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EMILIANO R. FERNÁNDEZ (+)

  RESERVISTA ITA - Letra de EMILIANO R. FERNÁNDEZ


RESERVISTA ITA - Letra de EMILIANO R. FERNÁNDEZ

RESERVISTA ITA

Letra de EMILIANO R. FERNÁNDEZ


 

 

 

RESERVISTA ITA

 Yo soy la reserve de mi patria amada

cual idolatrada che retä omimbi

yo me voy al Chaco para defenderte

de la mala gente patria guaraní.

 

El día que me muera sobre la trinchera

mamita nde réra arajha vaera

jha umi che irünguera tomombe'u ndéve

ne memby soldado mamópa opyta.

 

Joya de mi alma madrecita buena

apagad tu pena ani ne rasë

porque soy soldado de este Paraguay

na imboyoyajhái che sy nde yave.

 

Ya suena el clarín de esta patria mía

ya aclara el día mamita adiós

tu hijo ya parte como buena gente

un beso en tu frente péina oyaitypo.

 

Muchacha adiós porque ya me voy

en el Chaco estoy donde me llamó

y vendré un día como la historia

cubierto de gloria co che corazö.

 

 

 


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RESERVISTA ITA

 

Intérpretes:  QUEMIL YAMBAY YLOS ALFONSINOS

Material:  LA AJUPIRO DE PRESIDENTE

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuente:

CANCIONES PARAGUAYAS DE AYER Y DE HOY - TOMO I

Recopilación:

MARIO HALLEY MORA

y

MELANIO ALVARENGA

Ediciones Compugraph,

Asunción-Paraguay 1991 (192 pág.)

 

 
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LECTURA RECOMENDADA:
 
 
 

PALABRAS EN JUEGO

Cuentos de

YULA RIQUELME DE MOLINAS

Tapa blanda 14 x 20 cm, 136 págs.

Género: Cuentos - Publicación: 2000

Arandurã Editorial

www.arandura.pyglobal.com
Dirección: Teniente Fariña 1.074

Asunción - Paraguay

Telefax: 595 - 21 - 214.295

e-mail: arandura@telesurf.com.py


 




YULA RIQUELME DE MOLINAS (Asunción, Paraguay, 1942-2001) : Nació en Asunción.

Cursó la carrera de Historia en la Universidad Nacional de Asunción.

Escribe poesía y narrativa.

En 1976 publica "Los moradores del vórtice", poema.

En 1994, "Puerta", novela.

En 1995, "Bazar de cuentos".

En 1996, "Los gorriones de la siesta", novela; en 1998, "De barro somos", cuento, y en 2000, "Palabras en juego", cuento.

Algunos premios nacionales: 1er. Premio V Centenario. Feria Internacional del Libro, 1991 (cuento). 1er. Premio “Club Centenario”, 1991 (cuento). 1er. Premio Poemas del océano, 1994 (poesía). 2do. Premio Municipal de Literatura por el libro Bazar de cuentos, 1997. Mención Especial “Gran Premio Oscar Trinidad”, por Valores Creativos en la constante producción de textos literarios, 1998.Algunos premios internacionales: “Premio Borges” 90, Buenos Aires, Argentina (cuento). “Alfonsina Storni”, Buenos Aires, Argentina, 1990 (poesía). “Punto de Encuentro”, Montevideo, Uruguay, 1991 (poesía). “Premio de Narrativa”, Municipalidad de Vicente López, Argentina, 1995 (cuento). “Tercer Concurso de Cuentos Escritos por Mujeres de Habla Hispana” (FEMNYP), Santiago de Chile, 1997.

Es miembro fundador de la Sociedad de Escritores del Paraguay; miembro fundador de Escritoras Paraguayas Asociadas (EPA); miembro de la Sociedad de Amigos de la Academia Paraguaya de la Lengua Española e integrante del Taller Cuento Breve.

Fuente: www.arandura.pyglobal.com

 

EL TRAPECIO

  A los tumbos irrumpió en la pista de aserrín. Ejecutó dos contorsiones medio chuecas, una voltereta al aire bastante aceptable, y con la voz desfigurada por los gorgoritos, dijo algunos disparates de payaso aprendiz. Luego, saludó con gestos aspaventosos, muecas, pantomima, risa pintada en su cara de almidón, y esperó el resultado... Nadie se rió, nadie aplaudió. El público se hallaba atento a la jaula de los leones que meticulosamente levantaban en el centro de la pista principal. Pese a su gracioso cometido, el hombre no había logrado contagiar su risa. De momento, Antonio era un bufón, un payaso novato del circo «Mundo Maravilla», el universo prodigioso de los Hermanos Galván; aunque parecía evidente que los prodigios no se hicieron para Toño. Y sí, dando tumbos en serio él andaba por la vida. No acertaba, no progresaba, ¡no funcionaba! Estaba en vías de concretarse el hecho de que Antonio era inepto para el circo. De partida, le habían propuesto ser malabarista y con un juego de bolas girando en el espacio lo lanzaron a la escena. Centelleaban las pelotas, se le confundían, se entrechocaban, y cuando más se esmeraba, más rápido iban en picada al suelo. Le vistieron de Mandrake, con bigotes a la gomina, frac de fantasía, sombrero de copa y varita mágica, pero los conejos se le empacaban en lo profundo de la galera y no descubría la forma de hacerlos aparecer. Lo subieron al caballo blanco de extravagante montura. El animal lucía perifollos en el hocico, en las polainas, en la cola... Y para completar su atuendo, se adornaba el pescuezo con un collar de cascabeles dando vueltas de retintín. Ajeno a las pompas y a los bríos del corcel, Toño se precipitó a tierra ni bien comenzó el engolado a dar su paso de corveta. Lo destinaron a entrenador de perros, a domador de tigres de Bengala, a encantador de serpientes, y tampoco sirvió. Lo iniciaron en los secretos de la dama barbuda y se espantó de los piojos en las crenchas rizadas. Lo invitaron a integrar la banda de músicos y tanto desafinaba soplando la flauta, que le provocaba dolor de oídos a la concurrencia. En vista de sus mínimas posibilidades, lo alentaron a ensayar con los enanos saltimbanquis. Antonio se dedicó a los trucos pequeños del arte liliputiense y también fracasó. Como recurso de emergencia lo consignaron a prestidigitador y en un pase de ilusión fallida, se le mezclaron los naipes con los pañuelitos multicolores. Considerando los privilegios que su rango familiar le otorgaba, no lo habían encargado de la cocina ni de la limpieza y mucho menos, del montaje de las carpas, sillas y otras prácticas de inferior categoría. En cambio, por su origen de pura cepa circense, experimentaron con él en casi todos los números que el programa estelar del «Mundo Maravilla» exhibía en cartelera. Y no consiguieron sacarle partido. El «casi», respondía al último baluarte. Y claro, ¡Antonio no se acercaba al trapecio! Eludía cualquier actividad en las alturas. Los equilibristas le causaban pavor. De sólo verlos caminar en puntas de pie, suspendidos allá arriba, a él se le aflojaban las piernas, temblequeaba... Y cuando la estrella del espectáculo se empinaba para el salto mortal, con la marcha fúnebre de fondo y el trapecio volando desquiciado, Toño entraba en pánico y escapaba irremediablemente. Por cierto, aquella fobia tenía explicación: entre sus antepasados abundaron los trapecistas. Fueron hombres y mujeres con estirpe de pájaros y orgulloso designio. Durante décadas surcaron los cielos de las tres pistas. Alcanzaron con los brazos tendidos y el cuerpo ligero, la cumbre y la fama. Pero ocurrió que los padres de Antonio murieron en plena función. Tomados de ambas manos cayeron al vacío, sin red, sin esperanza... En esa noche fatal, Antonio apenas contaba ocho años y como de costumbre, miraba el espectáculo desde la platea. Nunca olvidaría la tragedia espantosa. Los Hermanos Galván se sintieron comprometidos con el niño huérfano y lo enviaron de pupilo a un colegio hasta que se completara su educación. Mientras, el circo siguió su derrotero de vagabundo; conduciendo la caravana por caminos polvorientos, por pistas de seis carriles. Sentando las carpas en pueblitos desolados, en ciudades populosas. Y al cabo de dar la vuelta entera, los Hermanos Galván y su tropilla, regresaron al punto de partida. Encontraron a Toño hecho un hombre y se lo llevaron sin perder el tiempo. Emocionado, el muchacho se vio de golpe en medio de su gente. Ni bien traspuso el cerco de maderas multicolores y banderines de papel chifón, el olor a su infancia se le metió en el alma. Y aletearon los recuerdos, se desbandaron... Antonio recuperó el pasado, lo aspiró con nostalgia... Incienso, aserrín, tufo de animal montaraz, hicieron la ronda de los efluvios... Y allá, detrás de los carromatos, el aromático guiso de alcachofas borboteaba en la olla de hierro vieja y caliente como el infierno. Y bueno, así de venturosa fue su llegada, pero los días pasaban y no se producía el feliz hallazgo de un puesto apropiado, ya no sabían qué lugar ofrecerle. Toño no había tenido éxito en ninguna de sus tentativas. Ahora, precisamente, acababa de comprobar que haciendo de payaso, apenas pudo resaltar su nariz; por el gran tamaño y su colorada redondez. Lo demás, un fiasco, igual que los anteriores. Y para colmo y peor desgracia, se había enamorado a primera vista de la novia del titiritero. Una chica lánguida cual marioneta descoyuntada. Sin nervio, sin sangre; pálida y fría. Contra el desaire de esta muñeca de trapo, arremetían las quejas dolientes del infeliz Antonio. Aunque existía un resquicio de luz entre los pesares de Toño. Sí, los Hermanos Galván habían decidido eximirlo de su estadía en el circo y de la pesada carga que, en apariencia, significaba para él su prosapia de cirquero. Solamente por la memoria de sus padres caídos en el deber, le pidieron integridad y le aconsejaron realizar el esfuerzo definitivo. Si aceptaba someterse a la prueba de coraje que daba lustre y honor al «Mundo Maravilla», Antonio se convertiría, omitiendo el resultado, en un ciudadano respetable. Y después, si así lo deseaba, se marcharía para siempre. De más está recalcar que Toño no dudó un segundo en aceptar la sugerencia. Tanta era su vergüenza por los fracasos repetidos, que deseaba finiquitar el expediente con suma rapidez. A sabiendas de que no sería un asunto fácil, se preparó para el reto. Lo que fuese a suceder, tendría que cumplirse esa misma noche, en la última parte del último acto. Y se inició la ceremonia. Le vendaron los ojos con un listón orlado de lentejuelas. Lo enfundaron en una malla de blancura impecable. Le calzaron zapatillas fulgurantes. Lo izaron por una soga escalonada hasta el tablero más alto. Con su cabeza, rozaba el mástil de la carpa mayor. A ciegas, Antonio quedó arriba. Abajo, se extendían las redes dispuestas por si acaso... El trapecio se puso en movimiento. Alguien lo había impulsado con energía. Se agitaba en loco vaivén. Antonio escuchaba el silbido del columpio suelto a los vientos. La banda enlutó el repique de los tambores. Entonces, Toño comprendió dónde se hallaba y para qué. Asumió el desafío. ¡El pájaro de fuego que dormía en sus genes, había despertado! Antonio desplegó las alas y se lanzó por instinto hacia el salto mortal. Dio tres vueltas de cabriola sobre sí mismo y con las piernas dobladas, se enganchó al trapecio en el momento justo. ¡En el momento crucial! La tribuna estalló en aplausos enardecidos. Los hermanos Galván respiraron con alivio. Antonio había encontrado su lugar en el circo.

 

LA DOÑA DE LOS GATOS

A Josefina Plá

 Ella tenía la casa llena de gatos. Por eso, uno más en nada iría a modificar la situación. Y la gatita pelirroja fue acogida con los brazos abiertos. Era cosa de rebanar los restos de carne cruda en trozos más pequeños; o de agregar un poco de agua a la leche y listo. Siempre que aumentaba la población, esos recursos salían a relucir. Los demás alimentos dependían de la caza de ratones o de algún correteo trasnochador por las callejuelas del barrio. «Así no cuesta mucho criar gatos», uno se pondría a pensar. Pero es seguro que nos estaríamos olvidando de los mimos y otros halagos que a más y mejor, aquella mujer prodigaba a sus animalitos. La devoción de esta señora por todos los felinos que la rondaban era tema en serio: doña Serafina viejecita, rodete de algodón y flores en la bata, zalamera traqueteaba por la casa acariciando a los gatos. A veces, aparecían convidados sin previo aviso; vagabundos de otros lares y con fama de caraduras. Y desde luego, gracias a la hospitalidad de Serafina, aquellos se instalaban definitivamente. Pero con la pelirroja, distintos fueron los trámites: Adriana se la trajo naufragando en un mar de lágrimas. «Saquen de aquí a este bicho asqueroso, ¡inmediatamente!», fue la sentencia de su madre al tropezar con el cajón de zapatos donde se acurrucaba la gatita colorada. La niña y sus hermanos se miraron espantados. Nunca habían visto a mamá enfurecida de ese modo. Todos los planes felices se echaron a perder: la indefensa huerfanita había sido despreciada sin consideración. ¡Adiós al sueño de criarla en casa! A este paso, no cumplirían con la promesa de cuidarla para toda la vida, como se lo juraron a la pobre minina abandonada en el baldío. Afortunadamente la cocinera andaba cerca y les contó de Serafina y su asilo de gatos: «Es la doña que escribe cosas... Vive cerca de aquí, en la otra cuadra. Por la siesta podemos ir a verla. Ella siempre está. Nunca sale, me parece...». Esperanzada con aquella noticia, Adriana respiró algo más tranquila y se sentó a la mesa. Acabando de comer, escaparían ella y la cocinera en busca de ese refugio para Micha. Sus tres hermanos menores iban a la escuela por la tarde, masticaba y pensaba Adriana. «Menos mal, porque sin tantos varones torpes, el problema quedará en buenas manos», suspiró aliviada y atragantándose con el postre, rumbeó hacia la cocina: «¡Con esta cuestión no se puede perder el tiempo!» rezongó y se puso a ayudar a Tomasa en el lavado de los platos. Pronto partieron cuchicheando y con el cajoncito de cartón en medio de las dos. El sol se desplomaba sobre las veredas y grandes goterones asomaron a la cara de Tomasa. Adriana, en cambio, no sentía calor. Ella sólo tenía ganas de que a doña Serafina le cayese en gracia la gatita Micha. Aquella era su única y exclusiva preocupación: «¿Dormirá la siesta esa señora? La gente se despierta de mal humor cuando se le corta el sueño. ¿Y si ni siquiera nos recibe? Ya me veo de vuelta con Micha; sin albergue, sin un regazo calentito...». Tomasa la oyó en silencio, se encogió de hombros y siguió avanzando. Adriana caminaba llorosa, abatida por el tonto presentimiento. Instintivamente, acomodó sus pasos al ritmo presuroso de la sirvienta. Llegaron. Cruzaron el patio enmarañado de árboles. Un olor imprevisible a selva tórrida y salvaje las recibió. Más allá, a puertas abiertas, doña Serafina bajaba el cuchillo sobre la carne sanguinosa, maloliente y, a diestra y siniestra, repartía el manjar entre sus huéspedes. Después, sacudió sus manos enrojecidas y vacías. «Se acabó el convite», murmuró y pensativa, sin enterarse de que tenía espectadores, fue derechito hasta su mesa escritorio y se puso a escribir afanosamente. Algunos gatos ronroneaban a su alrededor. Otros se divertían brincando en los techos. Los demás, sesteaban orondos a la sombra de una enredadera cercana. La niña, desde el umbral, entre sollozos ensayó un tímido saludo. A más de acalorada, iba hecha una sopa de tanto llanto. Aunque en realidad no sabemos si el bochorno era por el favor que venía a pedir o por la resolana tomada en la calle. Lo cierto es que la notamos vergonzosa, confundida... Cuando quiso darse cuenta, ella se encontraba rodeada de todos los pupilos de doña Serafina. Micha, contentísima, saltó de su caja y se unió a la comitiva. Resonaba en la habitación un concierto de maullidos en diversos tonos; de modo que, Adriana no podía empezar a contarle a la buena señora la triste historia de Micha. Y para colmo, a Tomasa le agarró el apurón en cuanto miró su reloj. ¡Claro!, por culpa de aquel asunto, ella había dejado una pila de cacerolas en remojo. Y como no le gustaba perder su tiempo en otra serenata, optó por echarse a dar sermones alusivos: «Ya están pasadas de moda las amarguras de la pelirroja. Ahora va a vivir muy dichosa entre tantos candidatos. Pronto lucirá una larga familia paseando detrás suyo. Por lo tanto, aprovechemos su alegría y, ¡patitas a la calle!». Aquí Tomasa tragó el aire y prosiguió con su perorata: «A doña Serafina no le interesan los detalles y dudo que se ponga a escucharte. Lo probable es que ni nos vea... Por favor Adrianita, ya no te entretengas y vámonos de una vez por todas. De cualquier forma tendrás que resignarte al adiós de Micha. Bueno, ¡a despedirnos que aquí estamos sobrando!». Pero Adriana no movió un pelo en señal de retroceso. Ella no se daba por enterada de la urgencia de la cocinera y tampoco, del giro pesimista que fue tomando su discurso. Imprevistamente había dejado de llorar. Clavada en su sitio, esperaba -en vilo- el momento propicio para discutir con Serafina los pormenores de la adopción y dejar sentado oficialmente el albergue de Micha. A todo esto, los minutos pasaban de largo y los gatos maullaban sin piedad. En consecuencia, tal cual lo anunciara Tomasa, ni fu ni fa le hacían a Serafina aquellas dos patitiesas: la cocinera tuvo que decidirse a postergar su prisa y a cerrar la boca ante la terquedad de Adriana y entonces, ambas quedaron de plantón por los siglos de los siglos. «¡Qué paciencia de Cristo!», uno se pondría a pensar... Y la verdad es que con el escándalo del gaterío y demás embrollos propios de la situación, también escapó a nosotros la cuenta del tiempo transcurrido. Pero al fin, la enfrascada señora abandonó parsimoniosamente su escritura y con pasitos cortos y sonoros traqueteó hacia las visitantes: doña Serafina viejecita, ojillos de luciérnaga y sonrisa entre las arrugas, se detuvo a medio andar. Levantó a la colorada y le hizo un arrumaco. Después, sin más ni más, dio la espalda a sus dos visitas que no servían ni para perder la paciencia y con Micha en brazos, se metió en el cuarto lleno de gatos y de papeles.

 

EL VUELO Y LA PLUMA

A Guy de Maupassant

El cortejo partió. Algunos rezagados cuchicheaban todavía en los salones de la funeraria: fue por eso. Por eso buscó la muerte, murmuraban por lo bajo, como si se tratase de un secreto. Y no era un secreto. Yo lo sabía. Lo sabíamos todos. Los presentes y los ausentes. Ya cuando intentó el suicidio, año y medio atrás, nadie quedó sin enterarse del porqué Guido se clavó en la garganta el cortapapeles. El mismo que había usado para acceder a las apasionadas cartas de Eloísa, la mujer que irrumpió en su vida con leves pasitos de danzarina y una trampa muy bien disimulada. ¡No hay perdón para ti, Eloísa! Tu llanto brota ahora que todo acabó. Pudiste evitarlo y optaste por el silencio. Entonces, Guido tuvo que apostar a la muerte. Se jugó a matar y no murió. Quedó desmemoriado en la cama de un hospital. Su piel que había sido tensa sobre las carnes rotundas de su cuerpo, se fue chupando de a poco, hasta detenerse en los puros huesos. Nunca más sus manos escuálidas utilizaron la pluma. Guido se había puesto a vegetar durante ese largo tiempo que le ocupó el trayecto hacia el fin. Un trayecto de sombras, de vergüenza. Y pensar que cuarenta años atrás, Guido había nacido burgués. Un burguesito criado en pañales de seda y tradiciones impuestas. En plena adolescencia, llegó a probar la austera disciplina de un seminario. Pretendían hacerlo cura, pero Guido no se avino a los sacros preceptos y lo expulsaron. Aquella mala experiencia celestial acabó por avivar su chispa terrena. Entonces, Guido escogió como carrera el mundo y su alegre constelación de mujeres fáciles. En esos días soplaban vientos de gloria en derredor... Eloísa giraba en otro espacio. La diversión parecía saludable. Las prostitutas de los barrios marginales parpadeaban como avisos luminosos a la vera de todos sus embates. E irremisiblemente, inflamaron sus deseos. Y se largó tras ellas. Y se propuso enloquecer de pasión a cuanta mujerzuela cortejara. Y lo consiguió sin mayores esfuerzos. Resultó ser el amante mimado de todas y cada una. Aunque no sólo las féminas habitaron el universo de Guido. También fue soldado enérgico cuando le tocó enrolarse. Y a su turno, joven escritor de mente fértil y aguda mirada. Yo he visto florecer en la misma vara su imaginación exuberante y sus dotes de galán. De modo que a pesar de las aventuras voluptuosas, fue narrador prolífico, servidor a la patria, deportista empecinado y otras actividades de igual provecho. Guido conjugaba maravillosamente su tiempo para darse el gusto. Y todo le salió a pedir de boca mientras Eloísa no se hubo inscripto en el registro de sus conquistas. Después de Eloísa, vino el suicidio frustrado. Luego, la agonía interminable... Y ahora, al cabo de tanta desventura, finalmente se pudo concretar el desenlace. Los recuerdos se enredaban entre mis lágrimas. Hace apenas un momento, ante el féretro abierto, lloré desconsoladamente. Habían acudido a mi memoria las tertulias en el café. Yo lo acompañaba en sus noches del espíritu. En esas veladas repletas de fantasía, de vino, de poemas... Evoqué a Guido a través de la húmeda cortina que nublaba mis ojos. Su rostro escuálido en el catafalco me afligió, me dolió intensamente. Esa horrible cicatriz en su cuello descamado y el ritmo pertinaz de las oraciones formaron nudo en mi garganta. Y sí, la voz de Eloísa había desgranado con insistencia los misterios del rosario. ¡Ah!, Eloísa, si Guido pudiera verte en ese plan de remordimientos que nunca te conocimos. ¿Quién te conoció realmente? Guido conoció a Eloísa en la plaza de las palomas. En la plaza de la fuente de piedra y los niños de la ronda redonda. Guido estaba reclinado en el banco umbroso y escribía en su libreta de tapas azules. Y pasó Eloísa meneando las caderas bajo su falda de seda al cuerpo y ese toque sugestivo en su andar de bailarina. Guido no pudo contenerse y le obsequió un piropo. Eloísa sonrió prometedora. Decidida se sentó a su lado. Al parecer, allí todo empezó; aunque mejor dicho, ése fue el fin, el camino hacia el fin. Guido se enamoró inmediatamente. Por primera vez, puso a los pies de una coqueta su fervor y su  depurada sensibilidad. Se entregó desprotegido, sumiso. Las madrugadas y el alba los vieron transitar en abrazo alocado de taberna en taberna. Alegres los dos, con la risa al viento. Guido, el pícaro amador, el de las mil y una juergas, estaba vencido. Eloísa lo llevará del cuello como a un perrito faldero, decíamos con acento cariñoso. Aquella era una profecía disfrazada. Por eso ninguno la supo interpretar. Desde luego, aún no despuntaban sus aristas las dificultades que irían a surgir tras estos amores. Y aceptamos la claudicación que parecía acertada: Eloísa era pálida. Con palidez de lirio delicado y fragante. Guido era robusto, de saludables colores y aires de triunfador. Componían una linda pareja, y los amigos no alcanzamos a vislumbrar lo que se estaba gestando... Eloísa viajaba. Era bailarina y su arte se lo exigía. A veces, ella dejaba escapar el tiempo en otras latitudes. Y quizá también, en otros brazos. En ese lapso, Guido solía buscarme. Y retornaban los viejos días de aquella inefable comunicación. De igual modo, él la extrañaba, sufría. Ansioso, aguardaba sus cartas espaciadas y breves. A Guido le atormentaban los viajes de Eloísa, pero éstas eran épocas buenas para el talento. Y Guido escribía con afán en medio de su tristeza inspiradora. Y más que nunca se destacaba en su prosa la ironía y aquel tinte melancólico que le daba brillo en paradoja. Con el regreso de Eloísa recuperaba la paz y alguna normalidad. Pero de improviso, todo empezó a declinar. Los entusiasmos deportivos quedaron atrás: su barca y sus remos se aquietaron junto al río. Su pluma perdió vuelo, decayó. Sus amores con Eloísa lo absorbían, se tragaban su fuerza. Los amigos nos pusimos en guardia. Algo no andaba bien y tratamos de ayudarlo. Todo fue inútil. Se había dado arranque a la máquina devastadora. Para Guido empezaba la cuenta regresiva. Sólo era cuestión de ir quemando etapas precipitadamente. Ya no existía manera de esquivar al destino. Eloísa, liviana y frágil, lo subyugaba con su voz engañosa, con su abrazo de serpiente. Guido se dejaba llevar... Y en cada vuelta, se aflojaban las cuerdas que lo amarraban a este mundo. No llores más, Eloísa. ¡No hay perdón para ti! Desde el principio escondiste tu verdad. Callaste, y le negaste a Guido su derecho a defenderse. Y se presentaron los síntomas: entre claros y oscuros, como en sus mejores cuentos, él transitaba su ceguera, sus fantasmas. Tu siembra crecía, Eloísa. La enfermedad progresaba... Guido supo que lo habías contagiado, que lo habías metido en tu misma trampa, en tu propia muerte. Quiso ganarte de mano. Se clavó el cortapapeles. Ya conoces el final.

 

Enlace al ÍNDICE del libro  PALABRAS EN JUEGO  en la BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES
CUENTOS : CANDILEJAS/ LAS PRIMAS/ EL SEÑOR DE LA FARMACIA/ MARÍA DE LAS MERCEDES/ CUENTO EN BLANCO/ EL MILAGRO DE AZÚCAR/ ¿TE ACORDÁS FACUNDO?/ EL TRAPECIO/ LA DOÑA DE LOS GATOS/ EL VUELO Y LA PLUMA/ AVENTURAS DE UN MONAGUILLO DESCARRIADO/ MONAGUILLO A LA MEDIANOCHE/ MONAGUILLO SE DIVIERTE/ MONAGUILLO EN EL INFIERNO/ CONFESIÓN DE MONAGUILLO.

 

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