INGRATITUD
INGRATITUD
Para mí ya no hay consuelo posible. Tendrían que estar dentro de mi piel para comprender lo que siento. Primero fue dolor, ahora es rabia. ¡Qué fácil es decir "debes rehacer tu vida", "el tiempo todo lo cura" y otras sandeces cuando el problema es ajeno!
No, no estoy arrepentida de haberlo querido tanto, pero nunca pensé que me abandonaría. Durante veinticinco años Alberto fue el motivo principal de mi existencia. Yo temía que algún día sucediera esto; el riesgo siempre existe pero yo evitaba pensar en esa posibilidad y vivía feliz tratando de hacer su felicidad.
Pero desafortunadamente, por culpa de una mujer que en un mal día se interpuso entre nosotros, todo cambió y la armonía se convirtió en tormento.
¡Alberto y yo, nos comprendíamos tanto! Hasta entonces yo había sido todo lo que él necesitaba para ser, dichoso. Y era todo mío (como lo seguirá siendo en el fondo de mi corazón aunque esa intrusa me haya desplazado y me lo haya ido robando de a poco).
¡Falsa, hipócrita! Recuerdo muy bien la primera vez que vino a casa en compañía de amigos comunes. Me besó en las mejillas, ponderó la exuberancia de mis helechos de la galería, admiró mi colección de bibelots en la sala y se detuvo, sonriente, delante de mi fotografía de casamiento.
Yo también trate de ser amable; disimule el desagrado que me producían su audaz falda corta, el agresivo humo de su cigarrillo y esa actitud intrépida de mujer independiente, joven y bonita. Porque no puedo negar su juventud y atractivo.
Me puse en guardia, fingí no darme cuenta de que se miraban a hurtadillas, pretendí ignorar que no fuera imprevisto que se rozaran las manos al servirse las masitas. Y mis sospechas aumentaron -diría se confirmaron- cuando a las dos semanas de conocerme ella me envió flores por el Día de la Amistad.
No sé cuánto tiempo pensaban seguir engañándome, pero yo intuía que algo pasaba porque Alberto empezó a ser más reservado conmigo, sobre todo después de verme tirar las flores al basurero. Y había otro detalle: se había vuelto más selectivo con su ropa. No me decía nada pero ya no usaba el sweater gris que yo le tejí con tanto amor, ni las camisas que, hasta entonces, yo siempre le había elegido. En cambio, comenzó a comprarse prendas más juveniles, como las que se ofrecen en la televisión. Y llegó la etapa de los regresos tardíos con frecuencia preanunciados con un rápido y escueto llamado telefónico, más otras veces, ni siquiera me otorgaba la limosna de una excusa.
Mis cenas solitarias se hicieron más frecuentes, mis esperas en vela con un libro que leía sin comprender la trama se repitieron con calculada intermitencia como para aplacar mis protestas.
El conflicto había comenzado. No tarde mucho en enterarme, por alguien que sin ninguna malicia me lo contó: fueron vistos juntos en uno de esos penumbrosos bares que ahora se llaman pubs.
"Son compañeros de trabajo", me apresure a explicar. Y ahora me doy cuenta de que fue una mueca de burla esa sonrisa piadosa que fingió credulidad. Ese día el engaño terminó. Azuzada por los celos me llene de coraje y lo enfrenté a Alberto. Pese a mi propósito de mantenerme digna no podía retener las lágrimas y la voz se me quebraba. Pero si me fue difícil preguntar, mucho más aun me sería aceptar la respuesta. Alberto me tomó la cara con ambas manos y con gran esfuerzo -¡oh Dios, dime al menos que le fue penoso!- admitió: "Es verdad: estoy perdidamente enamorado de esa chica. No quiero hacerte sufrir pero esto es inevitable".
Naturalmente, Alberto se fue de casa. Me dejó por una extraña cualquiera, así nomas, a mí que le dedique los mejores años de mi vida, a mi que le di todo y viví solo para él. ¡Qué ingratitud! En cambio, yo estaba dispuesta a cualquier sacrificio con tal de retenerlo. Hasta hubiera soportado la humillación de que trajera a esa mujer a vivir en casa. ¡Menos mal que no llegue a decírselo! Tuve que haber estado loca para haber concebido semejante idea.
Nunca, nunca olvidare ese amargo momento y la crueldad de esas palabras que todavía me siguen lacerando como en aquel instante. Es lo que más vivamente recuerdo, aunque otros sufrimientos mayores aun me aguardaban.
Dicen que se van a casar; me contaron que se los ve muy felices por ahí; me entere de que la empresa donde ambos trabajan los trasladara a una sucursal exterior... ¡Chismes, chismes! ¡No quiero saber nada!
Lo malo es que mis amigas se cansaron de consolarme; ¡ya no soy una compañía agradable. Y lo peor de todo, piensan que yo no tengo razón. Me lo han dicho en la cara, brutalmente: lo afirma el sacerdote con quien me confesé; me lo repite a diario la hermana de mi difunto esposo queriendo componer las cosas. Pero, ¿cómo no va a ser ingratitud que Alberto, mi único hijo, se comporte así?
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Cuento premiado por la
Federación de Mujeres Profesionales y de Negocios
Chile, 1997
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Fuente:
TALLER CUENTO BREVE
Editorial Arandurã ,
Asunción-Paraguay
Octubre 2005 (179 páginas)
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