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JOSÉ MARÍA RIVAROLA MATTO (+)
  LA VENGANZA DE ALMEIDA - Cuento de JOSÉ MARÍA RIVAROLA MATTO


LA VENGANZA DE ALMEIDA - Cuento de JOSÉ MARÍA RIVAROLA MATTO

LA VENGANZA DE ALMEIDA

Cuento de JOSÉ MARÍA RIVAROLA MATTO

 

Mirando las cosas con perspectiva y razonable ecuanimidad, admito que Almeida tenía razón para vengarse. Pasé años burlándome de él; no podía esperar que indefinidamente me siguiera poniendo la otra mejilla.

Era -ya murió- un abogado de más categoría, más años, saber jurídico, relaciones, patrimonio y don de gentes que yo. Sus clientes estaban siempre en el cielo azul de la burguesía, constelado por las hipotecas, garantías y cajas fuertes, en el selecto grupo de los que ya no luchan por adquirir, sino por conservar sus bienes de la rapaz voracidad del dilatado pobrerío y los astutos proponentes de negocios, donde éstos ponen la entusiástica verba, y el otro el sagrado capital.

Cuando debimos litigar, él estaba, del lado bueno que respalda sus razones con metálico y con cheques, y yo del que lo hace con promesas y velas a los santos. Yo era un jovencito que pasaba por las horcas caudinas del famélico idealismo; él estaba de vuelta de cualquier exceso, conocía a fondo el cambio de cualquier ley y sus incisos a la cotización del día.

Mi cliente me dijo que debía viajar con él a Buenos Aires para hacer un esfuerzo final de conciliación en un enriedo, en tratativas con las partes. No me sentí tranquilo, pero tenía entonces el optimismo irracional de la juventud y una fe inocente en los derechos. Le llamé por teléfono para ajustar el día del viaje y del encuentro en el extranjero, pues daba por seguro que él irla en avión, y yo por alguna polvorienta combinación de ómnibus que partiese de Clorinda, para reducir los costos.

-No permitiré eso, doctor -me replicó exaltado- Diré a mi cliente que anticipe al suyo una suma de la que desde luego reconoce que le debe, para cubrir sus gastos y viáticos con suficiencia. Doctor -agregó con fervor gremial- nosotros los colegas tenemos que ayudarnos!

Me sentí halagado, ensoberbecido, y se lo dije. Caramba, que éste conspicuo miembro del alto foro me tratase de colega y aún hiciese fuerza por darme mi lugar, me resultaba envanecedor. Cumplió cabal; ese mismo día me hizo llegar mis pasajes, un cheque y un recibo que debía conformar mi mandante, quien al ver la suma por poco no se pone a llorar, para que le dejase la mitad, o una tercera, cuarta y hasta quinta fracción que le calmase el apetito extremo hasta mi vuelta.

Nos encontramos en el aeropuerto a la noche. Su equipaje de marroquinería importada estaba saturado de elegancia; en mi valijita de cuero de chancho adquirida en almacén de campaña, iban mis papeles, y unas pobres mudas. El vestía un combinado deportivo, llevando al brazo un pesado sobretodo; yo viajaba con mi traje azul de los domingos y apuñaba un pilotín de seda con el que esperaba torear, no el frío, sino tal vez, la lengua de la gente. Era junio, pero en Asunción hacia calor.

Viajamos en Pan-Am, en primera clase.

-Doctor -me dijo- le cedo el asiento de la ventanilla. Así tendrá oportunidad de ver las luces de una gran ciudad desde arriba, de noche. Es un espectáculo hermoso, parece la cueva del tesoro de Ali Babá. Yo que viajo cada rato, ya lo he visto muchas veces.

Vino la azafata, una hermosa joven, y se reconocieron! Cada minuto crecía mi admiración.

-Aquí todos me conocen. Voy con mucha frecuencia a Buenos Aires donde tengo una cantidad de clientes. Ahora no les hice saber que iba porque me ^vuelven loco con invitaciones para comer y salir; quieren consultarme. No, no, no!, esta vez me dedico a nuestro asunto.

-Yo calculo que estaremos cinco días, pero por las dudas le dije a mi señora que ejecutara la lista H-6-8. Ja, ja!, te extraña? (empezaba a tutearme). Como yo viajo muy de seguido, estoy organizado. Por ejemplo, si tengo que ir a Encamación por tres días, llamo a casa y digo: C-6-3. Eso significa: Encamación, junio, tres días. Mi señora toma el cuaderno y hace la valija adecuada con la ropa exacta para tres días de invierno. No hay nada más desagradable que llegar al hotel y encontrarse con que uno ha olvidado el pijama, la zapatilla, el dentífrico o la máquina de afeitar. Además, en la tapa de la valija va prendida la lista de las cosas que llevo para traerlas todas de vuelta. Ya sabés las cosas que uno va dejando en los hoteles! Y así con Villarrica, o Nueva York, lo mismo.

-Este avión es un DC 7C con cuatro motores a pistón, los de mayor alcance en el mundo, con 10 a 12 mil cabedlos cada uno. Ahora viene de Miami, viaja a unos 600 kilómetros por hora; llegaremos a Buenos Aires en dos horas y cuarenta minutos más o menos, según el viento.

Y así sucesivamente. Aunque entonces aún no se habían difundido las computadoras, éste paradigma de la planificación y el método, era una anticipación asombrosa de la más depurada cibernética electrónica. Al promediar el viaje predijo el menú y me sugirió algunas bebidas exquisitas. Entonces, no solo me tuteaba, sino que habla pasado a llamarme afectuosamente «mi hijo», otorgándome su protección, y yo hacía desesperados esfuerzos por salvar mi independencia de juicio de los destellos de éste genio del orden que conocería en detalle las últimas rendijas de la ley y sus incisos, con quien para mayor preocupación, debía competir. Me sentía una laucha acorralada.

Me dejó admirar las luces de Buenos Aires. Todavía me indicó los barrios, no sé con qué veracidad, tal vez con el deseo de aplastarme más en lo moral.

-Mirá -agregó después- ahora van a decir qué temperatura tenemos en Ezeiza. En ésta época aquí hace mucho frío.

En efecto, a los pocos minutos por los altavoces decían que la marca mercurial era de dos grados bajo cero.

-Ahhh!, ya decía yo! Pero a mi no me joden (juro que empleó la palabraja); ya venía preparado-. No sé de qué bolsillo sacó una gorra que se la puso, y un pulverizador de garganta con esencia de eucaliptos con el que se hizo cinco o seis profundas fumigaciones en la boca y la nariz. Como el cambio de tiempo es tan brusco, uno se quiere resfriar, y no es el caso de llegar aquí y estarse en cama en el hotel.

Aterrizamos; él se fue hasta el perchero, descolgó su regio sobretodo y desfilamos hacia la escalerilla de babada. Afuera hacia realmente un frió acuchillador, porque además, un viento infame me liaba el cebolluno pilotín al cuerpo como cáscara de hielo. El Dr. Almeida se levantó las solapas del abrigo y con reposado andar caminaba hacia los reparadores edificios, ignorando que yo me mantenía a su vera invocando el numen de mis heroicos antepasados y entonando por lo bajo las estrofas más vibrantes del himno nacional.

Cuando nos habíamos alejado unos veinte metros del aparato y aún faltaba un largo trecho para encontrar refugio, bajó apresuradamente el Comisario de abordo, quien nos alcanzó gritando

-Doctor Almeida!.. Dr. Almeida!

-Qué pasa, Comisario

-Ud. se trajo equivocadamente el sobretodo del Sr. Ferreira.

-Qué?, qué?, y el mío?

-Parece que Ud. lo dejó en el aeropuerto de Asunción porque vi que entregaban uno como éste en el mostrador de le Compañía.

-Y porqué no me avisaron!

-No se sabía de quien era, y había mucho tráfico.

Almeida se balanceó como si hubiera recibido un mazaso en la pelada coronilla. Por mi parte me adelanté de prisa para disimular la maligna carcajada que liberó mis nuevos complejos como las burbujas de una botella de champaña. Corrí riendo al portón de entrada; me seguía el jurisconsulto al trote vivo, embutido en su gorra, calentándose las heladas manos con el aterido aliento, desde luego sin abrigo.

Al día siguiente discutimos; pero ya lo trataba de che a che, y aún soltaba largas parrafadas en irreverente e igualitario guaraní. Le gané el pleito, y llevé a mi diente una bonita suma, oportunísima, porque ya subsistía con estricta dieta de tereré y sostenía su status sico-social ostentando un mordido escarbadientes con la ilusión de hacer creer que había comido.

De Almeida me burlé sangrientamente. Conté mi cuento, y lo representaba, ante quiénes me querían oír. Los que lo conocían lo festejaban con interminables carcajadas. Pero el afectado llegó a saberlo; y de mi propia boca! Unos años después, con unas copas, le hice a él mismo el relato rebajando en su homenaje las pullas más picantes. Pero el hombre tenía calidad! Lo aceptó con buen humor sin acusar impacto, aunque a mí me pareció ver una sombra de rencor en sus ojos achicados por la risa. Sentí preocupación por haber herido, acaso, a este letrado poderoso con formidables conexiones, sin necesidad alguna. Mucho tiempo anduve con cuidado, hasta que un día lo encontré en el obituario encabezando una imponente lista de avisos mortuorios. Suspiré aliviado, pero fui a su entierro con pesar contradictorio.

Y aún cuando coincidía con la parte substantiva de las pompas y el ampuloso elogio de los oradores, no dejé de sonreír so capa al recordar nuestro famoso encuentro primerizo.

Algún tiempo después tuve ocasión de visitar Europa. Como el viaje había de ser por varios países, por un par de meses, planeé cuidadosamente el itinerario, la variedad de ropa que debía llevar, las cartas de presentación, los sitios que quería ver, y desde luego, calculado con reservas, el dinero que tenía que llevar, en billetes, cheques viajeros y órdenes de pago.

Todo lo estudié y prescribí a lo Almeida, minuciosamente, meticulosamente. No quería tener tropiezos, ni improvisar en tierras tan lejanas, y si esto debiera de ocurrir por causa de la imposibilidad de proveerlo todo, que ello fuese contra el firme parapeto de los pesos que en ordenadas filas iban conmigo, como soldados de un disciplinado regimiento.

Una semana antes de la fecha de partida empezaron las despedidas, almuerzos, aperitivos, cenas, así como antes se hacía cuando los señores debían «bajar» a Buenos Aires. Un día antes estaban mis valijas hechas al detalle, mis citas en Europa confirmadas, el dinero contado y recontado, a mano, en la inmediata caja fuerte.

Como partía en verano, en medio de la tarde, y tenía que arribar de noche, en crudo invierno, llevaba al brazo un pesado abrigo. Aunque no extremé la similitud con el pulverizador de garganta, llevaba si una gorra.

Abrazos, besos interminables, recomendaciones, despedidas. Ya en el aire me sentí liberado de las preocupaciones previas flotando en alas de la aventura. Buen ambiente, suavemente perfumado, temperatura clima- tizada, relajamiento. A los pocos minutos vino una camarera a ofrecer champaña que acepté gustoso. Las nubes pasaban por debajo con sus ángeles, santos y conjuntos folklóricos celestes, poniéndome en las puertas del infinito y de los sueños. Pero cuando sentía en las venas el grato cosquilleo de las burbujas del vino de los fastos, me acordé de pronto! No había traído mi dinero! Lo había dejado integro entre los fierros de la caja fuerte!

Un sentimiento de furor y pánico me estalló en las vísceras. Cruzar el mar con moneditas! Levantándome a medias, grité hacia el cielo con ahogada voz: «Almeida, hijo de puta, te estás vengando!»

Dejé caer la copa, y como un marinero vencido por los imprevisibles tumbos del naufragio, avancé a brazadas por el pasillo hacia un tripulante a quien me impuse terminantemente: «Haga parar el avión!»

Habrá visto en mi cara derrumbada que no era un pirata aéreo, sino una presa enloquecida del terror y del destino. Sin alterarse, me siguió la corriente: «Ya paramos, aquí en Foz». Lo hicieron, urgí que bajaran mi equipaje, lo arrojé en un taxi, me hice repasar el Paraná y tomé el primer ómnibus para Asunción con mis últimos recursos. Ni con dos fuertes pastillas calmantes pude apaciguarme, ni admitir que cuando menos también tenía alguna culpa. «Almeida, sos un cerdo»!, repetía y masticaba, pesaroso de que éste cobarde se guardase detrás de su sepulcro. Bajé en lugar indebido, no pude conseguir transporte y debí cargar bolsones y valijas hasta mi casa donde llegué arrastrado, bañado de sudor y humillación, casi a la media noche del mismo día de mi aparatosa despedida.

Se hizo un alboroto; todo el mundo tenía que ver con mi regreso: perros, servicio, vecinos, hijos, parientes.

-Qué pasó?, de dónde venís? -me preguntó mi esposa.

-De Europa -respondí, dejándome caer en un sillón que gimió hasta en sus últimas astillas, y suspiré profundo a partir de la verija, antes que empezaran las inminentes, odiosas e inevitables carcajadas.



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REVISTA DEL PEN CLUB DEL PARAGUAY

LOR NARRADORES

N° 3 – 1979 – ASUNCIÓN

Ediciones COMUNEROS

Asunción - Paraguay

 

 

 

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