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EMILIANO R. FERNÁNDEZ (+)

  ÑANGAPIRY (Letra de EMILIANO R. FERNÁNDEZ)


ÑANGAPIRY (Letra de EMILIANO R. FERNÁNDEZ)

ÑANGAPIRY

 

 

Letra de EMILIANO R. FERNÁNDEZ

 

 

ÑANGAPIRY

 

 

Zagala hermosa, Diva aromada

joya inefable jhayjhupyrä

rosado tinte de la alborada

gasa de un bello co'ëmbota.

 

Tus encorvadas cejas atrayentes

semejan al tierno yasy pyajhu

cuando se avista en el poniente

en ledas horas del ca'aru.

 

Y tus pestañas tan relucientes

son finas hebras mimbi vera,

rivales propios del sol naciente

las que no existe imboyoyajha.

 

Y esos tus ojos con su negrura

tienen misterio del pyjhare

son dos estrellas radiante y pura

que siempre guían che recove.

 

Tu boca es nido de la pureza

búcaro oliente cual yvoty,

cuna de amores y de promesa

dulcificada ñangapiry.

 

Dios quiera amiga, por tu hermosura

aprisionado che taicove

siempre realzando tu galanura

enhorabuena ayujhu vaecue.

 

Indescriptible en tu belleza

en mi concepto ndaiyoyajhái

tiene el prodigio de una princesa

dulce morena resa yayái.

 

Al concluirle mi agreste canto

te digo en verso rojhayjhujha

dulce morena de mi quebranto

Diosa asuncena resa porä.

 

Fuente:

CANCIONES PARAGUAYAS DE AYER Y DE HOY - TOMO I

Recopilación:

MARIO HALLEY MORA

y

MELANIO ALVARENGA

Ediciones Compugraph,

Asunción-Paraguay 1991 (192 pág.)

 

 

 

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LECTURA RECOMENDADA:

 

LA DOMA DEL JAGUAR

(Enlace con datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
Edición digital:  Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2000
N. sobre edición original: 
Edición digital basada en la de Asunción,
Editorial El Lector, [s.a.].
.
 
PRÓLOGO
*     Este volumen consta de una veintena de piezas. Las primeras aspiran a ser cuentos. De estos cuentos, dos son de pura invención: El Patriarca y su anatema y Cuadros póstumos. Los relatos que tienen por protagonista al Rojo Scott, se los debo al Rojo Scott, esto es, a un viejo amigo de ascendencia escocesa, de vida azarosa y heroica (nunca exenta de buen humor) a quien atribuyo el apellido Scott aunque su verdadero apellido no sea menos escocés. Las botas del prisionero, relato de la guerra del Chaco, no es de mi invención. Mejor dicho, casi todo el cuento excepto el desenlace, evoca sucesos verídicos de aquella campaña. Este cuento se publicó en La Nación de Buenos Aires el 16 de diciembre de 1962, bajo el título de Las botas del mayor, ilustrado por Orlando Pierri.
*     Las piezas amparadas por el pretencioso título de En busca del tiempo perdido son todas autobiográficas. También lo son las publicadas bajo el título de Varia, excepto, claro está, el Coloquio ya entre Sombras cuyo escenario se describe en el Canto IV del Infierno. (versos 25-151). Es el Limbo.
*     Tanto En busca del tiempo perdido como en Varia hay una fusión de géneros. Se puede ilustrar este aserto con un par de ejemplos. En traje de marinero, allá en los años veinte... la evocación es autobiográfica. Un niño -el autor- va a una vieja casona con su madre; allí, en un salón de la casona, se ve rodeado por unas ancianas hieráticas y siente el congruo fastidio; algunas lo besan en la mejilla y él cree sentir en ésta una humedad desagradable. Pero cuando el niño abandona el salón y en el jardín se ve rodeado de muchachas jóvenes y hermosas que bailan en corro en torno a él, entonces él descubre la Belleza. La Belleza en dramático contraste con lo experimentado poco antes. Y este descubrimiento es evocado primero en prosa y luego en verso. ¿No tiene algo de cuento esta página autobiográfica de la niñez?
*     Algo parejo acontece en las páginas autobiográficas relativas a la guerra del Chaco (1932-1935) y a la vida intelectual adulta, la vida universitaria.
*     Consideremos la que llamaremos aventura en la Universidad de Oxford. El protagonista ya no es un niño ni un escolar: es un hombre maduro, un profesor que representa en un Congreso de hispanistas a la Universidad de Washington. Ya ha publicado varios libros y ensayos en revistas de América y Europa. Es dos veces doctor y ha alcanzado ya la máxima jerarquía académica. Estos detalles, debe subrayarse, son necesarios para la cabal comprensión de la «aventura».
*     En Oxford, conforme a una antigua tradición, es despertado violentamente, al rayar el día, con gritos destemplados por un sirviente de la universidad, por un steward. Es que le han asignado una habitación que se cierra por fuera y que tiene, además, apariencia de calabozo gótico. El lector juzgará si en las páginas sobre Oxford, donde hay hasta un adarme de crítica literaria, no hay también algo de cuento... Podría yo aducir otros ejemplos de entre estas piezas de carácter misceláneo. Pero el lector curioso -y benévolo- los encontrará sin ayuda de nadie.
*     El apéndice transcribe tres juicios críticos de Manuel Alvar, Ángel Mazzei y Elvio Romero.
*     Estos tres juicios versan sobre mi libro de cuentos El ojo del bosque. Manuel Alvar, lingüista y crítico eminente de la Real Academia Española, problematiza la definición de cuento en su análisis del citado libro, análisis que como es de esperarse tiene interés literario. Manuel Alvar declara hacia el final de su breve ensayo que esa mi obra narrativa le ha hecho pensar en Poe unas veces y otras en Valle-Inclán. Algo bien diferente asevera Ángel Mazzei, distinguido crítico y refinado poeta, (detector zahorí de influencias, coincidencias, confluencias), que, desde 1966 ha comentado varios libros míos, y a quien aprovecho esta oportunidad para agradecerle la generosidad y brillantez de su estimativa. Tocante a los maestros que El ojo del bosque le ha hecho recordar, son éstos muy diferentes de los nombrados por Manuel Alvar, lo cual a su vez tiene interés literario. Incluyo el mensaje de Elvio Romero en homenaje a una amistad iniciada allá por los años cuarenta...
H. R. A.
.
LA DOMA DEL JAGUAR
*     Al hacerme cargo del obraje maderero en el Alto Paraná necesitaba urgentemente un capataz. Convoqué una junta de peones la misma mañana en que desembarqué del vaporcito y subí la escarpada barranca.
*     -¿Quién es el más bruto de todos ustedes? -les pregunté sin ambages. Los veinticuatro forajidos se miraron entre sí como para calibrarse recíprocamente. Dos nombres oí murmurar antes de oír la respuesta categórica: los nombres de Toribio Vera y de Antenor Frutos.
*     -¿Quién es el más bruto de estos dos? -inquirí yo, serio. Yo observaba impasible a los veinticuatro, sentado en mi banquito de urundey que desde entonces sería mi sitial en la selva. Difícil elegir entre Vera y Frutos, si éstos eran sus verdaderos nombres. Los dos debían igual número de muertes; los dos como todos aquellos fugitivos de la justicia de uno o más de los tres países limítrofes, habían cambiado de identidad por lo menos una vez. Yo ya no era inexperto en mi trato con criminales. Casi tres años en la inmunda cárcel capitalina me habían enseñado cómo ganar la confianza de esta gente. Cada cual tiene su punto flaco. Había también aprendido a descubrir y a apreciar en renombrados asesinos cualidades nada malas. Ahora iba a comprobar que en plena jungla paranaense no faltaba una ética, una ética en algunos aspectos nada despreciable. Matar no estaba mal mirado. Se mataba por necesidad o por hombría o lo que se entendía por hombría de bien o de mal. Pero no se toleraba el robo. Existía una cierta honradez en que se podía confiar. Por otra parte, la deslealtad, la traición eran consideradas abominables.
* * *
*     Como perseguido político me vi obligado a refugiarme en aquella selva salvaje del Alto Paraná. Yo estaba algo desconcertado. Conocía bien el río Paraná desde Corrientes hasta Posadas y Encarnación. Un río anchísimo, tranquilo, de un color azul plata y con verdísimas islas. Pero subiendo hacia el norte, hacia donde estaba mi obraje, el río se hacía angosto y oscuro entre murallones altísimos, de hasta más de cien metros por encima de las aguas. A los pies de estos murallones de basalto o arenisca, se retorcía un caudal hirviente en remolinos, ya no azul como más abajo sino de un color gris y triste. Así me pareció. Además tan retorcido es el voraginoso cauce que los ojos no pueden complacerse en la visión de un panorama extenso de agua más o menos turbulenta. En los innumerables recodos del Alto Paraná la vista se estrella contra esos gigantescos paredones sobrevolados por aves de rapiña. Porque entre recodo y recodo, entre vueltas y revueltas no se ve más espacio de agua que el que alcanza una pedrada.
*     -Me espera una vida perra en estas selvas -pensé- aquí jaguares y pumas no han de ser más feroces que los bandidos que las infestan.
*     Por esto me armé de todo el valor de que era capaz para enfrentarme con los veinticuatro individuos que serían los peones a mi mando. La cárcel, sin embargo, mi larga reclusión en una cárcel de criminales como si yo fuese uno de ellos, me permitió saber en poco tiempo que yo podía hombrearme con los ex convictos del Alto Paraná.
*     Al terminar la junta con los peones les prometí comunicarles mi decisión al día siguiente. Y así lo hice. El capataz sería Toribio Vera. Toribio Vera, bizco, rengo, ladino, sonreía casi todo el tiempo. Su sonrisa, al prolongarse en la mejilla izquierda, se unía a una morada cicatriz. La puñalada que años antes le había abierto la mejilla, sólo se le había detenido detrás de la oreja, de la oreja izquierda, se entiende. Le faltaba el lóbulo. Pero la negra y apelmazada melena de Toribio Vera disimulaba bastante bien la ausencia del lóbulo.
*     -Señor Toribio Vera -le dije cuando estuvimos solos a la sombra de un altísimo lapacho-. He pensado en usted; soñé con usted. Cuando sueño, respeto mis sueños. Siempre dicen algo. Usted, después de mí será el amo de este monte.
*     Traté de hundirle la mirada en los ojos bizcos sin poder apresarle las dos pupilas marrones al mismo tiempo. Pero saqué en claro de aquel mirar torcido que Toribio Vera aceptaba con gusto el nombramiento. No preguntó nada acerca del sueldo o las condiciones del empleo; sólo quería ser un jefe; mandar. Yo, por instrucciones de gente de Buenos Aires les ofrecí una paga generosa a él y a los demás trabajadores.
*     Intuí que no me había equivocado en la elección. Me dijo él con su sonrisa incesante A usted le gusta también mi socio Antenor Frutos. Me di cuenta, patrón. ¿No lo va a nombrar usted mi segundo?
*     Yo me reí con fuerza en el aire todavía fresco de la mañana de abril.
*     -Usted es vivo, Toribio Vera. Vamos a entendernos bien. Yo ya había resuelto que Antenor Frutos sería nuestro guardaespaldas.
*     -¿Y cuál es mi obligación más importante, patrón? 
*     -Meter bala o cuchillo a quien quiera robar rollos.
*     -Aquí los nuestros no van a robar nada. Garantido. Somos leales en el obraje.
*     -¿Y la gente de otros obrajes?
*     -Allí está el problema... Los del otro lado del Monday...
*     -Bueno, a esos ladrones no hay que perdonar.
*     Antenor Frutos se presentó de golpe, salido de la maraña, ante mi banquito de urundey como si hubiera oído lo que habíamos dicho Toribio Vera y yo.
*     Antenor Frutos, de unos treinta años, tenía un aire inocente y era simpático. Moreno y afable, fornido, musculoso, parecía todo menos un delincuente de nada honorable foja de servicios.
*     -Usted, Antenor Frutos será Obrajero Segundo. Tengo ahí en mi carpa un regalo para ustedes dos ahora que somos tres la autoridad en el bosque. Entré en mi carpa y salí enseguida con un calibre 44 niquelado para cada uno. Toribio y Antenor lucirían la insignia de su autoridad.
*     Tuve la buena suerte de que algo pasara esa misma mañana poco después de la investidura de los dos obrajeros.
*     -Vamos a dar una vuelta por el monte -les dije.
*     -Vamos.
*     Y nos metimos en la maraña bajo la fronda de lapachos, cedros y otros árboles de unos treinta a cuarenta metros de altura. Tuve la buena suerte, digo, de que de pronto topáramos entre los troncos rojos de curupay, los del color ámbar de los cedros y los de color vino tinto de los urundey, con un corpulento jaguar o tigre americano. Tendría bien más de dos metros de largo incluyendo en su extensión su elástica cola. Fiera de color canela con manchas negras y rosetas de oscuro borrón en el centro. Le vi la nariz y el labio inferior rojizo. Creí que era un leopardo, de más de cien kilos... En ese momento no pude ni debí pensar en detalles. Detrás de mí venían dos baqueanos. Alcé el winchister a la cara y disparé.
*     El primer impacto debió ser en la frente; el segundo en la boca rugidora. Tan rápido fue todo eso que antes de caer el animal, yo lo remataba con tres plomos de mi 44. Mis acompañantes no tuvieron tiempo de intervenir.
*     Fingí no darle importancia al incidente; noté sin embargo que aquella primera hombrada impresionó favorablemente a los dos veteranos monteros.
*     Las selvas del Alto Paraná eran terribles en aquellos tiempos, unos cincuenta años atrás. Terribles y fascinantes por su vegetación suntuosa. Había fieras como jaguares, pumas y onzas; había víboras de mordedura instantánea o casi instantáneamente mortal; había tarántulas que atrapaban pajaritos y se los comían. Urdían una red; la víctima quedaba presa en la red; la negra araña, peluda, lenta, inexorable, devoraba entonces a su presa. La tarántula era para mí un símbolo de la selva devoradora de mensús.
* * *
*     El trabajo día tras día, arduo, muy arduo, nunca era aburrido. Había que elegir los grandes árboles que serían convertidos en rollos. Había que calcular bien la trayectoria de su caída. El ruido de las hachas que hendían los troncos en el aire verde y dorado de sol, me parecía una potente música.
*     Yo me instalé en una buena carpa comprada en Corrientes. Mis comodidades eran un catre, una mesa, dos sillas, las perchas para mis ropas y mis rifles, y el armario de mi despensa. Tenía un pequeño bar con varias botellas de caña y alguna de cognac.
*     El bizco Vera resultó excelente capataz, trabajador, respetuoso, honrado. Lo mismo nuestro guardaespaldas Antenor Frutos. Este último cuidaba de mi carpa, encendía mi lámpara a kerosén, fumigaba los mosquitos y otros bichos del bosque. Vera y Frutos me confiaron algunos episodios de su vida antes de recalar en los bosques del Alto Paraná. Riñas en bailes de pueblo. Los dos habían estado en la cárcel de la capital de donde pudieron escaparse sin otro incidente que una puñalada a un guardia, cosa que resultó indispensable. Me hablaron de gente bien conocida en la cárcel. Comprobamos los tres que teníamos amigos comunes. Poco después de la fuga de Vera y Frutos, a mí me tocó ser encerrado en el mismo establecimiento, en la celda 14. Mis amigos fueron los muy famosos hermanos de Ajos, hábiles en el manejo del hacha no para derribar árboles como allí en la selva, sino a seres humanos. Otros de mis amigos de encierro fue el notorio asesino Amancio Legal. Con ellos yo jugaba al truco y nos pegábamos buenos tragos de caña.
*     Nunca les dije a Vera y Frutos ni a nadie que yo conocía muy bien la cárcel y sus más conspicuos presidiarios no por haber cometido crímenes comunes sino por conspirar contra la dictadura.
* * *
*     Al cabo tres meses en el obraje me sentía a gusto en la selva. Ya era bastante experto en mi trabajo. Vera y Frutos hacían cumplir mis órdenes al pie de la letra. Yo ponía especial cuidado en lo tocante a la alimentación de los peones y hasta en asegurar que no faltara tabaco, por ejemplo, y la caña dominical, de mejor calidad que la entonces al uso en los obrajes. Viajaba yo a menudo Paraná abajo y volvía con abundantes provistas.
*     Gracias a Vera y Frutos, que eran respetados por todos, las relaciones en el obraje entre peones y jefes llegaron a ser cordiales. La conducta de los peones era ejemplar. No se dio un solo caso de hurto y de riñas. Durante varios días yo abandonaba mi carpa y me iba, como dije, río abajo para traer provistas. Jamás me robaron una botella de caña o una caja de cartuchos de rifle o de revólver. Y nunca eché de menos ninguna suma de dinero.
*     Había en la selva un personaje importante a quien yo no conocía y que resolví conocer. Se trata de un tipo arisco y temido. Era cazador de tigres, onzas, leones y otros animales tan salvajes como él. Lo llamaban Caraí Gervasio Aguirre. Caraí significa señor; es un título señoril de que él solamente gozaba en la selva. Vivía apartado de todos los peones y sólo tenía tratos con los macateros del río que amarraban sus embarcaciones en nuestra barraca.
*     Caraí Gervasio Aguirre se había construido una fortaleza en pleno bosque. Gruesos troncos de urundey formaban los muros de su refugio. El techo era también de esa misma madera dura. Este cubría dos oscuras piezas. Y éstas tenían troneras abiertas a los cuatro puntos cardinales. Una empalizada protegía la fortaleza; mejor dicho era la barbacana de la fortaleza, encerrando un área circular de unos treinta metros de diámetro. También de la madera más dura, de urundey, la empalizada tenía un solo portón provisto de pesados cerrojos, un par de grandes candados aseguraba los cerrojos.
*     Caraí Aguirre armaba sus trampas de cazador con precisión y astucia consumadas. El tigre, la onza, el puma caían presos en las garras de acero de sus trampas mimetizadas en la maleza. Allí, en una desigualdad del terreno del matorral verdísimo, ponía un trozo de carne cuyo olor recorría la selva con las brisas. El jaguar, la onza, el puma olían la carnada fatal y venían hacia donde Caraí Aguirre los acechaba armado de sus rifles. Cuando el animal caía en la trampa el cazador le disparaba en las fauces abiertas para no dañar sus pieles de gala. Caraí Aguirre tenía predilección por los jaguares y los pumas. Llevaba las pieles de las fieras por él mismo desolladas a un muellecito que él había construido a un costado de la barraca. Los comerciantes fluviales le dejaban dinero y provistas en trueque de las pieles. Estas llevaban escrito su precio en un cartoncito cosido al extremo de las colas vaciadas.
*     Era, pues, Caraí Gervasio, cazador y peletero.
*     Un día vino temprano el bizco Vera a matear conmigo a la entrada de mi carpa.
*     -Usted patrón conoció bien a los hermanos Ojeada de allá, ¿verdad? Eso de allá quería decir la Cárcel Pública, prisión entonces mucho peor que la cárcel que hoy tenemos. (Cárcel -para Vera y para Frutos- era algo así como Alma máter para un egresado de Oxford o Princeton).
*     -Los Ojeda, buena gente -contesté yo-. Nunca hacían trampa en el juego y la caña que conseguían era también para los amigos. Tenían mucha fama allá. Todo el mundo quería jugar con ellos. Cuando había pelea a cuchillo, los Ojeda servían de réferes. Ellos no peleaban. Si alguien se atrevía a desafiarlos sería hombre muerto al primer envite.
*     -Hablando de aquí, patrón. Caraí Aguirre no lo quiere a usted. Me he enterado bien. Creo que tiene envidia, que tiene celos de usted. Ha oído hablar bien de usted en el monte y en el río. A lo mejor va a provocarlo a usted.
*     -No le tengo miedo -contesté- hombre a hombre, frente a frente. No hay peligro. A traición es otra cosa -agregué. Conversamos largo rato sobre Caraí Aguirre aquella mañana. Caraí Aguirre no tenía mujer. Antes, sí había tenido una correntina buena moza. Pero la correntina se metió con otro hombre. Caraí Aguirre despachó al macho con un tiro en la cabeza y a ella la cosió a puñaladas. Esto fue lejos de aquí, por Caaguazú. Un hijo de esa mujer lo visita de vez en cuando. Tenía también un sobrino. A este sobrino tuvo que matarlo sin muchas ganas. Resulta que Caraí Aguirre quiso hacerse fama de, de...
*     Yo adiviné que Vera quería decir algo como invulnerable. Y era cierto. ¿Qué hizo Caraí Aguirre para conseguir esta fama? Según Toribio Vera, a uno de sus revólveres le sacó el plomo de cuatro de las seis balas. El sobrino, un día de fiesta -había gente no se recuerda porqué- hizo la prueba que había tramado a iniciativa de su tío. Este le dejó jugar con el revólver sin los cuatro plomos. Y de repente el sobrino, a corta distancia, disparó cuatro veces al pecho de Caraí Aguirre. Después le devolvió el Smith & Wesson. Caraí Aguirre entonces disparó dos veces sobre un par de botellas que colgaban de una rama. Las botellas se hicieron añicos.
*     La gente estaba ya borracha pero lo mismo se quedó muy impresionada. Creció la fama de Caraí Aguirre. Desde aquel día se lo llamo Caraí.
*     Pero el sobrino tuvo la funesta idea de amenazar una vez a su tío diciéndole que contaría la verdad sobre la farsa de los cuatro tiros sin plomo. Y entonces un solo disparo con plomo bastó para desgraciar al imprudente.
* * *
*     Yo debía tener un enfrentamiento con el hombre de la fortaleza. Y una tarde de marzo en que el cielo estaba aborrascado, sin vacilar más fui a la fortaleza.
*     Al llegar al portón de urundey lancé un grito llamando a Caraí Gervasio por su nombre y apellido. Encaramándome hasta la más alta madera, asomé la cabeza hacia la fachada de la vivienda. Casi al mismo tiempo se abrió la tronera de enfrente y salió fuera una escopeta de dos caños seguramente cargada para caza mayor.
*     -¡Tire el revólver hacia adentro y empuje después el portón! -El portón estaba sin tranca.
*     La tronera sólo dejaba ver el arma de dos caños. Yo hice pie en tierra y dejé mi calibre 44 bajo el portón.
*     -¡Empuje y entre! -me llegó cortante una orden brutalmente autoritaria. Cuando desarmado yo traspuse el umbral, se abrió la puerta frontal de la casa. En el vano, Caraí Gervasio con torva faz me encañonaba su arma empavonada.
*     -¿Qué quiere usted?
*     -Conocerle y tomar con usted unos tragos. Somos vecinos.
*     -Pase adelante.
*     Ya dentro y sin dejar el arma a un lado, me mostró un banco bajo seguramente obra de sus manos.
*     Su apariencia me sorprendió. Lo había imaginado muy diferente. Los hombros con joroba se le venían hacia adelante. Cojo de un pie, tenía la cabeza grande. Feo, feísimo, la mirada de sus ojos claros inyectados en sangre era cazurramente burlona y cruel. Vestía camisa de dril, pantalón de montar y polainas curiosamente bien lustradas. Del cinturón le pendían dos revólveres, los dos no lejos el uno del otro. Le cruzaba el pecho una canana con proyectiles de winchister y cartuchos de escopeta.
*     Aunque el corcovado emanaba ferocidad y grosería, yo estaba tranquilo, sereno y hasta divertido. Tuve de pronto la semiseguridad de que nada grave iba a pasar. Aunque en las dos habitaciones de la vivienda no había mucha luz natural ni artificial, no perdía detalle de lo que me rodeaba. Noté que en la pieza contigua a la en que él y yo estábamos había una especie de bunker no subterráneo, con muros y techo de gruesos troncos, troncos del mismo color rojizo de las paredes de la fortaleza. Noté que este bunker también tenía troneras. Calculé que se levantaba un metro y medio sobre el nivel del piso.
*     A uno y otro lado de la habitación en que él y yo estábamos, había trofeos de caza -cabezas embalsamadas de pumas y jaguares-; cubrían el piso pieles de grandes fieras con sus respectivas cabezas que no parecían muertas. Noté que Caraí Gervasio era dueño de un verdadero arsenal: rifles y escopetas colgaban en cruz, bajo las fauces feroces de los félidos ya mencionados. Cajas de proyectiles ocupaban rincones de la habitación contigua. Esto pude ver cuando Caraí Gervasio se levantó de golpe y abrió dos de las troneras-ventanas cercanas al bunker.
*     -Don Gervasio, le traigo un regalito, regalo de buen vecino de estos bosques. Y le tendí una botella de caña de Piribebuy encorchada en la destilería de origen y con el lacre de esa misma procedencia.
*     Sabía yo que no iba a beber una gota de esa botella si ya hubiera sido abierta antes. Famoso por lo desconfiado, hombre siempre a la defensiva, si una liana del bosque le tocaba el rostro creía que una víbora lo atacaba...
*     Caraí Aguirre aceptó el regalo con un gracias más masticado que proferido.
*     -Esta caña es muy especial, Caraí Aguirre. Mucho mejor que las que llegan del Brasil y de otros lugares. Yo traigo aquí en mi caramañola otro litro de igual calidad. Le invito a que brindemos el uno por el otro y que hoy comencemos una leal amistad.
*     Caraí Aguirre esgrimió un punzón que por allí guardaba y, agujereado el corcho, pudo verter el líquido dorado y traicionero en un vaso de vidrio. Yo mientras tanto me servía a mí mismo en un vasito de aluminio que llevaba atado a mi caramañola. Pero debo advertir que mi caña, mi litro de caña, era tres cuartos de agua del río y el resto aguardiente. En aquel tiempo yo me tomaba un cuarto de caña sin apenas achisparme.
*     Vacié casi de un trago largo todo mi vasito y volví a llenarlo enseguida para brindar, por segunda vez, con casi idénticas palabras:
*     -Por caraí Gervasio Aguirre.
*     Caraí Aguirre apreció en el acto la calidad de la caña y en media hora se despachó más de un cuarto del elixir de Piribebuy. Entonces ya comenzó a cambiar de actitud; se mostró casi amable y comunicativo. De pronto, ceremoniosamente, le comuniqué que por una razón especial yo quería conocerlo desde hacía ya tiempo. Un homónimo o tocayo suyo, le dije, el famoso explorador de la selva amazónica, Lope de Aguirre, era para mí un personaje extraordinario. Recientes lecturas me permitieron deslumbrarlo con mi erudición: unos pocos datos y algunas vagas referencias librescas. Lope de Aguirre, nacido en Ocaña en 1519, se distinguió en el Perú castigando a indios rebeldes y luego en guerras entre españoles tan anárquicos como él. En 1560 se unió a la expedición mandada por don Pedro de Ursúa en busca de El Dorado. Habiendo llegado al Amazonas, incitó a una rebelión que depuso y costó la vida a Pedro de Ursúa. Lope de Aguirre entonces asumió el mando. No le dije a Caraí Aguirre que Lope de Aguirre ordenó la muerte de todos los que se le opusieron, entre los cuales había varios sacerdotes. Le expliqué a Caraí Aguirre el mito de El Dorado. Y él me oía con admiración. Tampoco mencioné la creencia según la cual Lope de Aguirre mató a su propia hija, antes de ser capturado y ejecutado en 1561.
*     Yo, segurísimo de no emborracharme con mi caña aguada, menudeaba los tragos y hablaba ya con la desenvoltura de la incipiente embriaguez. Él, para no ser menos, menudeaba los suyos con mucha mayor potencia etílica. No sé en qué momento comenzó a caer una lluvia torrencial, súbita y huracanada. No le prestamos atención. Estábamos eufóricos; él, más que yo porque su euforia era verdadera y la mía más fingida que auténtica aunque no dejara de ser del todo euforia.
*     Caraí Gervasio Aguirre sonreía con sonrisa que intentaba ser alegre pero que no dejaba de ser feroz. Ponderaba la riqueza de mi guaraní y me decía una y otra vez:
*     ¡Quién hubiera dicho que usted fuera tan criollo con esa cara de gringo que tiene! Ya me habían dicho que usted es buen tirador y que es veterano de la guerra del chaco.
*     Y la cara de Caraí Aguirre se fue descomponiendo con la embriaguez progresiva. Sus ojos claros con algunos reflejos amarillos me recordaban el jaguar cazado días atrás.
*     Ya no sé a la altura de qué libación, aquel hombre jaguar, ambidiestro, quiso exhibir -como era su costumbre- la pasmosa agilidad de sus manos analfabetas. Sin ponerse de pie, desenfundó sus dos revólveres y los lanzó al aire. Uno de ellos, el de la izquierda, cayó sin dispararse sobre una piel de puma; al otro, el de la derecha, lo empuñó y con él me apuntó un largo instante. El cañón del arma, dirigido hacia mi rostro, apenas temblaba.
*     Cuando volvió por fin los dos revólveres a sus fundas, lanzó una risotada.
*     -Usted mi amigo es valiente: ni parpadeó. Pero esta vez el de la izquierda se me escapó.
*     Haría más de una hora que conversábamos sin un tema preciso, a base de exclamaciones, de palabrotas y de toses, cuando me fue evidente que ya no se sentía muy seguro en su asiento, una silla de cuero sin curtir.
*     Masculló que él al fin se encontraba con un señor; que yo no era como los demás; yo era un hombre muy leído, muy culto, muy... Usted, usted... usted.
*     Yo uní mi firme vaso al suyo vacilante, y lo invité a un brindis de señores. Me confió, como quien revela un secreto, que él no quería nada más que su libertad. Nada más que ser amo de sí mismo y no tener más ley que su voluntad.
*     -Yo me he hecho respetar. Estoy bien aquí en este monte, en esta fortaleza. Aquí me llaman caraí.
*     La botella se le había vaciado. Y vi de pronto que se desmoronaba cayendo sobre una de sus pieles de jaguar.
*     Me agaché sobre él como quien examina el cadáver de un tigre. Le saqué los dos revólveres de su funda y se los puse sobre la mesa; junto a ellos coloqué la botella vacía. De pronto se me ocurrió que Caraí Aguirre llevaría otra arma consigo. No me equivoqué. Bajo el cinturón, cubierto por la parte posterior de la camisa de dril, escondía un revólver 38, caño corto.
*     La lluvia golpeaba con masas de agua el techo y las paredes de la fortaleza. La fortaleza estaba a oscuras ya. Encendí una lámpara de kerosén. Fui hacia la cama del borracho, agarré la almohada y destendí una frazada. Puse la almohada entre el piso y la cabeza dormida. Y tapé al forajido inerme porque ya hacía frío.
*     Cuando salí a la lluvia recuperé mi ya embarrado revólver, junto al portón que el viento abría y cerraba furiosamente.
* * *
*     Días después Caraí Gervasio Aguirre apareció temprano, en la entrada de mi carpa.
*     -¡Amigo! -me dijo como saludo-. ¡Qué bien lo hemos pasado la otra tarde!
*     -¡Caraí Aguirre! -exclamé sonriendo cortésmente.
*     -No: usted no me llame Caraí Aguirre. ¡Yo soy para usted solamente Gervasio Aguirre, su vecino y servidor!
*     (No lejos de mi carpa, vi a Toribio Vera y a Antenor Frutos listos para entrar en acción si fuera necesario).
 
 

****************

 

APARICIÓN DEL ÁNGEL

- I -

     Buenos Aires, Avenida de Mayo. Son las cinco, acaso más de la cinco de la tarde. Mes de abril. En las vastas aceras paralelas, hermosamente arboladas, hormiguea un denso transitar de apresurados peatones. La larga, ancha calzada -se diría que cruzase toda la ciudad, desde el majestuoso Congreso hasta la remota (imaginada) reverberación del río. Pero no ha de ser así; no lo es. Hay prisa, hay impaciencia en los automotores que convulsionan en río de oscuro y brillante metal el cauce asfaltado gris, casi negro, de la calzada. Los coches, los camiones, los autobuses van tan cerca uno detrás de otro como en un inminente peligro de entrechocarse. La avenida, que fue la mejor de Buenos Aires durante años, sigue siendo espléndida a despecho de la decadencia o semidecadencia que se oye comentar a la gente. Pero claro está, la gente, como se ha dicho muy bien, es todo el mundo y nadie.

     Yo columbro, yendo hacia la plaza del Congreso, el prócer edificio coronado de su vasta cúpula. ¡El Congreso de la Nación Argentina que gozó durante largo tiempo de poder efectivo, de la inspiración vociferante de ilustres parlamentarios!

     Evoco las palomas ahora invisibles, cuyo revoloteo incesante es la delicia del transeúnte y del ocioso; palomas gordezuelas, no sólo blancas sino de matices de colores ahora imprecisos; palomas que aterrizan sobre el césped, las estatuas, la fuente -o las fuentes-; palomas que cruzan el aire azul diáfano, no el aire maligno como las que compara Dante con las sombras de Paolo y Francesca:

Quali colombe, dal disio chiamate,      

con l'ali alzate e ferme al dolce nido

vengon par l'aer dal voler portate...

(Inf. v, 82-84)

     ¡Sí, palomas del roucoulement, del arrullo amoroso, del andar gentilísimo con ritmo único. Y también de voracidad insaciable a la que nunca falta alimento ofrecido por manos arrugadas y por tiernas manos de niños y de niñas.

     Pero esto de los tiempos felices del gran edificio - tiempos que acaso vuelvan, ojalá-; del edificio digo, levantado por quienes se sabían hijos de una nueva y gloriosa Nación; y esto de las palomas, de la fuente (o las fuentes) y las estatuas, etc., son nada más que recuerdos de paseos recientes o lejanos que vienen a mí mientras yo voy tratando de concentrarme en otra ocupación exclusiva de toda meditación ciudadana. Yo voy componiendo, entre este gentío abigarrado, un soneto. Sí señor, nada menos que un soneto de exigentes rimas. Y es que Buenos Aires ha sido siempre un ámbito de euforias mías durante breves o dilatadas visitas a la ciudad de afectuosos amigos, a la ciudad en que se vocea un diario famosísimo en que he publicado ensayos y cuentos y en que, muchas veces, y generosamente, se han reseñado libros míos de prosa y verso.

     Yo voy componiendo, insisto, mentalmente, un soneto. ¡Y cosa más curiosa! estando como estoy en una urbe enorme, llena de bullente vida y de atractivos tan apasionantes para turistas y no turistas y para poetas y [193]pintores sobre todo; estando como estoy en la indisputada Reina de la Plata cantada por el tango inolvidable, yo pienso en una pequeña ciudad, en una aldea de mi tierra natal, en el país de mi infancia tantas veces evocado en docenas de poemas en los que nunca he podido decir definitivamente lo que quisiera decir. Porque he trazado poema tras poema a la casi evaporada Villarrica de mis días infantiles. Estoy en Buenos Aires pero como accidentalmente, como irrealmente; en la realidad obsesiva del ensueño paseo por las calles rojas y blancas de Villarrica. La gente azacanada que ahora me rodea y que además de rodearme me codea afanosa y con fastidio hacia quien se retarda en la marcha, me sobresalta y me perturba. ¡Ya he imaginado el título del soneto irreprimible: es, simplemente, «Anhelo».

     El primer cuarteto ya se escribe como en la pantalla de una computadora en la pantalla de mi mente absorta. Esta pantalla tiene un tamaño ilusorio que yo pienso llenar con escritura de generosa tipografía, diré, con perdón de técnicos electrónicos:

«¡Ay! si pudiera recobrar mi nido»,

tras la tormenta el pájaro gemía.

Y yo tras tanta ruina y tanto olvido

de igual manera me lamentaría...

     Las rimas de los primeros ocho versos se atendrán a la pauta del primer cuarteto. No hay escape, y es mejor que no lo haya:

A la memoria ciega en vano pido

una vivaz visión de lo que había

en el barrio y el pueblo en que vivía

en deleitoso ámbito hoy perdido...

     Esta palabra «ámbito», esta palabra esdrújula que tanto me gusta, golpea con su acento inicial sobre la sexta sílaba del endecasílabo.

     No está mal -pienso-. Suena bien ese «ámbito» en que se me ha instalado toda mi Villarrica con sus rojas calzadas, con sus ovenias apacibles, con sus casas casi todas chatas pero amables, pintadas de una cal que se va tiñendo, poco a poco, en la parte inferior en una especie de friso de contorno difuso, de color casi rojo, o ya paladinamente rojo en las fachadas de pintura antigua:

Y en vano aguardo un luminoso sueño

para en él recobrar lo que me empeño

en dar color en un poema mío:

 

el poema más mío y más urgente,

y así poder unir a mi albedrío,

verso a verso el pasado y el presente.

     ¡Ha terminado mi soneto! («Contad si con catorce, y está hecho»).

     Y es entonces precisamente cuando siento la necesidad acuciosa de componer otro soneto. Lo he de llamar «El yugo y el Ángel». Sí, no cabe duda. Sí, debo hablar del ángel que siempre me ha acompañado y a menudo ayudado en momentos dramáticos sin que jamás pudiera yo explicarme en forma segura, incuestionable, lógica, cuándo y cómo me ha ayudado. La no muy clara evidencia de su ayuda es algo entrevisto o entresospechado después de sus ayudas, sin que por eso faltara, durante ellas, una sublógica conjetura de su presencia oportuna.

     Pero también está en mí otro ángel -en verdad están muchos otros; pero muy especialmente uno como el del soneto de Lope de Vega, salvando las distancias:

¡Cuántas veces el Ángel me decía:

 Alma, asómate agora a la ventana,

verás con cuánto amor llamar porfía,  

 

Y ¡cuántas, oh hermosuras soberana,

mañana le abriremos respondía

para lo mismo responder mañana!  

 

¡Y el soneto me brota redondo, sin vacilaciones.

Caso raro en mí. Y no lo olvidé en ningún detalle:  

 

Tan hecho estoy a ergástulas oscuras,

tan hecho estoy a mi vivir impío,

que no recuerdo ya que fuera mío

un claro mundo de visiones puras.

 

Tan hecho estoy a torpes ataduras

que me parece justo el desvarío,

y no me aflige más este vacío

de que hablan con horror las escrituras.  

 

Hoy callado está el ángel que me urgía

a abominar de la delicia vana:

-Ángel -decía yo- «ya llega el día;  

 

hoy ha de ser; ya suena la campana»

Y una vez y otra vez, ¡ay! le mentía;

mentíale mañana tras mañana.

     Apenas terminado el soneto -yo voy como evitando en pleno arrobo poético- cuando llego a una encrucijada o, mejor, a una esquina y quiero cruzar hasta la otra. (¿Avenida de Mayo y Santiago del Estero?) Y bajo yo de la acera totalmente ajeno al contorno. No advierto en absoluto que ha cambiado la luz del semáforo. Y veo, sí, de pronto y con espanto que un enorme camión se precipita sobre mí. Será la muerte sin confesión; ya es la muerte. Imposible dar en el estupor, dos pasos atrás. Con el camión, junto al camión, en columna cerrada avanzan tantos coches y colectivos como caben en la calzada, sin dejar casi espacio ni entre sí ni entre ellos y las aceras. Y en entonces un brazo poderoso, enorme, gigantesco, hercúleo, me arrebata con pasmosa energía y rapidez y me deposita, en vilo, sobre el cordón de la vereda. Soy como una carga inerte retrotraída al lugar de mi descenso. Miro hacia la izquierda, veo una capa azul celeste; alzo la mirada, la alzo lo más posible en mi susto porque sobre la elevada capa hay un rostro en que resplandecen profundos, intensos, penetrantes, unos ojos también celestes.

     -¡Usted me ha salvado la vida! -atino a decir sobrecogido, intimidado, entre el gentío que ha presenciado atónito la escena.

     -¡Sí! -contesta una voz también profunda como la mirada celeste que baja desde su altura-. Marchaba usted sonámbulo a su muerte.

     Yo quedé entonces mudo, tutto tremante, estupefacto. Cambió la luz; ahora es verde. Cruzó la muchedumbre la calzada ya vacía, ya franca.

     Y el gigante, cuya cabeza rubia se erguía sobre y entre la confusa masa humana, desapareció calle abajo, hacia el Palacio del Congreso.

     1989




 

APARICIÓN DEL ÁNGEL

- II –

 

Pareami che il suo viso ardese tutto...

 

     Yo voy por la avenida. La avenida

 termina en un remoto capitolio.

 

¡La gran ciudad! Brillantes automóviles

en filas aceradas, se impacientan

 

ante las luces rojas, esperando

que la verde señal les dé franquía.

 

Ausente voy, perdido entre la gente

por la anchísima acera, concertando

 

palabras de un poema en que celebro

visiones y paisajes muy remotos,

 

remotos en el tiempo y el espacio,

que en mí despierta el suave sortilegio

de esta luz casi azul de Buenos Aires.

 

Llego a una esquina mientras el gentío

azacanado, por detrás me empuja

 

y no reparo yo en la lumbre roja

que cierra el paso, porque mi poema

 

va llegando a su verso más difícil.

Doy un paso adelante, distraído,

 

completamente ajeno a mi contorno,

y veo entonces un camión enorme

 

que sobre mí rugiendo se abalanza.

Estoy perdido: ya el camión me aplasta,

 

y en ese mismo instante, un brazo fuerte,

el brazo de un gigante rubio, altísimo,

 

me toma en vilo con pasmoso ímpetu

y me rescata, entre la gente, ileso.

* * *

     Ya ha pasado el camión. Su negro humo

me envuelve en acre remolino; yo alzo

 

los ojos que el espanto desorbita

y veo un par de nobles ojos claros

 

en un rostro radiante, sobrehumano.

 

-¡Me ha salvado la vida! -grito al hombre.

 

Y él, inclinándose, a mi oído dice:

 

-Marchaba usted, sonámbulo, a su muerte...

 

La luz cambió. Mi salvador, de prisa

cruzó la calle, la cabeza erguida

 

sobre la muchedumbre tumultuosa

y desapareció como en un sueño.

 

¿Quién fue el gigante de los ojos claros?

¿Por qué su rostro tan radiante ardía?

Abril, 1989

 

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PRÓLOGO


LA DOMA DEL JAGUAR :
La doma del jaguar// El patriarca y su anatema// El Rojo Scott en Piré-Tú// El tesoro de la Casa Scott
Las botas del prisionero// Cuadros póstumos// La mujer blanca

EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO : En traje marinero, allá en los años veinte...// Escuela primaria// Más sobre la vida en Babia: en la Escuela// Normal// Guerra civil// 1922-1923
VARIA : El rengo león da el último Zarpazo// Estigarribia y Franco en Carandayty// Coloquio ya entre sombras (... la selva dico di spiriti spessi)// Amanecer sobre las momias// En la universidad de Oxford: 1962// En la universidad de Oxford// En la universidad de Oxford// La Universidad de Wisconsin// Aparición del ángel// - I - Aparición del ángel


APÉNDICE - TRES JUICIOS CRÍTICOS :
Lo que es otro horizonte -Por Manuel Alvar de la Real Academia Española// La insignia de la fe - Por Ángel Mazzei// Elvio Romero.

 

 
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