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AUGUSTO CASOLA (+)

  LA HIJA CHICA - Cuento de AUGUSTO CASOLA


LA HIJA CHICA - Cuento de AUGUSTO CASOLA

LA HIJA CHICA

Cuento de AUGUSTO CASOLA

 

 

Cuando nadó nuestra hija chica, vivíamos desde varios años atrás en la casona que pertenecía a la familia de Estela, mi mujer. Teníamos ya cuando eso una hija de tres años y medio.

La casa era de una arquitectura bien arcaica, con un largo corredor yeré interno que limitaba el amplio patío central dando al conjunto la apariencia de esas construcciones auténticamente coloniales cuyas vigas exageradamente grandes y semipodridas descansaban sobre una hilera de cariátides de mirada sonámbula, como de fantasmas aburridos de tanto estarse ahí quietas, soportando la presión del techo decrépito, todo cubierto de moho y humedad.

Habían varias piezas desocupadas pues desde los tiempos del bisabuelo de Estela hasta la fecha, la situación económica de la familia fue como aquel célebre aforismo de «abuelo panadero, hijo caballero, nieto pordiosero», y no solo eso, pues en realidad cambiaron mucho los tiempos desde la época del bisabuelo, y su» descendientes, tíos y primos de mi esposa que en dos o tres generaciones no dieron muestras de talento comercial y uno a veces pensaría que hasta de lucidez. Lo cierto es que uno a uno, todos fueron refugiándose en el caserón, lo mismo que Estela y yo cuando nos casamos, y cada uno vivía o había vivido en esas piezas su propia vida, casi sin preocuparse de los demás habitantes del colmenar y hasta reaccionando con violencia a los muy escasos intentos de intromisión a las celdas de sus hábitos por parte de los otros cenobitas, sea quien fuere el intruso, excepto, tal vez, la tía Carolina, a quien conocí poco antes de su muerte y que me pareció la única persona normal de la casa.

Cuando yo llegué quedaban dos piezas abiertas donde nos ubicamos con Estela y después Elena, nuestra primera hija. La habitación ocupada por el tío Jerónimo no se abría nunca y se le dejaba la comida en una banqueta junto a la ventana enrejada de donde la retiraba - no sé si él o alguna de las ratas que cruzaban de vez en cuando el patio. Las cinco piezas contiguas estaban cerradas, selladas con sendos pasadores de hierro y aseguradas con cinco candados grandes y herrumbrados. Estela me explicó que habían sido las habitaciones de otros tantos miembros de la familia que murieron muchos años atrás y que a partir de entonces no las volvieron a abrir por orden de la tía Carolina y siguiendo la costumbre familiar. Ahora bien, la razón de esa tradición no se me explicó nunca ni yo insistí demasiado en conocerla, tal vez porque soy poco curioso por naturaleza, o acaso porque en realidad todas esas piezas cerradas, con sus pasadores cubiertos de telarañas me produjeron siempre un cierto desasosiego que procuraba esconder aunque no soy de esas personas imaginativas a quiénes de pronto se les ocurre tener miedo y entonces crean un miedo para terminar teniendo miedo de su propio miedo.

Pero uno se acostumbra a todo o a casi todo, en realidad, y de a poco fui identificándome con el ambiente de la casa, y lo que en un comienzo me pareció excéntrico e irreal, terminó resultándome rutinario, como los conciertos de mandolín del tío Jerónimo que a veces los iniciaba a las tres de la madrugada y terminaba bien entrado el amanecer.

Cuando nació Elena, nuestra hija mayor y fue creciendo, quedábamos en la casona nosotros y el tío Jerónimo a quien pude ver fugazmente cuando le velábamos a su hermana, tía Carolina. Y fue después de la medianoche, cuando no estaban sino los parientes más cercanos (a la mayoría de los cuales había visto una sola vez, el día que nos casamos Estela y yo). El tío Jerónimo apareció en la puerta de la pieza de la tía Carolina vestido con un camisón largo, llevando en una mano el gorro con ponpon y en la otra su mandolín. Estaba tan pálido como la hermana del cajón y eran muy parecidos, ojerosos ambos, la piel pegada a los huesos, los labios finos, la frente alta y noble característica coronada por una espesa mata de cabellos blancos que le llegaban hasta el cuello. Fue solo un momento pero los observé primero a él, después a la muerta y me entró un escalofrío, como si se hubiesen repetido las imágenes y volvieran a ser uno solo. Pero el tío Jerónimo se alejó y la impresión anterior de que por algún influjo mágico la muerta y su hermano se habían unido absorbiendo el que aún vivía el aliento postrer de la tía Carolina, desapareció y volví a estar en un velorio común y corriente, solo que no me abandonaba la impresión de que recién después de irse el tío Jerónimo, la tía Carolina se murió del todo. Un rato después llegaron hasta nosotros las pulsaciones del mandolín y quedé dormido.

Al día siguiente cuando desperté, ya habían retirado el cajón de la pieza de la difunta y estaba cerrado y en la sala. Observé también que la habitación de tía Carolina tenía echado el pasador de hierro y colocado un candado grande parecido a los de las otras piezas cerradas del corredor.

Cuando murió el tío Jerónimo, algo así como un mes antes del nacimiento de nuestra hija chica, yo no estaba porque habla viajado a la campaña por un asunto de negocios. Solo al volver me enteré del suceso y cuando pregunté me contestaron que el mandolín lo llevó un tal Lilo, un hijo que tenía el tío Jerónimo - me enteré ahí nomás aunque parece que todo el mundo lo conocía. Quién lo hubiera imaginado - y por supuesto, la puerta de su cuarto estaba cerrada, candadeada y ya empezaba a semejarse a las demás.

Como dije antes, uno se acostumbra a todo, aún a una casa como la nuestra de la que se ha de pensar que es medio rara con esas puertas siempre cerradas y esas estatuas columnas y esos ruidos que uno escucha de vez en cuando, cuando se acomodan los goznes resecos o chorrea el maderamen del techo carcomido por el cupi-i o cuando las ratas roen los muebles que habrán quedado encerrados en los cuartos cerrados o cuando la argamasa reseca de las paredes se desconcha agotada de años y agotada por la humedad. Bueno, lo cierto es que tanto Elena como nuestra hija chica alegraban mucho la vieja casona y se divertían de lo lindo haciendo más ruido del que se habrá escuchado en ella en por lo menos cincuenta años.

Ni a Estela ni a mí se nos ocurrió abrir nunca las piezas clausuradas, en parte por parecemos sacrílego romper la tradición familiar y en parte porque con las dos habitaciones que utilizábamos, la cocina y la sala, era suficiente espacio para nosotros y las niñas, pues si bien teníamos algunas comodidades como el juego de living y la tele que le regalé a Estela en nuestro aniversario pasado, los muebles apenas disimulaban los inmensos ambientes de casa vieja que en realidad, era demasiado grande para nuestras escasas pertenencias.

No le dije nada a Estela pero yo volví a sentir el casi olvidado desasosiego de otras épocas y una creciente opresión en el pecho a medida que iba creciendo nuestra hija chica, pero no le dije nada y sin embargo yo sabía que algo raro estaba ocurriendo y me daba la impresión de percibir como una respiración profunda dentro de las paredes, tras las puertas y ventanas cerradas, como si por entre las rendijas casi invisibles, por la suciedad escapara el aliento áspero y pastoso de las piezas tanto tiempo aisladas de la casa y de la vida cotidiana.

En realidad, al principio yo tampoco me daba cuenta porque después de todo ella era una criatura como otra cualquiera que deja sus zapatos en cualquier lado y se sabía que eran suyos por la forma que tenían y porque estaban uno aquí y el otro debajo de la mesita de la sala o uno aquí frente al sofá y el otro a su lado, medio montado y con las medias a medio metro una de la otra y de cada zapato, cosas así que se ven todos los días cuando se tiene una hija chica y que a nadie llama la atención porque después de todo, cosas raras hacen todas las niñas. Y yo creo que ni ella notaba nada porque seguía igual que siempre, un poco más llorona de lo que la paciencia podía soportar a veces o un poco más cariñosa cuando quería algo o de balde nomás, dejando su muñeca en la sala y el portafolios de la escuela en el zaguán y el guardapolvos en la mesa de la cocina y un cuaderno sobre la tele y la caja de lápices en la heladera, como hizo una vez y le dije a Estela cuando se enojó, bueno, ella es la hija chica...

Me parece que fue Elena, su hermana mayor quien se dio cuenta pero no dijo nada porque estaría aburrida de que nosotros no la entendiéramos y nos pusiéramos otra vez a recriminarle con eso de que porqué siempre tenía que estar en contra de su hermanita o era que no le quería luego y que era chica y no entendía todavía las cosas. A mí me parece que Elena se dio cuenta antes que nadie y no dijo nada por eso.

Pero después el asunto se volvió más peliagudo porque ya no eran el guardapolvos, los zapatos y el porta-folios los que aparecían y desaparecían por las piezas de la casa y Estela se empezó a llevar cada susto que al principio le daba risa pero después ya no tanto cuando empezaron a salir muñecas de tres ojos y piernas sin cuerpo recorrían nuestras habitaciones y el patio taconeando con energía, especialmente en medio de la noche o de siesta. Por supuesto, mi esposa y yo comenzamos a preocupamos y le preguntamos a Elena si qué le parecía a ella que estaba ocurriendo en nuestra casa y como siempre primero nos miró de arriba abajo y vuelta arriba mientras de la cocina venia flotando una mano que asía el sándwich que recién había preparado para cenar y exclamó como la cosa más natural del mundo tu hija más chica está soñando ya otra vez y salió al patio perseguida por dos piececitos de cartón pintado que por las apariencias pertenecieron alguna vez a una muñeca despedazada quien sabe dónde. Llegamos hasta nuestra hija y al despertarse nos dijo que sí, que estaba soñando precisamente eso. Todas las cosas insólitas desaparecieron y en la pieza quedó el desorden habitual de ropas y útiles que hay siempre en las casas cuando sobra espacio o cuando se tienen hijas chicas.

Después nos fuimos acostumbrando a ver cosas raras cuando nuestra hija menor dormía y la mayor se distraía sin darle importancia a las plantas que surgían de las patas de las camas o a las cabezas que iban flotando en el aire husmeándolo todo y hablando entre sí sin articular sonidos, y parecían de verdad y por eso fue que se asustó tanto la muchacha nueva cuando estaba repasando la sala y encontró un cuerpo sin cabeza sentado en el sofá y irnos brazos gesticulantes en el sillón de al lado. Pero se asustó tan grande que tuvimos que pagarle el día entero y encima un taxi porque temblaba que ni podía caminar, y eso que tratamos de explicarle que no había motivos para tener miedo, que era un sueño nomás. Lo cierto que se fue y después que nos ocurrió lo mismo con otras tres o cuatro fámulas, decidimos hacer nosotros los trabajos de la casa aunque Elena protestó diciendo que ella ya otra vez tenía que hacer cosas por culpa de su hermana y la otra porqué yo voy a tener la culpa y Elena vos sos la que tenés esos sueños que asustan a la gente y la otra yo no tengo la culpa.

Después decidimos no salir más y no recibir a nadie. Entonces la casa se transformó en un manicomio y era de locos vernos a nosotros mismos paseando por el patio, por entre las estatuas cuyos ojos parecían seguir el movimiento de nuestros cuerpos imaginados, figuras que de pronto desaparecían tras las puertas cerradas y volvían a aparecer a nuestro lado o detrás nuestro, cubiertas de un polvillo gris que olía a oscuridad y encerrona y que supusimos era el vaho de adentro de las piezas. A veces nos encontrábamos corriendo de un lado a otro buscando Estela mi yo real y yo buscando a la Estela real, mezclándonos tanto que al final no sabíamos si estábamos hablando entre nosotros o con un sueño de nosotros, chocábamos con las imágenes y no se sabía si uno hablaba con sueños o con personas pues todos contestaban algo a las preguntas y hasta me hablaba a mí mismo y de pronto debía escapar de las grietas que se abrían en el suelo o taparme los oídos para no escuchar el ensordecedor lamento plañidero del mandolín que sonaba todo el tiempo, y cada vez peor porque nuestra hija chica se fue desinteresando de cualquier otra cosa que no fuera soñado y vivía durmiendo. En un momento que estuvo despierta, cuando volvió el silencio y desaparecieron las figuras que nos venían acosando y la casa readquirió su aspecto agotado y triste y la vieja y pesada arquitectura de cariátides el mismo aire de stolidez en sus ojos vacíos, pude encontrar a Estela y le dije que llamar amos a un médico, pero ya la hija chica cabeceaba como un borracho a pesar de los sacudones que le dábamos y de sus oídos escaparon aleteando un enjambre de luciérnagas enloquecidas acosadas por una espesa nube de libélulas que chocaban entre sí y todas juntas, luciérnagas y libélulas tropezaban con nosotros queriendo metérsenos en la nariz, en los ojos, en la boca. La única tranquila seguía siendo Elena que no dejó de mirar la tele, dando de tanto en tanto uno que otro manotazo para alejar a los insectos. Pero qué pasa, exclamé asustado. Elena seguía viendo la tele cuando comenzamos a flotar con todo lo que había en la pieza y a nuestro alrededor las sillas, la mesa, el televisor al que se asió con fuerza Elena para no perder un minuto de su programa favorito y yo pataleando cabeza abajo y mi esposa aferrada al velador que también se pone a volar. Le grito hay que despertarle a la hija hay que despertarle a la hija pero que, demasiado tarde porque entramos a girar en un remolino que nos estira hacia su vórtice y me veo despedazado en miles de partes repetidas que se mezclan con los ladrillos de la casa, las tejas del techo, los pisos, las puertas cerradas que son arrancadas con violencia aumentando la furia de la tempestad e inundando el ambiente con el aliento pútrido de su encerrona, y a través de los marcos, desencajados y pálidos, tengo tiempo de ver los rostros de los tíos y las tías sentados en sus féretros desteñidos, cubiertos de telaraña y polvillo, observándome un segundo, ojerosos e impávidos, antes de ser también absorbidos por el torbellino y ya no sé donde están las realidades y donde las ilusiones al divisar en el fondo del abismo a mi hija chica que sonríe dulcemente a sus sueños de los cuales, ahora entiendo, entraremos a formar parte definitivamente.

P.S.: Ayer pasé por enfrente de la casa de nuestros vecinos y me pareció raro que la puerta cancel estuviera cerrada con el pasador de hierro echado por fuera y un candado viejo y mohoso. No sabía que hubieran salido de viaje a pesar que no les veía más desde hace dos o tres días.


 

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REVISTA DEL PEN CLUB DEL PARAGUAY

LOR NARRADORES

N° 3 – 1979 – ASUNCIÓN

Ediciones COMUNEROS

Asunción - Paraguay

 

 

 

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