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JOSÉ LUIS APPLEYARD (+)

  LA BLASFEMIA Y TORQUEMADA - Cuento de JOSÉ LUIS APPLEYARD


LA BLASFEMIA Y TORQUEMADA - Cuento de JOSÉ LUIS APPLEYARD

LA BLASFEMIA Y TORQUEMADA

Cuento de JOSÉ LUIS APPLEYARD

 

 

El profesor estaba sentado en el corredor de la vieja casa. Vestía un piyama a rayas marrones y calzaba unas finas zapatillas que le habla traído un ex-alumno luego de un viaje al extranjero. El Profesor gozaba de ese descanso que decretaba para sí mismo y que lo llevaba al pueblo del cual sin ser nativo era hijo dilecto. Habla terminado la hora del mate y ahora le tocaba la de la lectura de «La Prensa» de Buenos Aires, diario que recibía con relativo atraso que nada significaba para él, pues no buscaba las últimas noticias sino los sesudos comentarios editoriales y alguna crónica social.

El Profesor se habla recibido de abogado hada muchos años y había ejercido durante algunos años la cátedra de Derechos Reales sin singular éxito, circunstancia que lo movió a retirarse prudentemente antes de que lo retiraran luego de cualquier asonada. Pero el hecho la había valido el título de profesor que había suplantado oportunamente al de doctor en la carrera de los honores jurídicos.

Padre de una familia no muy numerosa para la época -cinco hijos, cuatro mujeres y un varón- habla adquirido por su propia mediocridad, por guardar silencio muy oportunamente y por recordar algunos latínazgos y sentencias jurídicas en el momento oportuno, «M fama de patriarca del Derecho, sobre todo en su pueblo de adopción, donde se transformaba en una especie de figura mayestática muy diferente a la que tenía en la Capital.

El reloj dio la seis de la tarde. El había sido uno de los contribuyentes para la adquisición de ese reloj que desde la torre de la iglesia era el indisimulado orgullo de la parroquia. Los pesados pasos del cura resonaron en la acera. El cura era de origen vasco, fornido y sanguíneo, que gustaba del buen vino y de la buena mesa. Cuando el Profesor estaba en el pueblo no dejaba de visitarlo puntualmente al dar la seis de la tarde.

-¿Cómo le tiene el calor, Profesor?

Lo cacofónico de la pregunta no inmutó al Profesor, quien respondió al saludo.

-Si a mis años no me he acostumbrado, creo que ya nunca me acostumbraré a él, padre. Por favor siéntese.

El cura usaba un amplio guardapolvos de color amarillento que suplantaba la sotana cuando el calor arreciaba. Se sentó con agilidad a pesar de lo voluminoso de su cuerpo. Suspiró y sacando un cigarro de las profundidades de un bolsillo comenzó el rito de encenderlo trabajosamente.

-¿Qué novedades trae la prensa?

-Lo de siempre. Los diarios no hacen más que hablar de la gran crisis mundial. Siguen las quiebras espectaculares y los suicidios. La Liga de las Naciones es un» bolsa de gatos y en Alemania las cosas están que no me gustan nada.

-Dios ilumine a los hombres para que no vayamos a caer en la tentación de una contienda como lo fuera la del 14 -suspiró el cura.

-Por favor, padre. La paz mundial está asegurada por todo lo que resta del siglo. El tratado de Versalles es una garantía a largo plazo. En cuanto al armamentismo, usted que domina el latín sabe cuán cierto es aquello de si vis pacem, para bellum...

-Pero no hay que olvidar, mi querido amigo, que lo mismo se pensaba a principios de 1913 y vino el disparo de Sarajevo y ardió Troya.

-Sí, lo admito, pero las circunstancias eran otras.

Así conversaban el profesor y cura hasta las seis y media, hora en que llegaba el comisario, gran amigo y admirador del profesor, no así del cura, con quien tenían a veces unos enfrentamientos a consecuencia de que la vida privada del guardián del orden y la moralidad no era muy edificante. Con esta segunda visita, Cristiana, la criada de la casa traía puntualmente una mesa de mimbre con una bandeja que contenía cuatro vasitos y una botella de caña.

El Profesor sirvió los vasos y con un gesto invitó a sus visitas a tomarlos. El comisario dijo « ¡Salud! y lo vació de un trago, pasándose el revés de la mano por los labios.

A esa hora parecía que el atardecer estaba aún muy lejano. Pero era una sensación engañosa porque de pronto un rápido crespúsculo traía la noche que caía como inesperada sobre el pueblo y lo sumía en tinieblas.

El comisario luego de haberse enjugado los labios, dio la novedad del día.

-La hija de fia Casimira se escapó con el badulaque de Serafín.

-En eso tenían que terminar -masculló el cura.

-No prejuzgue, padre, usted que ejerce el ministerio divino. El amor es una fuerza muy grande sobre todo en los jóvenes y usted ¿acaso no predica la doctrina del amor?

-Pero ¡qué amor ni qué ocho cuartos -respondió el cura con indignación! Otra palabra tiene y no me ensuciaré los labios para pronunciarla. A la niñita esa la malcriaron o, mejor, no la criaron y éste es el resultado. Dentro de un tiempo aparecerá con la panza en la boca y comenzará así la serie de los hijos con diversos padres, por supuesto, porque Serafín se jacta de acostarse solamente una vez con una mujer y después la cambia.

-Es la naturaleza, padre, es la naturaleza...

El comisario sonrió sin intervenir. Le encantaban esas escenas en las cuales el Profesor ponía contra las cuerdas al cura.

-Profesor, lo que estos dos descocados han hecho constituye un pecado ante los ojos de Dios y de los hombres y no mezcle usted a la naturaleza con el pecado, ¡porque se acerca peligrosamente a la blasfemia!

La sirvienta trajo la lámpara con pantalla de porcelana y la puso discretamente sobre la mesa.

Esa breve interrupción hizo que el Profesor pudiese contener su indignación creciente, pero sólo a medidas:

-Más que un pastor de almas parece ser usted una reedición de Torquemada, corregida y aumentada!

-Calma, calma, profesor, -intervino, conciliador, el comisario.

La respuesta del cura quedó en el aire, al sonar las siete campanadas del reloj. Entonces, poniendo en pie su robusta humanidad la hizo arrodillar, mirando hada la iglesia y mientras las campanas tocaban a Angelus, luego de santiguarse musitó las palabras rituales de la oración, mientras el Profesor y el comisario se ponían respetuosamente de pie. Una persona más contempló la escena desde lejos: era el juez de paz que acudía a la cita vespertina y a quien esperaba el cuarto vaso.

Luego de los saludos de rigor y de tomar asiento, el cura comentó:

-Ha llegado usted oportunamente, señor juez, porque como dice el nombre del cargo que usted ejerce, ha traído, accidentalmente, la paz. Usted y la oración del Angelus han logrado el milagro de contener mi santa indignación.

-¿Qué ha pasado?

-Pues nada, que el profesor me ha comparado con Torquemada...

-¿Y quién es ese?

-Pues nada menos que un gran inquisidor español, cristiano nuevo, cuyo apellido original era Torre Quemada, de origen judío que se dio el lujo dé mandar a la hoguera a centonares de sus antiguos correligionarios -explicó con violencia, el Profesor.

En eso, vino la muchacha a encender la lámpara. Había comenzado a obscurecer. Una suave claridad iluminó el rostro de los contertulios, que callaron mientras duraba la operación.

Cuando se retiró la sirvienta, el cura se aclaró fuertemente la garganta:

-Creo, Profesor, que usted me debe una explicación...

El Profesor, antes de responder, llenó nuevamente los vasitos. Luego, con aire doctoral, dijo:

-Estimado padre, usted sabe perfectamente que yo respeto su investidura sacerdotal. Por eso siento una profunda sorpresa ante el pedido de explicaciones de su parte, siendo yo el agredido de palabra por usted.

-En qué momentos, ¡coño!

-Usted me trató de blasfemo ¿o no?

-Solamente y como sacerdote le dije que tuviera cuidado de relacionar a la naturaleza con el pecado, porque siendo la naturaleza obra de Dios, se infería que el pecado también lo era.

-¿Y acaso no lo es?

-¡Relapsus es! -bramó el cura golpeando fuertemente la mesa de mimbre, tanto que la lámpara perdió el equilibrio y cayó sobre la mesa derramando el kerosén sobre el diario. Este ardió, con pasmosa velocidad y las llamaradas iluminaron la escena con luz trágica, mientras que cuatro sombras trataban de apagar el incendio que había abarcado la mesa, las sillas ayudado por un nuevo combustible, el de la caña, que ardía con mayor fuerza aún hasta que hizo explotar la botella.

Y en medio de todo la voz del cura tronaba: « ¡Relapsus es!» Has blasfemado, inconsciente, y éste es el primer castigo de Nuestro Señor!».

Y la voz profunda e indignada del Profesor: «Cállese Torquemada de boquilla, que ahora estará gozando con su elemento favorito!»

Y desde ese atardecer, el cura jamás pisó la casa del profesor.

 

 

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REVISTA DEL PEN CLUB DEL PARAGUAY

LOR NARRADORES

N° 3 – 1979 – ASUNCIÓN

Ediciones COMUNEROS

Asunción - Paraguay

 

 

 

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