre risas y sustos el gentío se apresura a cruzar los puentes que sostienen las vías tendidas sobre cauces de agua cristalina, rodeados de árboles, helechos y guembés. Los niños escapan hasta el vado para chapotear en la corriente, sin hacer caso al llamado de las madres angustiadas ante el riesgo de perderlos.

     En la nueva capital, las mejores casas ya han sido requisadas para la comitiva oficial y las familias agraciadas, con transporte gratuito desde Asunción.

     En la elegante estación del ferrocarril, el rezongo del tren ahoga murmullos.

     Ayudado por las muletas y la solicitud de una muchacha, el anciano espera la hora de partida recostado en un rincón del andén. En voz baja, comenta:

     -¡Quién lo hubiera pensado! Tener que abandonar Asunción. Esto es el comienzo del derrumbe. López erró el cálculo al declarar la guerra al Brasil y luego a la Argentina. Su torpeza costó la vida a treinta mil paraguayos en estos dos años de lucha. Es tremendo.

     -Mira, abuelo, algunos como Estigarribia rindieron sus hombres sin luchar, y eran seis mil. Es por gente como esa el que estemos hoy así.

     -No lo creas, m'hija, el resto de su ejército estaba agotado por el hambre y por las enfermedades; diezmado por las balas enemigas. No pudo hacer otra cosa, se rindió para salvarlos de la masacre. Ya ves lo que pasó con Robles: volvió sin ejército y sin gloria para ser relevado de su puesto y fusilado como traidor. Todo por no poder cumplir una misión imposible.

     -Tal vez no supo defenderse y explicar la situación al Mariscal.

     -No, mi niña, no es eso. Con maligna intención López adopta el criterio de la responsabilidad compartida; no sólo sanciona al «traidor» sino que la culpa cae sobre la familia y sobre los amigos, sin respetar a las mujeres o los niños. Imposible protestar, el temor a ser ajusticiado por orden del Mariscal acalla toda rebeldía. Posiblemente yo no veré el fin de esta guerra, pero tú podrás juzgar más tarde esta desgraciada y tenebrosa etapa de la historia del Paraguay.

     -Por favor, abuelo, no sea pesimista, aún podemos ganar la guerra. Cambiemos de tema, allí viene una chipera y es mejor que no se entere de nuestra conversación, puede ser una soplona pyrague.

     La sonrisa triste del canoso caballero clausura el diálogo, mientras las familias privilegiadas se saludan sin comentarios, temerosas de cometer algún desliz de imprevisibles consecuencias.

- II -

     La gruesa hoja de madera tallada cierra con lúgubre retumbo. Cuatro mujeres unidas en un desconsolado abrazo, resignadamente, comienzan a tirar del carrito al que han agregado unas agarraderas de cuero. Pronto se confunden con la multitud.

     Ancianos desatinados gritan nombres o se acurrucan indefensos. Un carro volcado con las ruedas girando alegremente ante su desesperada dueña no conmueve a nadie. El sol troca el viaje en un infierno: botellas y cantimploras arden, secas; los niños, con los ojos enrojecidos, gimotean mordiendo pedazos de mandioca cocida cubiertos de polvo, moco y lágrimas.

     Tristeza, dolor y resentimiento disputan espacio en el pecho de Pancha. ¿Por qué abandonar las casas? Si los combatientes deben seguir a su Conductor y luchar en los campos de batalla, nosotras tenemos el derecho de guardar nuestros hogares. Es más difícil para el enemigo la ocupación de una ciudad hostil, con habitantes dispuestos a resistir a los invasores, que entrar a un sitio desguarnecido abierto al pillaje.

     La correa le lastima el brazo, ella sigue estirando el carro sin una queja, sus dientes se hincan en los labios, enrojeciéndolos.

     Otra vez Francisco ordenando vidas, ahora en todo el país. Desgraciado. Qué sórdida idea la de obligarnos a seguir sus pasos bajo pena de muerte. Sacrificio inútil de tanta gente arrastrada a este peregrinaje agotador, sin esperanza. Te conozco, tienes miedo, Mariscal. Los pechos de quienes no te aprueban deben estar al alcance de tu mano, por eso nos llevas a tu lado, para eliminar a quien se rebele contra tu despotismo. Eres cruel, eres peor que las fieras: ¡qué desgracia haberte conocido!

     Las sombras roen los últimos restos de claridad: el éxodo frena. Muchos se agotaron en la Recoleta, otros llegaron hasta Campo Grande, algunos alcanzan el arroyo Ytay. Las varas del carrito quedan clavadas en su orilla. El agua fresca lame las manos llagadas de Pancha y Engracia, sus rostros congestionados. Con dedos adoloridos cargan un botellón y llevan agua a las dos ancianas que esperan jadeantes entre sus ropas desaliñadas, con las cabezas apoyadas contra el carro, incapaces tan siquiera de llorar.

     El grupo se acomoda sobre la gramilla húmeda. Un perro con algo en la boca pasa disparado seguido de un chico alborotador. Saciada la sed, mastican pasteles y se tienden sobre mantas.

     Doña Manuela comienza un rosario que muere en sus labios, vencido por el cansancio. La gente trae ramas y pronto llamea la hoguera; al crepitar inquieto se une el rumor creciente de animado parloteo, mechado con quejidos y maldiciones. El resplandor descubre rostros baldíos de sonrisa, labios apretados en impotente rebeldía. Ya no importan los trajes manchados y llenos de polvo, es sólo un comienzo sin final.

     -Siéntese, mi niña, que allá están prendiendo fuego y voy a calentar agua para unos mates.

     Engracia sacó una pavita del carro y se dirigió al arroyo que canturreaba, interminable y feliz, entre tanta miseria.

     Pancha miró cómo se alejaba. La pulposa morena aún conservaba sus redondeces. Sus pies descalzos mostraban una robusta costra, escudo eficaz contra las espinas y asperezas del sendero, candente bajo el sol. Lo único que ablandaba esa barrera callosa, volviéndola vulnerable, era la lluvia. Bajo la pañoleta azul atada a la cabeza, brillaba en los ojos renegridos la decisión inquebrantable de seguir a su ama, fuese a donde fuese.

     Las llamas se encaramaban en el vacío devorando negrura. Pancha ató una hamaca a los árboles que bordeaban el claro y dejó caer en ella su cuerpo cansado.

     -Panchí, te traigo un mate calentito.

     Los dientes brillaron en la primera sonrisa de la noche, mientras la mano áspera ofrecía el brebaje.

     Al incorporarse, su abundante cabellera obscura enmarcó un rostro altivo, de cutis finísimo y enormes ojos rasgados de azul profundo, bajo el grueso arco de las cejas. El ajado traje no conseguía ocultar su figura espléndida, ni el cansancio borrar la altivez del gesto lleno de una indefinible fuerza interior. Las miradas curiosas se volvían hacia ella atraídas por su belleza y su porte.

     Arrebujadas en mantas a pesar del calor, las dos ancianas dormían y niños despatarrados poblaban el césped en despreocupado sueño. Algunas mujeres, con sus criaturas prendidas a los pezones, cabeceaban.

     Pronto el agotamiento acalló las voces. En la noche sin luna, una espesa negritud sitiaba la luz de las brasas.

     El ulular de un búho inquietó a Pancha. Entre el ramaje alcanzó a descubrir una estrella, como cuando miraba por la ventana de su cuarto, con el jazminero salpicando de aroma la estancia y un ladrido de perros en las calles vacías. Rememoró la casona, sus ventanales enrejados chorreantes de malvones rojos y blancos que daban a la calle 14 de Mayo una pincelada de color, justo frente a los serios corredores de la Academia Literaria.

     Allí, junto al aljibe rodeado de helechos, en el patio interior aún fresco a esa hora de la mañana, el matrimonio Barrios, apoltronado en sillones de mimbre con almohadones de cretona floreada, sorbía despaciosamente el mate cebado por la púber criada morena.

     -Ya es grandecita, es mejor que sepa la verdad y no historias inventadas por chismosas.

     Doña Manuela, nublados de pena los ojos, aprobó con la cabeza y ordenó a la muchacha:

     -Engracia, dile a la niña Panchita que venga.
 

     Al rato apareció con andar firme y elástico. Tenía ya el dejo agresivo de la adolescencia en el suave contoneo más gracioso que provocativo. Era alta para sus trece años, y en la finura de su cintura se descubría la herencia paraguaya. El cabello color de tormenta le rozaba las mejillas de un blanco transparente, prueba de su ascendencia española. Saludó con un beso y quedó expectante, las manos unidas sobre el vestido de percal a motas.

     El recuerdo la hizo sonreír.

     Una nube tapó la solitaria estrella. Como ante un mal augurio, Pancha llevó la mano crispada hasta el crucifijo que pendía de su cuello. Alguien se movió. Al claror de la lumbre un anciano acomodó ramas secas sobre los tizones murientes y volvió a tirarse al suelo. Perdida en el pasado, ella se encogió en la hamaca que oscilaba suavemente con el viento.

     Ese día, cuando volví a mi cuarto, miré los retratos colgados uno a cada lado de la virgen sobre la cabecera de mi cama. Los miré como siempre: como a dos desconocidos. Un cierto pudor me inhibió de correr a los brazos de mamá Manuela. Por primera vez tuve un estremecimiento de congoja al pensar en ellos. No me [20] habían mostrado entonces, el cuerpo desangrado y lleno de agujeros de mi padre. Pobre mamá, no lo pudo soportar.

     Más tarde, sin ruido, apareció Engracia en la puerta de mi alcoba, descalza y con el eterno trapo en la cabeza.

     -¿Qué pasa, Panchí? Levántate que na, ya te traje el cocido y la leche caliente para tu desayuno.

     Tuve la certeza de que había estado escuchando la conversación: era una forma piadosa de brindarme su afecto de muchacha humilde.

     Igual que ahora -pensó, antes de quedarse dormida.

- III -

     La claridad recoge crespones; el azul sin nubes da ánimo a la gente y el mate hace su ronda despabiladora. Al poco rato, la caravana reinicia su marcha con tartajeante andar.

     Doña Manuela y su vieja servidora, Ramona, caminan asidas al carrito para no caer. Pancha y Engracia van haciéndolo rodar sobre la huella sinuosa, metido el brazo en los tientos sujetos a las pértigas, como animales de tiro.

     Un sol blanco pule los pastos y levanta volutas de vaho calcinante. Las gotas de sudor engordan y caen pesadamente a la tierra reseca dejando obscuros redondeles. Los rostros congestionados por el esfuerzo parecen a punto de estallar y los ancianos desfallecen agotados.

     El tumulto y los empujones ceden por un momento: alguien se ha desmayado. Es una mujer fofa y sanguínea a quien sus pocos parientes apenas pueden sostener. Nadie se detiene.

     De pronto las voces cambian de tono y el llanterío de los niños se atraganta. Por fin: Luque.

     Iglesia, plaza y calles mecen una marea de ancianos, mujeres y niños aferrados a sus bultos, indecisos, con ese infinito cansancio del sin mañana. Prudentemente el carretón desvía el gentío y se interna costeando el pueblo. Al sobrepasar una curva divisan el rancho: culata jovái, recién blanqueado, protegido por copudos árboles. Una mujer barre el piso de tierra.

     -Ave María Purísima. Buen día, señora.

     -Sin pecado concebida. ¿Qué se les ofrece?

     -Estamos agotadas. ¿Nos permite descansar un rato en su propiedad?

     -¿Vienen de Asunción? Es triste abandonar la casa en estas condiciones. Si no tienen donde instalarse pueden buscar acomodo en mi terreno. Después veremos.

     Aceptaron. Con un agónico esfuerzo alcanzan la caricia verdeamarilla del naranjal, derrumbadas y jadeantes.

     Pronto la amable dueña de casa apareció con un cántaro de agua empenachado de hojitas de pohã ro'ysã; un coro de placer la recibió mientras el jarro chorreante pasaba de mano en mano. Los ademanes corteses y la calidad del vestido indicaban educación y solvencia económica, confirmadas por el respetuoso saludo de dos muchachitos, posiblemente de diez y catorce años.

     Esa tarde, después de un reparador descanso, cenando la sopa paraguaya y los pasteles que aún restaban, se enteraron de que el solar era la quinta de Doña Isabel de Lemos; de que su hogar (frente a la Iglesia) había sido requisado para dar lugar a los agraciados; de que, en consideración a su marido, teniente de caballería hacía meses en el frente, le permitieron retirar algunos muebles y enseres para instalarse allí, con sus hijos.

     -Doña Isabel, no se arrepentirá usted de habernos socorrido, gracias por permitirnos acampar en su propiedad.

     -Es tiempo de privaciones, Doña Manuela, no queda mucho que compartir. Tal vez consiga levantar una pieza con la ayuda de Gaspar. Hay troncos y ramas en el potrero de atrás, ya nadie hace ladrillos.

     El follaje clausuró el cielo. En el umbrío patio, las hamacas cubiertas por mosquiteros surcaban la noche como veleros fantasmales.

     Un rumor se elevó entre el canto de los grillos: Gracias te damos, Señor, por recibir tu protección en este momento de desamparo. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores...

     Luego, el silencio.

     La pandorga del recuerdo remontó el tiempo. Con los ojos muy abiertos, aplastados de noche, el latir de las sienes se volvía insolente.

     -Panchita, son casi las siete; no puedes llegar tarde a la misa de tu cumpleaños.

     -Ya voy, mamá.

     Terminó el peinado doblegando con una cinta la avalancha de su pelo. El espejo le devolvió su agresiva juventud envuelta en muselina y puntillas. Más tarde, arrodillada sobre el reclinatorio púrpura de la catedral, lucía espléndida.

     Esa noche en la casa todo era flores y platería; entre saludos, besos y congratulaciones llenaba de obsequios una mesa a sus espaldas.

     No lo esperaba. Apenas el trivial «Mucho gusto» en algún encuentro casual era todo lo que recordaba de Francisco. A quien sí había tratado era a su hermano Venancio, pero cortó la relación ante el intento de galanteo: no le gustaba, lo encontró insulso. Hubo una pequeña conmoción en la sala al adelantarse Francisco y estrechar  la mano de Pancha con insinuante suavidad. El uniforme de Coronel de Guardias Nacionales, de impecable confección, mejoraba su porte algo grueso, de escasa estatura, rematado en una hermosa cabeza siempre erguida. Los labios finos y el fulgor de bronce en su mirada directa, imperiosa, la hicieron ruborizar ligeramente al devolver el saludo con garbo, sin bajar la vista.

     -Felicidades. Es para mí un placer estrechar la mano de la mujer más bella del Paraguay.

     Rieron. El protocolo quedó de lado. Eran sólo dos jóvenes hablando trivialidades, acosados por la diligencia de servidores y amigos en obsequiar a la pareja: la niña de la casa y el hijo del Presidente de la República.

     -Señor Barrios, tiene usted una hija encantadora. Si me lo permite, volveré a su casa para continuar este diálogo en alguna tarde menos concurrida.

     Se lo permitió, y, además, muy complacido.

     Ya bajo el dintel de la puerta, con una mano de Pancha entre las suyas:

     -Volveré. Espero encontrarla-. Y se alejó.

     Quedó algo confusa. Era culto, agradable, y de una arrolladora personalidad. Además se llamaba Francisco, como ella. Decidió aceptar el galanteo.

     Un cerco de tacuaras dividía el patio trasero del terreno con el ranchito amparado por un parral. Allí, el peón de la finca ordeñaba la única vaca sobreviviente del hato. Era un viejo alto, muy derecho, casi tirado hacia atrás, flaco, con arrugas como tajos y una apacible sonrisa desdentada. Iba y venía, balanceándose, desde el ycua a la capuera rozagante de maíz, poroto y mandioca. Retorcidos zapallos serpeaban entre los yuyos. Orgulloso, mostraba esa riqueza arrancada a la tierra con sus manos. Su nombre era Gaspar.

     El hacha de Gaspar volteó dos cocoteros altísimos. Descabezados y partidos por la mitad, los clavó en la tierra formando un recuadro. Con machete y cuchillo, Pancha y Engracia cortaron ramas y maleza, que atadas con hojas del cocotero formaron, de a poco, un muro vegetal. Las manos laceradas no descansaban. El sudor marcaba surcos en las caras polvorientas y decididas de las mujeres. Pronto el trabajo estuvo terminado. Una manta hacía de puerta y les daba algo de intimidad. La generosa ofrenda del naranjal calmaba la sed y el agotamiento. Días después, techaron el rústico albergue con varas de un cañaveral vecino y, a pesar del cansancio, se las oyó reír. Con tanto calor y bichos, decidieron seguir trepándose a las hamacas para dormir.

     Un cobertizo adosado a la casa hacía de cocina. Ramona no necesitaba más que el humilde brasero y la olla de hierro para sus guisos. Salía en busca de galleta, carne y pohã ro'ysã, y los enarbolaba como banderas, de puro contenta, cuando los conseguía.

     Gaspar aparecía temprano con la leche.

     -Un matecito, Don Gaspar. Después me trae alguna verdurita.

     -Agradecido, ña Ramona. No le voy a despreciar, ceba tan bien como mi pobre finada.

     El buen castellano aprendido en largos años de servidumbre, pronto se hacía trizas ante un guaraní chispeante, alegre. En el galponcito fluía la risa cascada del viejo; la de Ramona parecía brotar a ramalazos de su convulso vientre.

- IV -

     Las campanadas llaman a misa, saltan los tejados y arrancan a Doña Manuela del viejo sillón de mimbre, cómodo refugio de esa vida sin alicientes.

     La plaza se va llenando de caras ocultas por el rebozo, de manos engarfiadas al rosario que juega chiquichuelas con las rodillas. Pancha se abre paso, a empellones, entre la abigarrada concurrencia, con mamá Manuela colgada de su brazo. El cura pide a gritos acallar el parloteo:

     -Por favor, respeten al Señor. Pekirirî na.

     La vieja promesera del primer escaño, toda de azul, reza sus oraciones mezcladas a un constante regüello que no deja la mandíbula en paz. Allá, de negro riguroso (quizá por uno o por varios), gime un bulto miserable. Señoras en traje de seda pasan cuentas y avemarías desaprobando, con una disimulada mueca de fastidio, el trajín de los niños juguetones. El oscilante resplandor de las velas reverbera sobre la casulla del oficiante que recita en latín, de espaldas a los fieles. Pancha mira el Cristo. Aprieta los párpados con fuerza: un rocío rebelde lustra sus pestañas. El rostro altivo se empaña de desesperanza. Llegan noticias sombrías de la guerra: nadie se atreve a decirlo abiertamente, pero hay rumores de que todo está perdido. El Mariscal ordena fiestas y sortija para levantar el ánimo del pueblo que festeja victorias o aniversarios bailando en las calles, al par que organiza pelotones para fusilar a los descontentos. ¿Acaso debo dar gracias? Me convertí en huérfana por la saña asesina de Francia. Era demasiado niña para mensurar el dolor que mató a mi madre. Afortunadamente, me dieron refugio y cariño en la casa de Don José de Barrios.

     El azul de los ojos se ha vuelto violeta al galopar en su frente la pena y la rabia.

     El tazón de chocolate y las manos de mamá Manuela haciéndome las trenzas. ¿Dos por dos? ¿Seis por tres? ¿Cinco por ocho? ¿Cuáles son las terminaciones de los verbos? ¿Y los ríos del Paraguay? Un olor dulce a guayaba llevándome hasta la cocina impregnada de humo, donde el platillo pegajoso y caliente me espera con la sonrisa cómplice de Ramona.

     -Pater Noster qui est in Celis. Nos ponemos de pie.

     Mamá Manuela era bastante condescendiente con mis amigos, pero muy severa en sus largos discursos sobre conducta. Yo tenía pretendientes: puro serenatas y miradas románticas. Hasta el curita de la Academia me aprobaba de reojo cuando nos encontrábamos en la vereda, frente a mi casa. Era tímido y jamás pasó del saludo: se llamaba Fidel. En la mesa de estudios alternábamos mate dulce con esquelas de galanes para encuentros en la plaza. Nosotras hacíamos la ronda por la derecha; ellos por la izquierda. En algún momento llegaba el cruce esperado, lleno de susurros, rubores, saludos. Los más osados, con un apretón de manos nos alborotaban por varias vueltas. Yo los miraba acercarse a mí, tropezando; los miraba con fastidio. ¿No había ninguno capaz de erguirse a mi lado y mirarme a los ojos para medirnos y reconocernos?

     Entonces llegó él. A los dieciséis años la sangre golpea y las miradas de Francisco eran lava ardiente.

     Después de aquel cumpleaños la banda del ejército tocaba todas las tardes por más de una hora, formada en la calle frente a mi ventana. Halagada, espiaba detrás de los visillos disfrutando de la música y del asombro de los vecinos. La chiquillería del barrio salía a ver el insólito espectáculo, correteando entre los músicos que hacían esfuerzos para no perder la compostura y el ritmo.

     Pasó una semana. Me anunciaron la presencia del Coronel López. Cruzó el salón al verme, su mano morosa y cálida estrechó la mía una fracción más intensamente de lo habitual.

     -Verla es descubrir el sol tras la oscuridad.

     Me pareció advertir una nota falsa bajo el halago ampuloso. Su amena charla me distrajo. Nadie interrumpió nuestro diálogo.

     El chismorreo subió de tono: el hijo de Don Carlos visita a la Pancha Garmendia, está enamoradísimo, si hasta le escribe versos. La muy engreída dice a quien la quiere oír que los poemas son empalagosos; que el Coronel no tiene pasta de poeta. Cuidado, con Francisco no se juega. Esta vez lo encandiló una muchacha decente, no le valdrán sus mañas. Parece que la Pancha claudicó ante Francisco, se la ve interesada. ¿Será una más o la definitiva? A él, mujeres le sobran. Por lo pronto, nadie se acerca a la chica: los jóvenes temen los desplantes de López.

     Vehemente en sus declaraciones, Francisco me hacía sentir importante, deseada. Aunque rendido a mis caprichos, era dominante: ahí chocaban nuestros aceros. La sumisión no me calzaba. Él me amaba, me amaba con esfuerzo; no estaba acostumbrado al tipo de amor que yo exigía. A veces, sus ojos se oscurecían: era como cerrar un libro antes del desenlace, dejándome desorientada y curiosa. Intuía en él una faceta a la que nadie tenía acceso, un reducto íntimo en el que luchaba, solo, con sus ángeles y demonios. En cada encuentro el solapado enfrentamiento renacía, avivado por sus ansias de posesión. Entonces yo añoraba las reuniones de antes, alegres, informales.

     Pasado el deslumbramiento de los primeros encuentros, comencé a conocerlo más a fondo. Estaba inquieta, había algo que no me conformaba: no me sentía feliz a su lado.

     Sin el velo de zalamerías, fui descubriendo al verdadero Francisco. Detrás de sus modales educados y su manifiesto deseo de halagarme, palpitaba un torbellino de violencia apenas embozado. Era ambicioso, implacable con sus opositores, lejos del hombre tierno y sincero que yo anhelaba para compañero de mi vida. Me sentía molesta, agredida ¿acaso era él más que yo? Tengo mucho para dar, pero sólo lo daré a quien yo quiera; a quien me lo sepa pedir. Francisco, no pretendas dominarme; no aceptaré desplantes, por más López que seas.

     Al percibir mi frialdad, Solano redobló sus promesas de amor y devoción, pero algo en mí lo rechazaba. Empezaron a molestarme sus defectos: era más bajo que yo y, además, patizambo. Frecuentemente el aliento le olía a cognac. Me horroricé pensando en que fuera alcohólico; sus amigos me sacaron del error: no era abstemio, pero el frecuente olor a bebida se debía a su forma de combatir el mal aliento -consecuencia de su horrenda dentadura- con buches de cognac. Sea cual fuere el motivo, era un hábito repelente. Ya no sabía si Francisco me gustaba o no.

     Por fin, una tarde me enfrenté con la verdad. Lo recibí en el zaguán y nos sentamos en el sofá de la sala. Sin mucha espera, decidido, me espetó:

     -Mi amor, te quiero. Yo sé que tú también sientes lo mismo, pero entre tanta gente no me lo puedes expresar como debieras. Necesitamos vernos donde no nos interrumpan, donde podamos dar rienda suelta a nuestro cariño, a nuestra pasión.

     Lo noté tenso; había en sus palabras de afecto una nota exigente, imposible de disimular. Busqué su mirada sin encontrarla.

     -¿Qué estás diciendo? Tengo prohibido salir sola, y menos contigo. Sería mal visto, además, me ofendes.

     Mientras asumía el verdadero significado de la propuesta, se desperezaba mi orgullo herido hasta estallar en una indignación lacerante. Incrédula, escuché su respuesta:

     -Puedes hallar un pretexto cualquiera. Di que vas a visitar a alguna amiga. Le haré un regalo valioso a Engracia para que oculte nuestra cita y nos deje solos. Yo tengo dónde ir, nadie se enterará.

     No, no estaba equivocada. Esa boca consentida, susurrando lisonjera en mis oídos, ahora la veía contorsionada en su degradante propuesta. Sentí la marejada subir a mis pupilas; con un esfuerzo doloroso acallé el desaforado tumulto de mi pecho. ¿Ultraje por amor? Jamás. Todo su poder no me alcanza: yo entregaré mi cuerpo al hombre elegido.

     La cachetada sonó como un disparo; temí alertar a los de casa. Me quedó la palma de la mano tan roja como la cara de Francisco.

     -¿Quién crees que soy? Eso no va conmigo -dije despacito, temblando de indignación.

     Francisco se contrajo como un animal de presa. El tormentoso mar de sus ojos borboteó de rabia: nunca los había visto tan oscuros. Retrocedí. Estiró los brazos, sus dedos eran garfios atenaceando mis hombros. Su voz sonó ronca:

     -Mi amor ¿qué te pasa? Tú me quieres, no puedes negarme esto.

     -Vete. No vuelvas a esta casa.

     El sonido que luchaba por abrirse paso en mi garganta era apenas un susurro. Había estado fascinada por una quimera, hechizada por su talante imperioso, su refinada educación, sus halagos y los de su entorno. Dentro de mí estallaron ligaduras invisibles; me sabía huérfana pero no sierva (eso tenía que agradecérselo a mamá Manuela). No pude dejar de sonreír mientras esquivaba su abrazo y abría la puerta con firmeza. Temí por un instante frente a la furia en su rostro y el ademán del brazo que volvió a caer a lo largo del cuerpo, con un espasmo. Estaba lívido, la frente humedecida. Nadie antes se le había resistido; titubeó un instante, un relámpago de ternura aflojó su cuerpo pero la vanidad venció. Muy erguido, sin decir adiós, traspasó el umbral y vi cómo su figura se disolvía hasta quedar sólo la negrura de la noche sin luna. Cerré la puerta lentamente. Estaba temblando.

     Esa noche lloré. Lloré por aquel sueño hecho añicos, por la vuelta al camino conocido con un regusto amargo. A su lado exploré meandros luminosos, inquietantes, siempre con el vago temor a descifrar aquellas últimas páginas y descubrir en ellas algo inesperado, inaceptable. Estaba preparada sin saberlo. Asombrándome a mí misma, actué casi con alivio, como si dejara atrás una angustia ignorada hasta entonces.

     Y de pronto, me sentí feliz.

     -Ite misa est.

     De la nebulosa emergieron, primero, las luces de las velas y luego, el contorno del altar. Pancha se incorporó para ayudar a mamá Manuela; sintió la oquedad de su entorno impregnada de un aire espeso, agobiante. Pesarosa, salió rezando un acto de contrición por el poco caso dispensado al Señor. El frescor del atrio la reanimó.

     La plaza frente a la iglesia hacía de salón de recibo comunitario. Los corrillos se formaban al salir de misa y era (excepto el mercado) el lugar más bullicioso de la ciudad. Nada podía ocultarse en aquel conglomerado de lenguas inquietas y oídos sutiles, donde las palabras se pescaban al vuelo. La iglesia siempre rebosaba de gente, no tanto por piedad como por el anhelo innato de relacionarse, exacerbado ante esa situación indefinida de exiliados en su propia tierra. Las familias vivían una interminable espera roída por la angustia presente y el futuro incierto. El arribo de algún emisario con noticias del frente, convulsionaba a la temerosa población incapaz de emitir juicio, aún entre los más allegados. El Semanario llenaba sus páginas con loas a López, triunfos guerreros y despiadadas burlas a los aliados; sin embargo, la tensión crecía ante los rumores de la inminente caída de Humaitá y la posible bajada de los barcos aliados hasta Asunción.

     Entretanto, el rústico albergue se había convertido en una espaciosa habitación revocada de barro, gracias al trabajo conjunto de los miembros del grupo, incluidos los niños y el viejo Gaspar. Una puerta de tablones suplía la antigua manta. Con caballo prestado y el salvoconducto conseguido por Pancha para sacar de la casa de los Barrios algunos enseres, hicieron el milagro del catre de trama, faroles, y aquel olvidado roce de las sábanas.

- V -

     La ciudad de Asunción ha quedado desierta. Sólo hay luces en los cuarteles, una que otra casa autorizada, y en la misión diplomática de los Estados Unidos de América. Además del Embajador, un grupo de sus conciudadanos, algunos ingleses y los uruguayos Rodríguez Larreta y Carreras, han sido recibidos en asilo por Washburn, quien previendo días difíciles compra a los forzosos emigrantes -incapaces de llevar en su peregrinaje todas sus pertenencias- tres vacas, algunos chanchos y decenas de gallinas.

     El viento del atardecer husmea las calles polvorientas y parece detenerse ante tanta desolación. Fieles, los perros fueron tras sus amos. Indiferentes, los gatos prefirieron quedar en casa. Error de cálculo. Ya nadie llena sus platos. Innumerables ojos amarillos brillan en la noche, con la furia y la osadía que da el hambre. Sus rabiosos maullidos se elevan en discordante concierto que eriza la piel, y atacan en manada a todo bicho viviente. La caza de animales abandonados por el éxodo obligatorio es práctica diaria también para los soldados, felices custodios de la ciudad, quienes engordan con suculentos almuerzos. Entre corridas, cacareos y berridos, los jóvenes se dedican a la caza a mano limpia (disparar sus armas podría acarrearles una dura sanción), de ahí la rápida movilización para combatir tan feroz competencia. Hondas, palos y lanzas despanzurran más de seiscientos gatos en una sola jornada. Cobrizos frascos de tintura de yodo se agotan restañando arañazos y mordeduras, con los que quedan marcados los exterminadores. Las pirañas hacen honor al inesperado festín arrojado al río para evitar su descomposición.

     En Luque, cada mañana, Pancha y Engracia repasan las veredas entibiadas de sol en busca de arroz, harina, algún pollo o carne de vaca. Allí se comercia con todo. Las casas requisadas por el Estado o alquiladas al mejor postor, están totalmente ocupadas; no queda un cuarto libre. El entorno de la ciudad remeda un campamento gitano. Aquí y allá se ven carretas bajo los árboles. Algunas llevan altos techos cóncavos de cuero rústico, a otras las cubren con frágiles reparos de paja y tacuaras, con la pértiga apoyada sobre un tronco para mantener el equilibrio, y los bueyes atados bien cerca, no sea que los roben. De noche se ven fogatas tragándose los ojos de las figuras sentadas a su alrededor. El diálogo se hace difícil. Cuántos ausentes. Los viejos se pierden memorando anchos corredores llenos de niños y el olor a cocina invitando a cerrar el negocio, mientras se atiende con prisa a los últimos clientes de la mañana. El comedor importado, las sábanas de hilo de Au Bon Marché (bordadas con rotundas iniciales de los dueños de casa) acabadas de llegar de Francia. En la tienda remozada, los muchachos cortan telas de colores entre halagos a las matronas y piropos a las jovencitas, llenos de cortesía española y desenfado paraguayo... Dos charquitos se deslizan por las arrugas; las manos siguen inmóviles mientras gotas cansadas van moteando la camisa sucia. Se alistaron juntos, Jesús, tráelos de vuelta, vivos.

     En la carreta duermen los niños. Ya no está Helena; el suegro es un hijo más, abrumado por la desgracia. Con desesperación, ellas aún sueñan con el triunfo, con un país en paz, con camas revueltas acunando el reciente agotamiento, y en el hueco ya lacio del abrazo, oír al soldado contar la odisea. Un leño estalla rasgando de chispas la noche. Sin hablar, las muchachas se toman de la mano: el centelleo de las llamas ensangrienta los rostros con perversa anticipación.

     Los faroles mbopi oscilan en el aire con luces de feria. En la penumbra resbala la queja de un enfermo, entre accesos de tos. Alguien hace cocido de yerba: el vaho envuelve la carreta con su alegre aroma mientras chocan los jarros y crujen las galletas al quebrarse. Un día más.

     Quienes aún tienen fuerzas, mujeres y ancianos, escarban la tierra. Se planta mandioca y poroto. Al final, casi todo se lo lleva el ejército. Nada se regala; se vende o se permuta (especialmente la comida) por zarcillos, cadenas o anillos de matrimonio. Un egoísmo chiquito va tomando cuerpo en los corazones.

     La señora de Barrios ronca suavemente bajo el mosquitero. En el viejo sillón de mimbre chorreado de estrellas, Pancha se aleja a su mundo secreto, con los párpados cerrados como compuertas infranqueables.

     Francisco, tu amor egoísta y desaforado me ha traído desgracia. Mi juventud se acaba; por tu culpa no pude ser feliz. Me has señalado con el estigma de tu odio, como odias y destruyes a mi hermano y a Egusquiza. Déjanos vivir. Te trajiste una amante extranjera: ella no te basta para calmar tu resentimiento. No respetas a tu patria ni a tu gente. Quieres ser emperador; crear una nación de mentira, con champagne en vez de mate. No valoras a este pueblo sufrido y estoico, ignorante de que por abonar tu locura no vacilas en sacrificarlo. Dios mío, enséñale piedad a este malvado.

     La voz de Engracia la vuelve a la realidad.

     -Panchí, mañana es el cumpleaños de mamá Manuela. Ella nunca dejaba sin festejo su día y todavía tenemos algo de dinero para hacerle un chocolate. Le gusta, niko, tanto.

     -En el almacén de Don Pedro tal vez encontremos alguna lata de cocoa. Será nuestra última locura, Engracia; ya no nos queda nada.

     Consiguieron la cocoa.

     La mesa estaba de fiesta con mantel de aho po'i y tazas de porcelana rescatadas del arcón por la dueña de casa. Pancha invitó a Gaspar y sirvieron el chocolate acompañado de chipa recién horneada por Ramona, quien agasajaba al viejo en una mesa preparada bajo los naranjos. Por respeto, no compartían la de los patrones.

     Los dos jovencitos se quemaban los dedos con la chipa caliente. Todo era alegría. Doña Manuela, con un vestido de voladones en el escote, iba por la tercera taza, entre chistes y bocados. Isabel le hacía coro, divertida.

     De pronto, todos quedaron mudos: desde el portón de entrada, los enormes ojos de un mita'i miraban con toda el ansia de su cuerpo enteco y sucio.

     -Tráelo -ordenó doña Manuela, limpiándose la boca y llevando disimuladamente la servilleta hasta las mejillas. Engracia abrió el portón y atajó la estampida del chico con un:

     -Ven, estamos festejando, te invito a tomar chocolate ¿quieres? Ejú yakarú oñondive.

     El niño se fue acercando de la mano de Engracia. Hubo un Hola múltiple que tuvo por toda respuesta la sonrisa tímida del recién llegado. Frente a la taza humeante, bebió y masticó con parsimonia, como tratando de alargar el placer. Las risas continuaron en la mesa ante el chiquillo silencioso. Al terminar la merienda, balbució un opaco Gracias y salió corriendo con una chipa en la mano; quizá para compartirla.

     Temprano, aún chispeante de alegría, Doña Manuela se enfundó en su camisa de noche. No lo había pasado mejor desde el abandono de su hogar. Rezando el rosario buscó la cama y quedó dormida, sonriendo.

     Ya todo en orden, las dos mujeres volvieron a instalarse alrededor de la mesa, iluminada por el farol colgado de un largo alambre sujeto al techo. Isabel remendaba la ropa de sus hijos; Pancha leía el último número de Cabichui. El Editorial se titulaba El Mariscal López y decía: «Si en todo el curso de la presente guerra, la noble y majestuosa figura de gran soldado americano, ese héroe de nuestro siglo, el esclarecido Mariscal López, se levanta siempre serena y brillante, sobreponiéndose constantemente a los decadentes esfuerzos del infame y vil invasor, y dominando provisoriamente todos los acontecimientos que día por día brotan del choque mismo de las armas, jamás ella se ostenta tan gloriosa y radiante como en los últimos movimientos que con la purísima luz de una celestial inspiración, y con sublime inspiración de un verdadero Genio de la Guerra, ha desarrollado hábil y prolijamente el Mariscal López. Este hombre extraordinario con su mirada de siglos ha atravesado los tiempos para no dejarse nunca sorprender de cualquier accidente sobrevenido, y con su espíritu de fuego ha devorado los espacios para no hallar jamás obstáculos en ninguna parte.

     Se ha admirado que Franklin haya aprisionado el rayo con la más estupenda de sus invenciones, pero el Mariscal López para aprisionar el rayo de la destrucción y el exterminio, que la negra tormenta de la infernal alianza ha fulminado a sangre y fuego contra la Patria, no se recoge en las silenciosas elucubraciones del entendimiento, ni lucha contra el fluido de un solo elemento. No, el Mariscal López incomparable superior a todo ingenio del saber humano, y muy singular en su eminente posición de Héroe, se lanza en persona con la intrepidez del mártir y con la serenidad del justo a dominar todos los elementos en su más ruda y espinosa expresión. Páramos incultos, caudalosos ríos, erizados de las más escabrosas dificultades y de peligros mil por parte de los impíos enemigos y de sus indignos aliados los bárbaros infieles, he aquí el terreno sobre el que el invicto y para siempre admirable Genio del Mariscal López ha operado la más atrevida y sorprendente estrategia que jamás se ha registrado en los fastos militares de nación alguna.

     Confianza, pues, en el invicto Mariscal López. Mientras a él podamos divisar al frente de nuestras fuerzas, no hay que temer nada. Dios ha querido ligar nuestra suerte a este hombre providencial. No nos separemos de él ni de pensamiento, y cooperemos en todos sus heroicos esfuerzos, y nuestra salvación está consumada. ¡Dios, Patria y Mariscal López! Sean el fondo de nuestro proceder y el triunfo final es nuestro necesariamente. ¡Pueblo Paraguayo!... Los días de una eterna y bonancible paz nos sonríen ya en los umbrales de mañana con todos los encantos de más cumplida prosperidad. ¡Camaradas! Los días de nuestras fatigas en el campo del honor se acaban al amanecer de mañana, y nos espera ya la dulce fruición de la más pura felicidad en el seno de nuestras madres, esposas, hijas y hermanas. Un momento, pues, de más constancia, con la lealtad de siempre, y repitamos sin cesar: «GLORIA AL MARISCAL LÓPEZ, LA PATRIA ESTA SALVADA.»

     Con un gesto de desagrado suspendió la lectura. Sólo restaba de aquella jovencita, orgullosa y algo atolondrada, su serena belleza. Con más de treinta años, seguía sola. El diario cayó olvidado.

     Cuánto tiempo del asedio de Francisco.

     Tras los visillos de la ventana lo veo pasar una y otra vez. Erguido sobre el alazán, gira apenas la cabeza, buscándome. Su mudo reclamo me angustia; oigo el estruendo de mi pulso. ¿Temor? ¿Orgullo? Déjame en paz. Te detesto.

     El golpe de los cascos se va perdiendo en la polvareda. Los visillos siguen inmóviles.

- VI -

     Con los ojos muy abiertos. Pancha mira fijo la llama del farol. Al cabo, con un largo suspiro, recoge el diario y pregunta:

     -Isabel, ¿tienes alguna noticia de tu esposo?

     Sin levantar la vista, ella afirma con la cabeza.

     -Recibí una esquela la semana pasada. Esa en que me dice de su arribo a San Fernando. Gracias a Dios está bien. Dime, Pancha, ¿cuándo crees que terminará esta guerra? Tengo miedo. Lo quiero vivo.

     El rostro de Pancha se endurece:

     -No lo sé. El Mariscal no acepta condicionar la paz a su exilio. Piensa seguir gobernando el Paraguay hasta acabar con todos nosotros ¿Te enteraste? Han reclutado en Villa Rica niños de hasta diez años. ¿Qué ganará sacrificándolos? No van a dejar de combatir nuestros enemigos porque les pongan chiquillos de soldados. Qué espanto. En Asunción, según dicen, nadie sabe qué hacer. El propio gobierno y hasta el hermano de López consideran que la guerra ya está perdida, pero no habrá paz pues el Dictador no acepta resignar el mando. Cada día las represalias contra los descontentos son más severas; ahora dicen descubrir un complot contra el Mariscal. Él se cree dueño del Paraguay. Ama a su patria como a todo lo que amó: sometida a su poder, obediente a su capricho. Si dijera esto en público, ten por seguro que me enjuiciarían. Tiemblo por la suerte de todos nosotros. Dios quiera que esta guerra termine y podamos vivir en paz, que podamos volver a Asunción con nuestra familia. Qué felicidad.

     Isabel no contesta, tiene la vista fija y los labios crispados.

     La figura bajo el farol se estremece; maquinalmente se alza el chal caído de los hombros. Isabel ya se retiró, sólo queda ella en el corredor solitario. Ella y sus recuerdos. Como sonámbula murmura:

     -Y consiguió que lo odiara. Nunca pensé que habría en él tanta perfidia. Ni el tiempo ni la ausencia me traerán olvido. Joven, ardiente, dueño de su voluntad y de la de los otros, mimado por su padre y adulado por los demás, no conocía barreras para sus caprichos. No me perdonó.

     Aquel día lo recibió Engracia.
 

     -Dígale a la señorita Pancha que deseo hablarle.

     Engracia volvió, pálida, a trasmitir el mensaje con voz apenas audible:

     -La señorita dice que no espere inútilmente. No quiere recibirle.

     Furioso, abandonó la sala golpeando con rabia la clausurada puerta de mi cuarto. A pesar del miedo, no abrí; pensé que respetaría mi alcoba, y así fue. Salió demudado, entre insultos y patadas a los muebles. Hasta mamá Manuela cedió: intentó interceder a su favor, temiendo una represalia.

     -No insista, mamá. Nunca más podré aceptar a Pancho. Ya encontraré otro hombre, uno digno de ser mi compañero.

     Todas las tardes la banda tocaba frente a casa, pero los postigos ahora seguían cerrados. La chismografía de los vecinos comentando los desaires subía de tono y lo enfurecía cada vez más. Dejó de visitarme. Me sentí liberada. Sin embargo, volvió.

     Por complacer a mamá Manuela lo recibí en su presencia, con fría amabilidad. Pancho le rogó que nos dejase a solas. Mamá estaba aterrada, pero el temor a dejarme sola con López fue menor al que sentía frente a su indiscriminado poder.

     Lo miré. Descubrí la turbulencia del deseo en su espíritu excitado, violento, cegado por el orgullo, y traté de reunir fuerzas para mantener la calma.

     -Te amo y te deseo locamente. ¿Por qué tanta ingratitud? Mulatita, ¿qué quieres de mí?

     -No deseo más tratos contigo, bien lo sabes.

     -Pancha, no seas cruel. Estoy loco por ti, ordena y obedeceré. Sólo tú puedes hacerme feliz.

     Me puse de pie:

     -No me ofendas, es inútil insistir. Me voy.

     -Deja de humillarme, nunca podrás alejarte de mí. Mi pasión no permitirá que eso ocurra.

     -Sé que mi amor sólo sería un holocausto a tu orgullo, te conozco. No puedo ya sentir por ti afecto de ninguna clase. Quédate con tu amor propio y tu prepotencia; aléjate de mí. Te desprecio.

     -Mientes.

     Me tomó de la muñeca. Tenía la piel ardiente y el rostro desencajado: esquivé el violento abrazo y corrí al dormitorio de mamá, asegurando los pasadores de puertas y ventanas. Estupefacto, se halló solo en el salón, solo con su rabia y su impotencia. Tomó el quepis y me gritó:

     -Me vengaré. Si no eres mía jamás serás de nadie.

     El violento portazo me relajó.

     La sociedad paraguaya lo sabía todo. Unos ponderaban mi dignidad y fuerza de carácter; otros, el insano capricho de López y su primer derrota, nada menos que en manos de una adolescente. Estas murmuraciones lo ponían fuera de sí.

     De noche, el temor a su presencia o a cualquier acto de venganza, me mantenía desvelada. Estaba ansiosa, angustiada. Fue así que me encontró despierta esa opresiva vigilia. Me había levantado a tomar agua cuando el crujido me dejó paralizada; oí pasos cautelosos en el jardín contiguo a mi habitación. Un doloroso relámpago cruzó mi frente: ¿Será él?

     Con extraña lucidez, calmadamente, evalué la situación. Revisé las aberturas de la pieza, menos la que daba al dormitorio de mamá, segura custodia de mi honra. Volví a tenderme en la cama con un acelerado golpeteo en el pecho y todos mis sentidos en alerta. Nada. Silencio. Yo sabía que, de estar allí, no se retiraría sin algún intento. Imposible dormir. Con la boca abierta jadeaba tratando de no hacer ruido; sentí girar lentamente la puerta y me senté en la cama temblando de espanto. Era la puerta de mamá.

     -Mamá, ¿eres tú?

     Nada. Y estallé:

     -¡Socorro! ¡Ladrones!

     De la negrura salió una mano tratando de amordazarme.

     -Desgraciado, maldito. Te odio.

     -Es inútil -su voz inconfundible sonó segura-, hoy serás mía.

     -Ni lo pienses, antes tendrás que matarme. No me toques, eres un cobarde, te detesto. Me avergüenzo de haberte permitido visitarme.

     Sentí sus manos buscando mi cuerpo, mi sexo. Si infame fue entrar a mi cuarto (y pensé con pena en la cobardía de mi madre), más infame era lo que estaba intentando. Forcejeé con la fuerza de la desesperación. Mordí, arañe, grité pidiendo auxilio. Afortunadamente, acudió Engracia con los ojos desorbitados y una palmatoria en la mano. A su luz me pudo ver arrodillada en el suelo, luchando ferozmente, con un dedo de Francisco entre mis dientes. La sangre salpicaba nuestra ropa pero yo no cejaba.

     -Mamá -articulé, sin soltar mi presa.

     -No quiere venir -sollozó Engracia.

     Con un gesto triunfal López replicó:

     -Ya ves, es inútil que llames -y volviéndose a la paralizada sierva, le ordenó:

     -Fuera.

     Nunca olvidaré el gesto de desesperación de mi pobre amiga ante esa fiera amenazante. Ella sabía que su desobediencia le costaría la vida. Salió caminando de espaldas, la bujía quedó en la mesa.

     La cólera de Francisco crecía con mi resistencia, más el dolor de su dedo casi desprendido. Me sentía ahogada de furia y por su sangre corriendo en mi garganta.

     -¿Te entregas? ¿Sí o no? Te lo pregunto por última vez.

     -Nunca.

     Arremetió Pancho con nuevos bríos. Como ayuda divina, sentí bajo mis dedos un grueso alfiler de sombrerería caído en la alfombra. Se lo hundí en el costado. Siguió al horrible estremecimiento, un grito de dolor; con un estirón logró sacar su dedo de mi boca dolorida y cayó hacia atrás. Rápida, me puse en pie. Estaba dispuesta a todo por defenderme. Se incorporó trabajosamente, hasta quedar muy tieso. No reconocí su voz cuando preguntó:

     -¿Me rechazas, entonces?

     -Sí.

     -¿No quieres ser mi esposa?

     -Jamás.

     Se aquietó de pronto. Su rostro era un témpano amarillo.

     -Bien. Me iré hasta que recapacites, pero te advierto, no permitiré que seas la esposa de otro hombre. Tú me haces desdichado, pues yo tendré la alegría de hacerte infeliz. Te arrepentirás.

     Yo seguía inmóvil. Vociferó, demudado:

     -¿No me contestas?

     No tenía nada que decirle. Callé. Manoteó su cintura y me apuntó con una pistola pequeña; la furia distorsionaba su rostro. Una rara calma se apoderó de mí.

     -Tira, miserable. Tal vez sea el único servicio que deba agradecerte en mi vida.

     Fue como si le hubiera dado un mazazo. Bajó el arma, la vi rodar sobre la alfombra, y sin una palabra salió por donde había entrado. Partía humillado, vencido, avergonzado. Todo su poder y su pasión no me pudieron doblegar; me sentí satisfecha: había ganado.

     Mi entereza se hizo añicos al desaparecer Francisco. Caí en la cama como un guiñapo, sollozando a gritos; mi bata rota y manchada de sangre, mi cuerpo arañado. Había luchado sola y había vencido, pero bien sabía que en tierra paraguaya nadie me ayudaría: imposible esperar misericordia de aquel hombre vengativo.

     Son meses de rabia y miedo. Él no ceja; llegan cartas, flores, poemas, que ella devuelve intactos. Aldabonazos, pedidos de entrevistas, y la negativa orgullosa:

     -No te amo, olvídame, no me obligues a odiarte.

     Se va quedando sola, ella y su dignidad. El garfio del terror tiene aherrojados a sus amigos. Doña Manuela trata tímidamente de convencerla. -Tienes mucho que perder si no lo aceptas. Malquistarse con López es la peor desgracia para un paraguayo.

     Francisco ha perdido el control. Ordena la prisión de Juan Francisco Garmendia, hermano de Pancha, a quien manda sea destinado lejos de Asunción. Desesperada, Pancha pide una entrevista con el Coronel para interceder por él. Acude con la señora de Barrios y halla en su despacho a un hombre amable, ladino. Entre sonrisas, promete el indulto. Pancha no lo puede creer, al salir del recinto abraza a su madre, transportada de alegría. Inútil alborozo; pronto la alcanza el Coronel Aguiar. Mirándola con sorna le comunica:

     -Dice mi jefe que, de haber venido sola, nada le hubiese negado. En estas circunstancias, no puede usted pedir favores sin retribuirlos. El joven Garmendia continuará confinado.

     Pancha se pone rígida. No contesta. Toda su dulzura se ha vuelto pétrea coraza.

     Desgraciado, es inútil tu acoso; a mí no me vendrás con imposiciones; soy y seré mi dueña. No he nacido para convertirme en una oscura crianiños; encontraré al compañero de mi vida y brillaremos juntos; con él formaré una dinastía sobre las ruinas de mi familia destrozada y de ella se enorgullecerán mis hijos. No caeré en la trampa de tus engaños. Soy hermosa, soy virgen. ¿Acaso crees, Francisco, que me entregaré para ser sólo un pasatiempo en tu vida? Ni lo sueñes.

- VII -

     Arrebujada en el rebozo, Ramona prende fuego para el mate; la noche rancia barre estrellas y el horizonte palidece entre balidos y chocar de latas. Pancha, silenciosa y bella, entra a la destartalada cocina.

     -Buenos días, Ramona; anoche no pude dormir, me la pasé pensando en Francisquito. Por lo menos sé que no está en Humaitá. Lo mandaron a requisar ganado para el ejército, siempre lejos y en peligro. Cómo quiero verlo-. La tristeza se le escapa en un suspiro mientras pone el brazo sobre los anchos hombros de la mulata.

     -Jesús, no es hora de verte por aquí. Ni Gaspar amaneció todavía. Francisquito ha de estar bien, trajina por donde no se pelea tanto. Seguro va a mandar un propio un día de estos. Él sabe que nosotras andamos por Luque.

     Aparece Gaspar con su plácida sonrisa y dos latas de leche espumosa.

     -E'á. Se levantó temprano la patronita. Buen día.

     De la mano de Ramona, el chorro humeante se hunde en el mate sin perder una gota. Pancha lo toma con cuidado para no quemarse los dedos. En la semi oscuridad, brillan la bombilla y el borde de plata labrados. Ramona repite la maniobra con otro porongo sin adornos y se lo pasa a Gaspar, para luego alternar con él. El olor a yerba colma la cocina y se enrosca en ese silencio íntimo, sólo interrumpido por el gorgoteo de las chupadas. Sombras alargadas se van marcando en el piso de tierra, empujadas por el amanecer.

     Mamá Manuela despierta afiebrada. Pancha le lleva el desayuno a la pieza. La anciana miga el pan en la leche caliente para defender su pobre dentadura.

     -Mamá, es mejor que te quedes en cama. Debes cuidar este romadizo. Yo iré a buscar remedio y algún jarabe para la tos.

     -Por Dios, Panchita, Engracia me hará té de amba'y con miel. Si consigues un laxante será suficiente.

     -Tienes razón, ahora te lo traigo. -Tomó un chal y, poniéndoselo en la cabeza, echó las puntas sobre los hombros-. Y tú, Engracia, revisa las paredes y el techo; hay que tapar los agujeros antes de un nuevo aguacero. Ahora, además del agua, se cuelan los bichos, y debemos proteger a mamá.

     La botica, frente a la plaza, al otro lado de la iglesia, es un cuarto hacia la calle, con estantes contra los muros manchados y un mostrador deslucido, como el anciano menudo y cuarteado que apenas sobresale tras el mueble. Cajas, botellas y frascos etiquetados se amontonan en aparente desorden. Muchos de ellos contienen remedios caseros que él mismo fabrica con hierbas y frutos para completar su anémica farmacopea y conseguir algún dinero. Con el frío, son muchos los clientes, y Pancha encuentra a varios conocidos en el local. Luego de un rato de charla vuelve apretando el paquetito en la mano crispada.

     La muchacha arrima un brasero a la cama y el vaho del remedio impregna la pieza. Con trozos viejos de tela envuelve la semilla de lino que se ha puesto cremosa al calentarse; entonces coloca las cataplasmas, primero en la espalda y luego en el pecho de la enferma.

     -Ten cuidado, Pancha, me vas a desollar -chilla la anciana.

     -No temas, aguanta un poquito, debe estar caliente para que te haga bien. ¿Ya te trajo Engracia el té de Kaa'rê? Eso te ayudará a aliviarte del todo -y continúa murmurando bajito- Santo Dios, mamá, no empeores.

     Luque despertó temprano aquel 14 de mayo de 1868. El cielo claro presagiaba un día radiante. Pancha se vistió con un traje de tafetán a cuadros (su único lujo) y subió a la casa a tomar el desayuno. La leche abundante con cocido de yerba y galletas compensaba alguna carencia del almuerzo.

     -Buenos días, Isabel, ¿quieres acompañarnos hasta la plaza? Iremos con Engracia a curiosear los preparativos para la fiesta y luego a misa.

     -Sabes, Pancha, desde que estoy sola no me atraen las fiestas. Es más, me entristecen. No puedo dejar de pensar en que mientras yo me divierto mi pobre Lorenzo está sufriendo penurias, tal vez herido, o muerto -sus labios temblaban al terminar con voz ahogada-. Virgen Santísima, protégelo.

     Se oyó, nítido, el raspar de las cucharas. Avergonzada, Pancha terminó el cocido y llevó la taza sucia a la cocina. Ya lista, Engracia esperaba.

     En la plaza se erguía una pirámide, en dorado, adornada con guirnaldas de flores bordeando la placa -homenaje a Don Carlos Antonio López. Hacían custodia cuatro mujeres de typoi y pollerones, portando banderas paraguayas con largo mástil de palo. Enfrente a la pirámide, la Banda de la Guardia con el descolorido uniforme recién planchado, tocaba sin pausa polkas y marchas. Algunas mujeres bailaban siguiendo el compás, anticipándose a la retreta oficial de la tarde.

     -Mira, Engracia, el mamotreto tiene escolta del bello sexo, como dice El Semanario, y de puro adulones también pusieron un retrato de Francisco al pie. Él no tiene nada que ver con el festejo, fue su padre quien nos dio la primera Constitución.

     El cura y algunas señoras preparaban la iglesia para el Te Deum. En los corredores, vendedoras descalzas, con resedá en el pelo y grandes peinetas, apoyaban sus canastos de chipa y remedio refrescante sobre las balaustradas de las casas frente a la plaza.

     -Hola, Margarita, ¿cómo está el coronel Hilario? Parece que la fiesta será en grande, estoy mironeando antes de entrar al Te Deum.

     -Buen día, Pancha. Hola, Engracia. Hablen bajo, bien sabes que no estamos para fiestas. Nadie puede considerarse a salvo de una acusación. Cuántos amigos van al cepo uruguayana. Tengo miedo. Te das cuenta. La mejor gente está siendo investigada. López teme que lo maten y se revuelve como una fiera, acosado por la obsesión de ser el único gobernante para el Paraguay. La patria no es más del pueblo, es ahora su feudo, le pertenece. Está loco, nadie puede quejarse sin ser acusado de traidor, hombres o mujeres. Y los niños, pobrecitos, también los llevan a la guerra. Mamá no sale de casa. Está aterrada... y yo también, Pancha, me muero de miedo.

     -Si la guerra continúa es gracias al coraje de nuestros soldados. Luchan como titanes. A ellos los deslumbra con sus arengas y los somete con el temor. A la gente que piensa, no. ¿Acaso su miedo es tan grande y su orgullo tan desmedido que planea ejecutar a todas las mentes lúcidas del país? Estoy de acuerdo contigo: está loco. Y en su locura no vacilará en eliminar a quien siquiera sueñe con otro gobernante. Yo conozco su ruindad.

     -Aquí todavía vivimos tranquilas, siempre que tengamos la boca cerrada. Te has puesto elegante para el Te Deum. Asistirá el Vicepresidente y, tal vez, la Lynch ¿Qué te parece?

     -Mucha música y cohetes para distraer al pueblo. Nosotras también estamos tranquilas gracias a la señora de Lemos. Isabel es una mujer muy caritativa, una gran señora. Además, Ramona hace pasteles que Engracia vende, así ayudamos con los gastos; ya nos quedan pocas monedas en el bolso.

     Tomadas del brazo subieron los escalones del atrio y buscaron sitio en los bancos de la nave colmada de gente.

     Con petardos y vivas saludaron, a la tarde, el discurso del Vicepresidente. La Plaza, iluminada con cientos de bujías, estaba repleta. La banda atronó con una marcha y las mujeres salieron a bailar en la rotonda, tratando de atrapar a los escasos hombres presentes.

     -Ves, Panchí. Con apenas un poco de música la gente se divierte. Y tú, ¿no vas a bailar?

     El azul de sus ojos era casi violeta. Una extraña sonrisa hizo ondular sus labios y, por un momento, asomó una lágrima que no cayó.

     -Hazlo tú, si quieres. Yo estaré por aquí. No tardes.

     Engracia salió al ruedo haciendo sonar sobre los ladrillos sus enormes pies morenos.

     Recostada contra un pilar, ella retrocede en el tiempo. Cuatro años que le parecen eternos; ya había estallado la guerra pero todavía se tenían ilusiones. Con los ojos cerrados revive la alegría perdida. Hacía tan poco y ya le parecían siglos. Qué lindas eran las fiestas de entonces.

     Días antes del 24 de diciembre de 1865 los caminos de acceso a Asunción se llenaron de carretas trayendo familias enteras y provista para toda la semana. Para Nochebuena la ciudad se hallaba sitiada por pequeños campamentos y en las calles desparejas el bullicio subía de tono.

     Por un lado, las autoridades civiles organizan el programa de festejos oficiales y populares con motivo del 23 aniversario de la Jura de la Independencia Nacional, y por el otro, el clero se dispone a recibir dignamente la llegada de la Natividad del Señor.

     La catedral reluce con el altar y los candelabros de plata repujada, pulidos por algunas vecinas serviciales. Desde hace varios días el cura recuerda a los feligreses la alegría del Señor al ser recibido con flores, y desde el amanecer la gente se arrima a la sacristía con tal cantidad de ramos de rosas y jazmines, mezclados con hojas de ilusión, que aroman el enorme recinto con su aliento de bienvenida. En un ángulo de la nave principal, al costado del altar, fulgura en la penumbra el pesebre. En el nacimiento de porcelana sobresale el Niño-Dios -mayor que las otras figuras- mirando con ojos cándidos de vidrio azul, rodeado de la Virgen, San José, la vaca, el burro, los engalanados Reyes de Oriente y los pastores con sus ovejas, en una caverna de rocas de lona pintada y ramas tiernas de Ka'avóveí, llena de farolitos y velas encendidas, más la ofrenda infaltable: peludas vainas de flor de coco derramando su delicada cabellera de fuerte y tradicional perfume.

     La gente se acerca a contemplar el pesebre, enciende una vela sobre el tablón puesto en el suelo entre melones y sandías, y reza un padrenuestro.

     La plaza 14 de Mayo se llena de curiosos desde la víspera. Carpinteros y soldados cuelgan faroles y banderas de cuanta columna encuentran y hasta de las ramas de los árboles. Campesinos de pantalón negro, camisa blanca de aho po'i y flamante sombrero pirí, arrastran entre el gentío a sus familias endomingadas y recelosas. Son los menos: la mayoría está en el frente.

     Morenas vendedoras de chipa y rosquetes de almidón aromados de azahar, se contonean equilibrando graciosamente el canasto sobre la cabeza, con los zarcillos y collares de oro relampagueando sobre el typoi almidonado. Al bajar su mercancía aparecen los peinetones de carey con guarda de oro incrustada de crisólitas, sujetando en el pelo gajos de embriagadora resedá. Sonrientes y enjoyadas, las chiperas no cesan de contentar las bocas insaciables de chicos y grandes arremolinados a su alrededor para comprar la tentadora oferta.

     En las casas de las familias asunceñas el trajín es todavía mayor. A pesar de la escasez de la guerra, con dinero y paciencia todavía se consigue lo necesario para la cena de Nochebuena, y la cocina se llena de curiosos que la machú espanta fastidiada, con el cucharón en alto:

     -Salgan, bastante trabajo tengo sin ustedes comiéndose mi comida. No los quiero ver, parecen mberu hovy -y sigue agregando leña al fuego, con la cara congestionada, mientras corre a meter en el tatakua asaderas con pollo y sopa paraguay. En una mesa bajo los árboles, Doña Manuela dirige a las criadas ocupadas en preparar pasteles de carne y de crema de vainilla, mientras se afana adobando un lechón que espera turno para el horno. En bandejas de plata y cristal se acomodan los dulces: el de guayaba derrama su rojo brillante en contraste con el transparente verde de la pasta de sidra, los budincitos del cielo cubiertos de almíbar y las rubias tajadas de mamón.

     En las casas más humildes, sin tanta abundancia, el menú es casi el mismo y en todos los hogares se homea chipa moldeada en variadas formas, desde el clásico argollón a las palomitas y yacarés.

     Las mesas cubiertas con manteles de hilo bordado o del típico aho po'i, esperan los manjares a ser servidos después de la misa del gallo.

     En los dormitorios las niñas de la casa alistan vestidos y corretean alborotadas, con el pelo enrollado en papeles y sujeto con trapitos, para lucir a la noche una cabellera enrulada. Las matronas, sin embargo, miran consternadas los rígidos corsés que deberán soportar, no sólo esa noche, sino también durante el Te Deum oficial y tal vez, en algún baile de gala.

     Los curiosos se cuelan por la puerta abierta de las casas para ver el pesebre, atropellándose, con ponderaciones sinceras o fingidas y el infaltable «muy lindo su pesebre», al despedirse.

     Cántaros de aloja y limonada alternan con botellas de caña nacional y vinos extranjeros, para alegrar la noche hasta la hora de la misa, donde se junta el pueblo entero. Luego se sigue comiendo con el alborozo siempre renovado de la llegada de Jesús y con un secreto sentimiento de ser más buenos confiados en su misericordia.

     Como el Mariscal está en Paso de Patria, el solemne Te Deum es presidido por el Vicepresidente Sánchez, con sus ministros, funcionanos civiles y militares trajeados de gala, y las señoras luciendo elegantes y de mantilla.

     Temprano a la tarde, el gentío se aglomera en el campo del Hospital, donde está preparado un arco de tacuaras adornado con gajos de laurel, del cual cuelga un marlo de choclo al que se clava, mediante un sostén puntiagudo, una argolla de alambre. El juego consiste en que el jinete, partiendo de una marca determinada y a todo galope, ensarte un trozo de fina tacuara en la sortija, la que desprendida del marlo queda en la vara y en poder del caballero, quien allí mismo cobra su premio: un pañuelo, un cuchillo o tal vez un pollo asado, si es hombre. Las mujeres no se quedan atrás y compiten sin montar a horcajadas pero con singular destreza, llevándose premios consistentes en zarcillos o bolsos de caranday. Cada jinete tiene su caballo y su desempeño es cuestión de honor para los dos.

     La gente bordea la trocha de tierra para alentar a su favorito -entre polvareda y sudor- con «piiipus» ensordecedores, sobre todo cuando la ganadora es una muchacha.

     Al caer la tarde termina la sortija o los resbalones en el Yvyrasy y aparece entre la concurrencia el toro candil. Allí es el desbande y los gritos de socorro ante el toro de cuero vacuno adaptado sobre un armaje, bajo el que se ubican dos muchachos haciendo bambolear la cabeza disecada con los cuernos rematados por trozos de estopa amarrados a las astas, empapados en brea y encendidos. El extravagante engendro corre entre la algazara de los fisgones y los tumbos de los fugitivos.

     Así llega la noche. La plaza 14 de Mayo se colma de luces y los músicos se instalan en las tarimas especialmente preparadas. Por todos lados, en mesas improvisadas, se vende comida, refrescos y caña. Las mujeres alborotan con sus risas y la conversación es casi un griterío. La falta de hombres forma parejas femeninas, o simplemente, ellas bailan sueltas. Los pocos varones se ven asediados por las muchachas sin inhibiciones.

     El cielo estalla, de pronto, con surtidores luminosos y el pasmado gentío prorrumpe en aplausos y exclamaciones ante el espectáculo de los fuegos artificiales, mientras las calles se llenan de músicos llevando serenatas a los dignatarios o a las muchachas elegidas.

     También en Paso de Patria hay Te Deum seguido de una magistral arenga de López a la tropa; los soldados, entusiasmados, lo vitorean y cantan el Himno Nacional. Como mucha gente de Asunción se llegó allí para estar con sus parientes, hay sortija, baile y serenatas.

     En medio del bullicio anuncian la noticia: Los aliados están al otro lado del Paraná. El griterío se hace ensordecedor por la alegría de tener al enemigo a tiro para luchar. La música toca con brío y se oyen «piiipus» y gritos de venganza.

     A pesar de algunos rostros serios y lágrimas de mujer, el baile dura hasta el día siguiente.

     Pancha mira a una Engracia sudorosa bailando sola. Esta vez no participa de la alegría ni habrá serenata para ella.

- VIII -

     Esa tarde de domingo el caldero del horizonte se tragaba un sol rojizo barbado de bruma. En la plaza, los amigos se encontraban formando corrillos: Humaitá seguía siendo el tema obligado.

     -¿Te enteraste de la noticia? Dicen que López ordenó resistir hasta el 20 de julio. No entiendo, si saben que ya no tienen alimento de ninguna clase. Es condenar a los defensores para poder, él y su ejército, concentrarse en San Fernando sin molestias. Pobre de los encerrados en Humaitá: después de tanto sacrificio, no podrán escapar. Es horrible.

     -Ten cuidado, Elsa, si te oyen pagarás las consecuencias.

     -Bueno, che ama, espero que no irás a contar lo que te dije -y con una risotada cómplice, las comadres se pierden tomadas del brazo.

     El fuerte era apenas una mole de murallas endebles y oscura silueta jugueteando en el río, con su iglesia de altas torres enclavadas en el centro. Allí quedaron tres mil soldados al mando de Alen y Martínez. Su misión: sofrenar a toda una división aliada. Corajudos, cuando se acabaron las balas, los valientes cargaron los cañones con curubicas de vidrio y carozos de coco. No era una metralla letal, pero sí lo era la infección provocada por los trozos del fruto en las heridas. Enfurecido, Caxias contemplaba a sus tropas diezmadas de tan extravagante manera.

     Alen relee, estupefacto, la negativa de López a su pedido de evacuar Humaitá por total falta de víveres y pertrechos.

     -Martínez, ¿qué vamos a hacer? Tenemos más de dos mil personas aquí, están agotadas y hambrientas, hay mujeres y niños; no resistirán otra semana de ayuno, es condenarlas a morir.

     -No sé, Alen. Si no cumplimos la orden del Mariscal nos ajusticiarán por traidores: es lo mismo. Tal vez un milagro nos salve.

     -Soy soldado, no asesino. Es imposible pedir este sacrificio a tanta gente.

     Su cuerpo flaco se estremece dentro del uniforme hecho jirones. Lentamente, como un autómata, se sienta sobre el resto calcinado de una muralla y mira, desolado, a los hambrientos soldados abrazados a sus fusiles ya sin municiones, como pidiéndoles protección. Mujeres demacradas y niños cenicientos se apretujan tras los restos de la iglesia. Ya nada queda para calmar el llanto y los estómagos vacíos. Han hervido y tragado hasta el último talabarte, el cuero y la suela de los zapatos. No se ve el verdor de un solo yuyo en la tierra seca o en la grieta de los muros, no quedan bichos de ninguna clase; el hambre retuerce las tripas y los ojos apagados preguntan a su jefe qué hacer.

     Alen sigue inmóvil, un sollozo ronco recorre su cuerpo y se pierde en el aire quieto impregnado de pólvora.

     El disparo, entre muchos, pasó desapercibido. Un soldadito azorado se cuadra ante Martínez e informa: -El Coronel Alen se metió un balazo en la cabeza. Venga pronto, no murió todavía. Se quiso suicidar, parece.

     Infortunadamente, el tiro no fue fatal. Sobrevivió para afrontar el tremendo calvario de un juicio ignominioso que terminó con su fusilamiento. López lo consideró un cobarde traidor; Martínez quedó al mando.

     Los sitiados, ayudados por sus mujeres, hierven los últimos aperos para comer. Después del veinte ya no quedan provisiones: así llega el veinticuatro. Esa noche arrastran las canoas intentando cruzar la laguna Verá. Apenas ochocientos hombres alcanzan a López en San Fernando. Siguen varios días de escaramuzas: lanchas artilladas del ejército aliado cierran lentamente el cerco sobre los combatientes de la laguna. Amanecen canoas paraguayas llenas de cadáveres de niños y mujeres (familiares de los soldados), grotescos ataúdes flotando a la deriva en el agua quieta repleta de cuerpos hinchados y pestilentes. El fango alberga mil luchadores vivos y otros mil muertos. Los vivos siguen disparando los últimos cartuchos o hacen zigzaguear, con ya menguadas fuerzas, el filo de sus machetes. Rodeados, desfallecientes de hambre y cansancio, perseveran en esa lucha desigual, matando antes de morir.

     Sobre un islote seco agoniza el último cañón de la dantesca tropa.

     -Se acabaron las balas, Miguel.

     Su compañero, apenas reconocible bajo la capa de barro y sangre endurecida, bordea el islote; el lodo le corre entre los dedos de los pies. Se mete en el agua hedionda y grita:

     -Te voy a conseguir fusiles de los muertos, carajo. Vamos a trizarlos y servirán de munición.

     Mira cientos de cuerpos putrefactos flotar suavemente; los pocos sobrevivientes, con el agua hasta la cintura, boquean en el aire nauseabundo.

     Las balas silban, un jovencito macilento, cae. Tal vez la herida es leve, pero el soldado se hunde entre sus harapos, sin fuerzas. Se hunde en el légamo; traga barro y, entre gorgoteos, se va aquietando. La laguna, insaciable, envuelve en su viscosa mortaja al niño-soldado.

     El hombre le arranca el fusil mientras las lágrimas destiñen el lodo de su cara.

     Sobre el traje talar aparece una bandera blanca y una cruz.

     -Por amor a Dios, paren esta carnicería antes de ser exterminados. Coronel, no sacrifique inútilmente a sus soldados.

     Martínez mira a los suyos: Están exhaustos, agotadas las municiones, vencidos: en sus ojos, un resignado dolor sin exigencias. Para ellos esa respuesta es la vida o la muerte; la única posibilidad de salir del esteral.

     Tiembla su espada al recibir la convulsa caricia de despedida. Nublados los ojos, Martínez la entrega al General Rivas.

     La mano enemiga hace, respetuosa, la venia militar; los labios dejan escapar un admirado: «Nunca vi soldados tan valientes».

     Por eso el estupor ante la noticia: El Coronel Martínez declarado traidor y Juliana Insfrán de Martínez cómplice de conspirar con su esposo y venderse al enemigo. Ella, que vivía en Patiño Cué, a cien leguas del fuerte. Él, que combatió como un león para cubrir la retirada de López y su ejército. Todo por la lengua viperina de Palacios, por complacer al Mariscal. Además, la Lynch era su amiga, sabía lo lejos de su esposo que estaba Juliana en ese entonces. ¿Por qué no la ayudó? Murmuran que quiso defenderla pero se estrelló con la inmisericorde ferocidad de López.

     No hay piedad en Francisco, Pancha lo sabe. Con un temblor se lleva las manos a la cara. Recuerda con vergüenza que lo tuvo a su lado. Aún desconocía su flanco oscuro, aunque intuía sus ansias de dominio, su ira ante todo aquello contrario a sus deseos. Él no sabía de barreras, no pudo admitir que ellas existieran para ese amor desenfrenado. Exigió lo imposible.

     No tuvo compasión de mí. ¿Por qué habría de tenerla con los otros? Maldigo el día en que nos encontramos. Lo nuestro terminó brutalmente pero su maldición sigue viva. Me ha perseguido más de quince años por el delito de no entregarle mi cuerpo. Entonces era joven, bella, asediada, rebosante de ganas de vivir.

     Y apareció Pedro Egusquiza: apuesto, serio, ardiente. Mamá Manuela conocía de su abolengo y honrada tradición. Estábamos enamorados y creí en la dicha de un hogar.

     Aquél día lo recibí en la sala; sus ojos claros estaban velados con una indefinible amargura.

     Asustada, me vi en sus brazos, su cuerpo contra el mío y un jadeo ronco, convulso, estremeciéndolo. Ocultó su cara en mi hombro y sentí el tibio resbalar en sus mejillas.

     -Pancha, mi vida, me mandan al interior en misión indefinida. Es todo tan injusto, pero debo obedecer, si no, me juzgarán por rebeldía. Este López es un cobarde infame, no tiene derecho. ¿Hasta cuándo será nuestro torturador?

     Lloramos juntos, me besó sin disimulo: los dos sabíamos que era nuestra despedida.

     Y se secó mi corazón. Cuánto sufrimos los dos. Mi vida estaba arruinada: me prohibí destruir más vidas ajenas. No volví a aceptar galanteos, tenía solamente amigos. La refinada maldad de ese hombre todopoderoso me ha impedido ser mujer completa. Nunca seré madre. No quiero hijos bastardos. Francisco, maldito seas.

- IX -

     Bajo los lustrosos aguacates, la risa de Engracia, Isabel y Pancha, rebotaba en el piso de tierra cruzado por las líneas de un descanso.

     -Pisaste la raya, ahora me toca a mí.

     -No seas tramposa, Isabel; es el turno de Engracia.

     La mulata tiró el pedazo de teja con tan mala suerte que quedó sobre la raya del costado.

     -Se vio la trampa -rió Isabel-, si acierto el cielo les gano la partida.

     -Siempre que no te caigas por el camino -sentenció Engracia.

     Acertó. Lo estaba haciendo muy bien; saltando sobre un pie sorteó los cuadros hasta llegar al semicírculo del cielo, recogió la teja y volvió en rápido zigzag hasta salir del damero. Jadeando y enrojecida por el esfuerzo, les gritó con la teja en la mano, soltando el pollerón:

     -Gané.

     Hicieron alto para tomar unos mates y recobrar el aliento.

     Un hombre de uniforme se acercó sin prisa, bordeando el alambrado. Tendría casi cincuenta años, tez oscura como sus ojos, andar pausado. Le faltaba la mano izquierda y sobre el ángulo del codo traía colgada una cartera de cuero crudo. Se detuvo frente al portón con un:

     -Buenas tardes.

     Engracia se acercó.

     -Buenas, ¿qué se le ofrece?

     -Busco la casa de Isabel de Lemos. ¿Es esta? Tengo un mensaje para ella. Debo entregarlo personalmente.

     -Isabel, es para ti -llamó la servidora.
 

     Ella se acercó, aún excitada por el juego.

     -Soy yo.

     El lisiado hurgó en el bolso y extrajo un sobre lacrado y la hoja con una nómina. La joven palideció.

     -Por favor, firme aquí, al lado de su nombre.

     Isabel apoyó el papel contra el poste del portón, el lápiz entre sus dedos temblorosos.

     -¿Qué es?

     -Una notificación.

     Girando sobre sí, tomó con su única mano la lista firmada y se alejó sin mirar hacia atrás, tal vez para no ver.

     Isabel rompió el lacre y sacó la misiva. Leyó: «Tenemos el penoso deber de...». Su grito aflojó los rostros petrificados de las dos mujeres que se abalanzaron a sostenerla.

     La mano crispada sobre el papel golpeaba el pecho con tenaz retumbo.

     -Jesús, ¿qué será de nosotros?

     Engracia y Pancha tiraban de la mujer que se debatía llorando a gritos. Después, sentada al borde de la ancha cama matrimonial, acallaba su dolor con un silencio quebrado por hipos lastimeros. Ramona llegó trayendo una taza de té de hojas de naranja. Ella lo bebió como una autómata, sin hablar, fija la mirada en el suelo.

     Los muchachos entraron atropellando la puerta; quedaron tiesos frente a la madre deshecha en llanto, con todos los habitantes de la casa a su alrededor.

     -¿Qué le pasa, mamá? -Dos bocas redondas de estupor, interrogaban.

     -Papá no vendrá nunca más; Dios y la Virgen lo tengan en su Santa gloria. -Con un estremecimiento, cerró los brazos sobre los cuerpos tensos.

     -Pobre Lorenzo -musitó-. ¿Será que alguna vez podré visitar tu tumba o no habrá cruz que marque el sitio? Sólo tengo para el recuerdo tu sonrisa y tu adiós. Y tus labios y tu abrazo. Lorenzo, mi amor.

     Sobre la mesa de noche, junto al crucifijo, la imagen de la Virgen, una foto de Lorenzo a caballo y de uniforme, dos velas y un vaso con margaritas. Era todo. Los vecinos llegaban con ramitos de flores a ese velorio sin difunto; saludaban a la viuda, pasaban la mano sobre las cabecitas despeinadas y, después de un rato, se iban. En la casa nadie durmió esa noche. Por la mañana, los rostros cansados y tristes daban a la vivienda una pátina de muerte rubricada por los vestidos negros. Junto al fogón, con ojos enrojecidos llameando como el fuego, oían desde el galponcito los sollozos de Isabel. En el recuadro de la ventana se recortaba su silueta doblada de dolor, a la luz de un candil.

     -Engracia. ¿Será que yo traigo mala suerte? Asesinaron a mi padre: Francisquito, mi hermano, sufriendo y en peligro; mi querido Pedro, enterrado vivo en el Chaco; a nosotras nos tienen marcadas. Todo por mí. Dios misericordioso, me siento culpable. Estoy poniéndome vieja y López hace cumplir su maldición. Desde entonces nadie pudo pretenderme sin ser perseguido. Cuánto he sufrido por causa de ese hombre: él arruinó mi vida. Sólo me queda el orgullo de ser digna, eso no me lo puede quitar. No me dejó tener un compañero, y aún tú, Engracia, ignoras cuánto amor acumulado hay en mí. Ahora me iré secando y el día que muera nada mío quedará, nadie llevará mi nombre.

     -Jesús, Panchí. No que na. Nosotras te queremos y mucha gente te pondera. A lo mejor le matan a López en la pelea, se acaba la guerra y todo se va a solucionar. Sos, niko, joven y linda todavía.

     -Que no te oigan. ¿Cómo lo van a matar si nunca está en el campo de batalla? No, Engracia, no nos hagamos ilusiones, los críos ya no son para mí. Tal vez pronto se acabe la guerra; sueño con volver a nuestra casa de Asunción y poner fin a esta angustia permanente. ¿Te acuerdas de lo linda que era yo? Esa fue mi desgracia. Con una cara fea hubiera sido mucho más feliz, sin ese monstruo acechándome. Pero no podrá doblegarme, seré como Juliana. Dicen que está llena de llagas y moretones. Tiene coraje, la pobre inocente. Ella, tan alegre, tan fresca, violada y torturada por esos brutos, con todo, no traiciona a su marido. Se comenta que el Coronel Martínez está desesperado. Pidió soldados a los aliados y les dijo: «Yo mataré a ese cobarde y rescataré a mi esposa.» ¿Será cierto?

     -Tal vez; pero no te aflijas, las cosas van a mejorar. Ahora Isabel está sola y le hacemos falta. Nosotras la distraeremos en su tristeza y tú ayudas a los chicos con las tareas escolares. Si nos permite, vamos a conseguir ladrillos y tejas para hacer una pieza grande y linda para ti y Doña Manuela. Mamá y yo nos acomodaremos en esta, ¿qué te parece, mi reina?

     -Podría ser. Es cuestión de ver lo que nos espera. Nunca se está segura con esta guerra. Nos han obligado a dejar Asunción y si a Solano se le ocurre nos obligará a seguirlo hasta Dios sabe dónde. Créeme, Engracia, ahora está trepado en la colina de San Fernando; desde allí domina el río y los barcos aliados, con su catalejo, por supuesto; ya sabemos que no es su costumbre acercarse a las balas. Hizo arreglar el casco de la estancia para él y su familia: la Linchi y los niños y la servidumbre y los chiches y el chocolate y las omelettes. Ellos no se privan de nada. También construyeron cuarteles y una iglesia octogonal. ¿De donde habrá sacado la idea ese farsante? Con los Tribunales de Sangre trabajando día y noche se le cansa la mano de firmar sentencias de muerte, y a la madrugada, con la cara hinchada por el dolor de muelas, untada con sebo de vela y envuelta en un pañuelo, se arrastra de rodillas hasta la iglesia y vaya a saber una las mentiras que le contará a Jesús, allí encerrado, para justificar tantas maldades.

     -Cierto, Panchí, nadie se anima a ir junto a él cuando está en la iglesia. Ni el cura. Todos tienen miedo, muchas vidas dependen de su humor.

     -Es increíble, ya nadie se atreve a contradecirlo; con esos instintos bestiales ha sojuzgado a un pueblo bueno. Allí están los pocos que volvieron de Humaitá, tirados en el suelo, cansados y vencidos, esperando la orden de luchar hasta la muerte en defensa de la Patria amenazada. Y les ofrece la victoria, una victoria que sabe imposible. Bastardo, pide perdón por engañar a tu pueblo, el mayor de tus pecados.

     La rolliza figura de Ramona, vestida de negro, llamó desde la casa:

     -Vengan a tomar el desayuno, se hace tarde para los niños, aunque no creo que Isabel los mande hoy a la escuela.

     Las dos mujeres dejaron sus asientos de tronco bajo los naranjos, y apretando la mantilla sobre los hombros se dirigieron hacia la lechera enlozada que humeaba, acogedora, sobre el mantel a cuadros.

     En la cocina, Gaspar se calentaba cerca del fuego. El viejo aparecía cada vez con más frecuencia en el galponcito. Ramona, con el pañuelo atado a la cabeza, le chusqueaba, entre zalamera y retadora, sin importarle sus canas o su gordura. El buen humor de la mujer rejuvenecía al capataz, quien festejaba las chanzas con su plácida sonrisa. Pero hoy las caras están largas, no es día de reír.

     En Luque, el latir inquieto rebasa los pechos y fluye como un rosario de aciagas premoniciones, con una sola plegaria: que no me toque a mí. La vida se hace opaca; se teme al destello capaz de atraer miradas.

     El temor es una telaraña viscosa cubriendo a la población entera. Pocas visitas para hablar de nada; una que otra confidencia con los de absoluta lealtad. Hasta en la casa se dice en voz baja.

     La costura lleva tiempo. El zurcido invisible da paso al remiendo vergonzoso. Nada puede descartarse en tiempo de carestía. Isabel arranca charreteras y condecoraciones de la chaqueta del difunto: es buen paño para el frío de sus hijos. Guarda cintas y medallas, húmedas de lágrimas, en el cajón de su mesa de noche. Sola en el cuarto, les habla como si pudiesen comprenderla.

     En el patio, la rústica mesa de la cocina se cubre con un mantel, ocho tazas, una lata de galletas y la jarra llena de cocido de yerba con leche. Isabel y Pancha esperan a sus invitados: niños huérfanos de los alrededores. Todos los días el rito se repite. Por tácito acuerdo se raciona la leche a los mayores.

     Empujando el portón, llega la gritona avalancha de delantales blancos.

     -Ramona, ¿cuándo me vas a terminar el piolín? -pregunta un chiquillo con la boca llena.

     -No puedo más rápido -contesta Ramona. Tiene la pollera recogida y sobre el imponente muslo enrolla la fibra arrancada a las hojas del cocotero, con la que fabrica una cuerda fina y resistente.

     Engracia, sentada en el suelo, arma la pandorga entre papeles de diario y una vieja lata de té llena de engrudo.

     -Gaspar, ya estoy terminando la de Ramón, voy a necesitar más palitos, faltan para dos todavía.

     El viejo la mira divertido mientras saca astillas de tacuara que afina con el cuchillo de monte y corta, parejas, para el bastidor del barrilete.

     -¿Y la cola?

     Isabel entra a la casa y aparece con una sábana gastada y rota. Entre aclamaciones de los chicos, va cortando con cuidado largas tiras que distribuye equitativamente en ocho montoncitos.

     Julio, el mayor de la casa, remonta el suyo, que sube sin cabecear al primer intento, entre «píípus» y palmoteos. La calle se llena de alegría. Empujada por el recio viento de agosto, la cometa hiende el azul: es un pájaro más tironeando de la cuerda como si quisiera liberarse en la inmensidad.

     El atardecer se lleva a los ruidosos visitantes y trae a los implacables mosquitos. Sobre piedras, al costado de la casa, Gaspar quema bosta de vaca para alejarlos con el humo. Isabel prende el farol del comedor central; los muchachos desparraman libros y cuadernos para terminar la tarea del día.

     -Estás haciendo una obra hermosa, Isabel. Sé que no es fácil consolarte, pero tú tienes tantos recuerdos de días felices y de un gran amor compartido. Es un tesoro maravilloso, posees todo ese bagaje y la alegría viva de tus dos hijos. Yo, en cambio, no tengo nada; ni siquiera memoria de un amor feliz. Todo se ha acabado para mí. Por lo menos con estos chicos tengo a quién regalar mi cariño. Un cariño de madre que no me pertenece.

     -No lo creas, Pancha. Es muy duro perder un esposo como el mío. Nos queríamos tanto. No me resigno a su ausencia, pero, como tú dices, me ha quedado un tesoro inigualable-. Mira a los niños y aprieta la mandíbula para evitar el temblor.

     -Gracias a ti vivimos en paz. Es tan difícil tener amistades sinceras hoy en día. Además, son pocas las que se atreven a tratarme: hay que andar bien con López y yo soy punto en contra. Te [72] estaré agradecida mientras viva. Ya una vez quisieron acusarme; hay lenguas rastreras y temibles.

     Blanquean los nudillos de sus manos entrelazadas. Lleva el pelo recogido en un rodete fofo, destacando su perfil fuerte y a la vez armonioso. Su silueta, esbelta y erguida, la suave piel del escote moteada de lunares oscuros, como puestos para destacar su cutis blanquísimo, y el cuello gracioso, de natural hidalguía, soportando la altiva cabeza, seguían siendo testigos de su hermosura reposada y triste. Las feas cicatrices no se ven: están por dentro.

- X -

     Una garuvina se escurre haciendo surcos en la tierra blancuzca, borrando la escarcha. Cuatro mujeres se amontonan en la pieza sobre catres de trama. Engracia y su madre acomodan los suyos contra la pared, al levantarse. Un rato después. Pancha arregla su cama y pone en orden los rústicos estantes.

     -Mamá, hace frío y llovizna, es mejor que te quedes en la cama; voy a traerte el desayuno.

     -Ay m'hijita, me mimas demasiado, si puedo levantarme.

     -Te vas a resfriar. Más tarde subes a la casa, allí está seco pero el patio es un barrial.

     Escampó y salió el sol. Las mujeres reunidas en el comedor abierto de la casa culata jobai, comentan las noticias y los últimos chismes. Sin viento, el frío casi no se siente. Ramona guisa el almuerzo: el aroma a fritura llega, invitante. El mate ardiente entibia las manos.

     La silueta del mensajero manco se arrima al portón. Pancha se acerca al emisario con los ojos muy abiertos. El silencio deja oír las gotas demoradas de la pasada lluvia.

     -Tengo una carta para la señorita Francisca Garmendia -dice con exagerada amabilidad, como pidiendo perdón.

     -Démela, soy yo-. El gesto apremiante, urge al hombre.

     Pancha firma la nómina, y sin demora, rasga el sobre: su rostro se ilumina.

     -No es Francisquito, gracias, Dios mío. Es una citación para mí, ¿qué querrán?

     De espaldas sobre el catre, Pancha mira fijamente el rincón de la pieza donde brilla la luz intermitente de un muá desorientado. No quiere pensar. Acaso conoce el miedo tan íntimamente que ya se han hecho amigos: ha aprendido a sojuzgarlo. El coraje es su escudo. Coraje forjado con lágrimas y renunciamientos. Recuerda a su hermano, confinado Dios sabe dónde. Ansía el amanecer, desea ver cara a cara a sus enemigos. Su respiración se acelera, un dolor le oprime el pecho y busca en el cuello la cadena. Con las dos manos fuertemente unidas guarda el crucifijo, mientras una oración resbala entre sus labios en esa noche sin sueño.

     Aún está oscuro.

     Envuelta en la manta de su catre se levanta tanteando entre las camas para no hacer ruido. Un leve resplandor va marcando el horizonte; al salir al patio respira hondo el aire húmedo del amanecer. En los árboles los pájaros se esponjan piando su saludo al nuevo día y la claridad reluce sobre las hojas cristalinas de rocío. Cierra los ojos y se deja penetrar por esa paz mientras las últimas estrellas se destiñen en lo alto.

     Oye a Ramona moverse en la cocina. La llamita del fuego acabado de encender le ilumina los carrillos mientras sopla las astillas humosas.

     -Buen día, Ramona.

     -Es posible, che mamita, temprano te levantaste. En cuanto caliente el agua te voy a cebar unos mates. Entra, nico, que el sereno está frío.

     Pancha se sienta en un grueso tronco que hace de banco, sin soltar los zapatos que trae en la mano. Ramona le pasa el mate. Lo toma lentamente, con los ojos fijos en nada.

     -Ramona, ¿tienes un limón?

     -Toma, ya está medio exprimido. ¿Para qué lo quieres?

     No contesta. Con los labios apretados, lustra los zapatos con limón y grasa hasta dejarlos relucientes, frotándolos con fuerza.

     -Hoy me ganaste -le dice Engracia al descubrirla levantada-. Vamos a desayunar y después te acompaño al cuartel.

     -No.

     -¿Por qué no, mi reina?

     -A mí me han citado y soy yo quien debe ir. Es mejor que vaya sola.

     Se pone una pollera recta, de lana, con chaqueta entallada de cuello alto. El color azul oscuro del traje acompaña las pupilas sombrías, aclaradas con chispas de rebeldía. Arregla su cabellera en un ancho rodete bajo, dejando al descubierto las delicadas orejas adornadas con aros de filigrana de oro. Aborrece a esos jueces sin honor: va a enfrentarlos como un gladiador a la arena, dispuesta a luchar.

     Al arrimarse al vallado un guardia le cierra el paso:

     -¿Dónde va, señorita?

     -He recibido una citación, mírela. ¿Dónde debo ir?

     El soldado la observa más a ella que al papel con una mezcla de admiración y deseo, pero el brillo de sus ojos se apaga y le indica una, de la larga hilera de puertas protegidas por el angosto corredor que bordea el edificio

     Desde el dintel, reconoce en una ojeada la habitación de adobe y techo de paja. Contra la pared se reclina un viejo estante que supone archivo y biblioteca debido a los libros y carpetas amontonados allí, en absoluto desorden. Sobre la mesa sin lustre, situada casi en el centro de la habitación, se mezclan papeles escritos y en blanco, plumas, tintero, un grueso secante manchado por el uso y un soporte para el mate.

     El hombre con hábito religioso, sentado tras el improvisado escritorio, chupa con la bombilla el final de la cebada y oye, distraído, a su compañero, mientras se rasca el cuello bajo la tirilla que alguna vez fue blanca. En otra silla, a su lado, en traje militar y con evidente fastidio un hombre más joven trata de hacerse entender por sobre los ruidosos gorgoritos del prelado, quien es, sin duda, bastante sordo.

     Mirándoles fijamente, la mujer se presenta:

     -Soy Francisca Garmendia. He recibido una citación y aquí estoy. Quisiera saber los motivos de esta convocatoria.

     El cura deja el mate en manos de un muchachito rotoso y con enérgico ademán, le indica la salida. El otro se pone de pie, invitando a Pancha a sentarse en una vieja silla de baqueta, frente a ellos. Con tono suave, el de sotana comienza el interrogatorio.

     -Después de dejar Asunción, ¿dónde vive usted?

     -Debe usted tener mi dirección, pues su emisario halló mi casa. Vivo en la finca y con la familia de doña Isabel viuda de Lemos, con mi madre y dos servidoras, en una habitación construida por nuestras propias manos-. Habla con tono moderado, pero el acento retiene su indomable altivez.

     Cuatro ojos la escrutan inquisidores.

     -¿Podría indicarnos cuáles son sus actividades cotidianas?

     -Atender nuestras necesidades; ir al mercado o a misa; conversar con algunas amistades. A la tarde, después de la escuela, recibimos en la casa a ocho niños huérfanos a quienes damos una merienda y algo de instrucción. Eso es todo.

     -Una iniciativa generosa-, comenta el militar.

     -Y, dígame, ¿quiénes son esas amistades?

     -Relaciones de afecto y parentesco, conocidos con quienes he intimado a lo largo de mi vida.

     -Sí, pero ¿y los nombres?

     Un relámpago de asco atraviesa las pupilas de Pancha.

     -Son todas personas dignas y de conducta intachable -recalca con firmeza-. La familia Barrios, Egusquiza, Martínez, Bedoya, Marcó, Recalde, Lemos. Con algunas de ellas hasta he compartido el colegio - termina con un dejo de nostalgia.

     -Ya veo, son familias distinguidas en la sociedad pero que no se distinguen por su apoyo fervoroso al Mariscal. Hay indicios de rebeldía en muchas de ellas. ¿No colaborará usted también con los traidores negando su ayuda a nuestro gran Conductor?

     -Llevo una vida doméstica, no me interesa la política. Me alegro con los triunfos y sufro con los dolores de nuestro pueblo. Hemos obedecido y seguiremos obedeciendo las leyes de la república y las órdenes de sus gobernantes, ¿qué más puedo hacer?

     Muy erguida en la silla; las manos sujetas al bolso; sus palabras van cayendo sobre la mesa como las cartas de un jugador: pausadas, abiertas, en espera de un as o de un cuatro.

     -Ya veo, justamente por su amistad de años con esas personas puede usted informamos de sus actividades. Cuando se reúnen, ¿se critica la conducción de la guerra? ¿O si sería oportuno un cambio en la orientación política de nuestro glorioso Mariscal? ¿Ha escuchado usted, acaso, expresiones de censura en su contra?

     El prelado volvió a hundir la uña roñosa tras la tirilla del cuello talar.

     Un escueto No fue la respuesta.

     -Falta su presencia en comisiones del bello sexo destinadas a fomentar el patriotismo de nuestras tropas y el acatamiento a nuestro querido Mariscal. ¿A qué se debe esta ausencia?

     -Simplemente, debo cuidar de mi anciana madre y ayudar en los quehaceres domésticos. Cuando me reúno con amigos, es natural, comentamos los incidentes de la guerra que llegan a nosotros a través de los comunicados y los edictos. Hace rato no recibimos diarios o libros del extranjero, sólo las publicaciones nacionales están a nuestro alcance. Nuestro huerto entrega parte de sus productos al ejército; no es grande el plantío y esta ayuda es, forzosamente, limitada. Tampoco tengo noticia de encono o crítica hacia el Mariscal en ninguna de mis relaciones.

     -Sabemos de trabajos en contra de nuestro Conductor. Justamente se menciona a algunas de sus amistades, y usted dice no saber nada. ¿No es eso extraño?

     -No estoy enterada de lo que usted insinúa.

     -Pues nosotros, sí. Habla usted muy bien pero le advierto que no somos fáciles de engañar. Ya volveremos a vernos, su nombre anda en muchas bocas.

     La cara seria del uniformado contrasta con la suave sonrisa del cura. Alza la vista de los apuntes y, sin mirarla, le ordena:

     -Gracias, puede retirarse.

     A pesar de su aparente calma, Pancha se levanta con esfuerzo; las piernas le tiemblan, la mandíbula tensa se relaja para proferir un apagado:

     -Buenos días.

     Vuelve caminando a pasos cortos, dándose tiempo para analizar la situación. Evidentemente, pretenden acusarme de algo. ¿O tal vez desean sonsacarme para inculpar a mis amigos?

     Colgada del portón, Engracia espera. La ve acercarse sin prisa.

     -Panchí, ¿cómo te fue?, ¿qué te dijeron? -Corre a encontrarla, ella no contesta. Se abraza a la morena de ojos encendidos. En todas las bocas la pregunta urgente: ¿Para qué te citaron?

     Una voz desconocida responde:

     -Fue sólo para averiguaciones. No pasó nada-. Se deja caer en la silla.

     -No temas, te cuidaremos-. Es Isabel, llena de cariño.

     -Bueno -Pancha afloja el cuello de su chaqueta, se levanta y acomoda a doña Manuela frente a la mesa-, es muy tarde, les agradezco que me estuvieran esperando; vamos a comer.

     El ruido de platos y cubiertos llena el aire vacío de palabras. La discusión de los muchachos por un salero distrae a los pensativos comensales.

     Ese día se habla poco y se cavila mucho. El miedo va calando insidiosamente; no se lo menciona pero grita en todos los rincones.

     Una muralla de silencio separa la tranquila vida doméstica de las quemaduras con hierro candente, el cepo uruguayana, el inútil lamento de los inocentes, el sollozo quedo de las mujeres violadas o el grito rebelde del sentenciado: ese gran secreto que todos conocen. Los terribles inquisidores han puesto sus ojos en Pancha, una vez más. Toda su inocencia es hojarasca en el vendaval de mentirosas acusaciones.

     De nuevo el acoso, la angustia. Una extraña paz la inunda; se cubre con un manto de bravura en el que ella se arropa sin temblores. No es solamente su firme convicción religiosa, es algo más: el derecho a ser respetada, de poder oler una flor, tener un amigo, soñar sus propios sueños. Ese es su calvario, la encierran en un círculo sin salida y desde el atalaya, van destruyendo lo que ama. Hasta que dejó de amar, por amor. A los valientes los arrancaron de su lado: a los tímidos, los dejó alejarse. Apenas quedaron jirones de momentos felices, de palabras apasionadas guardadas en ese cofre de recuerdos que ella sola puede abrir.

     Año tras año llegan noticias del hombre aborrecido. Sus amores, sus hijos ilegítimos, su viaje a Francia, el escándalo de la Lynch, su investidura como Presidente, la guerra. Aunque él esté en otras cosas, el cerco de su rencor se mantiene sin fisuras. A veces piensa en que quizá la amó de verdad. Con la soberbia y el egoísmo muy por encima de sus afectos. No aceptó el rechazo; sin embargo, allá dentro quedó la herida. En él, la crueldad es la respuesta: su poder la va destruyendo.

     El cielo escarda vellones cada vez más sombríos para dar paso a una luna redonda y pálida.

     -Engracia, estoy inquieta, quiero hacerte algunas recomendaciones por si me llevan.

     -No que, Panchí.

     -Cálmate, sabemos cómo es el manejo de esta gente; no hace falta delito alguno para ser juzgada y condenada. Espero esa no sea mi suerte, pero si me llevan debes...

     -No me encargues nada, Panchí. Nambrena, si te llevan yo iré contigo. No estarás sola, yo te seguiré -baja la cabeza sobre el regazo de Pancha y abraza sus rodillas.

     -Engracia, te lo prohíbo, debes cuidar de mamá.

     -Mi madre cuidará de la tuya, yo iré contigo katuetei -repite.

     Las dos mujeres se abrazan en silencio.

     -Gracias, amiga, pero no debemos adelantamos. Tal vez nada suceda.

     Un viento cortante envuelve a las dos mujeres. Ellas no lo sienten. Se oye el murmullo de sus voces en el abierto corredor, hasta bien entrada la noche.

     Luego de ese pacto, no se vuelve a comentar lo sucedido, pero una nueva ternura crece en torno a Pancha. Con Engracia, va todas las tardes a la iglesia; nadie la oye lamentarse.

     Amigos y conocidos, hombres y mujeres, son torturados en el cepo uruguayana hasta quedar destrozados. Algunos intentan suicidarse, otros confiesan lo que se les exige aún sabiendo que eso significa también la muerte. Todo, con tal de evitar el terrible sufrimiento de la cuestión.

     Estaba sirviendo la merienda a los chicos. Se la llevaron ante el azorado gesto de los muchachos. Para interrogarla, dijeron.

     No volvió.

- XI -

     La niebla mañanera arrastra su húmeda blancura pegada a las casas y las cosas; la figura morena emergió frente al calabozo de las traidoras: un canastito con pasteles frenó el gesto asombrado del guardia:

     -Te traigo para tu desayuno, che karai. Déjame que na darle a mi patroncita que está presa, aunque sea tres. Un poco de comida nomás le voy a dar, después vuelvo a mi casa.

     -...Hee. En esta pieza está, pero mañana la van a enviar a Yhû.

     -¿A qué hora?

     -De mañana.

     -Panchí -llamó Engracia desde la puerta entreabierta ¿Estás despierta?

     -Engracia, ¿eres tú? -vibró al instante la voz de Pancha.

     -Sí. No puedo quedarme, mi reina. Dicen que mañana te destinarán a Yhû. No te lastimaron ¿verdad?

     -No, pero estoy engrillada.

     -Por suerte estás bien. Mañana vendré con algunas cositas para el viaje. Me voy porque ya se está levantando la niebla y me van a descubrir.

     -Adiós, Engracia, besos a todos, eres una santa -los sollozos la sacudían-, no sé si las volveré a ver. Dile a mamá que la quiero mucho.

     -Panchí, no llores, mañana traeré algunas cosas y me quedaré contigo. No tengas miedo, nos defenderemos -y se escurrió hacia la calle.

     Pancha se deja resbalar contra la pared del cuarto. Sentada en el desparejo piso de tierra mastica con furia los pasteles. Los grillos lastiman sus muñecas y cada bocado es una mezcla de placer y dolor. Decidida, come con rabia. Sobrevivir es su objetivo, el único plan posible. MAÑANA es una palabra sin asidero. Han apresado su cuerpo, debe cuidarlo, no puede permitirse ser débil, está decidida a pelear hasta el final. Sé de lo que eres capaz, Francisco, pero es inútil, seguiré luchando aunque me caiga a pedazos.

     Apoya la cabeza contra el muro y sus ojos violeta brillan húmedos, desafiantes.

     Se oían voces de mando, conversaciones y movimiento de gente; el piafar de caballos y algún rebuzno lejano, pero el agujero por donde entraba un comienzo de luz estaba alto; la puerta era de madera y nada podía ver.

     Un sol alegre levantó la niebla y secó la humedad, trayendo el primer calor fuerte de ese setiembre de 1868.

     Había oído durante la noche tímidos forcejeos en la puerta y gemidos apagados. Con el alba descubrió el bulto miserable: una mujer engrillada con pesados barrotes, tirada en el piso de tierra, se lamentaba ya sin fuerzas, con la cara deformada, llena de moretones, sin expresión. Rayas cárdenas le cruzaban la espalda y  descubrió sangre coagulada en sus dedos machacados. Acercó a los labios de la infeliz una botella con agua que le habían dado la noche anterior. Exhausta, bebió unos tragos; intentó abrir los ojos achicados por la hinchazón y articuló un Gracias entrecortado. Ensayó levantarse para caer de nuevo. Con un pañuelo humedecido, Pancha trató de limpiar las heridas; no pudo hacer nada más. Lamentó haberse comido todos los pasteles.

     -¿Quién eres?

     -Carlota Ramírez, ¿y tú? -Contestó trabajosamente.

     -Pancha Garmendia. ¿Por qué te trajeron? ¿Te torturaron?

     -Soy cocinera en la casa del hermano del Mariscal. Qué piko quieren que les cuente. Dicen que procuran asesinar al Mariscal, yo no sé nada. Si no digo como ellos quieren, me van a matar. Nambrena, voy a decir sí, que es cierto todo lo que me pregunten, así me van a largar. ¿Ayepa? Y a vos, ¿qué piko te pasa?

     -Ayer me trajeron aquí. No sé, creo que también me van a interrogar. El resto sólo Dios sabe. Creo que me mandarán a Yhû; todavía no me han comunicado nada.

     La mujer entreabrió los ojos inyectados en sangre y lanzó un gruñido ronco al acurrucarse en el suelo.

     Pancha medía a pasos largos la habitación, rozando las paredes en su agitado ir y venir. Si Engracia tenía razón y la enviaban a Yhû, era una esperanza. ¿De qué? Nunca volvió a encontrar en aquel hombre un gesto de humanidad hacia ella, sólo rencor y hostilidad. No esperaba ningún cambio de actitud, nada más que justicia.

     Se abrió la puerta y entró un sargento. Ni siquiera miró al pobre bulto enroscado en la arena. La llamó por su nombre y controló en sus muñecas el áspero hierro de las esposas.

     -Emy î, vamo que na.

     El sargento la tomó del brazo, observando con curiosidad su porte y su belleza; así llegaron hasta la misma puerta de la vez anterior. La misma pieza, los mismos hombres, las mismas preguntas.

     Con gesto de aburrimiento, el clérigo escribió un mensaje, lo firmó y se lo entregó al uniformado encargado de su custodia; luego la miró directo a los ojos, su nariz aguileña como buscando el picotazo.

     -¡Es usted dura para confesar! Por el momento seremos benévolos. No creemos en su inocencia: será destinada a Yhû bajo guardia y control del Estado. Allí ayudará usted en las tareas que le sean asignadas y en total subordinación a sus custodios. No admitiremos ningún tipo de rebeldía, señorita Garmendia, téngalo presente. Hay orden expresa de que usted no sea violada; es paradójico tener que proteger la virginidad de una traidora. ¿No le parece? Pero no podemos dejar de cumplir una orden del Mariscal. Llévensela.

     Pancha se crispó. Un tumulto desordenado la invadía con el recuerdo intempestivo, abominable. Volvió a revivir la escena de aquella noche en su alcoba, sus ojos echando fuego y la maligna sentencia: «Si no eres mía, no serás de nadie.» Virgen Santísima.

     El empujón no se hizo esperar. Al cruzar la lomada descubrió preparativos de viaje. Varios burros y mulas estaban siendo cargados con provisiones y utensilios. Cruzó entre los soldados muy erguida, el hermoso rostro sin rastro de lágrimas; su mirada inquisitiva, frontal, cohibía a su custodio. Llegaron a una limpiada donde esperaba un grupo de mujeres rodeadas por soldados. Allí la dejaron.

     El bullicio de los preparativos contrasta con la resignada tristeza de las mujeres. Pancha sostiene el bolso con las manos engrilladas: es su única posesión. Trata de razonar. La angustia retuerce sus pensamientos; el temor de no volver a ver a los suyos la destroza. Con un escalofrío, reconoce a Juliana Insfrán de Martínez dormitando contra un tronco. Tiene la cara llena de rasguños y la ropa sucia y desgarrada: cuán lejos está de aquella muchacha rellenita y pizpireta que ella conoció. Ahora es puro coraje y firme devoción a su marido. Ni ella ni el Coronel Martínez son traidores: en la tortura grita su inocencia. El fiscal de sangre se ensaña. Debe ser declarada culpable para justificar las acusaciones de López. Un rato después, se la llevan a rastras.

     De pie en el borde del grupo, ella busca, sin mucha esperanza, tratando de descubrir a los suyos. Imposible; está lejos de las casas y en una zona vedada a los extraños. Un río oscuro de odio la arrebata. Surgiendo de la polvareda ve un fauno que golpea impaciente el arenal con sus patas cortas y torcidas, ocultas las pezuñas en relucientes botas de charol, mientras la mira con ojos libidinosos surcados de estrías sanguinolentas, rasgada su ancha cabeza por una sonrisa burlona, chorreando vicio y poder. Se ha puesto pálida, traga saliva con dificultad, tiene ganas de vomitar. Baja la cabeza, y con las manos apretadas al estómago trata de mantenerse en pie. Ya no tiene escapatoria: ha ingresado al submundo de las traidoras. Se ahoga; abre la boca en busca de aire. Aprieta los párpados y se hunde en una negritud sin lágrimas.

     Alguien la toma de los hombros. Sobresaltada, abre los ojos. Allí está Engracia con su enorme ternura morena. Las esposas le impiden estrecharla pero ella ya la ha rodeado con sus brazos.

     -Engracia, Dios te bendiga.

     -Panchí, te dije que iba a venir-. Se miran en silencio.

     -¿Cómo pudiste?

     -Nada. Ni se les ocurrió atajarme. Aquí nadie quiere entrar. Custodian la salida. Me preguntó si estaba anotada y agregó mi nombre. Ya soy del grupo -y rió con una carcajada fresca y alegre.

     -¿Cómo están todos? Ya me tienen a mí, espero las dejarán en paz. No quiero que también ellos sufran por mi culpa. Engracia, nunca podré pagarte lo que haces.

     -Ekirirî na. Nadie nos ha molestado. Se acercaron conmigo pero no las dejaron entrar. A mí sí, porque ya no salgo. Doña Manuela, anga, te manda todo su amor y bendiciones. Ella quedó en casa, no tuvo fuerzas para venir. -Señala un bolsón y un canasto- Metí niko, lo que pude; me dieron algunos patacones para cuando se nos acaben las reservas. Te traje unas zapatillas para caminar, el zapato con taco no sirve, che ama. -Lo dice todo de un tirón y, por un momento, a Pancha le parece que, de veras, está contenta.

     Un oficial canoso, seco, con el fusil colgado del hombro huesudo, irrumpe a caballo en el espacio custodiado, y con voz cascada que quiere ser ruda ordena formar a las traidoras y sus acompañantes. Cinco soldados, con uniformes rotos y lanzas cortas, lo escoltan. Las caras redondas y la poca estatura ponen en evidencia su corta edad. A pesar del forzado ceño no pueden ocultar sus escasos doce años. Son niños inocentes jugando el trágico papel de verdaderos soldados. A medida que el viejo las nombra, las condenadas van tomando sus lugares en la doble fila flanqueada por los soldaditos. Casi todas se sientan en el césped aguardando nuevas órdenes: Es evidente que se está organizando la marcha. El sargento y un soldado van sacando los grillos a las desgraciadas que los llevan -sólo se los quitan cuando van en camino-, y luego los meten en las árganas de un burro. Liberados tobillos y muñecas, se ordena la partida con un guía a la cabeza. El oficial monta a caballo, con voz áspera recita cuidadosamente las reglas: No dispersarse. No quedar rezagadas -las remisas serán golpeadas a rebenque y, en caso de no seguir al grupo, lanceadas.- Acatar todas las órdenes. No crear alborotos.

     Pancha mide la fila y calcula unas diez mujeres, algunas en muy mal estado. Ya sin grilletes, se ven los tobillos desollados, con heridas inflamadas, rebosantes de pus. Se calza las zapatillas y toma un asa del bolso para ayudar a Engracia quien se ha puesto el canasto sobre la cabeza.

     La mayoría ha recibido ayuda de su familia antes de partir; llevan en bolsos o canastos la infaltable ollita, comestibles, mate y yerba. Las menos van sin nada, huérfanas de parientes o amigos.

     Al abandonar el recinto de la guardia, un grupo de destinadas se agrega a la fila; con ellas vienen tres ancianos, varios niños y dos burros cargados con las pertenencias de sus afortunadas dueñas.

     Están demasiado asustadas para llorar. La fila se llena de suspiros, quejas a media voz, un saludo a la compañera de hilera, el diálogo con la pariente o amiga. Son palabras triviales sobre el tiempo o el camino. El volcán se revuelve por dentro, empujando la costra antes de verter su ardiente contenido.

     Después del encierro, la luminosidad del día y el verde agresivo sobre la tierra roja, trae algo de calma a los espíritus. Siguen la huella de las carretas -canales profundos, llenos de barro húmedo y pegajoso, capaz de arrancar zapatos. Sorteando montículos y piedras, la marcha se hace penosa, algunas caen.

     El grito y la trenza del arreador silban sobre el cuerpo desmadejado, con los pies llenos de barro y las ropas embadurnadas de tierra colorada. El terror la levanta y sigue, tropezando, a la triste caravana.

     Un sol cada vez más rojo obliga a despojarse de mantos y chaquetas; los pies arden sobre la arena caliente, pies descalzos habituados a largas caminatas, pies que han fabricado su propia suela de su misma piel, no se resienten por el esfuerzo.

     Otros, sin embargo, van dejando sus zapatos destrozados a la vera del camino y siguen su calvario llagados, llenos de heridas.

     El rescoldo de la tarde se hace ceniza y sombras. Traidoras y destinadas se acomodan formando un gran círculo alrededor de la nueva fogata a la que arriman pavas de todo pelaje. Los mates aparecen como por encanto en las manos ávidas. Un arroyo murmura bordeando el claro donde acampan. Sin los soldados sería hermoso.

     Engracia dispone un mantelito con chicharó y mandioca. Pancha reza en acción de gracias antes de comer; una lágrima solitaria resbala lentamente. Las dos mujeres se miran, y sonríen.

     -Este primer día no fue tan malo -comenta Pancha.

     -Porque es el primer día y estamos frescas. Nos falta todavía mucho -filosofa Engracia.

     El mate calienta el estómago y estimula con su aroma vegetal.

     Se acomodan sobre el verde, salpicado de flores diminutas. No pueden colgar las hamacas: les está prohibido internarse entre los árboles. Las dos mujeres tienden un poncho sobre el suelo y se acurrucan tomadas de la mano. A Pancha le arden las peladuras. Ya sin esposas, Engracia le pone en las muñecas hojas de tapekue y se las envuelve con un pañuelo. El coro de conversaciones, lamentos y rebuznos se va acallando bajo un cielo glorioso de estrellas.

     Amanece. Alguien prendió fuego y ese resplandor chiquito se agranda en el horizonte. Algunas caminan para desperezarse; otras permanecen arrebujadas hasta la orden.

     -Arriba que na. Formen.

     Sin mucho entusiasmo, la cansina procesión reinicia la marcha. El humor de los guardias empeora: los exaspera la lentitud de la columna.

     -Camine, carajo -grita un soldado a la pobre rezagada mientras le cruza la espalda de un guachazo.

     La mujer tiene los tobillos supurantes. La piel se le pega al rostro como un papel de estraza a punto de romperse; tiene la mirada desvaída y un constante quejido trunco. Pancha se le arrima y le ofrece el brazo; la infeliz se aferra con desesperación. A pesar de ser alta, no debe pesar más de cuarenta kilos.

     A mediodía, un sol inmisericorde calcina a los caminantes. El oficial dispone el alto bajo una arboleda de paraísos que las envuelve en su aromada sombra violeta, entre suspiros de alivio y corridas hasta el manantial cercano donde beben y se mojan con el agua fresca.

     Una jovencita, casi una niña, tirita de fiebre sobre el pasto. Se la ve muy mal. Algunas con machete cortan dos palos, los que atados a una hamaca de liña de caraguatá sirven de angarilla para transportarla.

     Todas se ofrecen y se designan turnos para cargarla. La madre reparte bendiciones, cuece tisanas y le coloca emplastos de hierba: es la única esperanza de que siga viva y, tal vez, sane.

     También Pancha limpia y cura los tobillos de María -su compañera de ruta- con una cocción de hojas de malva. Saca del canasto el mantelito y lo corta en tiras para vendárselos y permitirle caminar. La infeliz está presa desde hace un mes; ha perdido contacto con sus parientes y no entiende de qué la acusan. Su desamparo y el raído vestido es todo lo que le queda.

     -Si aguanto y llego a Yhû será mejor que el calabozo y las torturas. -En su mirada acuosa asoma una minúscula esperanza.

     -Prepárate, Panchí, estamos cerca del lago Ypacaraí. Jesús, mañana lo vadearemos. Sácate las zapatillas y ponte ropa liviana, nos vamos a mojar hasta el alma. Che Dio, hay que llevar los bultos sobre la cabeza para que no se empapen. ¿Te animas, piko, mi reina?

     -Virgen Santísima, claro que sí; y esa pobre gente enferma, ¿qué va a hacer? Gracias a Dios nosotras estamos fuertes y podremos vadearlo.

     El parloteo es incesante; algunas, dando coraje a las más débiles; otras, preparando los bultos para llevarlos sobre la cabeza. Todas inquietas ante el riesgo desconocido.

     La noche cerrada vuelve misteriosos el chocar de los juncos y las cavilosas chupadas de mate. Las caras se iluminan cerca del fuego para luego convertirse en espantajos bamboleantes en la oscuridad.

     Un silencio espeso se rompe con toses aisladas.

     Entre los árboles espejea el agua bajo la luz amarilla del nuevo día. Pero esta vez el tranquilo resplandor trae desesperación a ese grupo de mujeres sucias, algunas con ancianos, a quienes deben arrastrar hasta el otro lado del reventón de la laguna.

     La tupida maleza se abre para dar paso al terreno fangoso de la ribera; los zapatos quedan hundidos en el lodo aún antes de alcanzar el agua. Las más precavidas están descalzas; el sol cae con rabia sobre la macilenta tropa donde menudean los rebencazos ante la vacilación de algunas.

     Pancha y Engracia se miran.

     -Vamos, es mejor puntear, el agua no es profunda y si pasamos tranquilas podremos sostener los bultos para que lleguen secos. -Están descalzas, con la pollera arremangada hasta los muslos y los bolsos sobre la cabeza.

     El soldadito indica el paso y vadea la boca de la laguna. El agua le sube a la cintura, lanza un estentóreo:

     -Peju que. Crucen, carajo. -Casi parece un hombre, piensa Pancha.

     Una mujer se mete en el agua; atrás van Pancha y Engracia chapoteando en la greda resbaladiza, hundiéndose de a poco hasta casi el pecho. Con el cuello tenso por el bulto sobre la cabeza, logran sortear los casi veinte metros de la boca de la laguna. Llegan ensopadas pero con sus pertenencias secas. Un grito de alegría las une en la orilla arenosa.

     Sobre el borde del paso estalla un confuso arremolinarse de las compañeras. Van llegando empapadas, algunas hasta la cabeza. Varias angarillas son transportadas con sus asustados inquilinos.

     De pronto, la portadora de una angarilla tropieza con piedras y cae en lo más hondo del vado. Algunas se abalanzan a rescatar a la desvalida anciana hundida en las aguas turbias del lago. Tirando de brazos y piernas la vuelven a la superficie y alcanzan la otra orilla. Todo es confusión hasta completar el penoso cruce.

     El sol calienta la playa de arena bordeada de un bosquecillo que sirve de cobijo al grupo de mujeres. Alguien prende fuego. El oficial da descanso por el resto del día.

     La desgraciada anciana, paradójicamente, se llama De Jesús. Le sacan el vestido mojado y la arropan con mantas sobre la arena tibia. Entre convulsiones, vomita el agua sucia del lago y se queja como un cachorro apaleado. Le preparan un caldo caliente; no lo puede tomar: Está muerta.

     Varias mujeres van a cavar la fosa en la semioscuridad del atardecer. Hacen el trabajo con palos, platos y jarros de hojalata, más un machete providencial; tensas por ruidos sospechosos de furtivos habitantes de la maleza. Vuelven exhaustas a la fogata que ilumina la figura de la vieja tendida sobre una sábana, con dos velas en la cabecera y caras consternadas mirando a la muerta que parece contorsionarse con el inquieto resplandor de las llamas reptando sobre su cuerpo sin vida.

     Todas se han bañado en el lago y puesto ropa seca. La mayoría lavó sus prendas que cuelgan de arbustos y ramas, en torno al campamento. De tanto en tanto se oye a alguien comenzar un rosario, coreado desde la sombra por las fatigadas mujeres acostadas en el suelo. La hija de la difunta se lamenta sin descanso, enumerando las virtudes de su madre. Así pasa la noche. Antes de amanecer, entre rezos y gemidos, bajan el cadáver al hueco preparado y empujan la arena con las manos hasta cubrirlo; contentas de haberla podido enterrar evitándole el horrible destino de ser devorada por los animales hambrientos.

     Despunta el alba, la larga fila comienza su andar con una tristeza oprimente.

     -Jesús, qué penoso es todo esto, Engracia. Hasta los guardias están menos agresivos, al fin de cuentas, son niños; indefensos muchachos a quienes se les ha enseñado a matar, a odiar a sus propios compatriotas sin siquiera saber por qué. El viejo guardián prohíbe a sus soldaditos conversar con nosotras. Cumple órdenes. Imposible ser blando con las traidoras, aunque pase por su frente una sombra con cada rebencazo de castigo. No puede arriesgar su propia cabeza. Los hay crueles; esos se solazan torturando a las desventuradas, clavándoles los senos, poniéndolas en el cepo uruguayana hasta que no soporten más la cuestión. O violándolas. Hemos visto a sus ojos brillar con fiebre maligna, patean a las presas sin fuerzas para seguir la marcha, y si no responden, las lancean entre píípus y palabrotas sin siquiera permitir que enterremos sus cuerpos. López ha enseñado a odiar y vivir en la delación. Qué bajeza.

     Son las cinco de la tarde y están con el mate amargo. Ni un respiro en la marcha, ni un bocado en el estómago.

     -Por Dios, mi cabo. No podemos más, déjanos que na descansar un rato.

     -Son por demás inútiles, así no vamos a llegar nunca. Miren para encontrar un lugar con agua; un poco más adelante hay niko un arroyo lindo. Demasiado caigüé son.

     -Listo, che carai. Vamos a quedarnos en el primer arroyo para cocinar algo. Mi barriga está gritando hace rato, no puedo más de hambre.

     Llegaron al arroyo cayendo entre piedras en un desnivel del terreno lleno de helechos y guembés. Refrescaba de solo verlo.

     Pancha y Engracia, escoltadas por María, buscaron una limpiada con gramilla para bajar su carga y echarse a descansar. Como siempre, se fue formando la rueda de bártulos y gente. Mientras unas encendían fuego, otras sacaban sus pavitas para el agua del mate. Quisieron hacer una sola comida con el aporte de todas, no fue posible; no había olla grande. Cada una se rebuscó para preparar algún guiso en su ollita o su lata, o hacer tortillas de harina que freían con un poco de grasa de vaca. Estaban en una suave colina y desde allí divisaban el horizonte volviéndose cada vez más rojizo: el sol era un enorme bostezo escarlata escondiéndose detrás del grisáceo trazo de la lejanía. Como si se hubiesen puesto de acuerdo, murieron las palabras por un rato.

     -No nos queda nada, ni para un saporó michí -se quejó Engracia-. Voy a buscar naranja, si encuentro verdolaga cerca del arroyo podremos hacer un caldo. Y se perdió entre los matorrales.

     Pancha quedó sola, se acercó a su vecina. Estaba acomodando a su padre, un hombre alto, con la piel cuarteada forrando el esqueleto. Apenas se podía mover y, a pesar de su flacura, era difícil de manejar para la endeble mujer y su hija.

     -¿Puedo ayudarlas?

     La mujer mayor hizo un gesto de impotencia.

     -Está enfermo; la artritis apenas le permite caminar. Sufre mucho y no tengo con qué calmar sus dolores. Él es el padre del obispo Palacios, yo soy la hermana. Ella es mi hija -dijo señalando a la muchacha-. Desde que cayó en desgracia nos arrancaron de nuestra casa y nos han tenido engrillados en una pieza llena de ratas y cucarachas. Nos sacaron los hierros porque saben que estamos tan débiles que no podemos huir. Los azotes se han llevado nuestra sangre y mi pobre hermano no sé si aún está vivo. Traemos una burra transportando algunas cosas: nosotras apenas podemos ayudar a papá. Ponerlo en parihuelas es imposible sobre un terreno como este, se moriría. Si queda atrás lo lancearán en el camino -terminó con un estremecimiento involuntario.

     Palacios. Ayer sádico torturador, complaciente esbirro del Dictador, firmando sentencias de muerte a gusto de su mandante. Hoy, uno más caído en desgracia y con él su padre y su familia. El verdugo estaba pagando sus maldades, y merecido lo tenía, pero este pobre viejo no participó de sus crueldades. Otro inocente condenado, reflexionó Pancha.

     -Por lo menos nuestro guardia no es un malvado y esos niños no se atreven a golpearnos sin motivo, pero nos miran con odio. A ellos les han dicho que somos traidoras. Es todo lo que saben. Se sacan la rabia insultándonos. Tampoco ellos comen bien.

     -Sí, pero comen. Tienen charque y poroto; a nosotras ya no nos queda nada.

     -Mi compañera fue a buscar naranjas. Con qué gusto me comería una, tengo mucha hambre.

     -Yo prepararé una crema con el último resto de harina. No sé lo que saldrá. Mi padre necesita algún alimento caliente, está muy débil.

     Pancha volvió a sentarse entre los bultos con una infinita desesperanza. Sacó un peine y se puso a alisar su desordenada cabellera. Ella tiene aún algo que comer, nosotras no tenemos nada. Dios misericordioso, haz que Engracia encuentre alguna fruta, o raíces; debemos seguir adelante, ya falta poco.

     Una pelea de burros alborotó la tranquila grasura. La eterna fogata daba perfiles inquietos a las figuras y a las pavas dispuestas a su alrededor. Anhelante, junto al monótono gorgoteo del arroyo, Pancha escrutaba la sombra llena de ruidos desconocidos. ¿Dónde estará Engracia?

     A su lado, un fuerte crujido la asustó. Se puso de pie buscando al tanteo su cuchillo.

     -Pobre, che mamita. ¿Creíste, piko, que era un tigre o qué?

     Era Engracia. Traía en la pollera remangada varias naranjas y seis espigas de choclo con su chala.

     -Engracia, esto es un milagro. ¿Dónde los conseguiste?

     -Me topé con un indio feo y barrigudo, Jesús, le miré como boba y me puse todo piri del susto, pero me saludó en guaraní. Cuando le conté que estamos aquí dijo que va a traer comida. Si no hay patacones quiere ponchos, ropa, cualquier cosa. Llevaba bolsas con choclo y naranja. Mira lo que me dio por mi rebozo. ¿Tenemos todavía alguna moneda?

     Hirvieron el choclo hasta dejarlo bien tierno. Guardaron cuatro espigas y se comieron las dos restantes, con chala y todo -no quedaron ni las migas. De postre, una naranja para cada una. ¡Qué banquete! Reían de felicidad mientras despanzurraban la fruta a dentelladas y se enjugaban los labios con los dedos para no perder una sola gota del zumo.

     Las interrumpió el trueno sordo, prolongado, como un lamento colosal. El viento suave del sur iba tomando fuerza de a poco. Las dos mujeres alzaron la vista: rechonchas nubes ennegrecían el cielo.

     -Virgen Santísima, se viene una tormenta; Panchí, vamos a guardar las cosas y hacer un reparo con la frazada, debajo de este jacarandá. Jesús, que sea corta la lluvia, no da gusto, niko, estar mojada todo el rato.

     -Es horrible. Por aquí no hay casas; aguantaremos la lluvia como otras veces y roguemos a Dios nos salve de un romadizo.

     Las rachas de viento hacían volar platos y ropas tendidas en las matas. Hubo un revuelo de gente recogiendo sus enseres y en busca de abrigo.

     Pancha y Engracia, refugiadas bajo la tupida copa del jacarandá, habían cortado dos ramas que clavaron cerca del tronco. Por un lado ataron la manta a la punta de las varas y por el otro la sujetaron del árbol. Allí se cobijaron, recostadas una contra la otra. Empezaron a caer gotas redondas y espaciadas que pronto menudearon hasta convertirse en fuerte temporal. Los fogonazos de los relámpagos precedían al fragoroso alarido de los truenos. Las dos mujeres castañeteaban los dientes y se iban mojando sin remedio.

     El sargento y sus soldados ataron los burros y el caballo de unas ramas. Al rato los separaron entre rebuznos, patadas y palabrotas, creando aun más confusión de la que había.

     Así acabó el día: sin fuego, sin mate, sentadas sobre piedras o troncos, envueltas en ponchos chorreantes y con el agua escurriéndose bajo sus pies.

     Llovió sin parar toda la noche y la mañana siguiente. La fuerza de la tormenta no respetó el frágil refugio del poncho. Todo el campo era un lodazal con brotos lavados y verdes asomando en los charcos como una esperanza de resurrección.

     Hacia mediodía escampó. Después de una empecinada lucha se consiguió prender el fuego con palos mojados y humosos; allí fueron las pavas a calentar sus vientres para colmar los mates anhelantes, surgidos como hongos en las manos de las destinadas.

     Mientras mateaban salieron las cacerolas. El hambre era general. Habían pasado más de un día sin fuego; todas buscaban algo para cocinar. Pancha y Engracia recalentaron y engulleron las dos espigas y una naranja partida por la mitad.

     Dos señoras fueron en delegación a pedir permiso al sargento para limpiar y secar las ropas antes de partir. También él estaba ensopado y con los animales hechos una lástima.

     -Equîrirî cuñá guaigui para nada. Ya perdimos mucho tiempo. Así no vamos a llegar nunca y el arroyo se hincha con la lluvia. En marcha, muévanse -y el arreador silbaba en clara advertencia.

     La mísera caravana comenzó a arrastrarse. Las ropas embarradas barrían los charcos; algunas mujeres se ataban las polleras remangándolas para caminar con más facilidad. Quienes llevaban a sus enfermos, apenas podían conservar el equilibrio y, frecuentemente, caían en el barro con sus gimientes bultos. Así llegaron hasta un caudaloso arroyo, desbordado por la lluvia.

     Imposible vadearlo: deben acampar. Con gran alegría se arma el campamento en un terreno alto y seco. Pronto en los arbustos flamea ropa recién lavada, frotada con hojas y ceniza para sacarle la mugre y las costras de lodo.

     Ya nadie tiene zapatos. Los pies curtidos resisten bien, no así para algunas que se los envuelven en hojas y trapos intentando evitar heridas. El horror a las alimañas se va diluyendo en una patética indiferencia. Avistar a un animal desencadena una tenaz persecución. La feliz cazadora, si lo atrapa, tiene ganado el derecho a comérselo. A veces, la presa es grande y queda un poco para las hambrientas vecinas. Los animales domésticos han desaparecido en las ollas. No se oyen ladridos, maullidos, cacareos ni canto de pájaros. Los hatos de ganado son celosamente custodiados por el ejército. A las serpientes se les arranca la cabeza antes de ir al asador. La única muerte por picadura de víbora fue la de un soldadito. Dos días lo cargó el sargento en su caballo, hasta que la fiebre y la infección lo acabaron. Quedó como tantos: enterrado al costado del cariño.

     El grito de Alto del sargento y un diálogo en guaraní crean gran alboroto en el campamento. Son dos indios delgados y musculosos, dirigidos por otro mayor. Piden permiso para acercarse. Les brilla el sol en la piel cobriza y la codicia en los ojos. Llevan su mercancía en bolsos tejidos con fibra de cocotero. Todas se abalanzan a recibirlos y comienza la puja de compra-venta. Traen mandioca, almidón, miel, naranjas, maíz, poroto, grasa.

     Engracia reconoce al viejo y corre a ofrecerle unas monedas y una medalla de Pancha. Se vuelve con un poco de cada cosa más un zapallo colorado. Los indios prometen traer algo de carne. No lo pueden creer.

     Al rato se van; sus bolsos ahora cargados de ponchos, hamacas, ropas, alhajas, algunos cuchillos y patacones. Se pierden entre los árboles como tragados por la verdura, sin hacer ruido.

     Comer: es lo único en que se piensa. Las horas siguientes se guisa y saborea masticando despacito para disfrutar al máximo cada bocado. El arroyo sigue crecido, no hay apuro. Todo el mundo se echa a dormir con la casi olvidada sensación del estómago lleno, plasmada en una sonrisa.

     Pancha abre los ojos pero no se mueve; a su lado, Engracia respira pesadamente con medio cuerpo fuera de la manta. El sol se reclina alargando las sombras hasta clavarlas en la oscuridad.

     Mamá Manuela, Ramona, Isabel, los chicos, Francisquito, mi querido Pedro. Se le ha hecho un nudo en la garganta, se ahoga; con las manos en el pecho, suelta un largo suspiro. ¿Por qué? ¿Cómo estarán? Acaso no los vea nunca más. Y yo, ¿qué haría sin Engracia? Todo lo da por mí, jamás se queja. Sí, es una santa. Dios mío, es duro el destino que me toca. Acaso no vea el fin de esta guerra. O tal vez sea mejor terminar de una vez, apenas estoy sobreviviendo y ni siquiera sé hasta cuándo. Sólo Dios lo sabe, o el sadismo de López. ¿Será capaz de hacerme matar? No puedo creerlo, sin embargo, lo ha hecho con tantos. ¿Por qué no conmigo? Él crea fantasmas y se solaza en ellos. ¿Qué tramarán con la Madama? Bien saben que la guerra está perdida, entonces ¿a qué tanta matanza? Virgen Santísima, protégeme, no quiero morir.

     Mira a Engracia con infinita ternura y susurra una oración por su fiel servidora. Cuajados de lágrimas, sus ojos son dos estrellas más brillando en la negritud.

- XII -

     Un ruido confuso perfora el sol mañanero y se mezcla con el trajinar del arroyo. Los indios no son tan ruidosos. Se oyen gritos y voces de Alto. Al fin irrumpe en el claro el gentío de una caravana. Son muchos, jadeantes de cansancio, y el comandante ordena descanso a escasos cien metros del otro grupo. Desde los arbustos se oyen latigazos y las quejas de los rezagados. Aparecen arrastrando sus enfermos, y algunos, ya sin fuerzas, lo han dejado todo en el camino.

     La barrera del arroyo desbordado obliga a confraternizar. Pronto se enteran de que también los recién llegados van a Yhû. En la confusión se encuentran amigos y hasta parientes. Ya está formado el círculo alrededor de la consabida fogata y se buscan caras conocidas.

     También los soldados arman un solo campamento. Obligados por la estación forzosa, aguardan la bajante del caudaloso Tobatiry. Pasan el día entre palabrotas y risotadas, olvidados de mortificar a sus prisioneros.

     Gracias da al cielo la pobre gente por el inesperado descanso. Algunas le deben la vida, estaban ya al límite de sus fuerzas, con el cuerpo desgarrado por los latigazos, castigo por cada caída. Al recoger sus ropas ajadas y sucias, aparecen las llagas y moretones. Se buscan hojas de malva y ka'are, hacen una infusión y restañan heridas, entre gimoteos y bendiciones.

     Algunas exploran los alrededores en busca de fruta y la maravilla de una lechiguana para los chicos flacos, despeinados, de ojos legañudos, de bocas llenas de una tristeza adulta. Son quienes más quedan en los caminos bajo anónimas cruces de palo: ellos y los viejos.

     Siguen llegando carretas cargadas de gente. Son las familias desplazadas de sus casas por el éxodo obligatorio. Los bueyes flacos babean, agotados. De tanto en tanto, alguno cae muerto de cansancio y es consumido al instante. El hambre ralea a las bestias y a la gente.

     A María se le han cicatrizado los tobillos. Ahora orina sangre. Las torturas dañaron sus riñones. Hecha un arco en el suelo, se arrima a Pancha y Engracia. Ellas la cuidan. La desgraciada está flaca, de un amarillo transparente y arde de fiebre, con esa mirada vaga, a ratos brillante, del delirio. Llama a su madre y pide a sus amigas que no la abandonen. Tiene la piel empapada de sudor y sus pupilas oscilan bajo los párpados cerrados. Como Cristo, lanza un fuerte grito al morir.

     Pancha le seca el rostro y la acomoda en una sábana. Engracia corre a pedir prestada la única pala del campamento. Van llegando niños llenos de macabra curiosidad y mujeres con el rosario en la mano. La tristeza es por la muerta y por la muerte, cruel compañera de esa procesión desamparada. Alguien vela a la difunta, reza una oración y deja escapar un suspiro de envidia. Una ramita seca, engrasada, remeda un cirio en su cabecera.

     Para el mediodía vuelve el campamento a su ritmo acostumbrado. La solitaria diferencia es el montón de tierra recién removida y la cruz de palo. Fue enterrada con su único vestido y entregaron los grillos a sus verdugos. Nada queda de ella.

     -Pobre María, apenas sabíamos su nombre. Qué terrible soledad -los ojos de Pancha buscan el horizonte y se pierden en la lejanía-. Todo es tan espantoso. A veces, evito el sueño de miedo a ensayar la muerte; de miedo a hundirme en el vértigo que me arrastra, y del que sólo queda un leve rescoldo al despertarme: ladino poder que me domina y tantas veces me hace soñar lo que rechazo despierta. Virgen Santísima, protégeme.

     Pancha se aleja bordeando el arroyo. Todo es tan absurdo. Se mira desde lejos, como en una pesadilla-. ¿Rebelión? Imposible en esta enorme cárcel con barrotes de hambre y de miedo. Huir, pero ¿hacia dónde? Hacia una muerte segura. Yo quiero vivir, quiero ver a mi verdugo vencido, quiero saberlo muerto para así rescatar mi vida robada por esas manos crueles empapadas en sangre de paraguayos. No soy la única: es todo un pueblo engañado por tu perfidia, aterrorizado por tus amenazas, envilecido por el temor. Pero no te daré el gusto, Francisco; voy a vivir para escupirte en la cara, aunque tenga que comer serpientes.

     Una ráfaga de viento arrastra su pelo, ya con hebras de plata, y descubre sus mejillas pálidas, sus labios crispados y la roca de su orgullo intacta.

     Otro nuevo frente de tormenta va trepando el horizonte. Engracia comienza a recoger los bártulos; alza el canasto y el bolso en la horqueta de una rama gruesa.

     -Así, por lo menos, no se ensucian las cosas. ¿Ayepa, mi reina? Voy a hacer un sobradito para sentarme encima mientras llueve; ayúdame, que na, después no vas a querer mojarte.

     Al rato, ya están listas para recibir a la lluvia. No se hace esperar. El grueso de la tormenta se ve a lo lejos: oscuro trepidar sajado de nerviosas rúbricas de luz. A ellas les llega un chubasco pasajero, pero el arroyo vuelve a hincharse con el agua de más arriba.

     Ocho días estuvimos contemplando el turbulento caudal rojizo, hasta que comenzó a bajar y el agua se volvió clara. Una tarde nos ordenaron acondicionar nuestras cosas para vadearlo al día siguiente -otra visita de los indios nos había provisto de suficiente comida.

     Temprano en la mañana comenzamos el cruce. Con la ayuda de una piola atada a un árbol a cada lado del vado, podíamos pasar sin riesgo de caer. Con los bultos de mano, la travesía se volvía más difícil.

     Sujetando nuestros trastos con rebozos anudados al cuello y hombros llegamos a la otra orilla.

     El sol del verano regala un verde brillante, risueño, salpicado de flores. Aprovechamos la lujosa alfombra para descansar y tomar unos mates.

     Lamentos y rebencazos borran el retozo del agua y nuestra fugaz alegría. Cómo duele el llanto de los niños. Los labios temblorosos de Pancha se aferran a la bombilla. Engracia, en silencio, descubre sus ojos empañados taladrando distancias. De pronto, con gesto enérgico, Pancha le devuelve el porongo vacío; los ojos secos derramando furia violeta.

     Pasan las horas y la turba se arremolina en busca de espacio, alguien llama a gritos a alguien; otras arreglan sus bolsos o tratan de secar las ropas chorreantes. Han ordenado acampar: todos tratan de acomodarse para pasar la noche. La grisura se ilumina de fogatas.

     Las traidoras eran mujeres adultas. Con el gentío de las residentas y destinadas llegaron familias enteras, con niños y viejos, trayendo como restos de grandeza carretas o burros de carga.

     Suplicando el favor, algunas alzan en ellas a los impedidos para vadear el arroyo. Quizá sea tan solo prolongarles la agonía.

     Una mujer y su hijo de escasos tres años quedaron derrengados en la orilla. Estaban con cólicos y disentería por haber comido un fruto desconocido, arrancado en el camino, apurados por el hambre. A pesar de los cuidados y tisanas preparadas por las compañeras mientras se completaba el cruce, a duras penas cargó a su niño por la mañana, tratando de continuar la marcha. Como iba tambaleándose, alguien le pidió al chico para llevarlo: estaba frío y su corazón había dejado de latir. Tropezando, la mujer consiguió llegar hasta el Alto de esa noche. Allí reclamó a su niño; se lo entregaron envuelto en un rebozo de lienzo tan blanco como su carita demacrada. Ella lo miró sin comprender, con dolorosa sorpresa lo estrechó en un desesperado abrazo y se puso a lamentar a gritos, aferrada a su muertito. Así estuvo toda la noche; al amanecer lo arrancaron de sus brazos para enterrarlo en una limpiada. Ya sin fuerzas, incapaz de continuar, fue doblándose hasta quedar derrumbada en el suelo, junto al manchón de tierra removida.

     El latigazo salpicó de sangre los yuyos.

     -Eyupi que na. Arruinada de mierda, ¿crees piko que vamos a quedarnos para cuidarte?

     -No puedo. Ayúdenme -rogó.

     -Pe yuca katu, mucho tiempo estamos perdiendo, métanle lanza -ordenó el sargento.

     Dos lanzas se clavaron con un ruido fofo. Sin un quejido, el cuerpo cayó de bruces, ante el impotente horror de los rostros desencajados.

     -Sigan, carajo.

     Nadie dijo una palabra, pero el miedo dio fuerzas para seguir adelante.

- XIII -

Entramos a Yhû después de un penoso peregrinar de casi ciento cincuenta kilómetros. El grupo de guardia se volvía más cruel con las traidoras, a quienes daban peor trato que a las destinadas y a los enfermos y niños que las acompañaban. Al llegar ordenaron a las destinadas buscar refugio en el pueblo. Algunas lo consiguieron en ranchos y galpones abandonados, o en alquiler. Las propietarias de carretas las usaron como vivienda.

     A las traidoras nos agruparon junto a un fuego para pasar la noche. El día era seco y caluroso; nos acomodamos como pudimos y, después de la magra cena, el sueño venció al agotado grupo.

     Estábamos despiertas y tomando mate cuando se nos acercó el viejo sargento con cara de pocos amigos.

     -En marcha, guaiguî inútil, vamos junto al juez de paz.

     Y allí fuimos.

     El juzgado eran dos piezas de adobe y techo de paja con un alero en el frente. En él, sentado ante una mesa, con una pantalla de palma en la mano, un hombre seco, arrugado y oscuro como cecina anotaba cuidadosamente con su mala letra, nuestros nombres y datos. Terminado el trabajo, miró fijamente al grupo con ojos redondos, arratonados, y comenzó a recitar sus exigencias: 1º -Nadie puede alejarse más de una legua del pueblo, so pena de ser considerada desertora y lanceada. 2º - Deben construirse una pieza para habitarla lo antes posible. 3º -Una vez terminada la casa, deberán sembrar poroto, maíz, zapallo, etc. El juzgado proveerá las semillas en cuanto el terreno esté preparado.

     A los pocos días el pueblo estaba circundado de chozas construidas con troncos terminados en horqueta, con paredes y techo de hojas de pindó y yataí guazú que por suerte allí abundaban. Nos ayudábamos entre todas, pero hicimos nuestro rancho para dos. Acomodamos nuestras cosas sobre troncos o colgadas de ramas secas clavadas en las paredes.

     Pancha llega con un mazo chorreante de hojas y raíces tiernas robadas al arroyo.

     Otras compañeras han hecho lo mismo previendo el requecho.

     La huesuda cincuentona comenta:

     -¿Vieron la cantidad que son?, y además con niños y viejos. Parece un arreo general, son dos mil por lo menos.

     -Más desgracia y menos comida -sentencia Pancha.

     -Cierto. Este es un pueblo chico. ¿Dónde, niko, nos van a meter?

     -A nosotras, en el último agujero -retruca una jovencita desmelenada-, para las traidoras nunca hay nada, solamente golpes. Ojalá se les pudran las manos a esos sinvergüenzos.

     Tímidamente se alza una voz:

     -Ayer un soldadito me vio llorando y me preguntó qué tenía. Hambre, le dije. Al rato vino con un pedazo de cecina y me lo dio; se puso todo colorado pero no me dijo nada. Algunos no son tan malos. Ellos también tienen miedo, anga.

     Sentadas en el césped, las dos mujeres comentan:

     -Che mamita, parece que ahora vamos a estar mejor. Tenemos, niko, un techo nuestro y se puede conseguir algo que comer. Nambrena, qué importa si dormimos en el suelo: está seco y limpio. Hasta hicimos el umbral contra los bichos y las víboras. Y ese naranjal, Pancha, no se ve dónde termina. Podremos comer chocoa todos los días. Si conseguimos lechiguana, le agregamos miel a la naranja caliente. ¡Qué rico! Panchí, mañana voy a buscar por el otro lado; a las abejas del campo no les gustan los naranjos para anidar.

 

     -Cierto, por primera vez tenemos un lugar nuestro desde que nos apresaron. A veces pienso: este calvario es de mentira, todo será como antes. Engracia, sin tu ayuda tal vez estaría muerta. Nunca he querido a nadie tanto como a ti. Si las tropas aliadas están cerca, como dicen, tal vez nos alcancen y podamos volver a Asunción. Cualquier cosa es mejor que esto. Ni el enemigo nos tratará con tanta crueldad como los nuestros. Además, debemos secar todo el maíz y el poroto que podamos juntar, para cuando no haya nada que comer. Gracias a Dios, conseguimos algo de alimento todos los días y no nos falta yerba para el mate.

     -Sabes, Panchí, me dijiste cosas muy lindas. Yo también te quiero mucho y vamos a volver junto a mamá Manuela, mamá Ramona y la familia. No se pelea en Asunción; las casas siguen enteras y la nuestra nos estará esperando, muchos paraguayos ya han vuelto a sus hogares.

     En aquella primavera de 1869, Yhû es un racimo de casas de barro cocido abrazando la plaza donde se yergue la iglesia. Una iglesia con techo de tejas, a dos aguas, y un pequeño campanario de madera. Formando un círculo más amplio, están sembrados los ranchos de adobe y las capueras de los campesinos. Siempre fue un pueblo tranquilo donde la vida corría sin altibajos, pero llegó la guerra y se lo eligió para asiento de las destinadas. La vida del pueblo cambió; ya no alcanza lo que produce para dar de comer a tanta gente. Todo se vende o se compra y se hacen tratos con los indios que tienen su rebusque en rutas de abastecimiento y en los bosques, donde recolectan frutas y miel.

     En Yhû conocen a Celia. Es hija de un capitán acusado de desertor. Huérfana de madre hace años, estaba con la madrina cuando la fueron a buscar. Hacía varios meses no tenía noticias de su padre. Ella lo suponía muerto, pero sus verdugos la llevaron a la cuestión para saber su paradero, y al no conseguir su propósito la unieron al grupo de traidoras.

     A pesar del infortunio es de carácter alegre y disfruta de los mínimos placeres de esa vida de privaciones. Se hizo una piecita donde vive con Petrona, la joven esposa de un juez acusado de conspirar en San Fernando. Pancha y Engracia las encuentran abriendo porotos, debajo de un retorcido ibapobo.

     -Hola, Pancha, vengan a acompañamos.

     -Gracias, Celia. Está linda la tarde y salimos a caminar. ¿No quieren ir hasta el río?

     -Me parece que sí. Estamos sin agua para el mate, a la vuelta las convidamos.

     El áspero sendero corre entre el pasto verde salpicado de tréboles jugosos formando un delicado tapiz rosado digno de un lienzo de Matisse. La barranca del riacho baja en suave pendiente cubierta de maleza y, a pesar del fresco, hunden los pies en la corriente. Sus risas repican en el aire cristalino.

     Petrona llena de agua una lata con asa de piola; Pancha recoge flores para la estampa de la virgen que cuelga en la pared de la choza. El sol muriente dora el agua y el borde de los cerros. Las cuatro mujeres quedan un rato en la orilla, sobre el barranco. Sus siluetas se van esfumando en el polvillo del atardecer.

     Pancha aspira el olor lila de los camalotes que bailotean en la correntada; aferra con ansias el momento de felicidad. El oro se vuelve rojo en el horizonte y ese ocaso la devuelve a su tristeza. Piensa en los suyos, en su truncado amor con Egusquiza, en la dicha perdida. Por un instante sueña con un final feliz: la guerra no puede continuar eternamente, es joven aún, recobrará su libertad cuando la pesadilla acabe. Muerto López o lejos del país, terminará su cautiverio; será libre, sin amenazas ni fantasmas. Destino singular el suyo, hasta doña Manuela la respetaba, su orfandad la volvió reflexiva, pulió su carácter firme y, además, se sabía hermosa. El bandido de Francisco se equivocó; jamás le dará el gusto de humillarse a sus pies, no nació para querida de nadie.

     Mira sus manos estropeadas y cierra los puños, desafiante. Siente el calor subir a sus pupilas. No, no llorará.

     Roto el encanto, invita:

     -Bueno, vamos a tomar esos mates.

     -Mañana fabricaré un anzuelo con algún alfiler de gancho. En este riacho debe haber mojarritas -comenta Engracia, pensativa.

     -Tienes razón, qué gusto si podemos pescar algo-, contesta Celia mientras con manos canela desteje perezosamente la trenza de sus cabellos.

     Regresan con el fresco del anochecer. Ante el fuego recién prendido toman mate mientras hierven mandioca para la cena.

     Corren los días iguales; de tanto en tanto aparecen los guardias y ordenan traer leña o cortar hojas, siempre de malos modos, rezumando rencor y haciendo restallar el látigo sobre sus espaldas. Así pasó el otoño y llegó agosto. Largos meses lejos de casa.

     El rancho luce reseco, Pancha y Engracia se calientan frente al brasero, cada vez más flacas.

     -Esta horrible vida no se acaba nunca, apenas sobrevivimos, sin alegrías; al contrario, con las idas y venidas a Curuguaty, desde que es capital, terminó nuestra tranquilidad. Muchos soldados pasan ahora por aquí y se creen en la obligación de vejarnos. Estoy segura, Engracia, de que con gusto me clavarían una lanza en el pecho, no tanto porque nos detesten sino porque tienen terror a sonreír ante alguna traidora, no sea que se entere el Karaí y los mande fusilar. Me duele esa cara de odio de los uniformados. No soporto que nos traten de vendidas, de sucias traidoras. No aguanto más, es injusto. ¿Acaso esto es vivir? Dios, ¿por qué eres tan duro con nosotras, por qué no tienes un poquito de piedad si no hemos hecho más que cumplir tu palabra?

     -Jesús, Panchí. No lo retes a Nuestro Señor. Pobre, anga, mi reina, piensa en que continuamos vivas y hemos visto morir a muchos en el camino. Estamos, niko, mejor que antes. Con la ayuda de Dios saldremos de este infierno.

     -No sé, Engracia, a veces pierdo toda esperanza. Esta lucha nos va terminando. El Paraguay pronto será un país de mujeres. A los hombres los llevan a la guerra y los pobres se van muriendo de a poco. Son las mujeres quienes sostienen nuestra tierra; las que plantan y cosechan; las que tejen, las que cuidan de los niños y de los animales; sin ellas hasta los soldados hubieran muerto de hambre hace rato.

     -Ya ves, Panchí, cómo sabemos aguantar. Las mujeres son tan corajudas como los hombres, pero con un coraje más tranquilo. Enfrentamos la persecución y el hambre, y en vez de matar ayudamos a vivir. Labrar la tierra hasta que nos sangren las manos, sin afincarnos en ninguna parte, agota como guerrear. Y somos menos miedosas. ¿Te acuerdas cuando protestamos contra la guerra en Asunción? López no se animó a fusilar tantas mujeres; por una vez se le demostró descontento. Que yo sepa, nunca los hombres tuvieron la valentía de denunciar sus atrocidades. Después, su crueldad tapó las bocas.

     -Tienes razón. Debe ser ésta la única guerra en la que la población civil es forzada a emigrar con el ejército.

     -Y se llevan a los chicos para soldados. Las madres, anga, los siguen; algunas hasta se meten en la batalla detrás de ellos y se mueren abrazados. Cómo, niko, puede ese López ser tan malo de hacer matar a criaturas inocentes porque él debe salvar al Paraguay y no se tiene que morir. Nambrena, es de puro cobarde nomás.

     Se abrazaron fuerte y en sus ojos hubo un brillo ilusionado.

     Pancha, alta, delgada, con un vestido suelto de bayeta ordinaria, seguía hermosa. Su serena firmeza se imponía a los gestos obscenos de los soldados. La curva de esa boca perfecta, la rotunda cascada de su pelo, esa arrogante mirada violeta dando y pidiendo compasión, terminaban por cerrar todas las bocas. Y los guardias se alejaban llenos de rabia impotente dejándolas con una infinita desesperanza que estremecía las siluetas frente al rancho.

     En la Yhû invadida por más de tres mil almas todo es penosa monotonía. Las desventuradas agradecen el exiguo bienestar de un albergue fijo y algo de alimentos para subsistir.

     A pesar del fresco, el gentío corre al río para quitarse la mugre y evitar costras o infecciones. Con hierbas medicinales curan heridas y piojos y, a fuerza de frotar, queda la ropa limpia -el jabón ha desaparecido hace tiempo.

     Las que están con la regla custodian la orilla. Tienen el tácito acuerdo de defenderse mutuamente y los soldados no se atreven a acercarse por temor a las represalias. Son pocos y fácilmente identificables.

     -Voy a buscar mi ropa, ya estará casi seca con este viento.

     Sale del agua peinando con los dedos las mechas chorreantes; es morena, delgada y menuda. Decidida, corretea bajo el sol para entrar en calor y secarse.

     -Cuidado, si te ven desnuda entre las matas, te van a agarrar.

     -A lo mejor me gusta, hace rato no tengo macho -contesta con una risita intencionada.

     No hay hombres para esas mujeres acostumbradas al sexo frecuente. Cuando el deseo las apura se masturban sin vergüenza. En el río, algunas hurgan con dedos febriles los cuerpos vecinos... y a veces, hay quien se deja tocar.

     Nadando a brazadas largas, roza la mujer a una muchacha y con rápido giro le rodea la cintura. Sus miradas se encuentran, con la misma fiebre: los pezones se han endurecido, el vientre se contrae. Con la mano libre le acaricia un seno. La más agresiva resbala sus dedos sobre la piel mojada hasta enredarlos en la maraña del pubis. Boquean agitadas, la respiración se vuelve gemido al hundir los dedos en el sexo anhelante. El río y las compañeras se borran en ese abrazo ansioso; el paroxismo final las devuelve a la realidad. Apenas se conocen pero en el último apretujón del sexo caliente y húmedo queda la promesa de un reencuentro.

     -¿Cómo te llamas?

     -Rosa, ¿y tú?

     -Lucía.

     Y sonriendo:

     -Mañana nos vemos.

     Alguien comenta:

     -Hoy conseguí poroto en la capuera. ¿Quién tiene un poco de mandioca? Vamos a hacer un guiso.

     -¡Listo! Yo tengo mandioca y un ramito de kuratú.

     -Son dos egoístas. ¿Por qué no convidan?

     -Che ama, si traes verduras o grasa te invitamos a la olla; hay que contribuir para comer.

     Vuelven en caravana a preparar el almuerzo frente a sus taperas.

     Pancha y Engracia tienen batata. La hierven con sus hojas picadas en ajo y sal. Riquísimo.

     La siesta es un rito. Sobre el piso de tierra, un colchón de hojas con la manta encima hace de cama. De trecho en trecho, el fuego común abriga las pavitas o latas con agua para el mate. Engracia se despierta y arrima la suya. Cuando vuelve encuentra a Pancha forcejeando con un peine desdentado. Al fin consigue hacer una robusta trenza que remata atándola con liña de karaguatá. Dos gruesos trozos de tronco les sirven de asiento. Engracia ceba el mate: las dos se miran sonrientes en un cálido entendimiento sin palabras.

     -Vamos a requechar algo, Panchí.

     -Sí. Vamos.

     Al cinto, bolso de liña y cuchillo. En la cotidiana búsqueda han aprendido cuáles son las plantas y frutos comestibles, también han aprendido a moverse sin prisa para ahorrar energías. La lluvia reciente pinta de verde el follaje y el aire huele a limpio, la picada umbría les regala paz y una gratificante sensación de libertad. No se mueven, con los ojos entornados y las aletas de la nariz palpitantes. Un pájaro aletea a su lado y Pancha descubre el nido.

     -Mira, Engracia, con razón se desesperó el gorrión, hay huevos en su nido.

     -Qué bien, podríamos hacer una tortilla.

     -¡Bruja! No estamos tan hambrientas.

     -Y bueno, anga. Decía nomás.

     Es día de suerte. La picada termina al borde de un arroyo; allí encuentran abundante verdolaga, de gruesas hojas carnosas, y raíces tiernas, un racimo de flores curva el gajo de jacarandá y tiñe de azul el agua.

     -Qué hermosura, Panchí, voy a llevárselo a la Virgen.

     El zumbido las alertó. Descubren el panal que Engracia derriba con certera puntería y piedras del arroyo. Luego de una espera prudencial se atreve a recogerlo de entre los yuyos, sin ser atacada. Ocultando el tesoro, vuelven preparadas para el festín. Naranjas partidas por la mitad, rociadas con miel y asadas fueron el banquete de esa noche.

     La luz se va. Los ranchitos semejan bestezuelas oscuras sitiando el pueblo donde algunas casas aún tienen el lujo de unas velas. La conversación languidece en las tinieblas mientras la luna se pavonea en un cielo de cristalería.

     Cuchicheos, oraciones, y el sueño que tarda en llegar.

     Engracia vino con la noticia:

     -Panchí, al fin se murió el viejo Palacios. Van a enterrarlo esta mañana, él, anga, no tiene la culpa de lo que hizo su hijo, ¿quieres ir a acompañarlos?

     Fueron.

     María Ana Dolores, con sus hijas y algunas compañeras, llevaban, casi sin esfuerzo por el poco peso de la carga, el cadáver de Gregorio Palacios, padre del obispo Palacios, envuelto y cosido en una manta.

     Camino al cementerio se toparon con el alférez Sixto Benítez, esbirro de López, quien alteando al grupo, preguntó:

     -¿Adónde van con ese muerto?

     -Al cementerio, a enterrar a mi padre que murió ayer.

     -Y ¿quién era su padre?

     -Se llamaba Gregorio Palacios.

     -Maa co te cacá -gritó con furia el hombre-. El padre de ese traidor, vendido, enemigo de la patria y de nuestro gran Mariscal no merece que se le entierre como gente: a los traidores se los tira, son basura.

     - Por favor -rogó la hija-, ya cavamos la fosa, sólo tenemos que enterrarlo, tenga compasión de nosotras y de este anciano.

     El alférez blandió el sable atropellando a las mujeres. Con la cara congestionada, vociferó:

     -Pe heja ko aña memby yruvû tembi'urâ. Lo dejaremos para comida de los cuervos.

     Doña María, entre lamentos y estertores, se aferraba al bulto tirado entre los yuyos; las hijas gritaban de dolor por los sablazos, mientras arrastraban a su madre y seguían a las otras mujeres huyendo de la feroz golpiza, algunas sangrando por los tajos.

     En el rostro contraído del alférez sólo había animalidad. Escupió sobre el cuerpo y siguió su camino advirtiendo a gritos:

     -Pe'heja u pépe. Si viene alguien a llevarlo, sin más pena la hago lancear, qué mierda.

     Llegó la oscuridad pringada de dolor y espanto. Pensar en el cuerpo carcomido por cuervos o fieras hizo que la gente se agrupara para rezar y consolar a los deudos.

     En ese día aciago no habían terminado los infortunios: serían las ocho de la noche cuando aparece de nuevo el salvaje alférez con treinta hombres y ordena partir al instante camino a Curuguaty, arreando la turba a rebencazos, según órdenes de López.

     No estaban preparados para tan violenta partida. Lamentos y protestas surgían de la oscuridad. Madres buscando a sus hijos recorrían el campamento a ciegas, tropezando contra los cuerpos tirados en el suelo y a la vez gritando desesperadamente los nombres de los niños perdidos. Era ya medianoche cuando la caravana se puso en marcha: dos mil quinientas personas; un mar oscilante que se desbordaba sin mantener el rumbo. A pesar de las amenazas, la gente volvía a buscar algo o a alguien. Los enfermos y ancianos no atinaban a levantarse y eran pisoteados en el tumulto. Muchos se desplomaban, desmayados o muertos, ante el acoso de los soldados que no dejaban de insultar y repartir golpes.

     Al cabo, después del amanecer, se consiguió mover a la multitud. Algunos caían pidiendo a voces protección contra los feroces soldados dispuestos a sacrificarlos. A pesar de los rebencazos, era tal el desconcierto que ese día solo hicieron media legua antes de pernoctar.

     Pancha y Engracia se aferraban aterrorizadas. Iban sorteando piadosamente esos cuerpos desperdigados entre los yuyos, de pupilas fijas en los ojos asombrados, algunos muertos de agotamiento, otros, con obscuros agujeros de lanza aún húmedos.

     Entre golpizas y palabrotas, el alférez, espada en mano, amenazaba con chucear a quien no marchase.

     El grito desgarrador de la esquelética mujer, rotosa y desmelenada, hizo voltear a Pancha.

     -¿Qué tienes? Camina, ánimo.

     -No puedo más. No puedo -Repitió con un hilo de voz.

     -Engracia, ven, yo sola no tengo fuerzas.

     Juntas trataron de ponerla en pie, cada una la estiraba de un brazo pero no consiguieron sino arrastrarla. Una lanza la clavó en el piso de tierra entre estertores de agonía. Quedó sin un grito, con la boca abierta llena de esa tierra suya escapándosele en grumos sanguinolentos.

     El tirón la arrancó de las manos piadosas. Pancha, con los ojos ardidos de llanto y coraje miró de frente al soldado, inmóvil por un instante.

     -Bárbaro -el desprecio fluía de sus labios.

     -Equîriri, carajo. Camine. ¿Quieren, piko, que las clave a ustedes también?

     Tizones todavía humeantes y algunos cadáveres eran los restos del campamento. Regueros de hormigas ondulaban en busca del banquete.

     No hubo respiro para las infelices. Al llegar fueron arreadas como animales para el recuento. A Pancha, con otras que sabían escribir, les ordenaron hacer la lista de las traidoras. La pobre apenas podía sostener el lápiz entre sus dedos. Le era doloroso tragar la saliva por la sed; a pesar de todo, la gente se daba vuelta para admirarla. Engracia sonreía orgullosa.

     El esfuerzo del día había agotado las pocas reservas de la muchedumbre. En cuanto acamparon en Curuguaty, el suelo pedregoso se llenó de cuerpos desmadejados y, a pesar del hambre, muchos quedaron dormidos sin comer la mísera ración de la cena.

     Un humillante petitorio, lleno de bajas promesas de devoción y pedidos de gracia plagados de frases adulonas, había sido escrito, firmado y presentado al llegar, por algunas mujeres desesperadas ante la tremenda situación en que se hallaban.

     Cinco lacayunas delegadas llevaron el petitorio al comandante. Estaba escrito en una hoja de papel que éste leyó, aprobó con una ancha sonrisa y pidió fuese suscrito por todas las peticionantes. Allí comenzó la consternación de las mujeres: no tenían papel para estampar las firmas. Golpearon, entonces, las casas de los residentes del pueblo, y quienes poseían libros veían con angustia como les arrancaban las hojas en blanco a esos antiguos volúmenes tan amados. En pocas horas completaron las firmas.

     El comandante puso en su haber el acto de sumisión y el pedido de gracia de las desdichadas. Ese día las dejó descansar y ordenó repartir la carne dejada por una expedición del día anterior.

     -¿Te das cuenta, Engracia? Alabar a ese monstruo. Será porque nos está matando. Todavía me queda dignidad, no firmé-, el hermoso rostro se crispa y los ojos entrecerrados fulguran con desprecio.

     Esa misma noche, un alférez con veinticinco hombres obliga a la caravana a trasladarse hacia Igatîmi, por orden superior. Las pobres viajeras con el cuerpo y los pies lastimados y doloridos, apenas pueden moverse, pero exigidas a continuar, se ponen en camino en la más completa oscuridad. El comandante ordena acariciar a las remolonas y, bajo látigo, inician la marcha cayendo y siendo arrolladas en la negrura, aferradas a sus hijos para no perderlos. La noche es un concierto de lamentaciones y latigazos; de pronto les ordenan internarse en un monte; allí les dan descanso con orden de no asomar fuera de él, pues de hacerlo serían lanceadas. Quedan derrengadas contra los troncos sin una naranja agria para calmar la sed y el hambre. Más tarde se enteran de que el ocultamiento fue porque el Karaí y la Madama habían pasado esa noche por Igatimí y no querían encontrarlas en el camino.

     Al amanecer siguieron el rumbo del Mariscal guiadas por las chiñuelas, con mejor trato -también la escolta estaba agotada y siempre repitiendo la feroz advertencia: las remisas serán lanceadas sin contemplaciones.

     Era tal el cansancio de la multitud -sumaban como tres mil personas- que caían arracimadas en el suelo, llorando a gritos. Los soldados ya ni látigos tenían, gastados por tanto uso; pero cortaron Ysypo y con las varas flexibles flagelaban sin piedad a los caídos que al final se movieron ante las afiladas picas.

     Por primera vez Pancha vio el temor en los ojos de Engracia.

     -Por Dios, dime qué pasa.

     -Parece que al llegar al río va a ser lanceada mucha gente -lo fue diciendo de a poco, como con esfuerzo.

     Pancha cruzó los brazos, ciñéndolos con las manos hasta que se le blanquearon los nudillos.

     -No les creas, Engracia, sólo quieren asustarnos -y acarició los hombros de la morocha sin un temblor, con el cuello tenso y la mirada perdida a lo lejos.

     La falta de alimentos, los rebencazos y el cansancio convertían a esas desgraciadas en sombras espectrales luchando por mantenerse en pie.

     No moriré. No te daré el gusto, Francisco. Esta guerra tiene que acabar. Viviré para verte vencido y lucharé por la resurrección de mi pueblo. Sin ti seremos libres, rescataremos nuestro suelo de manos extrañas, echaremos a los invasores: ellos no nos odian, te aborrecen a ti. No puedes matarnos a todos: no tienes derecho. Nosotras volveremos a poblar el Paraguay y yo podré amar y ser amada. Aún soy capaz de tener hijos y formar hogar. Pedro querido, tal vez volvamos a encontrarnos. Jesús, ten piedad, no me abandones.

     En un carrito, el hombre sin brazos y ciego clama por ayuda. Pancha lo mira con pena, un estremecimiento le recorre el cuerpo.

     -Es Pindú, dicen que quedó así cuando una granada le explotó en las manos. Siempre hay alguien quien lo arrastre y le dé de comer, las mujeres lo cuidan -y con una sonrisa triste-, es entero como hombre.

     -Sí, las calentonas se le acercan por la noche y se hacen servir; a pesar de sus carencias, las satisface: es insaciable, para contento de muchas.

     -Pobre infeliz, ya a nadie le quedan fuerzas para tirar de su carro y nada hay para comer. Es horrible, abandonado en el camino morirá de hambre y sed.

     Engracia hace la señal de la cruz:

     -Que Dios se apiade de él, ay-chey ra anga.

     -Y de todos nosotros -completa Pancha-. Cada vez van quedando más en el camino. Apenas dos días de marcha y ya cuentan quince muertes. Caen sin poder levantarse y a las traidoras todavía vivas las rematan a lanza. Es increíble la ferocidad de los guardias.

     Se enroscan en el suelo sobre un manchón de gramilla; muy cerca se distingue una franja de lujurioso verde. Poca gente duerme esa noche, obsesionadas con el anuncio de que las ajusticiarían al llegar al río.

     Temprano a la mañana vuelve a zigzaguear el alucinante desfile. Pronto un acompasado fluir llega a sus oídos: el Jejuí. Aterrorizadas, las mujeres se abrazan dejándose caer en la huella, incapaces de proseguir. Los soldados golpean sin piedad; las infelices miran con ojos desorbitados a las balsas cabeceando suavemente en la corriente, negándose a subir. A patadas y rebencazos consiguen alzarlas por la fuerza, arreadas como ganado, alegando que los cambá están cerca.

     A pesar de la brutalidad de los custodios se tardó tres días en cruzar el río y nadie supo a cuántos se llevó la correntada.

     Llegaron a Igatimí luego de una marcha de varias jornadas. Era una tropa de escuálidos fantasmas, sucios, con las ropas desgarradas y ojos extraviados hundidos en caras esqueléticas. Sólo el ansia de sobrevivir les conservaba el aliento.

     A medida que iban arribando cada minúsculo grupo era contado. Las reunieron en una limpiada y allí, subidos sobre una mesa, el Comandante y el cura las arengaron.

     -Han llegado hasta aquí y es nuestro deber organizarlas. Hay entre ustedes gente desplazada y también traidoras que no merecen nuestra consideración, pero todas deben trabajar la tierra para tener qué comer. Quien se niegue es porque quiere morir, y antes de morir de hambre la lancearemos para darle el gusto y no tener problemas. Estas son órdenes del Karai y se deben cumplir. Aquí no queremos traidoras ni gente inútil. ¡Viva nuestro glorioso Mariscal!

     Terminada su alocución, el teniente Brítez, comandante de la guardia, pretendió llevarlas hasta un rozado listo para la siembra, al borde del arroyo Itanará, advirtiéndoles que debían trabajar o ser lanceadas.

     Con los músculos entumecidos de cansancio y ensangrentadas por los latigazos recibidos, la patética caravana intentó moverse bajo los golpes de los guardias, ensañados en sus propias compatriotas.

     Todo fue en vano: no tenían fuerzas para seguir. Estupefactos, los uniformados se encontraron ante la alternativa de chucear tres mil personas o darles unas horas de descanso.

     Ya calmadas, organizaron grupos con las más fuertes al frente, y así, lentamente fueron llegando a destino dos mil ochocientos catorce despojos, sin incluir niños. Quedaron atrás como trescientos cadáveres en tumbas precarias y muchos de ellos insepultos.

     Al llegar, el comandante pasó lista, ordenó levantar viviendas y les mostró las tierras a ser cultivadas, según el pa'i Cantero.

     Nadie tenía ánimos de hablar en ese campo ondulante de cuerpos agachados, gimientes, apenas reconocibles como seres humanos.

     Engracia mostraba el color de un tizón apagado; los grandes huesos sobresalían levantando el pellejo en pequeñas carpas. Caminaba encorvada, con el pelo crespo cayéndole en sucias guedejas. Había perdido casi todos los dientes y de su fresca sonrisa sólo quedaba una mueca grotesca; a pesar de todo, jamás se quejaba por sufrir el destino de su dueña. Las dos mujeres dormían abrazadas dándose calor y fuerzas para sobrellevar el monstruoso esfuerzo de seguir viviendo sin alicientes.

     Con las destinadas se tenía más consideración. Se les permitió buscar refugio en el pueblo y conseguir alimento. Las traidoras quedaron al descampado y hubiesen muerto sin el endeble techo que debieron construir.

- XIV -

     Pancha y Engracia se refrescan en el arroyo con un trapo atado de baticola; la ropa rotosa y descolorida flamea en las ramas de los árboles, recién lavada y seca al instante por el sol de la siesta.

     Se limpian las heridas con esmero: huellas de latigazos, chorreantes de pus, en las espaldas desolladas.

     En eso se arrima una morocha alta y huesuda, seguida de tres adolescentes.

     -Buenas tardes. Si no es molestia, yo también quiero lavar ropa y asearnos. Che Dio, mis niñas están roñosas.

     -Buenas tardes. El descanso y un baño devuelven el ánimo. ¿Verdad? Por fin pudimos dormir cinco noches en el mismo sitio. No sé si hubiera resistido dos días más de marcha; aún estoy agotada después de construir el ranchito, pero la vida aquí parece soportable. ¿Cómo te llamas?

     La mujer mira a Pancha con ojos brillantes, a punto de llorar:

     -Me llamo Dolores, Jesús, Che Dio, todo lo que pasamos, nde. Salimos seis. A ña Carmelita, la mamá de estas nenas, la llevaron a la cuestión y no la volvimos a ver; sabe Dio qué pasó con ella. Una mi hija, pobre ángel, se quedó anga en el camino -y agregó en un sollozo-, es mejor, así no sufre más. Cuánta desgracia hay por ahora. Me quedan tres hijas ajenas.

     Las niñas chapotean en el agua, con grititos de alegría. Sus redondeces infantiles borradas por la extrema delgadez de sus cuerpos.

     Pancha se viste la ropa semiseca sobre las marcas ardientes. Su piel obscurecida por el sol y el descampado se estira sobre el cuerpo flaco, apenas oculto en una gastada túnica de lienzo. Sostiene la abundante cabellera con una cuerda vegetal, atada a la altura de la nuca. Todavía camina erguida en sus sandalias de karaguatá, hechas por ella misma. Una débil esperanza la recorre entibiando su sangre al oír la cháchara de las morenas y la risa de las muchachitas. Para alargar esa alegría invita a Dolores a matear en su rancho.

     Un rubor sobre los cerros anuncia el nuevo día. En la semioscuridad aparecen las odiadas siluetas de los guardias.

     -Ejupí que na, partida de inútiles, a trabajar, desgraciadas.

     Todo el campamento es un solo clamor: el largo quejido de esos bultos impedidos de moverse.
 

     Obligado por la realidad de la situación, el encargado elige a las más enteras, y con ellas de sargentas, forma grupos de trabajo, en turnos. Como toda herramienta, les dan omóplatos de reses muertas y pedazos de palo. Las que no están de turno pueden salir a rebuscarse algún alimento, sobre todo naranja agria y raíces. El afincarse en un sitio y la vida ordenada es para las pobres mártires un bienestar que agradecen al cielo.

     El eterno problema es la comida. Salen en los ratos libres, van al monte en busca de frutas o el manjar de algún teju andariego, difícil de atrapar. Ya ni sapos quedan, ni ranas en los charcos, todo va al fuego.

     A eso iba Pancha cuando, inesperadamente, al cruzar el pueblo, se topa con una prima. No lo podía creer; la alegría de las dos mujeres estalla en abrazos. La señora Bernarda Barrios de Marco y sus hermanas, con privilegio de residentas, están instaladas en una vieja casona abandonada por sus dueños. Desde entonces, allí va Pancha con frecuencia a pasar sus ratos libres, en un remedo de vida de familia. La tratan con cariño y hasta le hacen regalos: un trozo de carne o una torta de mbeyu que ella lleva a su rancho para compartirlos con Engracia.

     Recostada contra el horcón que sostiene la enramada, techo de su mísera vivienda, Pancha cierra los ojos para no ver sus pies hinchados, su cuerpo herido, marcado por los latigazos y las picaduras de insectos.

     Ya están cerca los aliados, si nos alcanzan volveremos a nuestras casas. El Paraguay se queda sin soldados, son cada día menos; combaten como héroes ante un ejército numeroso y bien equipado. No pueden más, ¿por qué seguir esta inútil matanza? Ya estamos en poder de los aliados, y a ellos se unen muchos de los nuestros, enemigos de la dictadura. Sólo el orgullo personal de López exige esta masacre despiadada de un pueblo dominado por el servilismo y el terror. Estoy segura de que no queda un solo paraguayo con ganas de continuar la guerra, ¿o es que el Dictador está dispuesto a acabar con todos nosotros? No, no quiero morir; es inicuo morir por el capricho de un hombre. Él debe irse para bien de la patria si no tiene el coraje de ponerse al frente de sus tropas y morir dignamente, o rendirse. Vamos quedando pocos, pero yo sobreviviré; estamos llegando al final de este calvario, y cuando él ya no esté, reconstruiremos el Paraguay, nosotras, las mujeres. Seremos capaces de defender y trabajar en paz esta tierra bermeja de tanta sangre. Virgen Santísima, ayúdanos.

     El horizonte trepa la curva de los cerros todavía empenachados de luz mientras la oscuridad se esconde entre los árboles del bajo, con su silencio plagado de voces.

     Desde la choza de Pancha se divisa la de Dolores. A menudo se juntan para conversar, y Pancha entretiene a las niñas con relatos y juegos.

     Una mañana, Dolores llega agitadísima:

     -Ay, no sé qué hacer. Elisa se me enfermó de pasmo; tiene fiebre y vomita, ¿qué piko le puedo dar? No tengo ni remedio yuyo.

     -No te desesperes -la calma de Pancha contrasta con la angustia de las dos mujeres -tenemos cedrón capi'i que Engracia recogió cerca del río. Vamos allá, le haremos un té.

     Apenas pudo tomarlo. Su cuerpecito lacio se fue hundiendo en un sopor tranquilo. A la tarde, murió.

     -Dios Santo, qué le diré a tu pobre mamá cuando la encuentre y no vea a su mitá cuña'i. Reina querida, seguro vas junto a mi Alba, ella te está esperando en el cielo; allí no van a sufrir más.

     Inclinada sobre el cuerpo sin vida, Dolores se lamentaba en voz alta, ronca de pena. Se volteó para abrazar a las muchachas de ojos muy abiertos, secos, llenos de miedo. Era la segunda hermana que Clementina y Sylvia perdían.

     Muchas destinadas acompañaron el entierro de Elisa. Con omóplatos de vaca cavaron una fosa lo suficientemente honda como para poder cubrir luego el cuerpo. Las dos muchachas se aferraban a los brazos tostados: sabían, entre lágrimas, que el único sostén que les quedaba era la devoción de esa fiel servidora.

     Para cruzar el río, unas señoras habían subido a las niñas en su carreta. Dijeron saber que Carmelita Gill de Corday vivía, pero sin conocer dónde se hallaba. Desde entonces, el sueño de las muchachas de ver nuevamente a su madre se hizo esperanza -por eso la angustia de la mujer ante la muerte de Elisa.

     En el gentío, encuentros casuales juntan fugazmente viejas amistades o parientes. Pancha no lleva grillos ni ha sido torturada, pero al ser sospechosa de traición le están vedados los privilegios de las residentas y sufre los castigos de las traidoras.

     La triste monotonía del pueblo se quiebra con la llegada de algunos indígenas causando un revuelo inesperado.

     -Panchí, pronto que na, busca algo para cambiar, los caiguá traen carne fresca.

     Pancha manotea las orejas arrancándose los aros: dos cuentas de oro cubiertas con un fino trabajo de filigrana. Los mira con tristeza: por primera vez siente los lóbulos sin pendientes y eso le produce una extraña sensación de desnudez. Sin titubear, se los entrega a Engracia.

     -Tómalos, valen más que un trozo de carne.

     La morena halla a los nativos vistiendo ropas de paisano; por los desgarrones se deja ver la piel oscura, lustrosa. Traen bolsas de fibra de coco colgando de los hombros, repletas de carne todavía sangrante: están cercados de mujeres disputándose cada pedazo. Decidida, Engracia se mete entre la turba. Al rato vuelve con su trofeo.

     En cacharros de barro, latas o ensartada en palos, las felices mujeres cocinan y comen con alborozo, envueltas en el olvidado tufillo a carne asada o sabroso puchero.

     Algunas quedan sin nada. Sabiendo que la toldería está cerca se aventuran a buscarla para conseguir el anhelado alimento. Van gastando sus últimas energías sobre la huella dejada por los indios en el monte. Al fin divisan los tapuy, al salir de una curva, tropiezan con el cadáver de una de sus compañeras, Patricia Giménez, horriblemente descarnado, con la cabeza y las entrañas todavía brillantes de sangre.

     Con gritos desesperados interrumpen la feliz comilona:

     -No coman, no coman. Estos indios malditos están vendiendo la carne de nuestra compañera. Nosotras encontramos su cuerpo destrozado tirado entre los yuyos, con los huesos y las tripas afuera. Dios se apiade de ella. Salvajes, desgraciados, Jesús, qué bárbaros.

     Corriendo despavoridas, van contando la noticia.

     Muchas ya han comido. Se lamentan a gritos, entre llanto y arcadas, tratando de devolver el macabro festín, sin conseguirlo.

     Sentadas en ronda, frente al rancho, almuerzan Pancha, Engracia, su amiga Dolores y las dos niñas. Debido a la extrema debilidad de sus compañeras, Pancha ha decidido compartir el escuálido asado: algunos trozos aún chirrían en el fuego.

     -Qué espanto, estos indios son verdaderamente salvajes. Yo no sabía que eran antropófagos. Qué asco, vamos a tirar lo que sobra -masculla Engracia haciendo esfuerzos por devolver lo tragado.

     -Virgen Santísima, cómo nos engañaron. Pobre anga esa mujer, diez y ocho años me parece que tenía; ayer nomás le rezamos un rosario porque no volvió de buscar naranjas. Ya estaba, niko, por morirse. Yo creo que se murió nomás.

     -Es posible -Pancha tiene los labios apretados y se le enrojecen los ojos. Junta las manos para acallar el temblor y con voz apenas entendible, ordena-. Recemos por ella. Hoy nos ofrece su cuerpo para que no muramos de hambre, todas estamos al límite de nuestras fuerzas, estas niñas más que nadie. No debemos rechazar este alimento. Dios nos perdonará -y con voz opaca-. Comamos, debemos seguir adelante.

     A pesar del gesto de repugnancia, su mano no vacila al llevarse a la boca otro trocito. Dolores, imitándola, corta pequeñas porciones para las niñas y mastica despaciosamente su pedazo, luchando con las náuseas. Las niñas comen con asco y avidez al mismo tiempo. Rápidamente terminan el mísero y tétrico almuerzo, calladas, dispuestas a sobrevivir.

     Otras hacen lo mismo. Nadie se atreve a rescatar los despojos por temor a los indios en ese día de congoja y oraciones.

     Exhausta, desnutrida y enferma, la turba miserable se entera de que el Karaí ha dispuesto mandarlas a Panadero, distante muchas leguas de Igatimí.

     Temblando de angustia, seguras de no poder sobrevivir a este nuevo esfuerzo y después de un largo día de conciliábulos, deciden pedir a las hermanas Goiburú -por ser hermanas del Coronel Goiburú y considerarlas las más representativas- que escriban una súplica al Mariscal López rogando no ser removidas de Igatimi, donde ya están cultivando los campos para proveer de alimentos al glorioso ejército paraguayo y tienen construidos sus ranchos.

     Días después, las hermanas Goiburú fueron llamadas por orden del Dictador, quien, sin juicio ni explicaciones, las hizo lancear sobre la margen izquierda del Itanaramí. El escribir la misiva se consideró riesgo de traición, por un posible contacto con el enemigo. Las pobres refugiadas, aterrorizadas, no volvieron a escribir una sola línea.

     Los fuertes chaparrones de octubre dan al campo su vigoroso impulso. El verde obscuro de los cerros se matiza con el rubor de los lapachos, la azul explosión de los jacarandá y el ondulante amarillo de la flor de agosto, a lo largo y a lo ancho de la pradera circundante.

     Se extiende en el pueblo un rumor desgraciado. López ordena una investigación. El pavor cierra las bocas recordando San Fernando. Esta vez inculpan a la propia madre del Mariscal, a su hermano Venancio y a sus hermanas, al coronel Marcó y miembros de la Mayoría. Cada día la lista se alarga. Dicen que su madre, ayudada de un médico, pondría veneno en los dulces que ella acostumbra a regalar a López por su cumpleaños. De esta manera, moriría no sólo él, sino también sus más allegados.

     Sentada sobre un tronco, Engracia comenta:

     -Panchí, ¿qué está pasando? ¿Crees, piko, que ña Juana de veras quiere envenenar a su hijo?

     -No sé, no lo creo. Además, sabemos que Venancio va a decir cuanto Francisco ordene con tal de salvar el pellejo, como la otra vez. Y en la tortura no hay quien aguante; se declara lo que ellos pidan. Dudo del pusilánime de Venancio, y Marcó está preso por su culpa. Mi Dios. ¿Qué les harán?

     -Y seguro los van a mandar fusilar, angá; sea pariente o extraño, sea cierto o mentira. Qué le hace una mancha más al tigre.

     Interrumpió la conversación un grupo de soldados arreando varias mujeres llorosas. Frenaron frente al ranchito.

     -¿Francisca Garmendia?

     -Sí. Soy yo.

     -Tenemos orden de llevarla a Espadín.

     Pancha, con los ojos arrasados de lágrimas, tomó una pañoleta, miró su lecho de hojas secas, la lata colgando del tronquito: a pesar de todo, esa era su casa.

     Engracia la agarró de un brazo:

     -Yo me voy con ella.

     La mirada torva del sargento recorrió a la mulata con desprecio:

     -He dicho Francisca Garmendia. ¿Quién carajo es usted para discutir mis órdenes? No vamos a llevarnos a todo el campamento. Unas cuantas nomás. Quédese donde está.

     -Che karaí, por favor, déjeme na ir con ella.

     Un planazo del sable la hizo caer al suelo y se oyó el ruido seco del frágil hueso al quebrarse. La pierna quedó en un ángulo extraño.

     Pancha se inclinó sobre su amiga que gemía de dolor.

     -Nde, traidora, tapejó coagui pee aña membyre, apúrese si no quiere probar mi sable.

     En la arena, las dos mujeres, desencajadas, se despedían con lamentos y protestas. Atraídas por el barullo llegaron algunas compañeras, y al ver el estado de Engracia se dispusieron a socorrerla, sin hablar con Pancha por temor a los uniformados.

     -Cumpla la orden, cuña retobada. Tráiganle, que na.

     El sargento empujó a Pancha con brusquedad. Ella se debatía y le propinaban tremendos latigazos. Sus gritos se oyeron por largo rato, cada vez más lejos.

     Ese mismo día partió para Espadín un grupo de traidoras que aún podía caminar. Los guardias eran feroces con las desdichadas a punto de desfallecer. Restallaban los latigazos en la angosta picada espantando los pocos animalitos sobrevivientes; el polvo se espesaba con voces y lamentos tejiendo una niebla de desolación sobre la endeble comitiva. En una jornada de viaje quedaron dos infelices bajo las lanzas. El miedo hacía el milagro de sostener en pie a esas pobres criaturas.

     Llegó la orden de alto. Todas cayeron al suelo sin siquiera tener ánimo de prender fuego; apenas bebieron unos sorbos de agua del arroyo que corría a pocos pasos, culebreando entre las piedras.

     Al amanecer, el espléndido paisaje se cubre de un polvillo dorado que lo hace parecer irreal: el arroyo se despeña entre cimbreantes cañaverales, sajando monte, el aire trae la frescura del follaje tierno; Pancha se deja llevar por esa mágica sensación. Fantasea. Arrobada olvida sus llagas, mira la cordillera nimbada de luz y siente en las venas un latir imperioso impulsándola a vivir.

     Me llevan a Itanará, ¿será, acaso, mi destino final? Debo resistir, tal vez Engracia esté viva y la vuelva a ver, Jesús, ¿quién cuidará de ella? Virgen Santísima, Virgencita de Caacupé, ten compasión y cuídala. Estoy convencida de que pronto seremos liberadas. Dios, cuando vuelva a Asunción, ¿veré a mi madre y mis hermanos, o esta cruel guerra los habrá devorado? No quiero ni pensarlo. A qué ilusionarme; tal vez ni llegue al otro lado de la cordillera.

     Sueña recostada contra unas tacuaras, a la orilla del arroyo. De pronto siente un débil chasquido en el agua y el inconfundible croar de una rana. Todos sus sentidos se ponen en alerta; sigue con la vista el vibrar de los yuyos y con un rápido manotazo atrapa al animalito que se debate entre sus dedos. Toma un grueso guijarro y lo aplasta sobre la cabeza verdosa. Es un buen comienzo del día. Sin perder tiempo, se levanta trabajosamente y se pone a preparar el fuego hurtando un tizón de la fogata común, lejos del grupo.

     El sitio está extrañamente quieto, como si los guardias también quisieran disfrutar de esa apacible complicidad de la naturaleza.

     Terminada de asar y engullir su presa, sonríe satisfecha y se limpia los dedos en el pasto húmedo de rocío. El crujir de la maleza le indica que alguien se aproxima.

     Parado frente a Pancha el hombre no puede disimular su admiración: es raro ver belleza bajo harapos y flacura. Con un gesto de extrañeza ella se pone dificultosamente de pie, envolviéndolo en su mirada violeta.

     -¿Es usted Pancha Garmendia?

     -Sí, señor. ¿Qué desea?

     -Está usted arrestada y debe acompañarme a Itanaramí.

     Rígida, blanca, parece una estatua.

     -¿Puedo saber de qué se me acusa?

     -De conspirar contra la vida del Mariscal López.

     -Jesús, pero eso es absurdo. ¿Cómo podría yo hacer una cosa así?

     Es falso; si apenas tengo fuerzas para sobrevivir.

     Había una sombra de piedad en el rostro del uniformado:

     -Basta. Tengo orden de llevarla. No se resista.

     No se resistió. Estaba descalza, su vestido de bayeta ondulaba, holgado, sobre el cuerpo flaco. El cabello abundante, estriado de blanco, le caía sobre la espalda pegoteándose en las heridas y dejando el altivo rostro libre gracias a una vincha de fibra de coco. A pesar de su debilidad, trató de mantener el paso de su captor: no pudo. Este se dio cuenta y aminoró la marcha.

- XV -

     Fugaz fue su suerte. Itanará. Ella lo sabe. Allí están funcionando tribunales para juzgar a los encausados por el intento de asesinato, pero ¿por qué a mí? Un estremecimiento de terror la hace tropezar y se aferra de una rama para no caer. El movimiento brusco agudiza el dolor de los pies y abre las heridas de la espalda; jadea aferrada al gajo; las lágrimas resbalan sobre la piel reseca; el azul de sus ojos oculto por el rasgado trazo de las pestañas.

     Llegan al claro. Allí se desperezan los soldados entre risotadas y palabrotas. El oficial entrega a Pancha a dos uniformados, con el encargo de llevarla ante las autoridades de Itanará, para ser interrogada.

     Uno es petiso y retacón; el otro más alto y de rasgos aindiados.

     El uniforme gastado les cubre decentemente el cuerpo, es evidente que no les falta comida, están delgados pero no flacos. La miran escupiendo de costado, con odio divertido.

     -Entreguen este papel y a la presa a las autoridades del Tribunal. En marcha, y no maltraten a esta mujer porque debe llegar viva, ¿re entendé pa?

     -¿Le metemos grillos, mi jefe?

     -No hace falta, está muy débil, no intentará escapar. Además, con las heridas que tiene en los pies no va a poder caminar con esos hierros. Así nomás está bien -y se despide de Pancha con una ligerísima inclinación de cabeza.

     -Venga que na, traidora de mierda; allá le van a arreglar la cuenta, aña memby -y lanza una mirada de entendimiento al compañero, quien la observa con sorna, aprobando en silencio.

     -Vamos, kuña arruinada -completa el aborigen.

     La picada se traga a Pancha flanqueada de sus custodios provistos de lanza, un bolso con mandioca, algo de tasajo y algunas naranjas.

     Ella sólo lleva el rotoso vestido ceñido a la cintura con un cordón de fibra de coco para evitar engancharse con las espinas, y una angustia golpeando con furia las sienes.

     El alocado tumulto de su pecho no cede. Soy inocente, él sabe que no tengo culpa; sólo buscaba cariño con los Marcó. Su crueldad no puede llegar a tanto, hay recuerdos inolvidables, tal vez consiga su perdón. Acaso lo vuelva a ver; él me amó y me odia a su manera, sería monstruoso que sabiéndome inocente me condenara; no lo puedo creer. Desde que lo conocí sólo me ha traído desgracia. ¿Será ahora mi verdugo? Jesús, no me desampares, Tú sabes que no tengo culpa. No puedo mentir para acusar a mis amigos; no he llegado tan bajo.

     La tensión le nubló la vista y quedó quieta un instante. El restallar del ysypó le arrancó un grito de dolor; agachada, retomó el paso con esfuerzo, entre las risas groseras de sus custodios. El hambre le retorcía las tripas; al vadear un arroyo tomó agua con avidez. Le habían dicho que llegarían al anochecer; tenía las heridas reabiertas por la golpiza y el dolor se volvía insoportable. Ansiaba un descanso. Trastabilló otras dos veces y fue levantada a empellones y latigazos. No podían lancearla por el encargo: debían entregarla viva.

     Llegaron al campamento casi de noche; la ataron con una cuerda a un árbol, sujeta como un perro, con la soga al cuello, turnándose los hombres en la guardia.

     Se acostó boca abajo. Sus ropas manchadas de sangre, ya seca en algunas partes, apenas la cubrían. La sed y el hambre no le permitían dormir. Repasó de una ojeada los alrededores, socorrida por la luz de las fogatas. Apenas reconocibles en sus andrajosos uniformes, los soldados dormían desperdigados sobre el césped. No lejos del caserío que se divisaba algo más allá, había otros prisioneros: cuerpos oscuros contra los árboles y el sórdido golpeteo de cadenas como espantosa canción de cuna. Embotada de calor y cansancio, Pancha ignoró los mosquitos y mbarigui y se quedó dormida.

     No oye el trajín del campamento ni el correr del arroyo. No siente el fuego del mediodía empapándola de sudor. Despierta para ver las sombras serpeantes de los árboles entre guiños de una luz resbaladiza disolviéndose en la bruma del atardecen

     Su cuerpo se niega a obedecerla. Del vestido sólo quedan jirones, dejando al descubierto los surcos purulentos y sangrantes que cruzan sus espaldas desde el cuello a las caderas. Le arriman un jarro de agua: lo toma dificultosamente, a pequeños sorbos lentos, espaciados, a pesar de la sed.

     Perdida la vincha, el pelo cae desordenado hacia la cara; recibe la orden de marcha y mira al sargento con ojos extraviados.

     -Ejupi que na. Levántese, kuña aña.

     Un quejido responde a la patada del guardia petiso, quien la estira del brazo poniéndola en pie. Pancha es toda dolor, aún así, sigue a su custodio trastabillando sobre la huella de tierra reseca, hasta alcanzar las casas. Su esfuerzo está concentrado en no caer: ignora al grupo de hombres departiendo al costado del camino.

     Una voz conocida le llega haciendo la pregunta:

     -Guardia, ¿a quién lleva usted?

     El custodio se cuadra y el capellán Maíz, reconociéndola, hace la aclaración:

     -Es Pancha Garmendia, mi Mariscal, la traen al Tribunal para interrogarla.

     El tono de Solano es tajante:

     -Sargento, retírese.

     Allí queda Pancha. Jadeando alza la cabeza y observa, atónita, al grupo formado por el Vicepresidente Sánchez, los señores Caminos y Falcón, los generales Resquín y Caballero, los coroneles Patricio Escobar, Silvestre Carmona, Aveiro y Juan Crisóstomo Centurión, el capitán de fragata Romualdo Núñez y los comandantes Mauricio Brítez y Manuel Palacios, los capellanes Maíz y Espinosa y varios ayudantes de servicio.

     Se adelanta López y extiende la mano a Pancha, quien retribuye el gesto con evidente esfuerzo. Los otros, ante el calamitoso estado de la recién llegada, se acercan también para ofrecer sus saludos.

     Es un momento singular. En todos los rostros se lee el asombro y la piedad, sólo el Mariscal la escruta sin dejar traslucir sentimiento alguno.

     -Y bien, debe usted comparecer ante el tribunal por delitos muy graves en los que figura como participante. Diga la verdad en cuanto tiene de conocimiento y colaboración. Si se sincera y confiesa, será tratada con benevolencia. No mienta a nuestros jueces, no se lo perdonarán.

     Pancha consigue erguirse y el violeta de sus ojos chispea de ira. Dándole la cara al Mariscal, interrumpe con viveza:

     -Yo no miento. Desde ya puede usted preguntar lo que desee saber. Soy inocente.

     -No soy yo quien va a interrogarla, es con sus jueces que dialogará. La perdono por haberme interrumpido, pero trate de cuidar sus modales. Este es un asunto serio. Ante los señores y con la palabra del Jefe Supremo de la Nación, afirmo que si confiesa y se arrepiente firmaré su completa absolución y libertad. Le pido recuerde mi promesa ante el Tribunal, no espero actúe usted en otra forma pues se expondrá a la condena por sus jueces y no podré otorgarle la libertad prometida.

     -No sé nada. Ni siquiera para salvar la vida mentiré, señor, y menos si con esas mentiras llevo desgracia a mis amigos. Además, señor -su rostro pálido trasunta una trágica grandeza- no he implorado perdón; fui antes y soy ahora inocente.

     López se crispa y retrocede como un felino a punto de atacar; con los labios apretados y una vena pulsándole la frente. Las pupilas de Pancha se dilatan y se estremece de pavor ante el gesto repetido de aquella aciaga noche.

     Mudos e inmóviles, los acompañantes del Mariscal no saben qué actitud tomar. Afortunadamente, en eso se acerca la Lynch, espléndida en un vestido de muselina estampada y el rubio cabello recogido con un peinetón paraguayo. Reconoce inmediatamente a Pancha y se aproxima con una mezcla de triunfo y conmiseración.

     -Pancha, pobre amiga mía, ven a la casa, allí podrás asearte y luego cenar con nosotros. ¿No te apetece? ¿Lo permites, Solano? -y la arrastra, sosteniéndola con cuidado, hasta una pequeña habitación.

     Sobre el soporte de hierro se apoya una palangana de porcelana decorada, haciendo juego con la jarra llena de agua fresca puesta en una mesita, al costado, donde también encuentra jabón, peine y toallas. Unas tablas hacen de piso y dejan escurrir el agua por las junturas.

     Mientras se lava y a pesar del dolor, Pancha rememora sus anteriores encuentros con la Madama. Está en el puerto de Asunción, esperando la llegada del buque que trae a mamá Manuela de Corrientes. Los amigos se aproximan, corteses; en el muelle todos se acercan a ver a la Reina de Asunción, la paraguaya más bella del país. Lleva un vestido de algodón, de falda amplia y escotada blusa adornada con encaje yu. Algunos se atreven a saludarla, otros la contemplan como a una visión, encandilados por esa figura arrogante, de piel blanquísima salpicada de lunares incitantes y esos ojos rasgados ensombrecidos por largas pestañas que acorralan el fuego de sus pupilas azul profundo. Su porte quita el aliento y amarga a la rubia irlandesa arrinconada en el otro extremo del muelle, quien ve por primera vez a su rival. Pancha también la ha visto: se vuelve de espaldas y la ignora. La querida de Francisco se yergue desafiante. Se sabe dueña del corazón de su amante, será la madre de su hijo y es tan hermosa como esa muchacha.

     Pancha peina el cabello enmarañado tratando de mejorar su aspecto: igual será una andrajosa entre los lujos de Elisa, los uniformes de los oficiales y el impecable atuendo del Mariscal. Duda en rechazar o aceptar ese gesto de humanidad de la extranjera; el hambre la vence.

     Un llamado desde fuera anuncia que la mesa está servida.

     Pancha vacila bajo el dintel de la puerta, sin atreverse a entrar. En su demacrado semblante los ojos inquisidores refulgen bajo las gruesas cejas de arco perfecto. Los comensales están sentados ante una mesa puesta con mantel bordado, cubiertos de plata y fina porcelana. En una cabecera, el Mariscal; en la otra, la Lynch sirve los platos desde la mesa de arrimo. Al descubrirla, Elisa le indica un sitio vacío. Pancha se ha puesto como chal una toalla de hilo para cubrir su miseria; se sienta en silencio, soberbia en su invalidez. Nadie se atreve a dirigirle la palabra ante el ceño de López.

     El aroma que sube del plato la marea de placer; imposible disimular su avidez; come con ansia, por imperiosa necesidad física. Sólo después de algunos bocados descubre el sabor de las comidas bien preparadas, extrañas a su estómago acostumbrado a raíces y naranja agria. La Lynch hace un comentario despectivo sobre sus modales, antes de retirarse. Ella no la oye: saborea un dulce de guayaba, recordando la cálida cocina de Ramona. En la mesa quedan López, Caballero y Pancha. Extraño trío.

     Pancha ha terminado de comer con las mejillas arreboladas por el esfuerzo y la satisfacción. Trata de mantenerse erguida a pesar del dolor. Manchas purulentas motean la toalla de hilo, en las cuencas huesudas los ojos violeta chispean con brillo insumiso. Ese poco de alimento le devuelve el coraje y su dignidad renace intacta.

     Caballero, incómodo, mira con pena a la mujer envejecida y harapienta. La bella Pancha Garmendia, reina de los salones de Asunción, ahora cubierta apenas con un andrajoso vestido y una toalla ¡oh ironía! de la Lynch-. La ve estremecerse y él también siente el escalofrío reptar el estómago y llegarle a la garganta. Su grito airado muere ante los labios apretados y el pérfido fulgor de esas pupilas enrojecidas que tan bien conoce.

     A pesar del uniforme limpio y las botas lustradas, la chaqueta cae floja sobre el pecho abombado del Mariscal; la piel amarilla y seca luce manchones encendidos por el exceso de alcohol y cubre sus mejillas deformadas por la hinchazón, dándole un aspecto payasesco. La permanente infección hace de esa boca un pozo nauseabundo y doloroso que él combate -como siempre- con dosis cada vez mayores de cognac. Nada queda de la hermosa cabeza de antaño.

     Escudriña a la esquelética mujer quieta y triste, con una impavidez aterradora.

     Sobre el mantel, las manos de Caballero estrujan la servilleta hasta blanqueársele los nudillos, la frente se le va humedeciendo lentamente.

     El silencio se vuelve insoportable.

     -He llamado a su guardia -indica López, mirándola fijamente- y la llevará a una habitación para dormir. Espero reflexione sobre lo que le tengo dicho: confiese mañana la trama de este sórdido atentado y denuncie a los implicados. Si así lo hace cuente con mi promesa, en memoria de tiempos pasados- completa bajando la voz.

     -No puedo confesar lo que ignoro. Soy inocente, debe usted creerlo. A nadie debo incriminar en algo que no conozco. No mentiré, Mariscal, aunque me condenen por es -. Su tristeza tiene el gris del acero.

     Caballero se levanta y la toma del brazo:

     -Vamos, su custodio la está esperando.

     El petiso indica el rumbo con un gesto, callando los acostumbrados improperios. Con el mismo mutismo la encierra en una pieza de adobe. Al cabo de un rato se va acostumbrando a la negrura; por unos agujeros en la pared, como respiraderos, entra algo de claridad. Descubre un catre de trama como único amoblamiento y en él se acuesta tratando de no lastimar sus heridas.

     Pancha siente la antigua satisfacción de haber comido bien en esa mesa hostil, mientras casi todo el Paraguay pasa hambre. Con rabia recuerda la carne en salsa de especias, acompañada con mbaypy y el rico dulce de guayaba, todo regado con vino francés y cognac de sobremesa. A ellos no les falta nada, y sin embargo todo es desolación y muerte. Asunción está bajo el poder aliado y muchas residencias han sido saqueadas, víctimas de la rapiña de los invasores. Por otro lado, las autoridades van permitiendo la vuelta a sus casas y a su valle, de los desplazados, inclusive con ayuda, para evitar la muerte por hambre en los pueblos arrasados por orden de López, donde sólo hay miseria y desolación.

     El cuartucho se llena de luces. Aquel baile del 20 de noviembre, en el Club Nacional, congrega a la sociedad paraguaya. Brillan condecoraciones y joyas sobre los trajes de gala. El General López recibe a los invitados y el lujoso salón vibra al son de una mazurca. Entra Pancha envuelta en muselina blanca con ajustado corpiño escarlata: los rostros se vuelven entre exclamaciones al contemplar tan soberbia belleza. Un grupo de damas -que odian a la extranjera, impedida de asistir a las fiestas oficiales- la arrastran a un forzoso saludo al anfitrión. López la toma de la mano como aquella vez, por más tiempo del debido; el quieto bronce de sus pupilas fijo en ella:

     -¿Iniciamos el baile? -invita, y hace una seña a la orquesta mientras la toma en sus brazos, negándole la retirada.

     Una ovación subraya el gesto. Han conseguido humillar a la Madama. Todos -todas- baten palmas, alborozados. A Pancha le centellean los ojos y con labios apretados sigue los pasos de su pareja. Su mano rígida no responde a la cálida presión.

     -¿Acaso no te place bailar conmigo?

     -Bien sabes que no.

     -Tienes demasiado orgullo. Asunción entera nos quiere juntos, démosle el gusto.

     -Nunca. Tú ya tienes una querida, déjame en paz.

     Al callar la música quedan en la cabecera del salón. Díaz se acerca escoltado por el Coronel Wisner de Morgenstein y dos damas: su hermana Mercedes, y la Lynch.

     Un murmullo recorre el recinto. Imponiendo su presencia en aquel sitio prohibido, allí está la irlandesa, resplandeciente en su vestido de seda celeste; el pelo, sostenido por una tiara de perlas, le cae en rubia cascada. La acompaña el bello y refinado húngaro, siempre presente en sus salones, único espacio de ambiente europeo en esa Asunción colonial. Es fiel amigo de la Lynch, quien enterada del complot de sus detractoras, decide jugarse una última carta para acabar con esa situación de marginada ante la sociedad. Era el todo por el todo: Pancha y esa gente o ella.

     Solano palidece. Por un momento su rostro se descompone en una serie de contracciones. Imperturbable, con un elegante ademán, Morgenstein se dirige al General:

     -Con su permiso, ¿ordeno un vals?

     Elisa sigue erguida, puro amor y temor hecho desafío.

     -Señora -la voz del general se eleva, potente-, ¿bailamos?

     Díaz inicia los aplausos. Sus amigos músicos tocan para ella el Vals de la Primavera; el coronel, con una reverencia, me invita a bailar. No me importa el triunfo de la Lynch, se lo agradezco. En brazos del húngaro mis músculos tensos se relajan; aquella fiesta de tan mal comienzo termina con mi libreta de baile completa y sumamente divertida. Yo bien sabía que a pesar del éxito de esa noche, Elisa seguiría siendo repudiada por la sociedad asunceña.

     Prohibí a las chismosas de siempre inmiscuirse en mi vida: nada de encuentros indeseables con Francisco. Así terminó ese episodio que conmocionó a toda Asunción. Respeté la valentía de esa mujer, en defensa de sus hijos y su amor. Ella detesta a la sociedad paraguaya, de campesino abolengo, tanto como ésta la detesta a ella, la amante extranjera del hijo del Presidente, madre de sus hijos, de poderosa influencia en Solano, quien regala a su querida joyas, bienes y tierras, sin control. Por su parte la Lynch organiza colectas voluntarias para obsequiar al coronel y más tarde Mariscal, una espada y corona de oro y piedras preciosas, encargadas a un famoso orfebre brasileño. Todo esto mientras el pueblo se muere de hambre. A pesar de la guerra y el carácter de Francisco, la irlandesa sigue a su lado, pero le llama Señor, y si participé hoy en esa cena, fue porque ella me invitó.

     Exhausta, se quedó dormida.

     Una que otra vela prendida clareaba alguna ventana, fogatas espaciadas daban su resplandor quebrando las sombras. La negrura la sitiaba y el oído se ponía alerta. Gente agotada dormía bajo carretas o sobre la gramilla, cara a las estrellas. El jadeo de parejas haciendo el amor entre las matas inquietaba a los hombres solitarios o que esperaban turno. Ellas se dejaban tomar, era el único placer que les quedaba.

     Desde hace mucho tiempo el desayuno ha desaparecido del ritual diario de Pancha, pero aquella mañana no se levanta con hambre, como habitualmente ocurre.

     Con los dedos huesudos trata de acomodarse el pelo y anudarlo en un rodete. El sol está alto cuando la vienen a buscar. Al moverse se le abren los cárdenos surcos de los latigazos, el dolor empaña sus ojos y le arranca un quejido que ahoga ante el guardia, apretándose la boca con la mano surcada de venas azules. Apenas puede caminar, pero se yergue enfrentando a sus jueces.

     Otra vez idéntico proceso: el mismo interrogatorio, las mismas acusaciones, la urgencia por arrancarle una confesión exigiendo los nombres de los implicados en el intento de asesinato, y ella, una y mil veces:

     -No sé nada. Soy inocente. Los Marcó son amigos. Estaba muy sola y en ellos encontré cariño y protección. Jamás supe de ningún complot.

     -¿No le contaron del proyecto de envenenamiento y acaso le invitaron a huir en un bote si fracasaba el intento?

     ¿Se dan cuenta de que eso era imposible? Yo vivía con las traidoras, custodiada por las autoridades; no tenía ninguna posibilidad de tomar contacto con el entorno del Mariscal. Todo esto es una absurda intriga para condenarme y condenar a mis amigos.

     Con tono monótono, a ratos preñado de amenazas, continuaba el interrogatorio interminable, hasta que Pancha, exhausta pero irreductible, era devuelta a su celda.

     De nuevo el cuartucho, acurrucada en el catre de trama, tiembla de fiebre y de angustia, haciéndose la eterna pregunta: Francisco, ¿quién eres? Un carácter férreo, sin duda. Desde joven impusiste tu voluntad; con estudio y dedicación te ganaste la confianza de tu padre, quien te hizo partícipe de las gestiones de Estado. Te dieron, un rango que no te correspondía, disponiendo, a tu antojo, de los bienes familiares, y tu deseo era ley. Prepotente y mujeriego, sembraste amores e hijos para abandonarlos después sin darles importancia. No tuviste la cautela de Don Carlos: siempre te has considerado el Destinado. Con paciencia te fuiste apropiando del poder relegando a tus hermanos, hasta exigir el mando a tu padre moribundo. Rotas las barreras que contenían tu ego desbordado, te erigiste como único guía de tu pueblo. Nunca escuchaste razones: quien disintiere contigo se convertía en odiado rival, y decidiste salvar al Paraguay y ganar las guerras que tú mismo habías provocado. Tus arengas llenas de fuego y promesas de victoria encandilan al pueblo sencillo y valiente: los opositores son sistemáticamente eliminados. El miedo crea adeptos serviles y tribunales aterrorizados dictando, sin piedad, sentencias de muerte. El paredón de fusilamientos se empapa diariamente de sangre inocente y el Tratado de la Triple Alianza, con sus oscuros fines, te sirve de ariete para exacerbar el patriotismo de los paraguayos: seguirás siendo el único gobernante del país aunque con ello lleves a tu patria al exterminio. Pronto vimos, a pesar de los artículos de El Semanario, cuán pocas son las victorias; los soldados y civiles están siendo diezmados por las enfermedades, el hambre y las balas. La guerra es ya una constante retirada, no sólo de las tropas, sino de toda la población. La orden es abandonar las ciudades y los pueblos previa destrucción de todo lo aprovechable, y seguir al éxodo bajo pena de muerte. Grupos de retaguardia se encargan de lancear a los renuentes -enseñas a tus soldados a ser delatores y asesinos sin dignidad-, así el enemigo se encuentra con casas y campos arrasados. Tus lustradas botas de charol esquivan cadáveres en su retirada. La desproporción es cada vez mayor. El enemigo dispone de tropas y armas de refuerzo: los combatientes paraguayos se van acabando así como sus pertrechos. La población civil sufre hambre y el terror de ser ajusticiada por cualquier intriga. Muchos, arriesgando la vida, escapan al territorio ocupado formando una legión para combatirte. El círculo de adictos se va reduciendo; algunos diezmados por la guerra y muchos más que haces fusilar aun sabiendo de su inocencia. Tu egoísmo y prepotencia son enfermizas: firmar sentencias de muerte es hoy para ti una monstruosa adicción. Tú eres el verdugo y llamas traidores a quienes quieren frenar este exterminio. Eres un monstruo enfermo y egoísta; todo lo puedo esperar de ti.

     Ayer comí de tu mano como un perro apaleado. Me arrepiento y te detesto hoy más que nunca. Acaso quieres prolongar mi agonía como prolongas la agonía de tu gente. Me tienes en tus manos y sabe Dios lo que será de mí. Pero sigo viva y amo a mi patria, esa patria que tú tan minuciosamente vas destruyendo al poner pechos de niños entre el enemigo y tú. Porque has de ser el último y harás matar a esos inocentes para escudar tu cobardía. Por Dios, ya es suficiente, déjanos vivir.

     Quieres culparme de lo que no hice. ¿Cómo podría yo conspirar custodiada por tus feroces esbirros? Aún deseándolo, era imposible. Los Marcó sabían de mi situación, de mi incapacidad de colaborar. Nunca me hablaron de eso y posiblemente ellos tampoco conspiraron ¿Cómo inculparlos, entonces? No acusaré sin pruebas, sería vil de mi parte llevar la muerte a quienes amo, por salvar el pellejo. Jesús, ayúdame, ya no doy más. No traicionaré a mis amigos. Y pensar que un día me dedicaste poemas... Un gesto amargo curvó sus labios resecos al repetir con asco:

Si alguna vez alcanzara

 a coronarme de rey,

mandaría que por ley

por reina te proclamaran;

diamantes, perlas y oro;

tú eres mi único tesoro

en quien mi esperanza fundo,

pues, en lo que encierra el mundo

tú eres el ángel que adoro.

     Qué mal poeta eres: imposible serlo sin verdaderos sentimientos. Por eso rompí ese mamarracho y te enfureciste por mi desdén. Te desprecio, Francisco, no me doblegarás jamás. Maldito seas.

- XVI -

     Gritos de mando, entrechocar de arreos de caballería, voces, la claridad de un nuevo amanecer. El cuartucho apesta a excremento y orines, Pancha bebe unos tragos de agua de la cantarilla de barro cocido: tiene los labios agrietados y la ropa pegoteada sobre las heridas.

     Gira la llave en la cerradura. La mano del petiso la arrastra al exterior. Cegada de luz se esfuerza por caminar erguida; el dolor le taladra el cuerpo.

     -¿Adónde me lleva?

     -Al tribunal.

     -Pero si ya les dije todo lo que sé.

     -Cállese, aña memby, ellos te van a arreglar la cuenta.

     Llegan a la sombra del corredor y a la temida presencia de sus inquisidores.

     -Y bien. ¿Está dispuesta a confesar de una vez por todas?, o seguirá haciéndonos perder tiempo con su terquedad.

     -Señor, no es terquedad, no puedo confesar lo que ignoro. Nunca he sido traidora ni lo seré.

     -Sabemos que es traidora y terminará por admitirlo o tendremos una visita a la cuestión. ¿Se declara culpable?

     -No.

     -Por hoy la dejo ir, pero mañana acabaremos con sus desplantes, ya estoy perdiendo la paciencia. Guardia, llévela de vuelta a su celda.

     De regreso a la prisión se cruza con otras mujeres arreadas hacia el tribunal. Están llenas de moretones y las marcas de los grillos son costras negruzcas. Por los rasgones de sus ropas se ven las huellas de los rebencazos; sus miradas se encuentran por un instante destellando coraje: reconoce a las hermanas Barrios.

     El latigazo la hace gritar de dolor, cae al suelo, gatea mientras la lonja de cuero cruza sus espaldas empapándose de sangre y pus.

     Trastabillando llega a la celda y se deja caer sobre el camastro. Un llanto convulso la estremece. Siguen castigándola, no hay piedad para ella. Se ahoga en el estrecho cuarto: quiere salir, sentir el sol y el viento en la cara, ver gente, saber qué pasa. Maldito seas, Francisco.

     Chirría la puerta. Mirándola desde el vano, Pancha reconoce a Caminos. En respuesta al mudo interrogatorio de sus ojos enrojecidos, éste aclara:

     -Vengo a advertirle que no mantenga su negativa. Debe usted confesar; tiene la promesa del Mariscal y será liberada si revela los nombres de sus cómplices. Si desprecia su propuesta, se obrará con usted como se merece.

     Pancha no contesta. Hay en su inmovilidad un firme desafío. Oye el correr del cerrojo.

     ¿Es esto vivir? No soporto más tanto dolor. Has destrozado mi cuerpo, pero sigue siendo el cuerpo de una virgen. Toda esta maldad no ha conseguido su objetivo. Tampoco aquella carta llena de frases de adoración en la que me ofrecías matrimonio pudo convencerme: ya te conocía. Ya entonces descubrí tu alma retorcida; cómo te detesto. ¿Qué será de mí? ¿Dónde estarán Bernardita y Marcó? No puedo creer que sean culpables: con estos bandidos en los tribunales de sangre la justicia es una mascarada. Quiero saber lo que me espera. Dios mío, es inútil, no mancharé mi conciencia con sangre ajena. No acusaré.

     Arrima los labios agrietados a la cantarilla que trabajosamente sostiene en las manos. El agua corre por su garganta hasta el estómago vacío: hace dos días que no le traen alimento; ella ni se da cuenta. El dolor le impide moverse, queda en el suelo hecha un ovillo a los pies del catre. La fiebre-sueño lame sus heridas hundiéndola en el olvido.

     Un ramalazo de sol le quema la cara. Trata de distinguir a sus visitantes entrecerrando los ojos. El repugnante petiso la pone de pie a los empujones:

     -Vamos cuña aña, camine. Ejupi que na.

     El vértigo la hace vacilar y el dolor le impide enderezarse. Trabajosamente sigue a su verdugo hasta el lugar de siempre.

     Sentados tras la mesa, Aveiro y Centurión la esperan. Con ceño torvo y tono seco repiten la pregunta:

     -Señorita Garmendia, es hora de que confiese. ¿Participó usted en el intento de asesinato de nuestro Conductor, el Mariscal López?

     -No.

     Mientras el escribiente asienta la negativa de Pancha, entran dos guardias trayendo a una mujer a rastras. Una sonrisa acompaña al saludo:

     -Bernardita, qué felicidad verte.

     Bernarda Barrios, rotosa y tambaleante, la mira inexpresiva, toda temor y vergüenza.

     -Señora Barrios de Marcó. ¿Acusa usted a la encausada, Francisca Garmendia, de haber conspirado con usted y su marido para asesinar al Mariscal?

     -Sí.

     Tiene la mirada perdida en un rincón de la habitación; no puede percibir el estertor que hace temblar las mejillas de Pancha ni el desesperado llamado de sus ojos incrédulos.

     -¿Por qué, Bernardita? ¿Por qué mientes?

     -Señora Barrios. ¿Consultó usted con la señorita Garmendia sobre cuál sería el veneno más adecuado para eliminar al Mariscal?

     -Sí, lo hice -grita con los ojos extraviados-. Sí, sí -repite en un gorgoteo histérico.

     Aveiro sigue leyendo la lista de acusaciones. A todas contesta con un gesto desquiciado, sin desviar la vista del rincón. Reconoce la participación de ella, Marcó y Garmendia.

     Pancha está a punto de caer: la cara desencajada y la boca abierta. El corazón golpea; su pulso le llena el cuerpo. Aprieta los párpados hinchados y secos. ¿A qué llorar? No es rabia lo que siente, una pena amarga busca comprensión; su amiga fue más débil. Vencida, acusa y miente. Ve marcas de tortura en sus carnes -tal vez sea insoportable, tal vez yo también claudicaría-. Gruesas gotas resbalan en el rostro lacio, comprende que todo está perdido. Es inútil, no quieren creerla. Pancha mira a la Barrios y encuentra en sus ojos rabia y desesperación. La observa con piedad, está calma y se siente sola, enferma, cansada, perseguida. ¿A qué seguir sufriendo? Recuerda la frase: «A veces hay que tener valor para rendirse.» Su palidez se ha vuelto cenicienta. Súbitamente saltan chispas del volcán de sus ojos, chispas que se trocan en lágrimas furiosas.

     -Me han tendido una trampa mentirosa y no tengo escapatoria. Estoy indefensa ante ustedes, pero Dios sabe que soy inocente y ustedes también. ¿No tienen miedo a la justicia del Altísimo? ¿No temen ahogarse en tanta sangre inocente? ¿Quieren también la mía? Me prometieron perdón si decía la verdad. La he dicho, pero sólo desean mi condena. Ustedes no son jueces, son chacales. Es inútil, no volveré a defenderme, hagan conmigo lo que quieran, la ignominia será para ustedes. Jesús y la Virgen Santísima me protegerán. Díganle al Mariscal que me libere: me prometió el perdón si decía la verdad y la he dicho. Pueden gritarme en la cara que soy culpable; Dios y ustedes saben del tormento que obliga a mentir. Yo soy inocente, si les queda un resto de piedad, libérenme.

     -Cállese, traidora insolente. Sus cómplices ya han confesado y la acaban de acusar enfrente nuestro. Es todo lo que necesitamos para saberla culpable. Llévense a esta mentirosa.

     Bajo un árbol, cerca del arroyo, arroja el sargento a Pancha, sin molestarse en ponerle grillos ni cuerdas.

     -Traidora sinvergüenza, tepoti meme, mucho trabajo nos diste.

     Con dos guascazos termina de derrumbarla; su risa sádica se va perdiendo al alejarse.

     Todo lo que resta de su traje son harapos en el delantero. De la espalda quedan hilachas mostrando el horrible estado de sus carnes. Las nalgas laceradas y desnudas, obligan a Pancha a tratar de cubrirlas con algo de tela. La fiebre seca su garganta y da brillo a sus ojos.

     A lo lejos, entre unas matas, cree reconocer a las hermanas Barrios. No les guarda rencor. Intenta gritar: un sonido opaco rebota en el viento. Exhausta, gime débilmente, tirada en los yuyos.

     La maleza impide descubrir el quehacer de sus captores, aunque perfora los arbustos un trajín de gente.

- XVII -

     Ruido de arreos y nerviosas voces de mando despiertan al campamento de Arroyo Guazú ese 11 de diciembre de 1869. El Mariscal ordena repliegue del Comando y sus tropas; manda retroceder hasta Zanja Jhu, cerca de Panadero, frente al río Aguaray Guazú. Dardos de sol sajan la polvareda y visten la miseria con su lujoso polvillo dorado. Algunos caballos de los oficiales y los bueyes uncidos a las carretas de la Mayoría son los únicos animales sobrevivientes. En ellas, hambrientos soldaditos y servidoras cargan bienes y provista para el dictador, su amante y sus hijos, además de la infaltable reserva de vinos franceses. El temor a ser lanceados impide a los criados comerse el alimento destinado a las bestias.

     El Comandante Antonio Barrios se cuadra ante el Coronel Centurión.

     -Mi coronel, hay orden de traslado del campamento. Tengo al grupo de encausadas cerca del arroyo, custodiadas por un piquete. No sé qué hacer con ellas, no me ha llegado ningún parte.

     -Yo no puedo disponer su destino, no corresponde a mi Mayoría.

     -Entonces, mi jefe, con su venia, ¿por qué no pide instrucciones? Así sabré dónde debo llevarlas.

     -De acuerdo, iré junto a Aveiro. Él podrá informarme si debo retirar o no la guardia.

     Encuentro al Coronel Aveiro atareado en arreglar sus pertenencias, alistándose para la partida. Una mochila de cuero amarrada a la montura es todo su equipaje. Me recibe con mal ceño y, disimulando apenas su fastidio, contesta:

     -Mire, Coronel Centurión, consulte con el Mariscal; no estoy enterado de sus disposiciones para con ese grupo de traidoras.

     Al acercarme a la Mayoría distingo su figura en el borde del corredor, cerca de uno de los últimos horcones de la galería. Contempla ensimismado la larga hilera de hombres desarrapados que comienza a perderse en la picada, hacia su nuevo destino.

     Son escasos cinco mil seres extenuados -hay niños-soldados, ancianos y mujeres mezclados con la tropa-; el hambre es terrible, nada hay plantado y el enemigo se llevó a los pocos animales de la zona. Cogollo de palma y naranja agria son el único sustento de esos infelices. Con pavorosa regularidad van cayendo; penosamente se arrastran hasta la sombra de algún árbol, cobijo de su agonía, mientras esperan el fin en resignado silencio.

     Y así los cadáveres jalonan con trágica impiedad la retirada del Mariscal López, por leguas y leguas.

     Lo sabe enterado minuciosamente del proceso y juzgamiento de las reas, especialmente de la Garmendia. Hace el saludo de reglamento:

     -Presente, mi Mariscal, vengo a pedir instrucciones sobre el destino de las presas recién juzgadas y vuestras órdenes respecto a su traslado.

     Absorto, contesta apenas el saludo, endereza el cuerpo encorvado y llama a un ordenanza que nos mira desde la puerta del despacho, con un:

     -Tráigame papel y lápiz.

 

     De sus labios queda un apretado tajo. Con los ojos entrecerrados apoya el papel contra el pilar de madera y estampa en él, sin apuro, tratando de hacer buena letra, los nombres de Francisca Garmendia y de las hermanas Barrios.

     -Aquí tiene la orden. Cúmplala.

     El odio congela su mirada perdida en el verde ondular de las colinas. Vuelvo a mi despacho. Es tan sencillo matar, y yo lo proveo de víctimas: me estremezco con un resto de vergüenza. No tengo pasta de héroe, mi cobardía me permite vivir: yo veré el fin de esta guerra.

     El comandante Barrios se apersona en espera de instrucciones: le entrego la lista, de puño y letra del Mariscal, con orden de inmediata ejecución.

     Barrios, a pesar de que se comenta su condición de medio hermano de las condenadas, recibe el encargo sin un gesto.

     El arroyo silabea su canción bajo la arboleda extrañamente silenciosa, ausente de pájaros. Pancha aspira el aire húmedo de los helechos apoyada sobre el codo; trata de asirse al naranjo pelado, sin conseguir incorporarse: los rebencazos y el hambre han cumplido su misión; surcos abiertos por los ysypó rezuman humores hediondos bajando en espesos hilos por la espalda.

     El polvo y el calor giran abrazados borroneando los helechos del arroyo. Pancha extiende una mano; junto al aljibe, Doña Manuela borda en su sillón de mimbre, con dedos transparentes. ¿Ves, mamá, cuánto daño me ha hecho? No querías convencerte de su perversidad, ha engañado a tanta gente. ¿Estás viva, mamita? ¿Y Engracia? Quiero verlas. ¿Dónde estarán Francisquito y mi amado Pedro? Virgen Santísima, perdóname si odio, nunca creí poder odiar con tanta fuerza. Traté de vivir. ¿Para qué? Sé que me matarás. Eres cruel, tu orgullo no soporta que yo pueda ser de otro, ¿es que no sabes perdonar? Oh Dios, ten piedad de mí, no quiero morir por su capricho. Detén a ese monstruo a quien algún día llamarán por su nombre: ¡Asesino! Tienes el alma turbia. No hay arrepentimiento en tus pupilas opacadas por el alcohol ni piedad para este pueblo aniquilado por tu culpa. Mátame también a mí, date el gusto.

     La polvareda se aclara: el ruido de arreos y carretas se hace cada vez más impreciso. Las voces de mando y el llanto de los niños se alejan con la muchedumbre silenciosa. El campamento va quedando vacío.

     Pancha tiembla en el suelo. No tiene fuerzas para levantarse y el dolor de su cuerpo lacerado se hace insoportable. Algunos insectos escarban sus llagas en repugnante banquete. Sale de su semiinconsciencia al oír voces y choque de armas, siente vibrar la tierra con pasos que se acercan. Jesús, ¿serán los aliados que llegan a rescatarme? Dicen que están cerca. Gracias, Señor, por apiadarte de mí. Su cara se ilumina de ansiosa esperanza mientras trata de incorporarse.

     Al cruzar el vallado de malezas, los ve: son paraguayos. Un oficial de rostro imperturbable seguido de tres soldados armados de picas, riendo nerviosos de odio y bestialidad.

     El Comandante Barrios mira el bulto sanguinolento y detiene al uniformado que empuña el rebenque.

     -Basta. ¿No ves, piko, que no se puede levantar? Ayúdala.

     Pancha, con el rostro demudado, lanza un gemido cuando los dedos del hombre se incrustan bruscamente en sus brazos para sostenerla, arrastrándola.

     Todo ella es puro heridas y esqueleto. Con la mano huesuda retira los mechones plateados que le cubren la cara, y al ver las lanzas en manos de los soldados un llanto silencioso lava sus mejillas sucias de tierra. Divertidos, los esbirros la azuzan con sus picas; no hay compasión en sus rostros endurecidos. Las burlas quiebran la placidez del entorno; el sol, indiferente, se entretiene dando volteretas en el agua y arde en las llagas de Pancha. Un claro entre arbustos y cañas, acoge con su serena belleza el rito de muerte.

     Son escasos cincuenta metros del árbol al arroyo. Pancha llega jadeante, se yergue con los ojos muy abiertos en el semblante color ceniza y clama con voz ronca:

     -Virgen Santísima, protégeme, no tengo culpa.

     Sus lágrimas retuercen contornos y deforman figuras vociferantes en aquel aquelarre a pleno sol. Sin fuerzas, cae hacia atrás, con las manos apoyadas contra el suelo. Su gesto de resignado desprecio enfurece a los lacayos de López, la luz destella en sus lanzas al hundirlas con placer salvaje en el cuerpo enteco.

     Y entre dientes:

     -Kuñá arruinada.

     Se oye el choque seco del hierro contra el hueso y un vago quejido agotando su aliento en un último estertor. Con inútil saña, recibe otro puntazo en el pecho; su cuerpo traspasado se estremece. De los huecos acusadores borbotea una sangre tibia que resbala enrojeciendo la arena.

     -Vamos a buscar a las Barrios, orden del Karaí.

     Allí queda Pancha. Un altivo despojo cara al cielo. Como único sudario: su dignidad de mujer. No hay una mano que cierre esos ojos violeta, húmedos, fijos. Ni labios murmurando una oración. La venganza ha sido consumada.

     Cae la noche. El viento se pasea por el campamento abandonado batiendo suavemente las matas junto al arroyo. En el claro quedan los cuerpos bárbaramente lanceados de Pancha Garmendia y de las hermanas Barrios: Consolación, Prudencia, Bernarda, Josefa, Rosario y Oliva.

     Un leve crujido rompe la paz respetuosa y anuncia el palpitante malón de las hormigas.

 

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ENLACE AL ÍNDICE DE LA NOVELA  PANCHA  EN LA BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES

  • INTRODUCCIÓN
    - I - AL - XVII -
  • JUICIOS SOBRE PANCHA GARMENDIA
  • Párrafos de una carta de Manuel Pedro de la Peña a su sobrino Francisco Solano López
  • Folio 124 de las «Memorias» de Juan Crisóstomo Centurión
  • Solano López de Arturo Bray
  • Diario «El Combate» de Formosa. 14 de mayo de 1892. Cecilio Báez
  • Pancha Garmendia de J. P. Canet
  • Parte de una carta del reverendo padre Fidel Maíz al profesor Marcelino Pérez Martínez, con datos históricos sobre Pancha Garmendia, fechada el 7 de setiembre de 1907 y publicada después en periódicos de la capital, y de la que reproducimos aquí los últimos párrafos.

PANCHA GARMENDIA- Versión y grafía original, en guaraní, del poeta Narciso R. Colmán-Rosicrán-.
PANCHA GARMENDIA- Versión en castellano basada en una traducción literal del texto original.

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