CUENTOS y POESÍAS de RENÉE FERRER
RENÉE FERRER
(Asunción, 1944)
Poeta, narradora, ensayista y dramaturga. Doctorada en Historia por la Universidad Nacional de Asunción, Renée Ferrer es una de las escritoras más prolíficas de su generación. Ha ganado varios premios nacionales e internacionales de gran prestigio. De sus obras publicadas, cabe destacar, en poesía: Hay surcos que no se llenan (1965), Voces sin réplica (1967), Desde el cañadón de la memoria (1984; Premio Amigos del Arte 1982), Peregrino de la eternidad (1985), Sobreviviente (1985; Premio Amigos del Arte 1984), Nocturnos (1987), Viaje a desliempo (1989; Premio El Lector), De lugares, momentos e implicancias varias (1990), El acantilado y el mar (1992), Itineario del deseo (1994; edición bilingüe español-portugués,1997). La voz que me fue dada (Poesía 1965-1995) (1996), El resplandor y las sombras (1996), De la eternidad y otros delirios (1997), El ocaso del milenio (1999), Poesía completa hasta el año 2000 (2000) y La celebración del cuerpo y otros cantos (2005). En narrativa tiene La Seca y otros cuentos (1986; Premio La República), cuyo relato titular ("La seca") obtuvo el Primer Premio Pola de Lena en España (1985). Los nudos del silencio (1988; edición en portugués, 1997, y en francés, 2000), su primera novela, Por el ojo de la cerradura (1993; Premio "Los 12 del año”), otra colección de cuentos, Desde el encendido corazón del monte (1994; edición bilingüe español francés y edición en árabe, 2008), relatos ecológicos y obra ganadora del Primer Premio de la UNESCO y la Fundación del Libro en la Feria del Libro de Buenos Aires (1995), Vagos sin tierra (1999), su segunda novela, y Entre el ropero y el tren (2004), una tercera colección de cuentos. También es autora de poemarios y cuentos infantiles, entre éstos de La mariposa azul y otros cuentos (1987; edición bilingüe español-guaraní, 1998) y Salvemos el lago (2007), una obrita teatral. En 1993 realizó las adaptaciones teatrales de dos cuentos: "La sequía" de Rodrigo Díaz-Pérez y "Hay que matar un chancho" de su propia autoría, obras que integran la presentación unipersonal Mujeres de mi tierra llevada a cabo en Francia, España y Colombia ese mismo año (1993) por la actriz paraguayaAna María Imizcoz. Su producción dramática incluye cuatro piezas breves -Escape al río, La partida de dados, El burdel y Se lo llevaron las aguas, todas escritas y estrenadas en 1998- y La colección de relojes (2001), inspirada en un cuento de su propia autoría. De más reciente aparición es La Querida (2009), novela por la que se lo concedió el Premio Municipal de Literatura 2011.
YO CUENTO ARBOLITOS
UNA NUEVA PROPUESTA FRENTE A LA DESTRUCCIÓN
La idea de este libro surgió del deseo de aunar dos culturas diferentes para lograr un mismo fin: la defensa de la naturaleza ante la locura de exterminación de la vida natural y cultural, y la esperanza de generar nuevos modos de pensamiento y de acción ante el mundo, las cosas y los seres vivientes.
Pocos años de vida les quedan a los bosques del Paraguay, pocas esperanzas a las especies en vías de extinción, escasas alternativas para el verdor del planeta. ¿Seremos capaces de vislumbrar el peligro a tiempo y de detener la destrucción total?
Ante semejante pregunta surgió la posibilidad de buscar otros caminos para llegar hasta ustedes, lectores, que son los depositarios de este llamado a un compromiso compartido de salvamento ante el peligro de un daño irremediable, de una irrecuperable devastación.
Por ello, Axial Naturaleza y Cultura les invita a abrir un capítulo nuevo con respecto a la protección y a la recuperación de los bosques nativos del Paraguay, bajo el Programa denominado YO CUENTO ARBOLITOS, para lo cual se apeló a dos creadores muy distintos en cuanto a cultura y modos de expresión: Renée Ferrer, escritora, y el indígena chamacoco OGWA, artista plástico, quienes sumaron esfuerzos en la defensa de la ecología, a través del arte. Cada vez que este libro sea adquirido se dará la posibilidad de que un retoño de árbol originario de nuestro suelo conserve su savia y se yerga firme en las praderas de nuestro País.
Estos cuentos, narrados en voz, alta o en la intimidad de cada uno de nosotros, servirántambién para abonar nuestra sensibilidad ante impotencia de la naturalezafrente a la pérdida de ese latido indefenso que, sin embargo constituye nuestra única esperanza ante el futuro. ¿Será acaso factible, frente a estos relatos e imágenes, sentir la presencia de nuevos mundos posibles, donde exista un equilibrio entre las fuerzas naturales ylas voluntades culturales? Nosotros creemos que sí.
Guillermo Sequera
Director de Axial Naturaleza y Cultura
DE CÓMO UN NIÑO SALVÓ UN CEDRO
Quiero saber por qué se dice que el cedro
es un árbol sagrado... Ñamandu dijo: "Bien, este
árbol, en este árbol bueno excavad"; dijo,
"hemos de hacer que escuche árbol hermoso,
este es el único árbol hermoso que creamos
para tenerlo con nosotros. para hacer fluir la
palabra.....”.
Textos Mby’á. Las culturas condenadas,
Compilación de A. Roa Bastos, pág. 253.
Un ajetreo de hombres en la limpiada cercana no le dejó conciliar el sueño. A la amanecida Pablo se levantó, partiendo hacia el claro del monte, taciturno y de prisa, con la garganta obstruida por un pálpito siniestro.
Allí estaba, uniendo la tierra y el cielo con su tronco grisáceo, el cedro. No se dejó engañar la primera vez que lo vio. Sabía que bajo ese aspecto ceniciento dormían los colores rojizos de la aurora. No recordaba bien cuándo se convirtió en el compañero inmóvil de su imaginación. ¿Sería aquel atardecer en que se refugió bajo su follaje sintiendo sobre la frente una garúa apenas perceptible, que lo fue impregnando con un aroma de sombra y de jugos montaraces? ¿O aquella noche, cuando lo sorprendió meditando en voz alta, como si de la corteza cuarteada y olorosa le fluyera la palabra?. Se acercaba desde entonces a escucharlo como los pájaros, como las nubes, como las abejas que, coqueteando con su tronco, guardaban en sus huecos la untuosa miel. Le fascinó su voz grave, bajada de la reverberación de los astros.
Arribó sigiloso y se retiró con temor. Era cierto. La sospecha se desplegó ante sus ojos: los hombres estaban allí; el campamento, a la izquierda; a la derecha, las máquinas. En el centro, el temblor de las flores.
Algo debía hacer para salvarlo; algo que su pequeñez le permitiera, pensaba con desesperación, observando los aprestos para la sierra.
A la noche siguiente, no bien los obrajeros se tumbaron al resguardo de las carpas, Pablo se internó hasta el corazón del monte y lo buscó entre los árboles, desdibujados por la ausencia de la luna. Separó las lianas que ceñían el matorral; atento al quejido del mantillo, recorrió la picada y, finalmente, guiado por el aleteo de las mariposas que comen sus brotos, lo identificó. Lo rodeó con sus brazos, acarició su aspereza, le preguntó cómo estaba. No temas, parecían decirle sus manitas morenas.
Sin más dilación comenzó el ascenso. El tronco, coronado por la copa servida, era un puente desde la tierra hasta la mismísima altura. Siguiendo los rastros del perfume, indagó el itinerario posible entre los racimos de flores; los atajos, los descansos de aquel viaje del cual no vislumbraba el final. Se topó con un fruto tempranero e insistió sobre la premura de su misión. Debían entenderlo. En cualquier momento, el amanecer rompería el huevo de la noche y sería demasiado tarde. Averiguó entre una nidada bullanguera el trayecto más corto. Recordando el vuelo ondulante de una semilla de alas grandes, siguió a tientas la ruta que una vez le vio emprender. Le pidió consejos a la última horqueta para evitar los vahídos que amagaban tirarlo abajo. Subió y subió hasta tocar el cielo. Paseó entre las constelaciones y, antes que se apagaran las estrellas, eligió la más grande, la que brillaba más.
La tomó entre sus manos; con solicitud se la metió en el bolsillo; soslayando el vértigo descendió, firme y lento. Cuando estuvo en el suelo, la observó: su luz enceguecía.
Extendió los brazos tanto como su tamaño lo permitía y, buscando una saliente leñosa, la colgó sobre el fuste, como una señal.
Al otro día, cuando volvieron los hombres a terminar la faena, vieron sobre el cedro solitario aquella estrella, como un beso de luz sobre la madera fraganciosa y, asustados por el misterioso designio, lo dejaron vivir.
EL ZORZAL Y LA FRONDA
Para Papi Duarte Rodi
La conmovieron la inmensidad de la fronda, allá abajo, y los silbos que parecían emanar de cada hoja. Algo en su cuerpo menudo le avisó que había llegado. Quizás el retumbar de los latidos de su corazón o las rutas aladas de sus antecesores. Ni siquiera poseía la representación de la distancia. En su cerebro sin memoria todo sucedía en el presente: la espesura, el sol desplegado sobre la primavera y ella, arrebatada de cielo en los remolinos del viento.
Sobrevolando esa congregación de verdes que le llenaba la mirada, comprendió el término de su viaje y el arribo al hogar. Los montes le gustaban. Por la murmuración de las hojas, tal vez, por las hormigas atareándose en las ranuras de los troncos, o esa manta de trinos con que juntos los pájaros arropaban el atardecer. Por eso le gustaban. Si las golondrinas preferían el mojinete de los ranchos y las cigüeñas el distanciamiento de las chimeneas, ella, por el contrario, deseaba para su nido laumbría comunidad de los montes.
Por un hueco de sombra se metió en el follaje, brincando sobre los goterones de luz filtrados hasta el suelo; observando la respiración del bosque, su fluir de vida creciendo hacia las nubes; escuchándolo todo.
El balanceo de las lianas, los gusanos y el delicioso manjar de los insectos llamaban su atención por todas partes. Certera y astuta, picoteó una rama. Se bañó en el mullido colchón de hojas, que al pie de cada árbol esparcía su húmeda fragancia y, más tarde, hecha un capullo moteado sobre sus patitas tiesas, dormitó en plácido abandono.
Lo vio enseguida. Antes, el violín de su garganta había quebrado la campana de su sueño. Se dejó mirar ajena a su presencia, mientras se le iba en estampida el corazón. Permitió que su voz la recorriera, escabulléndose después como si no lo escuchase. A la espera y desde lejos, lo sintió arremeter con su gorjeo límpido, mientras ella, ensimismada, simulaba todavía indiferencia.
A él no le imputó su pretendida ignorancia. Acicateado por aquella reticencia, a saltos cortos se le acercó. Huyó de nuevo ella, escurriéndose de prisa. Y una vez más, algo ofendido, pero resuelto y melodioso, en lentos giros la siguió.
Un poco más. Un poco más de ese canto, de la impalpable caricia de su voz. Que se repita el llamado. Que me persiga de nuevo. Que se me acerque. Me gusta. Y escapaba otra vez, vacilando entre la incertidumbre de la huida y el deseo.
De pronto, una nota se soltó de las otras para quedarse vibrando en el aire cual flecha sonora. El cortejo había terminado. Quieto y orondamente diminuto se paró el zorzal sobre la rama, mientras ella, abatida ya su resistencia, se le fue aproximando con el pico ansioso, como una cría desvalida que pide alimento.
Haciéndose esperar; retardándole aún más la respiración con su demora; buscó un abejorro y, con cuidado, para no lastimarla, se lo introdujo en esa súplica de amor que le tendía.
Antes que la luna desnudara su doncellez de plata, el zorzal alambrócon su canto una parcela de monte y, al día siguiente, incuestionable señorde sus dominios, buscó el lugar adecuado donde plantar su nido. Pelusas, pajitas secas, una pizca de musgo, algo de manantial y un poco de barro, bastaron para terminar aquella construcción, tras múltiples y compartidos ajetreos.
Fueron días de arrullo y contiendas de ternura. Y al poco tiempo: la sorpresa de ambos ante los huevos minúsculos; la discreción de ella en la tibieza con su canto solidario alrededor.
No bien acreció el sur, la madre y los polluelos partieron hacia la riqueza frutal de las cosechas, dejándolo al cuidado del nido.
Sin el revoloteo de los suyos, se le volvieron largos los días y más lejanas las estrellas. Las horas se quedaron baldías, ahora que su compañera se había borrado de la tarde.
Pacientemente la esperó; hasta que el invierno, por fin en retirada, cedió el paso a la resurrección de las semillas, a la esplendente anunciación de la savia.
No podía demorarse en llegar. Pronto el bosque le saldría al encuentro con su aroma verdecido.
Una y otra vez creyó divisarlo en el borde de la distancia, pero al acercarse, manchones renegridos le espantaban la esperanza.
No bien el día se coma a la luna; posiblemente antes que la noche se trague al sol, se repetía valerosa, buscando la fronda, entre que alentaba a sus pichones a volar ligero sin divisar el verde por ningún lado.
Desfallecía de cansancio cuando la golpeó el olor de la resina chamuscada. Una extensión de tierra interminable sangraba llamadas; los troncos como enanos abiertas suplicantes. Allí estaban: su monte, su compañero, su nido: derribado, silenciado, destruido.
La humareda se le adentró en la garganta, en la desesperación, en la impotencia. Se demoró aún sobre el aliento candente del suelo y, después, con losojos convertidos en dos lágrimas negras, se fue perdiendo en la tiznada palidez del horizonte.
EL DÍA QUE SE DESPLOMARON LAS ESTRELLAS
Para Víctor Casartelli
Internarse en el monte, perderse por el laberinto de lianas y maleza, o seguir secretamente las huellas hasta encontrar los lugares donde los venados se echaban a dormir, era la pasión de Avaipe.
Nada le gustaba tanto. Ni otear el horizonte a la espera de los malones para dar la voz de alerta, escuchando como el pecho se le llenaba de coraje, ni pintarse la cara con los colores de las ceremonias rituales, ni mirar a los hombres, embriagados de chicha y baile, desatándose del mundo para entrar en la vorágine de una libertad inconsciente. Nada. Salvo quedarse dentro de su propio pensamiento bajo la cúpula de los árboles, con el olor humedecido de la tierra, arropada por un amasijo de hojas y de ramas tiernas; recorriendo después, meditativo, los santuarios de savia y de sombra otorgados por los dioses.
Si acaso otra cosa le interesaba más era el cielo, con su danza circular de estrellas, la aparición del tigre hambriento de luna, la marcha habitual de las constelaciones.
Entre la intimidad de los bosques y la vastedad del firmamento, Avaipe desgranaba los días rutinarios de la tribu. Se evadía tras las abejas hasta los colmenares escondidos, persiguiendo de paso el sueño calcinado de los lagartos; alternaba la búsqueda de presas, junto a los guerreros investidos, con la recolección de peces burbujeantes; o acechaba, en la bóveda celeste, ese desvestirse de la noche, sacándose una a una las estrellas, como si fueran pendientes, hasta quedarse en pura aurora.
No le gustaba hablar, ni le hacía falta. Escurridizos y certeros, sus movimientos lo llevaban adonde su voluntad decidiera. Desaparecía semanas enteras de las tolderías o se quedaba a moler maíz con las mujeres, sin más ley que su propio deseo; pero guardaba en su corazón el apego a la vida y el secreto de dialogar con los luceros.
Nunca supo en qué estación sucedió. Tirado sobre la grunilla, de cara al universo, empezó a ver cómo se desplomaban las estrellas. De alguna manera, por el deslumbramiento o por la entrega, sus miembros se quedaron tiesos bajo esa lluvia alucinante, que de pronto se desató sobre la tierra. No atinó a levantarse o a guarecerse, ni acertó a buscar, retrocediendo hacia el territorio de la infancia, los brazos de una madre que ya no existía. Sólo dejó que los ojos se le quedaran mirando aquel maravilloso cataclismo. Estrellas en añicos, cometas desprendidos de sus órbitas. desarenadas lunas despeñándose, le dejaron los labios atónitos y la voz estancada.
Ante el silbido de los astros, permaneció contemplando la avalancha que quebraba los árboles, la geometría irregular de los ramajes, la perentoria estabilidad de los nidos. Sometido a la belleza de la luz, canceló los sollozos, sabiendo que todo a su alrededor se desmoronaba, salvo él que, testigo impotente y obligado, presenció el derrumbe gradual de su morada.
Una vez terminado el aluvión, vuelto ya del temor y del embeleso, Avaipe trató de incorporarse. No se pudo mover. Su espalda, sus extremidades, su destino estaban clavados en el suelo. Sólo el rostro podía ladearse de un lado a otro, permitiéndole ver la cabellera de fuego que le había crecido a la tierra.
No pudo gritar, orar tampoco; los gemidos le fueron vedados, pero sus ojos dejaron correr, desde la esquina de los párpados un agüita empañada. Escuchó la soledad; aprendió con paciencia las argucias de la intemperie; reconoció, dentro de las llamas aturdidas por el viento, el esqueleto de las cosas. Nadie se acercó a socorrerlo ni comprendió su aislamiento. Ante tamaña orfandad, paladeó el lento sabor de la tristeza. Como ofrenda a un sol implacable y a una luna sombría, permaneció en idéntica postura durante el ciclo de las estaciones innumerables, escuchando la vida moribunda a su alrededor.
Desde el ojo de un manantial, un amor compadecido del páramo comenzoa brotar en su interior. Se supo parte y motor del universo y deseó inmolarse. Percibió los pasos de la sangre transitando sus venas cada vez con menos fuerza; se le apagaron los ojos y le florecieron las manos. Entonces sintió emerger desde el centro del pecho, nutrido de su carne y de su desolacion, un árbol nuevamente primigenio.
Cuentan los sabios, que pocos se atreven a contradecir, que hasta ahora puede verse en el solitario corazón del monte, petrificada y yacente, la figura de un hombre abrazado a las raíces plurales de la selva.
DE: Desde el encendido corazón del monte. Edición bilingüe [español-francés]
(Asunción: Fausto Cultural Ediciones, 1994)
PLAYA
Castillos de arena
con torres redondas,
construyen los niños
con mezcla de sal.
¡Qué lindas ventanas
con cantos rodados,
balcones de escamas
y estrellas de mar!
De las caracoles
que silban al viento,
murmullo marino,
quejido fluvial,
se escapa una estela
de su chimenea,
formando cigüeñas
de grácil volar.
Con nácar sacado
de conchas tostadas,
y polvo de roca,
con espuma y sal,
les ponen alfombras
a los escalones,
que alcanzan el cielo
en línea espiral.
Castillos que guardan
en sus minaretes,
recuerdos de niños
tendidos al sol;
tendrán a la tarde
que volverse arena,
cuando estén cansados
de su torreón.
PINTANDO
Desde un pote de rojos,
amarillos y verdes,
con tus dedos alados
ayudaste a volar,
mariposas pintadas
con sus alas de seda
que esparcen en el viento
su vuelo circular.
Del hueco de tus manos
en crisol de colores,
con perfume de niños
y loco frenesí,
se escapan elefantes
con orejas manchadas,
y pájaros con picos
de color carmesí.
Pinta pequeño tu mundo
salpicado de color,
mientras la tierra embellece
bajo los rayos del sol.
Ponles alegría a las aguas
donde nada el caracol,
y puntos multicolores
al aire del ventarrón.
De tu nariz estampada,
y tus mejillas a rayas,
de tu sonrisa cubierta
con delicioso esplendor,
se escapan hasta el remanso
del corazón que te quiere,
cálido piar de paloma,
tenue murmullo de flor.
CASCARITA DE NUEZ
Cascarita de nuez,
barquichuelo arrugado,
cuna de mis recuerdos
de niño juguetón.
Navegando en la arena,
hallarás una estrella,
donde harás cancion
con la brisa y el sol,
que me llene las manos
de esperanza y amor.
Botecito crocante
con perfúme a nogal,
a la sombra de un árbol
te has ido a navegar,
dibujando a tu paso
una estela de paz.
Navecita pequeña,
pétalo sin timón,
cascarita de ensueños
conserva mi ilusión.
PASEO
Te voy a pintar
en las mejillas
tres hojitas hermosas
de ilusión;
para ir a los campos
en caballos
de perfumada madera
y de latón.
Comiendo por el aire
en semicírculos
llenaremos de verso
y de canción,
el cálido pedazo
del verano,
y el nido placentero
del gorrión.
Veremos en las flores
del camino,
picaflores con ojos de cristal,
y gallos de crestas encamadas,
entonando su canto
magistral.
Mariposas con alas
coloreadas,
revoloteando sobre
espigas de maíz,
estampando en el aire
caprichosas,
los geniales arabescos
de un tapiz.
Volveremos somnolientos
a la tarde,
deshojando corolas
de cartón,
mientras llenan de luces
las estrellas,
la huella del potrillo
juguetón.
PANDORGA
Pandorga.
Que vuele la pandorga,
que bailotee en el aire,
que dibuje colores
en las nubes,
que caiga,
se levante,
se estremezca.
Dame tu cola coqueta
de moños pintados,
el tiritar
de tu papel de seda,
el sonido aflautado
de las tacuaras
que forman tu esqueleto;
dame tu alegría
de bandera
y tu ilusión
de alondra.
Pandorga,
torea tu existencia
de casuarina;
quédate mansamente dormida;
recibe el griterío jubiloso
de los niños
que siguen tu danza
de sol y viento,
hasta que vayas a morir,
resignada y majestuosa,
en la copa de un arbol
CIRCO
Circo que llenas la infancia
de payasos coloridos,
son burbujas de alegría
tus tambores que hacen ruido.
¡Cómo saltan en el aire
volatineros pintados,
mientras saca del sombrero
siete conejos el mago!
Los caballos corcovean
sobre pistas de cristal,
con sus patas salpicando
picaflores al pasar.
Circo, circo,
que les atraes,
en dichoso
deambular,
carretadas
de alegría,
a los niños
del lugar.
Bajo tus luces pasean
adormilados camellos,
en la joroba meciendo
su alma de caramelo.
Las focas en las narices
llevan pelotas felpudas;
y los osos bailotean
vestidos de terciopelo.
Corta el látigo la tarde
con su flexibilidad,
mienras suben a los cubos
tres leones de azatrán.
Y en la esquina de la carpa
que elegante al cielo va,
los monitos picarones
hacen muecas al compás.
Circo, circo,
que les atraes,
en dichoso
deambular,
carretadas
de alegría,
a los niños
del lugar.
BOLITAS
Ruedan las bolitas.
¿Hasta dónde irán,
cuando canta el viento
en el naranjal?
Entre el empedrado
de las calles llenas
de solo de luna,
de pasto y arena,
recorren lomadas
-basáltico andar-
colinas y cerros
-candido rodar-,
¡Cuántas cosas lindas
nos pueden contar,
de paseos cortitos
por esta ciudad!
En los bolsillitos
tibios de amistad,
las guardan los
niños después de jugar.
ARCO IRIS
Una lluvia empapó
la frágil silueta
de un rayo de luz
al hacer piruetas,
y con sus destellos
cuando salió el sol,
se formó un camino
de agua y color.
Con sabor a lluvia,
y aroma de lino,
brotes de jazmines
y oleaje fluvial,
nació el arco iris
con matices finos,
para hacer un viaje
a la inmensidad.
En su puente lindo
de luz coloreado
resuena la risa
de un niño encantado.
Cuando de repente
su tenue figura,
se esfuma perdiendo
su clara hermosura.
REYES MAGOS
Sobre una cinta de plata
tendida en la inmensidad,
se acercan los Reyes Magos
caminando sin cesar.
Sus ropajes son de seda,
son sus capas de astracán,
y en sus turbantes las perlas
se menean al compás
del andar de los camellos,
que despacio en fila van.
Posados en una estrella
sus ojos buenos están,
mientras les marca el camino
con su fulgor de metal.
En la tierra todo es calma.
Sólo una luz, aquí, allá.
Los niños ya se han dormido
soñando en la oscuridad,
con las cartas enviadas
por palomas de cristal.
Los zapatitos lustrados
en voz baja parlotean,
mientras se bañan de luna,
esperando que los vean.
La noche deja un lucero
prendido en cada rincón,
salpicando de rocío,
los pétalos de cada flor,
hasta que despierta el alba
engalanada de sol.
Brillan chispeantes los ojos.
La risa se hace canción,
-los camellos se han bebido
toda el agua del latón-
y a lospies de las camitas,
hay juguetes. iQué emoción!
Que cante siempre la alondra,
y gorjee el ruiseñor,
que a ningún niño le falte
a dicha de la ilusión.
DE: Cascarita de nuez. Ediciónbilingüe [español-inglés]
(Asunción Fausto Cultural Ediciones, 2009)
FUENTE - ENLACE INTERNO A DOCUMENTO INTERNO
(HACER CLIC SOBRE LA TAPA)
LITERATURA INFANTO-JUVENIL PARAGUAYA DE AYER Y HOY . TOMO I (A – H)
TERESA MÉNDEZ-FAITH
INTERCONTINENTAL EDITORA S.A.
Teléfs.: 496 991 - 449 738;
Pág. web: www.libreriaintercontinental.com.py
E-mail: agatti@libreriaintercontinental.com.py
Asunción - Paraguay. 2011 (424, Tomo I)