LOS HUERTAS. CAPÍTULO III
Novela de GABRIEL CASACCIA
LOS HUERTAS
Capítulo III
Desde el año 1938, en que llegó a Areguá para quedarse definitivamente en el pueblo, hasta marzo de 1948, en que se suicidó pegándose un tiro en la cabeza, Casimiro Huertas se pasó esos diez largos años repitiéndose a sí mismo y repitiéndoselo a los que querían oírlo, como también a los que se mostraban displicentes en escucharlo, que su deber era exhumar el cadáver de su padre, Leonardo Manuel Huertas, que yacía enterrado en la Recoleta de Asunción, en la tumba de una familia amiga, y sepultarlo en el cementerio de Areguá.
Pero antes debía construirle un panteón digno de su renombre político y social. Y esos diez años que se los pasó caminando nerviosamente de arriba abajo por la galería de su caserón, o sentado horas y horas en una vieja mecedora, no hacía sino murmurar entre dientes, como si rezare: "Es una vergüenza, una humillación degradante para nosotros los Huertas, que el cadáver de nuestro padre ocupe de prestado el panteón de los Izaguirre, ya hace quince años, como un intruso que se mete en casa ajena por unos días y al final no se va más". Pero las lamentaciones y remordimientos de Casimiro subieron de punto hasta trastornarlo al morir su tía Gervasia Huertas, en 1943, y fue enterrada directamente en la tierra, en el cementerio de Areguá. Los últimos meses de su enfermedad había vivido con el espanto y la angustia de que sería sepultada en la tierra, donde según ella los cadáveres no duraban nada, comidos en pocos días por los gusanos. Al desasosiego que ya padecía Casimiro por no haber construido una tumba para su padre, se sumó la desazonante pesadumbre de haber enterrado a su tía en una simple fosa. Por las noches se lo pasaba desvelado hasta el amanecer; acostado boca arriba en su lecho asistía desesperado a la descomposición del cuerpo de su tía, comido por los gusanos que lo cubrían totalmente, hirviendo en sus cuencas vacías... "¡Hierven...! ¡Hierven...!" -exclamaba. Una noche saltó de la cama aterrorizado y asqueado al sentir el cosquilleo de los gusanos por su cuerpo. Largo rato se lo restregó con ambas manos, pero como ni así consiguiera hacer desaparecer la repugnante sensación fue al patio hasta el pozo, echándose varios baldes de agua encima.
Su hermana Adelina sospechaba que alguna fuerza oscura y misteriosa había dominado el espíritu de su hermano para que fuera retardando con fútiles pretextos la construcción del sepulcro. Cavilando día y noche sobre tan rara actitud había llegado a la conclusión de que aunque Casimiro hubiese vivido cien años nunca hubiera construido esa tumba. Se engañaba a sí mismo y a los demás. Recordaba que una vez que le criticó su indecisión, aquél le respondió con palabras engimáticas y ambiguas. "No sé qué me retiene -le dijo-. Pero si construyo esa tumba y traigo el cuerpo de nuestro padre de Asunción se ayuntará bajo el mismo techo y para toda la eternidad con el de tía Gervasia, junto al cadáver de nuestra madre. Y eso sería sacrílego y repugnante. A no ser que deje a tía Gervasia afuera, lo que nunca me perdonaría".
Siete años, siete interminables años habían transcurrido desde la muerte de Casimiro y no pasaba día en que Adelina no pensase en él. "Se me ha escapado de las manos... se me ha escapado" -solía repetirse colérica. Su impotencia la mantenía en una incontenible y permanente amargura. Lo que más le irritaba era que le hubiera dejado a ella ese deber de construir el sepulcro familiar. Y cuando después de titubeos, cavilaciones y dudas, comenzó a construirlo, varias veces se le cruzó por la mente una idea que la asustó. No enterrarlo a Casimiro en el panteón, como represalia, sino dejarlo afuera en la húmeda tierra. El constructor era el padre de Eleuterio, el albañil Donadío González. Tal vez fuese más que un albañil porque construía casas, aunque nunca se animó a proyectar un segundo piso porque una escalera era para Donadío un problema insoluble, de alta matemática.
Esa mañana Adelina iba camino del cementerio vestida de riguroso luto, con un manto negro echado sobre la cabeza. Jamás visitaba a sus muertos con traje de color. Se apoyaba en un bastón que fue de su padre y cuyas iniciales L.M.H., en oro, llevaba en el puño. Ese bastón lo había heredado Casimiro, quien lo usó toda su vida y siempre dijo que quería ser enterrado con él, imponiendo ese deseo en su testamento. Pero Adelina lo desoyó, aunque no sabía si por llevarle la contra o por considerar que siendo la última Huertas se le transmitía el derecho o el deber de conservarlo, aun siendo mujer. Al entrar en el cementerio sacó de su bolso de paja negro unos anteojos ahumados, que se puso para defenderse de la fuerte reverberación solar. Y de repente, en ese preciso instante, un pensamiento la deslumbró como una revelación: "Ahora todo está claro para mí. Casimiro tuvo escrúpulos de construir esa tumba porque se resistía a que nuestro padre estuviera enterrado junto a tía Gervasia y al lado de nuestra madre, porque hasta él había llegado seguramente ese rumor que corrió por Asunción del amor incestuoso que existió entre ambos. Por eso dijo ayuntarlos. Lo recuerdo muy bien. Habló de ayuntarlos y de sacrilegio". Adelina no terminaba de entender esa reacción de su hermano después de muerta su tía cuando en vida se llevaron tan bien, siendo grande el respeto que le tenía. Más pensaba Adelina en su hermano y más contradictorio lo encontraba. Nunca llegó a entenderlo ni saber qué pensaba.
Se detuvo Adelina a cierta distancia de una construcción que comenzaba a levantarse y que ella llamaba pomposamente panteón de los Huertas-Zárate. En él serían depositados, una vez terminado, los restos de Leonardo Manuel Huertas, eminente político de la era liberal, su mujer doña Casimira Zárate, que había conocido el calvario de las residentas en la guerra del 70, y el dolor y la humillación del estupro por las tropas invasoras; su hijo Casimiro, político sobresaliente como su padre; y la hermana de éste, Gervasia Huertas, mujer fuerte y dominadora. Con excepción de don Leonardo y el hijo mayor, Zacarías, muerto en Buenos Aires, todos yacían en el camposanto aregüeño a la espera de ese panteón, que durante años se levantó y se derrumbó cada día en la imaginación de Casimiro y que ahora, lentamente, despacio, desganadamente, empezaba a ser una realidad.
Luego de estarse un buen rato mirando pensativa esos muros a medio hacer, Adelina fue a sentarse sobre la lápida de la tumba de su madre, que sobresalía unos centímetros del suelo. Era una simple lápida de piedra. Leyó una vez más la leyenda grabada: "Casimira Zárate de Huertas -1858 -1949- Su inconsolable hija". Seguro que a Casimiro no le hubiera gustado esa leyenda por no estar incluido en ella. Pero ¿cómo ponerla en plural si él ya no vivía cuando murió su madre? Pero aún así tenía sus remordimientos, sintiéndose culpable. Se sobrecogió al oír pasos a sus espaldas. Volvióse rápidamente encontrándose con Cirilo, el viejo sepulturero. Se quitó los anteojos para verlo mejor. La luz enceguecedora del sol la hizo parpadear. Cirilo recordó que a Casimiro le sucedía lo mismo. Cada vez que Cirilo se veía con Adelina le hablaba de aquél, cuyo paseo cotidiano fue el cementerio. Solía sentarse en una tumba próxima a la de su tía Gervasia y allí se estaba muchas horas quieto y meditabundo. Las lagartijas se habían vuelto sus amigas porque permanecían a sus pies al sol tan inmóviles como él. No se cansaba de repetirle a Cirilo que cuando cavase su tumba hiciera un pozo grande y ancho para que el cajón entrase bien y no torcido.
-No quería quedarse con el cogote torcido por toda la eternidad - comentó Cirilo riendo.
-Sí -le respondió Adelina meneando la cabeza. El manto se le deslizó sobre los hombros, dejando al descubierto su peluca rubia- Casimiro tenía más manías que pelos en la cabeza... Le tenía pánico a la muerte y al final se mató. Y al terminar de decir esto se volvió a mirar la tumba de su madre como si sus últimas palabras estuvieran dirigidas a ella.
Cirilo la miró con desconfianza, de reojo, al tiempo que recordaba lo que se murmuraba por el pueblo: que Casimiro se mató de rabia al ver que su hermana se "concubinaba" con Florino Villalba, su enemigo mortal, y que ahora para aplicar su remordimiento le construía ese panteón, aunque Cirilo no estaba seguro, de que fuera así porque la gente era muy habladora e inventaba cosas sobre la vida de los otros. Adelina, mientras tanto, mirando la tumba de su hermano, se decía entre sí: "Casimiro murió en marzo del 48. Seguí todas sus instrucciones. Ya empecé el panteón. Lo único que no hice fue enterrarlo con el bastón y el revólver. Nadie lo vio en el cajón, como él quiso. Nadie lo vio muerto. Sólo yo y Justina. Siempre me repetía: "No permitas que se pongan a mirarme rígido y duro en el ataúd, como si fuera una cosa, un objeto cualquiera. No permitas que esos 'mierdas del pueblo' se den el gusto de entrar en mi pieza y mirarme con la satisfacción que el vivo mira al muerto". Entre yo y Justina lo amortajamos en el mismo lecho que amortajamos a tía Gervasia en el 43, y en el que yo en el 35 parí a Remigio; y en el que ahora duermo. Me avergonzaba verlo desnudo, por eso volví la cara a la pared cuando Justina le puso su frac ya verdoso por los años y agujereado por las polillas, ese frac que usaba en las fiestas de gala del Palacio de Gobierno y en los bailes del Unión Club. Me quedé mirando la pared todo el tiempo que tardó Justina en vestirlo, mientras recordaba aquella vez en mi juventud cuando, de paso con mi amiga Marta, lo sorprendí desnudo bañándose en el tajamar del alemán Otto. Al oír que Justina había terminado me di vuelta y no lo reconocí allí rígido, tieso, con la faz lívida y desencajada, vestido con ese frac que le iba grande, como si fuera de otro. Se había convertido en otro Casimiro, ajeno a mí, desconocido para mí, con el cual ya nunca más, por los siglos de los siglos, podría cambiar ni una palabra, ni una mirada. Toda esa noche permaneció tendido en la cama, con un velón encendido en la cabecera. Lo miraba y no podía convencerse de que alguna vez hubiese vivido. Por la mañana bien temprano trajeron el ataúd y ayudado por el "cajonero" lo metimos dentro y enseguida éste lo cerró. Nadie lo vio ni lo verá nunca más, como él me lo pidió".
-¿Sabés lo que estoy pensando, Cirilo? -dijo Adelina saliendo de su monólogo interior-. Que mi tía Gervasia, mi madre y Casimiro se callaron muchas cosas. Se fueron de este mundo llevándose muchos secretos. Se murieron sin que llegase a conocerlos del todo... Ahora, muertos, los veo distintos... ellos tampoco pudieron conocerme tal como soy.
-Tu tía Gervasia no era de mi gusto. Era muy creída -dijo Cirilo. A mí tampoco -le respondió Adelina, subrayando sus palabras con un gesto amargo de la boca-. Tía Gervasia tenía un corazón duro y frío como ese mármol que la cubre. -Y echó una mirada desafiante hacia la tumba de su tía-. Y tras un breve silencio, agregó: Tal vez el corazón de todos los Huertas sea de piedra, por eso nos guardamos tantas cosas aquí. -Rubricó su expresión dándose un golpe con el puño cerrado en el pecho.
Cirilo no entendió del todo lo que decía, tal vez porque hablaba en español o porque bajaba tanto la voz, como si se hablase a sí misma, olvidándose de él. De pronto, levantando la cabeza, Adelina le preguntó qué pasaba con la bóveda de Cantero-Vidal que estaba tan abandonada. Cirilo le contó que desde hacía dos años nadie venía de Asunción a visitarla. Antes, cada tres o cuatro meses, solía aparecer un tipo flaco, triste de cara, vestido de negro, acompañado de una mujer. Le daba unos pesos para que la limpiase, cambiaba las flores secas por otras nuevas y se marchaba.
-Hace dos años que no viene más ese señor -dijo Cirilo. Adelina dejaba siempre el cementerio con pesar. Era el único sitio en que su espíritu alterado se tranquilizaba. Allí se sentía junto a los suyos como cuando todos vivían en el viejo caserón. No podía comprender cómo en las ciudades los vivos tienen a sus deudos muertos tan lejos y sólo los visitan una vez al año o nunca. Lo único que le gustaba de Areguá era que estando tan cerca del cementerio casi podía decirse que convivía con sus parientes encerrados allí. "No quiero olvidarlos ni que ellos me olviden -le dijo una vez a Florino Villalba, tocando este tema-. Si por mí fuese los hubiera sepultado en el patio de casa".
OPINIONES SOBRE EL AUTOR
HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ, en su libro POETAS Y PROSISTAS PARAGUAYOS (Ediciones Mediterráneo, Ediciones Don Bosco, Intercontinental Editora, 1988), en el ensayo que dedica a GABRIEL CASACCIA, se refiere entre otras cosas, al largo alejamiento del escritor, diciendo: "Nostálgico de la patria a que no podría menos de amar entrañablemente, Casaccia, merced a su profesión de abogado ejercida con ejemplar honradez y eficacia, se asegura una situación económica desahogada en casi tres lustros de tesonera labor. Las horas libres las consagra a leer literatura y, sobre todo, a hacerla. Y lo curioso es que este escritor nostálgico que ha dejado lejos la familia, los amigos y el escenario inolvidable de su niñez y mocedad, va a ahogar en sí la nostalgia y a prescindir de cuanto en ella hay de afectivo y poético para ejercer una ficción en que la sátira aniquila sin jamás pactar con la ternura, el sentimentalismo o 'la belleza'”.
"La crítica no ha esclarecido cabalmente hasta la fecha el que las novelas de Casaccia son una mimesis simbólica de cuanto se ha señalado arriba como negativo en la vida paraguaya -dice también en este estudio-. En sus libros los personajes hablan mucho, se mueven mucho, trazan infinitos planes, pero nunca hacen nada. El Fleitas de LA BABOSA o el Torres de LA LLAGA no trabajan en ningún oficio con ninguna dedicación seria. Se mantienen explotando a alguien, a alguna mujer que a la postre se cansa de ellos, y todo lo esperan no de su propio esfuerzo sino del de los demás. Así era más o menos la vida colectiva o individual de los primeros decenios del siglo. Había muchos discursos, mucho movimiento -sobre todo muchos movimientos revolucionarios-, se trazaban planes que no se realizaban ..."
"La sátira de Casaccia -agrega más adelante- no presentará nunca un personaje estimable por alguna virtud que lo haga simpático o amable y se ensañará con criaturas de ficción en que encarna él los vicios más vituperables".
JOSEFINA PLÁ, en su estudio LITERATURA PARAGUAYA EN EL SIGLO XX, del volumen I de sus OBRAS COMPLETAS (ICI, RP Ediciones, 1992), dedica varios párrafos a las obras de Casaccia. Así se refiere a la producción literaria sin renovaciones de las primeras décadas en nuestro país y dice: "El hecho progresista se gesta una vez más en el exterior, en esta década crítica. Son las tres obras de Casaccia Bibolini: EL GUAJHÚ (1938), MARIO PAREDA (1940), EL POZO (1947). En MARIO PAREDA, la pintura convencional de ambiente, predominante en la producción previa, pasa a segundo término, y la intimidad del personaje se erige en materia primordial del relato. En ella aparece el elemento onírico que, en EL POZO, colección de cuentos, configura ya totalmente la narración sobre la laberíntica kafkiana, sugiriendo una vertiente universalista que no ha tenido continuación en el autor. Pero es en EL GUAJHÚ donde un novelista local se aproxima por primera vez a la psicología profunda del hombre de la tierra".
Más adelante dice la escritora: "Con LA BABOSA se instala definitivamente en la novela nacional lo psicológico infuso en lo social. Como también se ha dicho, en esta obra los personajes, aunque tienen por escenario un pueblo, son casi todos procedentes del ambiente capitalino. Esta ambigüedad repetida, refleja quizá entre otras cosas la ausencia de una definida caracterización de clases en esta estructura social donde la cultura desciende lentamente desde una reducida élite hacia los estratos medios en formación".
Luego de mencionar otras obras, JOSEFINA PLÁ se refiere a LOS EXILIADOS, diciendo: "En ella culminan en cierto modo las virtudes y virtualidades del novelista. Ella recoge personajes de LA LLAGA y los suma a la multitud de refugiados que se asoman al filo de la frontera, esperando día tras día el regreso a la patria. LOS EXILIADOS es la novela de una realidad sin esperanza: implacable y descorazonadora, como una operación mutilante".
RAÚL AMARAL, en tanto, en la introducción a LOS HUERTAS (Editorial El Lector, 1996), dice que esta novela "viene a significar (asimismo simbolizar) el engarce final de todo un mundo -más cerca de Proust que de Balzac, desde luego, aunque sin sus indagaciones sicológicas-pacientemente construido a partir de LA BABOSA (1952), pero implícito en algunos cuentos de EL GUAJHÚ (1938) y EL POZO (1947) y tal vez en algunas líneas y entrelíneas de MARIO PAREDA (1939)..."
"Con LOS HUERTAS -dice más adelante- se cierra un ciclo vital y asimismo un ciclo creador. Casaccia muere el mismo año (1980) en que se cumplen cincuenta años de la edición de su novela inicial. Comienza obsesionado por el artificio de la palabra -si bien la 'prosa artística' no logró atraparlo del todo- y termina trasladando a su vigilia literaria los claroscuros de la duda existencial, llevados a su máxima tensión".
Fuente: 25 NOMBRES CAPITALES DE LA LITERATURA PARAGUAYA Compilación y selección: SUSY DELGADO - Editorial Servilibro, Asunción-Paraguay, 2005 (389 páginas).