-Óyeme Tito -le dijo la madre mientras preparaba el almuerzo.
-¿Qué mamá? ¿Qué me vas a decir? -repuso el niño de ocho años.
-No quiero verte más con esos muchachos malos, que cuando juegan te tocan la cabeza como para echarte al suelo. -Pero mama, ellos me quieren así, será porque soy el más chico.
-Bueno, es mi última palabra. No juegues más con esos mocosos.
El niño, desoyéndola, espero a que su mama durmiera la siesta. Escapo a la calle subiendo por el tejido de alambre que cercaba su vivienda...
Julián, un poco mayor en edad que Tito, ya lo esperaba sentado en el borde de la vereda.
-Sabes -le dijo Julián- ahora vamos a ir con Juan para hacer un safari por el lado del río donde hay una cueva. Allí podemos jugar a los piratas ¿no te parece?
El niño, contento al imaginar la aventura, saltaba de alegría. Juan, de doce años era el más alto, y tenía una vieja linterna de su padre. Sólo por esto se sentía jefe del grupo.
Al ver la cueva Tito se impresionó por lo oscuro de su interior. Pero todos dijeron que no tenían miedo para recorrerla y jugar allí mismo. Tito se tomó de la mano de Julián. Juraron no tener miedo y avanzaron más allá de la entrada de la caverna. La oscuridad reinante apenas se diluía con la débil luz de la linterna. Tropezaron. Se soltaron de las manos en el esfuerzo por levantarse... Vieron con estupor una alta figura fosforescente que creyeron que se movía. ¡Jesús! Todos se volvieron atrás y salieron corriendo buscando la salida de la cueva. Pero ahí no pararon. El susto los arrebataba. Y llegaron a la orilla del río.
Tito imprudentemente mojaba sus zapatillas, siempre corriendo por el susto. Así, no se dio cuenta que la costa formaba una ladera y sin poder ya detenerse la corriente le mostró su poder.
El niño estaba bajo el agua, no sabía nadar, y no podía gritar porque su boca se llenaba de agua lodosa. La caudalosa corriente lo llenaba, a pesar de su esfuerzo por salir hacia la superficie.
Sin embargo encontró una barrera salvadora. Era una mujer gorda que hacia pie en el fondo del río. La mujer al sentir en sus piernas el encontronazo lo alzó fácilmente. Y así el niño se salvo de morir ahogado...
Julián, mientras tanto, desde la costa, gritaba desesperado. Tito no dejaba de temblar porque sólo ahora recordaba el consejo de su madre.
No era para menos. La gorda que lo salvó de morir era ¡la mejor amiga de su mama!
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