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LUISA MORENO DE GABAGLIO
  BOQUERÓN - Cuento de LUISA MORENO - Año 2001


BOQUERÓN - Cuento de LUISA MORENO - Año 2001
BOQUERÓN

Cuento deLUISA MORENO
 

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BOQUERÓN
No sé por qué nadie se acuerda de nosotros, sin embargo fuimos indispensables. En esa llanura fogosa y áspera, el soldado tenía solo dos grandes fantasías. El agua y la mujer. El comandante Estigarribia sabía que la palabra vital en aquella guerra sería el agua, sí señor, el agua, y nosotros éramos los poceros. Nuestro "Regimiento" era muy especial. Cada grupo constaba de cuatro hombres y tenía su apodo. El nuestro se llamaba "Teru-teru".
 
Con la llegada del Comandante Estigarribia a nuestro campamento en Isla-Poí, se intensificaron los aprestos para recuperar el fortín caído meses atrás en poder de Bolivia. Se organizaron dos columnas. Nuestro Comandante se puso al frente de una de ellas y, con un "Viva el Paraguay" que permaneció retumbando en el desierto, el 7 de setiembre de 1932 partimos hacia el camino de Yucra, rumbo a Boquerón.
 
Mi "Regimiento" tenía la misión de apoderarse de los pozos de agua que abastecían a las tropas enemigas.
 
Generalmente nos movíamos de noche mediante sendas de fosos cavados en las tinieblas que nos permitían aproximarnos a las líneas interiores de la defensa. De día rastreábamos el agua con una horqueta verde, una especie de misión imposible por la cantidad de venas saladas que casi siempre nos engañaban.
 
Nos comunicábamos con los otros grupos según los silbos o gritos de pájaros u otros animales que habíamos elegido como apodo para identificarnos. Una madrugada en que habíamos salido a cazar un venado, el cielo estaba nublado y nos desatinamos.
 
No recuerdo cuantos días anduvimos buscando a nuestros compañeros hasta que una madrugada oímos el lejano rumor de estampidos, y hacia allá nos dirigimos. Costeando el monte entramos a una picada recién hecha, pero por precaución tomamos un camino paralelo, un tacuruzal caliente infestado de tunas.
 
Al medio día, el sol era una incesante llamarada de polvo blanco, brotaba de la tierra una especie de vapor hirviente y el viento norte traía olor a azufre y a carroña. El cansancio y la sed comenzaban a jugarnos una mala pasada. Algunos sentían nauseas, otros, fuerte dolor de cabeza y, de cuando en cuando aparecían las visiones. A menudo creíamos encontrarnos con el enemigo, se nos aparecían en grupos miserables, o como solitarios en piel y huesos, les alteábamos y desaparecían en la densa polvareda. Sabíamos de esas cosas. Sucedían a menudo en aquel desolado infierno. Era el delirio, la sed que comenzaba a atormentarnos con las primeras irisaciones del llano y crecía oprimiéndonos en una especie de camisa de goma caliente que nublaba el juicio. Después de la media tarde, a lo lejos vi algo verdaderamente absurdo, una figura que se desprendía de un algarrobo seco y venía directamente hacia nosotros en un remolino de arena y de larga falda negra. Usaba botas y guerrera caqui de oficial. Era una mujer de grandes ojos castaños. Me impresiono su palidez, su extrema flacura, su abundante cabellera negra.
 
Tenía los labios amoratados cubiertos de llagas. Visiblemente aturdida, gesticulaba diciendo cosas extrañas. Creí que se trataba de otro espejismo, pero la mujer se acerco a uno de mis compañeros y suplicando en un idioma que supusimos sería el Quechua, le entregó un cuaderno sucio de sangre reciente. Era el diario de un tal "sub. Teniente Tabora" que, hojeado rápidamente, decía: "Nunca esperamos que los paraguayos planearan una ofensiva tan importante. Se oye un griterío atroz, los dientes castañetean y es imposible dominar el temblor de las piernas.
Presentimos la derrota antes de iniciarse la batalla, suenan bandas de música a lo lejos. Son las polcas épicas paraguayas "Campamento" y otras, que mas los enardecen. Dos escuadrones progresan sin precaución alguna, marchando al trote. Con gritos de ¡Hurra!
Nos desafían. A los cuatrocientos metros inician el asalto: "Viva el Paraguay".
 
"Es la primera vez que oímos su grito de guerra. Cuando llegan a los trescientos metros que tenemos marcados en el espartillar, doy la señal. Vomitan las pesadas, vibran las livianas, no cesa la fusilería. Hierve el caldero de la guerra".
 
Vivamente impresionados por la presencia de la mujer y del diario, al mismo tiempo nos enterábamos de la reciente batalla librada en ese mismo terreno en el cual, tal vez, el oficial, autor del diario había muerto. Lo que nunca pudimos averiguar fue como había llegado a manos de la mujer ni que era ella del sub. Tte. Tabora.
 
La chica repetía insistentemente "agua, agua". Nosotros teníamos una caramañola de reserva, pero estábamos desorientados, éramos cuatro y no teníamos ningún deseo de compartirla con el enemigo; de pronto, la mujer vio nuestra caramañola y se abalanzo sobre el recipiente atacándonos con mordiscos, patadas, arañazos, y cuando al fin pudimos reducirla, le moje los labios, dándole un pequeño sorbo de agua y, al tragarla, se desmayo.
 
No sabíamos qué hacer con ella. Era nuestra prisionera, se nos acababa el agua, y no teníamos ni idea del rumbo que llevábamos. No podíamos dejar ir a la mujer, podría delatarnos, podría ser una trampa del enemigo.
 
Sus compañeros, tal vez estarían muy cerca buscándola. Con solo gritar nos pondría en serios problemas. Pero tampoco la queríamos abandonar en ese llano desolado donde no sobreviviría ni dos horas más. Resolvimos llevarla con nosotros. Volvimos al foso que habíamos cavado esperando que oscureciera para continuar hacia donde se originaban los rumores de voces.
 
Era la primera vez, en mucho tiempo que veía una mujer y, a pesar de su aspecto lastimoso, no podía menos de sentir el fuerte impacto de su presencia. Había en ella cierto aire desvalido, cierto pudor que desconcertaba sometiendo suavemente mi voluntad a su servicio. Poco a poco nuestro estado de ánimo iba cambiando. A mí se me entumecían las piernas, y el más charlatán de mis camaradas de golpe se había quedado mudo. La poderosa energía que nos impulsaba hacia nuestro objetivo se estaba debilitando. Había una especie de flojera, un malhumor creciente, injustificado. Cualquier disparate insignificante recibía un insulto desmesurado. Y sin darnos cuenta se había establecido entre nosotros un afán de competencia, el motivo no importaba.
 
La inesperada "visita" había traído consigo una tensión extra sobre nuestros nervios, además ella no sacaba la vista de la cantimplora y al menor descuido intentaba apoderarse del líquido. Horas más tarde, unos morterazos nos obligaron a reaccionar; asustada por los estampidos, la mujer comenzó a hablar en un perfecto castellano.
 
Eran cosas incoherentes, hablaba de un tal Guzmán, de algunos momentos de la batalla reciente, de paraguayos muertos a los que arrancaron galletas, cigarros, agua. Con espanto nos dimos cuenta de que estábamos en pleno territorio enemigo.
 
Jamás pude entender cómo fue posible que nos acercáramos tanto sin que nadie nos viera. Por suerte la noche nos cubrió, pero antes de que entrara el sol ya habíamos avistado un buen refugio, un enorme "samuhú" no estaba lejos y junto a él nos asilamos. Cerca de las raíces cavamos una cueva bastante amplia cuya abertura tapamos con ramas y espinas.
 
Pero estábamos demasiado cerca del campamento boliviano. Estábamos en el ojo del polvorín. Por el azar habíamos conseguido penetrar hasta las mismas barbas de Marzana, pero la misión había fracasado; por un lado, un grupo de cuatro hombres era insuficiente para cualquier maniobra y por otro lado, los pozos de agua ya no servirían para nadie. Estaban infestados de cadáveres.
 
En el aire flotaba una pestilencia maligna y nosotros no teníamos más que un resto de agua y algunos pedazos de cogollo de palma. Pero según la mujer que en su delirio no paraba de hablar, los bolivianos también estaban llegando al límite del sufrimiento. Desde hacia tiempo vivían de carne de mula y del escaso alimento que se les arrojaba desde el aire, y cuando acabaron las mulas se resignaron a raspar huesos o a masticar cueros remojados.
 
Esa noche hubo un gran movimiento de tropa después del avión que paso rasando el campamento. Al parecer habían estado esperando víveres, pero solo cayeron mensajes con la orden de que siguieran resistiendo.
 
Pensé que tal vez, cuando se sosegaran las cosas, podríamos intentar escaparnos. El cielo estaba despejado, pero hasta las estrellas parecían nerviosas aquella noche fragante y terrible en compañía de nuestra inquietante enemiga que se valía de todas las artimañas femeninas para obtener el agua o escapar.
 
Contrariamente a mis esperanzas, sentía que la tensión aumentaba en el bando enemigo. Sentados en torno a las hogueras murmuraban algo que pronto fue subiendo de tono; estaban excitados, hablaban de nosotros, de los feroces combatientes de la llanura, de grandes masas de tropas paraguayas cuya presencia anticipaban las charlas de los soldados y el ruido de los camiones. El silencio extraño del monte multiplicaba los ojos del miedo y crecía la impaciencia, solo interrumpido por los siniestros aullidos de los zorros del Chaco.
 
La noche era luminosa, sin embargo todo anunciaba un aire de tragedia. La tragedia no se había producido todavía, pero estaba en el ambiente. Estaba en el brillo de los ojos de aquella joven enajenada, dulce, indefensa, demasiado amistosa. Ella era el más terrible enemigo que yo enfrentaba en esa madriguera donde la tenía apretujada a mi cuerpo. Donde el aire viciado y caliente nos sumía en una especie de ansiedad insoportable. Cerca de la madrugada el rocío fue serenando los ánimos. Una hora después la mayoría de los soldados dormitaba sobre sus armas.
 
Yo sentía que había vuelto entre nosotros aquella alianza compacto que nos movía como si estuviéramos conectado a una sola voluntad. Creímos que era el momento y, siempre con la mujer entre nosotros y, siguiendo el rumbo del foso que habíamos cavado, salimos reptando con los codos, alejándonos de nuestra guarida, pero cuando estábamos por salir del monte, sentimos la fuerte sacudida de la tierra por el cañoneo incesante, por los gritos y maldiciones. La mujer temblaba a mi lado; de pronto intento escapar, pero uno de mis hombres la detuvo a tiempo, protegiéndola con su cuerpo, a pesar de que ella se defendía como una leona para recuperar su libertad, la que hubiera sido muy fugaz a campo raso.
 
El infierno duró unas horas. Los morteros y la artillería martillaban sin cesar, mezclados a los gritos del Tte. Coronel Marzana que animaba a los combatientes bolivianos a cumplir con su deber, pero los hombres al límite del sufrimiento, locos de sed abandonaban las líneas sumidos en un delirio sin retorno. El agua era el elemento que controlaba la batalla. Pronto se apodero de los sitiados una loca desesperación agravada por las voces de algunos soldados que gritaban en Quechua a sus compañeros para que se rindieran para tomar un poco de agua.
 
Fue entonces cuando de todas las trincheras enemigas brotaron banderitas blancas y al rato vimos a nuestros compañeros que pasaban intrépidamente delante de los cañones, y nos unimos a ellos. Los bolivianos temían ser pasados a bayonetazos, pero al darse cuenta de que los nuestros les ofrecían agua y lo poco que les quedaba de comida, salían alborozados a estrecharnos las manos.
 
El Tte. Coronel Gaudioso Núñez exclamaba a su paso: "Oficiales y soldados del Paraguay, saludemos las lágrimas de estos valientes. Los guerreros también lloran". Todos nos cuadramos y saludamos con los ojos empeñados. Los bolivianos que salían de sus trincheras nos dejaban mudos de asombro. Eran meros esqueletos harapientos y enfermos.
 
La última vez que vimos a nuestra prisionera estaba de espaldas abrazada a sus compañeras de la Cruz Roja, con mi cantimplora en la mano.
 
El Tte. Coronel Marzana y sus hombres fueron el primer contingente de prisioneros desembarcados del "Humaitá" en Asunción, donde una hostil muchedumbre los observaba en silencio, pero al ver los cientos de espectros barbudos, rengueando, con las camisas hechas jirones... la actitud del público se transformo de inmediato. El rictus amargo del rencor desapareció de todos los rostros, para dar paso al asombro y luego a la piedad. Un conmovido silencio fue el mejor tributo; de pronto un grupo de vendedores ambulantes rompió filas ofreciendo espontáneamente a los cautivos, chipas, naranjas, cigarros.
 
Una vez más resplandecía la nobleza del pueblo paraguayo.
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LUISA MORENO.
 
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Fuente:
SIN RENCOR
TALLER CUENTO BREVE
Dirección: HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ
Edición al cuidado de
MANUEL RIVAROLA MERNES y
LUCY MENDONÇA DE SPINZI
Asunción - ParaguayOctubre 2001. (166 pp.)
.
 
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