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MILIA GAYOSO MANZUR
  CUENTOS DE MILIA GAYOSO


CUENTOS DE MILIA GAYOSO

CUENTOS DE MILIA GAYOSO

(Villa Hayes, 1962)

 

Cuentista y periodista. Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Facul­tad de Filosofía de la Universidad Nacional de Asunción en 1986. miembro de la Sociedad de Escritores del Paraguay (SEP), de Escritoras Paraguayas Asocia­das (EPA) y del PEN Club del Paraguay, Milla Gayoso Manzur publicó sus primeros trabajos periodísticos en la revista universitaria Turú y sus primeros relatos en el suplemento femenino del diario Hoy. Desde hace varios años trabaja como periodista en el diario La Nación, donde publica reportajes, co­mentarios y cuentos cortos. Hasta la fecha ha publicado once libros de cuentos: Ronda en las olas (1990), Un sueño en la ventana (1991), El peldaño gris (1994). Cuentos para tres mariposas (1996), Microcuentos para soñar en colores (1999: cuentos infantiles), Para cuando despiertes (2002; cuentos infantiles), Antolo­gía de abril (2003), Las alas son para volar. 13 relatos para adolescentes (2004), Dicen que tengo que amarte: Relatos con aroma adolescente (2007), Fuego que no se apaga: Relatos de amor y desamor (2009) y Micro-relatos para Julietta y tres historias de amor (2010).

 

 

 

 

CARTA PARA NARITA

 

         Tu cara era redonda como un sol, cuando naciste. Lo recuerdo bien porque ya tenía ocho años. Nos fuimos al hospital con papá, los dos nerviosos y felices porque ya estabas por llegar. Mamá se había internado a la mañana temprano para esperar los dolores de parto en un lugar segu­ro, porque era bastante miedosa y tenía muy poca resistencia al dolor.

         Naciste a las dos y media de la tarde, y todos nos pusimos muy felices. Cuando me dijeron que eras una nena, mi alegría fue inmensa, porque me sentía muy sola en casa y no tenía con quien jugar. Quizás, papá esperaba un varón, pero se puso muy contento con la noticia. Te pusieron Nara, porque se conocieron en una ciudad del Japón que se llama así, cuando estaban becados, estudiando. A mí me llamaron Alicia, como mamá.

         Al día siguiente, la alegría dió paso a la tristeza y yo no entendí por qué. Mamá volvió a casa contigo, pero se pasaba las horas llorando.

Pregunté si estabas enferma, pero me dijeron que no. Ibas y venías al pediatra con mamá, una y otra vez, durante meses. Tardaste en caminar, en hablar... pero sonreías siempre, y comías mucho, tanto que a los diez meses era casi imposible alzarte en brazos.

         Un año después entendí que eras especial. Que las palabras tardarían en salir de tus labios, que tu sonrisa de niña sería eterna, que caminar te costaría más que a otros niños, que vivir a tu lado sería una aventura para todos. No sé quien de los dos fue el más fuerte, si ella o él, pero escuché sus discusiones durante noches interminables, e incluso varios portazos de papá en plena madrugada. Una vez, me levanté para ir al colegio, y él estaba en la hamaca del jardín, donde había amanecido con los ojos abier­tos.

         Fue mi madrina, quien les convenció de que fueran a una charla para padres de niños con ciertas discapacidades. Les hizo bien, creo que les ayudó a aceptar su realidad, y empezaron a verte con otros ojos. Entonces, la vida fue más fácil para todos. Cuando cumpliste cuatro años, mamá estaba esperando otro hijo. Llegaron dos, Juan Pablo y Juan Ignacio y papá casi murió de la emoción. Vos y yo la ayudamos a mamá a cuidarlos, porque eran muy inquietos, vos les atajabas las piernitas, mientras yo trataba de ponerles los pañales. Más de una vez, uno de ellos nos orinó en la cara, en pleno trajín, y nos hemos destornillado de la risa, juntas.

         Crecimos felices, Narita. Claro, yo siempre fui un poco la mamita de ustedes, porque mamá tenía mucho trabajo en casa y en su oficina, enton­ces yo le ayudaba a Cornelia, para que no se acerquen a la cocina o no se lastimen, porque entre los mellizos y vos, la casa era un torbellino. Por las noches era una fiesta, porque nos reuníamos todos en la mesa para atacar la cena, como caníbales y papá traía helados y golosinas y nos embardu­nábamos las caras y las manos.

         Ahora, los mellizos ya están grandes y dan menos trabajo. Y vos estás aprendiendo a leer, despacito, pero estás aprendiendo. Tu profesora dice que tenés una inteligencia extraordinaria, y que antes de los quince, vas a poder leer bastante bien. Siempre me preguntás si te quiero, con esa sonrisa enorme que te marca toda la cara, y yo te digo que sí , ¿Cómo? preguntás, y te digo que como tres mil cielos. Todos te queremos Narita, tres mil cielos por tres mil tierras multiplicado por tres mil mares. Mamá, papá, los mellizos y yo, también los abuelos y los perros. Todos.

         Te voy a dejar esta carta, entre las hojas de tu agenda Pascualina.Mañana me voy de viaje, voy a estar lejos durante cuatro años, y duranteese tiempo voy a estudiar, y cuando vuelva, vamos a seguir jugando y leyendo juntas. No tengas miedo, Narita, cuando papá y mama ya no, estén, yo te voy a seguir cuidando.

 

 De: Dicen que tengo que amarte: Relatos con aroma adolescente

(Asunción: Editorial Servilibro, 2007)

 

 

LA CASITA DE CAACUPÉ

 

         Verde musgo, verde pasto, verde esmeralda, verde limón, verde mar... Los rayos del sol se cuelan entre las hojas, el rumor de la pequeña cascada del arroyo otorga sosiego en plena siesta, mientras las cigarras buscan romper esa quietud, con sus cantos.

         Rodeada de un paisaje maravilloso, la casita de madera exhibe su cabeza de chapas, color plata, cuyo brillo compite de noche, con la luna. A esa hora, las luciérnagas corretean sobre la pequeña laguna donde cantan las ranas. De madrugada, los tonos rojo-naranjas del horizonte, la encuentran erguida, noble, pequeña pero grande, aglutinadora de miles de momentos de felicidad.

 

 

VAMOS A BAILAR BAJO LA LLUVIA

 

         A Segundo y Alejandra

 

         Él bajó presuroso hacia el rio y ató las canoas a los soportes instala­dos en los costados, para que el viento no las llevara aguas adentro.

         Llegué corriendo a la orilla y me puse a danzar en círculo, sobre la arena blanca y mojada.

         Abuelo, vamos a bailar bajo la lluvia, le dije, tratando de conseguir que me acompañe en mi feliz entretenimiento. Estoy ocupado che rajy*, andate a la casa porque te vas a enfermar si te mojas, dijo, mientras ajustaba los nudos con sus manos callosas de tanto remar.

         Él sabía que cualquier cambio de temperatura o una mojada como esa podían acentuar mis ataques de asma. Pero yo era ajena a cualquier preocupación y prefería darle rienda suelta a la felicidad de estar cerca de él.

         Abuelo, vamos a bailar bajo la lluvia, volví a insistir, nuevamente. El aseguró sus canoas con finas tiras de cuero fuertememente amarradas a los postes de sauce y se bajó a bailar conmigo, un poco dificultosamente a causa de sus achaques de lisiado de la Guerra del Chaco.

         Reíamos felices.

         Arriba, hacia la barranca, desde la casita con techo de paja, y un prometedor humito que salía de la cocina, abuela nos llamaba con la mano derecha, y un amenazante arreador en la izquierda, apuntando a los dos.

 

         *Che rajy: mi hija

 De: Micro-relatos para Julieta y tres historias de amor

(Asunción: Editorial Servilibro, 2010)

 

 

NAOMI

 

         En realidad se llama Teodora, pero cuando entró al mundo de los blancos, descubrió nombres que sonaban mejor y quiso cambiarse el suyo. En casa de Alicia Cohene encontró una revista de modas, y allí estaba una mujer muy negra pero fascinante, que vestía las ropas más finas, y se llama Naomi.

         Me quiero llamar así, dijo Teodora ante la mirada asombrada de su amiga, una jovencita rubia de ojos azules, la única que la aceptó desde el primer día. De piel cobriza y pelo negro y lacio, Teodora Moteroi llegó una mañana al colegio, apretando sus cuadernos contra el pecho, para que no se le notara el temblor. Siéntese allí, le dijo la maestra. La chica de al lado no pudo disimular su risita burlona cuando la vio vacilar ante la silla.

         Se quedó derechita, quieta, con la mirada fija hacia la profesora y el pizarrón. No quiso mirar hacia ninguno de los lados, porque adivinó decenas de ojos curiosos observándola. El corazón le galopó de sólo pensar que alguien le pudiera dirigir la palabra y verse en la necesidad de contestar en su castellano maltrecho, mezcla de guaraní y maká.

         Cuando sonó el timbre del primer recreo, Teodora no se movió del asiento, y fue Alicia quien se acercó a invitarla con un chicle. Gracias, le dijo ella, a punto de llorar. Alicia insistió y se preguntó Teodora por qué esa chica tan linda, como un ángel, estaba queriendo ser amigable con ella.

         Recién cuatro días después salió al recreo. Alicia volvió a ofrecerle un chicle, y Teodora tuvo que aceptar. Desde allí se hicieron inseparables. Los primeros días su amiga soportó las bromas de las demás compañeras, pero ella no les hizo caso. Con el tiempo, era normal ver esa pintoresca unión de una rubia y una indígena, incluso en la presentación de los trabajos prácticos.

         Yo te debo todo. Así decía la tarjetita hecha artesanalmente, para acompañar al bolso indígena tejido con cariño para Alicia. Se lo pasó en plena clase, cuando estaban copiando la lección de Historia. Veintiséis pares de ojos se posaron en ambas, cuando la linda rubia que siempre huele a Madame Rochas se levantó de su asiento y abrazó con fuerza a su Teodora, de piel cobriza y olor a colonia barata.

         La apretó contra sí mucho rato, balanceándola suavemente como para mecer ese cariño tan puro que le entregó desde que llegó a su vida. La profesora dejó de dictar un ratito y se ajustó los anteojos para disimular una lágrima que bajaba hasta el pómulo izquierdo.

         Insistió durante mucho tiempo en llamarse Naomi, al tiempo de soñar que trabajando mucho como lo hacía, cambiaría la situación de su gente que se apiñaba en la toldería de Mariano Roque Alonso, y sobrevi­vía malvendiendo sus artesanías por las calles. Teodora-Naomi quería un futuro mejor para su familia y su tribu.

         Dos años después, al terminar la secundaria, se hacía inevitable la separación. Alicia iría a perfeccionar su inglés a Estados Unidos y Teo­dora se pondría a estudiar alguna profesión corta que le permitiera un trabajo seguro.

         Intentaron disfrutar del verano juntas, los fines de semana, cuando a Teo le daban libre en la casa donde trabajaba y vivía. Pero el día D llegó y se hizo inevitable la despedida.

         Vestida con sus mejores galas, Teodora fue al aeropuerto con un oso de peluche para su amiga, para que la acompañara durante su nueva vida. A punto de pasar a la zona de embarque, Alicia le entregó un paquete.

         Lo abrió en el colectivo, cuando volvía a su casa con los ojos enro­quecidos de tanto llorar. Estoy volando entre las nubes Teodora y lloro como vos, pero también sonrío porque he conocido la mayor felicidad del mundo desde que llegaste a clase aquella tarde. Soy yo la que te debe todo querida amiga. No hace falta que te llames Naomi, simplemente no dejes de ser Teodora y de luchar por tus ideales. Yo volveré y te ayudaré a cuidar a los tuyos.

         Las lágrimas le impidieron ver con claridad que Alicia le había de­jado en el paquete, sus tesoros más preciados: sus aros de plata, su dije celeste en forma de estrella, Su pulsera de perlas de agua dulce, su cadena de oro con el dije en forma de corazón y su anillo de fibra de coco, que ella misma le había regalado. Usalos mientras no estoy, rezó la tarjetita de hoja de cuaderno.

         Teodora apretó el paquete contra su corazón mientras se preparaba para bajar del ómnibus en la parada, cerca de su comunidad.

 

 

TODO IRÁ MEJORANDO

 

         Cuando vi a las palomas picotear las migajas frente a la catedral, me vino a la memoria aquella mañana fría de Buenos Aires, en esa plaza atestada de palomas y los jubilados dándoles de comer migajas de factu­ras.

         Seguramente tendría algo así como cinco años, o seis a lo sumo y me embelesé observando a esos pájaros hermosos e inofensivos que pobla­ban los paseos de ese espacio cuyo nombre no recuerdo, como muchas cosas que se han perdido en mi memoria luego del accidente.

         Todo irá mejorando, Jorgito, solía decir mamá cuando me quejaba de lo poco que me daba para el recreo o de tener que ir a los cumpleaños de mis amigos con ese vaquerito remendado con un género a cuadros, en las rodillas. Todo irá mejorando, repitió cuando juntamos nuestras cosas, desocupamos la casita de la villa miseria donde estábamos viviendo y nos preparamos para volver a Paraguay.

         Hay que reconocer que era una mujer muy positiva y con una volun­tad de hierro. Su determinación la alejó de Santa Elena y la llevó a la gran ciudad. Trabajó mucho para enviarles dinero a sus padres y trabajó aún más para ayudar a mi papá cuando éste apareció en su vida, enfermo y sin conchabo alguno. Me llegó a contar que sólo dejó de trabajar una semana en la casa de la familia Pelayo, cuando nací yo.

         Estuvo allí hasta dos horas antes de que naciera y apenas días des­pués, me lió en una manta y nos fuimos de nuevo a cumplir con sus obligaciones. Sus patrones la apreciaban mucho y la dejaron tenerme a su lado hasta que cumplí cuatro años y mamá consiguió que una vecina me cuide a cambio de algo de dinero. Solía contar con orgullo lo bien que me portaba en la casa ajena, mientras ella terminaba su trabajo diario.

         Casi no recuerdo a papá. Era paraguayo como ella, pero de otra ciudad. Llegó a Buenos Aires también buscando empleo, trabajó como albañil durante mucho tiempo, pero el cigarrillo, la cerveza y el polvillo del cemento terminaron fulminando sus pulmones. Murió a los tres años de conocerse. Creo que la quiso mucho a pesar de no haberle traído más que problemas.

         Ella vendió lo poco que teníamos, regaló las chapas de la casita y volvimos en un colectivo cuyo pasaje era mucho más barato que otras empresas, lo cual representaría llegar como seis horas después de lo que normalmente se tarda hasta Asunción. No traíamos demasiados bultos. Mamá prefirió deshacerse de las ropas más feas y traer las más presenta­bles. Me permitió cargar mis discos, mis libros y mis camisetas y mis dos pelotas de Boca Junior.

         La vi lagrimear cuando dejamos Buenos Aires. Yo sabía que esa despedida representaba dejar allá no sólo la tumba de papá, en el cemen­terio de Lomas de Zamora, sino sus sueños juveniles y sus ilusiones. A mí me daba también cierta tristeza dejar a mis amigos, mi barrio y a Floren­cia, a quien estaba empezando a querer. Pero no podía dejar que ella viniera sola, ¿qué iba a hacer yo solo allá?.

         Todo irá mejorando, me volvió a decir cuando partimos de la termi­nal rumbo hacia su tierra. Me gustaba la idea de conocer a mi abuela, a mis primos, a su pueblo del que tanto me habló.

         Estábamos durmiendo cuando sentimos la sacudida. Recién cuando escuché los gritos desesperados de la gente me di cuenta de que habíamos chocado. Me desperté al día siguiente, en el hospital de Resistencia; tenía los brazos enyesados y no sentía una de mis piernas, que se entumeció por los golpes. Pregunté por mamá, pero nadie supo decirme nada. Estuve allí una semana hasta que apareció una persona quien dijo ser Gabriel Pineda, un primo de Santa Elena. Él supo del accidente y de la lista de heridos, entonces vino a buscarnos.

         Pero ella no sobrevivió. Lloré días enteros y ni siquiera pude enju­garme las lágrimas porque tenía los brazos y las manos endurecidos por la escayola y el yeso. Gabriel me llevó a casa de mi abuela, una anciana que no paraba de abrazarme y llorar. Me quedé allí como tres meses, hasta que me puse mejor y me vine para acá. Yo creo que en Asunción, un muchacho como yo tiene más posibilidades de encontrar trabajo. Mien­tras tanto, cuido y lavo los autos aquí frente a la Catedral. Al principio los otros adolescentes me miraban mal, especialmente por mi acento, pero ahora ya nos hicimos amigos y compartimos los clientes.

         Cada vez que suenan las campanas, y las palomas salen volando hacia el cielo, me repito su frase de que todo irá mejorando, alguna vez.

 

 

 

UN VALS PARA ADRIANA

 

         Su papá estaba tocando el violín cuando escuchó el timbre. Dejó el instrumento sobre la silla y salió a mirar. No había nadie, pero sí algo. Miró hacia abajo y vio una canasta de karanda'y, de esas que utilizan las verduleras para vender sus productos por la calle. Pero no estaba vacía; adentro, liada con una sábana con flores azules había una cosita pequeña que bostezaba sin parar y observaba todo con un par de maravillosos ojitos verdes.

         Él miró para todos los lados y no vio a nadie, entonces alzó la canasta con su precioso cargamento y la llevó adentro. ¡Fernanda, gritó, Fernan­da, Fernanda, un ángel llegó a la puerta! Ella no le hizo caso porque Martín estaba por contarle a Julieta que amaba a Ernestina y no a ella. ¡Fernanda, vení te digo, esto es un milagro y no quiero vivirlo solo!

         Ella continuó embelesada ante la pantalla viendo cómo las lágrimas de Julieta le estropeaban el maquillaje. Cuando él le puso la canasta sobre la pierna, pensó que había comprado kumanda peky sin pelar y que se lo estaba pasando para que lo hiciera mientras veía "Sin tu amor soy un fantasma", la novela que ninguna ama de casa se perdía a las siete de la tarde. Pero la canasta se empezó a mover y ella dejó de llorar con Julieta para quedarse con la boca abierta ante esa bebita rosada que no paraba de mirarla. Fue amor a primera vista, de a cuatro: De ellos dos y su hija de diez años con esa pequeña y hermosa desconocida.

         Nadie la reclamó y N.N. pasó a ser Adriana María Fernández Pérez, alias polvorita o alegría de la casa. Era puro energía, puro besos, puro abrazos. Crecieron queriéndose los cuatro, aplacando necesidades con mimos, llorando juntos con las fiebres, las molestias del sarampión, los unos en matemáticas y los resbalones en el escalón en picada. Pero tam­bién rieron por sus morisquetas, sus adelantos en las clases de piano y danza paraguaya, con sus salidas inesperadas y sus besos pegajosos de chupetín y alfajores de chocolate.

         Pero la alegría de la casa comenzó a perder la sonrisa cuando en la escuela le contaron que era adoptiva. Sí, y qué tiene que ver, fue la res­puesta de su papá mientras afinaba sus cuerdas. Claro mi hija, pero eso no importa, le dijo Fernanda mientras hacía zapping con el control del tele­visor en la mano. Estelita levantó la vista de su bordado en punto cruz para decirle que deje de hacer teatro y no se preocupe por esas estupideces. Ya tenés doce años y tenés que comportarte como una mujercita, agregó mientras se iba hacia la heladera buscando algo para calmar su ansiedad.

         Un rato después, Adriana les gritó que eran mentirosos y salió co­rriendo con su mochila cargada de cuadernos, uno o dos pantalones y sus tres remeras favoritas. En la esquina la alcanzó su hermana con otra mochila cargada con cualquier cosa. Si vos te vas yo te acompaño, porque también soy adoptiva, le dijo.

         Se miraron, se abrazaron, y se mataron de la risa. Volvieron a la casa tomadas de la mano y con las mochilas livianas como plumas.

         Cuando su madre abrió la puerta para que entraran, escucharon a su papá tocando un vals maravilloso de segunda bienvenida.

 

De: Las alas son para volar: 13 relatos para adolescentes

(Asunción: Editorial Servilibro, 2004)


 

CANCIONES SIN SENTIDO

 

         Muchos me contaron que yo vagaba con ella por todos los lugares. Se nos vio por todas partes, juntas; el mercado, las avenidas, la terminal, a la salida de los cines... Dicen que ella siempre iba andrajosa, descalza, la mirada perdida, la sonrisa sin causa.

         Cuando yo era un bebé ella me cargaba a su cintura o sobre su cuello y dicen que muchas veces yo lloraba de hambre porque como ella no se alimentaba, no tenía leche para amamantarme. Cuando ya fui un poco más grande chupaba durante horas algún trozo de cáscara de naranja o cualquier otra cosa que me daban por ahí.

         Algunas veces vivíamos en el hospital. Me cuentan que por lo menos allí las dos comíamos un poco mejor que cuando vagábamos por las calles, a ella no le gustaba estar en el hospital, quería estar libre, caminar, que no la encerraran.

         Cuentan que fue una chica feliz, que vino de la campaña para traba­jar en una casa de familia, pero allí la maltrataban, le daban poca comida, trabajaba en exceso, dormía poco y tenía nostalgias. Trabajó tres años en diferentes lugares, uno peor que otro, la trataban como si fuera una escla­va.

         Los domingos tenía ganas de salir a pasear pero no la dejaban, se quedaba a limpiar todo lo que ensuciaban las visitas.

         Un día se fue al mercado a comprar verduras y no volvió, se extravió por los recovecos del camino, colgó el bolso del brazo y vagó sin rumbo. Se fue ensuciando lentamente su vestido, se gastaron sus zapatos, se le ensució el cabello y su cara morena se manchó del jugo de las naranjas que comía y del piso sucio que utilizaba como cama por las noches. Se sumó a los habitantes sin rumbo de la ciudad, compartió trozos de tortillas o el calor de una manta agujereada de algún mendigo o de otra mujer enajenada.

         En una de esas noches, en la oscuridad de las esquinas, alguien la poseyó salvajemente. Su vientre se volvió un hogar y fui parte de ella misma. Me dijeron que entonces algunas personas la internaron en el hospital y cuando nací ella me miraba sin entender muy bien lo que había ocurrido. Como el portón estaba abierto, nos fuimos a explorar la vida. A veces nos volvían a traer y otra vez ella me cargaba y salíamos de nuevo.

         Me dicen que ella me quería, que me daba mil besos y me acunaba entre sus brazos sucios, me cantaba canciones que ni ella conocía. Eran canciones dulces aunque no tuvieran sentido.

         Después, nos separaron. Personas preocupadas por mí me sacaron de sus brazos, me llevaron a un hogar infantil y a ella la dejaron vagando por las calles. Yo guardaba recuerdos de su cara sonriente, pero crecí con prisa y dejé de pensar en ella. Pero en estos días, de compras por la calle, vi a una anciana harapienta, que reía sin causa, entonces descubrí en sus facciones ajadas la forma de mi cara, mis ojos, mi sonrisa. Ella miró hacía mí y salió corriendo, se perdió entre la gente. La seguí cuatro cuadras y no pude alcanzarla, pero la buscaré. Quiero sentarme a su lado para que me cante canciones sin sentido.

 

De: Antología de Abril

(Asunción: Editorial Servilibro, 2003)

 


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LITERATURA INFANTO-JUVENIL PARAGUAYA DE AYER Y HOY . TOMO I (A – H)

TERESA MÉNDEZ-FAITH

INTERCONTINENTAL EDITORA S.A.

Teléfs.: 496 991 - 449 738;

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Asunción - Paraguay. 2011 (424, Tomo I)



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