- I -
La niña y yo somos distintas. Ella permanece tal cual la dejé hace tiempo, obstinadamente niña, rubia, quieta y como fragmentada a veces. En cambio a mí se me han aburrido ligeramente los pasos de caminar, se me gastaron las suelas, pero aún estoy viva y al parecer, sigo entera.
Somos distintas la niña y yo y sin embargo, tan parecidas. Hay mucho de su forma de mirar en mis ojos y traje conmigo algunas de sus tristezas. Eran tristezas que le quedaban enormes de grande, que le colgaban como si fueran prestadas, por eso las traje.
Ahora sé que son tristezas tercas, en vano traté de cambiarlas por dicha más tarde; no me aceptaron la oferta. Prefirieron quedarse como estuvieron siempre, sin exigirme otra cosa que algún lugar donde encerrarse. Les di el último cuarto del fondo y de vez en cuando aprovechan la mínima rendija que les dejo abierta para salir, se me escapan en largas filas, y es entonces cuando me duele la lluvia, o el crepúsculo destruyendo a una tarde o el domingo en las calles del centro.
Por suerte tuve tiempo de traerme también su alegría, su espíritu travieso, su risa fácil, por cualquier tontería. Me hace un bien enorme escucharla reír a esa niña, me siento sana otra vez, me limpia.
Fue precisamente la niña quien me enseñó a reír con los ojos, sin que la boca participara del juego y gracias a ella aprendí que pasando por las sucesivas etapas del ahogo, las toses y el asma, uno se puede llegar a morir de risa.
Traje muchas de sus travesuras en mis rodillas, y en más piernas su torpeza con los árboles, y hasta se vino escondida entre rulitos, una horrible cicatriz de viruela. Cuando la descubrí en mi frente, era ya muy tarde para sacarla y allí me quedó y envejeció conmigo.
Conservo uno de sus juguetes, el que más quería. Aquella mutilada muñeca negra que rescaté del lejano basurero una tardecita, después de asegurarme que no había husmeando ningún espía. Le faltan dos o tres dedos, es cierto, y tiene la nariz pelada a causa de un tonto accidente de trenes, que eran dos sillas de mimbre siamesas por la espalda. A pesar de todo, yo la sigo viendo entera y eso me basta.
Mucho antes que Sor Margarita, ella fue mi primera maestra y yo apenas una alumna desatenta. Desde la falda del abuelo me enseñó a pelar el asado de tira como, si fuera una banana y a soplar y soplar la sopa que a menudo llegaba hirviendo, y a revolver rincones ocultos para descubrir secretos. Y una cosa importante: que no existe mejor terapia contra los nervios, que el comerse las uñas cuando se plantea la crisis. Comprobé cuán cierto era, tan relajante como un baño de agua tibia.
En parte la niña fue cruel conmigo. Me obligó a traer en los oídos el reloj que golpeó su madurez prematura noche tras noche, en que la ausencia del padre y el desvelado insomnio de la madre se medían con la repetición de las horas, y éstas tardaban casi tanto en pasar como tardaba la angustia y se estiraba la espera. Aún me dañan los relojes, se me clavan sus agujas...
Juntas fabricamos ilusiones y azúcar con el polvo del ladrillo. En la última primavera vivimos el primer amor del niño de boina verde, que veíamos pasar con ambas manos agarradas de los bastones de hierro. Y enterramos a «Ñata», nuestra perra, en el lugar donde después creció una curiosa planta, que al anochecer soltaba un quejido rarísimo, muy similar a un ladrido.
La niña ya no está conmigo. Estoy separada de ella desde hace tiempo. Desde aquel verano en el circo en que un fuerte dolor de barriga me metió de cabeza en la adolescencia. Su compañía infantil me resultó de pronto tonta, intolerable, desabrida. No tuve más ganas de jugar con ella al descanso ni a la tiquichuela ni al un-dos-tresmiro. Acabó por irritarme todo cuanto hacia o decía.
Mis doce años llenos de expectativas nuevas la dejaron de lado, preocupados como estaban en pintarse los labios para inventar mejor los besos con los actores de moda o en hablar de cosas adultas, no aptas para menores.
Ella quizá percibió mi rechazo, por eso me dio la espalda y un buen día se fue sin decir palabra. Al poco tiempo yo salí de vacaciones y me olvidé de ella. Así la perdí.
Sólo ahora sé cuánto la extraño y lo mucho que me hace falta. Siento necesidad de buscarla a veces, y a veces, la niña regresa. Aunque se nota que le cuesta reconocerme, sencillamente porque ya no soy la misma de antes. Tengo, sin embargo, el lunar de siempre que me identifica, y mis carcajadas la orientan cuando el viento es favorable.
Ella vuelve, sí, pero se queda afuera, me mira de lejos. Sé que la niña jamás podrá entrar en mi mundo ni la rozará mi cansancio. Nunca llegará a ser tan vieja como para eso, ni yo tan joven como para recuperarla del todo.
* * *
Cada noche, y hace de eso tantos años que no vale la pena contarlos, cada noche se repiten las tristezas. De dónde vienen, no lo sé; sospecho que llegan de afuera. Yo distingo bien a esas tristezas, inclusive puedo verlas. Empiezan a brotar cargosas como los mosquitos, justo cuando es del todo la noche y se apaga la única luz de la pieza, y allí, en la cama angosta se acuesta, no esta mujer que soy ahora, sino aquella niña de entonces.
Una ventana se abría buscando el aire del patio, donde estaba el jazminero aquel, cayéndose de flores, y a ratos dejaba entrar una ancha franja de luna que pintaba la mitad del mosquitero. Por esa misma ventana se deslizaron tal vez las tristezas; así entraron. Avanzan despacio. Resbalan el zócalo aceitoso. Salteando los paisajes quietos de dos o tres cuadros trepan la pared, formando calles y diminutos caminos. Suben hasta el cielo raso de tela dibujando barcos, mares, una playa que inútilmente intenté hacerla verdosa y poblarla de risas. Quedó siempre fijada en el gris, y habitada de silencio siempre.
De ese modo, jugando con las tristezas, dándole mil formas distintas, acorta las horas, entretiene la espera que le ha desbordado los ojos a la niña. Todos decían lo mismo: ¡Qué enormes tiene los ojos esta chica!, como si estuviera viendo mucho más cosas que el resto, bromeaban. Ni el negro del padre, es curioso, ni el verde tan lindo de la madre, es una lástima. Últimamente se le han puesto de un extraño amarillo los ojos, madurados en la oscuridad de la espera. Nadie mejor que yo conoce el porqué de ese color tan raro. Esperar es el secreto, la oscuridad, el condimento mágico.
Debo esperar el ruido de la llave en la entrada, los pasos duros de papá golpeando el pasillo, deslizándose luego más suaves, a medida que sus remordimientos se acercan a mamá con ojos desvelados en la habitación contigua. Hasta que apenas los oigo. Terminan. Los pasos se apagan exactamente cuando se encienden los reproches, los gritos y los reclamos que se estiran largo rato.
Debe esperar que ocurra eso la niña, que las voces se vayan, que pase la tempestad y vuelva la calma, para aceptar su propio sueño. La pequeña muerte diaria que me libere de esta carga que mis espaldas soportan como un defecto congénito.
Con mi padre llega mi calma. Me dejo estar, me entrego rendida no de juegos, sino de acumulación de cansancio. Me acomodo por fin acurrucándome en la felicidad fugaz y espesa de la burbuja que había yo inventado para dormirme en ella, y dibujar en el sucio una rayuela a la que siempre le faltaba el cielo, y sobre todo, soñar, sí, soñar lo poco que ya me resta de noche, que de verdad soy una niña.
Escucho el angustiado respirar de mi madre, absurdamente joven ella, más joven que la niña, algunas veces, y comprendo a medias -porque nada me es comprensible aún del todo y ni siquiera sospecho todavía que el hombre y la mujer usan la cama para algo más que compartir bonitos sueños-, mis siete años comprenden a medias, que mi padre y esa mujerzuela, como repite mi madre hasta el cansancio, ambos tienen muchísimo que ver con sus desvelos y con mis penas.
No entiendo qué significa mujerzuela, pero algo sucio me huele debe ser, porque a «mujer» le cuelgan unas cuantas letras muy sospechosas. Me hago un lío pensando, llego a la conclusión de que es una mala palabra, como esas que tanto enojan a la abuela cuando se las escucha decir a mi hermano, y a la que no consigo ponerle rostro. Mezcla de madrastra de Blancanieves y perversa bruja de altísimo rodete, que para nada se parece a la tía, tampoco a la abuela, menos a las otras hermanas que tosen cerca o hablan dormidas, aferradas a su inocencia las pobres, ya que juntando sus tres edades, apenas alcanzan a sumar diez años.
Yo soy la mayor. Estoy ahí, escuchándolas dormir y envidiando sus sueños. Casi me parece mentira que ellas puedan dormir en tanto yo espío la llegada detrás de un par de ojos que esperan despiertos, alertas, vigilando el reloj de la mesita, comiéndose la oscuridad. Por eso me crecen un poco cada noche y se me han puesto así últimamente. Hasta hoy guardo el secreto que por vergüenza nunca compartí con nadie: es de tanto comer noche que se me agrandaron los ojos.
El sueño es algo inútil. Me acaricia, me sonríe de lejos. Hago esfuerzos por atraparlo sin conseguir llegar a él. Ahora mismo afuera, el sol ya está como queriendo escaparse de su encierro. Primero saca un rayo, después intenta otro, al rato, un tercero, y el pícaro sueño aún no me quiere venir. Huyó con mi padre y la desconocida y sólo cuando él regrese, me lo traerá de vuelta.
Era la mujer adulta quien no dormía, extrañamente reducida al tamaño de una niña, en la semipenumbra de aquellas noches apenas recortadas por una luz de farol que viene de afuera. Que también después se apaga, cuando suenan las nueve y se escucha el puntual: «Buenas noches, la señora», en la voz inconfundible de Rita. La fiel criada, la incansable Rita; la otra mitad querida de mi pedazo de madre. Un silencio sin apuros va desalojando los últimos: «Hasta mañana y la bendición», somnolientos, que apenas se levantan de las camas. Se mete en cada rincón de la casa como una gran cobija oscura que la tapa por completo. Hasta el perro cierra la boca y se acurruca donde siempre.
En el cuarto compartido sólo quedan el ronroneo del ventilador en el verano o la débil lucecita de la estufa en el invierno, la respiración de mis hermanas y el incesante trajinar de mis tristezas.
Durante el día se juntaban pequeñas cosas y era feliz, como aquella vez de la foto. En un marco de plata las cuatro hermanas se sonríen en escalera, contra un fondo de palmeras nudosas que florecían casi hasta tocar la tierra. La madre quedó fuera del marco. Su morisqueta provocó nuestra risa, mientras papá decía: ¡listo! y apretaba el gatillo de la cámara fotográfica.
Debimos quedarnos allí un poco más, en la inocencia de aquel paisaje tan quieto y repleto de sol que los ojos se aturdían con el brillo. Pero teníamos el compromiso ineludible de crecer, de protagonizar la propia historia. Tuvimos que seguir adelante.
¡Cuánta vida ha corrido desde entonces! Mi memoria se ha puesto flaca para las alegrías con los años. En cambio lo otro persiste, dura más. Acaso nunca se acabe. ¿O será que las alegrías se entristecen con el tiempo? Siempre hay un recuerdo pertinaz entre mis párpados que mi dicha de hoy, por intensa que sea, no llega a distraerlo por completo. Siempre existe un plazo establecido, una angustia que se presenta de repente, una hora marcada por el reloj de alguna iglesia, que de pura casualidad está cerca a mi vida.
Especialmente cuando llueve, y coincide que estoy sola, porque mis hijos ya respiran por su lado, se me da por revivir aquellos recuerdos. Los miro desde mi rincón de mujer adulta con los mismos ojos de entonces, sólo que ahora, en los extremos, envejecen sin remedio, y en vez de crecer se van achicando. En parte por la edad, en parte porque se me terminó la espera.
Comprendo que la niñez de la pequeña se apagó súbitamente, no porque no supiera cuidarla.
Alguien la empujó. Se me resbaló sin yo quererlo y cayó al suelo haciéndose añicos. De entre sus restos elegí el pedazo más grande y lo traje conmigo como un vestido viejo y bello que permanece intacto en el fondo de un baúl. A veces lo reviso y hasta me lo pongo encima. Fascinada me miro al espejo. -No te muevas -le digo a la niña que de pronto aparece con una sonrisa y su delantal a cuadros-. Por favor, no te muevas. A pesar de todo lo que sufrimos juntas, quisiera tenerte en los ojos para el resto de mi vida.