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RENÉE FERRER

  BIOPSIA (Cuento de RENÉE FERRER)


BIOPSIA (Cuento de RENÉE FERRER)
BIOPSIA

Cuento de RENÉE FERRER DE ARRÉLLAGA


 
 

BIOPSIA
 
Consultó su reloj. Eran las nueve en punto. Faltaba más de una hora para conocer el resultado. Entre tanto cabía que seguir trabajando. Dispuso en su escritorio los borradores de la correspondencia, el memorándum detallando las actividades del día y en el florero de porcelana una rosa semiabierta. Pensó en Alicia y una secreta desazón le atenazó la garganta. Alicia, con su cascada de rulos grandes dorándole el rostro; siempre elegante; siempre a la última moda; con ese desplante de mujer de mundo, exhalando seguridad y vida. Se había reintegrado al trabajo un mes atrás, luego de un viaje bastante largo. No cualquiera puede darse el lujo de ser mantenida en Europa durante un año y encontrar su puesto de Jefe de Personal a la vuelta como si tal cosa.
 
Se arregló una mechita de su lacio pelo castaño, que rebelde le cubría los ojos a cada momento, y puso un papel en la máquina para empezar cuanto antes aquella carta urgente que le encargó el jefe. Un gesto involuntario tensó la comisura de sus labios, pero nadie lo advirtió.
 
Alicia, siempre de tacones altos, siempre estrenando un vestido. Se miró con desgano la anónima falda recta y gris, ceñida a sus caderas demasiado anchas. Alicia ascendió rápido; más rápido que cualquiera en la empresa. Ahora, hacía una semana que estaba internada en el mejor sanatorio de Asunción y ella tenía muchísimo trabajo, porque la cubría. Tenían la misma capacidad, pero, el puesto importante era de la otra. Ella en cambio, desde su cargo de ayudante de contabilidad era el comodín de la oficina. Recordó el día en que Alicia volvió; la expresión de alegría en la cara de los, compañeros; los halagos del gerente ante su garbo "tan francés", buscando con los ojos una aprobación que ella se apresuró a manifestar calurosamente. Aquella escena se le derramaba todavía como un jarabe de mal gusto sobre la lengua.
 
Los minutos caían como goterones de un tiempo retrasado. Enmudecía la mañana bajo el peso de aquella preocupación que los ganaba a todos. Esa operación los tomó totalmente de sorpresa, sobre todo a Alicia que no se enfermaba nunca. Pensó con rencoroso deleite que por fin su buena estrella se saldría de la ruta rectilínea a que estaba acostumbrada. Un viraje, que podía ser fatal, pondría un recodo de penumbra en la resplandeciente sucesión de sus días. Todo cambiaría desde ahora.
 
Se esperaba el resultado con ansiedad. Naturalmente ella se mostraba tan preocupada como los otros. Era su compañera, y su superior, además. Una semana, y todavía, no se sabía si aquello era algo feo. Pero se sospechaba, casi se tenía la certeza. Faltaba, eso sí, la confirmación definitiva del facultativo.
 
Sórdidos recovecos los de la mente. La veía sonreir desde su última bufanda haciendo juego con todo lo demás que llevaba puesto. No se explicaba para qué trabaja cierta gente. Para darse tono, seguramente. Sus padres la mantenían, por supuesto. No le faltaba el mínimo capricho. Pensó con rabia que esa gente le saca el empleo a los que verdaderamente lo necesitan. Para ella sí que era vital el trabajo. Nadie le pasaría nunca un centavo, a menos que se casara, y con alguien pudiente. Porque si no...
 
El papel esperaba en la máquina su decisión de teclear las primeras letras. Un desasosiego la golpeteaba sordamente. Eran las nueve y media y se esperaba el resultado de la biopsia. Se la imaginó en su cama ascéptica con el resultado entre las manos y la desesperación escapándosele de los párpados bajos. Ni sus padres podrían hacer nada entonces. El destino se cansa a veces de ser benévolo con ciertas personas que siempre lo tuvieron todo. La vio aferrándose al médico, suplicando una mentira; rodeada de regalos superfluos e impotentes para rescatarla de ese túnel sin salida en el que estaba irremediablemente atrapada. Perdería el brillo cobrizo de su pedo; sus largas piernas torneadas se volverían demasiado lánguidas, y dentro de la ropa, que le colgaría sin elegancia, su cuerpo se iría debilitando.
 
El papel esperaba pacientemente en la máquina de escribir. En la sala de al lado el gerente hablaba por teléfono y enfrente sus compañeros se encorvaban cada cual sobre su escritorio abocados a una tarea que se sabían incapaces de realizar. Alicia era el alma de la oficina, y ellos la querían. Sintió que su carucha descolorida se sonrojaba ante los ojos de Carlos que la estaba mirando como si pudiera desenmarañar sus pensamientos. Alternativamente se consultaban los relojes, mientras se dilataba la mañana en una desordenada sucesión de suspiros y silencios. De pronto se abrió la puerta y el gerente preguntó: ¿Hay novedad?. Negaron sombríamente: Estamos esperando. Era como si ya estuviera confirmada la noticia, aunque nadie se atrevía a afirmarlo categóricamente.
 
Esa noche tenía clase en la facultad. Desde su casita de suburbio tenía casi una hora de traqueteo en ómnibus. Tal vez no fuese. Si tuviera un auto no tendría una ausencia, pero así. Seguramente Alicia tendría que vender el suyo, si decaía pronto. El taller del tío con quien vivía se le presentó entonces, con su devastada colección de motores desmantelados, como el peor sitio para vivir sobre la tierra. Se preguntó quién ocuparía el puesto de Alicia. Al fin y al cabo ella era la más antigua, y la más capaz; había comenzado mucho antes, pero, claro, ella no tenía esa desenvoltura sin retaceos, su porte bronceado de modelo, ni un padre relacionado con la gerencia. Tal vez le diesen el puesto, después de todo, porque los demás, evidentemente, no tenían su experiencia. Tantos años trabajando para seguir en lo mismo le ponía la boca pegajosa de un persistente y reconcentrado amargor.
 
Alguna gente nace para ser feliz, pero de repente una mano implacable la toca y todo se acaba. Alicia la sentiría ahora. Miró su reloj. Dijeron a las diez y media. Faltaban treinta minutos. No sabía que hacer con este tiempo separado del otro; con esta antesala que retardaba aún el, tantas veces ansiado, cambio trascendental.
 
Nadie trabajaba esa mañana en la oficina. Sus compañeros se movían incómodos sobre sus tareas comenzadas, y ella también, aunque por otros motivos, no podía disimular su tensión. Se volvió hacia la puerta cerrada del despacho de Alicia, donde una plaquita de bronce ostentaba su nombre y sus funciones. Habría que cambiar esa plaquita; y le diría a la limpiadora que se la tuviera siempre brillante.
 
Sonó el teléfono. El rostro inescrutable de Carlos los mantuvo en la otra margen de su hermética concentración. No dejó traslucir el menor indicio hasta que colgó el tubo. Después, con una alegría que le desbordaba la voz les grito: Negativo. El resultado de la biopsia fue negativo. Hubo abrazos y efusivos apretones de manos. Después de aquel momento ella comenzó a escribir la carta pendiente con la eficiencia acostumbrada.

RENÉE FERRER DE ARRÉLLAGA.

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Fuente :


TALLER CUENTO BREVE


Imprenta-Editorial

Casa América,

Asunción-Paraguay1985 (172 páginas).
 
 
 
 
 
 

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