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NARRATIVA PARAGUAYA - EDICIÓN DIGITAL

  LA POSTA DEL PLACER (Cuentos de RAQUEL SAGUIER)

LA POSTA DEL PLACER (Cuentos de RAQUEL SAGUIER)

LA POSTA DEL PLACER

Cuentos de RAQUEL SAGUIER

Edición digital:
Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original:
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),

RP Ediciones,

Asunción - Paraguay, 1999.

 

 

VERSIÓN INMEDIATAMENTE ANTERIOR A LA VERSIÓN DE LA MUÑECA INFLABLE

     En conformidad con decires callejeros recogidos al azar, pero no por eso menos fiables, don Nicasio provenía de una familia cuya prosapia había quedado oficialmente instaurada en tiempo de los virreinatos. Para mestizarse luego con la incorporación de uno que otro antepasado mítico, y de cuya peculiar mixtura resultaba siendo él el último representante.

     Hecho que lo elevaba a la categoría de monumento histórico o de pieza ecológica en vías de desaparecer. Por lo que a toda costa debía ser preservado, en alcohol o en naftalina, para evitar el horrible montepío de la extinción lenta y difícil, al que estaban condenados los que morían sin descendencia.

     Pese a todo, don Nicasio prefirió claudicar en soltería antes que seguir soportando aquella carga genética que, como una burla pesada, el destino le había impuesto.

     Nada puede obligar a nadie a contraer yugos nupciales, ni a hacer lo que a uno no se le venga en ganas, eran los postulados autodeterminantes de su propia soberanía.

     Dos mujeres, sin embargo, estuvieron a un paso muy corto de hacerlo cambiar de idea: la mujer de Jonás, no del bíblico, desde luego, sino del mismo Jonás estrábico que de niño compartió sus juegos.

     El que hacía repicar los dedos como si fueran tímbales, y podía engullirse un sapo entero y la mitad de una lagartija en memoria de sus ancestros, consumidos por la voraz hambruna que por aquel entonces asolaba los campos de concentración.

     El de la novia tan parecida a Romy Schneider que podría ser su doble, ya verás cuando la conozcas, le decía. Aquella joven tan dulce, tan tierna, con aquel nombre tan transparente donde las vocales y consonantes parecían acoplarse como se acoplan los labios a la atracción de los besos: Zoraida.

     La propiedad privada del Jonás estrábico al que Nicasio comenzó a odiar en el mismo dialecto sin voces en que fue aumentando su pasión por ella.

     La mujer que amó durante todos los silencios de los años que siguieron, hasta agotar el tema del amor prohibido en las ardientes confesiones de 12.599 cartas, que fueron escritas y reescritas para jamás ser enviadas, ni haber rozado siquiera los umbrales del Correo.

     Y que por lo mismo de no decir absolutamente nada que ya no se hubiera dicho, al cabo de tantas páginas y de tanto tono entre almibarado y mustio, dichas cartas habrían debido quedar registradas como genuinas precursoras de esas telenovelas donde conviven, en cacofonías sucesivas, una infinita simultaneidad de melodramas.

     Y la otra mujer fue Clotilde, la que creía poseer el arte de atraer a todos los muchachos del barrio, incluido desde luego Nicasio, mediante cierta fórmula secreta, que precisamente por serlo, le había sido confiada, según ella decía, por las glándulas secretoras del imán.

     Fórmula que una vez bajada de su trono altisonante, quedaba apenas reducida a un simple pedazo de hierro al que había que frotar sin desviarle los ojos y con la mente en blanco.

     Para que a su conjuro, aquel poder magnético con ligera tonalidad fosforescente, pudiera trasladarse, primero, a los ojos, después, a la sonrisa y, por último, a todo el cuerpo del interesado.

     ¡Pruébenlo!, exclamaba. No lo estén pensando tanto que los resultados son inmediatos. A no ser que cuenten con energía propia, y prefieran manejarse por impulso de la gravedad.

     No existe sensación más placentera que la de ser poseída por un imán, repetía contra las escandalizadas protestas de aquellas que nunca habían sido poseídas por nada que no fuera aquel deseo de que alguien, por el amor de Dios, les hiciera la caridad de poseerlas.

     La misma Clotilde insaciable que se daba el lujo de desechar candidatos nada más que por disgustarle la letra con que les empezaban los nombres. Y a cualquier conversación le torcía el rumbo para volver a su tema predilecto, que era referir sus conquistas amorosas con todos sus pormenores.

     A plena luz del día y a fuerza de demostraciones prácticas, que a menudo lindaban con la indecencia, Clotilde estaba dispuesta a probar la veracidad de sus engaños ante los ojos desorbitados de los más incrédulos.

     La sangre de los cuales de pronto ya no era sangre sino un estrépito rojizo, desgañitándose arterialmente para ensanchar la agobiadora estrechez de sus sarmentosos canales.

     Lo cierto es que Nicasio escapó por milagro de aquella persecución imantada que tarde o temprano hubiera llegado a desembocar en el altar.

     Por lo visto, todos querían desembocarlo en el altar, desde la sin par Clotilde, en procura siempre del hechizo adecuado para atraerlo a sus mieles, hasta su sacrificada madre Adelaida quien, siendo él apenas un niño y con diversas artimañas, lo había incitado a entrar al Seminario.

     Allí podrás continuar tus estudios, lo animaba, y llegar a Doctor en Teología, imagínate, y a tener capacidad de interpretar la Biblia con versiones siempre afines a la versión del Vaticano. Y a adquirir sabiduría suficiente para acceder al mortal y triple enredo de la Santísima Trinidad.

     Pero, sobre todo, porque le concedería a ella la gracia tan rogada en sus plegarias de convertirse en la madre absolutísima de un santo.

     La madre de San Nicasio Mártir, se repetía doña Adelaida en el más celestial de los trances. Suena bien, ¿no le parece? Era la pregunta con la que abordaba a quienquiera que le saliera al paso.

     O la madre de San Nicasio Apóstol, insistía con devoción tan vehemente, que la frase lograba resonancias sobrenaturales.

     Entonces se veía a ella misma toda cercada de luces intercaladas con dalias, que por lo bien crecidas y aquel olor fulminante, ya no parecían ser dalias sino más bien coliflores. Impartiendo desde sus alturas bendiciones con indulgencia plenaria, y ocupando esa silla reclinable, anatómica y portátil que se ubica exactamente a la derecha de Dios.

     Pero los curas le inspiraban a Nicasio el mismo horror eclesiástico que le inspiraban los murciélagos. Tan parecidos en todo: en su avanzar vibrátil, en su temblor membranoso y hasta en vestir de sotana.

     Por otra parte, demasiado le había costado desbaratar las intenciones nupciales de la imantada Clotilde, para venir a sucumbir ahora bajo la artillería cruzada de los salmos maternales.

     Ese tiempo que malversas en letanías estériles, deberías emplearlo, por ejemplo, en tejerme una tricota o en hacerme huevos quimbos, si no quieres que tu buen Dios te lo descuente en el cielo.

     Era la receta utilizada por Nicasio para contrarrestar la inclemente ofensiva de su madre, cuyas esperanzas de verse transformada en la madre legítima de un santo fueron debilitándose de a poco. En idéntica medida en que se debilitaba ella misma y aumentaba aquel cargoso bicherío atormentándole los ojos.

     ¡Zape bichos!, le gritaba a aquel ejército de moscas ojeándose en sus lentes día tras día. Pero días divorciados de sus noches, sólo días, porque la oscuridad era el antídoto. O el día que podía oscurecerse clausurando los postigos de la vista.

     Sólo lo negro le brindaba algún sosiego. Era el tónico ideal para ahuyentar el bicherío, y el que le daría fuerzas para desheredar a Nicasio, por haberse opuesto a su canonización in vitro.

     Pobre Nicasio, divagaba. Ojalá Nuestro Señor lo conduzca hacia su reino cuanto antes, y lo ponga a cantar de cuclillas como ranas, en castigo por haberle entorpecido a ella su gloriosa asunción a los cielos como madre absolutísima de un santo.

     Con los párpados cerrados y sin más luz que la de sus propias cavilaciones dando vueltas mortecinas alrededor de su tragedia, permanecía doña Adelaida horas enteras.

     Negándose tenazmente a comer y a tomar sus medicinas: esas pastillas que por algo huelen raro, rezongaba, porque en realidad no son remedio sino las muchas formas del mal en que se encarna el demonio.

     Sólo admitía dos platos de caldo al día: uno para ayudarse a tragar su infortunio, y el otro a tragar el único complejo vitamínico para cualquier desnutrición del alma.

     Como ella nombraba al Cuerpo de Cristo, el cual había consentido en adaptarse al tamaño de una hostia para que, hiciese frío o calor, igual con sol o lloviendo, el Padre Ismael (pese a formar parte del staff redentorista) cada atardecer le trajera con paciencia franciscana.

     Hasta que al cabo de algún tiempo, doña Adelaida quedó tan consumida, tan reducida a poquita cosa, que ya no dispuso de agallas. No sólo para poder sobrellevar lo que la gente insinuaba con porfiada insistencia, sino para entrar de lleno y en plena posesión de su raciocinio, como lo están haciendo ahora ustedes, en la versión tumultuosa de la muñeca inflable.

 

VERSIÓN TUMULTUOSA DE LA MUÑECA INFLABLE

     Mediante informes callejeros recogidos al azar, pero no por eso menos veraces, se fueron enhebrando datos y corrigiendo pistas. Hasta concebir la conjetura de que Nicasio Estigarribia, acaso para no pensar en sus conflictos de conciencia, o apremiado quizá por su necesidad de compañía, se sirvió de aquel recurso de emergencia, que lograba eliminar aunque fuera por instantes y con ilusiones prestadas, las miserias y frustraciones de su propia biografía.

     Claro que se trataba de una felicidad deforme, sin redención alguna, por donde se la mirara enferma, y de una enfermedad tan ponzoñosa, que habría de conducirlo irremediablemente al fracaso.

     Porque qué otra cosa sino basura era el placer que él sacaba de aquella muñeca inflable, mandada a hacer a imagen y semejanza de Conchita la pendenciera: una corista de nadie sabía dónde, con buena predisposición para todo lo que no fuera dar fe de sus frecuentes erratas, que cierta compañía inescrupulosa había traído a la capital.

     Eran tan pocas las distracciones que ofrecía la ciudad por aquel entonces, aparte de sentarse en las somnolientas veredas a seguir el canto de la lotería desde la voz medio constipada de alguna radio vecina.

     O, en el peor de los casos, estar simplemente ahí, mirando caer la noche, que quizá fuera por eso que aquel espectáculo de mala muerte, bruscamente asumió las gigantescas dimensiones de los grandes espectáculos. Y la mala muerte dejó de ser tan mala para mutarse en la deliciosa muerte resurrección y gloria, que noche a noche se verificaba en cada uno de los asistentes.

     Lo cierto es que la función, por todos reconocida como «feliz defunción», se iniciaba a las nueve en punto, en un destartalado cuchitril del centro, más alumbrado por el reflector de su mala fama que por aquel farol renuente, la autoridad de cuya luz se animaba y desanimaba según la animosidad del viento.

     Y era tal el desvarío por comprobar en lo personal lo que la colectividad insinuaba que acontecía dentro, que mucho antes de la hora establecida, ya no quedaba en aquella sala ni tan siquiera el asomo de un asiento disponible.

     Hecho que, por lo demás, parece que ocasionó serias resquebrajaduras en el sólido prestigio de la bolsa negra. 

     Y aunque la condición de los allí presentes era, por un lado, digna de mejor causa ante la evidente escasez de aire, que rebajaba casi al mínimo las posibilidades respiratorias de cada individuo adulto en edad de respirar, pasaba a ser, por el otro, bastante diversificada. Puesto que de aquel jolgorio tomaban parte destacadas personalidades de la Banca, de la Industria, del Comercio, y del Hombre de la Calle en general. Entre los cuales infaltablemente se hallaba Nicasio.

     Todos en plena posesión de una suerte de delirium tremens que iba creciendo minuto a minuto, acicateado por las fogosas arremetidas de Conchita y su guerra sin cuartel ni rumbo cierto.

     Hasta sentar los basamentos de una alegre confraternidad, menos unida por afinidades de raza, de bolsillo o de belicosidad política, que por los lazos de una capitulación tan dichosa como voluntaria.

     ¡Y dale Con!, gritaban. ¡Y dale Con!, para desentumecer la espera. ¡Dale Conchita de mi amor!

     Hasta que por fin ocurría: envuelta en la multicolor sensación de estar forrada de tules, pero sin más vestimenta en realidad que una chorrera de luces cayéndole en mansos pliegues, la tan esperada Conchita hacía su aparición en escena.

     Furibundos, frenéticos, se ponían después aquellos azules, tan postergados durante tanto tiempo. Los verdes echando pestes contra la verde esperanza. En tanto que los violetas perturbaban la solemne castidad de los difuntos con endechas casquivanas y procaces.

     Incluso al amarillo aquel, tan papista siempre, se le cortaban de pronto los circuitos al ponerse en conexión con las primeras escabrosidades de una música aterciopelada y densa.

     En medio de una suerte de vapor que enrarecía la sala, y entre retumbantes ¡olés! y toreadas varias, que si seguían toreando de ese modo acabarían por arrasar con todos los Dominguines del mapa, Conchita se afanaba en simular a cuatro manos, con eficacia sorprendente, uno por uno los movimientos de desvestirse. Tratando cada prenda de su desnudez con excesivo cuidado, acariciando con ese acariciar ligero y tan breve de la punta de los dedos, los botones invisibles de su inexistente chaqueta.

     Y de pronto se dejaba caer al sesgo sobre una silla victoriana, que poco importaba que no fuera victoriana porque tampoco era silla, con una mano detenida casi al borde del respaldo, y una población masculina cada vez más deseosa de ayudarla a desabrochar el inventado corpiño que la otra mano intentaba desabrochar en vano.

     A un ademán semicircular de ofrecer el cuerpo, le seguía una circunferencia perfecta de cuyo interior se aprovechaba Conchita para escubullirlo por completo.

     Y al mismo ritmo en que ondeaba aquella refulgente vegetación capilar con tratamiento de permanente al frío, ondeaba aquella tremebunda cualidad de su carácter que paraba en seco cualquier conato de manosearla gratis.

     No se aviven, caballeros, replicaba algo nerviosa, que todo cuanto posee Conchita cuesta plata. Y pedía más vino y más música y más oles, no sólo para elevar hasta el paroxismo las posturas del remate, sino para ablandar las reticencias del ricachón aquel, siempre sentado en la primera fila, y tan alejado siempre a pesar de estar tan cerca, que daba la impresión de encontrarse más afectado por la crisis del Medio Oriente que por aquella locura en sol mayor que se había desatado en el escenario.

     El mismo de quien se decía que por años había lucrado con las ilusiones gasolineras del país, mediante la descarada importación de aquellos gansos prehistóricos que parecían las máquinas extractoras.

     Y que por mucha actitud de estirar el cuello y bucear la tierra en busca de su pez más gordo, nunca extrajeron más que una oscura pestilencia de lo que ni siquiera llegó a ser lodo.

     Y con tanta vehemencia coreaban los presentes que viva la nación que había tenido el coraje de parir a una hija tan dilecta y tan hija de su madre, como sin duda lo era Conchita, que pronto de aquella euforia participaron todos los negocios del centro, aun los castigados por IVA y los cerrados por duelo.

     Y vibraron de contento los parquímetros ante tanta cantidad de cepos. Y la verdad es que nadie lo supo muy bien, aunque se sospecha que tal vez atraído por la cercanía, hubo un eco que encontró la puerta abierta e ingresó en el Parlamento, para agregar un eco más al de las tantas palabras que allí se perdieron, mucho antes de que hubieran podido materializarse en hechos.

     Entonces, mientras por un lado la ansiedad de lo inminente aumentaba sin saber adónde iría a parar todo aquello, por el otro se detenía el aire, se detenían las pulsaciones. Hasta el silencio quedaba petrificado sobre aquel instante supremo en que se pedía a los señores y señores un poco más de paciencia, a fin de arribar sin inconveniente alguno al corazón mismo del espectáculo.

     Se rogaba, pues, conservar tanto la calma como los asientos, porque había llegado la hora de poner a consideración de los presentes todo el arte que Conchita era capaz de ejecutar en un solo de piernas.

     Y si a una mosca se le hubiera dado entonces por volar, en el acto se la hubiera dado por muerta, para que todos pudieran asistir, previa limpieza hasta del mínimo ruido que anduviera suelto, a las fascinantes alternativas de un juego de claroscuros. El que tras mucho jugar sobre el cuerpo escurridizo de Conchita, había logrado la abstracción completa de sus demás partes, para destacar únicamente sus piernas.

     Piernas trashumantes, migratorias, paralelas, emancipadas, divergentes. Todas ellas con extraordinario poder de convicción y los mismos reflejos nacarados de aquel anillo de luces que no quería soltarlas, sino tenerlas para él solo, en calidad de detenidas.

     Piernas que giraban de un extremo al otro, no con movimiento uniforme, sino entre espasmódicos retorcijones y sacudidas, brillos y oscuridades, certidumbres y espejismos.

     Y aunque llegó un momento en que ya no hacía falta que Conchita siguiera demostrando de qué manera dominaba el engranaje de sus piernas, se volvía casi un rito observar cómo ella las manejaba, y con cuánta sumisión de esclavas las piernas le respondían.

     Tanto, que a una señal convenida se ponían a vibrar cada una por su cuenta, entre diversas hazañas de imprevisible destreza: se anudaban, se desenredaban de su triple enredo, se elevaban en un aletear de pájaros descarriados para en seguida ir descendiendo.

     Sin que nadie las hubiera visto permanecer nunca más de tres segundos en la misma posición. Porque cada una de ellas era inmediatamente desplazada por otra que venía después, y ésta por la siguiente, en una interminable suma y sigue de posiciones y piernas.

     A un punto tal, que cuando uno creía verlas acá, acá ya no estaban porque estaban allá, abriéndose despaciosamente bajo una salva de aplausos.

     Y no sólo muy lenta y deliberadamente, sino alcanzando una apertura desplegada en su máxima amplitud, para que nadie se quedara sin apreciar lo que Conchita llevaba debajo de su inexistencia de bragas.

     Y luego de que se hubiera aplacado aquella exclamación trepidante, y de haber conseguido enlazar tres volantines con la ayuda de un arco perfecto, digno de la mejor acrobacia, las piernas se doblaban. A veces hasta el crujido y otras veces, hasta encontrarse con el llanto incontenible de Nicasio y otros llantos por el estilo, llorados por hombres que expresaban de ese modo su contento.

     Sobre volteretas no siempre muy elegantes volvían, y sobre idénticas volteretas se iban yendo, tras prolongados silbidos ante aquella cesación angustiosa. La que por suerte no duraba mucho porque cuando el escenario se hallaba totalmente vacío de piernas, aparecía un nuevo lote, más numeroso aún que el anterior, para reponerlas.

     Todo eso hasta que las mismas piernas disolvían el embrujo, arrancando a sus admiradores de tan agradable limbo de catarsis colectiva, para sembrarlos otra vez y sin más trámites, en la pringosa realidad de sus respectivas butacas.

     Y así habrían seguido por siglos si Conchita no hubiera empezado a perder prestancia, a perder el ritmo, y a presentar los síntomas de la mirada errante y los temblores sin causa, que muchos compararon con la liquidez comercial y sus paulatinos empobrecimientos.

     Lo cierto es que fue entonces cuando todos la vieron, o acaso creyeron verla, porque a esa altura del vino y de las piernas, ya nadie estaba seguro de nada.

     Ni siquiera alcanzaron a tener certeza de haber visto cómo las luces se le fueron desprendiendo en la medida en que arreciaron los llantos. Y algunos la escucharon pedir reiteradas disculpas por tener que realizar una corta desaparición para algo que ya no escucharon.

     Pero que debió ser un asunto bastante intrincado y con bastante burocracia, porque pasó el tiempo y, en lugar de reaparecer, aquel latido espeso que fue lo único que quedó de ella, se fue como reabsorbiendo pista adentro. Perdiéndose en la voluptuosa agitación de un torbellino, que los dejó con la desconcertante sensación de haber protagonizado un sueño.

     Y hasta necesitaron pincharse mutuamente para saber si el dolor era real, o era el que alguna vez alguien había soñado en alguna pesadilla que nunca pudo despertar del todo.

     El hecho es que en un momento dado, resultaba difícil establecer en cuál de los pisos se estaba: si en el de la corrupción, los atentados, las huelgas, y los desesperantes no hacer nada para remediarlos. O si en aquel que sobrevolaba una radiante fantasía, con música alternada de cañas y de bambúes. Y hasta algunos compases caribeños, que los ayudaban a desintoxicarse del presente y de sus muchas contaminaciones diarias.

     Quizá fuese aquella virtud incorpórea que poseía Conchita de evaporarse sin dejar rastros visibles, lo que hizo que a una idea de Nicasio le sucediera otra, y otra más, hasta dar por fin con la solución.

     Algo demasiado simple tal vez, o tal vez demasiado complejo, pero para él de importancia capital, porque le serviría para volcar a su favor el marcado desnivel que acusaba su destino.

     La única condición era enviar a una fábrica europea, cuya sola especialidad era la goma, una importante suma de dinero, que sería redituada con creces, y ya vería usted de qué manera, según las expresiones del galán que promocionaba el revolucionario invento, en sendos afiches que acabaron enchastrando todas las murallas de la capital.

     Lo cierto es que contante y sonante, la mencionada suma debía viajar en compañía de una foto que, por un lado, fuera rigurosamente actual, y que abarcara, por el otro, todo el continente de la mujer soñada. Sus rasgos, sus medidas, sus cualidades, y hasta el más querido de sus defectos, calculados todos a escala, serían tomados como punto de partida para la confección de la muñeca inflable.

     Verdadera obra maestra diseñada por un equipo de pensadores, cuya principal finalidad consistía en lanzar al mercado masculino una muñeca, que no solamente delegara en los demás la tarea de pensar, sino que fuera perfecta como amante sin que fuera la perfecta ama de casa.

     Con esos parámetros nació Minerva, como surgida de las conflagraciones de la mitología griega. A cuya compra se adjuntaba un manual con recomendaciones, consejos prácticos, y una alabanza a Dios y a la divina ocurrencia de la empresa, por las extraordinarias ventajas de calidad y rendimiento que ofrecían sus servicios sobre el servicio de las demás mujeres.

     Por cuanto que las Minervas se mantenían con un clima no menor de los 38 grados centígrados, eran invulnerables al uso, incapaces de traición, carecían de ideas propias y resultaban excepcionalmente aptas para los esparcimientos de alcoba.

     A tal punto, que pronto se hicieron famosas en los anales de la hechicería y las ciencias ocultas, por las propiedades curativas de sus besos. Pero, sobre todo, por haber sabido rescatar del paganismo la práctica, casi olvidada, de ciertas libaciones secretas, mediante las cuales el hombre era llevado por entre arenas movedizas y un sube y baja de lava, hasta paladear la agriera de su propia muerte.

     Para de inmediato ser devuelto, aunque no ya con la apariencia de antes, sino bajo el aspecto deplorable de un vulgar trapo de piso.

     Con ellas, las manos de cualquier pelafustán se volvían sabias y voraces. En tanto que las de Minerva eran manos que a pesar de ser menudas, y hasta si se quiere un poco endebles, sabían muy bien dónde poner las caricias, y con cuál intensidad, y por cuánto tiempo debían ponerlas.

     Manos paseanderas que, conforme iban pasando, conseguían enardecer cada una de las partes del varón acariciado, inclusive aquellas que ya hubiesen sido dadas por muertas.

     Tal vez ni siquiera hubiera podido creerse, pero estar a su lado era como si se estuviera entrando en un territorio mágico, donde todo el mundo dejaba de ser quien era para convertirse en otra persona. Y donde cada individuo podía aspirar a una gracia que también era distinta según las necesidades propias: un toque de juventud para el alboroto senil de los más viejos, y un toque de madurez para condimentar el desabrido alboroto de los imberbes.

     Una muñeca que valía mucho más que la hipoteca a la que tuvo que recurrir Nicasio, con el fin de solventar su alto costo sin rebajas y al contado. Dado que ella parecía llevar consigo toda la penumbra y la distancia y esa pizca de Beethoven, que hacían falta para conformar aquel dichoso aislamiento, en cuyo frente había una inscripción a grandes letras que decía:

     No hay necesidad de que al entrar cierre la puerta, porque además de no haber puertas, tampoco existen ventanas ni ninguna otra posibilidad de conectarse con los que moran allá afuera.

     Aunque tampoco era importante que aquello fuera entendido. Lo importante era encontrar un suelo firme, sin grietas ni filtraciones, que permitiera a cada quien plantar su propio delirio.

     Todos aquellos prodigios los causaría Minerva sin ocupar ningún espacio ni levantar sospecha alguna, porque una vez doblada en cuatro asumía el candor domesticado de una mera servilleta.

     La cotidiana servilleta que podía ser a motas, o ser tal vez a cuadros, pero ni por asomo aludir a la asombrosa criatura en que se convertiría más tarde.

     Aunque su virtud más resaltante era aquella que actuaba en favor de la economía, teniendo en cuenta el hecho de que para sobrevivir no necesitaba más que aire.

     Con sólo pulsar un botoncito simulado entre los pliegues de la axila, el aire se internaba en ella como si fuera un torrente, dándole vida a multitud de recovecos, a pequeños brotes que estallaban en seguida. Como si saltearan apresuradamente las etapas y se pusieran a crecer a borbotones.

     Entonces, a medida de recibir aquel gas vertiginoso, aquel hálito divino, le aparecían de pronto las cejas, los ojos rasgados y verdes, la sonrisa cortesana abriéndose entre labios espesos, la nariz y aquella levísima tendencia a quebrantar su insobornable rectitud hereditaria.

     Aparecía la línea clásica del cuello, la de cada hombro con la inclinación debida, seguidas por un rápido redondeo de senos. Y después de la cintura mínima, lo de abajo iba creciendo como por acción de una marea.

     Mientras que las manos, de tan leves eran palomas, que hacían que a Nicasio se le formaran cornisas para tener donde anidarlas.

     Un Nicasio totalmente entregado a las bienaventuranzas de dos senos que se empinaban y se mecían encantados de ser siameses. Idénticos incluso en el regocijo de saberse tan sonrosados, tan frescos, y de una textura tan convincente, que cuando Nicasio hundía entre ellos la cabeza, podía escucharle el corazón en aquel tamborileo cristalino como de agua desbarrancándose entre piedras.

     Y crecía, crecía hasta alcanzar las dimensiones de una mujer completa. Demasiado flaca para mi gusto, habría dicho doña Coca. Flaca y tonta. Con esa estupidez que tienen sólo las que no tienen las carnes bien puestas.

     Con su desgarbada esbeltez, diría, sin sospechar siquiera que estaba cometiendo un oxímoron. Con su tontería de muñeca, y su famélica existencia funcionando al albur de un marcapasos.

     También le criticaría el hecho de que todos sus ornamentos se hubiesen concentrado en la fachada, y por dentro sucediera como si dichos ornamentos se hubieran precipitado al vacío.

     Ni más ni menos que esas muchachas modernas, puro rimel y pinturitas, y cuando apenas se les pone un dedo encima, empiezan a descascararse como si fueran de hojaldre.

     De todo podría tildarla doña Coca: de flacucha, incompetente o lo que fuera. Total, el que juzgaba era Nicasio, y a él ni siquiera le importaba respirar en medio de tanta opulencia.

     Y las nalgas mal trazadas, acotaría, y aquello que sabemos, demasiado aristocrático y estrecho. Entonces se largaría a hablar a favor de las nalgas abundosas, y otra vez en contra del esposo muerto, cuya vil traición, algo enmohecida ya por el olvido, siempre le arrancaban recriminaciones nuevas.

     Esas chicuelas desprendidas que se daban a beber tan fácilmente, olvidando no sólo la decencia, sino el  tomar las debidas precauciones, para que el resto no fuera la cadena inevitable de consecuencias.

     Las cuales después eran servidas como postre en la tan fotografiada algarabía intelectual donde debutaban en sociedad los libros.

     Aunque tampoco había que extralimitarse ni dejarse llevar por el entusiasmo, porque si bien las Minervas podían ser usadas sin fecha de vencimiento, y sin contemplaciones de horario ni de ninguna otra abstinencia, era imprescindible usarlas acatando la recomendación de que debían estar siempre a la sombra.

     Si les pegaba una sola gota de sol, decaían a ojos vista, y la misma fuga de aire que las había traído a este mundo, las trasladaba apaciblemente a la otra orilla.

     Se les arrugaban los encantos, se les cicatrizaban los ojos, les desaparecían los senos. Se iban yendo todavía con un resto de cariño en la mirada, con un rictus de amor entre los labios.

     Contra su deseo de nunca partir ellas partían, poseídas por ese pavor a la muerte que es tan propio de los organismos vivos.

     Se retrotraían a tal punto, que más tarde costaba trabajo imaginarlas con algún tipo de existencia, por efímera que fuese. Hasta quedar reducidas a una especie de chatarra funeraria.

     Era, pues, de vida o muerte seguir a pie juntillas las instrucciones, a fin de saber cómo actuar ante aquella disposición congénita que tenían de pincharse a cada rato.

     Aun en los ratos culminantes, sin considerar el hecho de que don Nicasio se encontrara a veces en posición de ataque, con los zapatos puestos para afirmarse mejor en la cama, y tomar el necesario impulso que lo llevaría al rescate de aquel inagotable repertorio de lo que él mismo daba en llamar: los rítmicos sangrados de un corazón que zozobraba a causa de un amor desamorado.

     Cartas que más parecían responsos, atravesadas siempre de llantos, de noches solitarias, de posdatas fulminantes, de crisis de desconsuelo.

     Y que fueron haciéndose tantas con el correr de los años, que para su mejor comprensión hubieran precisado una lectura en equipo, ya que un único lector no hubiera podido solo con ellas.

     Cartas que a mitad de camino se disolvían como humareda, para dar paso a los rudimentos de una brusca poesía en cuyo fondo guerreaban dioses contra satanes. Y en cuya superficie hervía una suerte de caldo de cultivo con tantas libertades métricas, tantos sin escrúpulos ortográficos, tanta desorganización estética, que hubieran sido muy celebradas por ciertas revistas culturales. Aquellas que eran reconocidas como ardientes defensoras de la emancipación individual en toda la extensión de la palabra. A cualquier precio y a costa de quien fuera. Aun de la cultura misma.

     Toda ella dedicada al amor prohibido de Zoraida, que precisamente por serlo, tuvo que ser escrita bajo un sistema de símbolos, que ni la sagacidad crítica de los más audaces hubiera podido descifrar.

     Y que así como deambulada por las estribaciones de un proceso anticlerical en que se buscaba desenmascarar a los curas, lo hacía por un ascendente proceso de cefalalgias agudas, donde lo único buscado era el primer vaso con agua para tragar una aspirina.

     Como si todo aquel derroche de palabras hubiera sido escrito con un germen que crecía y destruía al crecer, dando origen a ese típico comerse a sí misma de la creación nihilista, cuya árida lectura no dejaba otra cosa que la nada.

     Con todo, aquella febril correspondencia sin ningún destinatario, fue creciendo a tal ritmo y tan dislocadamente, que no tardó en suscitar las severas amonestaciones de doña Adelaida.

     Esto ya no cabe en ningún sitio, se enojaba. Esto es peor que la inundación. Y si continúa amontonándose como lo viene haciendo ahora, empezará primero por enterrarnos vivos, y acabará después por enterrar la casa.

     Así fue como a aquel corpus poeticum no le quedó otra salida que culminar su crecimiento en el exilio, amparado por el sótano del antiguo caserón donde vivía Nicasio.

     A pesar de que hubo momentos en que éste acarició la fantasía de convertir aquellos papeles en un libro, que fuera un poco su heredero, su continuación, su resumen.

     Sólo necesito un buen editor, pensó entonces: un hombre maligno que destrozó sus ilusiones con lo único bueno que tenía en realidad: la puntería para no fallar el disparo. Un único disparo que lo mató a quemarropa cuando le dijo que aquel material no servía para nada que no fuera para atizar el fuego de una chimenea de cuarta.

     Desde entonces aquellos poemas quedaron agazapados en su interior, en espera de la ocasión propicia, como la que ahora se le presentaba con Minerva.

     La mujer que lo comprendía mejor que nadie, aunque su comprensión fuera de goma. La que parecía tener el tratamiento adecuado para cada una de sus dolencias.

     Cobijándolos bajo seguro techo a los sueños indecisos de su infancia, disipando los temores a crecer que deformaron su adolescencia. Aceptando, inclusive, que Nicasio la creara, no siempre para hacer el amor, sino tan sólo para dormitar con ella.

     Mediante una infusión hecha de anís y endulzada con arrullos, fue Minerva quien lo curó de aquella  larga travesía con naufragios y vendavales en que había llegado a navegar su vida.

     Lo curó de la epidemia de pesadillas en que él veía cómo las llamas de una hoguera eran lenguas que cremaban su apellido.

     Y esa caída, esa brutal aniquilación no podía deberse sino al hecho de que su apellido sólo estuviera apoyado en la superficie, sin haber podido dar, por consiguiente, ninguna flor, ningún fruto, ninguna ramificación que asegurase su definitiva permanencia en esta tierra.

     Lo curó de la rata soledad royéndoles las horas a sus días y a sus noches. Y hasta logró que se esfumara aquel punzante malestar del desamparo, que ya ni se acordaba desde cuánto tiempo atrás, había fijado domicilio en sus dos piernas. Y que tan equivocadamente le fue diagnosticado como artritis reumatoidea.

     De una manera tan plena llegaron a complementarse ambos, que mientras Minerva cobraba vida, él iba reuniendo el coraje necesario para hacer con ella lo que con ninguna mujer se había atrevido.

     Todo consistía en controlar aquella tos inoportuna, aguzar después los sentidos, expulsar el aire viciado del pecho, reemplazándolo por aire nuevo. Y tras breves segundos de haber convocado meticulosamente [63] a Zoraida y desconvocado a Clotilde, se lanzaba a la deriva hasta los más profundos barrancos.

     Y todavía más lejos: hasta encontrar la leche del manantial que amamantó y vio crecer su poesía. Allí donde aquello le salía a los sacudones pero le salía: trozos completos de la Ilíada recitados con todos sus puntos y comas, sin saltearse nada de nada ni concederse un solo respiro.

     Pasaba todavía un minuto largo antes de que se escuchara aquel grito de repercusión tan portentosa, que atravesaba el pasillo más allá de los cuadros con las mujeres desnudas. Remecía los colchones de los cuartos aledaños, y llegaba casi intacto a los oídos de las tres hijas de doña Coca, que estaban cursando la edad en que todo les quedaba chico: los ojos para ver lo prohibido, las orejas para escuchar lo indebido, y la desbordada imaginación para concebir al respecto de aquel grito, un pastel de sabrosas conjeturas, que rotaban sin embargo en función de un solo centro.

     Porque ningún grito así gritado podía provenir sino de alguien que estuviera haciendo lo que ellas deseaban hacer cada vez con más urgencia.

     No se alarmen, criaturas, exclamaba por su parte doña Coca, queriendo retacearles una verdad de cuyo recorrido de ida y vuelta ellas ya estaban volviendo.

     ¿No ven que es sólo el viento cabalgando en la terraza?

     Esto promovía nuevas risitas que se prolongaban largo rato, hasta cuando se abría la puerta de la habitación 309, y don Nicasio aparecía con los ojos trascordados y la indumentaria maltrecha, pero con un rastro de felicidad al final de la sonrisa.

     Una sonrisa que, por raro y por absurdo que se vea, no parecía salirle de la boca, sino del dudoso contenido de lo que también iba perdiendo su condición de portafolio.

 

VERSIÓN DEL TESTAMENTO OLÓGRAFO

     Es tan impreciso el contorno de lo que irá aconteciendo desde ahora, que no permite establecer con claridad si el testamento dio origen a la versión o si fue la versión la que engendró el testamento.

     Lo único que en verdad se sabe es que todo comenzó hará algo más de siete meses, un día cualquiera en que el cartero se detuvo ante la puerta del antiguo caserón, para de inmediato pulsar el timbre y poner en manos de la empleada un sobre de aspecto tan indefenso, que nadie hubiera podido prever que con él estaría iniciándose para Nicasio la inagotable sucesión de precipicios a cuyo final no había llegado todavía.

     La vieja Liboria, para no desentonar con su inveterada vocación de espía, examinó el sobre a trasluz, lo deletreó una y otra vez, lo escudriñó y buscó sin encontrar las señas del remitente.

     Esto me huele a mujer, se dijo sin saber por qué, puesto que el sobre no olía a rosas ni a jazmines ni a lo que por lo general solía olerse cuando existe de por medio algún embrujo de mujer.

     Más bien olía a polillas y lo que la indujo a creer lo que creyó en un principio, no fue sin duda otra cosa que aquella letra menuda y prolija con que alguien había escrito: Señor Nicasio Estigarribia, el nombre de la calle y, a continuación, el número.

     Después de varios minutos de estarse ahí, inspeccionando el sobre, y pensando lo mucho que le habría gustado que en el menor tiempo posible quedara resuelto el enigma. No por ella, naturalmente, ya que por una sola vez de haber sucumbido a la cautivante felonía de violentar una correspondencia ajena, se estaría declarando por dos veces en rebeldía: contra el onceno mandamiento y contra la Constitución Nacional.

     Por eso, porque prefería verse morir de a puchitos a vivir soportando de por vida la carga de los remordimientos, es que su actuación debía centrarse en la filosofía del que nunca tuvo vela alguna en este entierro.

     Había, pues, que desentenderse del asunto, dejando que todo se desarrollara gracias a la candente letanía de vapor con que acostumbra a rezar la pava cuando avisa que ya hierve. Y que mientras prosiguiera en esa luciferina circunstancia, en pocos minutos más reventaría sobre una convulsión frenética. En la cual acabarían por fundirse los quinientos años de tradición que venían respaldando la honorabilidad algo achacosa de la insustituible goma arábiga.

     Con tanta habilidad y tan impecablemente iría cumpliendo aquella pava su pecaminosa faena, que ningún catalejo humano hubiera podido detectar la menor diferencia entre el antes y el después de haberse consumado la acción profanatoria.

     Sin embargo, dado el paulatino avance de las huestes infernales sobre esa voluntad suya, que a la par de ir cediendo territorio, iba ganando la textura de un reblandecido trozo de pan seduciendo a su manteca, Liboria entendió que lo más santo y quizá lo más prudente era alejarse del circuito donde operaban las tentaciones. Retornando al plumero, a la escoba o a cualquier otro utensilio que perteneciera a la cofradía de su bienaventurado hábito de limpieza.

     No sin antes haber dejado el sobre allí quietito, al amparo estilo imperio de la cómoda que solía dar albergue a casi toda la correspondencia.

     Bueno, correspondencia sería mucho decir, considerando el hecho de que a la casa sólo llegaban esporádicas leyendas de algún producto infalible, no para matar cucarachas, como tendría que haber sido, sino apenas para drogarlas. Ya que una vez evaporado el efecto, se sacudían un poco la bruma, se incorporaban jubilosas y volvían a cucarachear todavía con más bríos.

     O la circular del plomero domiciliado a la vuelta de don Jaime, quien por un precio irrisorio se ofrecía a destrancar todo aquello que tuviese relación con las vías respiratorias del inodoro o de cualquier otra cañería.

     O la tarjeta en forma de ataúd luctuosamente forrado de lila, que al abrirse promocionaba las asombrosas ventajas de un camposanto cinco estrellas. Sitio ideal donde el usuario podía disfrutar de una muerte al aire libre, al arrullo de espigadas casuarinas, del efluvio responsorial de las azucenas y del incesante azul con que merodeaba el cielo.

     Y donde cada quien disponía de un rótulo en latín para evitar confusiones, y del espacio suficiente para desentumecer los huesos, logrando que de ese modo amainaran los pleitos entre vecinos.

     Tan de nunca acabar los pleitos y tan empecinados los vecinos en repetir hasta la ronquera que no es mi muralla la que se adentró en tu latifundio, sino que tu terreno fue excavando mi muralla.

     Y esto no va a terminar aquí sino en los estrados judiciales. Ese lugar, que al no contar con ninguna salvación jurídica para ningún tipo de dolencia, tampoco tenía forma de impedir que hasta el malestar más leve agonizara sin diagnóstico responsable. Y por un tiempo tan prolongado, que ningún reloj lo suficientemente cuerdo tendría cuerda suficiente para poder medirlo.

     En cambio, en el camposanto cinco estrellas nadie sería objeto de ninguna expropiación que afectara ni su metro cuadrado de tierra ni el merecido descanso, tan esenciales por cierto, para emprender con la dignidad debida el compromiso ineludible de aquel viaje sin retorno.

     La verdad es que tampoco doña Adelaida acertaba con una explicación razonable respecto al origen de aquel sobre que había venido a trastornar la sacrosanta paz de su rutina diaria.

     De una novia no podía tratarse, por cuanto que las únicas salidas de Nicasio acababan su trayecto en el bar «Los jubilados». Alguna aventurera quizá, una perdida de los bajos fondos. De esas que empiezan siendo baratas y haciendo lo que tú quieras y como tú digas, y cuando se van dejan al tonto con apenas lo que lleva puesto.

     Y a lo mejor también casada. ¡Santísimo Sacramento!, se persignó doña Adelaida. Lo que faltaba: que a la vejez viruela mi Nicasio se me haya convertido al adulterio.

     Te das cuenta, Liboria, el hijo que crié con tanto esmero, después de haber cargado sola con el peso de su educación. Y ahora sucedía que el ingrato ni siquiera vacilaba en exponerla a las burlas callejeras, comportándose como un vulgar mariposón. ¡Qué suplicio! ¿Te parece que merezco yo ese pago?

     Pero Liboria nada le respondía porque ella sabía que doña Adelaida sabía que un hombre puede hacerse viejo para lo que sea, menos para encaramarse al primer espantapájaros que vistiera faldas.

     Quítense esos delirios de la cabeza, empezó advirtiéndoles Nicasio cuando al llegar se encontró frente a una conmoción que, de no ser frenada de inmediato, hubiera podido extenderse sólo Dios sabía hasta dónde.

     Demasiada alharaca para un sobre tan chico, fue la ecuación doméstica que utilizó después, a ver si de ese modo conjuraba los desbordes imaginativos de las dos mujeres.

     Son ustedes las que han armado una tormenta donde ni siquiera sopla el viento, exclamó a continuación dando por clausurado el tema. Convencido de que todo el aspaviento aquel de la mujer casada, y las imputaciones de adulterio con premeditación y alevosía, no eran sino alguna nueva forma de expresión que había adoptado la esclerosis progresiva de su madre.

     A la que ahora venía a sumarse también la de Liboria, quien no dudaba en transferir la culpa de todos los descalabros por ella cometidos o por cometer, a la angustia pectoral del climaterio.

     Esta mi edad crítica que me oprime el corazón y no me deja respirar tranquila, se quejaba por los rincones. Estos calores que me desjuician hasta los cables de la memoria, haciéndome abrir la heladera cuando lo que quiero es encender el horno con la llave del ropero.

     Un climaterio de vocación algo tardía, evidentemente, porque si Liboria no tenía aún la edad de doña Adelaida, le andaría por allí muy cerca.

     El hecho es que entre una cosa y otra, Nicasio empezó a leer la carta recién pasado el mediodía. Transcurrió el resto de la tarde ensimismado en su lectura, y entendiéndola cada vez menos cuanto más se sumergía en aquel verdadero manicomio de palabras.

     Y cuando el cucú trinó la medianoche, la había leído tanto que lo más bien hubiera podido recitarla de memoria.

     «Hasta este momento has vivido recluido en la neblina», le susurraba alguien con una voz que a la vez de levantarse del papel, parecía provenir de algún tragamonedas distante.

     Pero a partir de ahora se te concederá la luz, al anunciarte que has sido elegido para participar de una Experiencia Suprema, ubicada no en el presente ni en ningún lugar visible, sino a lo lejos y en todas partes.

     Por encima de la recta que dialoga con el mar y por debajo de la que se encuentra dialogando con la tierra. Sobre un extremo al otro del Ayer, que entrará en conjunción con la Irisada Altiplanicie que se extiende hacia el mañana.

     Entre todos los varones que se hospedan bajo el cielo, fuiste tú a quien señaló el humo del Incensario, por pertenecer a una generación astral que vio extinguirse el apellido en el Follaje de los Tiempos. Y por ser depositario de la virtud que más aprecia el Sublime Jadaiel. Aquella mediante la cual has sabido conservarte abstemio, no sólo del Alcohol, sino del Vicio y las Mujeres.

     Todo esto que te digo es un halago aunque también un compromiso, porque de aquí en adelante, desde el atardecer del día hasta el clarear nocturno, deberás ajustar tu proceder al cumplimiento sin errores de las siguientes mandas:

     Lo primero será alejarte de todo lo que hasta hoy conformó tu entorno, cortando de un solo tajo la umbilical obstinación que pretenda mantenerte unido a cualquier lactancia de cualquier pasado.

     Aun a costa de tener que empezar a nacer de nuevo, regresando a la oscuridad a gatas de aquella posición succionadora, obligándote a continuar corriente abajo y a cavarte una salida con el movimiento de tu espalda.

     Y contra esa vegetal intransigencia tuya de seguir aferrado como un liquen al camino ya sin tierra, escuchar cómo rebota otra vez tu propio grito. Y volver a sentirte escrutado por la mirada hostil de aquel espejo, que tornaría a trizar en mil posturas la recién nacida imagen de tu desolación».

     Acepte el consejo de alguien que le desea bien y vaya pasando adelante, le oyó decir a la comadrona. Aunque sin adelantarse mucho para no meter la pata en la zona del Dragón.

     Yo soy un objeto frágil al que deben tratar con cuidado, protestó Nicasio. Además, ya no quiero que me sigan dando a luz. Sólo me he asomado a averiguar si está mi padre en casa, porque entonces usaría el calor de su presencia como abrigo para cubrir mi desnudez.

     Usted ha nacido bajo el signo de la orfandad. Lo felicito, le contestó una voz de acendrada entonación quirúrgica, mientras la mano de esa voz se complacía en aporrearle una y otra vez las nalgas.

     Pero yo no vengo recomendado por nadie. Yo he sido obrado sin concurso de varón, replicó Nicasio.

     Entonces lo felicito dos veces. ¿No se da cuenta que a semejantes alturas está pasado de moda eso de tener un padre? En la época que nos viven y para no pecar de anacronismo, se debía no estar emparentado ni en el grado más remoto con la paternidad de nadie.

     El padre del 2000 se reducía apenas a una huella, que no por digital era menos fugitiva. O acaso al estallido de un rencor hereditario. O a un leve sonido a veces, semejante a un sollozar tan sofocado que resultaba prácticamente inaudible.

     A una simple formalidad, en suma, por la sencilla y única razón de que se requiere un mínimo de dos para consolidar los postulados de la ecuación procreadora.

     Cómo hacerles entender que, pese a todo, Nicasio aún necesitaba un padre, que le hubiera gustado tanto tenerlo. Un padre militar, si fuera posible, y que no fuera un rufián, como había sugerido entre susurros su profesor de anatomía. Y ahora lo de militar salía sobrando porque ni siquiera un padre tenía.

     Ya no gimotees por los rincones buscando un padre, lo consolaba doña Adelaida, que mamá te llevará al supermercado donde hay un regimiento de juguete, con la escalinata militar de subida y de bajada, toda completa, y made in Taiwan, por si fuera poco.

     Allí encontrarás el mejor padre de plástico, con la graduación también de plástico que tú prefieras. Desde mariscales de campo, de hierro, de temple de acero, generales en jefe, en retirada, coroneles, subtenientes, y hasta el modesto recluta que trabaja de niñera en la casa de los capos.

     Pero ya no inventes a tu padre, Nicasio, ni pretendas adaptarlo a un recuerdo que recula como si lo hubieran construido nada más en base a sombras.

     Aunque dediques días enteros a soñar con la cara que habría tenido, siempre la cara empezaría siendo normal, y acabaría siempre encarnándose en la otra, la impalpable, la de la atroz correspondencia con la cara de un desierto.

     Acepta que se haya ido sin sentir como si el peso de esa huida te estuviera masacrando los riñones. O tal vez como si formara parte de ese olor a que pronto llovería, instalado al principio sobre el aire, descendiendo luego hasta fijarse en aquel corselete de dolor con que el lumbago se te abraza a la cintura. Y se te riega después por todo el cuerpo. Y se te vuelve torrencial como la lluvia, bajo la cual todo se ha de volver charco, inundación, pantano.

     Deja que la ilusión paterna vaya encaneciendo en idéntica medida en que se negaba a encanecer aquel rodete donde estaban retenidos por la fuerza los indómitos cabellos de tu madre.

     Mayúscula palabra, con sonoridad de Catedral la de tu madre, quien pese a estar partida en dos por la aflicción, se mantuvo sempiternamente erguida, con la sonrisa siempre lista entre los labios. Para que nadie se quedara sin saber de qué madera estaba hecha Adelaida Sánchez, y con cuánta dignidad supo callar, sepultando el abandono del esposo en un pequeño mausoleo que le fabricó en su corazón.

     Con la misma entereza física y la misma disposición de ánimo que ningún apremio económico pudo nunca derrotar, se pasaba las noches en blanco, picando carne, picando locote, picando todo el ajo disponible con la totalidad de sus rencores, y  chorreando lágrimas sólo debido a que la cebolla se había propuesto causarle aquel llanterío en los ojos.

     Porque ella misma decidió que con escupir maldiciones al techo o lanzar exabruptos al aire o desterrando a la fetidez cloacal la inocente sortija de bodas, no recuperaría al marido prófugo.

     Prometiéndose, además, que mientras Dios le conservara saludable la razón, y aceitados los resortes para trabajar sin detenerse, nadie pasaría necesidad bajo su techo.

     Ya verían los que precisaban ver para creer, cómo ni entonces ni en ningún otro momento, habría de notarse en su presencia la falta de ningún hombre.

     Sin utilizar otra receta que la que le iba dictando el instinto, y sin dejarse guiar por otra partitura que la compuesta por sus propias manos, amasaba la suave arcilla, que respiraba, que latía, reconciliada con su antiguo privilegio de ser harina escurriendo su blancura entre los dedos.

     Aunque la madurez definitiva sólo era alcanzada con la ardiente colaboración del horno, que terminaba así por completar la magia, dándole el último retoque, el maquillaje final a aquellas empanadas.

     Las cuales fueron abriendo uno tras otro los distintos candados de la fama, hasta lograr un éxito sin precedentes en los anales culinarios del país.

     Algunos sostenían que el hechizo se concentraba en la masa. Otros en la forma de preparar el relleno.

     Y el resto en la combinación de ambas cosas.

     Lo que nadie atinó ciertamente a sospechar es que ni la propia doña Adelaida supo en qué momento ni en virtud de qué fuerzas celestiales, el prestigio de sus empanadas rebasó el ámbito casero y fue corriendo de boca en boca.

     Desde las paradas de taxis, los estadios de fútbol, los colegios, los conservatorios que enseñaban música moderna por antiquísimas hipnosis orientales, los institutos de yoga y de la defensa personal, los polideportivos, hasta finalmente colarse por los intersticios más selectos y empolvados de la alta sociedad.

     Pero ya no insistas en recordar, Nicasio, que ahora lo esencial es que sigas olvidando. Ajusta tu proceder a lo que ordena la carta y pon distancia. Abre un ciclo de lejanía entre tus 64 años de hoy y tus antiguos años mozos, entre tus naderías de ayer y la jesuítica imponencia de tus ruinas actuales.

     Apártate de lo que más te duele que es apartarte del bar «Los jubilados». Aquel territorio donde recalaban los sin compañía, los desamparados de cualquier estirpe que se unían para ver si compartiéndola entre todos, a cada quien se le hacía más bebible su poción de soledad.

     Esa soledad que se estaría agudizando ahora si desoyes mis consejos. Si no haces lo de acá y rehaces lo de allá, lo único que lograrías es agravar las cosas.

     Y Nicasio oyó letra por letra las encíclicas cantadas y vueltas a cantar por la enfermiza obstinación de aquella carta. Y quedó nuevamente confundido ante el resplandor de autoridad que irradiaba aquel papel, donde lo escrito parecía ir cayendo en un círculo vicioso, bordeado por el eco sin final de las mismas advertencias: Vale más estar finado que contradecir mis leyes... leyes... leyes.

     Aléjate, pues, del bar «Los jubilados» y de la envidia que éste fue desatando, no sólo en sus pares de las inmediaciones, sino también de los que quedaban lejos, porque era el único boliche que lucía sus instalaciones llenas a cualquier hora del día. Y porque apenas se ponía un pie en el primero de sus tres peldaños, allí mismo acababan las prisas y los apurones.

     Y era un deleite observar cómo quedaban las horas suspendidas en el aire, cómo se deshacían contra la niebla de los cigarrillos, cómo terminaban muriendo finalmente en aquel azulado no sentir otra cosa que no fuera una inmensa laxitud, una gratificante molicie.

     Entonces daba lo mismo beberse litro y cuarto de aguardiente o una copa de anisado, que estar simplemente ahí, emborrachándose mitad con agua y la otra mitad con el zumo de los aconteceres políticos. Explosiva mixturanza, que casi siempre provocaba más hipos y más acaloramientos que un escocés en las rocas.

     Aunque el verdadero jolgorio empezaba cuando anochecía, al son de interminables partidas de truco prolongándose más allá de la actuación de aquellos dos bandoneones que dejaban derramar la nostalgia como si fuera jarabe.

     Y a tanta más distancia todavía, que los trasnochados vecinos calculaban que mientras las cosas anduvieran sin variar el rumbo por el que iban yendo, ellos tendrían que aguantarse el no dormir hasta que Dios dijera basta.

     Basta, sí, pero de decir sandeces, alegaban por su parte los truqueros. Al fin de cuentas, matar el tedio jugando era un emprendimiento laboral como cualquier otro.

     Una ocupación ciudadana que nada tenía de ilegal ni de corrupta, y donde podía llegarse a conseguir incluso lo que a mucha honra consiguió Nicasio: una triple y nobiliaria distinción que lo proclamaba como Rey absoluto del envido, Conde del truco y el retruco, y Marqués de la flor y contraflor al resto.

     Tal vez pudiera parecer extraño, pero toda la habilidad que a Nicasio le faltaba en su trato con mujeres, le sobraba a manos llenas en su trato con los naipes.

     A tal punto, que podía reconocer sus barajas visualizándolas por el tacto, y las del oponente por la forma en que el sentirse acorralado le contraía o dilataba cierto toque de impotencia en las pupilas.

     Podía mimetizarse y confundir a todos con sus caretas de engañar, las cuales llegaron a ser tantas y a ocasionar tales enredos, que ya nadie sabía distinguir con precisión cuándo llevaba puesta la cara real, y cuándo se encontraba con aquella que mentía.

     Con una mente como la cola del alacrán, rápida, sagaz y agresiva, iba armando la estrategia para demoler al adversario. Y con un sentido carismático de su propia fortaleza, fundamentada en la técnica prusiana de atacar por todas partes al mismo tiempo, avanzaba de victoria en victoria, dejando a su paso una secta de individuos que, según la mofa popular, ya no habrían servido para otra cosa que no fuera ser expuestos al temblor de cuatro velas de un pomposo velatorio.

     A prudencial distancia de una mesa cada vez más diminuta en medio de la algazara que crecía, se ubicaban los jugadores pasivos, no con el ánimo de entorpecer sino de atestiguar la genialidad de las jugadas, entonando una suerte de letanía sobre cada una de ellas.

     Esto es increíble, exclamaban. Esto es inaudito. Este don Nicasio es la astucia personificada, y deberán transcurrir quién sabe siglos para que en el horizonte timbero vuelva a asomar un gladiador de su estatura.

     Las alabanzas se sucedían entonces con tal intensidad y alargaban a tal punto el entusiasmo, que a menudo el amanecer sorprendía a los primeros actores dormidos sobre las barajas, y a los que obraban entre bambalinas, con los labios aún abiertos sobre el último aleluya pronunciado en homenaje a la jugada pertinente. Y tanto unos como otros entre prestándose los brazos para usarlos como almohada.

     Otras veces el desafío se trasladaba a las mesas de billar, donde ex portuarios, ex oligarcas, ex combatientes y ex mandatarios, resolvían sus diferencias guerreando como en el medioevo, por despellejamientos sucesivos, al cabo de los cuales se pedían mutuamente disculpas:

     Lo siento mucho. No fue mi intención. Pero qué dice. Soy yo el que lo siente. Quién otro sino yo puede ser el animal que usted dice que es. No le parece, sin embargo, que ya va siendo hora de que nos palmoteemos las espaldas para enjugar las ofensas recibidas, inferidas y tan injustamente extendidas a las respectivas esposas. E intercambiemos luego la paz con este caluroso apretón de manos. Que no sólo significaba restablecer la comunicación perdida, sino hacer realidad el común y fervoroso anhelo de quedar tan amigos como antes.

     De todo lo que se encuentra en el camino se conversaba allí: del terrorismo de derecha, de la última campaña antidroga, de los tres disparos de la policía que ésta dio en atribuir a tres reventones de tres neumáticos que acabaron reventando a tres futuros cabecillas de una banda procreada con fines altamente delictivos, y no pirotécnicos como se malinformó desde alguna radio de indudable afinación castrense.

     Era la esquina ideal para recoger y despachar confidencias, que se iban y volvían con la especial recomendación de que por favor fueran mantenidas dentro de la más estricta reserva.

     No sólo porque así sería sustancialmente mayor el impacto de la noticia, sino porque estamos viviendo sobre la incertidumbre de ni siquiera saber bajo cuál sorpresa republicana nos amanecería el nuevo día. Y una sola palabra dicha de más o de menos, podía acarrear las mismas pérdidas irreparables de una ocasional bala perdida.

     Recomendaciones que, por lo demás, acabaron siendo las únicas en permanecer idénticas a lo que siempre fueron, porque las confidencias habían cambiado tanto que ya nadie las reconocía.

     A menos que dieran un aparatoso rodeo, los habitantes de medio país forzosamente debían pasar por aquella encrucijada: las beatas que asistían por la mañana a misa de ocho, y por la tarde a la de cinco y media, las alumnas del Ateneo que cursaban clases de canto o del instrumento hacia el cual a cada quien se le inclinara el oído, los clientes del quiosco «Las gardenias», que luego de haberse hecho bajar todas las revistas alineadas en los estantes, y de haber pasado revista a todas las marcas de cigarrillos, salían chupando fiado tres caramelos de menta y dos chupetines Koyak, y los clientes de la plaza, que tal vez no vivieran de renta como lo hacía Nicasio, pero al igual que él se dedicaban a no hacer absolutamente nada para ganar el tiempo que tan inútil y acompasadamente sin cesar iban perdiendo.

     Y ahora, de manera imprevista y brutal, aquella carta venía a anunciarle que ya no disponía de ningún tiempo, que ya se le había gastado el que tenía disponible para extirpar de su rutina diaria el lugar donde había pasado los momentos más gratos y reparadores de su vida.

     La orden era terminante: bajar la cortina metálica y esto aquí se acabó. No era fácil aceptar aquel castigo que iba aumentando y aumentando de tamaño hasta no caber casi en su pecho. No era fácil preguntarse y no encontrar a nadie que le respondiera qué sería de él a partir de ahora.

     Qué podría hacer sin Teófilo Moscarda, después de haber sobrellevado juntos una larga caminata de obstáculos y sinsabores, después de tanto haberse lamentado a dúo.

     Qué haría sin la mano siempre tendida de Filomeno Barboza, sin el calor de tantas manos sin las cuales las suyas volverían a ser presa fácil de los sabañones en invierno y del puntual reuma veraniego.

     Quién tendría la honradez de aclararle cómo iba a sobrevivir sin los concursos de tiro al sexo. Distracción concebida por Carmelito Anzuaga,  consistente, por un lado, en distintos tamaños de flechas de fabricación casera, y por el otro, en aprovechar la pared más llamativa del local, para que allí fuera colgado el objeto que desencadenó la más grande epidemia de rabietas clericales, y un pudibúndico revuelo entre las cristianísimas matronas que juraban reverenciar a Dios inclusive en esperanto.

     Las cuales, invocando el nombre de San Blas y reunidas en sesión permanente, expresaron su unánime repudio ante semejante impudicia: esa cochinada sin nombre a la que había que poner fin de inmediato.

     Imagínense, decían indignadas, si no será cosa del demonio que esos malvivientes desahoguen sus instintos libidinosos valiéndose de un cartel enteramente ocupado por un sexo.

     De gigantescas proporciones, para mayor escándalo. Y de naturaleza femenina, por si fuera poco. Naturaleza que a fuerza de llevar años curtiéndose a la intemperie, pudo aguantar sin doblegarse misas y novenarios, ayunos y penitencias en pro de que el tal cartel no tardara en venirse abajo.

     Sin embargo, ni el más santo de los santos ni el más vil de los patronos consiguió modificar el hecho de que el sexo en discusión emergiera desde un rojo cálido y profundo, y que siguiera siendo, según la ofuscada argumentación del inventor, el duplicado simétrico del que perteneció a María Antonieta.

     Vale decir, con sus vastas intimidades en jubiloso orden, y de par en par abiertas hacia todo el que quisiera utilizarlas como blanco para afianzar su puntería.

     Cuánta cantidad de olvido necesitaría Nicasio para sofocar esas vivencias, el baldío de ese espacio. Qué haría con sus horas muertas que sólo adquirían algún sentido en el bar «Los jubilados»: su única razón de ser desde que las malditas Oficinas de Correo le dieron aquel puntapié en el bajo vientre al darle su pase a retiro. Qué puedo hacer... Qué puedo hacer, se repetía desconsolado Nicasio.

     Lo primero y principal, calmarte, que tu corazón ya no está en edad de sortear ese ritmo encabritado que se ubica entre la arritmia y los cíclicos jadeos de la artería coronaria.

     Tienes delante de ti una tarea que debe ser cumplida sin demora. Vuelve, pues, hasta aquel sobre, aquella carta hablándote de una Experiencia Suprema y un Sublime Jadaiel, tan alejados de ti y de tu módica cultura, que los sentirías igual que si un torpe moscardón te estuviera moscardoneando en chino.

     Pero poco a poco irá tu mente resolviendo el crucigrama, en la medida en que retomes la lectura desde el renglón aquel donde la interrumpiste. Y en tanto dejes que esa voz que se levanta del papel con modulación trasplanetaria, se concentre en el segundo punto para decirte aquello que te está diciendo:

     «Una vez eliminados los escollos de la primera etapa, deberás elegir un sitio que, por un lado, se encuentre más allá de toda sospecha, a fin de asegurarte la misma autonomía que tendría un pejerrey desplazándose en el agua. Y que por el otro mantenga a las personas en permanente vaivén entre las idas y los retornos, los adioses y las bienvenidas, las aversiones y los afectos.

     Por ejemplo, una iglesia, un asilo de ancianos, un hospital, algún prostíbulo. Porque quién iba a atreverse a sospechar que en un prostíbulo se estuviera desentrañando un problema metafísico, cuya aparente claridad súbitamente podía precipitarse en las sombrías vaguedades de la abstracción más absoluta.

     Empieza, entonces, a esmerarte desde ahora, teniendo en cuenta que para arribar al lugar perfecto es preciso desechar al menos diez imperfectos.

     Aunque en este punto me permito sugerirte una casa, que a juicio de las Once Potestades Subalternas, asesoras de este Evento, reúne todos los requisitos y está reconocida bajo el nombre de «La posta del placer».

     Allí donde las horas son más largas que en ningún otro hemisferio y donde nunca amanece porque jamás el sol se pone y nunca es hora de estar cerrada sino de estar abierta siempre, porque cualquier hora es hora buena para practicar el amor.

     No quiero, sin embargo, que confundas los conceptos, ya que en el amor de que te hablo no interviene la materia, sino algo majestuosamente etéreo, que al evadirse de lo trivial y lo pedestre, implica de algún modo las galaxias, las luciérnagas, las estaciones, los presagios, las aldabas, los violines y la perimida ternura analfabeta de los carritos aguateros.

     A ese lugar acudirás seis veces por semana durante los meses de las vidas que hagan falta para completar la Experiencia.

     Internándote con mucho sigilo porque en tanto vayas andando, no contarás con la ayuda ni de lámparas ni de candelabros. Y detrás de ti y en tu costado, cruzándose y descruzándose en un sinfín de repúblicas danzantes, hallarás sólo tinieblas.

     Pero no obstante, esa debilidad tuya, ese temor, habrán de ser los muros que te sostengan, la fuerza para seguir adelante.

     Y transitarás sequías de bosques y países que no serán sino el reverso de países invisibles, pasando por alto el hecho de que cuando menos lo esperes, te salga al encuentro un abrupto recodo donde antes no lo presentías siquiera. Y en seguida te acosará un nuevo recodo con un nuevo horror intentando que desistas de la Empresa.

     Sin hacer más ruido del que apenas hacen las plantas y sin más armas que tu fe, irás en busca de la Luz, que al principio será larval, indecisa, y sólo asumirá su tamaño y esplendor reales tras haberte demandado un prolongado y desgarrador esfuerzo, solamente comparable al que sufren las mujeres en trance de parir un hijo.

     Por lo demás, es de vital importancia que mientras dure la Misión, te valgas de bigotes mejicanos, narices de pinocho, barbas moscovitas, alerones de invasor extraterrestre.

     Artificios mediante los cuales esa apariencia que has considerado tuya desde siempre, quedará sustituida por otra con la que te será dado despistar hasta a tu doble reflejado en el espejo.

     Tan radical sería tu cambio, que cada vez hubieras podido encontrarte siendo otro sin dejar de ser el mismo.

     Y avanzarás despacio, no vayas a precipitarte en la trampa furtiva de esos cazadores que pululan a la vera del camino. Ahora mismo deberías estar atento a que no haya alguien espiando desde algún portaequipaje arremangado en un lóbrego subsuelo.

     Poniendo especial énfasis en las paredes de tu casa. Y ni qué decir en las extravagancias de tu madre o en las distracciones de Liboria, cuyas antenas no solamente escuchan a través de micrófonos ocultos, sino que todo lo observan con la misma atención con que lo hace la lente de una cámara fotográfica.

     A partir de hoy ya no podrás desobedecer la orden en nada ni en lo más mínimo, dado que es preferible morir a desacatar el destino que se trae escrito.

     Desde hoy te estaremos vigilando noche y día. El Gran Ojo Visor tenderá la mirada a la redonda y te buscará por el poniente y por el norte, por el mediodía y el oriente, recordándote que se ha hecho tarde para retroceder o intentar cualquier huida. Porque más acá o más allá de la Experiencia ya no hay nada. Sólo Ella latiendo con el Engranaje que hace latir el Secreto.

     Quedan por resolver muchas oscuridades, pero éstas se llenarán de sol a su debido tiempo. De carta en carta se te irá aclarando el panorama. Y de cada una de ellas guardarás una simiente que culminará su desarrollo agazapada en tu memoria, después de que todas hayan sido destruidas por el fuego.

     Y ya lo sabes: cuídate de revelar esta Alianza o de oponerte a que la misma sea cumplida según las leyes estipuladas, porque entonces te arrepentirías hasta del simple hecho de haber nacido.

     Quizá consideres exageradas estas recomendaciones, pero todo lo que tienes que saber lo sabrás ni mucho antes ni demasiado después, sino cuando las dos agujas se prosternen para formar la Cruz sobre el Momento Justo».

     Cuando Nicasio terminó de leer la carta, permaneció así largo rato, mentalmente aturdido, la lengua reseca, el corazón que en un acceso de arribismo se le había instalado entre las sienes, porque era allí donde le repicaba. Primero al trote, al galope después y al final otra vez la taquicardia.

     Pero ni siquiera esbozó el intento de ir en busca de esa paz salpicada de dulzuras, a la que con probada exactitud lo iba guiando la amarguísima infusión de coramina.

     ¿Cómo hubiera podido hacerlo?, sí lo dominaba una terrible inhibición, una especie de parálisis que lo circunscribía a una celda no mayor ni menos cierta que el recóndito presidio retoñado tras las rejas de su propio melodrama.

     Tal vez se estuviera despertando de un mal sueño, o de cualquiera de sus delirios. Pero entonces la carta tendría que haberse diluido como en la primera claridad se diluían las dos mandíbulas que deambulaban sueltas sin dueño, masticando un ruido como el que hace el peine al restregarse contra la voluble superficie de un espejo.

     Y esa dentera se convertía en un tormento muy superior al que cualquier cristiano en sus cabales era capaz de soportar.

     ¡Váyanse a la mierda!, les gritaba al borde de la enajenación. Y con ellas también se alejaban los mugrosos jorobados que noche a noche, en tropel iban surgiendo del sofá renacentista.

     Y a compás de sus propios desafueros reptaban bajo los muebles, arrasaban la heladera, desollaban baúles, y consumaban escabrosidades que hubieran hecho sonrojar al más insigne libertino.

     Sin embargo, la carta no sólo no se había ido, no sólo continuaba estando allí con toda su carga de espanto, sino que parecía muy dispuesta a destrozarle la existencia.

     Quién podía haberlo metido en aquella trampa, en aquella macumba demencial. Si lo que querían era acabar con él, ya lo habían conseguido, porque estaba moralmente deshecho, sin saber qué hacer, sin atinar a nada.

     Y así discurrió los tres días siguientes, moviéndose como un corcho a la deriva, saliendo apenas de su habitación y sólo para atisbar la llegada del cartero, con la alucinada ansiedad de quien aguarda la notificación de su sentencia a muerte.

     Las dos mujeres lo miraban boquiabiertas, sin poder creer que aquel cambio repentino le hubiera invertido a tal punto las costumbres, que sus idas al bar «Los jubilados», anteriormente cumplidas con la puntualidad de un rito, ahora parecían formar parte de la historia.

     Por donde se lo mirara y en cualquier cosa que hiciera distaba tanto de ser lo que alguna vez había sido, que era como si alguien distinto de él hubiera ocupado su lugar.

     Ahora ya no me cabe ninguna duda, insistía Liboria. Nicasio anda en amores con alguna mujer. Tiene todos los síntomas: se acuesta sin desvestirse, se levanta con el carácter de un volcán en erupción y las ojeras lila obispo del que en vez de dormir se insomnió la noche entera.

     Y si a todo eso se le arrimaba el hecho insólito de que en la cena ni siquiera hubiera probado el suflé de coliflor por el cual era capaz de dar la vida, bueno, con ese dato ya bastaba para darlo por sentado.

     Va y viene por la alfombra de su pieza con la misma obstinación del péndulo, acotaba doña Adelaida, que por un lado seguía atentamente las andanzas del reloj, y por el otro los enigmáticos trajines de Nicasio. Hasta que las primeras y los segundos acababan por fundirse en un TIC TAC imponente.

     Así era, en efecto. Con aquellos pasos bien marcados que empezaban en su habitación y terminaban extendiéndose por toda la casa mediante una larga confabulación de ecos, Nicasio iba midiendo el trayecto comprendido entre la cama y el rincón con el altarcito doméstico, donde los ojos policíacos de San Cristóbal, San Martín de Porres y San Hermenegildo, lo venían escrutando desde la adolescencia.

     Desde el crónico terror de aquellas crisis de desidia intestinal que lo sentaban por horas enteras en el baño, por años enteros sudando ahí la gota gorda. Como si el tiempo y los purgativos no hubieran servido de nada.

     Once pasos y medio, recitaba en voz alta, y nueve pasos en diagonal desde la ventana entristecida porque a través de esa huelga de postigos clausurados ya no le sería posible contemplar el cielo, hasta el hundimiento ese del piso que infructuosamente intentaron arreglar seis albañiles por seis caminos distintos.

     Aunque todos coincidieron en que el problema se internaba a bastante más hondura de donde en realidad iba su ciencia, por originarse en la atracción que sobre la tierra ejercen los poderes del infierno.

     No importa cuál sea el método empleado, predijeron con brutal clarividencia. Tanto los exorcismos menores hechos en base a piedra molida, cal apagada y arena, así como los mayores, sólo accesibles a la clerical investidura del Señor Obispo, acabarían desbarrancándose en el mencionado boquete de los mil diablos.

     Aquel por cuyos vericuetos, en época de luna llena, circulaba todavía la cautiva maldición de los esclavos.

     No se equivocaron sin embargo por tan lejos aquellos jornaleros rudos, cuya única instrucción les cabía en la palma de las manos. Porque el tal hundimiento pasó a ser, durante años, no sólo el principal punto de enlace entre los moradores de Arriba y los moradores de Abajo (cuyos incidentes fronterizos daban pie a tantos abusos, coimas y regateos que ya no asombraban a nadie), sino el actual punto de referencia gracias al cual, a la vez de conjurar esa ansiedad que le estaba carcomiendo las entrañas, Nicasio podía darse a sí mismo un informe detallado de cuánto medía esto y cuánto el tramo de luz perpetua proveniente del pasillo.

     Aunque para arribar al Génesis de dicha luz, a su matriz procreadora, había que avanzar todavía un poco más. Trasponer dos sillas, varios umbrales, tres asaltos en descampado de ese olor tibio a empanada, que venido del ayer y por esas cosas del hoy, ahí se había estancado. Pero intempestivamente desplazado luego por la voluptuosidad arrolladora del campechano olor a guiso.

     Todo eso sin abandonar la línea recta ni poder eludir aquella asfixia que se iba acentuando mientras más profundo se hacía el hoyo en que se abismaba el pasillo.

     Entonces, cuando ya casi se perdía la esperanza de llegar, se presentaba así de pronto aquel predio bendecido donde la lámpara amarilla había instaurado su imperio.

     Para decirlo mejor, su semiimperio porque a pesar de tanto decreto promulgando su eternidad, de tanta predestinación a brillar sin intervalos, debía rebajarse a compartir la mesita disfrazada de aldeana con un póstumo retrato y una flor tan angurrienta, que siempre parecía estar clamando por más agua y todavía más agua de la que podía ofrecerle su florero.

     Claro que la lámpara amarilla, no tanto por haber recibido un riguroso entrenamiento en el difícil arte de la iluminación, como por una mera cuestión de jerarquía, se mantenía completamente al margen de lo ocurrido en sus adyacencias.

     En parte, porque a cada muerto le toca la bala que se merece, y en parte, porque por expresa voluntad de doña Adelaida, a la lámpara amarilla no le tocaba otra cosa que velar, permanecer alerta noche y día, en beneficio de aquellos que acusaban la doble tendencia a extraviarse a pleno sol y también en las tinieblas.

     Todos tenemos aquí una misión que cumplir, repetía constantemente doña Adelaida, incluso los seres sin identidad ni lumbre propia, como los muebles.

     Y la tuya, Liboria, es proceder de manera que bajo ninguna circunstancia descuides la diligencia a la que te debes ni traiciones la confianza que he depositado en ella. Porque has de ser la única responsable de que ni siquiera con mi muerte dejes morir la luz de la lamparita.

     Nueve pasos y tres cuartos y quién sabe la duplicación de cuántos insomnios y cuántos metros cuadrados de espera tendría Nicasio que padecer aún para alcanzar a medir enteramente la real magnitud de su cansancio.

     De seguir peregrinando a este ritmo de avalancha, me quedarán las piernas medio atontadas y los pasos en carne viva, se lo oyó razonar después. Y en seguida un breve silencio enganchado a una palabra irreproducible, que al no saberse con certeza hacia quién iba dirigida, continuó flotando un rato ahí, al albur de ningún destinatario. Y acto seguido otra vez los pasos para volver a empezar todo de nuevo.

     Estos tres últimos días se ha pasado como un monje agrimensor recluido en su convento, decía preocupada doña Adelaida.

     Y le ha visto usted la barba de prócer de la independencia, preguntaba Liboria. Capaz que se la esté dejando en memoria de los que no tuvieron más remedio que caer en defensa de esas cosas que se aprenden en la escuela y que empiezan a olvidarse en el recreo.

     Pero lo que presenciaron aquel jueves colmó la gota del vaso. Consternadas lo vieron abrir la puerta del dormitorio, cruzar como una exhalación el pasillo, y hundirse en la oscuridad de la escalera que conducía al sótano.

     Dos, cuatro, siete minutos que duraron igual que siglos. Y estando ya sobre el filo de los ocho, ambas mujeres pudieron ver nítidamente un fantasma vestido como Nicasio, pero con guantes, con sombrero, con bigotes y con anteojos de ciego.

     No se hagan tanto drama que soy yo, les dijo. Aunque en versión adulterada. Y será mejor que se vayan acostumbrando, porque a partir de hoy usaré barba, bigote, anteojos de ciego y fundaré mi propio carnaval, si se me viene en ganas.

     Sin embargo, al no reconocerse después en el espejo del vestíbulo, refunfuñó desmoralizado:

     Justamente cuando más necesito saber quién soy, se me coloca enfrente este carajo con el que ni siquiera me siento unido en parentesco. Maldita sea.

     Tan perturbado parecía, que doña Adelaida se curó de un solo golpe de sus propias perturbaciones, jurándose solemnemente gastar hasta el último segundo de las horas que aún le restaban de vida en sacarlo de aquel pozo.

     Como prueba de lo cual, le mandaba preparar sopitas combinadas de cerelac con cuáquer, o de arroz con brotecitos tiernos de soja. Y compotas de aguaí con miel de abeja, previamente reforzada con la oración del pobre pecador a San Judas Tadeo.

     Mi corderito descarriado, lo mimaba. Si no quieres que te aseen el cuarto nadie te lo aseará, ni nadie te abrirá las ventanas, y podrás pasarte el santo día ovillado en el capullo de tu íntima congoja.

     Y todo por culpa del tremendo coletazo con que arremeten los amores fuera de estación. Una especie de viruela que no por marchar a contrapelo se la hubiera considerado menos mortal.

     ¡Pobre hombre! No tendrá un desenlace, feliz en manos de esa mujer. ¡Qué manera de engatusarlo! ¡Virgen Santa! ¿Quién sería la desvergonzada que le estaba arrebatando el hijo delante de sus narices?

     Arrancar una mujer del corazón de un hombre es algo delicado que requiere no sólo técnica, sino por sobre todo instrumentos especiales, improvisaba Liboria. Más delicado que una cirugía a corazón abierto, y sin ninguna garantía de que el extirpado vuelva a razonar con la lucidez de antes.

     Máxime si se tenía en cuenta que Nicasio había descubierto el amor con casi cuarenta años de retraso. A una edad en que sus coetáneos venían abusando de él desde tan lejos y de manera tan sistemática, que apenas les sobraban agallas para sentarse en una mecedora de mimbre a discutir consigo mismo, o con algún interlocutor imaginario.

     En cambio, el corderito descarriado se hallaba en la cresta de la ola, como quien dice. Y sólo había que esperar que su ángel de la guarda interviniera a tiempo para amortiguarle esa violenta conmoción que, por lo general, es inherente a la caída.

     Lo cierto es que don Nicasio no se había repuesto aún de los estragos de la primera carta, cuando de pronto se sintió sobrecogido por la certidumbre de que apenas se aplacara el disturbio mañanero, promovido por el repicar inusitadamente largo, persistente y cizañero de aquel timbre, la segunda carta estaría entre sus manos. Para que con ella se pusiera en movimiento el capítulo número dos de su desgracia.

     Sí, el motivo de sus desvelos había llegado por fin. El cartero acababa de entregárselo a Liboria, quien luego de haberlo aprisionado entre las yemas del índice y el pulgar como si fuera una serpiente, y de haberlo examinado hasta donde le fue posible, advirtió que aquel sobre estaba algo excedido de peso.

     O algo tal vez le faltaba. O simplemente era distinto del primero. Claro, éste había sido redactado a máquina y pesaba por lo menos el doble de lo que pesaba el anterior.

     Dame esa carta, le ordenó Nicasio con una voz como treinta años más vieja que aquella de la que se había valido hacía un ratito nomás para regañarla. Porque pronto será hora de cenar, le dijo, y todavía no te has dignado a servirme el desayuno.

     Dámela ya, volvió a insistir interrumpiendo las detectivescas meditaciones sobre las cuales seguía sobrevolando Liboria. 

     Y que nadie me moleste para nada, agregó dirigiéndose a su habitación y cerrando con golpe seco no solamente la puerta, sino toda posibilidad de que llegara a hacerse público un asunto que, por mandato superior, debía ser guardado en la privacidad más absoluta.

     El hecho es que esta vez la carta venía acompañada de algo que aparentaba ser un testamento. Pero no un testamento común y silvestre, de esos mediante los cuales el patrimonio familiar -que en aquel entonces no se basaba, no, en el sudor ajeno sino en el sudado dignamente por el esfuerzo propio- podía desplazarse sin abandonar la línea recta ni la garantía oficial que cada padre buenamente delegaba en cada hijo. Inaugurando, en el plano financiero, como una suerte de cadena de mitológicas genealogías.

     Hasta que la injerencia de otras líneas no tan rectas ni tampoco tan legítimas, no sólo los fueron anticuando, sino que apresuraron grandemente su relego al cajón de los olvidos.

     Desde luego que vincular esos testamentos ya finados con el que estaba esperando el momento para empezar a vivir, sería desconocer deliberadamente la diferencia que los separaba.

     Diferencia que en lo que al testamento recién llegado se refiere, se sustentaba en el hecho de que a su lectura, por enérgica disposición obrada en grandes  letras cuyos relieves, volutas y contorsiones oscilaban entre lo espectral y lo fantasmagórico; a su lectura, repito, no debía procederse mientras no se hubiera procedido con la lectura de la carta.

     Exhortándose muy fervorosamente a que fuera respetado ese orden. Porque de acuerdo con un orden habían sido creadas todas las cosas del universo, desde el Preludio incoloro, hasta la Macroaniquilación hacia la cual todo tendía.

     Un Nicasio pálido, sin otra expresión en el rostro que la generada por el desaliento, empezó más que a leer, a ser llevado y traído a través de una aglomeración de conceptos ambiguos, de incoherencias que parecían haber sido puestas allí a mansalva. Como crecidas al antojo del más caótico descuido.

     Haciéndolo sentir como de pronto se sentía: abrumado por la sensación de que el atardecer ocurría en su pecho, y no en las desportilladas arremetidas con que el último sol apenas si alcanzaba a gratinar levemente la ventana.

     Cuando leas el testamento, decía la carta, comprenderás que el mismo no existe en función de lo que dicen sus palabras, sino en función de lo que callan. Y lo que callan es el Secreto que cada uno está obligado a descubrir por cuenta propia, atravesando un canal de desencuentros durante los cuales, lo Uno iniciará la búsqueda de una Entidad Plurimismada que le garantice el conocimiento y el dominio de lo Múltiple.

     Huir de esta formulación preestablecida hubiera sido entonces tan absolutamente imposible como pretender modificar el hecho de que el sol no pudiera rebelarse contra la tediosa circularidad de un mandamiento que lo defenestraba hoy para redimirlo otra vez al día siguiente.

     Porque todos los caminos con todas sus bifurcaciones, aunque finjan ir a otro lado, realmente se dirigen a la revelación del Secreto.

     Tan difícil es la tarea y hasta si se quiere tan inhumana, que las claves para resolverla son muchas y podrían ser infinitas. Aunque las esenciales caben dentro de las que a continuación se detallan:

     El principio soberano que rige el azar de los acontecimientos empieza y concluye en el numerismo. Doctrina donde todo lo que la naturaleza alberga, tras un intenso tratamiento de purificación ambiental, termina por quedar reducido a lo numérico.

     Vale decir que siendo los números anteriores al idioma y contemporáneos del sol, pueden tornarse más reales que un eclipse, que las piedras y que cualquier otro elemento percibido por los sentidos corpóreos. Lo que en definitiva los hace todavía más reales que los hombres.

     Por una simple descompensación numérica se iniciaron, pues, las constelaciones, el contrabando,  el rocío, la hepatitis, los desfalcos, las rapsodias y las distintas ternuras que, atenidas a una escala, poco a poco van armando el trinar del pajarito.

     Melodía cuyos bajos alcanzarán su más alto esplendor siempre y cuando actúen en proporción directa a la longitud del pico que las emita.

     Por lo demás cabe agregar, que así como el 8 nos propone un juego de redondas seducciones, en cuyo enlace final se verifica la reconciliación de la Luz con las Tinieblas, el 7 es el que fue embellecido con los atributos de una sabiduría ejemplar.

     Basta convocarlo repitiendo mentalmente 70 veces 7, para que acuda a predecir, con años de antelación, las fechas y los lugares en que ocurrirían las catástrofes. O a determinar la hora, el día y la carta astral de cualquier evento académico.

     Pudiendo establecer inclusive el grado de maldad con que se ensañan los rencores ajenos a partir de que la sombra desplegada por la envidia prolifere en angulación oblicua o semirrecta.

     En tanto que el éxtasis numérico sexual, de acuerdo con la cosmogonía de ciertas tribus errabundas que consideraban machos a los números pares y hembras a los impares, es consecuencia de fracciones enemigas que combaten y se anulan entre sí. Que caen derrotadas en plena celebración de la victoria, y que beben el triunfo todavía con un gesto derrotista entre los labios.

     Hay números profanos y creyentes, despiertos y dormidos, enteros y quebrados, incestuosos por aquello de que cuanto más primo más me arrimo. Y todo crece y evoluciona según que el chisporroteo nacido en el entrechocar de tales divergencias se vaya acentuando o extinguiendo.

     Del mismo modo que se da ese antagonismo, existe también una empatía que atrae a los números distantes. Como por ejemplo, la que el 5 siente por el 38, y que sólo es el producto de la alquimia fraudulenta.

     En primer lugar, porque en el fondo esos números se repelen, y en segundo término, porque para que el 5 alcance al 38 deberá previamente atravesar todos aquellos números que los separan.

     Y mientras el 5 con su correr de patas cortas hace un esfuerzo subnumérico para llegar al 38, éste acrecienta su arrogancia desplazándose al siguiente.

     De manera que, ni podrá ser vulnerada jamás esa distancia, ni cejará el 38 en hacer hasta lo imposible para que ningún congénere de las inmediaciones vaya a quedarse sin saber quién es ahí el más fuerte.

     Tampoco las letras escapan a esa terrible hegemonía, puesto que a cada número le asiste el derecho a exigir de hasta 17 letras canónicas (que son los superlativos) la misma sumisión que debía ser guardada por el mísero vasallo ante la feroz intransigencia de su rey.

     Y cada letra canónica, además de su incapacidad de ser impar o par, posee su reverso numérico y, en grado más modesto, también su jerarquía.

     Las mayúsculas dan órdenes a las minúsculas y las consonantes ostentan una autoridad 10 veces mayor a la de las vocales. Tres sílabas repetidas se equiparan al vacío que ocupan los intersticios de cualquier cero a la izquierda.

     Y 5 expresiones Bíblicas valen 17 adjetivos, 34 sustantivos y 76 conjunciones, que vienen a ser los vocablos más humildes que contempla el diccionario.

     La lectura del testamento es, pues, engañosamente simple, porque paralelamente a la trama de palabras se va tejiendo una trama de números. Y el trabajo consiste en aplacar sus diferencias, con el objeto de ir logrando el equilibrio de todos los puntos que componen el trayecto del Destino.

     Vale decir que ese ejercicio ineludible y cotidiano que se denomina vivir es, por cierto, una ancha paradoja donde intervienen los números, las letras con sus repeticiones y ecos, una cantidad sensible de azar y otra inagotable de combinaciones.

     De esa abigarrada mezcolanza proceden todos los juegos de este mundo, como la quiniela, la lotería, el prode, el bingo, el billetón, la ruleta, y todos los que empezarían a jugarse si cualquiera de ellos variara su posición en el escaparate de la vida.

     Falta aclarar, sin embargo, que los peligros de ese juego son tan numerosos como sus combinaciones, porque muy bien puede ocurrir que durante el curso de un escrito las palabras renieguen de sus formas, y se vayan convirtiendo en un desierto de arenas tan radiosas, que sean capaces de enceguecer a puro brillo.

     O la muerte, por ejemplo, que muchas veces es atraída por el número que la representa, deliberadamente omitido aquí por razones obvias.

     O las premoniciones que tienden a adelantarse a los hechos mismos, haciendo que las cosas sucedan al revés de como tendrían que haber sucedido.

     O la consonante que cuando es desplazada de su habitáculo original abandonando allí sus raíces, puede ocasionar que todos los sentidos confundan su naturaleza.

     Entonces se escucharía con la nariz y se hablaría por los ojos y el tacto quedaría reducido a una mera intoxicación química. Y quien sea sería un caso de circo de por vida.

     Hay incluso hechos reales insertos dentro de otros que no lo son, o que son simples obstáculos puestos allí con el propósito evidente de retardar lo más posible la comprensión final.

     Pese a todo, no en seguida sino muy lentamente, la Verdad se te irá arrimando. Con los ojos de los ciegos la verás como una sucesión de transparencias disipándose apenas formada.

     Una incipiente claridad a la que intuirás sin poder asirla aún. Porque hay una etapa de purificación que todavía debes cumplir.

     Un proceso con cinco callejuelas simultáneas que simultáneamente intentarán hundirte en el desconsuelo, en la depresión, en el desencanto, en la desmoralización y en el desenfreno.

     Todo eso tendrá que ser superado antes de que sientas ese alivio que sólo es dado sentir cuando las murallas que custodian lo buscado se desplomen ladrillo tras ladrillo, para ser reconstruidas luego con ladrillos transparentes.

     Entonces sí accederás al centro mismo de un primer secreto, que a su vez será centro de otro y otro más, hasta llegar por eliminación al Secreto con mayúscula: una sustancia cósmica construida con los reflejos de Dios, que no sólo contiene a todos los secretos del Universo, a la creación entera y a lo que aún falta crear, sino que comunica el conocimiento inmediato de todas las cosas que serán, que son y que alguna vez fueron.

     No dispones de mucho tiempo, era la recomendación final. De manera que debes obrar con prisa. Y sólo cuando tus interrogantes ya no sepan hallar respuestas, sólo entonces acudirás donde Zenón Rojas.

     Personaje a quien varios decenios de iluminación teológica, metafísica, gramatical, y matemática, le infundieron la pericia necesaria para despejarte cualquier duda que puedas tener al respecto.

     Lo que siguió fue una hipertensión arterial que le descalabró la sangre. La sentía rebullir e irse a pique. La sentía escapándosele a borbotones de las venas, por alguna de esas goteras que nunca han de faltar.

     Entonces, cuando la viscosa sensación de estar bañado en sangre le había llegado ya hasta la cintura, y amenazaba con inundar la habitación entera, entonces fue cuando Nicasio resolvió acercar su corazón a Dios. Para implorarle no en nombre de su indigno nombre, sino en el de su devota madre Adelaida, que le otorgara la gracia instantánea de un aumento en su ración de aire.

     Puesto que el que ahora le entraba por las narices resultaba demasiado angosto para contener tanta opresión.

     A un punto tal lo ganaba aquella asfixia, que el mismo catre de cuartel que lo veía no dormir, lo escuchaba también ahogarse enredado en su propia tos.

     Tos diurna es señal de que tus bronquios van derecho hacia la urna, empezaba a repetirse mientras deshojaba y se comía una tras otra las indolentes pulsaciones del reloj de extracción desconocida que adornaba su muñeca.

     Y aquel tiempo encallado entre segundos que en lugar de avanzar reculaban como si hubieran estado ebrios, no solamente hacía que su desazón fluyera sin interrupciones, sino que además contribuía a destacarla con fulguración mucho mayor.

     Prefiero morir de golpe, se repetía luego, a estar muriéndome de a retazos, o de a migajas, que para el caso venía a ser exactamente lo mismo.

     Ya no era sino un espectro deambulando hasta que por fin sonaba la hora en que se iba a «La posta del placer» a cumplir con su castigo.

     Si no es mucho preguntar, ¿dónde se encuentra su pareja?, le inquirió aquella primera vez la aprensiva doña Coca, cuando lo vio entrar tan solo y tan decidido a seguir estándolo, que lo más bien permitía suponer que, por algún desperfecto hereditario, esa moda ya venía imponiéndose a sus genes desde quién sabe cuánto antes de que su madre lo pariera.

     Pobre hombre. Llegar a un sitio como éste en semejante situación de desamparo, sólo podía equipararse a la cuadriculada insensatez de pretender ir a la guerra olvidándose del arma.

     Pero la suma que en aquel entonces le extendió Nicasio fue tan generosa, que en seguida quedó reconciliada con el proceder no muy ortodoxo del polémico cliente.

     Al fin y al cabo, la presente democracia concedía a cada quien el derecho a llamear, crepitar e incinerarse a la temperatura preferida, y en la hornalla que mejor se aviniera a su carácter.

     O inclusive hasta apelando al recurso del autoincendio, que era el fuego más cercano y el único cuyas brasas se encontraban siempre listas, siempre a punto de chisporroteo.

     Como parecía ser el vicio del insólito hombrecito, cuya manera de sudar no era propia ni de la hora ni de la época, y cuyas segundas intenciones ya podían apreciarse al primer golpe de vista. Por más que él tratara de esconderlas por detrás de aquellos ojos que portaban gruesos lentes.

     Lo más oscuro de su aspecto y quizá lo más temible residía sin embargo en aquel siniestro portafolio que le calzaba exactamente como un baúl de muerto, sin una exageración de más ni de menos y sin ánimo de ofender al muerto.

     Qué tendría que ver el maletín con las segundas intenciones de su dueño, se interrogaba a sí misma doña Coca.

     O «La posta del placer» con ese hombre que parecía haber desterrado la palabra sexo de su anatomía, y de haberla sustituido por una desnutrición tan desolada que ni siquiera proyectaba sombra.

     Con tal de que el mentado portafolio no fuera sino una treta de la que se estuviera valiendo para ocultar algún animal.

     Porque antes de que siga usted avanzando y para evitar posteriores divergencias, quiero que se le grave bien clarito, que en esta casa, distinguido caballero, los perros, los gatos, los canarios y las tortugas, están tan prohibidos como esos patoteros que llegan armando una tormenta, y se retiran dejando cuentas impagas y las paredes acabadas de pintar chorreando obscenidades.

     Aquí no se cuela un solo animal, recalcó algo ofuscada. Ni aunque traten de sobornarme con lingotes de oro.

     Bastante había tenido que lidiar con su difunto esposo, que sin duda fue el peor de los animales, y cuya sola evocación atizaba otra vez aquel rencor que le seguía fermentando en la boca del estómago.

     No es que desconfíe de usted, ni mucho menos, pero mi dinero me lo gano honradamente, con el puntual pago de impuestos y el debido temor de Dios.

     Por lo tanto, he de tomar mis precauciones, al menos si deseo mantener el equilibrio entre lo que nobleza obliga y la multitud de obligaciones generada en el modus operandi de una clientela, cuya nobleza no era dada ciertamente por la sangre. Sino por cuánto lujo podían contener esas como cuevas de Alí Babá y sus cuarenta salidas, en las cuales parecían converger las desviaciones harto sospechosas de sus insondables bolsillos.

     Mi trabajo no es nada fácil, no señor. Hay tanto delincuente suelto, tantos detalles que atender, tantos dólares que hubiera querido lavar en lugar de estar aquí lavando puertas, lavando injurias, lavando baños y sábanas al por mayor.

     Tanta desventaja en ser una mujer que virilmente se costea su cotidiano pan y el de sus cotidianas hijas, que no sé si vale la pena que me siga marchitando a plazo fijo.

     Y si con un decir campesino hubiera debido abarcar la totalidad de su desgracia, el más acertado sería: tanta tierra para tan poco cultivo.

     Porque de eso obviamente se trataba: de una fatalidad y también un desperdicio toda la pasión que ella aún conservaba intacta, y que de buenas a primeras se le había quedado sin propietario.

     Y cuál era la única vía de escape con la que podía contar una viuda como ella, irreductible y digna, sino aquella que sin ninguna transición la ingresaba en la comarca humeante y taciturna de las amortajadas vivas.

     Y quién iba nunca a sospechar que mientras por fuera sonreía amablemente a los clientes diciéndoles hola qué tal y qué luna tan espléndida que se refleja hasta en la cama, era por su andurrial interno por donde se le desataba aquella otra identidad inflamada con deseos cada vez más turbulentos, cuanto menos se conformaba ella con la idea de pasar la lenta vida inflamándose tan sólo a punta de resignación cristiana.

     Y si ponerse a fantasear con todo eso significaba de por sí un desafuero, estaba dispuesta a someterse sin remordimiento alguno a tan bendito desafuero.

     Pese a todo, tenía a mucha honra ser la dueña del local más concurrido del barrio.

     Claro que mentiría si no reconociera que ese era un logro privado para llegar al cual se había visto forzada a recorrer mucho camino, hacer de tripas corazón para enfrentarse a muchas quejas, y sofocar a pantallazo limpio la pestilencia de un sinfín de habladurías.

     Todas ellas malignamente engendradas o por la competencia o por la corporación esa de mojigatas que tanto alarde hacía de su inmaculado nombre, siempre a expensas del honor ajeno, que parecía tener a su cargo la Superintendencia y Contraloria General de toda la pureza que Nuestro Señor Jesucristo esparció sobre la tierra.

     Pero aquellos percances ocurrieron sólo al principio, porque a los últimos vecinos que intentaron derribar su buena estrella recurriendo al juego sucio de las solicitadas, se los sacó de encima con el apoyo de un senador demócrata cristiano.

     Benemérito y pundonoroso caballero cuya democracia no iba más allá de donde iban sus veleidades amorosas y su fanática adicción a ciertos ungüentos orientales, que indistintamente servían para desaparecer las canas y reactivar los impulsos amatorios.

     Pero cuya sagacidad política al final prevaleció sobre todos los cacareos municipales y los Ave María Purísima de las sin pecado concebidas.

     También don Nicasio hubiera faltado a la verdad de haberse negado a admitir que el hilo de tan vehemente y colorida verborrea fue varias veces perdido cuantas veces le cupo la maravilla de volverlo a recuperar.

     Y sólo se permitió intervenir aprovechando el agua fresca de aquel pozo de silencio en que se hundió de repente doña Coca. Como si se le hubiera secado el aliento para poder seguir.

     Puede quedarse tranquila, le dijo con la intención de restituirle el ánima, siempre y cuando no le fuera restituido el habla, al menos mientras no se le cortara a él aquel brote de dolor que le había despuntado en la cabeza.

     Puede quedarse tranquila, insistió, porque no pienso causarle ninguna molestia ni alterar en lo más mínimo las leyes de su gobierno.

     Y cuando ya aquel pasillo se tornaba interminable y al muchas gracias de ella ya lo había asimilado el olvido, dieron por fin con la habitación 309.

     Esta puerta, se condolió consigo mismo Nicasio, que normalmente se abre para conducir a los amantes a ese cruce iluminado en que ambos cuerpos rozan a la vez la muerte y la ascensión a los cielos en la voluptuosidad del placer, es la misma putañera puerta que pronto le estaría cerrando a él la perspectiva de acceder a cualquier felicidad, por chata y efímera que fuese.

     «Favor no molestar que el amor está trabajando», rezaba el grotesco cartelito debajo del cual lo despidió doña Coca con una frase que más tarde habría de funcionar entre ellos a la manera cariñosa de un genuino santo y seña:

     Bueno, aquí hemos llegado. Póngase cómodo, don Nicasio. El cuarto es todo suyo, y para lo que sea y cuando sea, me da mucho gusto ponerme a sus gratísimas órdenes.

     Si esta mujer supiera lo que me pasa a mí, lo que le pasa a ella quedaría reducido al tamaño de una arveja, razonaba Nicasio mientras leía con avidez el testamento.

     La tarde entera se le iba en resolver el intrincado mecanismo de aquel texto que nunca decía más de lo que decía:

     En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.

     A través de este testamento íntegramente redactado de mi puño y letra, quiero dejar constancia que yo, Rafael Gutiérrez Sosa, nacido en la Provincia de las Indias Orientales, el 22 de octubre de 1807, hijo legítimo del finado Marcelino Gutiérrez y de la también finada doña Candelaria Sosa, quebrantado en mi salud física a raíz de la dolencia que Su Majestad se ha servido mandarme, la cual por la gracia de Dios no ha afectado mi sano y entero juicio; aceptando a corazón abierto todos los Misterios, los Preceptos y Sacramentos que constituyen los pilares de Nuestra Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, en comunión de cuya fe he vivido y pretendo también morir, e invocando el auxilio de Nuestra Madre María Santísima, refugio de los pecadores y abogada mía especial, del incansable protector de mi existencia: el Santo Ángel de mi Guarda, y el de todos los demás Santos que conforman la Corte Celestial, dispongo, ordeno y declaro mi última voluntad bajo las cláusulas que a continuación se detallan:

     1) Nombro como Albaceas para el cumplimiento de las mandas que incluye este testamento a los doctores Francisco Bogado Mena y Eleuterio Maidana Franco.

     2) Declaro estar sacramentalmente casado con Anastasia Burgos, comúnmente llamada Taní, en cuyo matrimonio procreamos y hubimos por hijos legítimos a Mario Rafael, Rebeca Concepción, Juan Raúl y Ernesto Javier.

     3) Para el caso de mi muerte, expreso mi voluntad de ser amortajado con el hábito de la congregación franciscana, velado en mi muy amada Parroquia, y sepultado en la cripta que indiquen mis Albaceas.

     4) Asimismo quiero dejar sentado que en lugar de discursos luctuosos y coronas funerarias, todo el oficio se limite a ser cantado con misa de cuerpo presente, y con cuantas misas y novenarios pudieren celebrarse por la salud sempiterna de mi alma. Siendo mejor que se manden decir las dichas misas a la brevedad posible, por lo que hubiere lugar. En cuanto al monto de las limosnas ofrecidas por las mismas, deberá quedar supeditado a lo que señale mi viuda.

     5) Asimismo declaro que es mi voluntad beneficiar con mi porción disponible a mi querida y adorada esposa Taní, como muestra de agradecimiento por el inmenso cariño que me ha tenido, por su fidelidad sin límites y su abnegación en la crianza de los hijos y el manejo de la casa.

     6) En lo referente a mis hijos Mario Rafael, Rebeca Concepción, Juan Raúl y Ernesto Javier, manifiesto mi voluntad de que ellos, en su carácter de herederos legítimos, reciban la parte de mis bienes que por justo derecho les corresponde. En este punto quiero no obstante aclarar, que hallándose el llamado Ernesto Javier, menor de mis cuatro hijos, todavía en la edad pupilar, nombro Tutor del aludido a su tío y padrino: el Escribano Euclides Amarilla Vega.

     Pongo a Dios por testigo de lo que acabo de expresar y a cuya misericordia me encomiendo y encomiendo mi alma. Fechado, escrito y hecho de mi puño y letra, en la Provincia de las Indias Orientales, a los veintinueve días del mes de Agosto de 1897.

     Firmado: Rafael Gutiérrez Sosa.

     Arqueado el espinazo y concentrada la atención sobre aquellos jeroglíficos, Nicasio los medía por su espesor, a puro instinto los agrupaba.

     Tejía y destejía conjeturas, sin poder determinar aún cuáles eran las verdaderas y cuáles se columpiaban a orillas de lo que no era el oasis que parecía, sino una trampa donde en cualquier momento podía caer.

     Había frases esquivas, de hocico corto y largas patas, y otras que ondulaban entre llanuras muy hondas y picos que de seguir en vías de tan notable crecimiento, acabarían sobrepasando la vigilancia cósmica.

     Con mucho cuidado avanzaba por aquella sinuosa caligrafía, cuyos caracteres por momentos se movían en diligente sincronía de hormiguitas previsoras.

     Y por momentos transmitían la impresión de ser calles que estuviesen anudadas entre sí con cordones de personas caminando.

     Despacio, tanteando el suelo de este renglón para no tropezar con las barreras del párrafo siguiente.

     Y a medida que creía ir quitando de las palabras el velo que las cubría, sus observaciones empezaban a tener sentido, a adquirir forma, color, autonomía.

     El instante de la revelación aún se encontraba lejos, pero todo se perfilaba más y más delicadamente.

     Era todavía una verdad a medias, un preludio cuya sombra pasaba errante, como la sombra de un jilguero sobre la inquieta limpidez del aire.

     ¿Y de qué manera una sombra sin peso ni consistencia hubiera podido ser amarrada con varias vueltas y nudos para que no se desgranaran sus piezas? Era la pregunta que añadía una confusión más a ese mar de confusiones en que se debatía Nicasio.

     Todo lo que haga será inútil, se decía. Porque aquello que intuía con el corazón e intentaba aferrar con el lado izquierdo de su cerebro, irremisiblemente se le escabullía por quién sabe cuál fisura que acusaba en el derecho. Y la oscuridad agazapada bajo el ropero aprovechaba el descuido para escapar.

     Primero en gotas menudas y adoptando luego la apariencia de un cuervo con las alas desplegadas, la oscuridad lo iba invadiendo todo: las flores de la cortina, el pabellón de su nariz, el tono marfil de sus pantalones, los rasgos de su pasado. Incluso esa voz que había empezado a insinuarse allí, encerrada entre las cuatro paredes del vidrioso testamento, acababa consumiéndose con los restos de la tarde.

     La oscuridad no es tan mala como parece, le había afirmado no hacía mucho el oftalmólogo que lo atendía. A modo de consuelo tal vez, al constatar la forma alarmante en que le había evolucionado la miopía.

     Porque sin oscuridad, continuó profetizando el oculista, no existirían parámetros para medir las bondades de la luz, y probablemente el andar de la humanidad se encorvaría a tal extremo que volvería a asumir la posición cuadrúpeda.

     Más recordaba Nicasio aquellas palabras y menos ciertas le parecían. En primer lugar, porque de no haber sido por esas dos llamitas suyas, que con ser miopes y todo le seguían batallando en las pupilas, tan impenetrable se habría vuelto la tiniebla que hasta cesaría de saber quién era él mismo.

     Y en segundo término, porque para colmo de los colmos, la susodicha negrura debía contener alguna droga que lo dejaba medio atontado y con tendencia a la ensoñación.

     Todo se desvanecía entonces en la misma nada en que se desvanecen esos sueños cuando un ruido cualquiera rasga su frágil envoltura, regresándolos por el cauce de la misma somnolencia, otra vez al punto cero.

     Le habían asegurado que el testamento sería su salvación, su único remedio, y he aquí que el tal remedio no era sino una manifestación todavía más temible de la misma enfermedad.

     Dos mil años podría pasarse intentando descifrar el enigma escondido en aquellas páginas, y dentro de dos mil años ellas seguirían emperradas en no decir nada más ni nada menos de lo que ya venían diciendo.

     ¿Y era sólo una alucinación la que lo inducía a creer que a medida que se debilitaban sus fuerzas las complicaciones del testamento se reproducían con tal rapidez que amenazaban con desbordar toda medida?

     Sea como fuere, lo recorría un sudor helado de sólo pensar cuántas combinaciones podían hacerse con todos los números consignados en esta tierra y las veintitantas letras del alfabeto.

     Teniendo en cuenta no sólo el juego continuo y discontinuo que se verificaba entre ellos, sino también sus repeticiones, sus ecos, sus antagonismos raciales, idiomáticos, y quién sabe cuántas excentricidades más.

     Porque muy bien podía ocurrir que el tal Secreto estuviese no donde debía, sino recluido, por ejemplo, en la palabra Coca Cola.

     O que fuese algo obvio, ya no visto de tan visto. Un vaso tal vez, un jazmín en un florero. O algo que surgiera ante sus ojos de un modo espontáneo, como la luz, un vendaval, o la soledad de aquel cuarto creciendo en proporción directa de una humedad que se trepaba a las paredes con fruición de enredadera.

     Todo confabulándose para hacerle todavía más insalubre el encierro. La cama con una colcha de un azul algo gastado, que recobraba sin embargo su prestigio al compararlo con el desvaído azul del biombo encubridor.

     Llamado así por esconder la única comodidad que, al decir de doña Coca, exigían los clientes: un bidé con una sola canilla habilitada y tan desfigurado por el óxido, que nadie se hubiera arriesgado a establecer con precisión el color original de tan beatífico artefacto.

     Y acodada en ella misma, una ventana de barrotes coloniales, especialmente concebida, al parecer, para reemplazar por aire nuevo aquel hedor sofocante extendido sobre el aire que envejece en cautiverio.

     Sin embargo, aún persistía por debajo de las florecidas ráfagas del desodorante ambiental, aquel otro aliento cuya tibieza había logrado sobrevivir a los más encarnizados métodos de exterminio, y fluctuaba alejándose y acercándose como si hubiera sido un vals.

     Nicasio lo percibió desde que puso un pie en la habitación, pero no como un olor único y definido, sino como una mezcla abigarrada de varios olores superpuestos.

     El que exhalaban los cuerpos al consumarse el placer, el de las muchas infidelidades almidonando la penumbra en estrecha conjunción con el aroma dulce de los azahares del patio; el de los suspiros matinales de la cebolla, el ajo y el perejil, que al atardecer emigraban de la cocina y venían a refugiarse bajo el clima caldeado de las sábanas.

     Allí donde acababan fundiéndose, por un lado, el ácido sulfúrico emitido por las huellas de los pecados de la carne. Y por el otro, el olor confidencial de algunos secretos de Estado, que sin querer se escurrían entre caricia y caricia.

     El resultado final era a un tiempo dos cosas: un hálito tan vasto y tan profundo que quizá fuera anterior al olfato de los hombres. Y un aturdimiento tan vasto y tan profundo que a Nicasio le empezaba en la planta de los pies.

     Lo escalaba como si hubiera sido un tronco. Se le colaba por los rincones más privados, erizándole la piel y encabritándole las ramas. Hasta finalmente sumirlo en aquel catastrófico estado de exaltación sin alivio.

     Pensó: una cama sin amor es como ver morirse un campo, agrietado y seco, calcinándose al compás de su propia sed.

     Y lo que todavía era peor: no pudiendo hacer nada para resolver ni la sequía del campo ni la que lo hacía sentir como si en el hueco donde debía estar el corazón, le hubieran practicado un transplante de arpillera.

     Habría querido no estar en semejante enredo sino compartiendo la cama con alguna mujer. Apretados el uno contra el otro para entibiarse mutuamente. Para sentirse todavía vivo.

     Hubiera querido cegar las cerraduras por donde lo espiaban cientos de ojos, y acallar todas las voces que hablaban a sus espaldas.

     Al principio sin pasar del cuchicheo, y conforme la imaginería popular cobraba fuerza, se ponían a berrear sin control ni disimulo, suponiendo los disparates más insólitos, pintándolo con los más negros betunes, y bautizándolo con mil apodos, a cuales más humillantes.

     Y de pronto era un cínico, y de repente era el sádico que había elegido «La posta del placer» para solazarse en el solitario festín, del que se apresuraba luego a desaparecer las pruebas.

     Todos diciendo cosas con el ánimo de encontrarle una explicación al fenómeno. Total, el tema se prestaba para infinitas variaciones.

     Mientras él debía aparentar no darse cuenta de nada. Estaba harto de fingir y de moverse en aquel campo minado donde un solo paso en falso y ¡zas!, lo tendrían que juntar en cucharita.

     Harto de avanzar a razón de un milímetro por siglo, que en realidad era lo mismo que marchar hacia atrás.

     De modo que si se le hubiera dado por reconstruir el trayecto lineal de lo que hasta ahora había logrado, estaba seguro de que ni siquiera llegaría a completar medio renglón.

     Y cuando más decidido estaba a abandonar aquella locura, a detenerla de una vez por todas y a sentarse esperando lo peor, entonces fue cuando le vino a la memoria el nombre de Zenón Rojas.

     Y resolvió arriesgarse una vez más. Al fin de cuentas, después de tanto no haber acertado con ningún tipo de salida, ¿por qué desaprovechar ahora aquella que quizá fuera la última?

     No le costó mucho trabajo ubicar su dirección, ya que Zenón Rojas, además de ser reconocido como un virtuoso del peinado epocal y posmoderno, lo era como propietario de una cadena de peluquerías que gozaba de gran predicamento entre todos los varones del país: desde el más encumbrado hasta el último.

     Seducidos quizá por su espíritu innovador, sus precios adaptados a cualquier bolsillo, y la destreza casi mágica con que manejaba tanto el peine como las tijeras. A los cuales el consenso popular acabó atribuyéndoles el mismo efecto sedante de las canciones de cuna.

     Así era, pese a los categóricos desmentidos de la competencia. El peine iba por su lado y las tijeras por el suyo, y de ese dichoso desencuentro salía una música emoliente y curativa que, alargándose en suaves y cadenciosos pliegues, iba armando la estrategia de la que pronto se valió la clase alta para escamotearle el bulto a la realidad nacional.

     Recurso muy saludable, por cierto, dado que permitía evadirse por un rato de uno mismo, de este tráfico, esta esgrima de todos contra todos, esta soledad del ciudadano en compañía.

     Un terso y paulatino disolverse en la porosa antimateria de un mullido cuarto de hora, antes de integrarse nuevamente a las termópilas de este tráfico, este no saber cómo ajustarse los cinturones cuando ya no sobran agujeros, esta desocupación protuberante, estos huevos pretendiendo ser gallitos sin haber sido empollados.

     Pero seducidos, sobre todo, por la certidumbre de que sus acólitos cumplirían las terminantes instrucciones impartidas por Zenón Rojas, en cuanto a no consentir ni peinados ni tinturas ni rebajes que  no hubieran sido previamente consagrados por el último alarido de la moda internacional.

     Tales como el jopo desflecado, la colita de padrillo, el recorte policía con un rígido mechón sobreviviente, y otros varios que él decía haber traído, junto a diez copas talladas y nostálgicas evocaciones, de distintos torneos del peinado realizados en Europa.

     Lo más insólito, sin embargo, no radicaba en el hecho de que a la par de ser un sabio fuera un simple peluquero, sino en la presunción de que su éxito rotundo debió haberse iniciado en el mandato divino de que los polos opuestos se atraen.

     Porque Zenón Rojas andaba con la cabeza tan patéticamente rapada que además de calvo, parecía ser, por momentos, pelirrojo, y de cuando en vez, albino.

     Si bien su calvicie era, según sus propias afirmaciones, opcional y contestataria. Había renunciado a tener pelos y a comer carne como una forma callada de gritar contra los actos de barbarie colectiva. Esos que desangraban bosques e inmolaban animales sueltos sin tomarse siquiera la molestia de reponer sus defunciones.

     Lo cierto es que nada había en aquel sujeto que no tendiera hacia lo inescrutable: su estatura mediana, su edad indefinida, sus gestos alternativamente vivaces y lentos, el baldío de sus cejas tanto más acentuado cuanto más exuberante se volvía el descontrol en que proliferaban sus pestañas.

     Claro que todo su atractivo, razonaba conmocionado Nicasio, parecía provenir del oscuro magnetismo de sus ojos, que miraban como si estuvieran parados en una esquina viendo pasar lo que pienso, lo que creo y los muchos descreimientos que me han venido acosando desde mi adolescencia a esta parte. Con ese mirar renegrido y sin orillas Zenón Rojas se enfrentó a Nicasio el día que éste acudió a verlo.

     Perdone, pero lo usual en estos casos es pedirle que se identifique, le dijo con una voz que por obra de quién sabe qué artilugio, también le nacía en las pupilas.

     Se le ahondaba luego al descender por la garganta, difundiendo ligeras vibraciones oscilándole entre la manzana de Adán y la perita del coxis.

     Me llamo Nicasio. Nicasio Estigarribia, tartamudeó apenas Nicasio.

     Aunque evidentemente no era esa la clase de identificación que el otro precisaba, porque antes de completar el apellido ya estaba exigiéndole la carta, que por suerte la traía en el bolsillo.

     No porque desconfíe de usted sino solamente como medida precautoria, le explicaba masticando con moroso deleite cada palabra, y haciendo chasquear los dedos en un quintuplicado festival onomatopéyico.

     Espero que sepa comprenderme, puesto que antes de cualquier acción mi deber es vigilar en todas direcciones, tanto a los costados como hacia el frente. Y la carta es la única prueba irrefutable de que el interlocutor es válido.

     Este es un asunto que obliga a no fiarnos ni siquiera de nosotros mismos, y donde la disciplina debe ser exagerada al máximo.

     Y sólo a manera de ejemplo me gustaría informarle que alguien que sabía lo que yo sé, antes de mí, desapareció en circunstancias misteriosas por haber divulgado la consigna ante la persona equivocada.

     No puede decirse, sin embargo, que utilicen la violencia. Su forma de trabajar ha sido siempre inmaculadamente limpia. Nunca se habrá percatado usted de ninguna mancha sospechosa. Ni de la más mínima siquiera.

     Simplemente lo invitan a uno a bajarse del estrado, al cabo de lo cual ocurre aquello de que muerto el perro se acabó la rabia.

     De todos modos, ya lo entenderá mejor cuando le toque el turno. Y ahora, si me lo permite, debo retocar este peinado por aquí y aquel otro por allá, dijo alejándose unos pocos metros, en tanto sonreía como lo hubiera hecho la mujer araña intentando conquistar al hombre lobo.

     Era tan profundo el silencio que se había ido formando en torno de aquella escena, que se hubiera oído el choque menudo de un cabello contra el piso.

     Esto acabó por descontrolar a Nicasio. Todo eso no era más que una locura: el testamento, doña Coca, «La posta del placer», y lo que ahora le escuchaba decir a aquel demente que se hacía pasar por peluquero.

     Se estaba metiendo en las honduras de un juego que ya había trastornado a Zenón Rojas, quien posiblemente fuera el artífice de todo.

     Mientras estaba ahí, con facha de superdotado, arrogándose la potestad de obrar prodigios y maravillas mediante un sexto sentido, que según él, se le había ido criando en la pulpa de los dedos.

     Con ellas puedo palpar en el aire la memoria de lo pasado y la previsión de lo por venir, aseveraba con soberana displicencia. Y podía variar la trayectoria de los astros haciéndolos nacer del punto en el cual morían.

     Y percibir de antemano por los gestos de cualquier cara las intenciones generadas por la usina de cualquier mente.

     Y curar la decrepitud de la tierra con la aplicación intraterrosa de vacunas elaboradas en base a vitaminas antioxidantes.

     Y hasta eran capaces de extirpar las infecciones satánicas recurriendo a abluciones que debían efectuarse en ayunas y con el cuerpo orientado al revés de donde estaban retenidos los cuatro diablos cardinales. Para que no se desataran contra la tierra, el océano, los árboles y las montañas.

     Porque una de mis mayores virtudes es reconocer al Enemigo de una sola ojeada. Soy un término medio entre exorcista, peluquero, faquir, exégeta, siquiatra, meteorólogo, y adivino.

     O si usted lo prefiere, un analista fervoroso del sistema cerebral. Operación que hubiera demandado larguísimos esfuerzos de no haber sido por la mini computadora que todo lo arreglaba en segundos solamente. Y que simulando un amedallado San Andrés pendiéndole devotamente del cuello, podía viajar con él a donde quiera que fuese.

     Algo anda mal, reflexionaba Nicasio. Hay una pieza que no está calzando. Y sólo lograré salvarme si alcanzo a detectar qué es lo que no funciona. Dónde se encuentra la avería que permite llover más aquí adentro que allá afuera.

     Pero qué difícil es esconderse cuando a uno lo acorralan mil espejos cuyo único escondite se limita a repetir hasta el hartazgo una indolente cofradía de individuos rebanándose el cabello.

     Se oía un lloviznar muy quedo y una gran confusión de lenguas en el babélico interior de aquellos cristales, donde los rostros transmitían la impresión de estar armados en un collage de merengue.

     Y donde entre bostezos aislados, lentamente iban surgiendo pectorales blancos, muchas cabezas oxigenándose en impecable formación castrense, el secador en posición de ataque, los cepillos atrincherados y el carey de sus cansados lentes empeñado en atrapar cada franja de crepúsculo deslizada entre estertores por la ventana abierta.

     Estoy en un callejón sin salida, se lamentaban los espejos remedando el pensamiento de Nicasio.

     Estás atrapado en las garras de Zenón Rojas. Él era sin duda la punta del ovillo. Él diciéndole que hubiera sido una imprudencia aventurarse en el país de los espejos. Ya que pronto empezaría a vislumbrar el mundo, no como lo estaba haciendo ahora, sino en una nueva dimensión y bajo un ropaje distinto.

     Y asistiría a la maravilla de ver el testamento emitiendo luces y sonidos y adquiriendo un presuroso par de alas para lanzarse luego a vivir por su cuenta y riesgo.

     No debes preocuparte pues por el camino del no comprender se va arrimando uno a la comprensión. Cuanto más nos alejemos de nuestro propio reflejo, de más cerca podremos apreciar ese instante luminoso en que la razón de nuestra vida es, al mismo tiempo, la vida de nuestra razón.

     Los días de sopor y de contienda que te estaban asignados ya se han cumplido. Ahora sólo te cabe aguardar que sean las doce de algún día en que ráfagas esclarecedoras te abrirán las compuertas del cerebro a una especie de alborada. Un amanecer del conocimiento donde ya vendría implícita la chispa de la inmortalidad.

     Vaya paradoja. Resulta que Nicasio se sentía con la soga al cuello, ya estaba dándose por muerto y a la vez estaba por obtener la visa que le estaría garantizando el acceso a la inmortalidad.

     Respiró varias veces seguidas procurando entender lo inentendible, cuando de pronto sucedió algo imprevisto.

     Paralizada de terror su nuca percibía el frío metálico de un revólver, empuñado por una mano que parecía deseosa de apretar sin más demora el gatillo.

     Fuerte, muy fuerte cerró entonces los ojos, para no seguir viendo el horror que le subía del pecho. Pero corrieron los minutos y el arma no se disparaba.

     Y cuando creía haber llegado al límite de su resistencia, cuando la herrumbre de la muerte se le había instalado ya en el alma, el piadoso estruendo de su propia angustia lo absolvía de aquel tormento.

     Me falta afeitarle la otra mejilla y ajustar algunos detalles del peinado, antes de ponerlo a la consideración del espejo, le decía Zenón Rojas, o como quiera se llamara aquel coiffure falsificado, la modulación de cuya voz evocaba la catarrosa voz con que se ponía, a solfear el armonio de alguna iglesia olvidada.

     Pero dormía usted tan plácidamente que me dio no sé qué despertarlo.

     Sí, se había quedado dormido sobre la página de una revista. Sobre aquella breve nota cuya veracidad parecía tan evidente, que el examen más riguroso se habría visto en problemas para descubrir el engaño.

     «Cuentan que un príncipe de las Indias Orientales, territorio ocupado hoy por Darbhanga, no volvió a conciliar el sueño después de haber leído el testamento de su padre».

     Esta anécdota, al ser juzgada de lejos resulta del todo falsa, y a medida que la distancia se acorta puede tornarse verdadera sólo como explicación del sueño que al respecto tuvo Nicasio, quien en dicho sueño se ve a sí mismo asediado por Zenón Rojas. Y en la vigilia no sabe distinguir si la realidad es aquello que aconteció en el sueño, o si la vigilia es lo soñado.

     A semejantes alturas, hasta lo imposible era posible y todo se volvía tan confuso que lo mejor era dejarse llevar por la correntada de otro sueño, remontando una vertiente inexplorada que lo fuese guiando, lentamente guiándolo hasta el cubil del Secreto.

     O acaso los hechos no acontecieron así. Acaso se fueron complicando de tal forma, que al final toda esta historia parecía no haber existido sino como mera fotocopia urdida por los espejos, para distorsionar el sueño que nunca pudo soñar el príncipe de Darbhanga.

     En cualquiera de los casos, el rito de hacer que se despierte un sueño puede ser tan breve o tan burocráticamente largo, que para lograr algún progreso que justifique tal adjetivo y aun tal adverbio, tal vez se hubiera precisado multiplicar por años luces el doble de las velitas que en octubre estaba por apagar Nicasio. 

 

 

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