.
EL HIJO DE LA DISCORDIA
El hombre mayor, dolorido, está en la cama. En silencio, un hombre joven controla, a su cabecera, el goteo de sus medicinas.
El enfermo está muy mareado. Semanas atrás en una intervención quirúrgica le extirparon parte del mal que lo está consumiendo.
El no sabe que ya no tiene cura, por eso rezonga, se molesta y exige atención, como siempre lo hizo.
En estos instantes pide que le apliquen un calmante más seguido. Le dijeron que era milagroso (la morfina). Quizá quería sentirse animado, necesitaba sentir otra vez esas ganas locas de vivir.
El hombre aun esta lucido, mira al joven insistentemente; a cada momento le pide alguna cosa: que le seque el sudor de la frente, o le acomode el almohadón debajo de la cabeza vendada y recién operada, o le cubra mejor con las mantas.
Parece, simplemente, que quiere tenerlo cerca.
¿Acaso Juan pensaba que podría escuchar de pronto esa palabra tan ansiada que el joven nunca llego a pronunciar?
En silencio y solícito, este trata de darle todos los gustos; a veces habla muy bajo, como para sí, mientras atento mira al hombre. Y como quien está cumpliendo un difícil deber, pensativo, anda por el cuarto vacío y solitario.
Ansioso espera, quizá, la hora de salir de allí. Su joven mujer, con sus hijos, unos niños y algunos adolescentes, lo esperan afuera, acompañando a un hombre de bastón que está sentado en el pasillo del hospital; juntos esperan de un momento a otro el desenlace fatal.
El joven que está cuidando al enfermo, hoy es un arquitecto, está casado y tiene un buen empleo, se ve rozagante y bien vestido como su esposa y sus hijos, los que lo están aguardando en los pasillos de ese hospital.
Es el mismo que años atrás había sido engendrado sin ser deseado y había nacido de una criada en la casa de sus patrones. Separado a muy tierna edad de ella, fue repudiado después por lo que era: un hijo bastardo.
Su padre se había hecho cargo del niño en sus primeros años, fue el tiempo en que lo puso a recorrer sirviendo en las casas de sus "queridas" de aquí para allá y como un criadito deambulaba entre los amigos de su encumbrada familia.
Pero, una buena mujer, por un azar de la vida, lo encontró un día piojoso y con sarna, saturado de parásitos y vestido de harapos.
Fácilmente y enseguida, ella consiguió la tenencia de esa cosa andrajosa y sucia que solfa limpiar los retretes y cuanto desdeñaban hacer los demás sirvientes de la casa. Porque José, el marido de la mujer, que era hermano de Juan, le había pedido a él, que le cediera su hijo.
Con los cuidados de esa abnegada y austera pareja pronto el niño se transformo. Y lo adoptaron y lo educaron enviándolo al mejor colegio que podían, y se dispusieron a costearlo todo con sus modestos y honestos ingresos.
Pasaron los años y el niño llego a hacer realidad el sueño del hombre que fue como su verdadero padre: ingreso a la Universidad, como el mismo lo había hecho muchos años atrás.
Fue entonces cuando Juan se entero de eso. Y pese a que nunca antes había tratado a su hijo, un buen día se le presento como su padre.
El joven, en esa oportunidad; se mantuvo sereno, no se sorprendió porque sabía muy bien -desde que tuvo use de razón que su padre biológico era Juan. El día que José se lo conto; le había dejado bien en claro que él no era más que un viejo tío, con una familia solitaria en la que había recibido al hijo que su hermano tenía abandonado. Pero bien sabia José que él no tenía derecho a considerarse un padre, porque nunca había tenido un hijo en este mundo. Sabía muy bien, también, que en su vida, jamás podría llegar a tener un solo nieto.
Pero Juan cayo gravemente enfermo, y el joven, obediente a José, ahora se encontraba junto a su lecho. José le había pedido que acudiera junto a su hermano ya moribundo, que era en la realidad, el padre del muchacho.
Quizá el joven en esos instantes estaba poniendo en práctica la abnegación y el sacrificio que había aprendido de esos seres que le dedicaron su vida. Pero, pesado era para él cumplir ese deber frente a ese hombre indiferente que lo vio nacer muchos años atrás.
José en los pasillos del hospital lo esperaba tranquilo, y, con la joven que se consideró siempre su nuera y los niños que se consideraban sus nietos. Allí los estaba acariciando y consolando porque unos instantes atrás, cuando habían ido a ver a ese desconocido moribundo, habían quedado impresionados.
Juan, cuando los vio, aun estaba consciente. Fue entonces cuando sintió un agudo dolor en el corazón; al ver a esos niños extraños e indiferentes le corrieron las Lágrimas. ¿Había pensado tal vez?... "Maldito yo! ¡Por qué me deje arrastrar por el placer en este mundo! ¡Ahora no tengo una familia! ¡Por qué desprecie a mi hijo! Estos niños ahora no me quieren como a su abuelo. En cualquier momento voy a morir y nadie me va a llorar".
En un postrer esfuerzo, al rato, el hombre se puso agresivo y se puso a gritar descontrolado: "¡Pero yo nunca negué mi paternidad! ¡Esta familia es mía! ¡Mía! ¡Solo mía! pero mi propio hermano me la arrebató! Y ahora lo tengo aquí conmigo; lo tengo que soportar ¡Que desgraciado soy". Y de inmediato agregó: "Lo odio profundamente, lo desprecio con toda mi alma!".
La respiración del hombre se hizo ya muy trabajosa, pero todavía gritando pronunció: "¡El debería estar solo como estoy yo ahora! ¡No tuvo nunca un hijo, solo una esposa que ya está muerta".
Y cuando ya casi no podía pronunciar palabra alguna, se dirigió directamente a su hermano que estaba allí presente y le dijo: "¡Pero ese hijo no es tuyo! Aunque lo quieras; vilmente te apoderaste de él. Y aunque su cariño me usurpaste, estos niños siguen siendo míos. ¡Míos! ¡Míos! ¡Míos cinco hermosos nietos. Jamás serás su abuelo!".
El viejo José frente a él, con los ojos húmedos, lo escuchaba. José seguía siendo el mismo de siempre, y aunque apenas ya caminaba, todavía trabajaba todos los días como contador de una empresa para mantener a su familia. Era el que habría de costear más tarde todos los gastos de la internación y el sepelio de su hermano; porque Juan con su vida disipada, ya había dilapidado para entonces todos sus bienes.
Y fue así como inundada su alma de envidia y rencor en el lecho de una sala de hospital, murió Juan. Llegó a recibir una digna y humana sepultura, pero nunca nadie, alguna vez, llegó a llamarlo tiernamente, "papa", "abuelo".
.
.
Enlace recomendado:
(Espacio del Taller Cuento Breve,
donde encontrará mayores datos
del taller y otras publicaciones en la
GALERÍA DE LETRAS del