ENCUENTRO DE CULTURAS
Ensayo de RUBÉN BAREIRO SAGUIER
Cultura mestiza por definición histórica, la latinoamericana es resultante de la inserción ibérica inicial -la suplantación progresiva luego- en el tronco multiforme de las culturas amerindias, con el posterior agregado del elemento africano y de los aluviones inmigratorios. Dada la diversidad de componentes, un problema latinoamericano esencial ha sido y sigue siendo encontrar su identidad cultural, situación que refleja la literatura al buscar la apropiación de un lenguaje y la concreción de un contenido en un idioma en cierta medida prestado, y dentro de un contexto político no unificado. La búsqueda se agudiza, y el conflicto se hace evidente, en ciertos momentos críticos de toma de conciencia: la emancipación romántica, el modernismo, la novela social y la literatura de nuestros días.
Ya la colonia se plantea la disyuntiva: ¿Utilizar la lengua aborigen o la de los conquistadores? Apenas producida la independencia, el problema de la expresión -la «lengua nacional»- se suscita en todo el continente, y persiste hasta nuestros días en la producción literaria.
Concomitante y paralelamente con la preocupación a nivel expresivo surge y se desarrolla la del tema, la del contenido. América es, sin duda, el contorno geográfico del continente nuevo, pero es, además, la «invención de América» hecha por la cultura occidental, invención renovada por los contactos directos como la inmigración, o indirectos como los aportes culturales. De nuevo la disyuntiva. ¿Es más americana la literatura al ocuparse directamente del continente, o puede serlo igualmente sin necesidad de esa referencia?
Ambos carriles -lingüístico y temático- han de servir como líneas de orientación en este trabajo, siendo ambos elementos, lenguaje y contenido de una literatura, terrenos privilegiados en que se manifiesta en forma más evidente el conflicto resultante del choque de culturas.
1) DOS CUESTIONES PREVIAS
Antes de entrar a considerarlos, abordaré dos cuestiones previas, comprobaciones que presento a manera de axiomas: 1) la imposición final de la cultura occidental en América; 2) la asunción de la lengua europea como medio de expresión literaria.
Me he referido a América Latina como lugar privilegiado del encuentro étnico-cultural, pero es preciso determinar la especificidad del proceso, en primer lugar porque el mestizaje y la aculturación no son fenómenos exclusivos de esta parte del mundo; en segundo lugar, porque otras regiones del continente que no han conocido la experiencia intercultural en su forma radical -Estados Unidos, por ejemplo-, se han visto asimismo enfrentadas a problemas en la elaboración de un vehículo expresivo propio para su literatura.
El primer presupuesto es que, en ambos casos, lo que se impone es la «cultura occidental», vale decir, el conjunto de valores y pautas traídos por los conquistadores. Ahora bien, ¿de qué manera? El exterminio de las poblaciones aborígenes por parte de los ingleses, aboliendo uno de los términos en presencia, eliminó el largo proceso de resistencias y antagonismos en que se vio envuelta la historia iberoamericana. Tal proceso condujo a una síntesis sobredeterminada por una instancia particular: el encuentro de culturas sustancialmente diferentes, sin duda el mayor que se registra en la era cristiana, y el más dramático porque un puñado de europeos, gracias a la superioridad técnica que significaban las armas de fuego, la rueda y los caballos, se impuso a cientos de miles de americanos, muchos de ellos organizados en estados poderosos. Al mismo tiempo, era la cultura racionalista del Renacimiento la que se ponía en contacto con el universo mágico de los indios. La complejidad de esta relación parece explicar el carácter conflictivo propio con que fue vivida la experiencia tendiente a la creación de una identidad cultural latinoamericana.
El segundo presupuesto, derivado de la imposición de la cultura occidental y cristiana en el nuevo mundo, la utilización del castellano-español o portugués, y a lo más del «idioma nacional», en la expresión literaria, conduce a plantear el problema de la autonomía de las letras latinoamericana. ¿Hasta dónde no se trata sino de prolongaciones de la literatura metropolitana? ¿Hasta qué punto la latinoamericana existe como una totalidad independiente? La duda surge, primero, porque nuestra literatura se expresa en una lengua que se define por la aposición calificativa de española2, término que reviste un contexto histórico-político indudable. La tradición -elemento importante para la definición- nos resulta ajena, como un préstamo. Esto se agrava por la inexistencia de una unidad hispanoamericana, es decir, de un soporte nacional, que sí tiene la literatura española. Cuando leemos a Bello, Darío o Asturias, aparentemente lo hacemos con los mismos puntos de referencia que cuando leemos a Cervantes, Quevedo o Machado. Sin embargo, existe una diferencia representada por la comodidad con que el español se maneja en su lengua y la lucha del hispanoamericano por su expresión. Para resolver el dilema, los críticos han apelado al contenido («nuestra realidad») o al factor lingüístico («nuestra expresión»). En verdad, ambos elementos entran en juego para definir la autonomía. Mariano Morínigo lo demuestra al decir que «la lengua española es el elemento común de ambas literaturas...; no existe una lengua hispanoamericana que como sistema funcione distintamente de la española... Cervantes y Darío escriben un mismo sistema de lengua, la cual lengua, por prioridad, se llama española. Pero éste es el nombre de la lengua, no la lengua misma. En rigor, el sistema no tiene nombre, pero como no funciona en abstracto sino para designar concretamente un mundo, el nombre de la lengua es, primero, convención justificada y luego arraigada». De lo cual se concluye que el sistema, al relacionarse con un universo concreto, va matizándose de acuerdo con «la acomodación al mundo que expresa». De esta manera ambas lenguas, la peninsular y la americana, son sólo matices del mismo sistema, pero matices que revelan experiencias distintas y autónomas. De ahí viene la diversidad de ambas literaturas, unidas por el sistema común y separadas por el matiz, reflejo de universos históricos diferentes. Esta experiencia en el espacio y en el tiempo es el contenido; el matiz, la expresión del mismo.
Las observaciones de un historiador, Silvio Zavala, vienen a confirmar esta separación entre lo americano y lo peninsular, ya desde la época de la colonia, revelada por la falta de sincronismo en el desarrollo de ambas culturas. Por razones obvias, las corrientes estéticas llegaban más tarde a América, pero no sólo perduraban más que en las metrópolis sino que coexistían con tendencias posteriores, de lo cual resultaba una reinterpretación cultural. Dice Zavala: «Las dificultades en el uso de la terminología (concerniente a estas corrientes) son un indicio de la peculiaridad de las situaciones americanas, que comienza a traslucirse desde el descubrimiento (literatura de Indias diversa de la de España, dificultad de entender al indiano en la metrópoli, otro escenario, cronología y mentalidad nuevas)». A lo que es necesario agregar que, luego de la independencia, los asincronismos son más evidentes y el proceso en general se invierte: el romanticismo llega antes a América (desde Francia) y el modernismo se impone en España una década después de su creación en Hispanoamérica.
2) EL PROBLEMA LINGÜÍSTICO
A) DOS ACTITUDES DE ESPAÑA
El problema lingüístico se plantea durante el coloniaje como una cuestión de política cultural de la Corona española en América. Sin ninguna duda, la implantación del castellano -la suplantación de las lenguas aborígenes- significaba para España un aspecto importante en el proceso de la dominación y una de las bases de la unidad en sus colonias. Ahora bien, la tarea de España en las tierras conquistadas no se limitaba a la colonización sino que se extendía, y en forma muy especial, a la cristianización, a su vez uno de los pilares de la dominación. En consecuencia, los monarcas se preocuparon por la manera más eficaz de realizar este cometido. En esta cuestión, dos actitudes se pusieron de manifiesto4. La primera fue asumida por Carlos V (1536) al recomendar, con excelente criterio práctico, que los doctrineros aprendiesen la lengua de los indios para ejercer sus funciones en América. Con matices es la actitud de Felipe II, que se mostró contrario a la suplantación lingüística violenta. Siguiendo esta política, que representa «el triunfo de los teólogos sobre los juristas», en el decir de Ángel Rosenblat, los misioneros se preocuparon por el aprendizaje de las «lenguas generales»; es decir, aquellas que de alguna manera servían de vehículo expresivo en una vasta región. Los campeones de esta campaña de conversión en las lenguas amerindias han sido los jesuitas, quienes a partir de comienzos del siglo XVII invadieron con sus legiones de catequesis los cuatro puntos cardinales del continente. La experiencia más interesante fue realizada en las misiones del Paraguay. Imponiendo el guaraní como lengua única, los jesuitas ayudaron a mantener vivo el idioma de los indios -ya lengua popular en el resto de la provincia-, que hoy sobrevive en el país, constituyendo el único caso de bilingüismo en Hispanoamérica
Ahora bien, es preciso tener en cuenta que el aprendizaje de la lengua con fines de catequesis era uno de los instrumentos más eficaces de la penetración político-cultural. Por ello la literatura que se difundía en las lenguas aborígenes era eminentemente religioso-cristiana por su contenido, de servicio (sermones, catecismos, ejemplos, vidas de santos, etc.). No interesaban las tradiciones auténticas de los indios pues se trataba de reemplazar las «supersticiones» indígenas por los principios de la «religión verdadera». En consecuencia, los misioneros se cuidaron de reproducir o transcribir los mitos americanos, y cuando lo hicieron -el caso del Popol Vuh, por ejemplo- se trataba de una difusión escasa, para no interferir la labor misional. La literatura aborigen -que en gran medida era religiosa- se perdió, y lo que pudo ser conservado lo fue gracias a la tradición oral. Es significativo que en el Paraguay, donde los misioneros desarrollaron su máxima empresa cultural en la lengua del país, no se haya transcrito una sola producción de origen indígena bajo el impulso de los padres de la Compañía. Tampoco han sido difundidas las diferentes crónicas hechas por los escritores de los pueblos sojuzgados, seguramente porque daban una versión heterodoxa de los hechos.
Las necesidades de una estrategia de evangelización conducen a una opción táctica lingüística cuyos resultados son ambivalentes: permanencia de un elemento cultural tan importante como es la lengua y, al mismo tiempo, debilitamiento de la visión del mundo tradicional indígena.
La actitud pragmática de Carlos V y Felipe II no implicó una renuncia a la imposición del idioma imperial de Castilla, preocupación presente de manera constante en instrucciones y cédulas reales por un lado, en informes y relaciones por el otro. La necesidad de imponerlo aparece a la luz del día con motivo de la expulsión de los jesuitas (1767), y se convierte en coerción legal con la Cédula Real, de Carlos III (1770) -ya hacia fines de la colonia, nótese-, en la que ordena: «que se extingan los diferentes idiomas que se usan en los mismos dominios (América y las Filipinas) y sólo se hable el castellano». De todas maneras, aunque el idioma español se impuso, medidas meramente políticas como la adoptada por Carlos III, no consiguieron detener el proceso de americanización del castellano en el nuevo continente, es decir, la impregnación sufrida por el idioma del conquistador en lo que se refiere a términos, fonemas, construcciones gramaticales, giros, esquemas morfológicos, proceso que venía realizándose desde los orígenes del contacto cultural.
B) EL CASO PARTICULAR DEL BRASIL
El Brasil tuvo una historia particular en lo que concierne a la lengua colonial. Durante mucho tiempo predominó la lingua geral, es decir, el tupí mezclado con un poco de portugués, debido a la escasa densidad del elemento europeo. Hacia mediados del siglo XVIII, la élite colonial blanco-mestiza se afianzó, y gracias a la acción bélica de las bandeiras se fue extendiendo el portugués -se fundaron las academias literarias-y relegando la lingua geral al interior. No obstante, en el litoral se seguía hablando una mezcla de tupí y dialectos africanos.
La quiebra de la «pureza» idiomática peninsular, tanto en los dominios de España como en el Brasil -ruptura en la que no sólo está presente el habla indígena sino la aportación negra-, tiene mucha importancia en la evolución posterior de la literatura latinoamericana y en gran parte de su actual búsqueda.
No obstante las transformaciones lingüísticas anotadas, poco es lo que se puede decir acerca de la búsqueda de la expresión literaria americana durante la colonia. La extremada dependencia política y las restricciones culturales (por ejemplo la prohibición de leer «libros de vana profanidad», como las novelas) impidieron la libre expresión de los valores americanos. Se habla del desenfado expresivo de los cronistas, de la reticencia del indiano Ruiz de Alarcón, de Sor Juana, de Valbuena, de Landívar. Pero en todos esos casos la diferencia con la literatura peninsular es difícil de ser verificada, muy sutil si la misma existe. El caso más interesante es el del Inca Garcilaso, mestizo cuyo conflicto de origen se manifiesta en la nostalgia con que da testimonio de su cultura indígena por ascendencia materna. Más claro, al menos por la intención, fue el intento de emancipación -por el estilo y el sentimiento- esbozado a fines del siglo XVIII por la generación minera de la Infidencia, en Brasil.
C) «EN BUSCA DE NUESTRA EXPRESIÓN»
La ruptura lingüística hace crisis y se convierte en programa inmediatamente después de la independencia. En efecto, ya en 1825 se habla de «idioma brasilero», y un poco más tarde en Hispanoamérica, de «idioma nacional» especialmente en Argentina y México. Esta toma de conciencia se opera en dos niveles: el político y el intelectual.
El primero se manifiesta a través de leyes y reglamentos, y refleja el afán de independencia en todos los planos.
El segundo nivel es un síntoma más interesante, pues pone de manifiesto la búsqueda de la «independencia nacional», que no podía prescindir del factor expresivo. Un momento culminante es el de la célebre polémica Bello-Sarmiento, en 1842. El primero pasa por conservador frente a la posición progresista de Sarmiento, quien proclama el derecho a incorporar la lengua del pueblo en la elaboración literaria: «La soberanía del pueblo tiene todo su valor y su predominio en el idioma». La misma actitud programática asume José de Alencar en el Brasil. Éste distingue categóricamente entre el dialecto portugués y el brasileño, concluyendo en la superioridad de éste sobre aquél, por la facilidad para inventar palabras, y en la supremacía del «estilo brasilero».
Matoso Câmara Jr. señala ya en Alencar una característica de la lengua «brasileña», incorporada a la expresión literaria: el uso de las explosivas posvocálicas «como sílaba distinta, de acuerdo con la elocución popular (adevogado, abissolutamente)». Ha sido Casimiro de Abreu -siempre en la apreciación de Matoso- quien, entre los poetas románticos, fue bastante lejos en la utilización de la lengua coloquial.
La toma de posición de los románticos no pasaba de ser un programa para el futuro, porque tanto Sarmiento como los que en su época y poco después asumían la misma postura -Juan María Gutiérrez, Juan B. Alberdi, J. Montalvo, los mexicanos, que propiciaban la «lengua nacional»- escribían un español castizo, según los cánones académicos. La realización -si así puede llamarse- de ese proyecto se hará por dos vías distintas: una popular, culta la otra.
En el primer aspecto han de ser los escritores «criollistas» los que realizarán parte del programa. Guillermo Prieto en México, con su Musa callejera metida en los recovecos del sentimiento y la expresión populares; y con más fuerza la poesía popular del corrido, al que la música presta alas. En el Río de la Plata los escritores gauchescos -siguiendo las huellas de Hidalgo, el precursor- Ascasubi, Estanislao del Campo y sobre todo José Hernández con su Martín Fierro. El pueblo reconoció su lenguaje en estas obras, que por primera vez utilizan en forma abierta en la obra literaria el habla rural, inculta, orillera. El criollismo representa un golpe al purismo y un intento -inconsciente- de autonomía expresiva. Algunas manifestaciones de la novela regionalista-costumbrista se inscriben en la misma línea de incorporación del habla popular y cotidiana; la mala palabra aventadora.
Es el movimiento modernista el que habría de realizar, de manera consciente y dentro de una vía culta, la quiebra del purismo lingüístico en la literatura hispanoamericana. Si los criollistas renuevan intuitivamente el idioma, los modernistas lo hacen en plan de elaboración, de búsqueda estética. Mientras que ideológicamente el romanticismo fue antiespañol, el modernismo fue pro francés, y su máximo representante, Rubén Darío, ha aceptado gustoso el calificativo de «galicismo mental» que se ha aplicado a la escuela. El mismo lo dice: «Al penetrar en ciertos secretos de armonía, de matiz, de sugestión que hay en la lengua de Francia fue mi pensamiento descubrirlos en español y aplicarlos...». «Pensando en francés y escribiendo en castellano» construye su libro Azul, cuya publicación indica el punto de partida del modernismo. Veamos los elementos utilizados, siempre en la consideración del autor: «En él aparecen por primera vez en nuestra lengua el 'cuento' parisiense, la adjetivación francesa, el giro galo injertado en el párrafo castellano clásico, la chuchería de Goncourt, la 'câlinerie' erótica de Mendès, el escogimiento verbal de Heredia y hasta su poquito de Coppée» Con estos ingredientes Darío introduce un aire fresco en la adocenada retórica de la poesía hispánica y aporta una renovación fundamental en los medios expresivos: galicismos, giros, idiotismos, esquemas sintácticos del francés. Para Darío mismo los cambios iban lejos y venían de lejos; así nos dice en su lenguaje metafórico: «Aun en lo intelectual, aun en la especialidad de la literatura, el sablazo de San Martín desencuadernó un poco el diccionario, rompió un poco la gramática». Vemos así una aplicación práctica de la ideología expuesta por los románticos latinoamericanos; la ruptura lingüística es de esta manera una prolongación de esa posición teórica.
España reconoció el valor de la experiencia modernista con la generación del 98, al prolongarla en la península. Era la primera vez que las antiguas colonias imponían patrones culturales a la antigua metrópoli; la dirección de las influencias se había invertido.
La filiación americana de la renovación modernista no depende de elementos aborígenes, locales o indigenistas. Movimiento esencialmente cosmopolita, refinado, el modernismo renegó de la realidad ambiente -Darío lo expresó así: «detesto la vida y el tiempo que me tocó nacer»-, y si se apeló a esos elementos, fue con el mismo criterio exotista con que se hacía referencia al Oriente o a la antigüedad grecolatina. Sin duda su lenguaje tradujo una profunda realidad de comunicación en Hispanoamérica puesto que sobrevivió largamente al proyecto modernista organizado en escuela.
La poesía que nace en la misma época en el Brasil está igualmente influida de parnasianismo y de simbolismo, como el modernismo hispanoamericano, pero, a diferencia de éste, no entra en crisis con la lengua literaria peninsular. Aunque los principios de ambas escuelas son importados directamente de Francia -Alberto de Oliveira los lleva a Brasil-, esa literatura no involucra una quiebra expresiva con respecto a la ibérica. Esta ruptura, y violenta, se opera con el movimiento que tuvo el mismo nombre, mas no el mismo contenido estético que su homónimo en lengua castellana. El modernismo brasileño surge en 1922, y equivale a las expresiones de la vanguardia en el resto del continente latinoamericano. El sacudimiento brusco, el intento de revisión radical de valores, proclamados por los modernistas brasileños, no podía dejar de incluir el aspecto lingüístico. La nueva crisis siguió la línea de ruptura romántica, pero como las condiciones habían cambiado -evolución social, económica y cultural del Brasil- su virulencia fue mayor, y también su eficacia. La impugnación se dirigía a elementos básicos de la lengua. Los modernistas rechazaron la dependencia de las normas gramaticales vigentes y pregonaron la adopción de un sistema gramatical brasileño. Muy simpático fue el proyecto de Mario de Andrade, uno de los jefes del movimiento, quien inició la elaboración de una Gramatiquinha brasileira, que tuviera en cuenta la lengua hablada frente a la ortodoxia de la gramática peninsular. «En el centro de este esfuerzo -dice António Cândido- se hallaba el intento de elaboración de un lenguaje literario nuevo, que aprovechase al máximo las posibilidades de libertad de la lengua, dando en muchos casos categoría culta a la sintaxis popular, aproximando el habla común al habla escrita». La presencia explosiva de las búsquedas expresivas, tal como se ve en Macunaima de Mario de Andrade, se explica aún más si se tiene en cuenta la larga dictadura del purismo «clasicista» y académico, cuyo líder fue Rui Barbosa.
Una fuente importante del lenguaje literario ha sido el habla de las minorías étnicas del país. Los modernistas brasileños volvieron los ojos hacia las culturas indígena y negra, para tomar de aquélla palabras, expresiones; de ésta ritmos, estructuras e imágenes de la expresión, además del elemento lexical.
La iniciación, en el Brasil, de lo que se conoce en literatura con el nombre de negrismo, coincide con la del equivalente antillano: Luis Palés Matos, Ramón Guirao, Emilio Ballagas, Nicolás Guillén, José Z. Tallet. Refiriéndose al negrismo, René Depestre lo define como «la utilización de elementos rítmicos, de onomatopeyas, de factores sensoriales propios de las literaturas orales de los negros». Se trata de la introducción del «tema negro» a manera de moda literaria. Entre los citados se destaca Nicolás Guillén, quien por el contenido de su obra, que revela su condición mulata, va más allá del negrismo. El valor de esta experiencia aculturativa es señalado por Roger Bastide: «Cuánto más 'auténtica' nos parece... la poesía del cubano Nicolás Guillén, que con tanta brillantez expresa el África viva, pero viva en las encantadas islas de América, uniendo las onomatopeyas y el vocabulario africanos con la jerga de los bajos fondos o el castellano criollizado, los ritmos sonoros de los tambores yorubas con las voluptuosas melodías del Caribe». Bastide considera que «las culturas afroamericanas no sólo no están muertas sino que continúan radiando su influencia e imponiéndose a los blancos».
El indigenismo literario que surge en la novela hispanoamericana hacia la década del 20 al 30 tuvo desde el punto de vista de la expresión una actitud más timorata y deslavada que el negrismo. En efecto, pese a la ideología de reivindicación del indio, su lenguaje ha seguido siendo el del modernismo, con los matices de la evolución operada por la presencia del realismo-naturalismo. Se emplearon palabras, se mechó la escritura con expresiones más o menos indígenas, pero el criterio de selección en gran medida continuaba orientado por el exotismo modernista. La simpatía por el indio no sobrepasó el cuadro de un interés superficial, desconocedor de los elementos constitutivos reales de su cultura.
Horacio Quiroga, que no era indigenista sino de extracción modernista, sí supo captar el aliento del guaraní, lengua hablada por la mayoría de los personajes en sus cuentos de la selva misionera. Pero quien hace estallar la lengua narrativa latinoamericana con la carga explosiva que tiene la palabra mítica de los indios, es Miguel Ángel Asturias. Penetrando en la raíz de la cultura maya-quiché, pone en evidencia el valor mágico que tiene el verbo en esa civilización, transformador de todas las cosas. Es más, asumiendo esa función sagrada, trasponiéndola al plano de la creación literaria. Asturias exalta el poder del lenguaje, de un lenguaje que no obedece sino a sus propias leyes. Es la creación por y en la palabra, tal como la conciben las culturas amerindias. La obra de Asturias -y su momento culminante, Hombres de maíz- es el ejemplo más evidente del aporte cultural indígena a la lengua literaria hispanoamericana.
Otros dos escritores contemporáneos acusaron el mismo impacto que Asturias, aunque de manera más discreta, más subterránea: José María Arguedas y Augusto Roa Bastos. Peruano el primero, su idioma materno fue el quechua; en su obra, recreadora del mundo maravilloso del indio serrano, se expresa en español trasvasado en moldes de la lengua aborigen. Arguedas trata de definir así su instrumento expresivo: «...escribí en un tipo de castellano que es una especie no de mezcla pero sí de estilo, en el cual el espíritu, las características del quechua están bastante vibrantes, están muy claras en el estilo castellano». Mario Vargas Llosa explica mejor este «tipo de castellano»: «La solución residía en encontrar en español un estilo que diera por su sintaxis, su ritmo y aun su vocabulario, el equivalente del idioma del indio». Y señala uno de los procedimientos para conseguir esa equivalencia: «la ruptura sistemática de la sintaxis tradicional, que cede paso a una organización de las palabras dentro de la frase, no de acuerdo a un orden lógico, sino emocional e intuitivo... Las frases de estos (indios) tienen una musicalidad particular, una subterránea ternura que procede de la abundancia de diminutivos y de vocativos, de su ritmo jadeante y quejumbroso, de su expresionismo poético. Se trata de un lenguaje oral y colectivo... Indudablemente, la escritura de Arguedas está lejos de la 'superchería fonética' de los indigenistas tradicionales, y constituye un verdadero caso de aculturación en el plano de la lengua»
La obra de Augusto Roa Bastos presenta gran similitud con la de Arguedas, en lo que a aculturación lingüística se refiere, aunque resulta más difícil detectar las pruebas, quizá por el largo proceso de convivencia en régimen de bilingüismo entre el castellano y el guaraní. Para todo paraguayo nacido en el campo el guaraní es la lengua materna; existe una vasta zona de sentimientos y sensaciones que se expresan en este idioma. Una atmósfera que viene de las entrañas de la lengua nativa impregna la narrativa de Roa Bastos. Ella se desprende de la reiteración lexical, fraseológica, pero sobre todo de la transformación de los esquemas sintácticos españoles de acuerdo con los modelos del guaraní. En esta prosa (y me refiero especialmente a la primera parte de su libro Moriencia) se da un fenómeno de concentración, de síntesis en el cual el paso de una idea a otra se realiza sin la transición discursiva habitual de las lenguas occidentales. Escasean los elementos de enlace que indican la causalidad, y la relación entre frase y frase es implícita; surge de un contexto marcado por impulsos emocionales más que racionales. Este procedimiento trastrueca las categorías sintácticas del español, confiere a la prosa una textura fragmentaria y al mismo tiempo concentrada, en la cual la metáfora -el guaraní es perifrástico- le presta ductilidad. El empleo de numerosos arcaísmos hispánicos, enquistados en el habla indígena como elementos propios, proporciona gran encanto a la escritura.
Antonio Tovar, en un estudio «historicista» sobre «el dialecto hispano-guaraní del Paraguay», hace un vaticinio sobre «las lenguas que podrían nacer en América». Se funda en la «esperanza de que al menos en rincones actualmente marginales, en esos profundos y riquísimos depósitos de viejas tradiciones, se mantenga libre y actuante esta fecunda fusión de culturas y mezcla de lenguas».
¿La pertinencia de tal profesión de fe, se justificaría ya por la presencia de lo que podrían ser los rudimentos de «lenguas futuras» y se constituyen en materia de creación literaria en forma cada vez más evidente en Latinoamérica?
Un fenómeno de alcances sociales en este sentido es el que se produce con la inmigración, especialmente en el Río de la Plata, o más propiamente en Buenos Aires, y de cuya presencia da testimonio el lenguaje de ciertos escritores de comienzos de siglo (Fray Mocho, Gregorio de Laferrère, Roberto Payró, etc.). Este aluvión, que tanta desazón causó a filólogos hispanos como Américo Castro, cobra toda su fuerza expresiva en la prosa desaliñada y palpitante de Roberto Arlt, y se afirma en la literatura argentina por el camino de lo que se llama el «grupo de Boedo» -ejemplo de literatura populista-, o con poetas como Raúl González Tuñón, pero sobre todo con la poesía popular difundida por el tango, base de una parte de la actual literatura de ese país.
Otro fenómeno, la voluntad actual de realizar la síntesis de casi cinco siglos de existencia cultural conflictiva en una expresión propia, convertida en centro de la preocupación literaria, merece reflexión seria y un análisis que aún queda por hacerse. Nunca la conciencia de tal operación fue tan aguda como en la producción de la generación presente: «vivimos en países donde todo está por decirse, pero también donde está por descubrirse cómo decir ese todo... Si no hay una voluntad de lenguaje en una novela en América Latina, para mí esa novela no existe», declara Carlos Fuentes. La vía parece ser el acercamiento entre la lengua escrita y el habla viva, tarea dificultosa y lenta, como vimos: los románticos realizaron un movimiento contra España (y se limitaron al enunciado programático); los modernistas se acercaron a la cultura francesa (y emprendieron una auténtica revisión de la lengua); los escritores actuales, surgidos hacia 1945, hacen de la renovación lingüística el eje de la creación literaria. Se trata de un proceso de apropiación progresiva por parte de la literatura de un acervo cultural, en última instancia ya existente: la creación colectiva realizada por aportaciones constantes, injertos en el tronco de la lengua patrimonial. La pretendida «degeneración de la lengua» -viejo mito colonialista- se revela así semilla fecundante. Por este camino el discurso literario se impregna de ambigüedad que exige la participación, la complicidad del lector; la obra se convierte así en una creación personal y al mismo tiempo multitudinaria, como es posible ver, sobre todo en la obra de Julio Cortázar, quien obliga a su interlocutor a mantener constantemente la guardia, con su lenguaje ubicuo, de quita y pon, y los múltiples experimentos expresivos que realiza.
La lengua -aun la literaria- no es una invención caprichosa sino un producto histórico. En este sentido, los escritores últimos, al romper la linealidad del lenguaje, están dando cuenta del momento actual, caracterizado por una mayor complejidad del mundo latinoamericano. Y esto es válido también para el Brasil, en donde, a partir de la radical renovación de los modernistas, la lengua literaria sufrió un proceso semejante al de Hispanoamérica. La ruptura que en esos autores permitió la incorporación del lenguaje cotidiano y del regional explica la aparición de un escritor como Joâo Guimarâes Rosa, que supo universalizar el habla del sertón. Esta región ha sido uno de los últimos reductos de las mezcolanzas del portugués con las lenguas indígenas y africanas. Al sustrato de esa lengua hablada apela Guimarâes Rosa para construir el largo relato-monólogo de Riobaldo («más para oído que para leído») en su Gran sertón: veredas. Habla popular, coloquial, sus posibles limitaciones regionales son rescatadas por la gran habilidad inventiva, por la fuerza poética del novelista, que usa las palabras más como estímulos, incitaciones en movimiento, que como nominaciones fijas.
3) EL PROBLEMA TEMÁTICO
La literatura es sobre todo lenguaje. Es la razón por la cual se busca la definición de su autonomía esencialmente por el lado de la palabra. Así lo comprendieron los escritores latinoamericanos desde los albores de la independencia; es lo que afirma Pedro Henríquez Ureña al acuñar la frase «busca de nuestra expresión», o los escritores actuales que conciben el lenguaje literario como una transgresión permanente, un «desacato sin tregua». En la trayectoria del lenguaje mestizo, híbrido, mulato, atravesado, roto, corrompido para volver a obtener su pureza original, su fuerza comunicativa, se puede ver el resultado del crisol cultural que es América Latina. Su literatura es un testimonio fehaciente de ello.
A) UNA EVIDENCIA ENGAÑOSA
La temática -segundo expediente elegido para analizar el fenómeno del encuentro de culturas en la literatura latinoamericana- se convierte rápidamente en clave de la definición de lo americano, y, como se ha de ver, en programa de emancipación literaria.
La evidencia con que se ofrece, o se impone el elemento temático, puede sin embargo resultar engañosa. El tema es como un espejo en el que cualquiera puede mirarse sin que la imagen quede grabada. En este terreno resbaladizo la dificultad reside en la posibilidad de una manipulación ambigua. Por ejemplo, en América Latina, la primera materia de que se nutre la lengua impuesta es el contorno físico. Queda por ver la significación que recubre en cuanto a la filiación ideológica y cultural, el manejo de este elemento.
El equívoco impregna también la conexión entre el productor y su producto, entre la condición del autor y las características de la obra. En efecto, los primeros en describir la realidad del nuevo continente han sido los propios conquistadores. Durante la colonia se dan casos particulares en los que el europeo exalta las virtudes de la naturaleza y de los aborígenes, mientras el nativo americano -criollo o mestizo-se muestra reticente o adverso a todo lo que atañe a su propio continente. Es lo que ocurrió con Alonso de Ercilla, admirador del arrojo de los araucanos y con Pedro de Oña, criollo chileno cuyo libro Arauco domado ya en el título muestra su posición con respecto a los indígenas de su comarca. Estas situaciones de contradicción se reproducen a lo largo del coloniaje y son el resultado de complejos de origen en una sociedad de clases -o de castas- en que el elemento blanco, producto de la «pureza de sangre», se encontraba en el pináculo de la escala social; pero al mismo tiempo -contradicción suplementaria- era condición que podía ser comprada. En el terreno de las letras la exaltación de lo europeo era el precio pagado por los que no estaban seguros de sus orígenes y querían disimularlos. No en balde gran parte de la literatura colonial está dominada por el auge del barroco, estilo cuyo retorcimiento expresivo y poder de trasmutación metafórica ha permitido a escritores criollos o mestizos expresar sus sentimientos -íntimos o de latente nacionalidad- en forma indirecta, tortuosa a veces. El que menos los oculta es el Inca Garcilaso, el más directo en las alusiones, en las que no esconde su admiración por la civilización sojuzgada de sus antepasados indios. Sin duda los Comentarios reales representan un momento capital en lo que concierne al contenido americano en la literatura colonial. Puede decirse que Garcilaso funda el criterio de creación estética con el tema del nuevo mundo; es el primer intento de valorización de la cultura indígena. No se olvide que la literatura aborigen había sido sistemáticamente marginada, por las razones y de la manera expuestas anteriormente.
En el Brasil, la expresión del sentimiento nativista es más abierta, desde la prédica de Fray Antonio de Vieira, defensor de los indios y negros, la copla mordaz y popular de Gregorio de Matos -ambos del siglo XVII- hasta la escuela épica del XVIII, ligada a la «infidencia mineira». Sólo que los escritores de la escuela épica -como casi todos en ese siglo- abordan los temas americanos con la óptica deformante de la literatura arcádica. Son épocas de confusión en que el sentimiento «nacional» era muchas veces sostenido por escritores peninsulares, tanto portugueses como españoles. La ambigüedad no se desvanece con el advenimiento de la independencia; muchos autores siguen escribiendo como se hacía durante los siglos anteriores.
Estos datos no hacen sino confirmar la dificultad, ya planteada, de asir la cuestión a través del tema o contenido. Sin embargo, desde comienzos del siglo XIX hasta nuestros días muchos escritores han enfocado el problema de la autonomía literaria como un «descubrimiento» del continente, una descripción del medio geográfico y social. Por lo demás, cierta crítica ha hecho siempre hincapié en la consideración del elemento telúrico en la definición de nuestra literatura, privilegiando así el aspecto contenidista como sinónimo de «autenticidad». La cuestión asume importancia cuando el enfoque se convierte en programa determinado o refleja una incorporación de elementos aportados por culturas en contacto.
B) EL PROGRAMA DE LOS ROMÁNTICOS
La visión de América Latina durante la colonia era, en general, idílica, o en todo caso desinteresada. Cuando no se intercalaban términos, personajes o situaciones de la literatura pastoril europea, se limitaba a la simple descripción, labor de los cronistas, que tampoco eran siempre narradores fieles. Con el advenimiento de la independencia -y antes, en la idea de la emancipación de las élites intelectuales- la visión cambia esencialmente, se vuelve interesada, aunque los temas no varían. En efecto, siguen siendo los mismos que ya habían atraído la atención de tantos autores de los siglos coloniales: la naturaleza americana. Pero existe una diferencia de propósito, la descripción se carga de intenciones. La promoción romántica latinoamericana -especialmente Andrés Bello en la parte hispanohablante, Gonçalves de Magalhâes en Brasil- esboza un programa preciso: a una nueva realidad política debe corresponder una literatura diferente. La independencia política tenía que representar una superación de la colonia, también en el plano de la cultura. ¿Cómo conseguir esta emancipación literaria? Las respuestas en ambas lenguas no difieren mucho: mediante «la fuerza inspiradora de nuestra naturaleza», dice Gonçalves de Magalhâes y su grupo desde París; el mismo punto de vista, «vuelta a la naturaleza», sostiene un poco antes Andrés Bello desde las páginas de la Biblioteca Americana, que publicaba en Londres con un grupo de emigrados. Pero, ¿de qué naturaleza se trata y cuál es el propósito de esta «vuelta»? Hay dos etapas en este acercamiento. En primer lugar la que Morínigo llama «modalidad activista de la naturaleza de América», período en el que el río, la selva, la montaña cobran vida, se personifican. En la segunda etapa, el hombre aparece, confundido con su contorno, pero al mismo tiempo en pugna con él. Es aquí donde la intención de Bello y la generación romántica se pone de manifiesto: esa naturaleza «sorprendente», digno marco del hombre nuevo americano, es además una fuente potencial de riquezas, el germen de energías aprovechables. En la primera etapa se expresa esa admiración por la naturaleza, la que, además, ya tiene una característica «activa»; en la segunda, el escritor emprende, en la literatura, la conquista de su espacio. En esta idea de voluntad transformadora del hombre americano con respecto a su «maravilloso» medio natural reside el nudo del programa romántico. Sarmiento lo ilustra elocuentemente con la contraposición de los conceptos «civilización» y «barbarie». La posición es perfectamente comprensible dentro del cuadro socio-político y económico de la época: por un lado, el programa consiste en la adaptación a América de la ideología europea de civilización -opuesta a la tradición española, que representaba la colonia; además, con la exclusión expresa del elemento indígena-, aplicada con visión de futuro; por el otro, el programa romántico coincide con el nacimiento de las oligarquías terratenientes criollas -estancias, haciendas, explotaciones forestales, aprovechamiento de la fuerza hidráulica, etc.-, cuya actividad empresarial consiste justamente en la transformación de las bellezas o riquezas naturales en fuentes de producción económica. De la inserción del «programa» en su contorno socio-económico se desprende su contradicción: admiración por la naturaleza con el objeto de transformarla, idea a la que se agrega otro contrasentido, señalado por Morínigo, si se tiene en cuenta que la realidad, la fuerza telúrica se explican en función de una idealidad de los escritores, de sus aspiraciones con respecto al futuro y a la transformación de esa realidad.
En el Brasil, luego de la declaración de principios de Magalhâes y los suyos, le correspondió a la novela, en forma especial, cumplir el programa de nacionalismo literario. Este género intentó una acción sobre la realidad en base a una orientación determinada. A este respecto, refiriéndose al hilo interno que une diferentes obras del romanticismo, António Cândido sostiene que «es menos el impulso espontáneo de describir nuestra realidad que la intención programática, la resolución patriótica de hacerlo», lo que guía a sus autores. E insiste al afirmar que el romanticismo, además de «recurso estético» fue un «proyecto nacionalista», y que casi todos sus integrantes estaban «poseídos de un sentido de misión». José de Alencar fue el máximo exponente de este descubrimiento, pues como dice Cândido, abordó todas las gamas temáticas de la búsqueda: ciudad, campo, selva (indios). La novela brasileña del siglo XIX tiene una evolución diferente a la hispanoamericana. En efecto, la madurez de un escritor como Machado de Assis indica que el Brasil se anticipó al resto del continente en la obtención de una síntesis entre la «savia local» y «los injertos europeos». Su contribución a la «identidad brasileña» aparece integrada en su obra; no presenta el estrépito de la apariencia «americana». Sin embargo, aprovechando a fondo las experiencias de sus predecesores, dio «ejemplo de cómo se hace literatura universal por la profundización de las sugestiones locales... Es el escritor más brasileño que jamás existió, y ciertamente el mayor», afirma la autorizada opinión de A. Cândido.
No existe un caso semejante al de Machado de Assis en la prosa americana de lengua española en el siglo XIX; ni la deslavada novela modernista, ni la narrativa realista-naturalista -hasta 1916, año en que se inicia otro período-, han producido nombres de la altura del autor brasileño. Al contrario, en su afán de dépaysement, el modernismo produjo casos de involución o de regresión, como los de Enrique Larreta y Carlos Reyles, ambos exaltadores del ideal hispánico.
Sea como fuere, el programa de los románticos -literatura de tema y contenido americanos- es una búsqueda de la identidad continental, con un sentido de futuro y una concepción totalizadora de América Latina. En este sentido, el costumbrismo, el regionalismo, con su exaltación de las particularidades locales, contrasta -por la limitación de sus propósitos- con la posición universalista de los antecesores. Más radicalmente opuesta es la postura -ya reaccionaria en la óptica del programa- de los autores pro hispánicos, como los citados Reyles y Larreta, o como Ricardo Palma, que creó el mito virreinal colonialista en la literatura hispanoamericana. Tampoco el indianismo aportó mucho para la empresa «nacionalista»; pese a su intención nativista al pintar al aborigen, cayó en la copia servil de los modelos románticos del «buen salvaje» europeo. No fue sino la expresión, superficial y pasajera, de una moda literaria. En Brasil, sin embargo, el indianismo adquiere un carácter más programático (Iracema es anagrama de América), y calidad en las obras de José de Alencar y de Gonçalves Dias, aquél en la novela, éste en la poesía. «El indianismo representó -dice Candido- una importante fuerza de conciencia nacional».
Por la misma época, la poesía antiesclavista de Castro Alves cayó en la idealización mítica del negro, cuya condición sin embargo constituía un problema real; el indio no era sino una abstracción. No le faltó sinceridad, pero tampoco pudo eludir la ideología humanitarista de su época -la esclavitud como un episodio lamentable en el «drama del destino de la historia»-, y así vio al negro con la óptica grandilocuente y superficial de Víctor Hugo, su maestro.
C) PROBLEMAS ESTÉTICOS Y SOCIALES
El modernismo hispanoamericano, que tanta importancia acordó al nivel expresivo, nada aportó a la cuestión temática -vimos inclusive su involución-; su afán cosmopolita lo condujo a eludir sistemáticamente el medio circundante. Esta posición se explica dentro de la ideología de la época; es el momento en que surgen los grandes centros urbanos, y en que la economía latinoamericana entra en el circuito de los mercados internacionales. El comercio se universaliza y las oligarquías se vuelven cosmopolitas, como la literatura que produce el período. Sin embargo, en un momento dado, los modernistas vuelven sus ojos hacia América (Ariel de Rodó, 1900; Cantos de vida y esperanza de Darío, 1905; Odas seculares de Lugones, 1910). Si nos fijamos en las fechas de publicación, nos damos cuenta de que los tres libros aparecen después que los Estados Unidos hubieron emprendido dos intervenciones en América Latina: Cuba y Puerto Rico (1898), Panamá (1903). Lo que intentan es preservar «los valores espirituales constituidos por su lengua, su nacionalidad, su religión, su tradición», frente a la inquietante presencia norteamericana. Pero no se trata de oposición fundamental, pues la admiración por los Estados Unidos es grande, como bien se puede ver en la primera parte del poema A Roosevelt («los Estados Unidos son potentes y grandes»), y sobre todo en la Salutación al águila, de Darío. Se trataba más bien de una rivalidad «nacional», ante el creciente poderío norteamericano. La posición de los modernistas no tiene, pues, nada que ver con el programa latinoamericanista de la generación anterior, y la visión del continente es superficial, exotista o estetizante (los términos y nombres americanos con que Darío salpica algunos poemas son usados por su riqueza fonética o por la calidad de rareza que podría tener una expresión de origen oriental).
El programa de «independencia literaria» de los románticos tiene perfecta continuidad en la posición de los escritores surgidos en la segunda década del siglo actual, es decir, a partir de la novela de la Revolución mexicana (1916, año de publicación de Los de abajo). Estos escritores también asumen una postura esencialmente ética y tratan, como los románticos, de buscar la identidad literaria americana por el camino del tema, del contenido. La analogía se detiene en este punto, porque, naturalmente, los tiempos habían cambiado y las ideologías sufrido transformaciones. Para aquéllos las pautas de apoyo eran las del liberalismo político y económico, unidas a la concepción positivista del progreso. Cuando surge la generación de escritores que J. A. Portuondo llama la de «los problemas sociales», la Revolución mexicana estaba en pleno proceso; un tiempo después, la Revolución rusa, y en Hispanoamérica se gestaba la reforma universitaria. Acontecimientos eminentemente políticos que marcaron de manera profunda las obras de ese período, determinando el interés principal de los autores por los temas sociales y especificando el carácter comprometido de esa literatura. Parte de ella se hace bajo el signo de las ideas marxistas, uno de cuyos principales teorizadores era José Carlos Mariátegui. El afán redencionista se acentúa, por lo mismo que el elemento humano está más presente. Además del descubrimiento de la naturaleza -y su transformación- como base de la identidad latinoamericana, se ponen de manifiesto los males sociales, que era necesario remediar -o por lo menos denunciar- así como la condición de la explotación.
Una cantidad de esta narrativa -la llamada «novela de la tierra»- tiene sin embargo una línea casi idéntica a la del siglo XIX: la admiración ante la naturaleza bravía, que por lo demás hay que reducir para hacerla productiva; el enfrentamiento del hombre con la fuerza arrolladora del medio físico; la oposición de los conceptos de «civilización» y «barbarie» (en Rómulo Gallegos, Alcides Arguedas, José Eustasio Rivera, Mariano Azuela, Horacio Quiroga, para citar solamente algunos nombres de importancia). En todo caso, la mayor parte de esa literatura es decididamente política, denunciadora, reivindicatoria. Entre tanto la situación histórica había cambiado desde los tiempos de la generación romántica. España había dejado de ser el blanco de ataque de los escritores hispanoamericanos. La colonia estaba lejos, y la reconciliación iniciada por los del 98 con los modernistas había sido sellada por los de la generación del 25 y ratificada por la solidaridad de los intelectuales latinoamericanos con la causa republicana cuando la guerra civil. Si se analiza la época en que surge la «generación de los problemas sociales» dentro de un enfoque de homología socio-literaria, es posible comprobar que la misma coincide con un momento agudo de la penetración económica y de las intervenciones armadas en América Latina. Se escribe literatura «antiimperialista» para denunciar esas invasiones o las condiciones miserables en que viven los explotados: en las minas, en las bananeras, en los yacimientos petrolíferos. En las obras aparece con frecuencia creciente el «gringo», pintado como un personaje ávido, grosero, cruel. El inquietante fresco de la explotación del continente mestizo ha sido pintado deprisa, con indignación, con figuras retorcidas, caricaturescas, grotescas, en las que se ha puesto más intención denunciadora y redencionista que voluntad de crear un mundo novelesco.
Luego del descubrimiento modernista caótico -y en gran medida estético- del país, los novelistas brasileños de la década del 30 cultivaron una narrativa en todo equivalente a la de sus coetáneos hispanoamericanos. Los más importantes son los llamados «novelistas del nordeste»: Graciliano Ramos, José Lins do Rego, Jorge Amado.
Dentro de la corriente social es interesante destacar la tendencia indigenista, que concierne a nuestro tema de manera especial. La diferencia que la separa de la posición idealizante romántica de los indianistas es el enfoque que proyecta sobre los problemas reales del indio, como elemento marginado en una sociedad clasista. Ya se vio el resultado poco convincente que el indigenismo dio en el plano lingüístico. También como tema adoleció de fallas innegables: su maniqueísmo caricaturesco; la posición eminentemente humanitarista que intentaba defender a los indios de la explotación, condenando simultáneamente con el mismo gesto su cultura, por el proyecto de igualación y de integración en la sociedad «blanca» que el mismo entrañaba. El contrasentido era previsible: el indigenismo se basaba en los criterios etnocentristas clásicos de Occidente. Los autores que superaron esos esquemas -Arguedas, Asturias- son los que ponen de manifiesto las pautas de la cultura indígena mediante una valorización de la vigencia propia que tienen las coordenadas de esas civilizaciones.
Otra ocasión en que el encuentro cultural problemático como tema se manifiesta en la literatura latinoamericana, ocurre cuando aparece la cuestión negra. Ya vimos el nacimiento del negrismo como vehículo expresivo de ritmos africanos. Posteriormente surge «la negritud», que trata de explicarse la raíz profunda del resultado de ese choque cultural. Este movimiento reprocha al negrismo no haber retenido sino el aspecto superficial y folclórico de la «condición de los negros en América». Pregona una rebeldía capaz de dar cuenta de una «búsqueda de la identificación». La más lograda es la literatura antillana, sobre todo en lengua francesa; en lengua española cabe citar a escritores como Nicolás Guillén y Adalberto Ortiz. La posición ética de la negritud, la ubica en la corriente de los «problemas sociales» en las letras hispanoamericanas.
En síntesis, la búsqueda de la identidad literaria mediante el cultivo de una novela social y comprometida representa una etapa importante en el proceso de identificación de la realidad social misma. Pero fue una búsqueda en cierta medida falaz. El mismo criterio de «veracidad documental» adoptado engañó, porque presentaba una superficie deformada por la intención redencionista que cada autor puso. En este sentido, es dudoso también el carácter de literatura «sociológica» que se le atribuye. A propósito dice Mariano Morínigo: «la realidad de esta literatura no es realismo sino mensaje, conciencia, estímulo, programa clasificador, impostergable del pragmatismo hispanoamericano: denunciar y combatir». El crítico marxista José Carlos Mariátegui ya había puesto en guardia sobre el peligro de un realismo que aleja de la realidad. Sin mencionar los abusos -cuyas secuelas nefastas persisten aún- a que condujo el intento excluyente de fundarla autenticidad del escritor latinoamericano en el factor telúrico y en la protesta.
Como se vio al analizar el nivel lingüístico, la aportación del fenómeno inmigratorio ha sido marginal: la mayoría de los inmigrantes era analfabeta, su contribución cultural directa, prácticamente nula. Ahora bien, su presencia en la literatura es registrada en dos etapas. En la primera se da testimonio del desajuste causado en los esquemas de la sociedad argentina tradicional -el surgimiento de la Babel porteña, por ejemplo- motivado por la llegada masiva del elemento extranjero. Esta etapa de literatura reflejo ha producido obras de calidad como las de Payró, Fray Mocho o Florencio Sánchez, quienes se ocuparon del inmigrante. En la segunda etapa la literatura es un producto de la decantación del encuentro, una resultante del conflicto creado por la situación profunda del individuo que no termina de integrarse en su nueva tierra, la nostalgia del origen -irremisiblemente perdido- le sigue carcomiendo la memoria ancestral. A propósito de este tema mal estudiado, quiero evocar una interpretación de Roger Bastide sobre algunos aspectos de la obra borgiana. Esa obra parecería «no conservar nada de las realidades americanas», y ser sólo el producto de «mitos personales». Al hacer el análisis sociológico, Bastide afirma que Borges se identifica con el «jinete que ha desertado la pampa para venir a vivir en la gran ciudad... fundada por el comerciante», no por el campesino. Buenos Aires es «el puerto que apunta al resto del mundo», del cual a su vez es eco por las infinitas contribuciones recibidas. «En ello encontramos, sin duda -continúa diciendo Bastide-, la génesis de otros mitos de Borges: el del libro en el que los hombres no son sino los versículos, las palabras y las letras, como los libros de los mercaderes, en los cuales los individuos se reducen a números; el de la combinación universal, que recuerda la lengua analítica de John Wilkin o el cálculo de Leibniz, y que por su grado de homogeneización de lo concreto nos aproxima más a las matemáticas de los mercaderes». La interpretación es sutil, atrevida y solvente como toda la obra de Roger Bastide. En ella vemos el tema desde su reverso, integrado a manera de conflicto interno en la obra de un gran escritor.
D) LA SÍNTESIS ACTUAL
Esto nos lleva a considerar el aspecto «contenido» en la concepción y tal como lo transcriben los novelistas que comienzan a publicar hacia 1945. Los actuales escritores latinoamericanos están realizando una síntesis aprovechando los aportes culturales múltiples, las tensiones resultantes de esos encuentros conflictivos, las experiencias anteriores con una voluntad de profundización y de experimentación. De este intento, la visión de la realidad sale enriquecida por el enfoque múltiple. Borges caracterizó el tránsito de una concepción a la otra con una frase irónica y lúcida: «la realidad no es continuamente criolla». Si estos escritores renuncian a la descripción lineal, superficial del medio socio-cultural, a la intención ética explícita, es para abordar en su mayor diversidad y complejidad, en la discontinuidad problemática, contradictoria que reviste, el contorno socio-histórico de un continente subdesarrollado que oscila entre dos polos antagónicos: la revolución y la dependencia total. Por esto la realidad que se trasluce en las obras actuales es mítica, lúdica, alegórica, legendaria o simplemente cotidiana. O como dice elocuentemente Julio Cortázar: «la auténtica realidad es mucho más que el contexto sociohistórico y político..., un dentista peruano y toda la población de Latinoamérica..., cada hombre y los hombres, el hombre agonista, el hombre en la espiral histórica, el homo sapiensy el homo fabery el homo ludens, el erotismo y la responsabilidad social, el trabajo fecundo y el ocio fecundo; y por eso una literatura que merezca su nombre es aquella que incide en el hombre desde todos los ángulos (y no por pertenecer al tercer mundo, solamente o principalmente en el ángulo sociopolítico), que lo exalta, lo incita, lo cambia, lo justifica, lo saca de sus casillas, lo hace más realidad, más hombre...». Y afirmando que la literatura puede no tener un «contenido explícito», agrega: «la novela revolucionaria no es solamente la que tiene un 'contenido' revolucionario sino la que procura revolucionar la novela misma, la forma novela...». Aparece clara la exposición del «contenidismo» y del intento de apertura de ese concepto, hecha por uno de los que están en la tarea.
El procedimiento aprovecha a menudo los ingredientes culturales de base. Así la presencia temática, subyacente y decantada de los símbolos mitológicos indígenas puede ser detectada en buen número de obras actuales, especialmente entre los mexicanos (Fuentes, Rulfo, Arreola, Yáñez) y en escritores de otros países, como Arguedas y Roa Bastos. No se alude aquí a la utilización directa sino a la transformación literaria, a la adaptación contemporánea -en función del relato- del elemento legendario.
Así concebido dentro de la óptica expuesta, el tema o contenido puede ser considerado a justo título como un elemento definitorio de la identidad latinoamericana en la literatura, porque es el resultado de las aportaciones culturales más diversas, resultado siempre abierto a nuevas contribuciones.
La búsqueda es tanto más válida si se considera que esa concepción se manifiesta mediante una expresión formada en el sistema de la lengua patrimonial por las infinitas desgarraduras de los nuevos brotes en el viejo tronco español.
En ambos casos -lengua y contenido- hemos comprobado que el proceso comienza como una afirmación nacional, a la que sigue una etapa de emulación; finalmente se tiende a encontrar una fórmula original, una síntesis entre los propios elementos y los de afuera.
Si, como dije, el continente mestizo es síntesis, su literatura es síntesis de América mestiza.
Colección Bareiro Saguier. Editorial Servilibro,
Dirección editorial: Vidalia Sánchez,
Diseño de tapa: Bertha Jerusewich,
Asunción-Paraguay, 2007. 239 pp.
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