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LUIS ORTIZ SANDOVAL

  LA INSTANCIA PÚBLICA DE LA GESTIÓN. ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE LA PARTICIPACIÓN CIUDADANA EN EL ESTADO - Por LUIS ORTIZ SANDOVAL


LA INSTANCIA PÚBLICA DE LA GESTIÓN. ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE LA PARTICIPACIÓN CIUDADANA EN EL ESTADO - Por LUIS ORTIZ SANDOVAL

LA INSTANCIA PÚBLICA DE LA GESTIÓN.

ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE LA PARTICIPACIÓN CIUDADANA EN EL ESTADO

Por LUIS ORTIZ SANDOVAL

 

 

INTRODUCCIÓN

 

El desafío de un diagnóstico integral de la administración pública supone el análisis de la participación ciudadana en la gestión, buscando comprender la matriz social donde se inscribe el Estado y sobre la cuál éste ejerce su acción. Este nexo, al que podríamos denominar la “instancia pública”, se traduce en una institucionalidad y en cultura política en la que pueden involucrarse los diferentes sectores de la sociedad.

 

El planteamiento principal de este artículo es que dicha instancia consta de tres niveles, que es necesario analizarlos para encarar el problema de la democratización del Estado sobre la base de la ciudadanía. Estos niveles son: i. la visibilidad de los sectores que buscan incidir en la cosa pública, ii. la incidencia propiamente en la gestión pública y, iii. las implicancias de la participación en la estructura social y en la democracia.

 

Esta problemática requiere un análisis en el marco de sociedades desiguales y con incipiente desarrollo de ciudadanía, en las cuales las contradicciones sociales marcan de manera pronunciada la estructura social favoreciendo la persistencia de efectos adversos para los individuos: precariedad, pobreza y exclusión social. A este respecto, una proporción considerable de la población, en situación desfavorecida, cuenta con numerosas dificultades tanto de protección social, de ejercicio de derechos y de interacción con el Estado.

 

Por su parte, en la relación entre sociedad y Estado, interviene de modo discreto, el mercado, volviéndose necesario conjugar los intereses opuestos de acumulación económica de unos y la inclusión social de otros. Con las demandas de los grupos desfavorecidos, de acceso a oportunidades, de seguridad social y garantías en el ejercicio de derechos, colisionan los intereses de los sectores sociales privilegiados, que por regla general buscan la continuidad de un status quo que les favorece en su dinámica de concentración. Es por ello que, evocando la temática de la participación en la esfera pública, se busca entender la función de arbitraje del Estado para impulsar el desarrollo económico y la equidad social.

 

Es por ello fundamental subrayar el doble carácter de la participación ciudadana en el Estado. En primer término, la participación es un proceso resultante de las acciones de los actores con sus identidades orientándose a la incidencia en el Estado en tanto garante de reglas que hagan factible la inclusión social. En segundo término, la participación es un resultado, ya que el Estado incorpora en su institucionalidad los mecanismos forjados por la sociedad para que la atención a las demandas sociales sean sustentables y duraderos en la promoción de la equidad y la confianza.

 

1. PARTICIPACIÓN COMO VISIBILIDAD POLÍTICA: EL PROTAGONISMO EN LA ESFERA PÚBLICA

 

La historia social del Estado en América latina está marcada por las acciones colectivas de diferentes sectores de la sociedad, buscando incidir sobre el poder público para la atención de demandas y reivindicaciones sociales ante una estructura social poco sensible a la suerte de los grupos sociales en desventaja.

 

En este sentido, la participación es, en primer término, la puesta en la esfera pública de las demandas y expectativas por parte de los grupos sociales organizados. Participar es visibilizar acciones, de manera organizada y con propósitos definidos. Como lo señala Robert Castel, el Estado no se percata de las necesidades de la sociedad (en particular de las fracciones desfavorecidas) hasta que ésta presiona, fundamentalmente por medio de acciones contenciosas, la urgencia de atenderlas, de darles cabida en la política pública (Castel, 1997: 266)). El ejemplo de los Estados de bienestar en Europa o de los estados “sociales” latinoamericanos de los años 2000, muestran que la ampliación de derechos económicos y sociales para la población respondió a adecuaciones estatales respecto de las necesidades y las demandas sociales  para construir instituciones de bienestar.

 

Los regímenes autoritarios en América latina legaron a las sociedades una lógica de administración pública oligárquica, basándose tanto en la intimidación a la población por la coacción, como en la institucionalización de prácticas clientelistas y de cooptación de sectores sociales. Varios de éstos, no necesariamente favorables a él, se vieron obligados a “disimular” sus identidades y sus demandas por medio de lo que James Scott denomina la “resistencia oculta” (Scott, 2006). Ya en los años de la democratización, las poblaciones campesinas, los pueblos indígenas, entre otros, continuaron a absorber los embates de la discriminación social y política, negándoseles, por la censura o la criminalización de sus acciones, la reivindicación de derechos. En este sentido, la historia nos muestra que se ha construido un modelo de Estado que sirvió durante décadas a sostener un régimen de dominación política y no un régimen que conjugue la participación con las reivindicaciones culturales (Thezá, 2011: 5).

 

Una de las dimensiones constitutivas de dicho modelo fue el patrimonialismo, principio según el cual un grupo de poder acapara los recursos administrados por el Estado para beneficio propio, como plataforma de acumulación política y para el control de la asignación de bienes y servicios públicos para garantizar el monopolio del poder. Este es el caso de Paraguay, en el que un sector político con fuerte poder social, utilizó la burocracia y los poderes jurisdiccionales para sostener un modelo de dominación que, con el proceso de transición democrática, cambió de rostros pero no de modelo. “El nuevo bloque en el poder no es muy nuevo, ya que precisamente se consolidó mediante favores del Estado, utilizando con frecuencia (…) medios reñidos con la ley y con el interés general” (Fogel, 2005: 139). La otra dimensión ha sido el clientelismo, que bajo la forma prebendaria estableció un vínculo de dependencia entre el Estado y la sociedad, en particular por parte de los sectores desfavorecidos de la población con respecto a la burocracia pública, sobre la base de la lealtad política para la sustentación de regímenes autoritarios. En el caso paraguayo, como sugiere Luis Galeano, el clientelismo sintetiza un modelo de dominación en los escenarios sociales y políticos a través de los lazos patronales y caudillistas respectivamente, lo que se transpone en la relación entre Estado y sociedad en todos los órdenes de la realidad (Galeano, 2009: 191).

 

En este contexto, la institucionalidad estatal estuvo regida por atávicas reglas según las cuales la competencia por el poder era una lucha por la pretensión del monopolio de recursos públicos, objetivo propio de sociedades en que la desigualdad inhibe la participación (y por tanto la oposición y contestación) de la ciudadanía al acaparamiento arbitrario de privilegios. La institucionalización de mecanismos democráticos se vuelve, con ello, un ideal carente de fuerza ante la debilidad del Estado diseñado para la vigencia de monopolios políticos, el corporativismo y la cooptación.

 

2. PARTICIPACIÓN COMO INCIDENCIA EN LA GESTIÓN: LA INNOVACIÓN DE LA ACCIÓN PÚBLICA.

 

La participación lleva a incorporar en la esfera pública nuevos problemas y nuevas soluciones, asociados a identidades (étnicas, de género, de clase social) y con perspectivas de institucionalizar la inclusión social para que se garanticen derechos. El Estado, en este sentido, puede o no redefinir sus estructuras administrativas, conservarlas o innovarlas para incorporar o no en su seno las expectativas y necesidades de la población.

 

En muchos casos, se ha construido un modelo de administración pública que sirvió durante décadas a sostener un régimen de dominación política y no un régimen que armonice el sistema democrático con un modelo de desarrollo con bienestar. La burocracia respondía a la pugna por el monopolio de los recursos públicos, característico de sociedades en que la desigualdad inhibe la participación (y por tanto la oposición y contestación) de la ciudadanía a la acumulación arbitraria de privilegios. La participación se vuelve, con ello, un proceso carente de fuerza ante la debilidad del Estado diseñado para la vigencia de monopolios políticos, el corporativismo y la desigualdad social (Vial, 2003).

 

La participación protagónica de la población puede revertir estos procesos socio-históricos en la configuración del Estado, además de promover un cambio institucional sostenido en el tiempo. Ahora bien, del lado de la sociedad que busca participar, se corre el riesgo de incapacidad de adaptación a los mecanismos administrativos necesarios para la incorporación de las demandas en la institucionalidad pública. Del lado del Estado, se corre el riesgo de la colonización del poder público sobre los procesos de participación para adaptarlos a sus esquemas y normas.

 

Esta tensión se ve reflejada en los medios e instrumentos de participación ciudadana en la gestión pública, los cuales pueden constituir facilitadores para ensanchar oportunidades para la sociedad civil aunque también rituales infructuosos para dar fachada de legitimidad a lógicas verticalistas y centralistas. Como lo señala la Carta Iberoamericana de Participación ciudadana en la Gestión Pública, la participación es el motor para garantizar el derecho a informarse sobre los aspectos de interés público, intervenir en los procesos de evaluación, respetar y propiciar decisiones públicas que prioricen el interés general, efectuar solicitudes, proyectos y propuestas en los ámbitos correspondientes, reivindicar derechos en función del ordenamiento jurídico nacional, ejercer el derecho de petición, la acción popular, la acción de amparo o tutela y la acción de cumplimiento. Todo esto, de manera autónoma, gratuita e igualitaria (que se respeten la diversidad y no discriminación) proyectándose a un protagonismo ciudadano consustancial con el Estado que se pretende democrático.

 

La calidad en el servicio y en la función pública (criterio de calidad en la gestión pública) es entonces, por una parte, resultado de las acciones de diferentes sectores de la sociedad civil por rendir un entramado burocrático y el servicio civil más efectivo, eficiente y equitativo, y por la otra, condición necesaria para definir de manera óptima, expeditiva y eficaz, las políticas estratégicas del Estado al servicio de la ciudadanía, en particular los sectores más rezagados que fueron objeto de múltiples atropellos y discriminaciones en los periodos de autoritarismo.

 

La elaboración de programas para la formación, sensibilización e información (deliberación y comunicación) de los ciudadanos y ciudadanas referidos a su derecho de participación en la gestión pública, son algunos de los aspectos de la educación para la participación de modo que se pueda ejercer una implicación integral de la ciudadanía como resultado de la acción pública para garantizar dicho derecho. La rendición de cuentas a la ciudadanía como un proceso permanente que promueva de manera fácil y transparente la interlocución y evaluación de la gestión pública de acuerdo con los múltiples intereses sociales, es un derecho en que se sustenta el adecuado funcionamiento de la democracia, que garantiza el principio de trasparencia del proceso,  y al mismo tiempo verifica la efectividad, eficiencia y ecuanimidad de la acción pública. Como en el caso de Chile, la participación ciudadana en el ámbito municipal a través de los presupuestos participativos, fue un mecanismo muy expandido, siendo la necesidad de transparentar la gestión de gobierno la principal motivación de los municipios para implementarlo ante la influencia ciudadana por incidir en las decisiones relacionadas con los recursos públicos. Si bien la proporción de recursos en el presupuesto es baja, su existencia habilita canales de deliberación colectiva, propiciando aprendizaje en el uso y control de los rubros así como promueve la presión por ampliarlos en la medida que su gestión otorgue credibilidad en el nivel local (Gonnet, 2009: 103-104).

 

Estos mecanismos podrán regirse, a su vez, por un marco normativo que asegure, por un lado, la legitimidad democrática de la acción pública con la participación ciudadana y, por el otro, la calidad técnica de la acción para el beneficio general. Es por ello que la participación ciudadana, en el marco de la transformación del Estado, no puede sino formularse como una circularidad entre el proceso por el cual las acciones colectivas de la sociedad civil organizada inciden en la democratización del Estado y su burocracia, así como el resultado institucionalizado de dichas acciones impactan en la gestión pública para que ofrezca con eficiencia y equidad, condiciones de crecimiento económico y bienestar social, es decir, de desarrollo con equidad.

 

3. PARTICIPACIÓN COMO DEMOCRATIZACIÓN: LA REDUCCIÓN DE LAS DESIGUALDADES SOCIALES.

 

Las desigualdades sociales se basan en la institucionalización de la distribución asimétrica de los recursos y las oportunidades así como en la baja permeabilidad en el Estado de los principios de justicia distributiva, los que, según John Rawls, sustentan éticamente los Estados de bienestar (Rawls, 2003). En términos históricos, cuando la sociedad está marcada por desigualdades pronunciadas de larga data, se favorece una relación entre Estado y sociedad fundada en el clientelismo. Lo que constituyen derechos universales se vuelven favores a cambio de lealtad política. Más crítico se vuelve el problema cuando la economía está marcada por un Estado en repliegue, con baja capacidad de regulación y de arbitraje, haciendo que lo que constituyen derechos sociales se vuelven servicios dispuestos a la mercantilización.

 

Los avances en América latina en términos del protagonismo de la sociedad civil para profundizar la democracia no han bastado, empero, para allanar el camino de superación de las desigualdades, que sirvieron ayer a regímenes autoritarios basados en instituciones patrimonialistas-prebendarias y sirven hoy para diferir la consolidación del régimen democrático. Estado y democracia, hallan una virtuosa connivencia cuando se garantiza un régimen de libertades y equidad social en un sistema democrático de gobierno. Cuando los Estados se retiraron de la regulación de la economía, una concepción de sentido común se instaló según la cual los derechos ciudadanos se convierten en servicios que deben ser prestados por el sector privado. Con el retorno del Estado en la primera década del 2000, el sector público retomó el protagonismo en el mantenimiento de garantías sociales para los ciudadanos. Desde entonces, dichas garantías debieron ser custodiadas por las organizaciones sociales e iniciativas ciudadanas para el fortalecimiento de un Estado social de Derecho.

 

La participación, como expresión de demandas colectivas y acciones asociadas a éstas, pretende ampliar derechos y oportunidades. Más son los grupos que se involucran en estos procesos, más necesarias se vuelven las instituciones que garanticen acceso y distribución equitativa de los recursos sociales y económicos para todos. La democratización, así, no se plantea solamente el ejercicio de derechos civiles y políticos para asegurar el cumplimiento de reglas de juego, sino se orienta a la reducción de las desigualdades de modo que todos los miembros de la sociedad accedan a una real ciudadanía o ciudadanía social: status que posibilita la participación efectiva y real en los diferentes ámbitos de la vida política (Marshall & Bottomore, 2005).

 

En lo que respecta a los marcos institucionales, estos indican la tradición de ciertas prácticas y relaciones instituidas por el poder público y que favorece u obstaculiza mecanismos de participación ciudadana. Cuando las tradiciones institucionales están fuertemente signadas por el autoritarismo la cooptación es recurrente. El marco institucional implica problemas de adaptación o de resistencia de los actores participantes a los nuevos métodos y estrategias adaptados a nuevas exigencias de los Estados. En este sentido, la participación ciudadana (en América latina) está marcada por dos tipos de tradiciones: la primera, una tradición aristocrática que incita a los actores a conservar jerarquías y a concentrar atribuciones directivas; la segunda, una tradición autoritaria, según la cual tiene importancia el “leadership” y no la matriz de relaciones sociales, lo que alimenta el fantasma del mesianismo, modelo acorde a estructuras sociales y marcos institucionales con marcadas huellas autoritarias.

 

Cuando el Estado socavó los mecanismos de participación social, difirió y dificultó el fortalecimiento de la ciudadanía. Quedaba claro para ese modelo estatal que la multiplicación de ciudadanos era una amenaza a su base de sustentación. De ese modo, la cooptación, típico mecanismo autoritario según el cual una pequeña parte de un grupo social o de la ciudadanía es asignada unilateralmente como representante del conjunto, fue una salida para dar la apariencia formal de participación, limitando la incidencia en las decisiones públicas y en la atención de las demandas sociales. Como sugiere Osvaldo Hurtado, el autoritarismo requiere a pesar de todo, cierta adhesión de la población, factor donde radica la necesidad de dicho mecanismo para persuadir que “una vibrante voz de mando y una resuelta expresión de voluntad eran suficientes para que se pusiera fin a discrepancias. Como estas actitudes autoritarias también inspiraron la conducta de los ciudadanos, los abusos de poder hasta llegaron a generar simpatías” (Hurtado, 2004: 300).

 

La cooptación, en efecto, generó problemas en la institucionalización de una administración pública centrada en la igualdad ante la Ley, en la representación plural, en la inclusión social y el control así como la evaluación de la acción pública. En ese sentido, la fachada democrática de la participación en sociedades de pronunciadas desigualdades tiene el efecto de encubrir la acumulación política y económica de grupos que capturan el Estado para sus intereses particulares.

 

La exclusión social es una consecuencia de este proceso y es el problema contra el cual los sectores democráticos de los diferentes estamentos se han organizado. La inclusión en una nueva estructura del Estado, es la condición necesaria de generación de condiciones para el crecimiento económico, en que la ciudadanía haga parte de la cooperación social y sea sujeto soberano de derechos. Como lo señala Ovejero Lucas, la democracia propiamente participativa favorecería el pleno desarrollo de las potencialidades de los ciudadanos y garantizaría el ejercicio de sus facultades en un régimen social que tiene por principio el igualitarismo (Ovejero Lucas, 2005: 148).

 

Para ello, la ampliación de oportunidades sociales es consonante con la protección social para evitar la precarización y la pobreza de modo a sostener un régimen político democrático. A propósito, las demandas de políticas redistributivas se vuelven realidad cuando los gobiernos se hacen eco de las mismas y destinan sus acciones así como sus recursos para revertir situaciones de desigualdad pronunciada. Los efectos redistributivos del gasto social pueden constatarse en un país como Brasil, donde los niveles de bienestar se incrementaron en el periodo de 2002 a 2007 como parte de una política social diseñada para hacer frente a la pobreza (PNUD-OEA, 2010: 176).

 

4. DE LA CONSULTA A LA COGESTIÓN: HACIA NUEVOS PARADIGMAS DE PARTICIPACIÓN

 

Existen fuerzas contrapuestas que pugnan, por lado, por la continuidad de los esquemas tradicionales de gestión, propios de Estados autoritarios o, por el otro, por la democratización de la estructura burocrática. Del lado de los esquemas tradicionales, la administración pública impone problemas a la participación. La reserva en la divulgación de información, el léxico complejo de la gestión, la lentitud de procesos y de transferencia de recursos, incertidumbres en los trámites, contradicciones entre los niveles de territorialidad y sectorialidad en la toma de decisiones, prácticas y actitudes verticalistas, arbitrarias e incluso violentas por parte de los funcionarios, son problemas que están aún pendientes de evolución. Correlativamente, diferentes conquistas ciudadanas no ven continuidad en el tiempo cuando el Estado no genera mecanismos institucionales para incorporarlas en el seno de la gestión pública. Los procesos, así, se ven truncados por cambios gubernamentales o por un sentido legalista de la participación ciudadana según el cual la norma no se adapta a compromisos y acuerdos resultantes de acciones colectivas.

 

Esto genera problemas de confianza pública, cuyo volumen se vuelve un aspecto central en la legitimidad del Estado (y de las reformas) ante el espectro del reflujo autoritario que requiere, por su parte, una credibilidad mínima (Tilly, 2010: 214). La confianza en el poder público se expresa en la imparcialidad y en la transparencia. La imparcialidad porque dicho principio garantiza la igualdad ante la Ley y ante el Estado, sin importar las diferencias sociales entre los ciudadanos. La transparencia posibilita delegar bienes de administración pública en personas e instituciones que lo utilizarán eficientemente y equitativamente para el bienestar colectivo.

 

Del lado de la democratización de la estructura burocrática, se gestan sistemas estandarizados de control y co-gestión de la cosa pública. Se instauran y actualizan sistemas de información así como mecanismos de cumplimiento de acuerdos entre Estado y sociedad civil para garantizar resultados surgidos de procesos participativos (Cunill, 1995: 12). La reformulación de los modelos de participación es necesaria para transformar el modelo de incidencia en el Estado. Al respecto, dos aspectos son importantes. El primero, pasar de un modelo consultivo a un modelo protagónico en la participación y, el segundo, articular la incidencia ciudadana en los tres niveles jurisdiccionales del Estado: el nivel nacional, el regional y el local.

 

La interacción entre los diferentes actores con el Estado en sus diferentes jurisdicciones, plantea la búsqueda de esquemas y métodos que aseguren resultados concretos para responder a los intereses sociales. En ese sentido, los actores buscan incrementar sus oportunidades y sus derechos de modo que el Estado pueda democratizarse al consolidarse la ciudadanía.

 

Los ciudadanos, en los diferentes ámbitos y sectores, persiguen ya no solamente el reconocimiento en la esfera pública sino también el desarrollo de competencias para interactuar de manera eficaz con el Estado. Un tema clave, en este sentido, es el desarrollo de capacidades de participación. Con ello se entiende el conjunto de competencias técnicas y políticas que vuelven eficientes los mecanismos de participación ciudadana para ejercer control, realizar una gestión conjunta y compartir responsabilidades en las decisiones que conciernen las políticas públicas. Las demandas de formación implican un objetivo central en este sentido, para que la adquisición de conocimientos y las prácticas asociadas, permitan ejercer efectivamente el derecho de participación que la democracia promueve (Annunziata, 2009: 17).

 

Las habilidades y destrezas para la formulación de presupuestos participativos, la información y criterios analíticos para la elaboración de planes sectoriales de bienestar (salud pública, educación, protección social, seguridad civil, entre otros) así como el aprendizaje de criterios y procedimientos para la gestión de fondos de transferencias, conforman unos de los ámbitos más comunes en los que las capacidades son herramientas concretas y necesarias para que la participación sea eficiente en la formulación, ejecución y evaluación de la acción pública así como equitativa respecto de los sectores sociales más carenciados.

 

La participación ciudadana que se limita a la consulta ciudadana mediante mecanismos establecidos por el poder público, juega más un papel de legitimación de esquemas verticales de decisión y centralizados de gestión. Sin lugar a dudas que la institucionalidad es una condición necesaria para el ejercicio de derechos y para la incidencia de los diferentes actores en la esfera pública, pero las experiencias muestran que no es condición suficiente. En casos como Paraguay, donde el excesivo control de los mecanismos institucionales de participación no facilita el protagonismo político de la sociedad, las iniciativas de legislación y cogestión despuntan más como anhelos que como proyectos concretos (Ortiz, 2009: 55-56). Asimismo, los mecanismos tendientes a la deliberación conllevan los mismos efectos de “movilización inocua” si las conclusiones adoptadas en los debates no se plasman en medidas concretas.

        

Los mecanismos de participación pueden incrementar la calidad de la democracia (los que otrora no tenían poder, lo adquieren) si con los mecanismos se facilita la dinámica de coordinación entre los actores, sus identidades, el sentido subjetivo de sus acciones, sus proyectos y reivindicaciones, todo ello en los resultados de la política pública. En este sentido importa subrayar que la ciudadanía se conquista, no se otorga de arriba.

 

Aquellas experiencias en donde los actores, sean estos individuales o colectivos, ejercieron presión para que se institucionalicen los mecanismos de co-gestión de la política pública, fueron eficaces en el incremento de la calidad de vida de la población a escala local, en la asignación eficiente de recursos públicos, en la ejecución de obras físicas y sociales, entre otros. Así por ejemplo, en Costa Rica o Uruguay las demandas sociales se atienden en el seno de las instituciones y se revierten en políticas públicas de orientación de tipo universalista (Olavarría, 2005: 100-104) o, en Chile, donde la institucionalidad pública traduce demandas locales en políticas descentralizadas y sectoriales (Olavarría, 2005: 82-87; Rodríguez & Fernández, 2012: 3, 16).

 

En este sentido, los mecanismos de participación son medios para alcanzar resultados concretos por parte de los grupos implicados protagónicamente. Al mismo tiempo, la institucionalización de estos mecanismos, en varias experiencias, no solamente llevó al cumplimiento de las formalidades de consulta y los rituales de deliberación sino que incorporó en la lógica administrativa los criterios vinculantes de las decisiones surgidas de instancias participativas en la gestión pública (Canto Chac, 2008: 15).

 

Sin la legitimidad democrática de los procesos de transformación del Estado, éstos podrían caer en el mismo vicio de las reformas estructurales orientadas al mercado de los años noventa, en que la experticia tecnocrática primó sobre las discusiones colectivas y sobre la búsqueda de consensos amplios en la construcción de un Estado capaz y competente para facilitar el desarrollo económico y social. Pero también pueden caer en el problema de la captura populista de la voluntad popular, sobre la base del clientelismo y la redistribución no sostenida con base en la transformación productiva. Como señala Luis Vázquez, la solución a la ineficacia del Estado ante las enormes demandas de la población, toman un carácter sea institucional a través del neopopulismo con sus consecuencias a mediano y largo plazo en materia de ineficiencia económica, sea mercantil a través de la lógica de la oferta y la demanda, con sus consecuencias en inequidad social a corto y mediano plazo (Vázquez, 2007: 355).

 

CONCLUSIÓN

 

La inclusión de la población en la transformación del Estado supone la inserción de la participación ciudadana en el rediseño institucional del mismo y en la formulación así como en la gestión de la política pública. La transversalidad de la participación, así, no solamente garantiza el control y supervisión de los agentes de gobierno, sino otorga legitimidad a un proceso que requiere de amplios consensos, credibilidad y aceptación.

 

En términos de la inserción de las identidades culturales en el Estado, éste no admitía, según el principio republicano, el tratamiento particularista de las demandas en la institucionalidad estatal, pues aducía, como único criterio para el tratamiento igualitario de los individuos, a la ciudadanía. Ésta confiere legitimidad a la acción pública en la búsqueda de condiciones de igualdad. La solidaridad social, por la cual los individuos desfavorecidos deben ser compensados por sus condiciones de origen, lo son en tanto ciudadanos y no en tanto pertenecientes a alguna categoría comunitaria.

 

El ideal de igualdad social, con el principio de ciudadanía, se expresa en políticas que buscan la equidad social entre los ciudadanos. En este sentido, las políticas sociales que tienen como objetivo la protección social, se guían por el principio de universalidad conjugado con el principio de pluralidad. Incorporando en la agenda pública la diferenciación social y las identidades culturales, se resuelve en el terreno práctico el principio republicano de “igualdad ante la ley”.

 

Los mecanismos de participación ciudadana movilizan a la sociedad pero no necesariamente le otorga poder. Cuando sirven de instrumentos de contraloría pública, de cogestión administrativa y de decisiones, hacen posible el ejercicio de poder y potencias facultades para el protagonismo en las políticas públicas. Cuando los mecanismos son solamente instancias rituales de reunión y deliberación, sin incidencia efectiva, diluyen las potencialidades de los actores.

 

Tanto más los grupos presionan porque el Estado sea un ámbito de inclusión social, desde el acceso a los puestos públicos hasta la cogestión de la acción pública, tanto más la diversidad sociocultural, étnica y de género se insertan en la dinámica de reformas de la administración y en la formulación de políticas de desarrollo, que tienen como objetivo la superación de las desigualdades extremas y la consecución de condiciones de bienestar social.

 

 

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Documento facilitado por el Autor en Enero 2013

Publicado en: Revista Reforma y Democracia, Nº 54, Octubre de 2012, Caracas.

 

 

 

 

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