DE BARRO SOMOS
Cuentos de YULA RIQUELME DE MOLINAS
Intercontinental Editora,
Asunción-Paraguay, 1998
Versión digital:
BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES
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La vigorosa inventiva, la fecundidad literaria, la disciplina en el cotidiano trabajo artístico, la afabilidad toda modestia y cortesía, son cualidades literarias y morales de Yula Riquelme de Molinas. Agreguemos a éstas otras cualidades que en ella se manifiestan ejemplarmente: la puntualidad en sus múltiples actividades, la serenidad invariable y el desempeñarse como figura central de una familia numerosa, sin que esta multiplicidad de responsabilidades –las de esposa, madre, abuela- estorbe el cabal desempeño de cada una de ellas.
Poetisa, novelista y, sobre todo, cuentista, Yula Riquelme ha ganado premios nacionales e internacionales, año tras año, durante las últimas dos décadas. Imposible sintetizar en pocas líneas los méritos del libro DE BARRO SOMOS, en sus veinte cuentos. Elija el lector uno al azar, por ejemplo, LAS SEÑORITAS DE PÉREZ PIN.
Tracemos un veloz comentario: Ya en el título percibimos, anticipados, la ironía de las dos beatas puritanas, el dibujo de dos caracteres de una cursilería con pretensiones aristocráticas. Estímese la descripción de sus vestidos, el rico vocabulario con que los dibuja, la elocuente parquedad de los perfiles. Lo que a ambas hermanas escandaliza es la seducción del cura párroco por una vecina, mujer a quien ellas desprecian desde lo alto de su orgullo aristocrático. El lector verá a las dos hermanas –de comunión diaria- atracarse con un desayuno engullido nada aristocráticamente. El desenlace consiste en la ejecución de un plan que ellas consideran de ineludible justicia: las terribles puritanas envenenan a la pecadora que ha seducido al párroco.
Apréciese la limpidez del estilo, la claridad que nos pinta la autora, las escenas, la presentación de realidades artísticamente evocadas.
HUGO RODRÍGUEZ-ALCALÁ
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“Yo criatura amasada con la tierra y el agua/ llevo en el pecho el viento y en la frente la llama”, nos dice Josefina Plá en los versos de un poema. Y es cierto, somos criaturas de barro, frágiles, vulnerables, tocadas con el fuego de la tentación. He reunido en este libro veinte cuentos que nos hablan de las debilidades del ser humano, de sus flaquezas, de sus errores.
No hubo en mí otra pretensión que la de transcribir páginas de vidas cotidianas, comunes, arrancadas al azar de entre las penurias de la humanidad. Por ese hay miedo, muerte, dolor. No se omiten culpas y traiciones. Pero hay también alegría, esperanza, amor…
Dejo con ustedes al HOMBRE. A la criatura que, solitaria en su yo, en su intimidad más recóndita, se mira en el propio espejo, recorre los acantilados de su existencia, naufraga y emerge… Emerge y naufraga … Mientras, el mundo gira, gira, gira … - Y.R.M.
CUENTOS YULA RIQUELME DE MOLINAS
EL MIEDO
El miedo le daba náuseas, temblaba... Desde que empezaron los síntomas, empezaron los miedos. No la dejaban tranquila siquiera un instante. Esa misma mañana, su aprensión había tomado forma tangible y se instaló en su garganta a manera de nudo. Fue cuando muy temprano marchó a retirar el análisis. Después, las cosas empeoraron ni bien leyó el resultado: en cruel espanto se convirtió el miedo. Ahora, encerrada en su cuarto, se trajinaba de rincón a rincón. Pisoteaba con impotencia las baldosas desteñidas y su angustia rebotaba en las paredes con manchas de humedad. Vanessa no tenía escapatoria. Sus errores le caían encima por la fuerza de los acontecimientos. Sufría. Sus ojos, de párpados muy pintados, brillaban locos de tormento. Su boca pulposa y colorada, bailoteaba en una mueca trágica. Sudaba gotas calientes que le producían escalofríos. Tiritaba. Tosía. Se torturaba y acaso, aún no había tomado verdadera conciencia de los hechos. Sin embargo, se juraba que no aceptaría consejos ni soluciones negativas. Cueste lo que cueste seguiría adelante. Sí, hasta el mañana incierto... Vanessa comprendía que se aproximaban cambios fundamentales, que a partir de hoy, todo comenzaría a transformarse... Su vida acababa de dar un vuelco inesperado. ¿Inesperado? Quizá no tanto. Más de una vez temió que aquello ocurriese. Su mundo de placeres tortuosos, de oscuros laberintos, lo presentía. Ella se arriesgaba en cada encuentro, en cada contacto. Los hombres que frecuentaban su cuerpo eran simples desconocidos que el azar acostaba en su cama. De modo que su trabajo la colocaba sobre el filo de todos los percances... Eso no quería decir que Vanessa se descuidara. A sus clientes, sin permitirse jamás el olvido, les exigía que usaran protección. Aunque por lo visto, eso no bastó. Y ocurrió. Ella guardaba en su bolsillo el papel arrugado. Una cruz encerrada entre dos paréntesis, indicaba el ineludible «positivo». No pensaba comunicárselo a nadie. Ni a las compañeras. Ni a la madama. Ni a su familia. Aguantaría sola. Estaba acostumbrada a tragarse y a digerir los conflictos en su intimidad. Aunque era sabido que una situación como la suya no podía ocultarse largo tiempo, ella lo intentaría. Así, al menos, le quedaría cierta libertad para asimilar el análisis. Para enfrentar el resultado. De momento, proseguiría sus actividades. Ya Vanessa lo había decidido sin muchos preámbulos. Por supuesto que tomaría las precauciones de rigor. Ella no era ninguna inconsciente. No ignoraba lo que tenía que hacer. ¡Y lo haría! Por el respeto que apenas esa mañana había descubierto. Pero también lo haría igual que siempre: ¡por el maldito dinero! En este tramo difícil, iba a necesitar de sus ahorros. A lo mejor, hasta le alcanzaba el plazo y conseguía reunir antes de volver a su pueblo, un buen puñado de billetes. Si de algo estaba segura, era de regresar a su pueblo. No conocía otro oficio y la ciudad la había apabullado sin misericordia. La espiral de cemento la arrastraba en sus giros... No existía quien deseara protegerla. Quien se expusiese por ella. Y la desazón crecía porque Vanessa se negaba a las confidencias. Nunca hizo amistades. A ella le hubiese gustado desaparecer en silencio. Tal vez podría marcharse sin que en el prostíbulo se enterasen de nada. Claro que con el control obligatorio de la salud, cualquier problema salía a relucir. Y bueno, si se tenía que saber, se sabría. Total, ella ya estaba jugada. Estiraría hasta donde fuese posible. Luego, el retorno a casa y entonces, a despojarse de la sensual Vanessa y a ser de nuevo Juana. Juanita, la de los cabellos negros. La del paisaje campesino. Atrás quedaría la rubia platinada. El perfume picante de clavo y almizcle. El frufrú de las sedas y los escotes escandalosos. El abrazo procaz de los hombres. La miseria de sus días... Vanessa se interrumpió avergonzada y quiso encontrarle justificativo a sus malos pasos. Acudieron a su memoria fragmentos de otra época. Como cachetadas llegaban hasta ella sus vestidos rotosos. La caterva de hermanitos llorando por un pedazo de pan. El padre borracho y después, que en paz descanse. La madre, con la azada o la escoba, la olla o el chicote... Y en respuesta, su feroz rebeldía, sus terribles ambiciones. Y la única alternativa: el viaje. Urgente, ¡impostergable! Y Juana desembarcó en la capital. Y se llamó Vanessa. Y empezó a rodar... ¡Basta!, gritó. Tan sólo las cuatro paredes presenciaron el desenlace: resuelta, detuvo su agitada caminata. Había reaccionado de golpe y se prohibió sufrir. Era tarde para lamentos. Un resto de dignidad le quedaba. Lo defendería a costa de todo. Suspiró tranquila. El miedo se fue. Se tendió en la cama. Se durmió dulcemente. Floreció en su boca una sonrisa. Soñaba con el hijo anunciado.
LA HISTORIA NO TUVO FINAL
Abrí sobre la cama mi maleta y empecé a desempacar. Eché un vistazo a mi alrededor en busca de alguna percha para el traje gris. Rascaba con la uña una mota de polvo en la solapa, cuando retumbaron en mis oídos los acordes del bandoneón. Parecía como si el que lo ejecutaba se hubiese instalado junto a mí. Tocaba un tango de la guardia vieja, plañidero, triste. En cada arpegio lloraba sus penas y no me permitía la menor concentración. ¡El estruendo era insoportable! Me aparté del equipaje y corrí a cerrar la ventana. Lo único que conseguí fue ponerme a sudar copiosamente. En cuanto a disminuir el ruido, ¡ni en lo más mínimo! Al borde ya de un ataque de nervios, salí al patio central del inquilinato y me puse a caminar en medio de macetas floridas, sillones de mimbre, culantrillos y escupideras. Las baldosas ajedrezadas se sucedían con simétrica minuciosidad hasta que definitivamente lograron sacarme de mis casillas. Pero no olvidé el propósito que me llevó al patio. Yo quería saber quién interpretaba «La Cumparsita» así, ¡de manera magistral! Desde luego, no para felicitarlo, sino para rogarle que se fuese con la música a otra parte, ¡por favor! Sin embargo, noté que afuera el silencio era perfecto. Ni siquiera había gente a quien preguntar. ¡Menos mal que ya se acabó el concierto!, exclamé y apaciguado, volví a la pieza. Cerré la puerta y regresó el sonido, intrigante, furtivo... Entonces, se me antojó que la cosa se estaba poniendo rara y a fin de comprobarlo, abandoné de nuevo mi habitación. ¡El tango se desvaneció como por encanto! Más sorprendido que temeroso, admití que la música se oía sólo adentro. ¿Qué significaba aquel desatino? Mi cuarto era una minúscula construcción de tres por tres. Resultaba imposible la existencia de algún rincón oculto a la vista. Evidentemente, alguien intentaba acobardarme. ¿Con qué intención lo hacía? Anonadado, comencé a dudar... ¿Terminaba de colocar mis bártulos o empacaba otra vez y me despedía de Buenos Aires sin aceptar el reto? El dilema se debatía con música de fondo. Pero eso no era lo peor. Lo peor era tener la certeza de que el bandoneón sonaba a mi lado. Justo allí. ¡Y no había nadie conmigo! Perplejo, marché en busca de urgente explicación. A nadie encontré en el patio interior del conventillo que, un poco más allá, se abría al sol y a los lavaderos. Una mujer desgreñada y corpulenta fregaba en la tabla. Sorteando camisas y sábanas tendidas al aire libre, me aproximé a la señora. No es que ella me diera confianza. Al contrario, la noté huidiza, antipática. Igual me acerqué. Le hablé. ¿Qué me importaba su hostilidad si no tenía a mi alcance otro ser viviente? Sobre la marcha, ella me endilgó su ignorancia al respecto del bandoneón. Agitó su índice regordete negando cualquier cosa. Después agregó que así como yo, también era recién venida al conventillo. Que no sabía nada de nada. Que me alejase rápido porque su marido era el hombre más celoso del mundo. Me juró que si la encontraba charlando conmigo, sería capaz de armar un escándalo descomunal. Retrocedí al minuto. No quería verme en problemas por semejante adefesio con polleras. Iba tomando distancia a toda velocidad, cuando escuché el rechinar de la puerta de calle. Alerta, esperé a que alguien entrara. ¡Esta es la mía!, ahora mismo lo apabullo a preguntas, murmuré y me detuve para interrogar al huésped que volvía a casa. Sin embargo, fueron muchos de una vez los que llegaron: la pandilla de niños escolares pasó por mi lado como un rayo. Cada cual se metió en una pieza distinta antes que yo abriese la boca. Volví a mi cuarto. «La Cumparsita» persistía en el bandoneón. Sin darme cuenta, la acompañé con dos pasos cortos y un firulete. Seguí desempacando. Había decidido quedarme. Total, a mí los tangos siempre me cayeron en gracia. Convivir con uno de ellos no sería desagradable. Todo es cuestión de costumbre, reflexioné. Además, esa vivienda era sin duda la mejor de la zona. Barata y bastante acogedora. Y lo bueno del caso: estaba a pocas cuadras del puerto. Aquello resultaba ser una gran ventaja para mi nuevo empleo de estibador. Aparte, tenía sus encantos, como por ejemplo, las rejas de mi ventana donde trepaba un jazminero. Al fin y al cabo, si los hoteles de primera clase ponían música funcional en sus aposentos de lujo, ¿acaso no se la podía aceptar como si eso fuese a esta misteriosa serenata? Por otro lado, mi sueldo ahora insignificante, no daba lugar a sutilezas. Bueno, después de todo, algún descanso habría. Un intervalo o algo así, supuse, mientras iba guardando mi ropa en los cajones de una desvencijada cómoda. Por cierto, incómoda, pues era alta, estrecha y más bien se parecía a la archivadora de la oficina donde yo trabajaba en Asunción. Sí, el año pasado, cuando la quiebra de mi empresa aún no me había hecho viajar a este país en procura de alguna mejoría. ¡Qué tiempos difíciles me tocaron vivir! Espero recuperarme lo antes posible. Suspiré y en medio de los compases abrumadores del tango, pude oír un golpe seco y exigente en mi puerta. Tiré sobre la cama mis pantalones de faena que empezaba a doblarlos y acudí a atender el llamado. En el umbral esperaba una señora de porte vulgar. Ella se presentó como la casera. Dijo que venía a cobrar la mensualidad adelantada. Que era norma de la casa y otras advertencias por el estilo. Pagué y luego me propuse averiguar sobre el músico fantasma. La casera dijo que aquello era simplemente increíble. Que nadie se había quejado hasta el día de hoy. Que en esa pieza vivió antes que yo una modista. Y antes que la modista una señorita solitaria con dos canarios amarillos. Y anteriormente, alguien más, ¡seguro! Y que mucho antes aún, la casa tuvo otra dueña. Era una auténtica madame francesa que alquilaba las habitaciones a damiselas coquetas, de ésas que buscan pareja en los cafetines del puerto y después... Bueno, ya se sabe... Sí, yo lo sabía, pero eso no me interesaba. Al menos por ahora, quedé pensando, en tanto que el bandoneón continuaba con su lamento. Entonces, desahuciado, salí a la calle. Perseguía una pausa desesperadamente. Anduve hasta la esquina. El aire fresco que se levantaba del «Río de la Plata» me alivió de inmediato y bajé por la rampa que conducía al muelle. Deseaba observar el sitio donde a partir de mañana cargaría sobre mis hombros todo el peso de mi nueva vida. Manoseando en un bolsillo mis últimos billetes, caminaba hacia los barcos... De improviso, un letrero rimbombante echó a perder mis intenciones. Con sus luces de neón pestañeaba y me ofrecía una voluminosa botella de cerveza. Se me hizo agua la boca. Entré al bar. Estaba bebiendo mi primer trago cuando apareció la pelirroja de cara pintadísima y el vestidito negro muy ceñido al cuerpo. Descorrió una silla y se sentó a mi mesa. La convidé y hablamos algunas pavadas. Era simpática, alegre, además de cariñosa. Resolví invitarla a dormir conmigo. Ella quiso saber donde vivía y yo me tomé el cuidado de indicarle: la casa grande subiendo la cuesta, a la derecha, en el callejón, le dije. ¿El viejo conventillo? Sí, sí, la casa de inquilinato. Esa misma, sí. Ella preguntaba: yo aceptaba. Y tras cada afirmación mía, sus ojos se iban desorbitando temerosos. Y enmudeció. Y se puso a negar con la cabeza. Y le temblaban los labios. Yo me confundía cada vez un poco más. No lograba entender... De pronto, ella consiguió recuperarse. ¡No y no!, había exclamado con espanto cuando al fin pudo volver a hablar. ¡Allí no dormiré jamás!, me aseguró con la voz trémula y al punto se despachó la historia: Cuentan que en esa casa sucedió un hecho cruel, espantoso. Estrangulada en su propia cama murió una pobre infeliz. Nadie supo quién la mató, aunque sospecharon de algún amante de turno. Ella se ganaba el pan vendiendo sus caricias. Pero eso no era todo. El auténtico drama venía con el dolor del músico que la amó en silencio y que sin embargo, nunca la tuvo en sus brazos. Éste, al conocer la noticia, se encerró para siempre en el cuarto que había pertenecido a la desafortunada muchacha. Sin tregua se dio a ejecutar en el bandoneón un tango que lloraba sus penas. Al cabo de su relato, la pelirroja me aseguró que solamente con la muerte del músico esa historia tuvo final. De inmediato supe. Supe y callé. Callé que la historia no tuvo final.
LA PETICIÓN DE MANO
Con el plumero, Catalina se puso a sacudir los muebles del comedor principal. Esa noche los padres de Javier estaban invitados a cenar. Vendrían a pedir la mano de Victoria. ¡Todo un suceso! Victoria era la hija mayor y por lo tanto, la primera que se casaría. Las otras cinco, lo irían haciendo a su debido turno. Ya todas esperaban con el novio pronto, pero justo Victoria, la primogénita, se había demorado en conseguir pretendiente y para colmo, ninguna se podía casar antes que Victoria. Desde luego, ¡por el sólo capricho de la testaruda Catalina! En realidad, Victoria era la menos agraciada entre las seis mujeres que nacieron de la unión matrimonial de Catalina y Pedro. En cambio, por esas cosas del destino, Javier lucía rasgos tan bellos que hasta causaban sorpresa. Sí, Victoria y Javier formaban una linda pareja sin lugar a dudas y a pesar de todo. Por supuesto, a los padres, este noviazgo les ocasionaba gran esfuerzo económico, aunque a plenitud los gratificaba el hecho de casar a Victoria. Por eso, Catalina volcaba en los preámbulos de aquella cena, su especial cuidado. La casa tenía que refulgir desde el zaguán hasta el último rincón de la sala. La mesa desbordaría en exquisitos manjares. Había que ponerse a tono con la ilustre familia de Javier. Por su lado, ellos estaban en la bancarrota, mas nadie lo sabía. Ni siquiera las hijas. Los restos de la pasada opulencia todavía daban su buen brillo... Ella no iba a permitir que se opacaran hasta que los seis retoños tuviesen marido. Catalina abandonó el plumero y sacó del aparador el mantel de tisú bordado, el de los grandes acontecimientos. Lo extendió sobre la mesa para que fuese tomando forma. Retiró a su vez la vajilla antigua, herencia de la bisabuela Isabel. Y los candelabros romanos. Y la cristalería francesa. En la cocina, Ramona trufaba el pavo; y dale que dale, cascaba las nueces, pelaba las manzanas, seleccionaba los champiñones. Y también, saltaba las almendras para la salsa. En fin, iba y venía en procura del plato más elegante de su rústica existencia. Y ella, en el comedor, seguía con lo suyo: acomodó el servicio de copas sobre el mantel primoroso y pasó a elegir los vinos y el champán para el brindis del compromiso. Esa noche fijarían la fecha de los esponsales. Y organizarían la ceremonia religiosa. Y el banquete de bodas. Apartó las botellas y las dejó encima del bargueño. Tomó distancia. Dio tres o cuatro pasos en retroceso y se detuvo a mirar el efecto que causaban sus puntillosos arreglos en el comedor. Faltaba el centro de mesa de flores naturales y todo estaría listo para recibir a tan importantes visitas. Rosas blancas, decidió. ¡Claro!, como la pureza de la novia. Victoria contaba más de veinte años y Javier era el primer y único hombre de su vida. Catalina respiró orgullosa. ¡Finalmente una de sus hijas llegaría al altar! Lo haría del brazo de Pedro, vestida de encaje blanquísimo. Y tules. Y azahares en el pelo y en las manos. Debería hablar ya mismo con la modista. Coser el traje de Victoria demandaría mucho tiempo. Iba a ser el más hermoso, el más elegante. Tenía que solicitar la iglesia. Encargar las tarjetas de invitación. Completar el ajuar... Con esto de repasar los preparativos echó de menos un nietecito. ¡Pronto lo tendría! Prefería que fuese varón, ella se había conformado con seis nenas al hilo, sin variantes. Pero se desquitaría con los nietos. Sí, seguro que Victoria le daría un niño parecido a su padre: rubio y esbelto como él. En eso, interrumpiendo los felices pensamientos de Catalina, se hizo presente la propia Victoria. Catalina la miró regresando del sueño. Le dio un vuelco el corazón. El beso húmedo y la voz aflautada de su hija la trajeron a la realidad y temió que aquello no resultase. Victoria no era lo que se dice un dechado de perfecciones. Cuando chiquita, había padecido fiebres rebeldes, incontrolables... Con frecuencia, la temperatura le subía arriba de los cuarenta grados. Cierta vez, hizo una convulsión tremenda y resultó con algunas lesiones. Más bien leves, aunque secuelas quedaron. Victoria solía mostrarse absurda, infantil... Su inteligencia no había progresado lo suficiente. Sin embargo, Javier ni cuenta se daba. Está enamorado de ella, se consoló a sí misma Catalina. No hay nada que temer. Todo va a salir conforme a lo previsto y mis otras hijas podrán casarse sin impedimentos, reflexionaba la madre, mientras procuraba aplastar los rizos despeinados de su hija mayor. Victoria acababa de levantarse de la cama y tenía los cabellos alborotados y una mueca de mal humor en la cara abotagada. No me quiero casar mamá, le dijo de sopetón. ¡No me voy a casar!, gritó. Catalina la tomó de la mano, suavemente, y la llevó hasta el sofá. Juntas se sentaron. La madre la acarició, la tranquilizó con palmaditas tiernas. Le susurró al oído promesas... Conocía a su hija y sabía cómo calmarla. En un santiamén, Victoria estaba hecha una seda. Sonrió y luego marchó en busca de la peluquera. Tenía que ponerse bonita para Javier. Catalina continuó decorando el escenario donde esa noche brindarían por la felicidad de los futuros contrayentes. Dobló cada una de las servilletas a modo de flor, frotó con la gamuza el puño de oro de la trincheta para rebanar el pavo, rascó una cerilla y encendió los pebeteros: el sándalo quemado perfumó la estancia. Catalina tomó el plumero, cerró la puerta del comedor y se retiró satisfecha de sus gestiones. Ahora se iba a controlar las viandas en la cocina. Caminaba diligente, apresurada; canturreando la marcha nupcial en voz baja, sólo para ella. Disfrutaba del éxito por adelantado. Se había jugado entera a que Victoria se casaría tarde o temprano. Contra todos los pronósticos adversos, se había mantenido incólume. Y sí, ahí tenían el resultado: la boda de Victoria estaba a punto de concretarse. Catalina guardó el plumero. Se afanaba hasta en los mínimos detalles. No quería que por algún descuido ínfimo fallasen sus planes. Y en medio del ajetreo, pasó volando el día. Llegó la noche y llegó Javier acompañado de sus padres. Catalina y Pedro los recibieron. Los sentaron a la mesa. Los agasajaron. Escucharon la petición de mano. Aceptaron. Los cuatro padres alzaron sus copas. Con abrazos y besos emocionados sellaron la unión de ambas familias. Y fijaron la fecha definitiva del enlace. Y escogieron la iglesia. Y todo. Y mucho más... Mientras, en el sofá de la sala, Victoria y Javier se miraban a los ojos. Sonreían embobados, torpes, con simple amor. ¡Tal para cual! Sí, eran iguales entre los dos. ¡Y diferentes a los demás! El mismo estigma los hacía felices. La misma alegría de nunca madurar. De verse tontos como siempre.
EL PATIO DE LOS MANGOS
Bueno, mañana es sábado y la voy a ver a Carmela después de cuarenta años, pensé. Y graciosamente, vinieron a mi memoria pasajes de aquel tiempo. En cámara lenta desfilaron para mí los miembros singulares de la familia de Toño, mi mejor amigo. Primero apareció Gervasio, el padre. Doblado sobre su violín, cerraba los ojos y se hamacaba con frenesí al son de las notas. Su melena escasa, de ralos cabellos, flotaba desordenada sobre el vaivén del arco. Luego surgió la madre. Rosalinda tañía el arpa con calmosa indiferencia. Sus manos tranquilas y regordetas dominaban con virtuosismo las cuerdas tensas. Ella perdía la mirada en lontananza y perdía también la línea cada vez un poco más. Carmela y Antonio, los hermanos mayores, perfectamente sincronizados, cantaban a dúo. Los labios de Carmela resplandecían con el carmín y lanzaban al aire la perfecta belleza de un do sostenido. Toño usaba bigotes de barítono y lentes gordos, de tal calibre que se le desorbitaba la mirada detrás de los cristales. Y Arturito, el pequeño de la casa, a los apurones, pretendía con su guitarra seguir el ritmo sin desentonar. Para él los sonidos no resultaban cosa fácil. Pero tenía que hacer un esfuerzo y mantenerse en la onda musical. Ese era requisito indispensable si no quería dormirse temprano. Y Arturo, o tocaba algún instrumento, o iba derechito a la cama cuando empezaba la fiesta. Ellos eran de organizar peñas a diario. Tenían el ritmo en la sangre y alma de bohemios. En medio de sus quehaceres y demás ajetreos, motivos encontraban cada noche para veladas bajo el mango. Y si el frío apretaba, chisporroteaban los leños en el fogón del patio y corría el vino tibiecito suavizando las gargantas. Puntualmente, las reuniones de Toño y familia me vieron llegar con el ánimo dispuesto. Carmela fue mi novia aquella vez... Romance ingenuo, desde luego, porque nada más que apretones de manos sucedieron entre nosotros. Ni siquiera se usaban besos de saludo en las mejillas. Y menos a una chica soltera. ¡Eran tiempos de respeto a las hermanas de los amigos! Y con más razón, si yo ambicionaba pertenecer al clan. Con mi flauta dulce no había tenido éxito y entonces probé con mi voz... Carmela y su gente me cautivaron ni bien puse los pies en el patio de baldosas y mangos amarillos. Desde ese momento, mis ratos libres los dediqué a vocalizar frente al espejo. Con ansias deseaba acoplarme a la melodiosa voz de Carmela, y lo conseguí. Afortunadamente, los cinco integrantes de esa orquesta familiar me acogieron de buena gana y pude darme el gusto por una larga temporada. Yo era huérfano de padre y madre y estaba sentenciado a deambular de casa en casa incomodando a mi parentela. Tener un sitio donde apoyar mis quebrantos y mis alegrías me resultaba algo nuevo, imprevisto, así que abandoné mis proyectos de ingresar a un seminario. Mi vocación se había debilitado y a partir de entonces, diariamente, mis pasos recorrieron la avenida Carlos Antonio López. Me detenía en lo de Toño y Carmela. Frente al parque, en pleno barrio Sajonia. Fuimos felices, pero nada es eterno: llegó el adiós. Me tuve que conformar con una realidad distinta a la que había soñado desde que los conocí. A los tumbos anduve por la vida hasta caer de rodillas con mi cruz. Hoy, mi cuerpo viejo se mece al compás de la soledad. Sí, me hundo en este sillón frailero de alto respaldar. Las varillas se me incrustan en la espalda huesuda. Sí, aquí estoy sentado. En vela. Velando velas de cera. Veladas de velatorio. Velones. Velos de novia... Cuando me encuentro aburrido invento trabalenguas, pero no soy bueno para eso... Como el insomnio me persigue esta noche de invocaciones, transportaré a Carmela al escenario austero que me rodea. Aquí la tengo conmigo. Enfrascado en mi fantasía, le propongo que me acompañe a entonar «Regalo de amor», esa guarania que me estremece... ¡No! Cambio de idea. Es preferible escapar al romanticismo inmediatamente. Además, no puedo retener aquí a Carmela. No hay comodidades en este aposento oscuro. Apenas titila una vela frente al Sagrado Corazón de Jesús. Será mejor que yo me integre a ellos, al mundo de ayer... En contados minutos mi delirio se abre paso entre las telas de araña y le pido permiso a Antonio para compartir las candilejas y los arpegios del patio de los mangos. Toño me observa con sus lentes de miope y me hace un guiño cómplice. Me acepta. Desde su puesto, Carmela enciende sus labios y me sonríe llena de gracia. Suspiro en silencio para no interrumpir con mis pensamientos la concentración de don Gervasio. Con la madre no me hago problemas. A doña Rosalinda, cuando se entrega a ejecutar el arpa, ni un falsete desatinado la distrae. Y si de Arturo se trata, ¡no hay conflicto! Más trovadores participan del grupo, menos compromiso para él, ¡Qué sublime sensación me produce el cruzar las puertas abiertas de esta casa! ¡Cuánto me complace adentrarme en todos y cada uno de sus habitantes! Me subyuga conjurar el pasado... Y unirme a ellos. Unir mi canto sonoro a las voces del tiempo antiguo. Poder imaginar el patio de los mangos maduros y el olor a verano interminable... No me duele mi invierno si me pongo a repasar aquellos días. Jamás olvidaré que debo a Toño el haberlos conocido. Nuestra amistad nació en el colegio de «Cristo Rey». Fuimos compañeros en el último ciclo de la secundaria. Por tres años consecutivos nos tratamos de modo casi superficial y sólo a finales del sexto curso, intimamos verdaderamente. Ya regresados, Antonio me invitó a celebrar nuestros títulos con un festejo a su más puro estilo familiar. Así llegué por primera vez a la casa y a la vida de Carmela. Y sé muy bien que allí, en medio de las corcheas, fusas y semifusas, quedó encerrada la clave de mi felicidad. Y es este el momento en que todavía no he podido liberarla. Me niego a olvidar. A comprender mi destino. Todo parecía ser armónico y pleno de satisfacciones entre nosotros, por eso se me hizo muy difícil, muy penoso renunciar definitivamente. Y bueno, tengo que reconocer que Carmela era una muchacha sincera y que por lo visto, de mí nunca se había enamorado. Mis ojos la contemplaron cubierta de azahares. Y perlas. Y tules blancos, pero de otro brazo subió al altar. Y tuve yo que torcer el paso y seguir mi camino. Dicen que don Gervasio y su mujer continuaron en el patio de los mangos, afinando el arpa y el violín, hasta que Dios se los llevó al coro de ángeles. Y dicen también que Toño se volcó a la oratoria por sus deberes de político. A los bigotes sumó barbas espesas y hasta hoy siguen los lentes de miope desorbitando sus ojos. Y cuando le toca rendir homenaje a la Patria, entona el Himno Nacional con voz de barítono. Por otra parte, escuché que Arturito, después de tanto bregar, le había tomado mano a las cuerdas y anduvo su corta vida con la guitarra a cuestas. Murió hace muchos años. Sin embargo, me contaron que Carmela, hasta la fecha, canta el Ave María en las bodas familiares... ¡Ahhhhh, que gran bostezo! Parece que por fin me voy a dormir. Mañana es sábado y tengo que celebrar un matrimonio en mi parroquia. La novia es nieta de Carmela. Así las cosas, nos veremos en la iglesia.
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Enlace al ÍNDICE de la versión digital del libro DE BARRO SOMOS. Edición digital: Alicante : BIBLIOTECA VIRTUAL MIGUEL DE CERVANTES , 2000.
*. El miedo/ El sol de Julián Montoya/ Jazmines para el té/ Las señoritas de Pérez Pin/ Ronda de los sentidos/ Vivir en La Gloria/ Azahares en el barro/ Un pecado original/ El mundo alucinado/ La casa del olvido/ Flor de agosto/ Perlas de invierno/ El perfil de Matilde/ La historia no tuvo final/ La petición de mano/ El patio de los mangos/ La rosa fugaz/ El aviso/ Angélica y Raimundo/ Las tres Marías
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