EL GALLO VIEJO
Cuento de GLORIA PAIVA
EL GALLO VIEJO
Don Pedro despertó y dirigió la mirada a las manecillas luminosas del reloj. Las cuatro y media. Sintió alivio. Era su hora de despertar. La de siempre, la que mantuvo por tantos años. Hacía tiempo que temía fallar despertando tarde, como el gallo que de nuevo hoy estaba atrasado. Permaneció quieto mirando las rayas de luz que a través de la persiana dejaba en la pared el farol de la esquina.
-Te doy un minuto, gallo viejo -dijo al encender la luz del velador.
Gallo viejo. Sin querer había empleado las palabras de Marina.
-Papa, estoy harta de ese gallo viejo. Molesta y ensucia. No sé para que lo querés.
-Es útil.
-¿Útil?
-Sí, me despierta -contestaba él.
Entonces ella ofrecía a cambio un despertador a pila, automático, con luces que "te despertara a vos y sólo a vos y no a todo el barrio".
¡Como si ella oyese el canto del gallo! A ella no la despertaban ni el gallo ni el despertador a pila con todas sus luces y música. De eso se ocupaba antes su madre llamándola una otra vez entre mate y mate, pero después la tarea quedó a cargo de la empleada, que se limitaba a golpear la puerta a la hora, indicada despreocupándose de que ella respondiese o no.
-Una ejecutiva no necesita llegar al trabajo a las siete de la mañana -se justificaba ella.
Don Pedro estaba ya sorbiendo el segundo mate cuando escuchó el esperado canto.
Por fin, gallo viejo. ¡Con ocho minutos de atraso! Si hubieses trabajado conmigo te los descontaría del sueldo.
No tengo por qué pagar tiempo que no se trabajó, había dicho siempre; no recordaba haber variado la expresión desde la época en que tenía un solo empleado, hasta que llegaron a sumar más de 50. Sin embargo, nunca había llevado a la práctica su amenaza: la mirada fija en el retrasado bastaba como castigo.
-Vamos a poner un reloj marcador -había propuesto Marina cuando, del negocio de barrio, pasaron al centro de la ciudad.
-El reloj no conoce a las personas -protestó.
El aparato fue instalado, pero él siguió junto a la puerta recibiendo los buenos días.
Las rayas luminosas de la pared había rato que habían desaparecido. La casa seguía silenciosa.
Don Pedro se ajustó la bufanda y el gorro con orejeras. Llevando en una mano el mate Y en la otra un puñado de maíz salió al patio.
Con un aleteo el gallo bajó del naranjo, se aproximó y picoteó con fuerza los granos esparcidos en el suelo. Con la punta del zapato don Pedro cerraba con cuidado los hoyitos que el pico y las patas del animal dejaban en el césped recién plantado. No quería que las viese Marina.
¡Pobre gallo!, con gusto Marina te hubiese dejado allá en la casa vieja, como dejó todos los muebles familiares. Ella todo lo quería nuevo, brillante. Los muebles de la oficina también fueron cambiados. El salvo su gastado sillón de cuero y a pesar de las protestas de Mariana lo llevó a la casa. Allí se acomodó a leer el periódico.
De pronto, bajo el naranjo, el suelo se llenó de monedas. Don Pedro trajo un rastrillo y las reunió en un montón que crecía rápidamente, pues apenas él las juntaba el sol las reponía.
-Ya nadie junta monedas. Sin embargo son la base de toda fortuna -pensaba mientras las recoja y las guardaba en los bolsillos, cuando estos se llenaron las cargó en los cajones de los muebles, en los jarrones, en los ceniceros.
-¡En las cacerolas no! -dijo la cocinera.
El gallo seguía tratando de atrapar las que caían.
-No -le dijo el-, no puedes comerlas. Yo tengo muchas monedas para comprarte todo el maíz que quieras. Lo voy a comprar en espigas para ir desgranándolas despacito, ahora también tengo mucho tiempo-. El gallo seguía picoteando las monedas de luz que caían en el piso.
Bruscamente todas las monedas desaparecieron.
-Papá, es hora de irnos. El escribano nos espera. Te quedaste dormido. Eso te pasa por despertarte temprano sin necesidad.
El trámite fue rápido. Todo estaba preparado.
-Firme aquí, don Pedro. Aquí Ud., señorita, y ya termino. A don Pedro le sobro tiempo para ir al mercado y hace sus compras. Claro que aprovecho para saludar a sus amigos los que aun quedaban. Don Aniceto, el del almacén de suelas, don Toribio, el del negocio de ramos generales. A don Felipe no lo vio; le contaron que estaba enfermo y que su negocio andaba bastante decaído.
-¡Qué suerte tuviste, Pedro! Pudiste salir de acá. Nosotros seguimos luchando sin muchos cambios -dijeron.
Al abrir la puerta de su casa un apetitoso aroma lo recibió.
-Vengo con hambre y eso parece estar rico- dijo a la cocinera.
-Sí -contesto ella-. Hice un riquísimo locro. El gallo viejo fue a la olla. Hirvió mucho, pero esta delicioso. La señorita dijo que ya terminó su tiempo de vida útil, que más provechoso sería en la olla -seguía parloteando la mujer mientras servía la humeante sopa.
Don Pedro no la escuchaba ya, trabajosamente subía las escaleras.
-Pero, ¿no va a comer, don Pedro? ¿No dijo que venía con hambre?
-Pobre señor. Ya está muy viejo. Por suerte la señorita consiguió que le diese poder general para la administración del negocio -pensó la mujer mientras recogía el paquete que el anciano había dejado sobre la mesa. Al hacerlo, varias espigas cayeron al suelo desgranándose.
Fuente:
TALLER CUENTO BREVE
Asunción-Paraguay
Octubre 2005 (179 páginas)
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