EL GUERRILLERO
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Cuento de ANA IRIS CHAVES DE FERREIRO
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EL GUERRILLERO
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Las balas pasaban fatÃdicamente silbantes poniendo al descubierto el Ãntimo miedo de Jorge, ese miedo que existÃa a despecho de su coraje.
Estaban las balas -cierto-, él lo sabÃa desde antes, pero ingenuamente creyó que sus ideas serÃan rebatidas en el amplio y luminoso campo de las ideas.
Las balas silbaban su aire de muerte y Jorge sabÃa que con la vida terminarÃa su lucha, su juventud, ese intenso anhelo de convertirse en paladÃn de los oprimidos.
Durante el dÃa lleno de sol las balas no eran sino silbidos blancos alardeando de imitar el canto de cierto pájaro. Pero de noche se alargaban, se estiraban, retumbaban, y él sabÃa que arteramente buscaban incrustarse en su carne para tumbarlo boquiabierto al espanto de la luna, para despojarlo de la vida, para que cuando se acercaran los hombres que las habÃan disparado, ellas, muy ufanas, pudieran decirles: "Aquà está él, cumplimos nuestra misión" y uno no fuera ya entonces sino un despojo maloliente, apenas valioso para los desgarrados sollozos de la propia madre.
¿PensarÃan sus compañeros estas mismas cosas? ParecÃan sin embargo, como Jorge mismo, tan serenos en la lucha, tan frÃos en el empeño de llegar al fin. Y ésta era una aventura en la que la consigna no podÃa ser otra que "adelante, siempre adelante", aún sabiendo, como ya sabÃan, que la muerte les esperaba sin evasión posible. Sólo la muerte les conservarÃa su dimensión de hombres porque retroceder era faena de cobardes.
El quiso olvidar por un tiempo el aburrimiento de una vida ordenada; olvidar las materias engorrosas, los exámenes extenuantes, la disciplina familiar y acallar, simultáneamente, la conciencia, que se revolvÃa a la vista de tanto sufrimiento ajeno. Y dando un adiós momentáneo a su cómoda vida se volvió soldado de una causa grande. Fue asà como Jorge y sus compañeros se hicieron guerrilleros y para librar su lucha se internaron en la selva inacabable.
DÃa tras dÃa fueron comprendiendo que su sed de justicia social no hallaba eco en los indiferentes lugareños, quienes no solamente rehusaron alistarse sino que también se negaron a prestarles ayuda y hasta a venderles los bastimentos que necesitaban. Eran presas del terror, no miedo a las balas o al cuchillo, sino a algo innombrable que les dilataba de espanto los ojos.
Anonadados, se vieron luchando desesperados contra fuerzas muy superiores en número y armamentos; luchaban solos para beneficiar a quienes se mostraban renuentes al usufructo de los probables beneficios. Absurdamente se encontraron empeñados en una cruenta lucha para liberar a quienes no querÃan ser libres. Y ellos habÃan abandonado los halagos de una vida placentera avergonzados de poseer las comodidades, las oportunidades que no alcanzaban a tantos compatriotas.
Esta comprobación hizo cundir el desánimo en las filas rebeldes. Y resultó que era tarde para regresar.
Era tarde para enarbolar una bandera que no serÃa comprendida, que serÃa recibida con irrisión.
Y entonces sólo les quedó entre las manos el efÃmero tiempo de morir.
Y al morir, vivaban a la patria, no a la libertad, porque comprendieron demasiado tarde que nadie puede dar la libertad a quien ya no es libre dentro de sÃ.
Jorge no conseguÃa apartar de su mente un pensamiento insidioso que venÃa persiguiéndole: abandonar esa lucha desigual, desigual porque sus ideas debÃan enfrentarse con un brazo de la fuerza muy alta y muy lejana, que sembraba de cruces el inútil calvario. Persistir en la lucha significaba añadir otros nombres a la ya larga lista de mártires. Jorge, en lo Ãntimo, y para disculparse de sus pensamientos, se decÃa que los compañeros desaparecidos tres dÃas antes, habrÃan seguramente tenido, corno él, idéntico propósito de fuga y que lo hubieron cumplido en su noche de guardia. Y ésta era su propia noche de guardia; le correspondÃa a Jorge velar por el descanso de los pocos que quedaban: una guardia precaria para un diezmado grupo de rebeldes ya por milagro escapado al cerco implacable de las ametralladoras.
Cumpliendo su misión se paseaba ajeno al dominador silencio de la selva.
"Yo no quiero morir aquà como un perro -pensó Jorge-. Es contrario hasta a las leyes de Dios eso de desaparecer asà tan completa-mente, sin dejar rastros como Alberto, como Carlos y Luis y tantos otros cuyas cruces no marcarán su sitio de reposo sino el pequeño espacio de su ausencia".
¿Qué ocurrÃa en realidad con los cuerpos de los compañeros que faltaban?
Pensando estas cosas se paseaba sin otro cielo arriba que las copas de los árboles milenarios que esperaban taciturnos la hora del hacha infame. Volvió sobre sus pasos creyendo haber pasado un sendero desconocido. Lo tomó, y palmo a palmo lo recorrió silenciosamente. Llegó a un gran claro donde tres o cuatro árboles habÃan sido volteados de cualquier manera. Formando cÃrculo, estaban allà sentados Carlos, Luis, Alberto y otros dos a quienes no reconoció por estar de espaldas.
-¡Carlos, Luis!, ¿qué hacen ahà sentados mientras nosotros los creemos muertos? ¡Sentarse a charlar mientras la vida está en peligro! Fue hacia ellos con gritos de alegrÃa. Recostó la metralleta contra el tronco de un árbol para abrazar a sus amigos y se acuclilló ante Carlos quien, con kepis de lona y un cigarro apagado en los labios, ni se movió siquiera al oÃrlo.
Unas risotadas que parecÃan desenredarse de entre las tacuaras y lianas de la selva le aflojaron las rodillas hasta caer de bruces, lleno de pánico, sobre el mullido suelo. Las hojas húmedas se le pegaron a las manos. Buscó su metralleta y se encontró con la mano llena de humus que rezumaban podredumbre.
Miró a Luis: él tenÃa una gorra calada hasta los ojos y, en la mano derecha, un jarro de lata. En tanto Alberto, con un rictus de malevo novato lo apuntaba con un revólver atado a la mano con hojas de pindó. Y aquel habÃa sido Enrique. Con los ojos virados hacia la inmensa bóveda estaba como tocando una guitarra rota, impasible al trajÃn de las hormigas que le entraban y salÃan por la nariz y por la boca.
Jorge se apoyó en Carlos para incorporarse. Y Carlos, informe masa de penurias, cayó pesadamente sobre él arrastrándolo en su caÃda.
Echó a correr para avisar a sus compañeros que los habÃa encontrado y lo que habÃan hecho con ellos.
Alguien gritó: "¡Dejálo correr, ComÃ! ¡No lo mates! Para eso hay tiempo. No ha de estar solo, esperá que salga la manada asà nos divertimos... como la vez pasada... ¡No vayas lejos, pituco!"
Y corriendo como una bestia aterrorizada, Jorge desgarró la selva con un largo alarido.
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Fuente: CUENTO PARAGUAYO. Selección e introducción: ROQUE VALLEJOS. Colección: Hacia un PaÃs de Lectores (2). Editorial El Lector, Director Editorial: Pablo León Burián, Asesor Editorial: Roque Vallejos, Ilustración de tapa: Juan Moreno,  Asunción-Paraguay 2002. 126 pp.
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