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Josefina (Abel de la Cruz) Plá (+)

  EL BARROCO HISPANO-GUARANÍ - Por JOSEFINA PLÁ - Año 2006


EL BARROCO HISPANO-GUARANÍ - Por JOSEFINA PLÁ - Año 2006

EL BARROCO HISPANO-GUARANÍ

Por JOSEFINA PLÁ

 

UNIVERSIDAD CATÓLICA “NUESTRA SEÑORA DE LA ASUNCIÓN”

e INTERCONTINENTAL EDITORA,

Asunción-Paraguay 2006

Foto de tapa Virgen de la Concepción. Talla de madera, siglo XVIII.

Colección: Dr. Alberto Noguez y Sra.

 

Para la compra del libro contactar:

LIBRERÍA INTERCONTINENTAL, EDITORA E IMPRESORA S.A., 

Local de Caballero 270 (Asunción - Paraguay).

Teléfonos: (595-21) 449 738  -  496 991.

Fax: (595-21) 448 721


E-mail:  agatti@libreriaintercontinental.com.py

Web:  www.libreriaintercontinental.com.py

 

 

 

EDICIÓN DIGITAL: EL BARROCO HISPANO GUARANI
 
 Editorial del Centenario S.R.L.
 
 Asunción, 1975
 
Versión digital: BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY
 

A MANERA DE PRÓLOGO

El arte hispano-guaraní es, y su nombre lo dice, una composición colonial. Se trata de volúmenes y espacios en la historia. Esos espacios son coloniales y más que coloniales, porque fueron hechos en un tipo muy especial de colonia: las Reducciones, que llegaron a ser teórica y prácticamente la exaltación pura y utópica de lo que debía ser la colonia y la contradicción contra esta misma colonia por lo que no era.

Hay piezas de ese arte que están por ahí diseminadas en contra-sacristías polvorientas y en salones prestigiosos de coleccionistas, que tal como están han perdido gran parte de su sentido, palabras perdidas en un cementerio de palabras, catalogadas (a veces ni eso) y alineadas en conjuntos amontonados de cosas muertas. Son sin embargo actos de un hablar artístico que fueron trabajados por la historia, y que trabajados de nuevo ahora en la historia, deben decir algo todavía.

Desde hace años Josefina Plá ha ensayado la relectura de esos espacios del tiempo perdido, que no es solamente la reconstrucción por la técnica del tornatrás, del llamado marco histórico y de las condiciones e influencias que pueden actuar sobre un producto artístico, sino la creación propia de un modo tal de visión que es profecía del pasado: es recoger el tiempo pasado para VERLO en el porvenir, y de los elementos dispersos predecir la figura, sino completa, por lo menos inteligible de lo que hay en el presente. Es por ello por lo que una buena historia, y más una historia de arte, no es un capítulo de un tiempo concluido, sino un prólogo; de ella surgen las preguntas.

Las cuestiones principales que se levantan en el trabajo de Josefina Plá y aún más allá de su explicitación, serían entre otras las siguientes: ¿qué es un arte hispano-guaraní?; ¿es una cuestión de tono, según el cual lo hispánico es dicho por manos guaraníes?; ¿es una reinterpretación de contenidos bajados de naves coloniales dentro de un sistema reduccional? Y si este arte es realmente hispano-guaraní, ¿cuán largo fue y qué etapas cubrió el camino que va de la simple copia asimilada al intento de creación integrante?

Todas estas preguntas son tanto más difíciles cuanto que una posible referencia a un "arte guaraní" pre-reduccional se tiene que limitar a la cerámica y tal vez a la cestería, productos que en el nuevo orden cultural se encuentran apenas en la periferia de lo intencionalmente artístico.

Por otra parte, siendo el arte hispano-guaraní un arte preferentemente religioso y siendo la religión de los guaraníes tribales, una religión de la palabra, toda ella expresada en el ritmo del canto y en los movimientos de la danza, que no usa de representaciones plásticas, sino es apenas una indumentaria y un instrumental ritual mínimo, hay de nuevo aquí una distancia que tuvo que ser recorrida tanto en el orden conceptual como en el orden fáctico para que se pasara de una religión "dicha", como era la guaraní, a una religión cristiana, y católicamente barroca, tan "representada". La distancia parece realmente recorrida, y al decir de los cronistas de la época, sin gran dificultad y hasta con entusiasmo. ¿Ilusión o verdad, substitución impuesta o conversión aceptada?; el mismo arte hispano guaraní contendría una parte de la respuesta, una respuesta suficientemente ambigua, y por tanto real, en el complejo proceso que se opera en todo contacto colonial con sus mecanismos de encuentro, ataque, atracción, reacción, compromiso, conflicto, imposiciones y substituciones, asimilación e interferencias y, a veces, integraciones creativas.

En el análisis de este arte hispano-guaraní, Josefina Plá ha utilizado tres metodologías convergentes: el rastreo documental de las fuentes escritas, que puedan explicar una parte del proceso cultural en el que se entronca la creación hispano-guaraní, aunque los materiales de los archivos paraguayos son en este capítulo de una desesperante discontinuidad otras fuentes bibliográficas le han sido a la autora de difícil acceso; un segundo método, es lo que en etnografía llamaríamos trabajo de campo, y consiste en la observación auténtica de las "piezas", al fin y al cabo, el verdadero documento; y todo ello – tercer método – visto formalmente por alguien que sabe crear arte y es ella misma un nodo de integración hispano-paraguayo.
 
 
 
 
 
CONTENIDOS
 
Prólogo por Bartomeu Meliá, S. J.

PRIMERA PARTE: LA CIRCUNSTANCIA
 
Los Pobladores. El hábitat. Papel Estratégico de la Colonia. La Cultura Aborigen. Arquitectura Colonial. Las Primeras Artesanías. Alfarería - Cerámica. Tejidos - Cueros. Joyeros y Orfebres. Cultura a fines del XVI. Pobladora Asunción. Esperanzas frustradas. Las Artes en el XVII y XVIII.
 
Las Encomiendas. Ritmo lento en la Catequesis. La Compañía de Jesús. Los Jesuitas al Paraguay. Gestiones e incidentes. Ambito Ideal para la Empresa. Pedagogía Catequística. Vicisitudes de las Misiones. Periodos en la Historia de las Misiones. Primera Epoca Fundaciones del Guairá. La Destrucción de las Misiones del Guairá. Segunda Epoca de Misiones.

III. LA REPUBLICA DE DIOS (Enlace interno)
 
Ara Purú: Empleo del Tiempo. La Música y la Danza. Comunismo Misionero. Organización Tribal - Cabildos. Diplomacia y Pedagogía. Régimen Cotidiano. Castigos. Urbanismo Misional. Aislamiento Misional. Conservación del Guaraní. El elemento Humano. Elementos Culturales Indígenas Conservados. Adquisiciones Culturales. Beneficios para el Indígena. Prosperidad Económica. Oposición a los Jesuitas. Saldo de la labor Misionera.

IV. LOS TALLERES MISIONEROS
 
I. Anonimato de la obra misionera. II. Origen de los talleres. III. Instalación de los talleres. IV. Los jesuitas maestros. V. El indígena y el trabajo. VI. Régimen de trabajo. VII. La realización. VIII. Rango y condición del artesano misionero. IX. Cuantía de la labor de talleres. X. Los talleres misioneros y las iglesias del área de encomiendas. XI. Trasiego de maestros y artesanos. XII. Modelos. XIII. Materiales Artísticos. XIV. Orfebrería. XV. Tejido y Bordado. XVI. La artesanía del mueble. XVII. Trabajos en guampa y cuero: marroquinería. XVIII. Metalurgia y cerámica.
 
SEGUNDA PARTE: LA OBRA
 
a) Ambito. b) Volumen. –Se inicia el deterioro. –La época aciaga de las Misiones. –Los restos de un patrimonio. c) Cronología.

II. CARACTERES GENERALES DEL BARROCO HISPANO GUARANÍ
 
Aporte del Jesuita. Ausencia de Focos Irradiantes. El Sistema de Trabajo. El Aislamiento. Adaptación al Medio. Intervención del Indígena. El Sol Humanizado. Factores Determinantes en la Selección Decorativa. Motivos Decorativos del Dintorno. Simbología en las Imágenes. Determinismo Local. El Elemento Mudejar. La Participación Indígena en la Selección. Motivación Selectiva. Ascetismo Característico. Elementos Predominantes. Rasgos Generales de Estilo. Influencia de los Modelos. Las Imágenes Huecas. El Uniplanismo. Grupos Escultóricos.

TERCERA PARTE: IMPRENTA Y GRABADO


CUARTA PARTE: LAS MIGAJAS DE UNA HERENCIA

I. LAS MIGAJAS DE UN PATRIMONIO
 
1) Arquitectura. 2) Escultura. 3) Pintura.

II. LAS IMAGENES PEREGRINAS
 
a) María Misionera. b) Los Cristos Hispanoguaraníes. c) Los Santos de la Orden. d) Los Santos Patronos.

QUINTA PARTE:
APUNTES SOBRE ALGUNOS TEMPLOS AUN EXISTENTES EN EL AREA NO MISIONERA
 
APUNTES HISTORICO - DESCRIPTIVOS SOBRE ALGUNOS TEMPLOS PARAGUAYOS
 
BIBLIOGRAFIA GENERAL
 
APENDICES
 
I. ALGUNOS MISIONEROS DE LABOR DESTACADA EN LAS MISIONES
 
II. LISTA BIBLIOGRAFICA DE MISIONES (IMPRENTA).
 
III. EL EJEMPLAR PARAGUAYO DEL LIBRO DE NIERENBERG
 
IV. LOS TEMPLOS MISIONEROS
 
V. CRONOLOGÍA DE LAS FUNDACIONES JESUITICAS
 
 
LÁMINAS
 
ARQUITECTURA
 
Lámina I Nº. 1 - Misión de Candelaria.
Lámina II Nº. 2 - Frente de la iglesia de San Miguel.
Lámina II Nº. 3 - Frente de la iglesia de Misión de Jesús
Lámina III Nº. 4 - Detalles del exterior de las iglesias de las Misiones de San Borja y de San Lorenzo.
 
IMAGINERÍA
 
Lámina IV Nº. 5 - Soldado de un Paso de la Pasión.
Lámina V Nº. 6 - Colección de imágenes en Santa María.
Lámina VI Nº. 7 - Figura no determinada (talla dorada).
Lámina VI Nº. 8 - Sayón (Paso de la Pasión).
Lámina VII Nº. 9 - Cristo de la Paciencia.
Lámina VIII Nº. 10 - Cristo Juez.
Lámina VIII Nº. 11 - Virgen.
Lámina IX Nº. 12 - Grupo de la Anunciación.
Lámina X Nº. 13 - San Ignacio.
Lámina XI Nº. 14 - Santa Lucía.
Lámina XI Nº. 15 - Santa Lucía (de espaldas).
Lámina XII Nº. 16 - La Magdalena.
Lámina XIII Nº. 18 - Virgen. Firmada por José Kabiyú (1718)
 
PINTURA
 
Lámina XIII Nº. 17 - Virgen.
Lámina XIV Nº. 19 - Motivos florales (techos de Yaguarón).
Lámina XV Nº. 20 - Tabla pintada (puerta de nicho).
 
TALLAS EN RELIEVE Y ORNAMENTACIÓN DE IGLESIAS
 
Lámina XVI Nº. 21 - Vista de conjunto del altar mayor de Yaguarón.
Lámina XVII Nº. 22 - Detalle del frente del Sagrario del altar mayor de la iglesia de Yaguarón.
Lámina XVIII Nº. 23 - Uno de los altares laterales de la iglesia de Yaguarón.
Lámina XIX Nº. 24 - Sansón.
 
GRABADO
Lámina XX Nº. 25 - La boca del Infierno.
 
ORFEBRERÍA
 
Lámina XX Nº. 26 - Candelero de bronce.
 
VARIAS
 
Lámina TAPA - [Sin especificación de procedencia]
PARAQUARIAE - y sus fronteras móviles.
 
 
 
 
 

 

PRIMERA PARTE

LA CIRCUNSTANCIA

 

I

MEDIO, ETNOS, ORIGENES ARTE Y ARTESANÍAS EN LA COLONIA

 

LOS POBLADORES

 

Testimonios referentes a los años de la Colonia permiten asegurar que tanto en la conquista de la tierra como en los iniciales establecimientos intervino el mejor elemento humano. Treinta y dos mayorazgos figuraron en los primeros contingentes llegados a estas regiones. (1)

Abundaron los apellidos vascos, hidalgos por fuero. A esta sangre vasca deberá la colonia, según algunos autores, no poco de su espíritu patriarcal, democrático e igualitario (2), aunque quizá en este hecho interviniesen en proporción importante otros factores socioculturales asimismo peculiares del área, entre ellos la gravitación poderosa del mestizaje.

Entre los primeros en llegar se contaron un hermano menor de Santa Teresa de Avila; y consanguíneos del "condotiero, pavor de mares" Andrea Doria.

Barco de Centenera lo dice en su poema tan ramplón cuanto históricamente precioso:

"...Mayorazgos e fijos de señores,

de Santiago y San Juan comendadores"...

Y aunque esta afirmación no haya que tomarla al pie de la letra, ya que no todos fueron fijodalgos y los comendadores de San Juan y Santiago no fueron, como es lógico, la regla, no cabe duda de que los que «no eran fijos de señores" eran fijos de sus obras, y buenas obras; gente de oficio y de trabajo; en gran porcentaje artesanos hábiles. Gentes de limpia sangre, aunque pobres.

Y la tierra a la cual llegaron no les dio con qué hacerse blasones, ni con qué dorar los suyos a los que ya los tenían. El Paraguay fue el gran fiasco de la Conquista.

Jamás esta comarca brindó a sus exploradores oro ni plata, río arriba buscaron repetidamente los españoles el camino de "El Dorado". Y cada expedición terminó en rotundo fracaso. Todo fue esperanzas fallidas (reacias a morir del todo, sin embargo; todavía en 1566 un deslumbramiento de piedras de colores estuvo a punto de hacer a unos cuantos encandilados levantar bandera de independencia en el Guairá; en 1770 retoñaba la quimera del oro en Acahay; en 1786 en Paraguarí; en 1884 en la Cordillera) (3). Los mercaderes que en alguna ocasión vendieron a estos expedicionarios calzas y jubones "a cuenta del oro que hallarían", hicieron negocio redondo (4).

Era evidente que no había querido Dios "favorecer a esta provincia con minas", como reza quejumbrosamente un documento de época. En tales condiciones, se comprende que no fuese tentación para el aventurero, ni sedujese a la nobleza, de vida regalada y exigente. Sin embargo los que a esta tierra llegaron no la abandonaron ya de grado; y en la mujer indígena procrearon nutrida descendencia. Estos hijos de español e india – los más numerosos, ya que la mujer española vino al país por mucho tiempo en escasa proporción – (5) se constituye de inmediato en núcleo y agente de la historia en este rincón americano. Imposible referirse a cualquiera de los aspectos sociales, políticos, culturales, del área, sin tener en cuenta este mestizaje, que según la mayoría de los autores locales, se encontraba completado al finalizar el XVIII. No ha faltado por otra parte recientemente quien niegue esa absorción total del indígena, sosteniendo la tesis de que la raza permanece en cierta medida intransformada, o mestizada sólo en parte. Razonamientos basados en datos históricos y estadísticos permitirían afirmar en general, que el mestizaje consumó su proceso a mediados del XIX, cuando se extinguen prácticamente los últimos indígenas puros de Misiones (guerra de 1865). No cabe duda de que ésta es, una afirmación que debe ser revisada a fondo. Desde luego, los estudios antropológicos metodizados están aún por hacer.

 

EL HABITAT

 

El secreto de esa fidelidad a la tierra, de la entrega a ella a pesar del desengaño inicial, hay que buscarlo en el eglógico atractivo de su hábitat, en el carácter mismo de los guaraníes, de convivencia en general fácil, aunque aguerridos, y de los cuales los españoles hicieron aliados y colaboradores en sus expediciones de conquista y fundación. Este hechizo de la tierra persiste y se prolonga hasta hoy, convirtiendo a muchos de sus eventuales visitantes en huéspedes permanentes, solidarizados más de una vez fervorosamente con su pasión histórica.

"Clima, fauna y flora, producción y caracteres de hombres y mujeres tenían en aquel edén un mordiente misterioso que ensalmaba los sentidos con algo dulce y acogedor: el remedo de la mañana del mundo"... (Juan Esteban Guastavino, citado por Natalicio González).

 

PAPEL ESTRATÉGICO DE LA COLONIA

 

Razones de orden geográfico – su situación próxima a las fuentes del Paraná y Paraguay, fronteriza del Brasil, por lo tanto de los derechos portugueses – hicieron del Paraguay a modo de un puesto de avanzada de la conquista en esta región. En realidad la razón primordial de las expediciones que remontaron el río estuvo en el alerta español frente al solapado avance portugués. El Paraguay fue el centinela de España frente a estos avances. Pero fue también su destino vivir mucho tiempo arma al brazo ante la constante amenaza del malón chaqueño. "Desde su fundación hasta ahora, esta colonia ha estado con las armas en la mano" dice en su Diario Francisco Aguirre, en 1794. "No hay un hombre de la provincia que esté libre de la esclavitud militar, y no hay ninguno que pueda contar con su trabajo ni dedicarse a lo que puede asegurar su subsistencia" asegura el informe del Gobernador Lázaro de Ribera al Virrey en 1798. Todavía en 1859, a cincuenta años casi de la independencia, eran causa de prevención y alarma los movimientos hostiles de los indios chaqueños frente a Asunción; y tan cerca como 1874, aún encontramos en los diarios de época noticias de secuestros de mujeres realizados por indígenas a escasos ocho kilómetros de Asunción (6).

Pero el papel de celoso vigilante ejercido con tanto sacrificio, no fue correspondido ecuánimemente por la Corona. Los historiadores paraguayos están contestes en afirmar que tan pronto como se comprobó que en el país no había porvenir minero, la metrópoli se desinteresó del Paraguay, y éste no tardó en ser la cenicienta del Virreinato.

Encerrada la colonia como se ha dicho entre el Chaco inhóspito, las hostiles posiciones portuguesas, el caudaloso Paraná (la costa atlántica era de momento inaccesible) sólo al sur, por el río Paraguay, se le ofrecía entonces salida al mar, y con ella, posibilidades de desarrollo económico. Por esta vía, pues, transitaron los nacientes anhelos coloniales. No que fuera del todo fácil el camino: las constantes luchas con los guaicurúes y especialmente los payaguás, dueños del río, llenan de peripecias la historia de la colonia.

Abandonada a sus propias fuerzas, tuvo que tratar de bastarse a sí misma también, y ello explica que apenas mediado el siglo hablen los visitantes de la multitud de oficios que se desenvolvían en Asunción: sastres, curtidores, zapateros, carpinteros, armeros, tejedores (7). No se trata de improvisados: habían desembarcado ya con esos oficios. Es de suponer que en los primeros años algunos de esos oficios se desenvolvieran en forma elemental, debido, en primer lugar, a la falta de clientela (joyeros, pintores); en segundo lugar al inevitable proceso de readaptación de materiales. Ese proceso permitió poner a prueba; por un lado, el genio improvisador del colono; por otro, la rápida asimilación técnica del indígena. Un ejemplo: en los astilleros de Asunción, ocho años apenas después de establecida la inicial Casa Fuerte, se botó al agua una carabela: y en su construcción ayudaron ya los indios.

 

LA CULTURA ABORIGEN

 

A la llegada de los españoles, las culturas indígenas no habían rebasado en conjunto la fase caracterizada por una agricultura seminómada, combinada con la caza. Pertenecían los guaraníes – como sus hermanos los tupíes, ocupantes de vasta extensión en el Brasil – a la corriente tercera entre los pobladores del Continente: corriente de procedencia indonesia, compuesta por braquioides [a] de cultura media, cuya expansión parece haberse originado en este mismo territorio, en dirección septentrional sobre todo, habiendo alcanzado al Sur el delta del Paraná y al Norte el curso inferior del Amazonas. Por el Oeste llegaron hasta las primeras estribaciones de los Andes (Chiriguanos), desplazando o guaranizando a la primitiva población también silvícola, cuya ficha étnica no ha sido aún lo suficientemente establecida, pero que podrían ser dolicoides de dos corrientes anteriores; los autores de las llamadas "rocas de pocitos" o "crisoles" (Canals Frau, Porto). Los restos de esas culturas preguaraníticas supervivientes (8) las constituirían hasta hoy, entre otros los matacos, macás y chamacocos.

Los guaraníes poseían conocimientos botánicos notables, y se ha dicho que el guaraní es el idioma que más nombres ha dado a la farmacopea, después del griego y el latín.

Los guaraníes no practicaban una arquitectura de materiales estables, con su resultado, los monumentos permanentes. Sus artesanías se limitaban al tejido con algodón y otras fibras vegetales (palmas, karaguatas, ortigas) al llamado arte plumario, en el cual parece descollaban; la cestería y una cerámica elemental en el decorado (ungulado) pero de hábil modelado, en grandes urnas funerarias e hidroceramos (cántaros de distintos tamaños y usos) y vasijas para la conservación de miel y para su elemental cocina.

Se han encontrado en el área sin embargo restos de una decorativa imbricada, que revela influencias aruacas o restos de esta cultura, desplazada. El trato con la madera y con la piedra se limitó a la obtención de armas (arcos, y flechas y hachas líticas, pulidas).

La plástica en madera y barro de los payaguás (canoeros mesolíticos) (9) así como la de los caduveos recogidas por Guido Boggiani (10) son productos de transculturación, posteriores en su mayor parte a la dispersión de los indios, de Doctrinas, es decir, hacia fines del XVIII.

 

ARQUITECTURA COLONIAL

 

De los habitantes de la tierra tomó el poblador modelo para las primeras casas en la región. El tapií, o morada indígena, era funcional en su estructura y plan, y racional en sus materiales. Paredes de tapial, techo de paja. Así fueron las primeras residencias y capillas. No tardaron en mejorar los edificios en planta y materiales, imponiéndose lógicamente el más avanzado sentido técnico del colono; pero aún así continuó siempre influenciado por los factores ecológicos. El conquistador introdujo las estructuras de maderas duras (lapacho, quebracho, urundey), que se pudieron ya trabajar extensivamente, gracias a las herramientas de metal. Hubo ahora pilares de madera trabajados, estructuras de par y nudillo, paredes de adobe, techumbres de paja o de troncos de cocotero cortados longitudinalmente y ensamblados a modo de tejas (contrariamente a lo que en el país se cree, los techos de paja con barro no son locales, sino de importación). Pero aun así la arquitectura permanecía señalada totalitariamente por la precariedad. Habría de pasar mucho tiempo todavía para que se generalizasen los materiales cocidos, la cal, y surgiesen los arcos: éstos insinuados en las atenuadas curvas de madera de las aberturas. Se ha dicho que acá los techos de vertiente precedieron a los de azotea porque los pobladores vascos precedieron a los andaluces; pero es seguro que el factor climático fue el determinante. (La azotea es más propia de climas secos). En todo caso las azoteas no aparecen en esta área sino al finalizar el XIX, con los materiales modernos impermeables.

La suntuaria, como consecuencia, no alcanzó, no pudo alcanzar, ni al comienzo ni mucho después, grandes relieves. No habrían condecido principescos alardes con el desarrollo elemental de la arquitectura. No lo permitieron tampoco la patriarcal austeridad del diario vivir, la dispersión y aislamiento de los núcleos urbanos, el escaso vuelo y movimiento de la vida social, aquí donde la mujer europea vino al principio en tan corto número, que pudo dársela por inexistente (11).

 

LAS PRIMERAS ARTESANÍAS

 

Sin embargo con esas pocas mujeres españolas que desde el comienzo o pocos años más tarde vinieron a compartir las vicisitudes de la adaptación – encabezadas por la enhiesta voluntad de Isabel de Guevara primero, de Doña Mencia la Adelantada luego – llegaron también a la tierra, si no las primeras manifestaciones del lujo – no tenían lugar para ellas las bravas cuanto abnegadas mujeres – por lo menos las naturales apetencias de comodidad, y mas tarde, en cuanto las circunstancias lo permitieran, de ornato doméstico. Donde esta la mujer está el hogar, y con el hogar el germen de todas las artesanías. Ya en 1541 llegan los primeros carpinteros y tallistas; ellos labraron los primeros muebles en las ricas maderas de la tierra: arcones, arquibancos, sillones, vargueños, modestamente ornados al principio con dentículos y detalles ojivales, de vago sabor feudal; muebles que con el tiempo enriquecerán su diseño, se harán menos pesados, se ornarán de relieves finamente compuestos, se completarán con el tapizado en damasco o en cuero, se adornarán con embutidos o taraceas de marfil o de nácar.

Los azares de la historia colonial no permitieron la rápida expansión de los afanes suntuarios, como más arriba se ha dicho: cuando en 1619 hubo que alhajar la casa de un nuevo gobernador, no se halló en toda Asunción un vecino que pudiera proporcionar la modesta mesa y las seis sillas necesarias para amueblar la sala...

En el recato de los modestos estrados de época aprendieron las hijas del conquistador – españolas o mestizas – los primores del encaje de Tenerife, que infuso de ritmos nativos derivó en el hermoso ñandutí, adornándose no sólo con el nombre indígena – que muestra cuán hondo caló en el espíritu de la tierra – sino también con variantes de eufónico nombre: Flor de arazá, ñandú, estrella, pajarito, pata de vaca, flor de maíz. Y hasta se aureoló de leyendas.

En lo que se refiere a la adopción del ñanduti, su aculturación y subsiguiente florecimiento colonial, es posible que hayan ejercido cierta influencia los talleres de Misiones, donde mujeres indias especialmente adiestradas confeccionaban y restauraban la ropa de altar y los ornamentos.

 

ALFARERÍA CERÁMICA

 

Las indias incorporadas al hogar colonial trabajaron las vasijas para los flamantes hogares, y la habilidad en la confección de las grandes urnas funerarias se traspasó sin esfuerzo a la de grandes orzas y tinajas necesarias para el servicio del europeo trasterrado. Se trasculturaron formas como las de los botijos y jarras (no hay prueba hasta ahora de que la forma botijo, corriente en la cultura del Tahuantisuyo, haya sido cultivada en la alfarería local prehispánica).

Un detalle curioso de la época colonial la constituye la ausencia total de una cerámica superior a la simple alfarería o de tiesto desnudo. En las Misiones parece haberse practicado una cerámica vidriada, aunque no la loza que algunos autores han supuesto, y que habría exigido una sabiduría técnica e instalaciones de las cuales no ha quedado rastro alguno documental. El grado más alto alcanzado por esta cerámica fue sin duda el del mencionado vidriado, obtenido a sal común o a plomo; posiblemente este último, según lo da a entender una fórmula transcripta ya en la época independiente, por Mariano A. Molas (12). Este barro vidriado adquiere siempre, en virtud del óxido de hierro que abunda en el barro, bellos tonos verdosos o rojizos, según el caso. Es de presumir se hubiese obtenido así la pila bautismal "vidriada de verde" que según noticia existió en la Misión de San Javier. Cerámicas tinas pudieron sin duda entrar en el país en esos tiempos: pero si entraron, tampoco ha quedado noticia o testimonio. En general, podría afirmarse que la introducción de la loza corriente en el país data de fines del XVIII, la de la loza fina o porcelana, de la época de Madame Lynch (mediados del XIX) y que en general también fue más fácil hasta 1850 hallar en el país una fuente de plata ricamente cincelada que una vajilla de Talavera o de Sevilla (13) y no digamos de Sevres, Limoges o del Retiro (14).

 

TEJIDOS - CUEROS

 

La carestía de tejidos importados incitó a trabajar el algodón nativo, y el lienzo local adquirió finura de cendal: fue el llamado aopoí, que recibió el aliciente suplementario de los bordados españoles. El typoi o vestimenta femenina, cuyo origen no ha sido aún discernido (posiblemente fuese improvisación de los primeros misioneros) se modifica siguiendo la línea de la camisa de ciertos trajes regionales femeninos españoles; aquella que bajo el corpiño destaca sus bordados en cuello y mangas. (15).

El país, al comienzo sólo agrícola, pasó también a ser ganadero: con el ganado, se dispuso del cuero, y con éste vino la correspondiente artesanía, a la cual fueron tan afectos los andaluces, principalmente, por herencia árabe. Cueros en los aperos y arreos, cuero en los muebles (mamparas, sillones, escaños, cofres, taburetes, sillas de trabajados cordobanes, cuya industria se ha ido extinguiendo; del primor alcanzado en este trabajo dan idea los paneles de cuero que forman la mesa altar de la iglesia de Capiatá, única en su género).

 

JOYEROS Y ORFEBRES

 

Ya en 1541 hacen su llegada al Paraguay los primeros plateros, atraídos sin duda por la esperanza de las fabulosas minas. Podría suponerse que el trabajo no sería mucho. Sin embargo, el gremio no desapareció. ¿Cómo no haber joyas donde hay mujeres?... Si en el país no había oro ni plata, a él se los trajo. Fue ésta la única comarca americana donde esos metales preciosos fueron casi tan extranjeros como el hombre blanco. Pero se aclimataron rápidamente... De otras áreas coloniales más favorecidas por la fortuna – Perú, Potosí – llegaron los metales que se necesitaban para satisfacer las exigencias de la coquetería femenina, del ornato doméstico o del decoro del culto: alhajas, vasos sagrados, vajillas de plata, lámparas, candeleros, aguamaniles, jarras, mates, guarniciones en vestidos y aperos, mangos de fusta y de puñal. La crisólita, el topacio y el coral fueron las piedras en el horóscopo suntuario de esta región, como en otras lo fueron la esmeralda, la turquesa o la perla. La filigrana en oro caracteriza esta joyería. Se fabricaron sartas de oro y coral parientes de aquellas que a la mujer de Sancho regaló la Duquesa; rosarios de elaborados granos, cuyas réplicas trabajan aún hoy los joyeros portugueses y salmantinos: pendientes que parecen evadidos del ajuar de una novia castellana; sortijas "carretón" – por la similitud del regatón con el toldo de la antigua carreta criolla – en que aún hoy campea el motivo renacentista o mudéjar; el característico anillo "de ramales"; peinetas. En un tiempo apenas había mujer por humilde que fuera que no poseyese varias de estas prendas; pero la guerra del 65-70 primero, la del Chaco luego, las pusieron a dura contribución, y hoy son bastante escasas. Lo mismo sucede con la orfebrería colonial, ricamente trabajada, de la que es hoy muy difícil de hallar alguna pieza valiosa.

 

LA CULTURA A FINES DEL XVI

 

Esto en cuanto a las artesanías, terreno cotidiano y primario en que se manifiesta el espíritu de una cultura. Las bellas artes siguen mostrándose lerdas en aparecer, como se ha expresado, porque la sociedad que va surgiendo y consolidándose en el gobierno, en la administración y en las armas, es una sociedad pobre, aunque hidalga; de vida patriarcal y exigencias escasas, relativamente lenta en su crecimiento, ya que la inmigración es prácticamente nula y precarios los contactos culturales.

Mientras van afirmándose con su díscola personalidad los llamados mancebos de la tierra, o hijos de español e india, la colonia empeñada en bastarse a sí misma va sacando fuerzas de flaqueza durante la segunda mitad del siglo XVI; y trata de crearse una riqueza agrícola y ganadera en sustitución de la otra que le negó el azar. Iniciativa ante la necesidad, capacidad de improvisación, serán desde el comienzo sus rasgos distintivos. Ya se ha hablado de la primera carabela construida en estos astilleros. Por otra parte, y como en otras regiones de Hispanoamérica, el impacto de los hechos inéditos en la sensibilidad del recién llegado se hizo sentir, y se exteriorizó al principio en la medida compatible con las circunstancias. En estas orillas se escucha el primer romance del Río de la Plata (16). Asunción es la capital sudamericana donde se da la primera farsa (1544). La prosa histórica y descriptiva es cultivada en cierta medida aunque no en la cuantía que adquirió esta forma literaria en las Misiones, donde se da a partir de 1616 una copiosa producción (historia, crónica) que llena el resto del siglo XVII y sigue floreciendo durante el XVIII, inclusive después de la expulsión de los jesuitas (en la obra de los Padres desterrados). Vemos surgir en la colonia las crónicas de Cabeza de Vaca, de Ulrico Schmidel; los perdidos textos de Juan de Salazar, el poema épico de Barco de Centenera, y hasta la primera obra de autor criollo, La Argentina de Rui Díaz de Guzmán. Todas ellas durante los primeros setenta años de la fundación de Asunción.

Empuje pues no les falta a estos colonos, aún sin el acicate de las minas; y pese a su escaso número y estímulo por parte de allende los mares. Y tal vez bastara este hecho para dar un mentís a los historiadores que se empeñaron – y se empeñan aún de cuando en cuando – en ver en el oro el único aliciente de la acción colonial. Si el testimonio de las Leyes de Indias y de más de un ilustre varón de acción o pensamiento no bastara para probar el elevado espíritu que presidió al propósito colonizador español, la historia del Paraguay seria testimonio suficiente; aquí se dio la perseverancia sin el acicate de los metales y el aliento de la empresa sin los metales preciosos como señuelo.

 

POBLADORA ASUNCIÓN

 

En poco más de cincuenta años han conseguido un puñado de españoles trabajando y engendrando, hacer brotar villas y pueblos de la espesura tropical húmeda y olorosa; han conseguido hacer reconocer los productos de la tierra: yerba y cueros, madera y tejidos y en más de una ocasión, hasta alfarería (17). De su seno se han ido desprendiendo, como otros tantos enjambres, las expediciones que han ido a "poblar", a fundar ciudades. Una de esas ciudades será Buenos Aires, la ciudad nacida en 1536 bajo adverso signo, desmantelada en 1540, y cuyos cimientos echan por segunda vez colonos españoles y mestizos, salidos de esta ciudad en 1580 al mando de Juan de Garay.

La segunda Buenos Aires arraiga y crece fabulosamente. Pero la prosperidad de la hija cuesta a la madre, si no la vida, por lo menos la salud. En 1617, el Paraguay pierde el litoral Atlántico, que pasa a formar parte de la recién creada Gobernación de Buenos Aires. El comercio paraguayo que crecía poco a poco promisoriamente, a pesar de los obstáculos al tráfico fluvial, ve cercenadas ahora también sus esperanzas de desarrollo por el río, por un sistema adverso de tasas y gabelas a favor del puerto de Santa Fe. Buenos Aires y a través de ella la futura Argentina, contraen con el Paraguay lo que un historiador platense, Cárcano, ha llamado "deuda de sangre y miseria".

 

ESPERANZAS FRUSTRADAS

 

Y así es como la historia, que ha estado imantando con mucho esfuerzo el destino de ese río de América del Sur hacia sus fuentes, desvía su aguja, invierte su rumbo; las esperanzas de un porvenir que retribuya aspiraciones y sacrificios siquiera en modesta medida, sufren definitivo golpe. El pulso de la colonia retrasa aún más su ritmo. El siglo XVII ha sido calificado como "de mortal postración para el Paraguay". No podrán los colonos ya crearse con su trabajo, no digamos la riqueza, ni siquiera el bienestar, Mientras en otras ciudades coloniales se pavimentan de plata las calles al paso de virreyes y se llenan de palacios las rúas y de obras de arte los salones, en Asunción las casas son de adobe, cuando no de tapial: de paja los más de los techos. Todavía en 1749 dirá Fray Antonio José de Parras: "Sus edificios son pobres: algunas casas hay muy buenas" (18). Y en 1761 Latorre: "Las casas son de fábrica liviana, muchas o las más techadas de paja".

Con tales materiales, es lógico que las edificaciones duraran poco; y así no es de extrañar que Aguirre, unos años más tarde, dijera en su Diario: "las más de las casas son de los días de los corrientes". También alude Aguirre a la modestia, rayana en pobreza, de los interiores. Todo el lujo se acumulará, ya finalizando el XVIII, en las puertas, rejas, vigas y zapatas, esmeradamente labradas, y de las cuales hoy no resta ninguna, pero de las que algunos bellos ejemplares pueden verse en las ilustraciones del libro de Lafuente Machaín (19)

 

LAS ARTES EN EL XVII Y XVIII

 

Consecuentemente, tampoco hallarán aquí ocupación artistas como los que llenaron de obras los salones próceres de Quito, Potosí, Cuzco, Santiago, Lima. Poquísimo o nada tuvieron que hacer en Asunción los discípulos de Durero, Alonso Cano, Van Der Goes, Murillo, Zurbarán, Ribera. Apenas si los documentos de época mencionan algún nombre sin relieve, ni obra en la cual apoyar su nominal prestigio. Un ilustrador llamado Salazar, "hábil en la pintura sobre vidrio", estuvo en Asunción, durante la segunda mitad del XVI; y también un pintor de nombre Hernán Sánchez, que marchó luego a Santa Fe, donde llegó a ser alcalde. Pero en el siglo XVII, ni siquiera nombres hallamos. Los hijos de españoles, según todos los indicios y pareceres, no desarrollaron talento artístico apreciable; lo cual por otra parte explican las circunstancias históricas y socioeconómicas coloniales.

Sin embargo, el arte de inspiración laica o profana debió tener sus expresiones, aunque limitadas y en su mayor parte importadas. Por ejemplo, sabemos que en las fiestas que se celebraban en la colonia en solidaridad con la coronación de los nuevos Monarcas, era uso sacar en procesión solemne los retratos respectivos; éstos, por obvias razones, provenían de España. Tampoco pueden descartarse las obras provenientes de herencias, donaciones o traspasos patrimoniales – retratos de familia, principalmente – que fueron seguramente un caudal restringido pero interesante, y del cual poquísimo o nada resta. Uno de los pocos indicios que de la existencia de este patrimonio tenemos, nos lo dan los testamentos; de ellos al primero el de Salazar, donde al lado de sus "libros de romance", que han dado lugar a tanto devaneo sobre "el capitán poeta", tenemos la alusión a "cuadros": retratos familiares o cuadros de santos; los únicos que por aquel tiempo podían constituir el bagaje artístico de un ciudadano de la clase de los hidalgos pobres.

(En una exposición de pintura realizada en Asunción en marzo de 1965 se exhibieron algunos cuadros en general más interesantes histórica que artísticamente, entre los cuales cabe establecer una clasificación; los anteriores a 1879, ejecutados en el país, y los de evidente importación. El primer grupo lo forman obras realizadas entre 1782 y 1835, de pincel evidentemente aficionado, copias de obras preexistentes, o en algún caso de estampas. El segundo, el menos numeroso, lo forman obras evidentemente traídas del exterior; pero haría falta un minucioso estudio de los antecedentes – y sabemos, lo vidrioso de este terreno en lo que se refiere a la experiencia local – para discernir si esas obras pertenecen efectivamente a un patrimonio colonial, o si fueron, como muchas otras obras que hoy se encuentran en el país, importadas en fecha posterior a 1870. Muchas de las familias extranjeras – especialmente italianas – que se radicaron en el país con posterioridad a esa fecha, trajeron consigo cuadros y objetos. Más tarde a raíz de la primera guerra mundial primero y de la segunda guerra luego, con la diáspora judía, mucho fue el patrimonio que emigró a países europeos y americanos; y de ese patrimonio son muestra los cuadros de Duccio, de Caravaggio, de Alonso Cano y otros, que pueden hallarse en poder de familias patricias paraguayas, sin que en este trasiego haya tenido que ver la historia colonial).

En general puede afirmarse que el arte religioso acaparó el panorama artístico colonial. Aunque tampoco es gran cosa lo que de ese probable patrimonio ha quedado, por lo menos hay más documentos en que apoyar afirmaciones.

Las primeras obras de que tenemos noticia en los documentos de época son en efecto obras religiosas: imágenes o retablos importados. La primera imagen vino ya al país con la expedición de Don Pedro de Mendoza. De esa expedición formaba parte una carabela dicha La Concepción, llamada así porque llevaba a bordo la imagen de esa Virgen. La carabela naufragó justo al llegar al río Paraguay. La imagen fue llevada al barco en que navegaba Irala, quien la entregó al recinto fundado por Salazar. Fue entronizada en la precaria capilla del Fuerte, quedando así advocada la imagen al nombre de la fortaleza, Nuestra Señora de la Asunción. Más tarde, en 1541, al transformarse en ciudad esta defensa se amplió la capilla, bajo el carisma ahora de Nuestra Señora de la Encarnación, como templo parroquial (esta imagen fue la llamada conquistadora por Lafuente Machaín). En 1742 decidió el Cabildo cambiarla por otra Señora de la Asunción traída de Nápoles. La Conquistadora fue guardada en casa de la familia Zavala. En el siglo pasado se la consagró en casa de esta familia, pasando luego a poder del Mariscal. Terminada la guerra se la encontró erigida en la iglesia de Villa Hayes, donde se la rindió culto bajo la advocación de Nuestra Señora de las Victorias; hasta que un incendio destruyó el refugio. La cabeza de la Virgen, lo único que pudo salvarse del siniestro, pasó por varias manos hasta llegar a las del Dr. Manuel Domínguez, a cuya muerte, en el año 1935, desapareció (20).

Me he detenido tanto en las peripecias sufridas por esta imagen porque ésta es la primera llegada al país y porque su biografía ejemplifica, con sus alternativas y final destino, las de la infinita mayoría de las obras llegadas a estas playas.

Charlevoix nos da noticia del Altar Mayor y el tabernáculo de la iglesia de la Compañía en Asunción, "traídos de España y obra de los mejores artífices españoles" (21). El Anua de 1628 nos da noticia por otro lado de una hermosa imagen traída igualmente de España ese mismo año, también para el Colegio, y cuya entronización dio lugar a fiestas. Algunos testamentos del XVI dan cuenta de imágenes o retablos, propiedad de particulares. Es sabido que fue costumbre en América como en España, y el Paraguay no fue por cierto excepción, que las familias principales tuviesen en sus casas altares, o capillitas, todo lo ricos que podían permitirse, cuando no oratorios; las imágenes correspondientes eran importadas al principio de Europa – talleres de España e Italia – más tarde es posible que en algunos casos procediesen del Altiplano: excepcionalmente algunas de esas imágenes pudieron venir de los talleres misioneros. En 1868 sufrió Asunción – y también muchos pueblos paraguayos – saqueo extensivo, a raíz del cual emigraron a Buenos Aires y al Brasil hermosos muebles, imágenes y cuadros (22). De ese saqueo nunca se hizo inventario, como a su hora pudo y debió haberse hecho; ese inventario nos habría permitido seguramente tener noticia de más de una obra de arte añeja, y nos ayudaría hoy a reconstituir el perfil artístico e histórico de un período.

Quizá haya pertenecido a una familia capitalina de abolengo la imagen pintada de la Virgen, hoy en el Museo capitalino del Seminario; factura de fines del XVII o principios del XVIII, que ofrece la corona de estrellitas característica de las escuelas de Coello y Cano, y que es más que presumible haya sido importada, dadas sus características originales, perfectamente apreciables a pesar de los retoques.

También debieron pertenecer a un oratorio particular las dos imágenes

Pintadas de San José y la Virgen, hoy en la Fundación La Piedad. Estos Cuadros fueron atribuidos a un Francisco Sánchez, pintor de cámara de Su Majestad Felipe II, primero; a otro Sánchez bajo Felipe III, luego. Las flores que esos cuadros ostentan como fondo son de ascendencia altiplánica; pero como sucede a menudo con obras de esas épocas, es posible que ellas fuesen añadidas en fecha posterior.

Al iniciarse el siglo XVII, cuando en el Paraguay parecen desvanecerse definitivamente las esperanzas de un ambiente propicio al desarrollo local de las artes, aparecen en el escenario local los jesuitas.

 

NOTAS

 

1) MANUEL DOMÍNGUEZ. Alma de la Raza. Editorial Ayacucho, Buenos Aires 1946.

2) ENRIQUE DE GANDIA España en la Conquista de América. Editorial Claridad, Buenos Aires 1946.

3) Colecciones de diarios asuncenos de esas fechas, Biblioteca Nacional.

4) El más atrapado en la liga de estas ilusiones fue el genovés Pancaldo, recalado más bien por equivocación en estas playas en 1540 (Se dirigía al Perú; las circunstancias le hicieron cambiar ruta, y llegó a Asunción, donde hubo de vender cuanta mercancía y alhaja llevaba para tierras más ricas). Muchos anos después eran bastantes los colonos que seguían debiendo al mercader, inclusive el importe del viaje.

5) Véase el recuento de los colonos llegados a esta tierra en las primeras expediciones, en el libro de RICARDO LAFUENTE MACHAIN, Conquistadores españoles del Río de la Plata. Buenos Aires, 1936, donde constan linajes, profesiones u oficios y méritos de cada uno.

6) Colecciones de diarios de la época. Biblioteca Nacional Asunción.

7) Véase LAFUENTE MACHAIN, citado.

8) CANALS FRAU, Prehistoria de América. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1950.

9) JOSEFINA PLA, Los piratas del Río Paraguay. Revista Américas, Washington, enero 1963.

10) GUIDO BOGGIANI. I Caduvei.

11) Con los colonizadores, en las primeras carabelas llegaron a Asunción 4 mujeres, únicas sobrevivientes de las que vienen al Río de la Plata con Don Pedro de Mendoza. Otras parece llegan en armadas subsiguientes. En 1555, con Dona Mencia la Adelantada llegaron otras 40 "al punto desposadas".

12) MARIANO A. MOLAS, Historia de la Antigua Provincia del Paraguay. Prefacio y notas de Oscar Ferreiro. Ediciones Nizza, Buenos Aires, 1957.

13) FORGUES. Le Paraguay, Fragments d’ un Journal Parte II. En la revista Tour du Mónde. París, 1872.

14) Los primeros introductores ocasionales de loza fina pueden haber sido los extranjeros llegados acá en el último tercio del XVIII

15) JOSEFINA PLA. Trabajos leídos en la Primera Mesa Redonda sobre Artesanía en el Paraguay. Publicado por la Revista de Educación. Asunción, Nº. 16.

16) Romance Indiano llamó Ricardo Rojas a los versos de pie quebrado obra de LUIS DE MIRANDA Y VILLAFAÑA en que éste relata el hambre y sufrimiento de los habitantes de la primera Buenos Aires. Fueron escritos entre 1538 y 1560; su manuscrito se conserva en el Archivo General de Indias, formando parte de un expediente de este último año.

17) El comercio de cántaros y otros objetos de barro cocido (piezas de Itá) entre el Paraguay y las "Provincias de Abajo" adquirió mayor volumen en el siglo XVIII.

18) FRAY ANTONIO JOSE DE PARRAS. Diario y derrotero de sus viajes 1749 – 1753. Buenos Aires, 1943.

19) RICARDO LAFUENTE MACHAIN. La Asunción de antaño. Buenos Aires, 1942.

20) ERNESTO GIMENEZ CABALLERO. Revelación del Paraguay. Espasa Calpe, Madrid 1938.

21) CHARLEVOIX, citado por LAFUENTE MACHAIN.

22) HECTOR FRANCISCO DECOUD. Sobre los Escombros de La Guerra. (Una década de vida nacional. Asunción, 1925.

 

NOTAS DE LA EDICIÓN DIGITAL

a] braquioides: Parecido o falsos braquicéfalos:Indice cefálico, principal medida de la forma del cráneo humano. Se utiliza en antropometría para clasificar las dimensiones y proporciones características de cada raza actual o prehistórica. Se calcula como el porcentaje que representa la anchura del cráneo respecto a la longitud del mismo. Cuando se mide directamente sobre un cráneo se llama índice craneal. De acuerdo con esta medida se distinguen tres grupos básicos: dolicocéfalos (cráneos alargados), con anchuras menores del 75% de la longitud; mesocéfalos (cráneos redondeados), con índices de 75 a 80% y braquicéfalos (cráneos anchos), con índices mayores del 80 por ciento. Enciclopedia Encarta.

 

 

 

 

LOS TALLERES MISIONEROS

 I. – ANONIMATO DE LA OBRA MISIONERA

 

El arte misionero es un arte eminentemente anónimo. Para contar los trabajos autenticados sobran los dedos de una mano. Aún los propios maestros trabajaron en total anonimato; y si sabemos de las obras realizadas por Padres o Hermanos arquitectos, pintores y escultores, no es precisamente porque en esas obras aparezcan estampadas sus firmas, sino por documentos – Cartas Anuas, crónicas o informes de visitantes – que mencionan su trabajo. Sólo así, indirectamente, han llegado hasta nosotros los nombres de los realizadores de tales o cuales cuadros, imágenes o retablos. Son los cronistas, por ejemplo, los que nos informan de que el Hermano Verger pintó un cuadro de los Siete Arcángeles para la Misión de Tayaobá, y el de la Virgen de los Milagros que aún hoy se venera en Santa Fe; que el Padre Sepp realizó un retablo de la Virgen de Altoetting "al uso de su tierra", o que el Hermano Brassanelli fue el autor del retablo mayor de San Borja.

Ello tiene su explicación, harto comprensible. Para los jesuitas, la intrínseca importancia del retablo, del cuadro o de la imagen, no radicaba en sus valores artísticos – sin que esto quiera decir que no prestasen a éstos toda la atención posible – sino en su eficacia como instrumentos de un objetivo superior: la captación de almas y la confirmación en la fe. No era el arte por sí mismo lo que se procuraba estimular, sino el valor ilustrativo o didáctico de la obra. No había pues interés en destacar nombres o singularizar esfuerzos individuales, fomentando así la vanidad personal. Las actividades – del artesano o del artista – fuese éste jesuita o simple fiel sólo tenían importancia desde el punto de vista del propósito catequístico, primero; y de la dignidad y esplendor del culto, enseguida; o por mejor decir, simultáneamente. Tallar una imagen, pintar un retablo, grabar una estampa, en suma, eran simplemente sendas maneras de dar a Dios cuentas de los denarios que en forma de habilidad o capacidad había entregado a cada cual para administrarlos, de acuerdo a la parábola del Evangelio. El arte misionero, de este modo, se asimila al medieval, donde la personalidad del artesano se esfuma y carece de significación en presencia de la obra misma y su objetivo, la exaltación religiosa.

E inclusive y en rigor ignoramos la razón por la cual unas pocas obras misioneras, haciendo excepción a la regla, ostentan firmas. En estos raros casos conocidos, los nombres son de indígenas, no de jesuitas: Juan Yaparí en grabados, José Kabiyú en pintura. Quizá se quiso con ello premiar algún mérito excepcional. Tal vez se tratase de destacados caciques. (Sabemos que con éstos se tenía especiales consideraciones: sus hijos eran preferidos para el aprendizaje de la música, el canto y la danza y otras materias, aunque no fuese éste un privilegio exclusivo: "También se daba esta enseñanza a otros, si lo querían y pedían"). Pueden formularse otras hipótesis: bien pudieron ser en algún caso trabajos destinados a particulares que hubiesen exigido la constancia de autor; o se quiso, al autenticar con la firma la obra, dar un testimonio del grado de eficiencia alcanzado por cierto taller, o un individuo determinado, en dichas artes.

El grabado de Yaparí, único firmado entre las 47 láminas del libro de Nierenberg, sugiere esta última interpretación. En efecto, se trata de la efigie del entonces Prepósito General de la Orden, P. Tirso González. Sabemos que el libro en el cual aparece ese grabado (y del cual se ha dicho que es "el más perfecto salido de las prensas coloniales") fue enviado a dicho General, en Roma, encareciendo, al presentarlo, el hecho de que fuera obra "de unos pobres indios". La firma de Yaparí en el grabado tendría aquí pues el significado especial de un testimonio del éxito de la Orden en su tarea. Es posible encerrara también la intención de una ofrenda personal. Todas estas, sin embargo, repitámoslo, son conjeturas; y el número insignificante de piezas firmadas no invalida el hecho total y grandioso del anonimato de esta obra, que encendió con sus oros votivos la entraña de la selva virgen.

 

II. – ORIGEN DE LOS TALLERES

 

¿Cómo surgió la idea de establecer aquí talleres capaces, no solo de subvenir a las necesidades inmediatas y cotidianas de la comunidad, sino también de abordar las artesanías superiores y con ellas la suntuaria religiosa?... ¿Brotó en el pensamiento de los jesuitas in situ ante la verificación de las aptitudes necesarias en el indígena?... El hecho, entre otros, de que en 1616, a poco de fundada la Misión de Itapúa, hallemos al P. Verger allí trabajando y enseñando pintura y escultura, hace suponer que esa idea estaba ya incorporada a los proyectos de los jesuitas, al establecerse éstos en el área. Ello por lo demás resulta lógico, si recordamos: por una parte, que los misioneros llevaban por entonces ya años trabajando en el Brasil con los tupíes, hermanos de sangre y lengua de los guaraníes, y habían tenido oportunidad de aquilatar la inteligencia y disposición de ellos. Más todavía: al momento de iniciarse la fundación de estas Misiones, era Provincial el P. Diego de Torres, antes Superior, durante años, de la Misión de Juli, donde ya desde 1577 tenían los jesuitas instalados talleres que funcionaban con gran éxito en la ornamentación de los templos. Por otro lado, también a esas alturas históricas, había dado hacía rato el indígena guaraní muestra, en la propia colonia, de su capacidad para la adquisición de nuevas técnicas; y los jesuitas pudieron tener ya de entrada una idea de las posibilidades latentes en esa masa indígena y que sólo esperaban las adecuadas directivas para mostrar su efectiva dimensión.

Pero además, y esta es razón esencial, la instalación y funcionamiento de estos talleres eran parte integrante e indispensable del proyecto mismo de las Misiones como reductos autárquicos – centros económica, administrativa y socialmente autónomos – al cual se ajustó la labor de los Padres. Las Misiones debían autobastarse en todo lo necesario: ¿y qué cosa podía ser más necesaria en ellas que el esplendor del culto como cifra de la fe, esa fe que justificaba la existencia misma de las Doctrinas? Más todavía: aprender a levantar y decorar una iglesia, tallar sus altares y realizar sus imágenes, no eran para el indígena mero ejercicio artesanal más o menos hábil; eran la ocasión a un testimonio de fe: la construcción de la iglesia pasaba así de metáfora a hecho vital: el indígena se integraba en la creencia por la acción.

En lo que se refiere al modelo que los jesuitas tuviesen presente en el momento de organizarlos, es posible que en algún modo hayan seguido el patrón de los talleres monásticos medievales; pero en rigor, podemos aceptar que la organización de esos talleres misioneros nació simplemente como consecuencia lógica de las circunstancias en que se desenvolvió la vida de las Doctrinas: aquéllas fueron sin duda las que de acuerdo a lo más arriba expresado, condicionaron y favorecieron su organización: más aún, la hicieron indispensable.

No debemos olvidar, en este caso, la influencia o participación que sin duda tuvo en el planeamiento de los talleres la previa disposición del indígena para todo trabajo que llevase en si la idea de utilidad comunal; por ejemplo, la construcción de viviendas colectivas, durante la vida tribal.

 

III.– INSTALACIÓN DE LOS DE TALLERES

 

En toda fundación hubo como es lógico un periodo durante el cual las instalaciones fueron forzosamente provisionales, sin exceptuar el local mismo destinado a los divinos oficios. La erección de una iglesia capaz y decorosa; del Colegio; de los almacenes y de las viviendas estables, requería, aún dentro del plan más elemental, un determinado plazo, durante el cual los talleres era forzoso fuesen también de instalación precaria. Por otro lado, gran parte de la suntuaria de los templos – retablos, altares, imágenes – era, por sus características muebles, factible de realizarse después de terminados los edificios; y no cabe duda de que en muchos casos así se hizo; por lo menos en los primeros tiempos de cada fundación. Pero una vez iniciado el taller en cada Misión, es evidente que se trató de dotarlo no sólo de los instrumentos y medios necesarios para el trabajo (abundan los testimonios de los envíos de herramientas, útiles, materiales, modelos, etc. desde Europa a las distintas Doctrinas, durante esa época) sino también de un local adecuado para el trabajo, y para la imprescindible vigilancia.

Los talleres flanqueaban, como consta en numerosos documentos (y como puede comprobarse aún hoy en los casos en que la planta de una Misión es reconstituible) el patio interior de la Casa de los Padres, contiguo a la iglesia. En algunas Misiones – San Carlos, San Borja – se distribuían sobre los cuatro costados de dicho patio, en aposentos o salas semejantes a las que servían de vivienda a los indígenas, y con sus correspondientes soportales. Esta planificación facilitaba la enseñanza, y también la vigilancia por parte de los Padres, necesariamente continua y minuciosa.

Los Padres pedían con frecuencia a los Superiores el envío de libros de arte. En los documentos correspondientes (permisos de embarque) encontramos a cada paso alusión a los libros que formaban parte del equipaje de los jesuitas viajeros; también hay constancia de numerosos bultos de libros que atravesaban el mar con destino a las Misiones; y en la casi siempre nutrida lista de las bibliotecas misioneras – Candelaria alcanzó los 3.500 volúmenes, cifra realmente considerable dada la circunstancia – los tratados de arquitectura y ornamentación ocuparon buen lugar: los había impresos y manuscritos. Las herramientas se traían de Europa. Durante algún tiempo, se pensó factible fabricar esos útiles en las propias Misiones, con el hierro en ellas beneficiado; pero se tuvo que renunciar, a poco andar, cuando la experiencia demostró que las herramientas fabricadas localmente no respondían en calidad a las exigencias mínimas. Se siguió pues importando esos útiles; fueron uno de los pocos rubros en los cuales las Misiones continuaron supeditadas a la provisión exterior.

 

IV. – LOS JESUITAS MAESTROS

 

La Compañía de Jesús, dando una prueba más de previsión y sagacidad, no buscó maestros para sus talleres misioneros fuera de la Orden, salvo en los casos en que ello se hizo inevitable; los buscó, o los formó, siempre que fue posible, dentro de sus propias filas. Entre los documentos de la época hallamos a menudo solicitudes dirigidas desde las Misiones a la Superioridad pidiendo el envío de Hermanos duchos en tales o cuales oficios. A veces esos pedidos no pudieron ser satisfechos a su hora, pues no se disponía en el momento de miembros de la Orden aptos en tales menesteres: así sucedió por largo tiempo con los impresores solicitados para el establecimiento de la imprenta misionera, la cual por ello tuvo que retrasar su aparición; o con los vidrieros pedidos en la última época, y que jamás llegaron.

Muchos de los jesuitas poseían ya conocimientos artísticos antes de entrar en la Compañía; otros los adquirían luego de su ingreso, por propia iniciativa o a indicación de sus Superiores, cultivando disposiciones naturales, siempre "ad majorem Dei gloriam". Por otra parte no fueron raros los casos en que jesuitas sin mayores conocimientos teóricos sacaban fuerzas de flaqueza; y a falta de los necesarios y ausentes idóneos, se improvisaban, con buen éxito por lo demás, constructores, arquitectos y artesanos. Son aquellos de los cuales un cronista dijo: "Sin ser arquitectos, levantan muy lindos edificios". Un ejemplo de estas estupendas dotes de organización fue el Padre Florián Paucke (1).

En cada Misión había al principio sólo dos jesuitas, el Cura y el llamado Compañero – Paí Guazú, Paí Miní –. Más tarde, y conforme a las previsiones del P. Diego de Torres en su Instrucción Primera, este número aumentó en algunos casos hasta cinco – en Candelaria, sede del Superior, había seis en 1747 –. Con todo, fueron bastantes las Misiones en las que siguió habiendo sólo dos, y en el mejor de los casos, tres. De ellos, uno era Cura, y los otros, fuesen ellos Hermanos o Padres, eran Compañeros. Sobre estos recaía el peso de la enseñanza y dirección de los talleres; y hubo ocasiones en que un Padre Cura fue relevado de sus funciones espirituales, cediendo su lugar a otro Padre, para poder atender a la marcha de los trabajos, porque sólo él podía hacerlo eficazmente.

Entre los jesuitas maestros, los hallamos ciertamente no sólo conocedores de uno o más oficios mecánicos, sino también duchos en unas u otras artes y ciencias. Sus aptitudes eran a menudo enciclopédicas. Eran arquitectos, estatuarios, pintores, a un tiempo, como Brassanelli; médicos, pintores, escultores, músicos, orfebres, todo en una pieza, como Verger; escultores, escritores, metalurgos, músicos, a la vez, como Sepp; grabadores, impresores, lingüistas, todo junto, como Serrano; astrónomos y estrategas; pañeros y armeros; manejaban la pluma y el mosquetón. Esta multiplicidad de actividades hizo que el P. Miranda comparase a cada jesuita "con un Proteo". Y sólo en función de esa multiplicidad de actividades, asociada a una capacidad casi ilimitada de entusiasmo y esfuerzo, podemos comprender el milagro de la obra misionera.

Hemos de admitir, no obstante, que entre esos jesuitas dotados de múltiples aptitudes artísticas o técnicas, de inigualable capacidad laboriosa, fueron pocas las personalidades que, de haber seguido en el siglo, hubiesen podido destacarse compitiendo con los artistas de su tiempo. Los que han hablado de "celebrados maestros de artes y ciencias traídos de Europa para enseñar a los indios" han exagerado casi siempre, cuantitativamente cuando menos, llevados de un entusiasmo explicable. Como también exageró, con ingenua buena fe, el jesuita que comparó al Hno. Brassanelli con Miguel Angel; a no ser que lo hiciera solamente en el sentido de la triple disposición para las artes (arquitectura, pintura, escultura) que poseía ese Hermano.

Si exceptuamos a Primoli, de actuación notable antes de su llegada a América (y que por cierto no tuvo que restringir su actividad artística actuando en las Misiones como curador de almas o maestro); a Rivera y Grimau, arquitectos capaces; a Brassanelli, arquitecto y escultor hábil; a Verger, la Cruz y el mismo Grimau, pintores; a Sepp, músico; y algunos más a los cuales podemos atribuir categoría idónea, de los jesuitas gestores del arte misionero sería imposible afirmar en general que fueron artistas notables, aunque se hayan destacado en otros aspectos, vitales para la obra reduccional: el pedagógico, el organizador o el catequístico. De la mayoría de ellos no nos consta siquiera que fuesen alumnos de un imaginero o pintor famoso de la época. Lo que de sus biografías sabemos sólo autoriza a pensar – coincido con Pagano – que se trató, en la mayoría de los casos, de prácticos u oficiales aventajados de los talleres manieristas de entonces.

Difícil por ejemplo, trazar el curriculum europeo del P. Espinosa, arquitecto de los templos de las Reducciones del Guayrá; o del P. Antonio Palermo, arquitecto de Loreto. Los datos, repetimos, autorizan a opinar que se trató en los más de los casos de una capacidad improvisadora a la cual prestaron apoyo feliz la inteligencia, la industria natural, y el entusiasmo. El Padre misionero, en suma, y como dice Sepp (2) "debía ser, como San Pablo, todo para todos". Pocas veces podrá con más razón decirse que se trataba para el misionero, de colocarse "a la altura de la situación". Son a este respecto clarificadoras las palabras del P. Cardiel: "Para hacer la iglesia, la Casa de los Padres y las casas, es menester que el Padre sea el maestro y sobrestante; y como hay libros impresos y manuscritos que hablan de la facultad, a poca aplicación y práctica salen maestros"...

Ciertamente, no eran las circunstancias las más indicadas para que en las Misiones funcionase a plenitud una personalidad artística descollante. La esencia de la labor reduccional, como se ha visto, fue todo lo opuesto a la exaltación del individualismo creador. Un artista original e independiente no sólo no habría sido útil en esta tarea: habría planteado problemas de adaptación, tan perjudiciales a él mismo como a la obra de magisterio.

Pero el bagaje profesional más arriba señalado; bagaje a menudo, como se ve, modesto, y en ocasiones precario; que – siguiendo otra vez a Pagano – de haber seguido en el siglo sus poseedores, habría ingresado en la corriente amanerada y sin relieves de su época, aquí, al enfrentar un mundo nuevo, incorpora como en su lugar veremos, un módulo vital distinto, un sentido inédito, que inviste de golpe, la dimensión de la circunstancia.

 

V.– EL INDÍGENA Y EL TRABAJO

 

Pese al dinamismo prodigioso del maestro jesuita, la obra misionera no es sin embargo concebible en sus características, y menos aún en su volumen, sin la intervención del indígena. Intervención que sin exageración puede calificarse de decisiva en el plano de lo cuantitativo: que resulta también definitivo en el momento de calificar el volumen artístico, ya que es ella la que imprime a éste acento diferencial.

Escogíanse para cada oficio o artesanía los indios más hábiles, "los que para ello mostraban disposiciones". Esto supone de parte de los Padres un ejercicio de lo que hoy llamamos psicología de la vocación. En éste, como en otros aspectos, fueron precursores.

Naturalmente, no eran todos los llamados; con más razón aún escasos los escogidos, en lo que al ejercicio de las artesanías superiores se refiere. Pero no eran estas últimas las únicas requeridas para la subsistencia de las Doctrinas; y así cada uno de los habitantes de las Misiones podía tener, y de hecho tenía, su lugar en el engranaje sencillo pero efectivo del mecanismo laborioso.

La organización del trabajo en cada Misión especialmente en lo que afecta a la labor de talleres, representa el primer gran triunfo de los Padres, si se tiene en cuenta la idiosincrasia del indígena, que hasta entonces había desconocido el trabajo como disciplina permanente y cotidiana. La actividad del indio fuera de las Misiones, o sea durante la etapa tribal, asumió siempre formas discontinuas y limitadas. Hacerle trabajar en determinada medida, con asiduidad y con método, hasta conseguir "que considerase una honra tener un oficio", más aún: que al sin oficio "los tuviesen por hombre vil", fue un prodigio de la pedagogía jesuítica. Indudablemente que el hecho de que los artesanos superiores fuesen considerados "nobles", por encima de los demás, y estuviesen exentos de tributación, debió también contribuir a ello, sensible como era el indio a los honores y prerrogativas.

No pudo sin embargo todo el empeño jesuita vencer ciertos obstáculos vinculados si no a la idiosincrasia, a los hábitos inveterados de la vida indígena: el artesano de Doctrinas, según se desprende de documentos de la época, no rendía sino una escasa jornada, que el ritmo lento de su trabajo hacía aún menos productivo. Aun así, vale la pena repetirlo, el volumen conjunto de trabajo fue enorme. El número suplió a la asiduidad.

La admiración ante el logro misionero crece cuando se considera que el indio se enfrentó a técnicas que ni aproximadamente había conocido hasta entonces. No sabía de la lucha con la madera o con la piedra sino en la medida necesaria para tender un arco o pulir un hacha. No había trabajado los metales, y de éstos no conocía sino el oro, del cual poseyó algún objeto; según parece, conseguido en sus tratos con los súbditos del Imperio incaico. Su cultura, en suma, no rebasaba la fase neolítica, aunque en algunos aspectos parece haberse hallado en una etapa de adquisición de nuevas técnicas.

Pero como habitante de un medio determinado, como individuo en lucha con un medio peculiar – enfrentado a problemas y misterios a los cuales debía, para sobrevivir, formular una respuesta, encontrar una solución – poseía nociones, una actitud ante la vida, una interpretación de su dintorno y de los hechos: una cosmovisión propia, en fin, al nivel primitivo. Modelado vivencialmente sobre un hábitat de perfiles peculiares, un clima, un paisaje, poseía matices propios en la fantasía y la pasión, un acento emocional e imaginativo peculiar; pasibles de expresarse, eventualmente, en síntesis creativas. Los Padres que lo convirtieron, pusieron en sus manos los instrumentos y le adiestraron en las nuevas técnicas, aunque sin permitirle latitud alguna para la expresión de su propia e intrínseca cosmovisión. Lo cual no puede extrañar, dados los principios que presidieron a la captación del indio, esencialmente dogmáticos.

Era lógico en efecto dados dichos puntos de vista, que urgieron la tarea reduccional, que el trabajo del artista estuviese consustanciado con los propósitos religiosos, como éstos con los sociales. De ahí la sustitución compulsiva de culturas; la llamada deculturación del indio, la transformación omnilateral de su sistema de valores, que si en algunos aspectos no llegó a ser tan completa como en la colonia, en otros aspectos como en el religioso fue absoluta, y no dejaba abierto resquicio alguno a la evasión. Cierto que en los primeros tiempos algunas modalidades indígenas fueron contempladas con tolerancia; pero esto sólo fue "mientras no los tuvieron convertidos", y desde luego esa tolerancia jamás se extendió hasta rozar lo teológico ni las manifestaciones litúrgicas, a las cuales el genio creador, dejado en libertad podía atentar inocentemente.

Pero no entra en los límites de este trabajo ocuparse de este aspecto histórico – cultural y social. Baste recordar que las Doctrinas y su organización tendieron a conservar los cuerpos y salvar las almas: que para estos fines no dispusieron otros medios que la religión y aquellas actividades que podían en más favorable medida propender a la conservación y confirmación de la fe.

El sistema de trabajo en los talleres de artesanía superior se fundó sobre la copia: el mérito de aquél se medía por el rigor de ésta. En tales condiciones no puede extrañar que no llegara a definirse un potencial de forma propio, y que la adquisición de nuevas técnicas no se tradujese sino muy limitadamente en nueva configuración psicológica.

El más somero examen de la obra misionera conjunta sugiere como ya se ha insinuado la magnitud cuantitativa y cualitativa del esfuerzo desplegado, que en cada instante parece haber asumido caracteres de emergencia colectiva. Ese volumen enorme de la obra misionera – es forzoso insistir sobre ello – da testimonio terminante de la existencia de un considerable núcleo de artesanos dedicados en cada Reducción al ejercicio de las artesanías superiores, y por tanto también y a pesar, o por encima, de lo expresado más arriba sobre la escasa diligencia del indio, una prueba evidente de que para el habitante de las Doctrinas, participar en la magna tarea de levantar la casa de Dios debió ser una ocasión de honor y orgullo a la cual no dejó de responder.

En la iglesia de la misión de San Miguel, honra y orgullo de Doctrinas, trabajaron mil indios durante diez años. En Jesús, cuya iglesia quedó inconclusa a causa de la expulsión (había sido comenzada en 1765) llevaban ya trabajando dos años nada menos que tres mil indios. El número, realmente considerable, de obreros no puede sin embargo extrañar, dado que eran muy numerosas también las faenas a desarrollar: había que obtener y acarrear los materiales, trabajar las maderas, escuadrar las piedras para sillares, o fabricar ladrillos; preparar la cal (en el caso de Jesús) con materias primas de difícil o por lo menos laborioso acopio; trabajar los relieves, tallar las estatuas de piedra que adornaban las hornacinas. (Debemos entender que en estos talleres las generaciones de artesanos se sucedieron más rápidamente que en Europa, ya que el régimen misionero imponía al indígena el matrimonio antes de los 20 años, con lo cual se dan por siglo cuatro generaciones por lo menos).

No faltan los testimonios relativos al fervor que en su tarea y pese a todo, ponían estos artesanos. "Son aficionadísimos a que resplandezcan con toda pompa y ornato sus iglesias" dice Parras. Por otra parte y ya en fecha temprana Jarque dice: "... instan a sus Curas para que les deje renovar la iglesia, o fabricar otra mejor"... "si ven en otro pueblo lámpara, retablo u otra alhaja que no tenga su templo, no paran hasta construir otro semejante, o mejor, fatigando sus fuerzas y quitándose el bocado de los labios, para que haya con qué comprar telas y piezas de plata"...

Son numerosos los relatos que ponen de relieve la paciencia, la perseverancia, la habilidad que los Padres hubieron de desplegar para conseguir que el indígena se acomodara a la relativa disciplina del trabajo mencionado, y se aplicase a la continuidad de un objetivo. El P. Florián Paucke nos ha dejado sobre el particular datos elocuentes, al referir en qué forma consiguió interesar a sus conversos, hacer que hallasen agradable el trabajo. Y aunque la labor del P. Paucke se desarrolló entre mocobies y no con guaraníes, no creemos errar, sobre todo teniendo a la vista otros testimonios que se refieren específicamente a éstos, al opinar que los informes del P. Paucke pueden, mutatis mutandis, darse por característicos del proceso psicológico y también de los métodos utilizados por los Padres en esa empresa.

Repitámoslo: no debió ser tarea fácil la de los maestros. Eran los indígenas, no sólo "inconstantes y noveleros" (3) también reacios a todo trabajo que exigiese contracción durable, continuidad. No pudo por ejemplo el jesuita conseguir de ellos que fabricasen habitualmente pan de trigo; porque "para el indio es toda una filosofía moler el grano, amasarlo, echarle sal y levadura, esperar que leve, arroparlo y cocerlo" (4)dice el mismo Cardiel. Por idéntico motivo no se pudo fabricar en Misiones tejidos de lino a causa del manipuleo de la fibra, a cuyo término no llegaba fácilmente la paciencia indígena. Pero en su sentido imitativo, y sobre todo en la excitabilidad de su fantasía; en su capacidad de maravilla, en su fe elemental pero intensa, encontraron los jesuitas cauce expedito para guiarle hacia el trabajo en los talleres, como un ejercicio del cual llegó a derivar integral satisfacción a su ingenua fe, y en el cual halló psicológicamente un motivo más para arraigar en su nueva situación.

 

VI. – RÉGIMEN DE TRABAJO

 

El indio no recibía paga por su trabajo en las iglesias. Ponían las instrucciones y ordenanzas especial énfasis en ello. "Por la iglesia, por suntuosa que sea, no debe pagarse al indio, porque se hace por cuenta suya, y no del Cura; y también la casa del Sacerdote" reza el Reglamento General de Doctrinas dado por el P. Provincial Tomás Donvidas, aprobado por el General P. Tirso en 1689. Pero esto para el indio no fue jamás motivo de extrañeza o molestia, por cuanto veía que el sacerdote maestro y artista tampoco derivaba beneficio personal de su esfuerzo, ni siquiera bajo la forma moral del reconocimiento de autoría. Consideraban como ya se ha visto la iglesia como algo entrañablemente común; una ofrenda conjunta a la cual cada uno debía contribuir con lo mejor que sabía y podía.

Es posible que este régimen, constituido en el primer siglo de la acción misionera sufriese después y eventualmente modificaciones. Por la Cédula Real del Buen Retiro, de 23 – XII – 1743, se estableció que "los indios contribuirían con una parte de sus importes personales al adorno y manutención de las iglesias" lo cual equivalía al refrendo de anteriores y básicas disposiciones en el régimen de Doctrinas (el Tupâmba’e). Por otra parte, Cardiel declara en su Relación que a los indios que trabajaban en los oficios mayores (pintura, escultura, dorado, grabado, imprenta) "se les pagaba mejor que a los demás". No especifica en qué consiste esa bonificación, pero en otros lugares se da a entender que ella consistía simplemente en una mayor participación en el prorrateo de los bienes comunes (alimento, vestido) ni más ni menos de lo que sucedía con otros oficios.

Este carácter ofrendario y gratuito del trabajo tuvo diversas derivaciones. Una de ellas, muy importante y ya señalada, fue el acrecimiento de las posibilidades de ornato y riqueza de las mismas iglesias, ya que no había que satisfacer costo de mano de obra, ni en el edificio mismo ni en su adorno exterior o interior; y los materiales primarios se hallaban, la mayoría de ellos, al alcance de la mano.

Los recursos disponibles pudieron así aplicarse a la adquisición de otros materiales imposibles de obtener in situ, y que por lo tanto era preciso importar: oro y plata para el dorado y plateado de altares e imágenes, para los vasos de altar, para los candeleros y lámparas; ricos tejidos para las vestimentas sacerdotales; colores finos para componer las pinturas. Otra consecuencia fue la conservación constante del buen estado de edificios y ornamentación, pues a la vigilancia permanente que sobre ellos se ejercía, había que añadir la prontitud y diligencia con que se hacia posible acudir a la más mínima muestra de deterioro.

Entre las tareas diarias cuyo detalle minucioso establecía el Reglamento, tenía el jesuita la de dirigir el trabajo de taller; (aparte su participación personal en la labor; participación que en algunos casos – Verger, Grimau,Cañigral, Sepp, Brasanelli, Diaz Taño – adquirió contornos y volumen extraordinarios). Esta vigilancia general e incesante fue indispensablemente personal en los primeros tiempos. Más tarde, ya estuvieron los Padres en condiciones de discernir quiénes, entre los obreros, ofrecían más aptitudes, especialmente cuando, transcurrido casi un siglo de los establecimientos iniciales, llevaba el indio ya varias generaciones de experiencia.

El trabajo, entonces, se organizó sobre bases menos agobiadoras, colocando al frente de cada grupo de artesanos al indio o indios que se habían mostrado más hábiles en el oficio. Estos sobrestantes o celadores del trabajo se llamaban Alcaldes: ayudaban al jesuita maestro, sustituyéndole en ciertos aspectos secundarios de la labor enseñante; vigilando el desempeño de los menos avezados e iniciando a los principiantes en los rudimentos del oficio.

 

VII. – LA REALIZACIÓN

 

Es evidente que la marcha del trabajo en taller siguió en líneas generales el patrón europeo, inclusive en lo que se refiere a la intervención de distintas manos en la misma pieza (realización mixta) encargándose el maestro posiblemente de la determinación de cánones y de la ejecución de las partes más delicadas – cabeza, manos – y el artesano indígena individualmente o en equipo de la realización del resto; o bien ejecutando el indígena la imagen en su totalidad una vez fijados los cánones y dándole luego el maestro los necesarios retoques.

Un estudio somero de las obras aún existentes permite discernir, a poco que se estudie, entre las imágenes y tallas conservadas, grados distintos de intervención del maestro; desde la imagen en la cual esa intervención es total, o la participación del indígena muy secundaria, hasta aquellas de mano exclusiva del indio sin intervención del maestro. Estas son ni que decir tiene, las más características, y estéticamente las más significativas. (Digamos de paso que entre las imágenes de este último apartado que aún restan, un crecido porcentaje pertenece al período inmediatamente subsiguiente a la salida de los jesuitas).

Parece probado que el artesano indígena no alcanzó, sino en muy contados casos, la capacidad técnica y la competencia profesional necesarias para que el maestro le confiase in toto la ejecución de una imagen o talla importante, limitándose por su parte a la vigilancia; no debió ser en cambio infrecuente esa confianza tratándose de trabajos de consideración subalterna (retablos para capillas de estancias, imágenes destinadas a las casas particulares indígenas).

Se ha aludido ya a la ausencia de iniciativa creadora en el indígena; y éste es uno de los puntos en que diversos cronistas en distintas épocas se muestran contestes. Afirma Sepp: "No pueden inventar ni idear nada absolutamente por su propio entendimiento o pensamiento, aunque sea la más simple labor manual, sino que siempre debe estar presente el Padre y guiarlos; debe darles, sobre todo, un modelo y ejemplo. Si tienen uno, puede estar seguro de que imitarán la labor exactamente. Son indescriptiblemente talentosos para la imitación..." (5). Otros testigos coinciden abrumadoramente:

"No tenían genio inventivo"... "Son sumamente despaciosos, y si se los apresura, se turban y echan a perder la obra"... Más explícito: "Es preciso vigilarlos continuamente para que no echen a perder el trabajo". Y un poco más adelante: "Todo han de hacerlo en el taller, pues si lo hacen en sus casas, lo hacen todo mal". Otros en cambio elogian la labor del indígena en la simple copia y se manifiestan sorprendidos de su eficacia a este nivel. Estas últimas constancias, que no son raras en lo que se refiere a la talla o la pintura (6) son más explícitas aún respecto a la letra de molde. Y los textos, copiados, que restan, prueban ciertamente que en este aspecto no exageró Sepp cuando escribió: "Hay aquí algunos misales escritos a mano por los indios, y no son diferentes de una impresión en Amberes, como ya muchos Padres se han confundido en esto, y tomado el escrito por una impresión en "cícero" (7). Las copias son realmente maestras. Lo mismo se afirmó de las copias a mano de los textos musicales. Sepp dice que "los músicos indios ya escriben también notas, que sus manuscritos parecen impresiones de Amberes, o de Aubsburgo..." No resultan tan convincentes los testimonios en lo que se refiere a los grabados. Y no porque las disposiciones que para este ejercicio demostraron los indios no fuesen sorprendentes; lo son, y en alto grado. Pero los observadores de ese tiempo cargaron el énfasis sobre los logros de la copia, sin echar de ver los rasgos que en esa misma copia, practicada con el prurito inmediato y genuino de la más exacta versión del original, denunciaban la influencia de la visión indígena, dando a esa versión un carácter peculiar. No es éste el lugar para una apreciación del grabado misionero, tal como nos aparece en esos restos escasos de su producción; pero acaso valiera la pena destacar cómo esas copias gráficas (grabados del libro de Nierenberg: de la diferencia entre lo temporal y lo eterno) ponen de relieve, en el terreno bidimensional del diseño, las mismas características que ofrecen la pintura y la talla de relieve o de bulto; a la vez que en su carácter de documento abierto al cotejo concreto (algunos de los modelos son identificables) permiten apreciar el grado de exactitud de dichas afirmaciones.

Al hablar de la falta de capacidad creadora puesta de relieve por el indio, debemos entender como tal, y ya a nivel superior, no sólo la lógica imposibilidad de suscitar cauces nuevos dentro de una corriente estilística – privilegio éste de los artistas descollantes – sino también la insuficiente aptitud para la coordinación y combinación válidas de elementos estilísticos dados, en una concepción unitaria. Aquí radica por lo demás la ausencia de participación del indio al nivel de la elaboración arquitectónica; a pesar de todas las ingenuas afirmaciones (de segunda mano todas) en contrario, jamás el indio fue autor del plano de un templo misionero. Por lo demás, creo es posible aventurar la idea de que nunca la intuición del artesano indígena alcanzó a la síntesis estética que supone la ceñida unidad de un retablo. Esto se refiere, naturalmente, a los altares mayores u otras piezas importantes de un templo, concebido éste como integración rítmica de los elementos de un estilo. Aún las copias directas de un modelo dado debieron sin duda ser dirigidas por el maestro, a causa de la tendencia del artesano indígena a la destrucción de los cánones. Aunque son muchos los testigos que ponen énfasis en la habilidad del indígena, las observaciones al margen dan a entender lo relativo de su formación académica: Sánchez Labrador, habla textualmente, de "la ignorancia científica de los indios". Lógicamente, esa ignorancia académica es pasible de resultar en piezas altamente expresivas; pero no debemos olvidar que en aquella época era el rigor en la copia lo pertinente; y es desde este ángulo que debemos apreciar los testimonios mencionados acerca de la idoneidad del artesano de Misiones. Por lo demás ningún testimonio de la época nos presenta a los indios sino como "armadores de retablos" o sea ensambladores; ni da a entender que en lo que se refiere a planificación de ornamentaciones, diese el maestro "la alternativa absoluta" a ningún, indígena.

No se descartan, en este terreno, y como más arriba se insinuó, posteriores posibles ensayos de menor envergadura, de los que podrían quizá hallarse rastros (capillas y oratorios) si la destrucción de este patrimonio no viniese siendo ya lastimosamente casi total.

Es lógico que a la mencionada incapacidad contribuyese la carencia de conocimientos estilísticos (sobre todo específicos y metodizados).

En las iglesias misioneras el indio fue simple copista, es decir, realizador de trabajos previamente determinados, y bajo la directiva del maestro: trabajos circunscritos en carácter y extensión. Fue, en suma, reproductor de síntesis prefijadas.

Ahora bien: estas copias, en la abrumadora mayoría de los casos, no fueron, como lo habrían sido de tratarse de un artesano más técnico y estilísticamente versado, reproducciones fieles de proporciones y detalles, y sobre todo de ritmos de conjunto. Aquí se plantea una de las cuestiones más espinosas y también más interesantes que puedan surgir del estudio de la obra misionera como expresión de un medio y un momento histórico dado, resultado del juego de circunstancias socio – culturales inéditas.

¿Hasta qué punto pudo reflejar en ella de manera ingenua pero vívida, la lucha entre los ritmos propios de la vieja cultura y la voluntad de forma propia, el lógico proceso hacia la "degradación", característica de toda aculturación (motivada en este caso particular, por factores idiosincrásicos antes que por factores de experiencia), urgiendo el pulso del artesano, reprimida o rectificada continuamente por las directivas de taller?

Son pocos los datos que respecto a la enseñanza en sí misma, no ya como simple trasmisión de técnicas, sino como comunicación de humanas experiencias, en esos talleres, nos han llegado; como luego se verá, sólo sabemos que el modelo vivo estaba excluido; que la copia, si algunas veces era de imágenes de bulto (o de cuadros, en pintura) y de boceto, otras, a menudo, fue, para pintura como para escultura, de simples estampas; pero debido precisamente, siquiera en parte, a esos factores, la participación indígena en la labor, y por tanto la obra resultante adquiere perfiles sui generis.

 

VIII. – RANGO Y CONDICIÓN DEL ARTESANO MISIONERO.

 

La situación o rango del artesano misionero – siempre dentro del marco de las artesanías mayores – podría en cierto modo y en general homologarse a la del artesano medieval, en los talleres monásticos; convertidos éstos, como señala Arnold Hauser, en "escuelas de arte" de su tiempo (8). La recuerda, en cuanto que aquellos jóvenes aprendices eran adiestrados para servir a las necesidades de las iglesias, monasterios y catedrales; y los artesanos misioneros lo eran para servir a los intereses de la iglesia de la propia Misión (o de otras, si así lo decidían los Padres). La recuerda también en lo que concierne al anonimato de la obra, aunque las razones para éste no fueran del todo análogas.

Difirió en cambio en otros aspectos, ya que el obrero misionero formaba parte de una máquina socio-cultural-económica, cuyos engranajes paternalistas no disminuían la rigidez teocrática. El obrero misionero no elegía su lugar de trabajo; el hecho de pertenecer, dentro de la rígida unidad de la Misión, a un cacicato, reducía en absoluto su movilidad voluntaria. Si salía de la Misión era por orden de los Padres, no por propio designio; a menos que esa salida tuviese carácter definitivo.

Ahora bien, ni estas restricciones ni el anonimato impuesto a su obra impidieron que dentro de ciertos límites, rodease al artesano una especial consideración. Se le liberaba de tributos; se le consideraba "noble" (no hemos hallado trazos de los signos que objetivaran, socialmente, esta "nobleza") (9) y en los últimos tiempos, y por Real Cédula hasta se le favorecía en el reparto de los bienes comunes. Todo ello evidencia esa consideración especial otorgada a los artesanos mayores; consideración que comenzaba por los padres y se proyectaba en el ambiente. No sería difícil hallar las razones. El artesano mayor manejaba las cosas sagradas; por sus manos pasaban los rudos materiales para convertirse en símbolos sagrados; su labor así investía peculiar, implícito carisma. (Hasta no hace mucho, el "santero" campesino se veía investido de una indefinida pero efectiva dignidad, que le venía de su "trato" con los santos, de su facultad de transformar los vulgares y cotidianos tarugos en símbolos adorables). Esta actitud fue favorecida, repetimos, por los Padres como recurso pedagógico; y no sería aventurado suponer que la insinuación de esa dignidad tuvo parte importante en la vocación y ulterior formación del artesano.

En otro plano, es de notar que la atribución o distribución por sexo de los oficios entre los indígenas, experimentó en las Misiones ciertos cambios, ajustándose al patrón español; así en las labores agrícolas participaban ambos sexos, encargándose el varón de la arada y la mujer de la siembra. Los alfareros, así como los tejedores, pasaron a ser hombres, sin duda porque la organización del trabajo en taller no permitía la actuación mixta; en el caso del alfarero, sobre todo, si se utilizó el torno, es lógico se reputase este trabajo como masculino; aunque sabemos que las mujeres trabajaban algunas veces en su casa haciendo cántaros. En cuanto al tejido, pasó a ser, en la mayoría de los casos (10) labor varonil, quedando a cargo de las mujeres únicamente el hilado.

 

IX. – CUANTÍA DE LA LABOR DE TALLERES.

 

Una vez más se habrá de insistir en que, según los datos de las Cartas Anuas y otros (entre ellos los inventarios formulados al tiempo de la expulsión) en ninguna de las Doctrinas faltaban los talleres de oficios indispensables para la autosuficiencia, y además los de artes también imprescindibles. Así había talleres de tejido, zapatería, herrería, carpintería, alfarería, ladrillería, sastrería, imprenta, encuadernado, copia de textos; y también talleres de escultura, pintura, dorado, grabado, orfebrería, bordado, instrumentos de música, etc.

Estos últimos talleres atendían como es lógico, en primer lugar a la construcción de las iglesias y las subsiguientes necesidades de renovación y ampliación del ornato del templo del pueblo y las capillas dependientes de la Misión; secundariamente realizaban trabajos para otras Misiones de talleres ocasionalmente menos favorecidos (en algunas Misiones una mayor estabilidad temporal y con ella una más decantada experiencia, permitieron colaborar con otras Doctrinas, aportando, ya obras, ya artesanos, ya maestros). Varias de las Doctrinas estuvieron en constante actividad renovando su templo, deteriorado, envejecido o destruido por algún siniestro (estos casos de incendio no fueron raros: Santa María la Mayor se incendió en 1735 "con todas sus alhajas": por tanto hubo que reconstruir íntegra su ornamentación; Santa Ana se quemó en 1062, y el incendio destruyó los libros parroquiales).

La cuantía de la labor misionera resulta abrumadora, si se considera que aunque en cada Misión no hubo nunca más que una iglesia a la vez, ésta era "capaz como las catedrales de España" (las dimensiones verificadas lo comprueban) y estos recintos, que se aproximaban a veces a los 70 metros de largo por 30 y tantos de ancho, algunos de ellos de cinco naves y coronados por dos cúpulas, estaban cubiertos de arriba abajo de tallas y pinturas. Escuchemos a Sepp: "Cada pueblo tiene una hermosa iglesia grande, un campanario, con cuatro o cinco campanas; uno o dos órganos (construidos en el país) un altar mayor ricamente dorado, dos o cuatro altares laterales, un púlpito totalmente dorado"... (11).

Y un poco más tarde nos relata Cardiel: "No sólo los tabernáculos de los cinco altares habituales (alguna tuvo siete) sino también las columnas de las naves; las bóvedas, y todo el artesón, resplandecen con varias esculturas, colores y oro... Cinco son las puertas de las iglesias, y en algunas partes siete: tres en la fachada y las otras en la sacristía y en la casa parroquial".

Los altares de dos y a veces de tres órdenes, albergaban hasta quince imágenes de gran tamaño: en Corpus las figuras de la Ultima Cena eran de tamaño natural. Pueden calcularse en 4.000 las imágenes trabajadas en los talleres misioneros; pero las imágenes sólo representan una parte – si bien la más delicada o laboriosa – de la ingente obra total. La conocida descripción que De Moussy – a un siglo de la expulsión – hace de Santa Rosa, puede ser tomada como modelo de lo que fueron esas iglesias, que en la mitad de la selva ofrecían, en los esplendores y la magia del oro multiplicado por las luces, un anticipo de lo que para aquellas mentes sencillas era la gloria celestial:

"...Está construida de piedra, y madera, es decir que las paredes están edificadas con grandes bloques de piedra rojiza sin argamasa, y la techumbre, las columnas acopladas que la sostienen y el pórtico en forma semicircular están todos revestidos de grandes piezas de madera, con maravillosa obra de artesanía. La longitud total del edificio es de sesenta metros. Al entrar en el templo se siente uno sorprendido ante la riqueza y profusa ornamentación. El coro está de arriba abajo materialmente cubierto de estatuas de santos esculpidas en madera: un San Miguel dominando al diablo corona el arquitrabe del altar mayor. La cúpula, esculpida y pintada de rojo y oro, tiene en cada uno de los cuatro ángulos que forman los cuatro arcos que la sostienen (pechinas) la estatua de un papa. Las doce columnas de cada lado que sostienen la nave contiene la estatua de un apóstol de tamaño natural, y las siete capillas laterales no son ni menos ricas ni menos ornamentadas. Cuatro confesonarios, artísticamente esculpidos y pintados, ocupan los espacios que median entre las capillas. El baptisterio es un pequeño santuario adosado a las paredes de la iglesia; está enriquecido con un grupo escultórico de madera representando el bautismo de Jesús; la sacristía está emplazada en la cabecera de la iglesia; contiene un magnífico altar, sobrecargado de esculturas, y los grandes armarios apoyados en las paredes, están también esmeradamente tallados. Una fuente de mármol, rajada por algún accidente e imperfectamente restaurada, vierte el agua en un enorme jarrón de plata, única muestra de las riquezas de esta magnifica iglesia. La concha del pórtico está igualmente cuajada de ornamentos dorados y pintados. En la capilla de Nuestra Señora de Loreto se conservan cuadros magníficos, de mano maestra, representando variados motivos piadosos, y una colección de retratos de famosos jesuitas. Siguiendo el eje en dirección Norte hay una capilla de San Isidro Labrador, con un altar, estatuas y pinturas..."

(Santa Rosa fue, sin duda, una de las más hermosas iglesias; pero las hubo aún más ricas). De Loreto dice el Padre Oliver:

"... La iglesia es nueva, grande, con su media naranja bien pintada, con algunos pasos de la historia de David: el altar mayor es obra muy grande y hermosa, con diez estatuas primorosas; los cuatro altares laterales, con muy hermosas estatuas, obras todas del Hermano Brassanelli..."

Fueron obreros de las Misiones los que ayudaron a levantar iglesias en Córdoba, trabajando en esa ciudad varios años a partir de 1725; los que colaboraron en la erección de la Catedral de Asunción en 1717; los que en muchas ocasiones y en distintos puntos del Virreinato, ayudaron a construir fortificaciones o casas para las colonos, mientras ellos dormían al raso bajo la lluvia y el viento (no contamos aquí los servicios militares rendidos a la Corona por los indígenas de Doctrinas, porque no entran en esta categoría).

En la Misión de San Nicolás se construyó un hermoso retablo para el altar mayor de San Juan; en Santa Rosa se trabajaron cúpulas para la iglesia de Córdoba; en Santa María, el retablo para el Colegio de la Compañía de Buenos Aires, aún existente. También en Santísima Trinidad se talló y armó un gran retablo para Córdoba: retablo que se doró en julio de 1745. (Estos encargos, como se ve, procedían siempre de instituciones o templos de la Orden: entre los particulares en general no parece haber sido muy grande el prestigio de que como imagineros disfrutaron en la región los artesanos de Misiones; de la poca estima en que se tenían fuera de éstas sus trabajos hay más de un testimonio: las imágenes enviadas al mercado del Plata desde las Reducciones no se vendían, o se vendían a muy bajo precio). No insistiremos en este aspecto cuantitativo de la labor misionera, ya que sobre el particular se ha dicho ya bastante.

 

X.– LOS TALLERES MISIONEROS Y LAS IGLESIAS DEL ÁREA DE ENCOMIENDAS

 

No hay que descartar la posibilidad de que una parte por lo menos de la ornamentación de las iglesias del área parroquial, numerosas al parecer en el siglo XIX (más de cien se contaban al comenzar la Guerra Grande en 1865) haya procedido de Misiones ya bajo la forma de trabajos de encargo – los menos – ya a través de obreros de Doctrinas (esto último, lógicamente, se entiende en los casos de templos fundados en el primer tercio de siglo después de la expulsión de los jesuitas) ya finalmente mediante el traslado de piezas de Misiones a esos pueblos; casos que no fueron raros luego del desmantelamiento de que fueron objeto las cinco Misiones de la orilla izquierda del Paraná, por Francia; en el Archivo Nacional se halla documentado más de uno de estos desplazamientos de piezas mayores o menores desde las Misiones de la derecha del Paraná, donde se conservaban, a templos parroquiales. Estos desplazamientos, iniciados ya en tiempos de Francia (si los hubo antes, no hemos hallado, hasta el momento, noticia de ello) se hicieron más numerosos en tiempos de D. Carlos Antonio; seguramente porque en esa época fueron muchas las iglesias refaccionadas, como las de nueva planta, que requerían ser provistas; y también porque es posible que en los años transcurridos la artesanía de la madera hubiese visto raleadas sus filas. (Sin embargo, en esa misma época, vemos a menudo mencionados artesanos que restauran y recomponen altares, y a menudo realizan piezas enteras de la ornamentación: una de ellas, de la cual queda testimonio en archivo, es el púlpito dorado que se conserva en San Ignacio, y del cual sabemos que se estaba trabajando en abril de 1865). (12) Pero aún ciñéndonos al trabajo realizado para los templos de Doctrinas, la cuantía de la labor realizada es increíble.

Un recuento minucioso de las fundaciones da como resultado unos setenta templos, levantados de 1609 a 1767. Naturalmente no todos alcanzaron idéntico nivel de esplendor en plan arquitectónico y ornato; muchos no pasaron de la primera fase precaria; pero recordemos que ya los templos de las 13 Misiones del Guayrá, arrasados totalmente por los mamelucos entre 1632 y1636, fueron calificados por Céspedes Xeria de "lindas iglesias, que mejores no las he visto en los países que he recorrido, del Perú a Chile". Si se tiene en cuenta que esas iglesias fueron levantadas en 1609 a 1628, es decir, en un plazo de veinte años escasos, que fueron además los años iniciales de la adoctrinación – es decir, que los colaboradores fueron elementos de reciente conversión y reducción al trabajo – la maravilla salta a la vista.

Nada tiene de extraño, dadas las circunstancias señaladas, que en ciertas doctrinas y en determinados momentos la labor de unos talleres superase, en cuantía o en calidad, a la de otros. Recorriendo las Anuas y las crónicas de visitantes, hallamos que en estatuaria descollaron, en épocas simultáneas o distintas, Santa María La Mayor, Santa Rosa, San Juan, San Nicolás; en pintura, San Miguel e Itapúa; en imprenta y grabado, Santa María La Mayor, Loreto y San Javier; en campanas, Apóstoles; como en música se destacó ltapúa, y a lo largo de más de un siglo, la Misión de Yapeyú. En Trinidad, se llegó a fabricar órganos y espinetas.

 

XI.– TRASIEGO DE MAESTROS Y ARTESANOS

 

Buscando desde el comienzo la mayor eficiencia y el ahorro de tiempo y energías, allí donde todo era a base de esfuerzo personal, los padres en ciertas ocasiones organizaron talleres de reducciones recién fundadas o reconstruidas incorporándoles obreros adiestrados y experimentados en el trabajo en Misiones más antiguas, que en más de un caso fueron Misiones matrices. Y tampoco fue raro, ni mucho menos, el caso en que obreros pasaron de una Misión a otra para ayudar cuando la importancia o cuantía del trabajo así lo requería.

La escasez de maestros en las bellas artes hizo también que los pocos jesuitas realmente hábiles en tal o cual disciplina – arquitectura, pintura, escultura – hubiesen de estar constantemente trasladándose de una Misión a otra, enseñando o dirigiendo trabajos en cada una de ellas; constituyendo en suma lo que pudiera llamarse "cátedra ambulante". Así sucedió con Verger, maestro en Itapúa varios años y que luego pasó a otras Misiones; con Primoli, que atendió a las obras de San Miguel y Trinidad; Brassanelli, que trabajó en Loreto, Itapúa, San Borja, Santa Ana, San Javier, San Ignacio Miní; Grimau, que enseñó sucesivamente en San Luis, en Candelaria, en Santa María; y otros a quienes encontramos con ciertos intervalos, en distintas Reducciones.

No se descarta del todo la posibilidad de que en las Misiones actuasen, siquiera en número limitado, maestros y oficiales criollos o europeos. Hay vagos indicios de la actuación de estos elementos laicos en la labor misionera, que un estudio más detenido de estos aspectos, con acceso a fuentes aún no conocidas, podrá seguramente cristalizar en datos. Quizá a esos auxiliares se refiere Cardiel cuando habla en su Relación de "los españoles que residían en el recinto de las Misiones". Los archivos de Buenos Aires conservan testimonios de que en alguna época – hacia el final de las Misiones – nuestros tallistas laicos se trasladaron a éstas para trabajar en ellas. Es posible también – no hay hasta ahora indicios bastantes para precisarlo – que en los talleres misioneros se formasen en alguna época o momento artesanos enviados desde las Misiones y Parroquias de la colonia, para adquirir en ellos los necesarios conocimientos. Uno de esos indicios parece darlo el hecho de que en la factura del altar mayor de Capiatá interviniesen dos artesanos, uno de ellos el P. Adorno al que se da como "discípulo de los jesuitas". Pero Pablo Alborno (13)de quien tomamos este dato no indica la fuente.

El paso de artesanos de una Misión a otra y la trashumancia de los magisterios serían dos de las razones concurrentes al hecho de que en Misiones o iglesias coloniales distintas se hallasen trabajos de idéntica factura o diseño y en la misma Misión o iglesia obras de estilos flagrantemente distintos (14). Naturalmente, hay que tener en cuenta los factores modelarios ya mencionados y de los que enseguida se hablará más extensamente, y también el varias veces aludido trasiego de obras, posterior a la expulsión jesuítica.

 

XII.– MODELOS

 

En su trabajo los artistas misioneros carecieron ostensiblemente de modelos directos. No sólo en lo que respecta al modelo vivo (las razones son obvias) sino también en lo que se refiere a las obras previas para trabajo de copia (nos referimos a modelos magistrales). Es verdad que obras de cierto mérito, de procedencia europea (española e italiana e inclusive francesa o flamenca) llegaron a Misiones como ya se dijo y de ello encontramos testimonio en documentos varios (aunque no es probable se diera aquí el caso del magnate, oidor de la Plata, que en 1747 mandó a las Misiones de Chiquitos como obsequio "grandes bultos conteniendo imágenes de los mejores maestros para modelos de aquellos talleres"). Pero las obras de maestros, si aquí llegaron, fueron con toda seguridad en número reducido y no se trata, en general, tampoco de obras de primera fila, a pesar de los elogios que aquí y allá encontramos dirigidos a algunas de ellas (por cierto que nunca se identifica al autor). Por ejemplo, "los cuadros de buena mano de religiosos de la Orden, que existían en la Misión de San Ignacio, y a los cuales alude Azara, o a los existentes en Loreto y Santa Rosa.

Estos retratos fueron muy probablemente de procedencia europea, ya que sólo allá podían tener su modelo (exceptuando claro está, los casos en los cuales pudieron ser copiados de retratos grabados). Es posible que fuesen así los de buena mano, a que se refiere Azara. El gusto de éste no sintonizaba sino los ritmos académicos, y por tanto no le habrían conformado pinturas de producción local (de sobra lo dan a entender sus juicios respecto a la ornamentación de las iglesias misioneras y sus imágenes, a las cuales califica de mamarrachos). Es pues casi seguro, repetimos, que ellos fuesen de mano europea; no lo es tanto que fueran de maestros, ya que no son ciertamente muchos los retratos de Generales de la Orden realizados por grandes pintores; y estos cuadros, es obvio, nunca habrían sido enviados a Doctrinas. Pueden haber sido, en todo caso, copias de esos retratos originales, realizados en Europa por pintores más o menos hábiles en el oficio. También podría tratarse de copias realizadas en las mismas Misiones, sobre grabados, por un pintor jesuita hábil (Brassanelli, Grimau). El campo queda abierto a las hipótesis.

Un dato que corrobora lo precedente, se halla en Sepp, quien al aludir a los objetos por él traídos y obsequiados, dice:

"Aquí puedes ofrecer honrosamente a un Padre Rector o un Provincial un cuadro que por su mala calidad lo llamaríamos un mamarracho: no lo apreciará menos que alguno en Europa, a quien obsequian la más hermosa obra de arte. Esto se puede explicar tan sólo en razón de que aquí hay máxima escasez de todas estas cosas...". Y agrega más adelante: "Un chapucero como Bauttas, Tu Merlen o Cols, seria considerado aquí como un Gallison, un Wurx u otro maestro de este calibre" (15).

Obras de los maestros españoles del Barroco (Murillo, Ribera, Zurbarán) no es imposible, pero sí dudoso, que pudieran permitírselas los recursos locales, salvo en algún caso aislado. Las obras importadas pertenecieron en su mayoría – y éste es un hecho común a la colonia en general y no privativo del área, aunque en ésta adquirió acento absoluto – a talleres secundarios (ello es en especial comprobable quizá en lo que afecta a la escultura). Talleres castellanos y andaluces (sobre todo estos últimos) y también italianos, que se encargaron de continuar la obra de los grandes imagineros por el cauce del manierismo. Es posible también que se haya importado en alguna ocasión obras – tanto de pintura como de escultura – del Altiplano y del Brasil. Algunas piezas supervivientes apuntan en esta dirección desde el punto de vista del modelo.

El escaso volumen de obras importadas para modelo no podía razonablemente surtir las demandas de los talleres locales. Hubo que recurrir a estampas, como se hizo en otras áreas coloniales; sólo que en mucho mayor proporción. Se realizaron cuadros sobre grabados; esculturas sobre pinturas y estampas. Esto explica, como se indicó, algunas de las características del arte misionero. También debieron de realizarse en cierta escala y a cierto nivel, copias de copias, es decir, copias de obras ya realizadas localmente, o copias secundarias. Y no descartamos, en lo que a escultura se refiere, los casos en que se importaron cabezas y manos de talleres europeos, acoplándolas a cuerpos de hechura local (no nos referimos acá a las "imágenes de armar" de las cuales llegaron a su hora también muchos ejemplares, que tal vez fueran reproducidas después) sino a imágenes de bulto en las cuales la realización magistral – en términos de taller – de cabeza y manos, no se corresponde en nivel artístico con la del cuerpo – movimiento, paños, etc.

Finalmente se importaron también, sobre todo de Italia, como en otros lugares se hizo, pequeñas imágenes, modelos de tamaño reducido, para ampliarlas; o simplemente, "bozetto" de barro cocido de los que vulgarizaron en América la obra de los grandes escultores – italianos, principalmente – y que llegaron en bastante número a América desde fines del XVII. El Aleijadinho – y también Goríbar, el famoso pintor quiteño – entre otros muchos, tuvieron seguramente conocimiento de ellos. No se descarta la posibilidad de que se hayan utilizado modelos de cera, como los creados y empleados por Leonardo y otros.

En la Misión de Apóstoles se encontró un molde de barro cocido para reproducir cabezas de ángel. Busaniche supone que las figuras así obtenidas pudieron haber sido empleadas para decorar frisos; pero no tenemos noticia de que en ninguna iglesia se haya utilizado la escultura en terracota como adorno, y sí solo en pisos (losetas con relieves; lógicamente, de escasa saliencia éstos). Esos ángeles, modelados por un maestro, pudieron haber surtido a los talleres de modelos para un trabajo en serie (casos de un motivo repetido en frisos, arcos; o simplemente en adornos para muebles, tales como brazos de sillones, coronamiento de respaldos, de nichos, armarios, etc.).

 

XIII.– MATERIALES ARTÍSTICOS

 

Para la realización de sus tallas e imágenes en madera, dispusieron los talleres en abundancia de materiales nobles, en las variadas y hermosas maderas del país. Se empleaban el tayí (tajivo) el urundey, el quebracho; pero para las pinturas o para las imágenes o tallas que debían llevar dorado o plateado, se usaba el cedro.

La imaginería jesuítica practicó los procedimientos de la encarnación, el estofado y el concomitante dorado o plateado, indispensables para la debida terminación de las imágenes y tallas. Los materiales – oro y plata – tuvieron que ser importados. (Lo de oro extraído de minas locales, no pasa de ser un mito de tantos como se han bordado alrededor de la empresa misionera). Supieron también estucar los encajes para dar el efecto de encajes tallados, que se observa en algunas imágenes. Conocieron, como se deduce de testimonios, el estofado sobre plata; algunos de los trabajos así realizados nos ha llegado.

No tuvieron tanta suerte con los materiales al utilizar la piedra. Los materiales de que dispusieron en esta rama fueron poco variados y escasamente nobles. Existen desde luego en el país materiales mucho más adecuados, pero los talleres misioneros no tuvieron acceso a ellos, por alejados o quizá simplemente por desconocerlos, o no haberlos podido experimentar. Principalmente empleado fue el asperón amarillo, rosado, rojo – piedra de fácil talla, pero también de escasa resistencia al tiempo y la intemperie; el granito, y una roca semejante al basalto: "seguramente la que Holmberg llama melafira". Hay noticia de que en alguna misión se empleó la esteatita o "piedra jabón" y en pequeña medida fue utilizado el mármol: en Santa María de Fe pueden aún apreciarse unas estelas talladas: con motivos florales una, la otra con el anagrama de la Virgen, en mármol verde veteado; y hay constancia de que conocieron y trabajaron algunas otras variedades de este material. Pero no llegaron a la etapa de la utilización del mármol en las construcciones mismas, y no sabemos de qué templo o capilla formaron parte las mencionadas estelas.

No hay constancia de la existencia en esta área de trabajos en estuco, que fueron corrientes en el Altiplano. Fuera de Misiones, los altares de material no fueron raros; pero parece pertenecieron a una época más avanzada, cronológicamente quizá desde fines del XVIII en adelante (16). Hay noticia de varios realizados a mediados del XIX (San Roque, en la capital; San Lorenzo, Sma. Trinidad, obra del italiano Ravizza, en 1856 etc.). Esos altares en los casos en que se ha podido comprobar (Caapucú, San Roque) fueron de argamasa sobre una previa armadura de ladrillo (17).

En cuanto a la metalistería se refiere, y con excepción del hierro, del cual parece llegaron los jesuitas a explotar yacimientos, todos los metales necesarios – cobre, estaño, plomo, oro, plata – hubieron de ser importados; aunque hay indicios de que en alguna época se intentó beneficiar el cobre, la empresa no adelantó.

Importadas fueron las herramientas; por lo menos las necesarias para los trabajos más delicados. Las que se fabricaban en Misiones con hierro local o traído del exterior no resultaban del todo adecuadas, según testimonio de Jarque: lo cual no es de extrañar, ya que la artesanía metalúrgica en Misiones no pudo rebasar cierto nivel técnico.

En los mismos talleres se preparaban las pinturas (temple, óleo). Es sabido que en aquellos tiempos no se conseguían los colores ya preparados y listos para su uso, como hoy día; los artistas obtenían sólo los materiales para componerlos, y los preparaban ellos mismos en sus respectivos talleres, haciendo a veces de la preparación de un color determinado un éxito personal y un secreto individual o de taller, que se guardaba celosamente.

Los jesuitas carecieron, dada la época, de la versación técnica necesaria para obtener pinturas adecuadas a las nuevas condiciones climáticas. Ya observa Jarque que "pocos son los colores que acá llegan sin alterar, por lo que son muertas las pinturas, y luego pierden su viveza". Parece sin embargo que los jesuitas trataron de poner remedio a esos inconvenientes; y hasta, según datos, recurrieron para ciertas pinturas de techos, etc. a los conocimientos que los indígenas tenían de algunos tintes vegetales a través de su práctica en el teñido de tejidos.

Algunos escritores locales – o extranjeros que han seguido a éstos ingenuamente – han supuesto que esos tintes vegetales fueron utilizados en los cuadros. Pero es positivo que esos tintes en ningún caso pudieron ser ingrediente eficaz en pintura al óleo, ya que aparte de ser transparentes y carecer de cuerpo, su deterioro ante los agentes externos es inevitablemente rápido.

En cambio es probable que algunos de esos colores vegetales y algunos otros de procedencia igualmente local pero de origen mineral, como caolines y ocres, se empleasen en pinturas al temple; así fueron pintados por ejemplo los techos y hornacinas de San Ignacio y de San Cosme y San Damián (en San Ignacio los motivos no fueron solamente florales; había otros, como ángeles músicos o recogiendo flores; el decorado del techo cubría 1600 tablillas, hoy desaparecidas totalmente). De lo que esas pinturas fueron, pueden dar una idea las que aún se conservan en las iglesias parroquiales de Yaguarón y Capiatá, realizadas en la misma técnica (18). Se ha dicho inclusive cuáles fueron las materias colorantes vegetales empleadas: yrybú retymá (negro), yerba mate (verde) urucú (rojo); (sería no obstante conveniente un análisis que rubricase científicamente esta afirmación). En el techo de San Cosme se emplearon seguramente ocres de procedencia local.

En el Museo Nacional de Bellas Artes de Asunción existe un cuadro pintado por el artista paraguayo Saturio Ríos en 1865 "con tintes del país" según constaba en una tarjeta caligrafiada que acompañó a dicho cuadro durante mucho tiempo, y hoy perdida. El retrato se conserva en buen estado a la distancia de un siglo. Hay que advertir que los colores están protegidos por un barniz, seguramente también de tradición local, ya que nos consta que los jesuitas usaban ese barniz resinoso para proteger las pinturas al temple. Ello demuestra no solo la practicidad de esos materiales, sino también la existencia de una tradición local creada seguramente por ese ejercicio en los talleres misioneros, y transmitida a las áreas contiguas.

En la pintura sobre tela se empleó casi siempre lienzo de algodón – los indios mostrábanse reacios, como ya se ha expresado, al laboreo del lino, y los lienzos de este material tenían que ser importados –. El lienzo de algodón se presta mucho menos para la pintura, y esto ha repercutido muchísimo en la conservación deficiente y desaparición temprana de las pinturas misioneras. A menudo también sin embargo se pintó sobre madera, continuando la tradición del soporte en tabla. Estas son, en las pinturas misioneras, de espesor variable según las dimensiones del cuadro: medio centímetro a centímetro y medio. Se empleaban tablas de cedro, recubiertas como los lienzos, de una capa de tiza diluida en cola. Esta imprimación de cuño tradicional puede observarse en las pocas pinturas existentes aún. Como se deduce de lo más arriba dicho, se pintaba también al fresco (una muestra la tenemos en el mural de la capilla de Loreto, en Santa Rosa; mural por otra parte desfigurado primero totalmente por los retoques y hoy deteriorado por completo).

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Al lado de la pintura y escultora propiamente dichas, reintegradas en Misiones al nivel artesanal del Medioevo, florecieron las demás artesanías, de diversas categorías creativas: orfebrería, mueblería, instrumentos musicales, metalistería, tejidos y bordados, cerámica, trabajos en cuero, trabajos en asta o guampa; para sólo mencionar las artesanías alzadas, por sus rasgos creativos, por encima del nivel puramente utilitario.

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XIV.– ORFEBRERÍA

 

En talleres de Misiones se labraron o cincelaron la inmensa mayoría de los vasos preciosos y alhajas del culto. En algunos casos se importaron vasos de gran valor, destinados a ocasiones religiosas principales – Corpus Christi, Semana Santa, etc.– o a prestigiar el tesoro litúrgico de una Misión. Es posible que alguna de ellas poseyera alhajas importadas, donadas por devotos. Pero la mayor parte de los vasos sagrados y alhajas fueron trabajados en las propias Doctrinas.

Es más que seguro que no existieron nunca la copiosa vajilla del culto ni las alhajas de oro de que habla Azara: al menos en la profusión oriental que los relatos sugieren. Quizás Azara olvidó que no es oro todo lo que reluce. Sin embargo en el inventario de los ornamentos de Misiones que reproduce Aguirre (19 hallamos unos seis cálices de oro distribuidos en los 31 pueblos de Misiones (y podemos suponer sin malicia que ese número fue originalmente mayor), 106 cálices con patena de plata labrada y sobredorada; para no citar los facistoles, frontales, candeleros, jarras y bandejas de plata labrada, dorada o no. Este inventario se hizo años después de la expulsión, cuando ya ese patrimonio había sin duda sufrido merma.

Conocidos son los factores que contribuyeron al empobrecimiento de los templos, en medida diversa, pero en todos los casos desgraciadamente eficaz: el abandono de la vigilancia y atención constante de los templos a la salida de los Padres; el saqueo durante las guerras; la recogida de las alhajas de las iglesias por Francia (a pesar de eso algunos de los templos siguieron siendo ricos) la segunda recogida bajo los López; el nuevo saqueo durante la Guerra Grande; y el subsiguiente, lento, pero efectivo, despojo a lo largo de los años, desde entonces y hasta hoy, cuando la depredación de las reliquias misioneras, realizada por los propios nativos, adquiere caracteres escandalosos.

Es indudable que el volumen de la orfebrería misionera fue impresionante; y los especímenes de ella que se conservan en Museos extranjeros – en el país son muy pocas las piezas identificables – permiten afirmar que los artesanos indígenas llegaron a ser habilísimos en estos menesteres. Pero repitámoslo: podemos estar seguros de que nunca existieron los candelabros de "oro macizo", altos "como columnas" que denunciaron algunos, sobrados de imaginación cuando menos (es posible se haya confundido esos candelabros con los de plata, algunos altos de vara y media y algunos quizá sobredorados, que adornaban las mesas de altar).

Lo más probable es que se tratara de los gigantescos portacirios de madera tallada, estofada y dorada, altos, si, algunos de ellos, como columnas de retablo (dos metros) que existieron en varias iglesias; de los cuales aún puede verse, en Museos o colecciones particulares, algún raro ejemplar; ya desnudo de sus áureos esplendores por el tiempo y el mal trato.

La plata y el oro para los talleres orfebres venían, como en el caso de la escultura, del Perú y de Potosí. Eran de los pocos materiales que las Misiones, autosuficientes en tantos aspectos, se veían en el trance de importar.

 

XV.– TEJIDO Y BORDADO

 

No es de desdeñar el nivel alcanzado en las Misiones por la artesanía del tejido; por lo menos, en lo que a la cantidad se refiere; así como en el bordado y encajería; actividades todas de las cuales quedan testimonios en diversos autores.

Técnica tan necesaria en la vida cotidiana como lo es el tejido, no podía menos que recibir atención especial de los Padres al organizar los talleres. Por otro lado el indígena poseía ya cierta pericia en esta artesanía: el tejido figuraba entre las técnicas de preconquista, y ello facilitó seguramente la rápida adaptación del obrero a esta labor. Al principio se trató sólo de conseguir los tejidos necesarios para el consumo de la población de las Reducciones: tarea no pequeña desde luego, ya que una de las principales preocupaciones de los Padres fue vestir a los indígenas reducidos, considerando el vestido inseparable del remodelado moral.

En 1626 hallamos en Itapúa en plena actividad al Padre Andrés de la Rúa, natural de Jadraque (fallecido en Yapeyú en 1657) que implantó telares que aprovechasen "el algodón cosechado en la Reducción, con que fue cubriendo la desnudez de los indios". A partir de la fecha fue ésta una de las artesanías más activas.

Los materiales se obtenían localmente: el algodón era producto de las cosechas (de antiguo el algodón paraguayo se ha distinguido por lo excelente de su fibra) y la lana procedía de las ovejas localmente criadas. Las disposiciones tomadas por los Padres para organizar el trabajo de hilado (a cargo de las mujeres) para surtir los telares, son demasiado conocidas para que hayamos de recordarlas aquí. Hay noticia de que en las Misiones se llegaron a fabricar tejidos de lana y algodón de diversos tipos y clases: lienzos, bayetas, paños, etc., sencillos, gruesos, de hilo torcido, en variedad de colores; de modo a cubrir no solamente las necesidades de la población con las exigencias de la vestimenta femenina y sobre todo la masculina – camisas, calzones, jubones o chalecos, ponchos de lana y algodón, etc.– sino inclusive el servicio de los altares (manteles) sin contar los ornamentos – albas, estolas, sobrepellices, etc.–; pero siempre existió una lista de telas ricas (damasco, terciopelos, tisúes para dalmáticas, casullas, capas, cortinados) que hubo que importar. Aunque en las Misiones no se llegó a realizar tejidos de lujo, los bordadores, y en especial los tejedores especializados, se adiestraban lo suficiente para poder reparar o reconstituir esos tejidos, cuando las piezas sufrían deterioro. Consta por otra parte que del tejido de algodón "se mandaba algo a Buenos Aires, para comprar lo que era necesario para el pueblo y para el ornato de la iglesia". Es decir, que existía un excedente de producción. Este extremo se halla confirmado por los inventarios al tiempo de la expulsión de los jesuitas. En ellos consta que en esa fecha existían en los almacenes de algunas Misiones cantidades de tejido que podemos considerar importantes; tal vez destinadas para la venta a las provincias de abajo; tal vez simplemente como reserva para emergencias. En los depósitos de la Misión de Loreto se hallaron "1.000 varas de lienzo y 1.000 de paño de lana"; en los de Concepción, 10.946 varas de lienzo ordinario y 392 varas del fino; en Mártires, 1.000 varas de tejido y 1.300 varas listadillo.

Los colores eran vegetales. (No tenemos datos acerca de si los jesuitas introdujeron modificaciones o mejoras en estas técnicas). Los indígenas conocían desde tiempos prehispánicos el uso de los mordientes, también naturales, consiguiendo tintes durables y vistosos.

En cada Misión había un taller donde era confeccionado y reparada la ropa del culto (mantelería de altar, roquetes, albas, estolas, casullas, capas, sobrepellices, etc.). Estos talleres estaban principalmente a cargo de mujeres, aunque el tejido era artesanía preferentemente masculina. Estas mujeres realizaban bordados y encajes necesarios para el adorno de esas prendas. Había también bordadores varones. Se bordaba en seda y en hilo de plata y oro. Sin embargo, es positivo que, de cuando en cuando al menos, se hacían venir prendas de esta clase del exterior. Un testigo habla de la habilidad con que las mujeres misioneras "tejían el punto de Flandes". Es muy posible que en esos talleres tuviese foco de aculturación importante el encaje de Tenerife, aclimatado bajo el nombre de ñandutí y elevado al rango de artesanía representativa merced al especial carácter que le imprimió el espíritu indígena. La delicadeza del encaje lo hace especialmente adaptable al ornato de manteles de altar y de otras prendas del culto. En Misiones seguramente tuvieron su arranque muchos motivos utilizados en otros estilos de encaje, también muy arraigados (malta, horquilla) en que hasta hoy es visible la huella renacentista.

Años después de la expulsión, un inventario de la ropa de culto y objetos afines, hecho en los trece pueblos de la gobernación paraguaya, daba como resultado un número considerable de casullas y capas de coro. (57 y 18 respectivamente en San Ignacio Guazú – a más de 6 dalmáticas – 55 y 21 en Santa Rosa; 52 y 22 en San Cosme; 59 casullas en Concepción; 56 en Santa Ana; 61 en San Carlos; 45 en Jesús; 54 en Trinidad; 46 en San Miguel; 50 en San Juan). De este enorme volumen de ornamentos sólo se conservaban un siglo después 2 o 3 casullas en museos o templos bonaerenses. Pero aún si hemos de juzgar por esos poquísimos ejemplares sobrevivientes, es preciso aceptar que la artesanía del bordado en oro y plata alcanzó en Misiones brillo extraordinario, rindiendo piezas de gran belleza.

 

XVI.– LA ARTESANÍA DEL MUEBLE

 

Como derivación lógica del arte del retablo debe considerarse, en su técnica como en su funcionalidad inmediata, la mueblería desarrollada en Misiones. Esta en efecto fue de carácter y destino casi exclusivamente vinculado a lo religioso, ya que los hogares indígenas nunca dispusieron sino de las comodidades más elementales (hamacas, taburetes, algún baúl o caja) (20).

En general, las sillas de labrados respaldos, los ricos sillones de brazos cuyos espaldares eran a manera de pequeños frontis de retablo; de brazos y patas caprichosamente tallados; los roperos semejantes a grandes sagrarios; los marcos de rico y pesado diseño, fueron privilegio exclusivo de los recintos sagrados (sillas de confesonario, sillones de presbiterio o de coro, escaños, roperos y cajonería de sacristía, marcos para cuadros religiosos). De este lujo, sólo disfrutaron en escasa medida los Colegios y Casas de los Padres. Para encontrar el mueble profano en cierto nivel de esplendor hemos de trasladarnos a la Colonia, donde las condiciones socio económicas y culturales eran muy diferentes.

En esta mueblería, en la cual no tenemos noticia de que figurasen muebles importados (salvo quizá en pequeño número, para modelos), hay motivo para suponer, en base a los ejemplares existentes, que se dieron todos los grados de inspiración y ejecución; desde los de diseño más rico hasta los relativamente sencillos; y desde los de realización más cuidadosa a los de ejecución ingenua. Entran a tallar en esta gradación, no sólo la importancia del destino asignado a la pieza, sino también la versación del artesano, el lugar de realización, y la fecha de ésta.

El volumen superviviente no es muy nutrido, y la mayor parte de él se halla en Museos del exterior. Muy poco es lo que puede localmente verse. En conjunto, de estos muebles puede afirmarse, en palabras de Tudela (citado por Furlong) que son "muebles españoles" aunque el medio introduce en ritmo y carácter su acento inconfundible, y eventualmente y siguiendo la afluencia aluvial de los modelos, hayan podido darse formas de reflejo portugués o francés. Desde luego la variedad de formas parece haber sido bastante menor en esta mueblería que en la colonial, debido a la menor complejidad o variedad de los usos y el infinitamente menor número de usuarios; los muebles de uso más profano: mesas de arrimo, consolas, escritorios, bargueños, parecen no haber existido; o si existieron, debió ser en número mínimo.

El indígena aportó a este trabajo su conocimiento de las buenas maderas de la tierra, que el maestro europeo comprobó y ratificó. Las piezas existentes permiten afirmar que a esta mueblería de destino sagrado en general se dedicaba especial atención, como a otra pieza cualquiera del ornato de las iglesias; y el obrero puso en ellas, como en el resto de sus actividades, toda su habilidad

 

XVII.– TRABAJOS EN GUAMPA Y CUERO: MARROQUINERÍA

 

Había en las Misiones – no sabemos si en todas o sólo en algunas – talleres de objetos de cuero o guampa. Esta es una artesanía de origen netamente europeo, y de las más antiguas por cierto; la palabra cerámica es curiosa ejecutoria (21) de esa antigüedad remota, al documentar el empleo primitivo de ciertas astas como vasijas, sin contar el empleo de ellas como instrumentos musicales o de señales (cuernos de pastor, cuernos de caza, etc.). Su total transculturación es un hecho obvio.

La lista de Objetos propios de esta artesanía era limitado y ceñido al estrato o nivel más utilitario: peines, vasos – tanto más útiles cuanto livianos e irrompibles – recipientes para yerba; etc. Ello no obstó seguramente a que en ellos y en medida diversa reflejara el artesano su fantasía; desgraciadamente no se conserva ejemplar alguno de esos trabajos.

La procedencia y naturaleza del material utilizado – cuernos vacunos – llevó consigo la selección de los motivos decorativos; motivos todos relacionados con el buey y la vida rural; eventualmente con el caballo, bestia de viaje, asociada lógicamente con la vasija que el jinete prendía a su cinturón. Así parecen atestiguarlo las piezas actuales, descendientes colaterales de las misioneras (que tuvieron por lo demás su réplica en la colonia). Manifestaciones últimas de esa artesanía misionera son en efecto, y según toda probabilidad, las folklóricas guampas correntinas, cuyo último refugio artesanal parecen ser las cárceles paraguayas.

El desarrollo de la ganadería alimentó sin dificultades esta artesanía, cuya decorativa hasta hoy discurre dentro del marco de los motivos sugeridos por la vida de estancia, el caballo, el buey, la carreta, el gaucho, la doma.

Otra de las artesanías que alcanzaron vuelo fácil en los talleres misioneros mediante la abundancia de materia prima, fue la del cuero. Aparte de constituir el material de las artesanías del calzado y de la talabartería, cultivadas en cada Misión para satisfacer necesidades de los propios habitantes (más en el caso de la talabartería, pues el indio era refractario a calzarse, y el calzado parece haber sido objeto de exportación), el cuero se utilizó también al nivel de la finalidad artística, para el complemento y acabado de muebles como sillas y sillones, escaños, taburetes y cofres.

Esta artesanía se desenvolvió paralelamente en la colonia, favorecida por las mismas circunstancias, y alcanzó cuantitativamente mucha mayor importancia. De ello dan fe documentos del archivo, la tradición de esta artesanía seguía siendo floreciente a mediados del siglo pasado. La guerra del 65 – 70 y posteriores influencias culturales la marginaron.

Esta artesanía siguió la técnica y motivos de los talleres españoles de ascendencia morisca, a cuyos motivos tradicionales se sumaron los de cuño renacentista. En los muebles supervivientes – pocos o ningunos dentro del país – vemos desarrollados tanto motivos renacentistas puros como motivos netamente andaluces. La tradición continuó mucho después de expulsados los jesuitas y desintegrados los talleres. El tiempo y la desidia han arrasado con los que fueron sin duda a su tiempo numerosos ejemplares de esta noble artesanía. Si alguno se conserva, es, como sucede con otros productos de la habilidad e inteligencia del artesano misionero, en Museos del exterior.

 

XVIII – METALURGIA Y CERÁMICA

 

Aparte del hierro, que alimentó las artesanías de fragua, especialmente la campesina, se trabajaron en las Misiones otros metales, como el cobre, ya en si mismo, ya en aleación (bronce de las campanas). Alguien ha dicho que se benefició yacimientos locales. Sabemos que el P. Sepp intentó beneficiar el hierro, y también el cobre, pero no hay noticias de que se llegase a gran resultado práctico. Ambos metales se siguieron importando en cierta escala. El P. Sepp se refiere categóricamente a la escasez del hierro (22). Con más razón escaseó el cobre; pues si de hierro llegaron a explotarse yacimientos a mediados del siglo XIX, (23) de cobre no se conoce hasta ahora en el país mina beneficiable. En todo caso en las Doctrinas se fundieron las campanas necesarias (en alguna Misión hubo hasta 20 de distintos tamaños; y algunas de bastante peso).

En el aprendizaje de la alfarería se contó con la propia experiencia del indígena en esta artesanía, Los guaraníes habían sido excelentes alfareros – este ejercicio corría a cargo de las mujeres –. Como puede apreciarse en las piezas conservadas en Museos (entre ellos el Etnográfico de Asunción), habían alcanzado una gran pericia en la manipulación del barro, obteniendo formas geométricas de gran tamaño, línea desenvuelta y airoso ritmo, tanto más dignos de admiración, cuanto que estas obreras jamás conocieron el torno; y trabajaban las piezas por el procedimiento del colombín o rosca, sobre una esterilla. La habilidad adquirida en el trato con el barro antes de la llegada de los españoles se traspasó integra a esta nueva etapa artesanal. Nos resulta sin embargo imposible, por la falta de datos, establecer en qué medida en las Misiones la alfarería benefició de los elementos técnicos occidentales; torno, hornos, etc. Que el torno fue utilizado puede darse por seguro, ya que lo fue el torno de carpintero, y resulta lógico pensar que las dos artesanías beneficiasen del nivel técnico importado, en forma equivalente. Que se usaron hornos lo prueba igualmente la existencia hasta hoy, de uno de ellos, en el cual se cocieron cacharros, en Trinidad (24).

Se llegaron a fabricar piezas de molde (cabezas de ángel) lo cual supone el conocimiento de la técnica de moldeo; también se fabricaron por el mismo procedimiento baldosas con relieves para el piso de los templos.

En las ruinas misioneras se han hallado fragmentos de loza y esto ha llevado a algunos, como Busaniche (25), a suponer que en las Misiones se fabricó loza. Las listas misioneras de oficios no mencionan sino alfareros y por otro lado la fabricación de auténtica loza supone la existencia de instalaciones especiales que no habrían dejado de figurar en los inventarios hechos a la salida de los Padres. En Córdoba, aún en 1723 los Padres comían en platos de barro no glaseados (esmaltados). "Solo desde esa fecha y gracias a los buenos oficios del Hermano Klausner pudieron comer en platos de peltre". El Padre Sepp, en su "Relación de Viaje..." habla de unas vasijas muy curiosas, "que eran de puro barro y sin embargo estaban sólidamente cocidas; por dentro eran completamente lisas como esmaltadas: los indios llenan estas vasijas de agua; en la calurosa época del verano cuelgan la vasija al aire durante la noche..." Es posible que esa superficie que al P. Sepp le pareció "como esmaltada" estuviese simplemente engobada y pulida, como hasta hoy se engloban y pulen interiormente ciertas escudillas y jarritas, y, exteriormente cántaros y otros objetos.

Sin embargo varios hechos justifican la presunción de que en las Misiones se fabricó por lo menos cerámica vidriada. Aún a principio del siglo XIX, según testimonio de Mariano A. Molas (26), se trabajaban en Misiones "cacharros vidriados con un barniz obtenido con plomo batido en yema de huevo, con lo cual el tiesto tomaba una coloración jaspeada de verde y amarillo"; o sea algo muy semejante a ciertas cacharrerías populares españolas obtenidas con procedimientos parecidos. Si es así esos procedimientos, no pudieron ser sino restos de una tradición cerámica de talleres reduccionales: en la colonia no la hubo; y debieron pasar a ellos a través de maestros – jesuitas o no – levantinos o andaluces. Esta artesanía desapareció luego del todo, seguramente a consecuencia de la guerra del 70. Dicha fabricación no requiere instalaciones muy especiales, aunque sí un mayor esmero que la cochura corriente de tiesto desnudo. Que habían llegado los obreros misioneros a cierta habilidad en este trabajo, parecería probarlo el dato referente a la pila bautismal de San Javier, que, según testimonios, era "de barro vidriado en verde". Pero esta atribución queda en eso: mera hipótesis.

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Con los elementos materiales citados a lo largo de esta recensión; materiales no ciertamente numerosos tomados en conjunto, se desarrolla la labor, apoyada en la capacidad del indígena converso, cuyo resultado es lo que llamamos barroco hispano guaraní.

 

NOTAS

1) GUILLERMO FURLONG: en su Prólogo a Florian Paucke, S.J. y sus Cartas al Visitador Contucci. (1762-1764) Casa Pardo, Buenos Aires, 1972.

2) P. ANTONIO SEPP: Relación de un viaje a las Misiones Jesuíticas. Ed. Universitaria de Buenos Aires, Colección América, Tomo I, 1971.

3) MAGNUS MORNER: Actividades políticas y económicas de los jesuitas en el Río de Plata. Buenos Aires 1968, pág. 144.

4) P. JOSE CARDIEL: Relación de las Misiones, 1747.

5) P. A. SEPP. V. s. pág. 215.

6) P. A. SEPP. V. s. id.

7) P. A. SEPP. V. s. pág. 205.

8) ARNOLD HAUSER: The Social History of Art. Vintage Books, New York, 1958.

9) A no ser que se tratase de la condición de Hidalgos reconocida a los caciques, cuyos hijos eran preferidos para las artesanías mayores.

10) Hay noticias de casos en que los tejedores fueron mujeres; así lo dice Sepp (obra citada).

11) SEPP, V.s.

12) Archivo Nacional de Asunción. Documentos inéditos, volumen.

13) PABLO ALBORNO, Arte jesuítico de has Misiones Guaraníes – Biblioteca de la Sociedad Científica del Paraguay. Nº 9 Editorial Guaraní, Asunción, 1944.

14) A juzgar por las piezas jesuíticas conservadas en las Misiones de la orilla derecha del Paraná; ya que la ornamentación de las de la orilla izquierda es y seguirá siendo un misterio.

15) Anotamos, no sin escrúpulo, estos nombres, de cuya exacta ortografía no puede responderse, ya que se trata de pintores desconocidos. El nombre BAUTTAS recuerda vagamente a BOUTTATS, el ilustrador de DE LA DIFERENCIA.

16) En las Misiones no se halla ningún altar de este género. Los que existen pertenecen al área franciscana.

17) La autora pudo comprobar este extremo perfectamente en la demolición del altar de Caacupú en 1959 para dar paso a un nuevo altar, éste en horrendos mármoles simulados.

18) Esta técnica es la misma empleada hasta épocas recientes en las pinturas de interiores de nichos.

19) Las descripciones que se hacen de los hogares indígenas (SEPP, principalmente) dan idea de lo elemental del confort en ellos.

20) AGUIRRE. Diario.

21) KERAMOS: en griego, cuerno; evidencia el origen de este nombre en el de las vasijas de guampa, características de una cultura pastoril.

22) P. ANTONIO SEPP. V.s.

23) Altos de Ybycui, de 1849 a 1869, con mineral de los yacimientos de Caapucú y San Miguel.

24) Estaba aún en pie en 1972.

25) HERNAN BUSANICHE: La Arquitectura en las Misiones. Ed. El Litoral, Santa Fe (R. A.) 1955.

26) MARIANO A. MOLAS: Deecripción Histórica de La Antigua Provincio del Paraguay. Ediciones Nizza. Buenos Aires. 1957.

 

 

APUNTES HISTORICO-DESCRIPTIVOS SOBRE ALGUNOS TEMPLOS PARAGUAYOS

(Area no Misionera)

 APENDICES

I. ALGUNOS MISIONEROS DE LABOR DESTACADA EN LAS MISIONES

II. LISTA BIBLIOGRAFICA DE MISIONES (IMPRENTA).

III. EL EJEMPLAR PARAGUAYO DEL LIBRO DE NIERENBERG

IV. LOS TEMPLOS MISIONEROS

V. CRONOLOGÍA DE LAS FUNDACIONES JESUITICAS

 

Los edificios de las iglesias paraguayas del área no misionera son, en general, de data posterior a los de Doctrinas; por lo menos, en la forma en que actualmente los conocemos o podíamos conocerlos en fecha relativamente reciente (de 1900 acá son muchos los templos refaccionados a fondo e inclusive reedificados de nueva planta). Sin embargo, y paradójicamente, muchos de ellos en su primer avatar fueron bastante más antiguos que los primeros templos misioneros. Ello se explica recordando que los jesuitas iniciaron su labor sólo en el año 1609, o sea a tres cuartos de siglo de la fundación de Asunción.

Aunque estas iglesias, por razones de su mayor proximidad a la capital (1) y la mejor ocasión de vigilancia que ofrece la continuidad del culto y del régimen administrativo, han estado más protegidas de los efectos del abandono, la incuria y la inevitable acción del tiempo, no es menos cierto también que su erección, como su conservación y acrecentamiento patrimoniales, se rigieron por normas distintas a las que presidieron a la construcción y mantenimiento de las iglesias misioneras, y estas diferencias no dejan de reflejarse en su trayectoria.

En las iglesias misioneras, el trabajo todo, si se exceptúa la dirección y planificación de las obras, estuvo a cargo de los indios, quienes no cobraban nada por su labor porque la iglesia era para ellos. Una vez levantada la iglesia, la conservación y mejora, en cuanto no atañese a la planta, seguía a cargo de los indios. Consta por otra parte (2) la entusiasta buena voluntad que en ello ponían los conversos, quitándose la comida de la boca, para que su iglesia tuviese lo mejor. Los mismos materiales preciosos necesarios para la ejecución de las obras, y no asequibles localmente, se adquirían en el extranjero, pero siempre con el producto del trabajo de los indígenas (3).

En las iglesias no misioneras el régimen fue distinto, como se ha dicho; y aunque sin duda intervino el aporte laborioso indígena, éste no podía revestir lógicamente las mismas proporciones que en Doctrinas; sobre todo en lo que se refiere al aspecto artístico. La planificación y dirección de las obras estuvo allí igualmente a cargo de constructores colonos o venidos de afuera; pero en el aspecto económico, el enfoque era distinto; y aunque sin duda el trabajo del indígena, encomendado o no (recuérdese que en esta área la encomienda comenzó tarde y acabó temprano) fue factor considerable, no pudo asumir las proporciones cuanti-cualitativas que en las Reducciones. En los gastos intervino en parte apreciable el aporte de las mismas Ordenes y de las personas pudientes y piadosas (4).

A diferencia pues de lo sucedido en Misiones, donde el objetivo único de los talleres de artesanía superior era la producción para los templos, en los pueblos de la colonia no se dispuso sino hasta muy tarde de las facilidades que suponen tales talleres organizados, y aún éstos, cuando alcanzaron a existir, no ofrecieron en su labor la unívoca dedicación de los talleres misioneros; talleres éstos de tiempo completo, por decirlo así, dirigidos y orientados exclusivamente a la creación de arte suntuario religioso en sus distintos aspectos – tallado y ensamblado de retablos, tallado de imágenes de bulto, pintura, orfebrería –. Los artesanos de la colonia fueron al principio mayoritariamente españoles y mestizos, aunque seguramente existieron desde el principio indígenas bien dotados para la artesanía, y su participación en estos trabajos fue creciendo en el correr del tiempo. En 1747, según testimonio de Fray Pedro José de Parras (5) existían en Itá e Itauguá talleres de artesanía, donde se "hacían lindos muebles y cajas con maderas embutidas y taracea de nácar y de concha". No se habla de imágenes ni de retablos. Tampoco dice Fray Parras si los artesanos eran indios, mestizos o criollos, pero podemos suponer una organización en la cual los tres elementos tuviesen cabida (6).

La pobreza económica de la colonia (7), la ausencia quizá concomitante de un número suficiente de artesanos calificados, por lo menos hasta entrado el siglo XVIII, fueron sin duda factores que se unieron para retrasar la aparición en el área de una artesanía suntuaria considerable; pero existieron además otros que contribuyeron a prolongar tal estado de cosas. Uno de ellos fue la zozobra en que vivieron los pueblos y ciudades más próximos al río, ante el peligro de las incursiones de las payaguás. Este temor hizo que durante dos siglos no fuese factible para muchos de esos pueblos mantener un patrimonio parroquial en debida forma, pues corrían riesgo de que en cualquier momento una incursión diese al traste con todo lo realizado.

Por otra parte, hay indicios que permiten asegurar que durante ese lapso la mayoría de las imágenes de las mismas iglesias no fueron de fabricación local, sino importadas. Eran imágenes procedentes de talleres españoles – principalmente andaluces – e italianos. Aunque la destrucción de que ha sido objeto dicho patrimonio por un lado, la pérdida de los archivos por otro, dificulta establecer en qué medida esa importación de imágenes y de retablos nutrió el acervo paraguayo, los pocos vestigios subsistentes permiten asegurar que el número de imágenes traídas del exterior fue, por lo menos hasta entrado el siglo XVIII, bastante crecido. Entre los promotores de esas adquisiciones estaban, en primer lugar, los miembros de las órdenes religiosas y las familias españolas o no, pudientes, entre las cuales no era muy grande el prestigio del trabajo misionero: estas imágenes eran consideradas mamarrachos (8). Luego, en los primeros años de la Independencia, el cierre de fronteras obligó a iglesias y a particulares a recurrir a los artesanos propios.

Tres, pues, son las causas del escaso desarrollo del arte suntuario y del despliegue menor en los edificios durante el período colonial en el área no misionera y durante los siglos XVI, XVII y parte del XVIII:

a) El temor a depredaciones por parte de las tribus no sometidas.

b) La diferente organización y consideración del trabajo artesanal, con su consecuencia: la ausencia de una artesanía lo bastante capacitada para trabajos de envergadura.

c) La mayor pobreza de los habitantes del área (esto no impidió que las familias consideradas de abolengo poseyesen sus capillas particulares, algunas de ellas relativamente suntuosas, a juzgar por algunas imágenes supervivientes).

Esta situación experimenta cambios sensibles a mediados del Siglo XVIII. La actuación enérgica del gobernador don Rafael de la Moneda, creando una cadena de fuertes a lo largo del río, que puso freno a la audacia de los payaguá; la salida de los jesuitas en 1767 y el consiguiente vuelco – en medida no bien evaluada aún – de los artesanos misioneros hacia la colonia, fueron circunstancias favorables a la expansión y enriquecimiento de las iglesias en esta zona paraguaya, a partir de la fecha mencionada (más o menos desde 1750) (9).

En efecto, al desaparecer el peligro payaguá, se desvaneció el temor de que cualquier obra iniciada con fervor y llevada a cabo con sacrificio, pudiese, de la noche a la mañana, ser reducida a la nada por un malón.

Por otra parte, la salida de los jesuitas, al liberar a los colonos de la competencia en el comercio de los frutos de la tierra (10) mejoró en cierta medida la situación económica de los mismos colonos; se abrió un horizonte más optimista al comercio del área y se pudo contemplar con más euforia el futuro. Es la época en la cual visitaron el Paraguay viajeros que introdujeron ideas y libros nuevos, o al menos la curiosidad por ellos. Es también la época de gobernadores como Alós o Lázaro de Ribera, cuyas iniciativas culturales han sido recogidas por la crónica.

La salida de los jesuitas trajo consigo la lamentable desintegración de los talleres misioneros y con ella la emigración de sus artesanos. Algunos de ellos se volcaron a Montevideo, Buenos Aires y Corrientes o se allegaron a la colonia: no tantos como se pensaría; los datos estadísticos demográficos de la época no permiten forjarse ilusiones al respecto (11). Es posible que este contingente de indios artesanos, aunque reducido, haya tenido participación no despreciable en la ejecución de la artesanía suntuaria de que nos ocupamos, a partir de 1767.

Por otra parte, la mejora más arriba mencionada en las condiciones económicas de la colonia, permitió llamar del exterior el personal necesario para la ejecución de ciertos trabajos. No se olvide que entre los indígenas misioneros hubo buenos artesanos, pero no constructores o arquitectos; tampoco, por razones obvias, planificadores del mobiliario litúrgico. Y no hay hasta ahora indicios de que los hubiese en la colonia.

Todo ello da como resultado que hacia 1755, o sea varios años después de eliminado el peligro payaguá, se inicie la obra del templo de Yaguarón, al parecer el primero de la serie de templos nuevos de la zona. Y que, luego, especialmente después de 1767, se multipliquen las construcciones: Capiatá, Piribebuy, Caapucú, Pirayú, Tobati, Valenzuela....

Yaguarón fue uno de los llamados "pueblos de indios" en la nomenclatura administrativa de la colonia. Su fundación data de 1538. Desde el comienzo, la catequización de sus pobladores estuvo encomendada a miembros de la orden franciscana, y tuvo su capilla que ascendió, como era usual, de rango y aspecto al correr del tiempo (12). El primer edificio parroquial de que se tenga memoria es de 1595 (13). Posiblemente fuese el mismo donde cuarenta años más tarde el rebelde obispo Cárdenas fue sitiado tres días por el gobernador Hinestrosa (14).

Como otros pueblos de la zona, Yaguarón sufrió la situación inestable creada por los ataques de los indios y, sólo al llegar el año 1750, puesto ya freno a la audacia payaguá por el gobernador De la Moneda, pudieron sus habitantes pensar en tener un templo a su agrado y a la medida de sus posibilidades. (Yaguarón fue siempre centro agrícola muy activo). Los yaguaronenses querían tener una iglesia con techo de bóveda y con cúpula. Pero cuando los cimientos estaban ya echados y los muros altos de una vara, "puso contradicción el Cura al Administrador, pidiendo que la iglesia se hiciese al uso general de la provincia; y el Gobernador lo resolvió, por ser obra inacabable y superior alas fuerzas del pueblo" (15). Las obras pues tomaron otro cariz y tuvieron otra conclusión.

En efecto, el "uso general de la provincia" se reducía a las paredes de encofrado.

Alguien ha afirmado – repitiendo desde luego versiones locales – que esta iglesia poseyó corredores hasta 1882 (fecha de una gran refacción). Sin embargo, no hay motivo para pensar que Yaguarón hubiese de ser una excepción entre todas las construcciones de ese tipo, alzadas no sólo en esta área sino inclusive en Misiones. Hay, por lo demás, indicios que tienden a probar que tales corredores existieron por lo menos desde 1795 (16).

La traza externa de Yaguarón, repetimos, no difiere de la de las iglesias no misioneras de la misma época, salvo, en las dimensiones; y es indudablemente modesta si nos atenernos a la sencillez de planta y alzada y a la desnudez de los materiales (17) (18). Pero en este templo, como en otros del área y como en los mismos misioneros anteriores a 1700, el ornato interno centró la preocupación de los feligreses: el prurito de lujo y decoro se concentró en la ornamentación e imágenes; en el mobiliario litúrgico, en fin.

Al plantear los yaguaronenses su templo, surgió, como es lógico, el problema de la realización de ese mobiliario. Aunque por esa época existiesen ya en la colonia artesanos de cierta destreza en la realización de muebles (19), no se contaba con los dibujantes y planificadores capaces de trazar el esquema, estilísticamente unitario, de una ornamentación concebida como conjunto. De difícil rastreo son los nombres de quienes forzosamente intervinieron en las decisiones pertinentes; pero no creemos arriesgarnos mucho diciendo que fueron personas que algo sabían de lo que por entonces se estaba haciendo en el Brasil y en el Plata, y que sabían que los planes de ornamentación de la nueva iglesia suponían un nivel de dirección y artesanía, superior al que por entonces podía proporcionar el trabajo local.

No tendría tampoco nada de particular que, en el criterio selectivo y por tanto en la contrata del artista ejecutor, haya tenido intervención directa y decisiva la palabra de los Superiores en Buenos Aires. Como quiera que ello fuere, la obra de Yaguarón fue encomendada a un artista europeo por entonces establecido en el Plata.

José de Sousa Cavadas nació en Matusiños, provincia de Oporto, Portugal. Fue hijo de Antonio Gonzálbez y de Francisca Sosa. Se trasladó a América hacia 1740. El motivo de su viaje se nos antoja claro. El "boom" aurífero de Minas seguía atrayendo la emigración del Reino: Sousa – o Sosa – no sería sino uno de los 20.000 portugueses que, de 1705 a 1750, abandonaron su país en busca de fortuna en el Brasil. Debía ser por entonces muy joven, si pensamos que aún de 1770 a 1780 permanecía muy activo. En 1742 lo encontramos en Río de Janeiro, donde traba relación con el Padre Manuel del Socorro: de Río pasa a Minas, donde el mencionado boom daba pábulo a la construcción y ornato de ricas iglesias. Allí trabaja durante algún tiempo. (No es imposible que allí tuviese ocasión de ver y tratar a Manuel Antonio Lisboa, padre del Aleijadinho). Lo encontramos ya en Buenos Aires y en Luján, en 1748. En esta misma ciudad estaba en 1752, fecha en la cual parece seguro viajó al Paraguay (20).

No tenemos datos de su estadía en el Paraguay, ni detalle de sus actividades artísticas en el país; pero en 1759 se encuentra de nuevo en Luján, donde estableció su taller y trabajó retablos, no sólo para iglesias de esa ciudad, sino también para templos de Buenos Aires. Entre las obras ejecutadas en un cuarto de siglo para esas dos ciudades, figuran varios retablos en Luján (1759-1776), retablo de San Roque para la iglesia de los Terciarios en Buenos Aires (contratado en 1752, pero no realizado hasta después de su regreso del Paraguay: quizá postergó el trabajo para trasladarse a este país); retablo de Nuestra Señora de Luján y altar mayor en la iglesia porteña de Santo Domingo (1771-1780, respectivamente). Después de 1781 carecemos de noticias suyas, pudiéndose presumir que por entonces falleció (21).

Con la obra de Yaguarón relacionan a este tallista portugués, no los habituales documentos – contratos, recibos – que en este caso parecen haber desaparecido, sino referencias diversas y significativas. Está, en primer lugar, la llamada "información de soltura" (22) en la cual tres testigos, dos de ellos franciscanos, se refieren a la ida de Sousa al Paraguay, alrededor de 1752; por otra parte, el Padre Vieira Ferrette afirma haber permanecido Sousa en el Paraguay varios años (testimonio de peso, pues Vieira Eerrette conocía a Sousa desde hacia doce) lo cual concuerda con la fecha de la llegada a América; finalmente el testimonio de Francisco de Aguirre, que viene a ser algo así como el eslabón o anillo cerrando la cadena (23). Aguirre no cita a Sousa por su nombre, pero en su DIARIO alude a Yaguarón como a otras localidades del país, y al mencionarla dedica un párrafo bastante detallado a su templo, del cual dice ser su decoración interior obra de un artista portugués, que con "su visita dio ocasión a que mucho adelantasen los indios de esta región"... Quizá podamos interpretar esta última frase como que Sousa formó durante su estadía artesanos tallistas capaces de seguir trabajando a cierta escala, lo cual no tendría nada de extraño sobre todo a la vista de ciertas ornamentaciones realizadas por esos mismos años y después.

Existe además la prueba, de otro orden pero importantísima, que agrega la comparación del estilo de los trabajos de dicho escultor en Yaguarón, por un lado y, por otro, en Buenos Aires y Luján. La comparación de esos estilos a través de los diseños de diversos detalles de la composición y aún de ésta en conjunto, lo ha hecho con conocimiento sobrado de causa el profesor Héctor Schenone, de quien hemos tomado ya otros datos.

Héctor Schenone enumera entre los signos denunciadores de la identidad de espíritu individual que presidió a la elección y composición de elementos: la utilización de fragmentos de frontones curvos como sostenes de figuras; la análoga composición de los entablamentos... la exacta correspondencia en el diseño de las columnas y de los espacios intercolumnares; el diseño análogo en la proporción, como en detalle y los elementos formativos, de doseles, repisas, guardapolvos, la identidad casi absoluta, como de calco, de ménsulas, consolas y motivos florales en los extremos del bancal. A lo que añadiremos la idéntica línea en el diseño de las mesas en los altares mayores de Luján y Yaguarón.

Existe además otro rasgo que afecta, no el diseño, sino a la ejecución de este, y también importante: es la diferencia que existe a simple vista entre el ritmo y el acento de la talla y los de otras obras del área, sin exceptuar a Capiatá, cuyo diseño es casi gemelo del de Yaguarón. Si parece fuera de duda que el diseñador del mobiliario litúrgico de Yaguarón – en su conjunto primitivo – fue Cavadas, ahora, tomando como punto de partida la observación directa de las tallas, arriesgaremos la opinión de que la ejecución de las mismas estuvo, en parte preponderante, a cargo del mismo (en ciertos relieves pudieron intervenir obreros locales). Si no fue Sousa quien realizó personalmente esas tallas, es preciso suponer que se hizo acompañar de algún tallista experto. La diferencia mencionada de acento y ritmo se hace sensible en el conjunto, donde la curva barroca desenvuelve airosamente su sensual diversidad de planos, en oposición al uniplanismo característico de la mano local (el altar de San Roque, de la misma iglesia, brinda elocuente ejemplo), pero se hace aún más patente en las figuras, en cuyas fisonomías, donde el aura étnica es uniformemente distinta de la que se observa en la imaginería local, ofrecen su sorprendente unidad de carácter y ritmo plástico. Desde el Sansón del púlpito, al San Miguel, y desde los ángeles del Sagrario, al Padre Eterno, todas estas figuras ofrecen, frente y perfil, inconfundible parecido, más que de familia, mellizo, que sugiere automáticamente una sola, misma, avezada gubia.

La ornamentación interior de Yaguarón se halla hoy lamentablemente incompleta. Del conjunto primitivo – cuatro altares, dos confesonarios, púlpito – faltan dos altares laterales (se hallan en la iglesia de la Santísima Trinidad, adonde fueron trasladados por orden de Don Carlos, en 1855). Esos dos altares fueron sustituidos por otros de realización local. Las mesas de esos retablos no corresponden en estilo con el resto de la ornamentación y, seguramente, no entraron en el diseño original. Mesas del mismo estilo y concepción un tanto orientalista se hallan en otras iglesias; en Tobatí hay dos, bellísimas.

Está dentro de lo posible que esas mesas hayan sido realizadas para la iglesia, a raíz de la pérdida de las primitivas, pero es posible también que hayan llegado a Yaguarón desde otra u otras iglesias desmanteladas. Por otra parte, el hecho de que su estilo sea más antiguo, no significa mucho en este caso, pues es sabido que en Paraguay el trabajo de taller no respetó nunca la secuencia lógica de los estilos.

El altar mayor es de dimensiones apreciables: catorce metros de altura, siete de ancho. Su concepción, como hace notar Héctor Schenone (24), responde a las corrientes estilísticas de reciente introducción en Portugal a mediados del siglo XVIII, y cuyas características más acusadas son la gran hornacina central con la imagen principal sobre una peana escalonada y columnas en planos distintos que dan la sensación de espacio curvo; guardapolvos, repisas, arcos concéntricos, hornacinas en los intercolumnios; el repertorio rococó en todo su esplendor: ramos, concheados, espejos, macollas, plumas, y la prescindencia de las figuras humanas como sostenes.

Ocupa la hornacina central la imagen de la Purísima Concepción (imagen no realizada localmente ni por mano de Cavadas, al parecer) sobre el segundo de los siete peldaños simbólicos, delicadamente tallados, dorados y pintados, y cuyo retroceso da al retablo profundidad. Sobre el fondo de ángeles pintados de la hornacina, en el centro, y sobre un halo o gloria, aparece tallado un marco o ventanal elíptico flanqueado arriba y abajo por nubes y a los lados por sendos ángeles adorantes; simboliza la entrada al Paraíso y en él se encuadra la figura de San Pedro. De la bóveda, en túnel, de la hornacina, pende una aureola o gloria dorada, con la paloma del Espíritu Santo en el centro.

Espejos reticulados, enmarcados por motivos de graciosa talla, flanquean la hornacina. La bóveda la forman falsos arcos paralelos, delicadamente trabajados y pintados. El arco más externo, graciosamente festoneado en pétalos, sirve a su vez de punto de partida a los arcos que forman fondo del frontón; sobre éstos, en el ático, la figura de Dios Padre, de medio cuerpo, surgiendo de nubes en un fondo de gloria, coronado por el triángulo simbólico y flanqueado de ángeles bellamente tallados, lleva en una mano el mundo, que uno de esos ángeles le ayuda a sostener, y en la otra, el rayo; esta figura es característica, por su ubicación, de las iglesias franciscanas. Dos columnas estriadas, graciosamente curvadas, de capitel compuesto, dan arranque a un frontón curvo, cerrando el bancal. Completan éste, dos cartuchos que suben desde los ángulos inferiores con airosos ramos. En las repisas que sirven de arranque a las columnas, idénticas a las de las hornacinas laterales, dos figuras de ángeles – Gabriel y Rafael – exquisitamente esculpidas. Más abajo, arrancan del entablamento, fragmentos de frontón curvo sosteniendo dos figuras con palmas; quizá dos Virtudes.

A cada lado de la hornacina, dos columnas torsas apoyadas en consolas de urundeymí (25), de arranque corolítico y seis vueltas, ofrecen el primer tercio estriado; un brazalete de acanto separa esta sección de las cuatro vueltas superiores, que llevan ricas guirnaldas sumidas; los capitales son compuestos. Sobre la cornisa finamente moldurada corre un friso de hojas de acanto, y el entablamento mixtilíneo sigue la línea de la cornisa acentuando con sus modulaciones la sensación de profundidad.

Sendas repisas sostienen las hornacinas que ocupan las dos calles; bajo doseles finamente anudados y tallados, se ven las imágenes de San Miguel Arcángel y de San Buenaventura, patrón del pueblo (el nombre completo de éste es San Buenaventura de Yaguarón), ambas obviamente de mano de Cavadas.

En las guirnaldas sumidas de las columnas, el gusto de la tierra ha introducido la pasionaria, la palma, el helecho. La ejecución de estas guirnaldas, como la de otros detalles de simple relieve, parece ser de mano local.

Las consolas sobre las cuales se levantan las columnas salomónicas se apoyan a su vez, sobre cabezas de ángeles, y éstas sobre pedestales de sección cuadrada, cuyas caras y frontales ofrecen pintados motivos simétricos (jarrones de flores). Completan el conjunto del altar bellísimas orlas.

El tabernáculo, de gran tamaño – característica también de las iglesias franciscanas – brinda en su composición, como nota peculiar de estos templos, a modo de un resumen de todos los elementos y motivos decorativos empleados en dicha ornamentación y, a la vez, una cifra de su ritmo plástico. El diseño, como el trabajo de talla, es bellísimo. La puerta ostenta en relieve diez cabezas de ángeles, entre nubes, formando guirnaldas; en el centro, una delicada moldura mixtilínea enmarca la figura del Cordero con el lábaro santo, sobre el fondo de la Forma radiante; ángeles de finísima talla, sobre columnitas de alhajado diseño, flanquean el cuerpo del tabernáculo. Sobre éste, una complicada composición de doseles, guardapolvos, molduras y, rematando todo, un coronamiento que resume el diseño del ático y duplica la altura del Sagrario mismo, rematando en una verdadera joya de talla en delicadísimos ramos, volutas y rosetas.

Los dos retablos que restan del primitivo conjunto son testimonio bastante de la perfecta unidad del plan de Sousa y de su pericia estilística, Su estilo sigue las líneas generales de desenvuelta curva, del altar mayor; reproduce sin amanerarse los elementos empleados en éste. El diseño, en conjunto, recuerda el de un delicado marco de espejo Luis XV. Flanquean sus hornacinas – de los cuales la central es mucho más alta – finas columnitas de fuste recto, sección cuadrada; y en el frontón se prodigan ramos, rosetas y plumas. Los dos retablos sustituyentes, aunque lógicamente no entran en el plan ni pueden estilísticamente compararse con los otros, no dejan de ofrecer interés por diversos motivos.

Uno, obviamente de talla local, reprodujo un modelo correspondiente al conjunto original; sus elementos y composición responden a los del altar mayor y los retablos descriptos ya. Pero la talla es uniplanista, la curva encogida, el desarrollo pobre; el movimiento y la profundidad por tanto están ausentes. Este altar ostenta en el frontón la corona simbólica. El sagrario repite la línea del retablo.

Más interesante es el segundo retablo, aunque igualmente inexperto. En efecto, este altar – cuya mesa repite los diseños del zócalo del retablo – presenta características completamente distintas e intrigantes. Sus columnas son lisas, fuera del canon viñolesco – diez vueltas – sus capiteles son triples, la cornisa y el entablamento son rectos, idénticos; el friso, dividido por triglifos, ofrece alternadas cabezas de ángeles y rosetones. El frontón presenta el triple arco simbólico; las columnitas son estriadas y de ejecución pobre; los arcos son ciegos y encuadran: los de los extremos, dos imágenes pintadas de santos; el del medio, las siglas IHS características de las ornamentaciones jesuíticas. Completan el frontón dos fragmentos curvos, labrados asimismo con motivos geométricos simples.

La hornacina central de este retablo es apenas un poco más alta que las laterales; las tres son aveneradas, pero las laterales ofrecen cierres de traza mudéjar; a los lados del retablo, sendas piezas que parece quisieron ser espejos pero, por falta de empeño, no llegaron a ello y quedaron a modo de orejas, de un ingenuo efecto. En ellos se ven ramos de uvas; a este respecto debemos recalcar la ausencia total de la vida en la decoración de Cavadas; el templo de Yaguarón sólo ofrece este motivo simbólico, tan abundante en otras iglesias, en estos frustrados espejos y en el arranque de los modillones en las columnas de la nave central, obra local también.

Pero este retablo no perteneció a Yaguarón; no fue hecho para este templo. Las siglas características de la orden jesuítica permiten afirmar que se trata de una pieza trashumante, es decir, trasladada de un templo a otro. Por otra parte, aceptada la identidad de los diseños del zócalo de este retablo con los de la mesa que lo sostiene, vemos producirse una posible claridad en el problema mencionado, de la procedencia de las mesas de Yaguarón y otras iglesias.

Los confesonarios, gemelos, hacen juego estilístico con el resto. Son dos piezas de elegante composición y realización experta; cada uno lleva dos columnas torsas, enguirnaldadas, de cuatro vueltas, con capitel de acanto, que repiten las del altar mayor, con la diferencia de estar apoyadas directamente en pedestales de sección cuadrada, cuyas caras se hallan adornadas con delicados motivos florales. Ostentan asimismo cornisas mixtilíneas y frontones, en cuyos remates se repiten elementos ya encontrados en los retablos: plumas, rosetas, ramos y los graciosos espejos. La abertura en arco ofrece un fino festoneado, y los cierres o portículos [f] llevan tableros embutidos y tallados.

El púlpito es hexagonal, de los llamados "de cáliz". Sus seis caras están minuciosamente talladas; marcan las aristas finas columnitas torsas, lisas, con basas de sección cuadrada; el borde moldurado reproduce la línea del entablamento del altar mayor, y guardapolvos en relieve encuadran sendos paneles donde aparecen pintadas ingenuas imágenes de santos, a todas luces de mano local. El cáliz se apoya en una figura de bulto, masculina, de rasgos adolescentes, en la cual algunos han visto un ángel guerrero y, los menos, un Sansón; es sólo un atlante de los que abundan en la decoración barroca. Esta particularidad la comparte el púlpito de Yaguarón con el de Piribebuy, a todas luces diseñado sobre el mismo modelo. Es un detalle no frecuente en el barroco americano; se lo encuentra en la iglesia de San Francisco, de Bahía, donde son tres las figuras, y también en la de San Francisco, de Quito, asimismo triple; aquí las figuras se apoyan sobre una peana. El pie de púlpito de Yaguarón está compuesto por sólo una figura, y esto hace su particularidad. Entre ella y el cáliz se interpone una pieza calada, ramosa, movida, quizá una corona, cuyo volumen, unido a lo bajo de la peana, hace aparecer la figura un tanto patoja y pesada de torso. El púlpito tiene un hermoso tornavoz y, sobre éste, se repite el halo o gloria del altar mayor con la paloma del Espíritu Santo, pendiente de tres ángeles.

Realzan el efecto la pintura y el dorado, que la pátina del tiempo ennoblece. Se ha dicho que el dorado fue hecho con oro sacado de las minas de Atyrá: esto no pasa de ser una fantasía como tantas. No sabemos quiénes fueron los doradores.

La sacristía, bellísima – como dice Giuria (26)– es una verdadera capilla, tanto por sus dimensiones como por la importancia de su decoración y mobiliario. Los muros, de gran espesor, las ventanas enrejadas al fondo de profundos vanos, a los cuales se sube por peldaños, dan al recinto sabor medieval. Sobre una cajonería de líneas ondulantes, que recuerdan las de la mesa del altar mayor, se levanta un retablo cuyo barroco ofrece un acusado sabor bizantino, al cual contribuyen los tres arcos simbólicos del frontón. Todo ello finamente tallado, pintado y dorado. Las columnas torsas llevan las mismas finas guirnaldas; la hornacina central alberga un Cristo, de factura sin duda local, pero superior a la que supo dar la mano indígena. La graciosa cúpula es única en el área. Un comulgatorio de estilo severo, en líneas rectas, enmarcaba una serie de pequeños cuadros de factura igualmente local, de los cuales el último desapareció con posterioridad a 1964.

Mención aparte merece la pintura de los techos, bóvedas de cañón y columnas, ejecutada toda ella al temple, con colores al parecer obtenidos con materias de la tierra (27); motivos aislados semigeométricos o motivos florales formando guirnaldas, de gracioso dibujo, cubren los tableros del techo. Los motivos florales reproducen, muchos de ellos, el diseño de los tallados en los cartuchos del ático o en el coronamiento del Sagrario, por lo cual pensamos que en su composición debió intervenir la mano de Cavadas; pero todos ellos, desgraciadamente, han sufrido en mayor o menor medida, los efectos del tiempo, primero, y los de las restauraciones, luego.

En la bóveda del presbiterio, los motivos florales alternan con cabezas de ángeles dentro de molduras pintadas, fingiendo artesones. En la cúpula de la sacristía, los diseños simulan espejos; se ven también ángeles en las pechinas de la cúpula y en las enjutas de los falsos arcos de la nave principal. Los colores son amarillo, rojizo, verde oscuro, negro. Flanqueando las repisas de las hornacinas del altar mayor hay ángeles de cuerpo entero, pintados. En fecha reciente, una llamada restauración ha desvirtuado mucho del ingenuo carácter y la pátina de este decorado. En algunos casos, como en las puertas – hermosas piezas que, como las ventanas, llevan diseños en relieve, análogos a los de las mesas de los retablos laterales – esa restauración ha llegado hasta el chafarrinón en gran escala: en vigas y zapatas se introdujeron diseños seudoaborígenes...

El énfasis publicitario y el interés turístico enfocado sobre la obra de Yaguarón, son sin duda merecidos; el mobiliario litúrgico de esta iglesia, aún disminuido, puede colocarse al lado de los mejores del Río de la Plata. Pero la publicidad unilateral ha contribuido a desplazar casi totalmente la atención que merecen otras iglesias del área, también notables. Un ejemplo lo tenemos en la iglesia de Capiatá que, a pesar de hallarse mucho más cerca de la capital – 18 kilómetros: en rigor, es la más próxima de todas – es menos visitada y mucho menos comentada. Capiatá ofrece al estudioso, aparte de sus valores intrínsecos, problemas interesantes cuyo esclarecimiento es necesario, si deseamos reconstituir en forma orgánica el desarrollo del arte suntuario de la época, en el área no misionera.

Es positivo que Yaguarón, como al principio se dijo, inicia una etapa de sistemática reconstrucción o edificación de nueva planta en los templos de la zona. Esa intensificación de las construcciones se acompañó de evidente entusiasmo por el ornato interior, y tiene su ápice en los años siguientes a la salida de los jesuitas. Es, de 1750 a 1800, un verdadero reflorecimiento del arte religioso, reflejado en una veintena de iglesias. Este fenómeno no ha sido hasta hoy, que sepamos, estudiado como hecho conjunto, y ahora el estudio se hace un tanto difícil, pues también este patrimonio ha experimentado descalabro; hay, inclusive, casos en los cuales se hace imposible hasta la reconstitución imaginaria del primitivo aspecto de la iglesia.

La obra realizada durante esos cincuenta años, requirió, como es lógico, la concurrencia de constructores, diseñadores y tallistas cuyo rastreo, tan interesante, dificulta la penuria o ausencia total de documentación. Esa ornamentación, además, nos enfrenta en algunos casos con interrogantes inesperados; por ejemplo, la medida en que intervino en ella la influencia altiplánica, influencia evidente en más de un templo. Sin contar con los problemas planteados por la trashumancia del mobiliario litúrgico, que adquirió proporciones importantes en alguna época.

La iglesia de Capiatá conservó hasta fecha relativamente reciente el aspecto de un edificio "al uso general de la Provincia", al cual adhiere hoy la consabida fachada. A través de sucesivas refacciones, este templo, más pequeño que el de Yaguarón – 60 metros de largo, 23 de ancho: dimensiones externas – ofrece todavía mucho del material primitivo: estructuras de techos, puertas, ventanas. Sólo el presbiterio tiene bóveda de cañón corrido. El altar mayor y el púlpito son las piezas más notables del mobiliario litúrgico.

Dicho altar mayor es una réplica del de Yaguarón. Los elementos de estilo son los mismos, la distribución de esos elementos idéntica. La misma hornacina central con los siete peldaños; la bóveda de hornacina en arcos paralelos. Idénticas son las consolas, repisas, cartelas, capiteles. Sólo el tercio inferior de las columnas es liso en vez de estriado, y en el ático desaparecen las figuras de los ángeles de pie flanqueando el arranque de las columnas curvas, aunque se conservan las figuras de las Virtudes. Sus dimensiones son un tanto menores – 12 por 6 metros aproximadamente – la modulación del entablamento queda reducida y la sensación de profundidad es menor. También el Sagrario simplifica su diseño: sólo cuatro cabezas de ángeles – tres arriba, uno abajo, entre nubes –, dos figuras de ángeles de pie en relieve completan lateralmente el diseño. Coronan éste, como en Yaguarón, guardapolvos, doseles y molduras curvas, y lo remata un diseño igual de plumas, ramos y rosetas o florones. A los lados de la puerta encontramos también columnitas pero de diseño más sobrio, y sin los ángeles. En la puerta no encontramos el Cordero, sino el Cáliz y la Hostia en un fondo radiante.

La disposición de los elementos en la hornacina central es también algo distinta: no existe el halo o gloria como fondo y sí, una estructura de líneas rectas que no corresponde mucho con el estilo general; quizá sea un agregado posterior; fragmentos de columnas cuadradas sostienen una corona y encuadran un espacio que alberga, no una imagen de bulto, sino un cuadro de la Virgen con el Niño, de factura banal y moderna. La primitiva imagen, Nuestra Señora de la Candelaria, parece se halla en el Museo Nacional; es de factura local, posiblemente de fines del siglo XVIII o la primera mitad del XIX. El ático ofrece idéntico diseño de columna y frontón. La figura central, sin embargo, no es la de Dios Padre sino la de Jesús, de cuerpo entero, rodeado de ángeles y nubes, los brazos abiertos; y de factura maestra.

El púlpito es igualmente de los llamados de cáliz; pero, en vez de la figura de Sansón, lo sostiene una fina columnita, El diseño es delicado y elegante.

Estas diferencias en la elección de elementos obedecen a razones diversas. La corona del altar mayor responde a la advocación mariana de la iglesia: Nuestra Señora de la Candelaria; la supresión del Sansón a la norma jesuítica, seguida rigurosamente en su obra, de suprimir todo elemento profano en el mobiliario litúrgico. La ausencia del Cordero, sustituido por el Cáliz, así como la presencia de Cristo en el ático, obedecen al mismo hecho: ser Capiatá, aunque enclavada en esta zona, capilla jesuítica (los jesuitas tenían aquí una de sus ricas estancias). A la vez ello nos da una clave para la ubicación cronológica de esta obra, que tuvo que ser realizada antes de 1767, fecha de la salida de los jesuitas.

Las hornacinas laterales, con San Miguel y San Francisco de Borja, son idénticas, salvo detalles, a las de Yaguarón; y la imagen del Arcángel, sobre el mismo modelo del yaguaronense.

El altar está pintado en negro y oro, lo cual le da un aspecto severo y rico. También los techos están pintados, aunque los motivos son mucho menos variados que los de Yaguarón: se trata sólo de motivos florales combinados con volutas y espejos, pero de composición experta. No se ven angelitos.

La mesa merece mención aparte. La forma una armazón de carpintería, cubierta de paneles, finísimamente diseñados y labrados y pintados en colores y oro. Es única en su género en el país. Por otra parte, su diseño es, a todas luces, del mismo estilo del que ofrecen muchas mesas, como las laterales de Yaguarón, lo cual abre nuevamente el campo a interrogantes curiosas: entre ellos la precedencia que esta mesa de Capiatá – bastante deteriorada – pudo tener cronológicamente sobre las de madera de Yaguarón, Tobatí, etc.

Es evidente, dada la identidad no sólo de conjunto sino de detalle, que Capiatá y Yaguarón tuvieron un mismo diseñador. Indudablemente que la reducción de proporciones no implica de por sí que el diseñador sea único, pero si se considera, por un lado, el grado de pericia profesional que esa reducción supone y, por otro, la falta de tradición suficiente acerca de dichos trabajos en la colonia, es lógico suponer que el artista fue el mismo que trazó el original yaguaronense. No importa que la obra de Capiatá haya sido – si lo fue – realizada años después de la de Yaguarón; en ella intervino, como se ha dicho, la mano local en gran proporción y, por tanto, no hay dificultad en que ella fuese ejecutada sin la presencia de Cavadas en el Paraguay.

En la ejecución de las obras en general, salta a la vista la intervención de una mano muy distinta a la que realizó las tallas de Yaguarón: las diferencias son bastante acusadas. El barroco de Capiatá no ofrece el sensual, desenvuelto, ágil ritmo de conjunto y detalle del de Yaguarón. La factura es alicorta, menos abierta, menos elegante: tiende al uniplanismo. Lo cual no le resta atractivo: antes al contrario, el ritmo estático del ejecutante, superpuesto al ritmo dinámico del diseñador, le presta un encanto peculiar: el acento y sabor del genio propio.

Piribebuy se encuentra a unos cien kilómetros de Asunción. Entre las iglesias notables es, con Valenzuela, la más alejada de la capital. Durante la guerra del 70 fue teatro de dramáticos episodios, alguno de los cuales dejó huella en su iglesia. Como otros pueblos fundados en fecha temprana – fue misión franciscana – tuvo desde el comienzo su capilla que, a medida que pasó el tiempo, fue ganando rango y prestancia en el edificio. En 1744 existía ya, según lo prueba algún documento (28), "la Parroquia del Señor de los Milagros".

El actual templo fue consagrado en 1774, según constaba en una viga del techo desechada en alguna refacción posterior, no muy lejana (el pueblo recién fue fundado, oficialmente, en 1770; pero el templo inició sus obras en 1753). Las dimensiones del edificio son 45 metros de largo por 15 de ancho; siempre medidas externas. En los últimos tiempos (1948) este templo amenazaba ruina y fue refaccionado añadiéndosele la actual fachada, sin duda muy satisfactoria, como otras parecidas, al sentimiento feligrés, pero que, como las otras, desvirtúa el carácter del edificio. De las refacciones se ha salvado, como de costumbre, mucho del material (techo, puertas, ventanas). Si poseyó un techo pintado, éste ha desaparecido. Como quiera que fuera, una inscripción en el altar mayor parece concluyente respecto a la fecha en la que el altar se terminó: 1759. Ello no invalida ciertamente la fecha en que funcionaba la parroquia del Señor de los Milagros, pero plantea otras interesantes preguntas.

La línea estilística de Piribebuy es muy distinta, en sus rasgos de conjunto y detalles en general, de la de Yaguarón; con todo, los rasgos igualmente de detalle y conjunto no abonan la autoría local de su diseño. La presencia de elementos profanos – cariátides – en el altar mayor de esta iglesia, por ejemplo; estas cariátides recuerdan por su dibujo las que exornan la cúpula de Belén en Cajamarca; sólo que aquí las figuras perdieron las alas (allá son ángeles) y aparecen profanizadas: además, los motivos florales en que se apoyan, no aparecen invertidos a manera de faldellín, sino en posición normal. La figura del Sansón como sostén del púlpito, revela el impacto causado en la imaginación ambiente por este elemento de la ornamentación de Yaguarón; pero no termina acá la influencia que la obra de Cavadas ejerció en el medio, actuando para "adelanto de los indios de la región"; esa influencia se revela también en otros detalles, como se verá.

El retablo mayor ofrece una gran hornacina central, donde se exhibe la imagen del Señor de los Milagros. Flanquean esta hornacina a cada lado, dos columnas torsas de seis vueltas, rodeadas de guirnaldas y rematadas por ramos de acanto sirviendo de fondo a cabezas de ángeles; en cada calle hay una hornacina. Estas columnas avanzan sobre el plano de la hornacina, de modo que, aunque la sensación de profundidad es mucho menor que en Yaguarón, hay cierto movimiento. Un segundo cuerpo alberga una sola hornacina. El frontón lo forman cuatro fragmentos rectos denticulados; dos breves en los extremos, dos mayores en el centro, apuntados de modo a formar un tímpano triangular; los unen, dos a dos, ramos tallados. En el vértice, el remate de la hornacina superior sirve de enlace a los dos fragmentos de frontón.

Las dos hornacinas del centro, la inferior y la superior, son acentuadamente canopiales; las laterales, de medio punto, son aveneradas. El retablo se apoya sobre cuatro figuras humanas – cuatro cariátides –; éstas, a su vez, surgen de motivos vegetales semejantes a los de los capiteles y el friso. Hay en este diseño una gran economía de elementos decorativos, que contrasta con la riqueza y variedad de Yaguarón y Capiatá. En los intervalos entre las cariátides se ven figuras de santos en relieve.

Los dos primeros retablos laterales, que ostentan columnas y hornacinas análogas a las del altar mayor, ofrecen la particularidad de que sus frontones no son simétricos en sí mismos, sino en función recíproca, de tal manera que, asimétricos y enfrentados, y situados sobre los brazos del crucero, completan un frontón semejante al del altar mayor y cuyo hiato forma la entrada al presbiterio. Este ha sido refaccionado en fecha reciente, abriéndosele ventanales con falsos "vitraux" que lastiman el conjunto al desvirtuar su carácter. Mención especial merece el Sagrario, que, como el de Yaguarón y Capiatá, es a modo de un resumen o epítome del retablo mayor. De considerable tamaño, está delicadamente tallado; ofrece columnitas y ostenta en la puerta la figura del Cordero, característica franciscana.

Hay también dos confesonarios, cuyo diseño es altamente sugestivo en sus detalles; éstos repiten elementos ya encontrados en la decoración de Yaguarón: remate de frontones en plumeros; espejos laterales, columnitas torsas. La ejecución de la talla carece de la pericia y elegancia de la de Yaguarón; sin embargo, la presencia de estas semejanzas de detalle y conjunto se presta a reflexiones, máxime cuando el diseño demuestra pericia estilística y compositiva.

El Sansón que sirve de sostén al púlpito hexagonal es de menor tamaño que el de Yaguarón; su diseño es rígido y su ejecución es voluntariosa, pero inexperta. Esta reiteración denuncia, como se ha dicho ya, el impacto que en la imaginación local produjo el púlpito de Yaguarón con su sostén exento, desenvuelto, portando sobre la cabeza decorativamente – la figura no expresa esfuerzo alguno – el peso de la estructura.

En Piribebuy hallamos de nuevo la mesa con los consabidos diseños orientalistas; pero esta vez lleva en el panel central las siglas IHS que denuncian su procedencia jesuítica; es otro hecho de trashumancia.

El famoso Cristo de Piribebuy – Nuestro Señor de los Milagros – es una imagen seguramente de los primeros años del siglo XVIII, si no antes; viste faldellín encañutado; es una figura austera en cuya talla la ingenuidad de la fe sustituyó con ventaja expresionista al rigor académico. El Cristo de Piribebuy, estático, paciente, de un gótico ascetismo, impresiona profundamente.

Aunque, repitámoslo, el estilo general de esta ornamentación sea muy distinto al de Yaguarón y Capiatá, las coincidencias ya mencionadas y algunas otras menores, sumadas a la fecha en que esta ornamentación fue terminada, se prestan a interrogantes. Tenemos en primer lugar las columnas torsas que, si bien prodigan el motivo vid, ausente de las de Yaguarón y Capiatá, por otro lado siguen el canon de Vignola, ausente de las otras iglesias del área (menos Yaguarón y Capiatá) y desde luego de las iglesias misioneras. Tenemos luego la presencia de los elementos profanos o sea las cariátides mencionadas, como sostenes; por cierto que Sousa utilizó cariátides en el retablo mayor de la iglesia antigua de Luján. Hemos visto la existencia, en los confesonarios, de elementos idénticos a los yaguaronenses e inclusive una cierta analogía la en la composición de ellos. En el púlpito observamos, además del sostén, detalles exentos, colgantes, semejantes a los del púlpito de Yaguarón.

Si en la ejecución está patente la mano local, no así, por tanto, en la inspiración. La composición de este mobiliario litúrgico ofrece, repetimos, en las piezas sobrevivientes, no sólo conocimiento estilístico no corriente, sino también una singular unidad que, mientras otra cosa no se demuestre, consideramos fuera del alcance local. En la composición, por otra parte, se hace patente una influencia no misionera (los elementos profanos fueron proscritos de las iglesias de Doctrinas) y sí, seguramente, altiplánica, que aquí se reduce al mínimo pero que alcanza su máximo en Tobatí y en Valenzuela. En cuanto al púlpito y a los confesonarios, es plausible opinar que Sousa, si no los diseñó, fue por lo menos entusiastamente plagiado. Así pues y en resumen, descartada por ahora la intervención activa de Sousa, habremos de admitir la intervención de otro artista venido del exterior, lo cual mantiene el problema sin solucionar.

Aquí seria ocasión de recordar que no conocemos con exactitud la fecha de iniciación y terminación de la obra de Yaguarón. Una piedra incrustada en la fachada (la llamó graciosamente "piedra fundamental" un cronista) lleva un Sansón en relieve y la fecha 1755. Aunque las piedras fundamentales no suelen ocupar tales lugares, una inscripción en sitio tal, algo significa. ¿Señala la fecha de iniciación o de terminación...? ¿Estaba concluido Yaguarón a los tres años de iniciado....? No es imposible, aunque sí difícil. Pero, en tal caso ¿qué hizo Sousa en Paraguay de 1755 a 1759? Y si las obras se iniciaron en 1755, ¿qué hizo entre 1752 y 1755?

Piribebuy, antes de sufrir el menoscabo que aquí se pone de relieve, en su patrimonio – sin contar las refacciones o restauraciones arbitrarias e ignaras –, constituyó, sin duda, un conjunto artístico no inferior en interés al de Yaguarón. Hasta, diríamos, que en lo que afecta a la capacidad de los artesanos locales, constituye un testimonio de excepcional interés.

Otro templo singularmente interesante es el de Tobatí por la presencia, entre otros detalles desconcertantes, de un elemento que caracteriza de por sí un área: el sol humanizado, familiar en las iglesias del Altiplano y en el cual Alfredo Guido ha visto una reviviscencia de motivos incaicos, pero que sabemos perfectamente se encuentra en artistas europeos – españoles y alemanes sobre todo – de los siglos XV y XVI. Por lo que toca a Tobatí, su singularidad no radica tan sólo en la presencia del sol humanizado: la simetría y frontalidad de ciertas tallas (figuras humanas), la misma estructura de las columnas – especialmente en los retablos laterales donde asumen caracteres peculiares del barroco andino –, revelan la intervención de factores totalmente diversos a los que operaron en las iglesias antes mencionadas. Pero el origen y la acción de estos factores precisarían un estudio aparte.

Algunas iglesias de la misma época han desaparecido, como se dijo, prácticamente y su ornamentación fue destruida o se halla dispersa, con grave perjuicio para el trazado de un cuadro de lo que fue ese enorme volumen artístico, desarrollado en la zona a partir de la expulsión jesuítica. En algunas iglesias, podemos afirmar, encontró refugio el mobiliario de otros templos, desmantelados o destruidos. No se encontraron hasta ahora documentos que ayudaron a esclarecer tan importantes cuestiones; en este aspecto, como en otros del pasado cultural paraguayo, se ha comenzado quizá un poco tarde, cuando acaso ni siquiera una larga paciencia puede llegar ya a reconstituir el cuadro primitivo.

 

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APÉNDICE I

 I. ALGUNOS MISIONEROS DE LABOR DESTACADA EN LAS MISIONES

 

APERGER, P. Segismundo. – Tirolés, llegado a Misiones en 1717. Autor de un bálsamo que se convirtió en la panacea de Misiones. Durante algún tiempo se le atribuyó la obra de la imprenta misionera, junto con Serrano y Neumann. Esta versión ha sido rectificada. Falleció en Misiones en 1772, casi centenario (Fue el único misionero al cual, por su extrema edad, y también por hallarse enfermo, se le permitió permanecer en su Misión, al cumplirse la orden de expulsión).

BADIA, P. Vicente. – Nacido en Valencia en 1601, ingresado en la Compañía a los 16. Fue Rector de uno de los Colegios de la Compañía, y Procurador de la Orden. Trabajó en las Reducciones del Paraná, Uruguay y Tape. Introdujo el ganado ovino en Yapeyú y con ello en Río Grande do Sul. En la Reducción de Corpus trabajó un hermoso retablo de talla en relieve y fue maestro de cuatro indios que luego trabajaron en escultura. Falleció en Buenos Aires en 1670.

BOROA, P. Diego de. – Nacido en Trujillo, España, en 1585. Novicio en 1605. Rector del Colegio en Asunción y Provincial de 1634 a 1641. Trabajó en las Reducciones del Tape, y se distinguió por su celo apostólico. Escribió las vidas de los Padres Marciel de Lorenzana y Cristóbal de Mendoza. Se le deben más de 30 Anuas. Murió en 1658.

BRASSANELLI, Hno. José. – Italiano, nacido en 1659; jesuita en 1680, llegado al Paraguay en 1691. Arquitecto de Loreto y San Borja, donde además dejó obras de talla y pintura. También trabajó en Itapúa de 1718 a 1725; aquí pintó en el corredor de la Casa de los Padres la vida de San Ignacio. Se señala su paso con obras importantes por Concepción, Santa Ana y San Ignacio Miní. Parece también haber realizado numerosas imágenes en Sta. Rosa. Murió en 1728.

CARDIEL, P. José. – Español, nacido en 1704. Cura de San Nicolás. Se le deben dos importantes escritos: "Declaración de la Verdad" y "De moribus Guaraniorum". Su Carta Relación es importante fuente de documentación respecto a actividades artísticas (especialmente teatrales) en las Misiones. Murió en 1782. Incansable viajero, llegó hasta la Patagonia.

CATALDINO, P. José. – Italiano, nacido en 1571, ingresado a la Orden en 1601, trabajó en América 44 años, iniciando su labor local en el Guairá de donde pasó a las Reducciones del Paraná, Uruguay y Tape. Su vida misionera fue sumamente tormentosa pero proficua. Sin ser arquitecto, construyó hermosos templos en las Reducciones donde sirvió. Murió en 1653.

DIAZ TAÑO, P. Francisco. – Canario, nacido en 1592, ingresado en 1614. Fue uno de los más notables y activos catequistas en el Paraguay, Paraná y Uruguay. Fue rector del Colegio de Asunción. Forjó el hierro en Misiones, montando él mismo una forja. Su carta al P. Provincial Diego de Boroa es un documento que aclara puntos importantes de la historia de Misiones; esta carta fue tachada por dicho Provincial. Fue nombrado Procurador General en Roma en 1637.

GONZALEZ DE SANTA CRUZ, P. Roque (Ahora San Roque González). – Asunceno, criollo, hijo de Bartolomé de Villaverde y de María de Santa Cruz. A los 40 años ingresa en la Orden después de haber sido Cura en la Catedral y Vicario General. Trabajó en la Misión de San Ignacio Guazú en 1612, y siguió luego su labor de catequizador y fundador en Concepción, Santa Ana, Itapúa, Yaguapoé, Candelaria, San Nicolás y Caaró. (Todos los Santos) donde muere con sus compañeros Alfonso Rodríguez y Juan del Castillo, a manos de los indios, el 15 de noviembre de 1628.

GRIMAU, Hno. José. – Español, arquitecto, junto con el Hno. Rivera, de la iglesia de Jesús, la primera en la cual se empleó la cal en Misiones. Posiblemente fueran también estos arquitectos los constructores de Santa Rosa, como lo sugiere el hecho de que esta iglesia poseyó (si no miente la única fotografía que de ella parece se obtuvo) arcos mudéjares semejantes a los de Jesús. Existen también presunciones de que construyó la iglesia de Santiago. Fue maestro de pintura en varias Misiones.

KRAUS, Hno. Juan. – Nacido en Pilsen, Bohemia, autor, en parte, del Colegio de Buenos Aires; levantó la Casa de Novicios en Córdoba. Auxilió al P. Sepp en la construcción de la iglesia misionera de San Juan Bautista. También trabajó en la iglesia de la Misión de Santo Tomé.

INSAURRALDE, P. José. – Asunceno, nacido en 1669, ingresado a la Orden en 1689. Profesor de gramática y retórica, Rector durante quince años, escribió la extensa obra en guaraní ARAPURU o Empleo del tiempo, que regulaba la distribución de la vida diaria en Misiones y que se editó en Madrid en 1759 o 1760.

LEMMER, P. Felipe. – Flamenco. Dirigió los trabajos de talla en madera y especialmente en piedra para los templos misioneros en el primer cuarto del siglo XVIII.

LORENZANA, P. Marciel de. – Leonés, nacido en 1566. Fundador de la Misión de San Ignacio Guazú, la primera del mapa jesuítico guaraní. Compañero del P. Roque González (más tarde Santo) en sus primeras penetraciones en el Uruguay y Tape. Escritor elegante, dejó varias obras; falleció en Asunción, donde era Rector del Colegio, en 1632.

MASTRILLI DURAN, P. Nicolás. – Nacido en Nalé, Francia, en 1570. Novicio en 1585. Profesor de retórica y Rector en Quito, San Pablo, Lima y La Plata; Provincial en el Paraguay y dos veces en el Perú. Escribió las Anuas de 1626-27 referentes al Uruguay; notable auxilio para la historia de las Reducciones de esa zona. Falleció en Lima en 1653.

MACETA O MAZZETA, P. Simón, – Italiano, compañero del P. Cataldino en la empresa de catequización en el Guairá. Participó en la fundación de numerosas reducciones en esta área.

MENDOZA, P. Cristóbal. – Fundador, con el P. Pedro Romero, de la reducción de San Miguel en 1632. Martirizado por los indios de Ibiaí (Río Grande do Sul) en 1635. Es uno de los ocho mártires de las Misiones de Río Grande do Sul. Algunos de los otros: Padre Pedro de Espinosa, martirizado en 1637 por los Itatines; P. Pedro Romero y Hno. Mateo Fernández, martirizados por los mismos ltatines en 1645, y padre Diego de Alfaro, muerto por los indios de Caazapáguazú en 1639.

MONTOYA, P. Antonio Ruiz de. – Limeño, nacido en 1582, novicio en 1606; estudió en Córdoba del Tucumán. En 1620 es nombrado Superior de las Reducciones y emprende fervorosa obra en el Guairá, donde enfrenta el ataque de los bandeirantes y encabeza el éxodo de los indios conversos hacia las orillas del Paraná. Temperamento batallador y lúcido, se le deben importantes obras: la CONQUISTA ESPIRITUAL, obra clásica de la catequesis; varios Memoriales importantísimos, y el famoso Vocabulario de la lengua guaraní. Se le llama el "apóstol de los guaraníes". Falleció en Lima en 1652, siendo sus restos trasladados a Asunción.

NEUMANN, P. Bautista. – Natural de Viena, nacido en 1659. Entró en la Compañía a los 16 años. Llegó al Plata en 1690. Explorador del Pilcomayo en busca de la ruta para unir las Reducciones guaraníes con las de indios Chiquitos. En 1700 coincide en Loreto con el P. Serrano y entre ambos fundan la prensa misionera.

PEREA, P. Matías de. – Andaluz, nacido en 1660, vivía aún en 1715. Cura de San Nicolás en 1698, fecha en que sustituyó al P. Anselmo de la Mata en las obras de dicho templo.

PETRAGRASSA, P. Camilo. – Nacido en Pavía, Italia, en 1656. Principal gestor de las obras de Santo Tomé. Párroco en este pueblo entre 1713 y 1724, Se le alivió luego el curato para que pudiese dedicarse íntegramente a los trabajos de construcción. Después de veinte años en las Misiones fue llamado a Buenos Aires para ejercer el rectorado del Colegio jesuítico, pero en 1713 volvió a Misiones, al mencionado curato. En 1725 trabajaba en el templo de San Javier.

PRIMOLI, Hno. Juan Bautista. – Italiano, nacido en 1673, jesuita en 1716, llega a Doctrinas en 1714, fecha en que inicia la construcción de las nuevas obras de San Miguel. Arquitecto de renombre ya antes de llegar a América, fue autor de la iglesia de la Merced, de la Recoleta franciscana, Nuestra Señora de Belén (hoy San Telmo). Terminó el Colegio de la Compañía, puso fachada a dos torres a la Catedral, construyó el Cabildo. En Córdoba construyó la Catedral y la Casa de los Padres. En 1735 estaba en San Miguel. En 1744 dirige las obras de la Misión de Trinidad del Paraná. Fallece en Candelaria en 1747.

RIVERA, P. Antonio de. – Nacido en Toro, España, e hijo del pintor y arquitecto madrileño Pedro de Rivera o Ribera. Junto con Grimau fue arquitecto de la iglesia de Santa Rosa y de la de Jesús, y quizá de la de Santiago. Fue el primero en emplear cal en Misiones (edificio de Jesús).

RODRIGUEZ, Hno. Bernardo. – Pintó la imagen de la Virgen María que el Padre Roque González de Santa Cruz llevaba consigo en sus empresas catequísticas y fundadoras; lienzo que el P. Prov. Diego de Alfaro llamó "La Conquistadora", y que fue destruida por los indios cuando dicho misionero sufrió martirio en Caaró. Su imagen es la primera, cronológicamente hablando; pero el Hno. Bernardo no puede ser considerado sin embargo el primer pintor misionero, porque nunca estuvo en Misiones.

SEPP, P. Antonio. – Tirolés, nacido en 1655, tenía vocación musical y especiales dotes para el canto. En su niñez formó en el coro de niños cantores de la Corte imperial de Viena. Ingresó en la Compañía a los 19 años y a los 33 llegó a América, iniciando sus trabajos en Yapeyú, De allí pasa a San Miguel Arcángel, y allí recibe la orden de sus Superiores de fundar San Juan Bautista. Ha dejado la historia de esta fundación y de sus anos iniciales en cartas llenas de sinceridad y de ingenuo colorido. Fue pintor y tallista. Vivía aún en 1715.

SERRANO, P. José. – Andaluz, nacido en 1634, llegado al Río de la Plata en 1658. Profesor de gramática, Rector durante cinco años, Secretario de Provincial, Superior durante cuatro anos. Fue nombrado para Misiones en 1670. Gobernó el colegio de Buenos Aires de 1695 a 1696. Tradujo al guaraní el libro del P. Nierenberg DE LA DIFERENCIA ENTRE LO TEMPORAL Y LO ETERNO, editado en Misiones en 1705. Serrano murió en Loreto en 1713.

SUAREZ, P. Diego. – Nacido en Santa Fe. Astrónomo y matemático aventajado, cultivó con excepcional éxito estas disciplinas. Trabajó especialmente en San Cosme, donde durante trece años observó los satélites de Júpiter con telescopios construidos por él mismo. Se le debe el LUNARIO DE UN SIGLO, publicado en 1744 y que mereció los elogios de Vergantin y de Celsius y le granjeó fama grande en su tiempo.

VASEO, Hno. Juan P. – Nacido en Tournai, Flandes, en 1583, llegado al Paraguay en 1616. Murió en Loreto en 1623. Músico, profesor de música en Europa, perteneció a la capilla del Emperador, y escribió en Doctrinas, para usa de los conversos, música cuyos originales aun conservaban tiempo después los indios. Fue la primera música escrita en Doctrinas y seguramente en el Plata.

VERGER (BERGER según otros), Hno. Luis. – Nacido en Abbeville, Francia, llegó en 1616 a Itapúa, en donde enseñó pintura a los indios a la par que los aleccionaba en la música. Trabajó también en San Ignacio Guazú. Pintó la Virgen que se conserva en Santa Fe, y de la cual dijo Guevara "lienzo de singular hermosura". Realizó la primera imagen tallada para la iglesia de Concepción, y para la Misión de los Siete Arcángeles (Tayaobá) pintó también un cuadro. Era además médico y orfebre.

WULF, Juan. Alemán (1691-1761 ). Dirigió trabajos de talla en madera y especialmente en piedra.

 

APENDICE II

Lista Bibliográfica de Misiones (Imprenta)

 

I.– MARTIROLOGIO ROMANO. – Primera edición. Loreto 1700. No existe ejemplar alguno de este volumen. Parece ser (alusiones del P. SEPP) que esta edición adoleció de graves defectos (cosa muy posible, ya que se trataba de un trabajo primerizo) por lo cual no circuló y quizá fue destruida.

II.– FLOS SANCTORUM. – (Libro de vidas de Santos) En cuarto. Tres volúmenes de unas cuatrocientas páginas (calculadas) cada uno. El Dr. Bernardo Cerbín, en la censura de 18 Setiembre 1700, elogia el tomo de la DIFERENCIA y los del FLOS SANCTORUM. Furlong opina que quizá esta edición no fue completa, sino un resumen o extracto de la obra en castellano. No se conserva ejemplar alguno.

III.– LA DIFERENCIA ENTRE LO TEMPORAL Y LO ETERNO, Crisol de desengaños, con la memoria de la eternidad, postrimerías humanas y principales misterios divinos. Por el P. Juan Eusebio Nierenberg, de la Compañía de Jesús, y traducido en lengua guaraní por el Padre Joseph Serrano, de la misma Compañía. Impreso en las Doctrinas, año de 1705. En 4º (16 por 25 cm.) 438 páginas a dos columnas. Cada página 41 líneas exceptuado el segundo libro, en que constan de 45.

Anteportada grabada, representando el Tiempo y la Eternidad. Portada orlada. Aprobación de Dr. D. José Bernardo Cerbín. Asunción y septiembre 18 de 1700. Parecer del P. Diego de Orduña, de la Compañía de Jesús y licencia de la religión dada por el P. Ramón de León, B. A. 1696. Parecer del P. Francisco de Castañeda, B. A. 7 julio de 1697. Una hoja grabada con los atributos papales reales y de la Compañía. A la majestad del Espíritu Santo. Hoja con las efigies de los P. P. Ignacio y Javier, ambos iluminando al mundo con sendas antorchas. Hoja grabada con el retrato del P. General Tirso González, y dibujo en reloj con esta leyenda "hic est digitus Dei". Al Pie se lee: Joan. Yapari Sculpsit Doctrinis Paraquariae. Dedicatoria al R. P. Tirso González, por el P. José Serrano.

Texto a dos columnas, todo en guaraní. En todo el cuerpo de la obra, 67 viñetas contando las iniciales y 43 láminas (exentas). Todas abiertas en metal (cobre).

Ejemplares subsistentes:

1.– Completo en la biblioteca de D. Enrique Peña, actualmente en poder de su hija Doña Elisa Peña.

2.– Ejemplar vendido en 1930 por Maggs Brothers de Londres.

3.– Ejemplar incompleto en el Archivo General de la Compañía en Roma. No llega a tener cien páginas.

4.– Ejemplar incompleto en el Archivo Nacional de Asunción anotado con el número 1084; 195 folios en mal estado de conservación, sin lámina alguna (Véase al final de esta lista).

IV.– MARTIROLOGIO ROMANO, segunda edición de Loreto, 1709.

Hay noticias explícitas de esta edición. No se conserva ejemplar alguno.

V.– INSTRUCCION PRACTICA PARA ORDENAR SANTAMENTE LA VIDA, por el Padre Antonio Garriga de la Compañía de Jesús. En Loreto, en la imprenta de la Compañía, en 1713. Primera obra en castellano editada en el Plata. Además, es la primera obra original, es decir, producida en el área y publicada en estas regiones. Ciento veinte páginas. Un solo ejemplar. Familia Monti, Santiago de Chile.

VI.– XIV. – OPUSCULOS DIVERSOS:

Algunos trataditos en castellano, por el P. Serrano.

Algunos trataditos en guaraní, editados por el P. Serrano.

Efemérides, editadas por el P. Buenaventura Suárez.

Diarios manuales, editados por el P. Buenaventura Suárez.

Calendarios, editados por el P. Buenaventura Suárez.

Tablas astronómicas, editadas por el P. Buenaventura Suárez.

Estaciones del año, editadas por el P. Buenaventura Suárez.

Mudanzas de los tiempos, editadas por el P. Buenaventura Suárez.

Según la Geschichte von Paraguay, de Sepp, de la cual se toman estos datos, esos opúsculos se difundieron hasta en el Perú. Parece ser que los datos por este sacerdote anotados acerca de las ocultaciones de los satélites de Júpiter eran más exactos que los obtenidos por astrónomos europeos.

No se conserva ejemplar alguno de estos opúsculos.

XV.– BREVE TRATADO DE MEDICINA. Por el P. Segismundo Aperger.

Se ignora el título exacto de este libro, que debió ser según Furlong, Recetas medicinales o Tratados de las yerbas y sus curaciones. Debió ver la luz en Loreto y en 1720.

No se conserva ejemplar alguno.

XVI.– MANUALE AD USUM PATRUM SOCIETATIS JESU QUI IN REDUCTIONIBUS PARAQUARIAE VERSANTUR. Laureti Typis P. P. Societatis Jesu. 1721.

Volumen en octavo de 266 páginas. Texto en latín con excepción de las páginas 46-54, 66-74, 88-90, 105-110, 116-148, 177; 219-220, 225-228, 246-258. En la página 267 comienza un tratadito, De Sacramento penitantiae que comprende otras 79 páginas. Se opina que esta continuación es un acoplamiento.

De este MANUALE existen hasta diez ejemplares conocidos.

1.– Biblioteca de D. Enrique Peña. Ejemplar completo.

2.– Biblioteca privada del Colegio del Salvador, Buenos Aires (ejemplar deteriorado).

3.– Ejemplar en el Ministerio de Fomento de Madrid.

4.– Biblioteca privada del Sr. Mariano A. Molas. Se ignora el actual paradero. Parece era incompleto.

5.– Biblioteca privada del Museo Jesuítico Córdoba, R.A.

6.– Ejemplar de propiedad de Dufossé (1890). Es posible sea el mismo que poseía Demersay.

7.– Ejemplar de la Biblioteca Nacional de Madrid.

8.– Biblioteca privada del historiador paranaense Dr. Manuel Barata.

9.– Biblioteca del Dr. Adolfo M. Díaz. Le falta la carátula y ocho páginas de la primera parte y 147 de la segunda.

10.– Ejemplar del Pbro. Joaquín Bañós (Buenos Aires) Le faltan las cuatro primeras páginas y las diez y seis últimas de la primera parte. No posee la segunda parte.

XVII.– VOCABULARIO DE LA LENGUA GUARANI compuesto por el Padre Antonio Ruiz de la Compañía de Jesús. En el pueblo de Santa María la Mayor y en 1722. Volumen en cuarto, con 589 paginas a dos columnas en castellano y guaraní. Trabajo inferior a otros, por el mal alineamiento y la impresión borrosa.

Ejemplares en:

Biblioteca Nacional de Buenos Aires.

Biblioteca privada del Sr. Enrique Peña.

Museo del General Mitre.

Biblioteca del Colegio La Cartuja de Granada, España.

Biblioteca del Colegio de la Compañía, Palermo, Italia.

Museo Británico.

Biblioteca del Sr. Antonio Santa Marina (Buenos Aires).

Catálogo la librería L’Amateur, Buenos Aires.

XVIII.– ARTE DE LA LENGUA GUARANI por el P. Antonio Ruiz de Montoya de la Compañía de Jesús. En el pueblo de Santa María la Mayor y en 1724.

Volumen en cuarto, texto 132 páginas. Suplemento con 116 páginas partículas guaraníes, 117 – 233. De esta obra existen hasta 17 ejemplares. He aquí los principales:

Biblioteca de D. Enrique Peña. Dos ejemplares.

Biblioteca privada del Colegio del Salvador.

Biblioteca Nacional de París.

Biblioteca Nacional de Buenos Aires.

Biblioteca privada de D. Mariano A. Molas.

Biblioteca Nacional de Río de Janeiro.

Museo Mitre (dos ejemplares).

Biblioteca del Emperador del Brasil.

Biblioteca del Instituto de Francia.

Biblioteca del Dr. Jorge Pereda.

Biblioteca de D. Domingo Lamas.

Biblioteca del Sr. Oscar Carbone, Buenos Aires.

Biblioteca de la Universidad de Granada, España.

Museo Británico, Londres.

Ejemplar en poder del Sr. Barreto, Buenos Aires.

XIX.– CATECISMO que el Concilio Limense mandó se hiciese para los niños. Explicado en lengua guaraní por los primeros Padres. En cuarto, 55 páginas. Santa María la Mayor, 1724. 2 viñetas (pág. 4 y 13).

Unico ejemplar conocido, en el Museo Británico.

XX.– EXPLICACION DEL CATECISMO, en lengua guaraní, por Nicolás Yapuguay, con dirección del P. Paulo Restivo, de la Compañía de Jesús. Santa María la Mayor, 1724. En cuarto. Volumen constituido por tres obras distintas. La primera (páginas 5-152) trata de los Misterios de la Fe: la segunda, 22 páginas sin foliar, sobre la Pasión de Cristo; la tercera, doscientas veintiocho páginas, trata de los Sacramentos, Virtudes, etc.

Una viñeta bellísima (plancha sobre metal) en la portada representando una Virgen con el Niño. Una viñeta en la página 4 representando un ángel alado. – Ocho ejemplares conservados:

Biblioteca del Colegio del Salvador (R.A.)

Museo y Bibl. del Dr. Mitre (R.A.)

Biblioteca Nacional de Río de Janeiro.

Biblioteca del Instituto Histórico brasileño.

Museo Británico.

Biblioteca privada del Dr. Mariano Molas.

Biblioteca de D. Domingo Lamas.

Librería L’Amateur, catálogo Nº 25 (B. Aires).

XXI.– SERMONES Y EXEMPLOS EN LENGUA GUARANI, por Nicolás Yapuguay, con dirección de un religioso de la Compañía de Jesús. San Francisco Javier, 1727. Volumen en octavo, texto 185 páginas. Cinco ejemplares conocidos:

Biblioteca del Colegio del Salvador, (R.A.).

Biblioteca del Sr. D. Enrique Peña.

Biblioteca del Instituto Histórico Brasileño.

Ejemplar que poseyó el Canónigo Gay.

Ejemplar en poder de Natalicio González (sobre éste se realizó la edición facsímil).

XXII.– SUPLEMENTO DE LA LENGUA GUARANI. 1727. Sólo se tienen datos de su existencia en la biblioteca del Colegio de Corrientes. No se conoce ejemplar alguno.

XXIII.– CARTA QUE EL SEÑOR DOCTOR JOSE DE ANTEQUERA Y CASTRO CABALLERO DE LA ORDEN DE ALCANTARA PROTECTOR GRAL. DE INDIOS EN LA REAL AUDIENCIA DEL PLATA Y GOBERNADOR QUE FUE DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY, ESCRIBIO AL ILMO. Y RMO. SEÑOR OBISPO DEL PARAGUAY D. FR. IOSEPH PALOZ (Typis Missionum Paraquariae in oppido S. Xaverii anno 1727).

La carta de Antequera (fechada en la cárcel de Lima 14 de agosto 1725) ocupa seis páginas; en la 7ª comienza la respuesta de Palos. Volumen en cuarto:

Museo Británico.

 

APENDICE III

EL EJEMPLAR PARAGUAYO DEL LIBRO DE NIERENBERG

 

Una inscripción al frente del volumen, reza:

"Fue impreso en las Misiones del Río Yryguay, en la primera imprenta del Río de la Plata (1705)".

"Véase portada en la página 295 del libro de SIERRA, Vicente D.: Los Jesuitas Germanos (Buenos Aires 1944).

El libro, sin tapas ni portada, incompleto, consta de 195 folios o sea 390 páginas.

EN EL LIBRO I (comienza en la página 23) al final hay un grabado que representa una canastilla de flores; más 5 grabados distintos y 3 repetidos (todos iniciales de capitulo).

EN EL LIBRO II hay 8 grabados repetidos (iniciales de capítulo) y 1 distinto.

EN LOS LIBROS III, IV y V hay 23 grabados similares a los del LIBRO I y 2 grabados distintos.

En total 9 grabados distintos y 34 repetidos. De los 9 grabados distintos, 8 son comienzo de capitulo y 1 viñeta.

Total de grabados en el volumen:43 iniciales de capítulo menos uno que es final de idem.

(El total de estos grabados en el libro completo es de 67).

Este volumen figuró en la Biblioteca de Don Enrique Solano López, anexa al Archivo Nacional hasta 1969, bajo el número 2013. En esa fecha pasó a la Biblioteca Nacional junto con el resto del mencionado repositorio. Poco después desapareció.

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A esta lista bibliográfica se podría añadir los originales inéditos o códices, de los cuales hubo sin duda número apreciable, ya que sabemos que en cada Misión se llevaba una crónica de sus actividades, por lo regular "en guaraní" y a cargo de un indio; además existen manuscritos de obras de botánica, medicina etc. como los del Hno. PEDRO MONTENEGRO. La Biblioteca Nacional de Asunción conserva siete de estos manuscritos que pertenecieron al Sr. Enrique Solano López y figuraron en el catálogo de su biblioteca, impreso en 1906.

 

 

APENDICE IV

LOS TEMPLOS MISIONEROS

 

Lista de los templos de las Misiones del mapa definitivo, con sus arquitectos (en los casos en que ha sido pasible rastrearlos) y lo que de ellos queda actualmente.

 

APOSTOLES. No hay noticias del arquitecto. Algunas piezas (imágenes de piedra). Pileta. Un chafariz y una cruz de piedra (en Museos del exterior).

BORJA. Arquitecto Hno. Brassanelli. (1696-1705) Con el Padre Tomás Bruno y Domingo Calvo. En 1844 aún se conservaba gran parte del edificio con sus hermosas puertas ornadas de tallas en piedra. Hoy prácticamente arrasada.

CANDELARIA. Se ignora el arquitecto. El templo fue de piedra. Apenas vestigios. (Se sacaron las piedras, primero para trincheras y luego para muros)

CONCEPCION. Hermoso templo de piedra con torres, y en ellas y en el frente, hornacinas con estatuas. Arquitectos, Hermanos Brassanelli y Primoli (mayor intervención de aquél). Posiblemente, uno de los más bellos. Arrasados. Restan: Una casa antigua, hoy dependencia administrativa, con algunos detalles en piedra y madera labrada. En su interior, pilares de piedra con sus capiteles y basas labradas. Un brocal de piedra labrada. Algunos restos de casas indígenas. Un cuadrante solar destruido.

CORPUS. Los mismos arquitectos de Loreto y San Ignacio Miní. Chafariz con brocal de piedra. El indio Melchor, según Peramás, escribió su historia, en la cual constaban detalladamente los datos referentes a la creación, consagración y ornato de su templo; pero esa crónica se ha perdido.

ITAPUA. El arquitecto fue Brassanelli, Este templo ostentó un gran lujo de dorado y pintura en sus techos donde lucía "de pintura fina" en episodios, la vida de la Santísima Virgen. Es quizá el templo cuya destrucción es la más completa. Ni los cimientos son visibles. En 1845 aún se conservaba integro. No se derrumbó. Fue demolido por orden de un jefe político, quien adoptó esa decisión porque uno de los pilares sostén de la nave mayor se hallaba resentido.

JESUS. Templo de piedra. Arquitectos: Grimau y Rivera. Nunca estuvo terminado, pero, paradójicamente, y por ser el único en el cual se utilizó la cal, se conserva casi en el mismo estado en que quedó, al suspenderse las obras, al tiempo de la expulsión. Los muros se levantan a 12 metros de altura los laterales, y a 8 la fachada. Tres portadas y dos nichos, en cada pared lateral. (éstos albergaron hermosas estatuas de piedras hoy ausentes). Arcos trebolados. Seis pilastras en el interior. Una torre de base cuadrada (campanil 12 mts. de lado, ángulos redondeados, muros ciegos) Restos de cimientos de las casas indígenas, que no alcanzaron a levantarse.

LA CRUZ. Se ordenó levantar el templo de materiales nobles en 1731; el arquitecto debía ser Primoli; pero no llegó a construirse. Quedan algunas piedras labradas y un reloj de sol.

LORETO. Arquitecto el Hno. Brassanelli. Anterior, el P. Antonio Palermo. Fue uno de los templos más suntuosos de Misiones. Tuvo dos cúpulas. Apenas quedan los cimientos y algunas piedras sueltas.

MARTIRES DEL JAPON. Sin datos. Muñones de paredones en descampado.

SAN CARLOS. Sin datos del arquitecto. Apenas muñones de muros.

SAN IGNACIO GUAZU. No llegó a levantarse templo de piedra. El edificio que llegó a nuestros días se inauguró en 1694. Hasta 1911 se conservaba en pie el templo, aunque caído parte del techo. En 1921 se derrumbó totalmente, y su ornamentación copiosa (solamente en el techo se contaban 1600 tablas pintadas) se dispersó. Hoy sólo queda una pequeña parte de su ornamentación e imágenes en el templo nuevo y en el Colegio o Casa de los Padres, convertida en Museo Jesuítico de San Ignacio.

SAN IGNACIO MINI. En 1674 edificó su primer templo el P. Domingo Torres. El nuevo templo de piedra lo edificaron el P. Camilo Petragrassa y el Hno. Brassanelli. Terminado en 1724. Quedan en pie la fachada y lienzos laterales hasta cierta altura. Restos del baptisterio. Restos de viviendas de los Padres y cimientos y muros de muchas viviendas indígenas. Es seguramente el conjunto de ruinas más nutrido, entre todos los templos misioneros. La fachada conserva sus hermosas tallas, y lo mismo el pórtico de la sacristía.

SAN JAVIER. Arquitectos Padre Camilo Petragrassa y Hno. Brassanelli, alrededor de 1725. Estanque. Pileta de piedra en forma de concha (sirve de lavadero).

SAN JOSE. El arquitecto es desconocido. Los colonos polacos volaron los muros y cimientos que restaban y que estorbaban a las faenas agrícolas. Apenas si se conservan unos paredones.

SAN JUAN BAUTISTA. Arquitectos P. Sepp y Hno. Juan Kraus. Sólo resta parte mínima de la ornamentación de la iglesia en la colección parroquial del P. Gabino Rojas (Museo de San Juan). La actual población se halla muy distante de su primera ubicación.

SAN LORENZO. Sin referencias. Sin embargo el estilo netamente español de la fuente que había en el patio de los Padres (diseño de Thorand en 1844) hace pensar que el arquitecto fue español.

SAN LUIS En el templo de la primera época trabajó el padre Hernández y luego otro criollo, el P. Francisco de Avendaño. El templo de piedra se inició dentro del siglo XVIII; no resta nada de él.

SAN MIGUEL ARCANGEL. Los cimientos del templo de piedra se echaron ya en 1700. Arquitecto Primoli, 1717. Son las ruinas mejor conservadas. El gobierno del Brasil ha prestado gran atención a su restauración. El templo fue quizá el de más majestuosas proporciones y elegante estilo de todos los de Misiones.

SAN NICOLAS. Arquitecto P. Anselmo de la Mata. Restos insignificantes.

SANTA ANA. Arquitecto Brassanelli, 1724-1725. Quedan solamente unos murallones sin interés arquitectónico, y un estanque.

SANTA MARIA DE FE. Quedan unas estelas labradas de mármol verde de las Misiones, aunque no parece llegó a levantarse templo de piedra; alberga numerosas imágenes pertenecientes al propio patrimonio, al de la Iglesia de Santa Rosa y quizá también a Misiones de la izquierda del Paraná, desmanteladas por Francia.

SANTIAGO. Arquitectos españoles, quizá Grimau y Rivera. Totalmente desaparecido. Quedan en pie algunos edificios de los que sirvieron de morada a los indígenas.

SANTA MARIA LA MAYOR. Incendiado el templo en 1738, no alcanzó a levantarse el sustituto. Algunos pilares de piedra de la casa de los Padres. Restos de muros de las habitaciones de los Misioneros. Unos paredones de la iglesia, con falsos pilares bien labrados. Nave única de 17 metros de largo. Restos de la prisión.

SANTA ROSA. Arquitectos españoles, Hnos. Grimau y Rivera. En pie queda solamente el campanil. De la primitiva construcción, el santuario de Nuestra Señora de Loreto, hoy baptisterio. Algunas imágenes. Piedras labradas y un reloj de sol.

SANTO ANGEL No se tienen datos acerca del arquitecto o de la fecha de erección. Azara habla de la profusión de imágenes que lo adornaban; "todas de ángeles" Quedan en pie restos de murallones.

SANTOS COSME V DAMIAN. Arquitecto desconocido. Se terminó después de la salida de los Jesuitas. Hasta 1951 se conservaba en pie la fachada; en esa fecha se derrumbó. En 1970 aún se conservaba en parte el edificio, aunque el techo se hallaba en malísimo estado. Al destecharlo para la reparación, no se tomaron precauciones para poner a salvo las pinturas de sotecho del coro, que aún se conservaban relativamente bien; y se arruinaron. Se conservan algunos edificios de la época funcional. Un cuadrante solar que sirvió para observaciones astronómicas a su constructor, el P. Diego Suárez. Un paralelepípedo de piedra tallado bellamente (parte de una fuente). Columnas monolíticas. Campanario (de época posterior). Piso de baldosas cocidas octogonales, ajustadas con pequeños cuadrados. Algunas imágenes. Un confesonario. Ocho grandes salas de seis metros de ancho, piedras bien encuadradas; con un sobrepiso formando desván (techo pintado).

SANTO TOME. Arquitectos P. P. Angel Canata y Camilo Petragrassa, y Hno. Juan Kraus, de 1713 a 1724. Totalmente arrasado.

TRINIDAD. Arquitectos Primoli y Grimau. Ruinas de la iglesia: tres naves de 11 mts. de ancho la principal, y de 6 las laterales, cubiertas por bóveda de cañón corrido de ladrillo. Capiteles de orden compuesto con dentículos y mútulos. Paños laterales con recuadros de influencia rococó. Pórtico de sacristía ricamente trabajado y en ella nichos con decoración vegetal. Ruinas de la torre y la capilla. Está rodeada en tres lados por galerías cuyos pilares de piedra están en pie algunos, y otros en el suelo. Soportales de casas indígenas (doce cuerpos) arquerías de piedra labrada; arcos de medio punto de 2 mts. luz, con impostas y arquivoltas molduradas; sobre cada arco una roseta trabajada.

YAPEYU. La primera iglesia iniciada por el P. Roque González. No se ha conseguido rastrear el arquitecto del templo de material noble. Se conserva solamente un reloj de sol.

 

 

APENDICE V

CRONOLOGÍA DE LAS FUNDACIONES JESUÍTICAS

 Anteriores a 1640

Del Paraná y Uruguay

San Ignacio Guazú

1609

Fundada por el P. Marcial Lorenzana y P. Francisco de San Martín

Santa Ana de Itatí

1615

P. Roque González.

Itapúa (Encarnación)

1615

P. Roque González.

Yaguapoé

1618

 

Concepción

1620

P. Roque González.

San Nicolás de Piratiní

1626

PP. Roque González y Miguel Ampuero.

Corpus

1622

PP. Pedro Romero y Diego Boroa.

San Ignacio Miní

1610-1632

 

Loreto

1610- 1632

PP. José Cataldino, Simón Maceta.

Caaró (Todos los Santos)

1628

P. Roque González.

Yapeyú (Nuestra Señora de los Reyes Magos)

1626

P. Roque González.

San Javier de Tobatí

1620

P. Roque González.

Candelaria del Ibicuí

1627

P. Roque González.

Candelaria del Caazapá Miní.

1620

P. Roque González.

Asunción del Iyuí

1628

PP. Roque González. y Juan del Castillo.

Asunción del Acaraguá

1630

 

San Javier de los Yaguaraitíes

1626

PP. Boroa y Ruyer.

Santa María la Mayor

1626

 

Santos Apóstoles Pedro y Pablo del Caazapá Guazú.

1631

P. Adriano Formoso

San Carlos

1631

 

Natividad del Acaray

1631

 

Santa María de Iguazú

1631

 

 

 

Del Guairá

Loreto de Parapanema

1610

Fundada por los PP. Cataldino y Maceta.

San Ignacio del Pirapó

1610

Fundada por los PP. Cataldino y Maceta.

San Javier de Tayatí

1622

P. Ruiz de Montoya.

Encarnación de Nautinguí

1625

P. Ruiz de Montoya.

San José de Tucutí

1625

P. Ruiz de Montoya.

San Miguel de Ybyturuzú

1626

P. Ruiz de Montoya.

San Pablo del Iñeay

1626

P. Ruiz de Montoya.

San Antonio de Ybyticoí

1627

P. Ruiz de Montoya.

Concepción de las Guayanás

1627

P. Ruiz de Montoya.

San Pedro de los Guaranás

1627

P. Ruiz de Montoya.

Los Siete Arcángeles (Tayaobá)

1628

P. Ruiz de Montoya.

Santo Tomás

1628

P. Ruiz de Montoya.

Jesús y María de Ibiticaraí

1628

Todas estas trece misiones fueron destruidas en 1632 por los bandeirantes.

 

 

Del Itatín

San José de Yacaray

1631

Fundadas todas por los Padres Diego Raconnier y Justo Von Surk Marsilla, belgas; Ignacio Martínez y Nicolás Renart, españoles. Asoladas en 1632 por los paulistas.

Santos Angeles de Tacuatí

1631

Encarnación

1631

Santos Apóstoles Pedro y Pablo.

1631

Natividad de Ntra. Sra. de Taragüí.

 

San Ignacio de Caaguazú

 

San Ignacio...(después S. Benito, luego Caaguazú, y más tarde Santiago).

1639

Poco después, con los fugitivos de estas Misiones destruidas, los mismos Padres fundaron las siguientes misiones.

En 1669 estas dos Misiones, con sus nombres definitivos, pasan a la región del Tebicuary.

Santa María de Fe (después S. Martín, luego Aguaranambí, y finalmente, de nuevo Sta. María de Fe)

 

 

Del Tape

San Miguel

1632

Fundada por los padres Cristóbal Mendoza, Benavidez y Romero.

Santo Tomás del Ibicuacuí

1632

PP. Berthot y Luis Ernot.

Santa Teresa del Yacuí

1632

PP. Francisco Giménez.

Natividad del Araricá

1633

P. Pedro Alvarez.

Santa Ana del Yacuí

1633

P. Ignacio Martínez.

 

 

Asoladas por los paulistas en 1636.

San Joaquín del Yacuí

1633

Fundada por el P. J. Suárez de Toledo.

San José de Itacuatiá

1633

PP. Cataldino y Ernot.

San Cristóbal del Río Pardo

1634

P. Agustín Contreras.

Santos Cosme y Damián del Añendá

1635

P. Adriano Formoso.

Jesús y María

1635

P. Pedro Mola.

 

 

Ultimas Reducciones del Uruguay

Visitación

1635

(Planeada, no llegó a fundarse)

Caaycó

1635

Como la anterior

San Carlos del Caapí

1631

Fundada por los PP. Felipe de Viveros y Mola.

 

 

De estas 48 reducciones (45 descontando las dos que no llegaron a fundarse) muy pocas subsisten al llegar 1636. La mayoría han sido destruidas por los bandeirantes y del resto muchas cambian de lugar en busca de seguridad. Después de 1635 se fundan o refundan las siguientes, que permanecen todas, menos Santo Tomás:

 

CANDELARIA. Es la misma Candelaria de Caazapá Miní trasladada en 1637 a las proximidades de Itapúa y de aquí a la costa sur del Paraná, sobre el Iguarupá. En 1667 ocupa su lugar definitivo.

SANTA MARIA DE FE. Fundada primitivamente como se ha visto por los PP. Raconnier y Von Surk, es vuelta a fundar en 1647 por el Padre Berthot con fugitivos de los mismos ltatines. Cambia de lugar en 1650 y en 1659 se ubica en el sitio actual.

SANTOS COSME Y DAMIAN. Del Tape, pasa a su ubicación definitiva, la actual, en 1740.

SAN IGNACIO DEL CAAGUAZU. Fundada en 1648 con fugitivos de Caaguazú, desaparece a poco, para pasar su población a Santiago.

SANTA MARIA LA MAYOR. Pasa a su actual ubicación en 1632 a la llegada de los fugitivos del Guairá.

LA CRUZ. Corresponde a la primitiva fundación de Asunción del Acaraguá. Trasladada a su lugar en 1637.

SANTIAGO. Fundación con fugitivos de los Itatines; cambia de lugar tres veces hasta quedar en el actual en 1659.

SAN FRANCISCO DE BORJA. Fundada hacia 1692 por un grupo salido de Santo Tomé, dirigido por el P. Francisco García, cura de esta misión.

SAN LUIS. Filial de Concepción, fundada en 1687 por los PP. Alonso del Castillo y Miguel Hernández (paraguayos). Esta Misión ocupa el sitio de la primitiva Candelaria de Caazapá Miní.

LORETO. En su lugar actual en 1696.

SAN LORENZO. Filial de Santa María la Mayor. Fundada en 1690 por el P. Bernardo de la Vega.

TRINIDAD. Filial de San Carlos. Fundada por el P. Juan de Anaya en 1706.

JESUS. Fundada por el P, Gerónimo Delfin en 1687, junto al Monday, cambia de lugar varias veces. Derruida su iglesia, pasa al lugar que hoy ocupa su templo inconcluso en 1765 (Tabarangüé).

SAN IGNACIO MINI. Ocupó en 1695 su lugar definitivo, Es la misma misión de San Ignacio del Pirapó.

SANTO ANGEL DE LA GUARDA. Desprendida de Concepción en 1707.

SAN JUAN BAUTISTA. Fundada por el P. Sepp en 1697. Filial de San Miguel.

MARTIRES DEL JAPON. Fundada con los restos de la Misión de Caaró, recibió también los restos de Jesús y María del Ibiticaraí, de San Cristóbal y San Joaquín. En 1704 se ubica definitivamente.

SAN CARLOS. Fundada con los restos de las Misiones del Tape y otras.

APOSTOLES. Corresponde a su homónima de Itatines.

SAN JAVIER

SAN NICOLAS. Fundada en 1637 a la margen derecha del Uruguay; se incorpora a Apóstoles; vuelve luego a su primitivo lugar en 1687.

SAN MIGUEL. Del Tape, se traslada a las inmediaciones de Concepción, a la derecha del Uruguay; en 1687 pasa a su definitiva ubicación.

SANTO TOMAS. La homónima del Tape. Se traslada a la orilla del Uruguay.

SAN JOSE. Pasa del Tape al oeste del Paraná, entre Corpus y San Ignacio Miní.

SANTA ANA. Del Tape pasa al Paraná cerca de Peyaré y de allí a su asiento definitivo.

SANTA ROSA DE LIMA. Desprendida en 1697 de Santa María de Fe.

 

 

CORPUS

YAPEYU

SANTIAGO

ITAPUA

SANTA MARIA DE FE

Fundadas con anterioridad:

Misiones del Paraná,

 

 

Del Tarumá

SAN JOAQUIN

SAN ESTANISLAO. Fundada en 1746.

 

Del Itatín

BELEN. Fundada en 1746

______

 

Como se ve por esta lista, son un total de setenta y siete fundaciones, incluyendo los traslados (no todos). Algunas de ellas de vida efímera, dieron poco o ningún margen al despliegue en talleres, pues desaparecieron o fueron trasladadas a otro lugar, más propicio, pero las más vieron interrumpida su existencia por desastres decisivos, como los del Guairá, cuando ya desenvolvieron una existencia próspera. Otras, luego de cambiar de lugar en algunos casos, finalmente perseveran y llegan, en número de 30, en plena actividad a la fecha de la expulsión. En total son más de 70 fundaciones.

 

NOTAS

1) Todas las iglesias que se mencionan en este capitulo se hallan dentro de un radio máximo de cien kilómetros de la capital paraguaya.

2) FRANCISCO JARQUE, Insignes misioneros de la Compañía de Jesús en la Provincia del Paraguay, Pamplona, 1687.

3) El llamado Tupâ mba’e.

4) Inscripciones grabadas en vigas o altares recuerdan los nombres de donantes hasta hoy.

5) FRAY PEDRO JOSE DE PARRAS, Diario y Derrotero de sus Viajes (1749 - 1753). Buenos Aires, 1943.

6) No está demás recordar que en Paraguay no existieron los gremios.

7) La ausencia de minas de plata y oro selló, desde el comienzo, el destino de la región.

8) FELIX DE AZARA, Geografía Física y Esférica de la Provincia del Paraguay. Montevideo 1904. Descripción e Historia del Paraguay y el Río de le Plata. Asunción, 1896.

9) A esta época también hay que asignar los cambios de patrimonio de las iglesias paraguayas.

10) Causa de malestar constante en la colonia, y del levantamiento comunero (1721 - 1735).

11) Las estadísticas (censos de población) antes y después de la salida de los jesuitas no permiten deducir que la movilización de gente misionera hacia la colonia fuese numerosa. Certifican en cambio la despoblación de las misiones.

12) El orden era: capilla rural, sub-parroquia, parroquia.

13) El primer registro bautismal data de 1600.

14) CARLOS ZUBIZARRETA. Historia de mi Ciudad, Asunción, 1965.

15) JUAN FRANCISCO DE AGUIRRE. Diario, en Anales de la Biblioteca, tomo IV. Buenos Aires, 1905.

16) JUAN GIURIA. La Arquitectura en el Paraguay. Buenos Aires, 1950.

17) En 1882 se realizó una gran refacción. En 1910 se realizó otra, en la cual los pilares de madera fueron cambiados. Estos pilares, pues, debieron existir desde antes de 1882, ya que es imposible que en 28 años se deteriorasen pilares de madera dura.

18) En la refacción de 1910 se introdujeron en fábrica 73.000 ladrillos.

19) FRAY PEDRO JOSE DE PARRAS, obra citada.

20) HECTOR H. SCHENONE. Tallistas portugueses en el Río de la Plata. en Anales del Instituto de Arte Americano, Nº 8, Buenos Aires, 1955.

21) FRANCISCO DE AGUIRRE. obra citada,

22) de soltería, para contraer matrimonio.

23) Ibid.

24) HECTOR H. SCHENONE. obra citada.

25) Esta madera es durísima y prácticamente incorruptible.

26) JUAN GIURIA. obra citada.

27) No se han hecho los análisis pertinentes.

28) La Tribuna: Piribebuy y su historia. Asunción del Paraguay, 26 de noviembre de 1967.

 

NOTA DE LA EDICION DIGITAL

f] portículo. Utilizado como diminutivo de pórtico.

 

 

 

 

 

 

 
 

 

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