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RAQUEL SAGUIER (+)

  LA VERA HISTORIA DE PURIFICACIÓN, 1989 - Novela de RAQUEL SAGUIER


LA VERA HISTORIA DE PURIFICACIÓN, 1989 - Novela de RAQUEL SAGUIER

LA VERA HISTORIA DE PURIFICACIÓN, 1989

Novela de RAQUEL SAGUIER

Prólogo de Osvaldo González Real

Edición digital: Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001

N. sobre edición original: 

Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),

RP Ediciones, [1989].



PRÓLOGO

     Si La niña que perdí en el circo era un intento desesperado de recuperar la infancia perdida apelando a reminiscencias históricas, anécdotas familiares y fantasías de niña, la segunda novela de Raquel Saguier tiene otras pretensiones temáticas y estilísticas. En efecto, en su primera obra de ficción Raquel había recurrido al tono lírico -una prosa casi poética- para expresar recuerdos perdidos en el inconsciente del personaje. Ahora, narra las vicisitudes de una existencia dolorosa y agónica: la vida de Purificación Vera -huérfana de nacimiento-.

     Sus dos tías solteronas -mojigatas de viejo cuño- no le brindan ni amor ni consuelo: el fantasma de la madre, muerta de parto, ronda la vida angustiosa del personaje. Ambas beatas sólo viven para espiar al prójimo y jactarse de su abolengo. Son las guardadoras del honor familiar y de la rancia tradición de una nobleza perimida y caduca. Sentadas «sobre sus decentes nalgas» predican una moral pacata y victoriana a Purificación -pariente pobre e hija bastarda-.

     La heroína de la historia sueña con liberarse de las garras de arpía de estas hembras frustradas, apelando al arma inexpugnable de la imaginación. La tarea -perversamente moralizadora-de Santa Rosa y Santa Librada no logra convertir a la sobrina en el dechado de decencia y virtud esperado.

     En densos capítulos -de sorprendente profundidad psicológica- la autora describe el largo y sinuoso proceso de condicionamiento moral al que es sometido el dúctil espíritu de Purificación. El aprendizaje es arduo y riguroso: se realiza por medio de sermones y ejemplos dignos de imitación. Sin embargo, ella no se somete del todo a este entrenamiento sutil; se rebela sistemáticamente contra el adoctrinamiento falaz, apelando a su naturaleza sensual y apasionada. Ante la opresión familiar surge la resistencia de su carácter indómito. Su sangre y su estirpe luchan contra las corrientes cenagosas y oscuras de las cuales sus tías son instrumentos. Fuerzas retrógradas que se alimentan de una tradición apolillada por siglos de encono y amargura.

     Las marchitas beatas pretenden convertirse en la conciencia persecutoria de la joven: en una instancia represora del instinto sexual. Se trata de cegar la savia vital de Purificación: de mutilar y castrar su femineidad. Casi lo logran, a fuer de machacar con insistencia sobre los protocolos del decoro y del pudor. No obstante, ese ambiente rancio de viejas achacosas y malignas no logra torcer la férrea voluntad de liberación que impulsa a la huérfana.

     En los siguientes capítulos vemos cómo su descubrimiento de la música la llevará a develar las fuentes de la vida y del placer a través de las sinfonías de Beethoven y las hábiles manos de su maestro de solfeo. Esta combinación de música y erotismo indica un «tempo» y un ritmo peculiares en el desarrollo de la novela. Los capítulos se suceden como en una partituramusical: con «crescendos» y «diminuendos» que reflejan el humor de los personajes y la atmósfera de las secuencias. La ironía y la sátira no están ausentes en esta obra: constantemente afloran en momentos álgidos y de extrema lucidez.

     Presenciamos, más tarde, la «caída» y subsecuente juicio de Purificación Vera en una especie de tribunal inquisitorial. Previamente, tenemos una inigualable descripción de su vida conyugal: el marido banal, los hijos y sus exigencias esclavizadoras. El casamiento ha sido de conveniencia, la sobrina no ha tenido la opción de elegir: sus tías la han vendido al mejor postor. El verdadero amor lo descubrirá más tarde, fuera del lecho marital. Los acordes de la Novena Sinfonía la introducirán en los placeres de la carne, los delirios de la sangre, los ciclos cósmicos. Todo ello bajo el ritmo parejo de la lluvia y la complicidad muda de los seres y de las cosas.

     Pero esta orfandad «es una herida que nunca cicatriza» y sólo el retorno al vientre materno podrá aliviar el trauma del nacimiento. De ese modo asistimos a una magistral descripción del momento crucial de su existencia: su nacimiento y la muerte de la madre. El volver «al sitio del que nunca hubiera salido» es la única forma de paliar las carencias de la orfandad.

     Otro capítulo inolvidable es aquél donde se describen los estragos de la vejez. En una suerte de disgregación final, se nos presenta la imagen de un ser corroído por el tiempo y la memoria, tratando de salvarse del naufragio ineludible: la muerte. Este capítulo es, en realidad, una meditación inmisericorde sobre la muerte en vida. Aquí, un ser humano se da cuenta, al final de su existencia, que ha sido postergado, que ha dadotodo de sí pero no ha recibido nada a cambio. Decide, por lo tanto, vivir intensamente los instantes que le restan, como compensación por los momentos perdidos.

     En la penúltima sección se produce el desenlace «orgasmo-muerte-liberación» en una caleidoscópica descripción de éxtasis sexual rayano en lo místico. Finalmente, en el último capítulo, la protagonista se pregunta «si todo lo ocurrido no fue sino un sueño». Pero no. Las dos copas de vino y el disco de Beethoven están allí como mudos testigos para indicar lo contrario.

     Creemos queLa vera historia de Purificación es una obra que constituirá un hito en nuestra narrativa actual. El vigor de la prosa y la desbordante imaginación de Raquel Saguier se conjugan para crear una novela existencial de gran calidad literaria. El duro oficio de ser mujer en una sociedad patriarcal, inficionada de hipocresía y autoritarismo, es el tema fundamental de la novela. La protagonista se liberará a través del amor verdadero y del arte: dos fuerzas que siempre han desafiado al despotismo.

Osvaldo González Real





     Por primera vez me he salido del molde. Por primera vez he dado un mal paso después de los tantos buenos como di en la vida. Siempre pensé que una cosa así debía dejar remordimientos. Ahora veo que es todo lo contrario: una felicidad noble, sin precedentes, inédita. Algo similar a lo que debió sentir el primer hombre en el primer contacto. Un placer que antes no existía, que él iba creando, creando en cada placer sensaciones nuevas. Primicias que unas manos sabias y musicales reparten sobre mis brazos, mis rodillas, sobre mis piernas. Me dibujan igual que si yo fuera saliendo de ellas. Y en ese instante sé exactamente quién soy; reconozco mi cuerpo, lo veo, lo escucho, lo siento otra vez como si regresara a él después de un largo viaje. Mientras todo lo demás va perdiendo consistencia, se evapora, es aire. Parajes enteros de mi vida, la vida entera, se han disuelto en una realidad tan vaga, tan lejana que casi me parece una ficción.

     Tampoco sé el tiempo que transcurrió, ni si fueron varias las horas o fue una sola, enorme hora multiplicada por la magia. El cucú cantó las tres pero sin indicar de cuál de las tres se trataba. Entonces fue cuando supe que el cielo no estaba tan lejos como yo creía, porque de alguna manera había ingresado en él, en una ingravidez lluviosa, de duración azul y casi infinita, donde no me acordaría que había olvidado lo que siempre debería recordar. Donde de pronto cesaban los minutos, maravillosamente iban cesando, retardándose uno a uno, cada vez más tenues, más suaves, como se agota una sombra, como desaparece un sueño, y empezaba aquella hora que no es de día ni es de noche, en la que sólo transcurrían sus manos. Empezaba aquel estar en todas partes sin estar en ninguna, sin pensar en nada, solamente sintiendo, o tal vez sólo pensando que necesitaría de todos los elementos del universo y ser al mismo tiempo agua, viento, arena y fuego para expresar lo que siento.

     Y luego, ese universo no fue más que sonidos. Aquella melodía levemente ascendiendo sobre la música del agua. Él me dice que es Beethoven, la Novena Sinfonía que ahora se iniciaba apenas, con notas demoradas, lentas, hilvanando una frase vacilante aún y algo insegura del camino, y que luego, al llegar a cierto punto, cuando me había habituado a su pereza, bruscamente cambiaba el rumbo, se hacía más rápida, más intensa, se hinchaba como si los violines la hubieran ido preñando por el camino y ya no se distinguían sus límites, ni su principio, ni su término.

     Parecía que los instrumentos se hubieran puesto de acuerdo con aquellos dedos, dividiendo la caricia, multiplicándola, ejecutando los sortilegios necesarios para prolongar por un milenio el prodigio.

     No es la música. Son sus manos las que suenan. Manos que inventan luciérnagas. Manos que pasan y arrastran fulgores. Me sería imposible decir qué les falta a esas manos para hablar. Casi nada les falta porque hablan. Me dejan correr por la piel esos acordes. Me los ponen como si fueran palabras. Y mucho tiempo después de que el placer se hubiera sosegado, conservo todavía sus resonancias. Aquel calor me seguía. No estaba definitivamente apagado sino que seguía y seguía, igual a esa lluvia increíble que hace dos siglos no para.

     Quizá llueva como llovió toda la vida, pero ya no recuerdo otra lluvia, ni otro calor, ni otro silencio.



     ¿Y cuál sería el sentido de las dos tías en mitad de aquel silencio?

     Porque de pronto, de alguna extraña manera que no sabría explicar, me las encontraba de nuevo. Eran ellas, no cabía duda, las dos tías con sus dos nombres de santas y un apellido de tan largo copete, que por línea bastante intrincada, colateral e inconexa, terminaba por emparentarse con la nobleza de España.

     Las mismas que un día, con la condición de que respirara bajito, habían dado albergue, no a la sobrina lejana, sino a esa especie de errata clandestina que la vida cometía con ellas. En atención a que -mal que les pesara- yo pertenecía también al rebaño de los Vera, donde no había habido una sola oveja descarriada desde tiempos ignotos, y que en consecuencia, no correspondía que anduviera a los tropezones por esos andurriales de Dios.

     Por un instante creí hallarme en la cueva de una pesadilla, pero no, porque mis ojos estaban despiertos y ellos podían reconocerlas. Sí, allí estaban, todavía con sus rasgos de montaña, Santa Rosa y Santa Librada, guardando bajo siete llaves la honra de la huerfanita, mientras discutían la jerarquía de los pecados y crochereaban sin tregua, al punto de que cada mesa, mesita, mesada y cuanta superficie horizontal había en la casa, estaba cubierta con una carpeta del virtuoso tejido.

     Santa Rosa y Santa Librada, las mismas de toda la vida, rancias, insensibles, recónditas, verdosas de tan viejas, sentadas sobre sus nalgas incólumes de acrisolada decencia, fácilmente acomodable ésta a una rutina sin hombres, ya que ninguno las había mirado dos veces; y cuya diversión permanente constituía el almacén de don Policarpo, justo ubicado a tiro de la tranquila impunidad de sus respectivas ventanas, desde donde se informaban no sólo de los usos y costumbres del local, sino incluso de su concurrencia, matando en el deleitoso trabajo de espiar la vida ajena, su infinito tiempo de solteronas.

     Dos señoritas nuevas pobres -lo cual justificaban diciendo que habían decidido hacer voto de pobreza, aparte del de castidad- que si alguna vez tuvieron fortuna, tuvieron también dos hermanos bohemios, descreídos y radicalmente ineptos para ganar dinero: Juan Evangelista y Evangelista Juan, tan fanáticos opositores al matrimonio y al gobierno, que vivían repitiendo este país no tiene arreglo, ni una cura de sueño lo salvaría, y ninguna falda merece que un hombre pierda su libertad por ella.

     En cambio la cerveza era otra cosa. ¿En qué mujer hubieran podido encontrarse sus excelsas cualidades? Hembra de buen juicio, la cerveza, cuanto más fría al principio más caliente después, jamás envejece ni se pone agria, fiel como ninguna, dócil, complaciente, segura, grata al paladar y lista para servir sin exigencias de trapos. Además, recuerden que Adán no habría tomado esposa si antes no lo hubieran dopado.

     Nunca estaban en la casa, y las pocas veces que estaban, mandaban decir que no estaban, ya que por lo general se trataba de algún cobrador impaciente.

     Entraban y salían con la novedad de que siempre había un complot vernáculo nacionalista con ramificaciones en toda la república, que podía estallar en cualquier momento, de forma tal que un aldabonazo del cartero, una puerta cerrada repentinamente, una carne golpeada con el mazo, un rayo caído en seco sin previa descompostura del cielo, promovían sobresaltos de ya comenzó el jaleo.

     Así vivían, sumergidos en la loca fantasía de que el mundo iba a ser alguna vez una cariñosa comunidad de libres y fraternales conspiradores, ocupando la mayor parte de su tiempo y buena parte de su fortuna en estériles conciliábulos políticos con correligionarios del barrio, que tenían lugar en el café de la esquina, donde tejían solapadas intrigas mientras aparentaban leer el diario, hablando casi en susurros -por miedo a las represalias-, entre rondas de cerveza e interminables partidas de truco, de los cambios que necesitaba el gobierno, sin ponerse nunca de acuerdo, e incluso yéndose a las manos por tal o cual hijo de puta.

     Y cuando el alcohol se les había subido muy alto, pasaban a hacer un recuento de la campaña proselitista, lo hecho hasta ahora, lo que se debía hacer: una vasta operación de limpieza, de modo a acabar con una autoridad que había ascendido al poder por un golpe de estado y venía jorobando la paciencia con sus desmanes y arbitrariedades desde que había memoria, elaborando, con dicho propósito, planes estratégicos de tan dilatado alcance, que para ejecutarlos se habría precisado poner en movimiento una red de espionaje parecida a la que un país exige durante una guerra fría, con los concomitantes riesgos del contraespionaje, ya que no debía soslayarse la evidencia de que todo espía puede ser también espiado y contra eso no hay tu tía. Y de este cálculo sacaban pretexto para beberse un último traguito, que comúnmente quedaba en penúltimo.

     Todo lo cual, acompañado de periódicos viajes de conspiración al extranjero, había ido encogiendo las extensas propiedades familiares hasta dejarlas reducidas a aquella vieja casona y a lo extraño de su enorme puerta, tan sometida a la rigurosa disciplina de permanecer cerrada siempre, que adquirió una fuerte inclinación a cerrarse sola, persuadida por la oxidada rutina de sus añosas bisagras, y más allá de la cual sólo se me permitía pasar las tantas veces por semana que concurría a la escuela, y la otra vez los domingos, cuando asistíamos a la única misa de la única iglesia del pueblo.

     Rodeadas de la incierta claridad del día que aún no terminaba de instalarse, cruzábamos la calle principal, en procesión jerárquica: delante las dos hermanas, enfundadas en un luto unánime -que incluía también las ideas-, atiborradas de medallas, de escapularios, de chales, con un rosario en la diestra y en la siniestra un abanico con el que batían el aire, seguidas por la escuálida niñita que en ese entonces yo era, diluyéndome detrás, conservando de ellas la exacta distancia que me habían fijado y que, de tanto en tanto, con movimientos giratorios de cabeza, se encargaban de verificar. Y cerrando el breve cortejo marchaba Hilaria, portando dos almohadones ribeteados de crochet y las iniciales familiares bordadas al realce, que harían más placenteras las genuflexiones de las tías.

     Apenas transponían la puerta, zambullían las manos en el agua bendita y se persignaban con un frenesí que iba de norte a sur y de este a oeste, e inmediatamente después, como para que los santos las pudieran ver sin interferencias, se acomodaban en los bancos de la primera fila, sitio que les pertenecía gracias a quién sabe qué antiguo derecho de prescripción adquirida y guay del que se lo disputara.

     Desde entonces pasaban a comandar la misa, tomando la iniciativa en todo: en ponerse de pie o de hinojos, en sentarse, en hacer resonar su óbolo en el plato de las limosnas y en incorporar sus desvencijados trinos al armonio del padre Romero. En cada uno de los Amén, y en llevarse con fruición la mano al pecho, en medio de exclamaciones diversas, pronunciadas en las más diversas instancias. En detectar con piadosa anticipación cualquier pormenor digno de comentario, y lo comentaban a fondo mediante un convulsivo intercambio de codazos. Y ahora, a la vuelta de los años, las tenía de nuevo enfrente.

     Percibí sus miradas frías en medio de mi calor. Me sentí recorrida a través de sus lupas de las que nada escapaba y nada era posible esconder. Por algo eran reconocidas como los archivos seculares del pueblo, puesto que sabían, con precisión de segundos, todas las fechas exactas de todo lo acontecido: lo de antes y lo de ahora. Quién era quién y de quién era pariente. De quién es, de quién fue y por cuáles circunstancias dejó de serlo. A qué distancia queda y por dónde se va. De dónde ha venido, qué viento lo trajo, qué vientre lo parió.

     Cuáles eran las recatadas del pueblo, cuya anémica lista, desde luego, la encabezaban ellas -porque la decencia es algo que se transmite en la sangre y que lleva nuestro apellido- y cuáles las sospechosas del mal camino, las señaladas con el dedo para que nadie las confundiera. Una porque andaba muy pintarrajeada y muy corta de polleras; la otra porque tenía el busto o las posaderas más grandes de la cuenta y eso por algo ha de ser.

     Sabían quiénes se habían muerto, a qué hora, a qué edad, de qué y en qué estado espiritual habían exhalado el último suspiro, gracias a lo cual podían predecir, sin equívoco posible, el tránsito ascendente o descendente del occiso.

     Sabían quiénes se habían casado, con quién y de cuánto había nacido el primogénito. Dato que les permitía averiguar, accionando dos o tres dedos, a lo sumo cuatro, con aspavientos de tragedia griega y bruscas lipotimias, de cuánta panza encubriendo la pasión nefanda había tenido que apresurarse el casorio.

     Ya no hay nueve meses canónicos. Ya está cerca el Apocalipsis. Apenas un mes de casados y Porfiria Bernal anda redonda como de siete. Y de Remigia Aguilar, ¿qué me cuentas? Bien decía yo que por allí había trampita. Algo me hacía sospechar que aquello era embarazo. Qué inflamación del útero ni ocho cuartos. Una inflamación de tres kilos nada menos y que nació llorando, por obra y gracia de algún espíritu que poco debió haber tenido de santo. Si las cosas siguen así, las mujeres darán a luz al día siguiente de las nupcias. Si encuentran el candidato que asuma las consecuencias. Esas desvergonzadas deberían llevar las catorce estaciones del Vía Crucis a ciento cuarenta y multiplicar los rosarios y multiplicar las jaculatorias... ¿y a esta rapaz quién la ha llamado? Muchachita fisgona que se tiene que andar enterando de lo que no le importa. Vuélvete al patio de los fondos y de allí no te muevas.

     Esta rapaz sabía lo que ahora le iban a decir. He crecido escuchando sus sermones. Empezarían clamando a Dios qué habremos hecho para merecer esta ignominia. Tan luego a ellas, que se pensaban depositarias de un tiempo anterior a la Caída y a la expulsión de Adán del Paraíso, que habían dedicado su existencia a luchar contra el libertinaje, la corrupción de las costumbres, la peste del sexo, con conmovedora devoción e inquebrantable persistencia. A ellas, que habían guardado la castidad hasta en las comidas, ya que no probaban la carne ni los huevos para no contaminarse. Precisamente a ellas, que se habían pasado la vida enseñándome decencias.

     La primera lección que aprendí de las tías consistió en controlar la lengua, los oscuros consejos del instinto, incluso las manos, porque si se quedan sueltas, vuelan más alto de lo que yo quiero que vuelen. Y esta lección fue de una dificultad tan portentosa, que con mucho menos esfuerzo hubiera aprendido esperanto.

     Todo era un mismo evangelizarme mediante el dogma del silencio, un hacer en cada instante lo debido y de cada hora una acción de gracias por los favores que me dispensaban -deudas de gratitud tan grandes que en todos los días de mi vida no alcanzaría a saldarlas-, un ceñirme por entero a aquel catálogo de prohibiciones y de imposiciones colocadas simultáneamente.

     No había que sacar los ojos de donde debían de estar, clavados en el suelo siempre, ni andar por ahí tan distraída, tan mirando el aire como si vieras cosas. Tu voz hace pensar que estás pecando, aunque estés rezando.

     No debes estrechar la mano más tiempo de lo conveniente, y evitar cualquier saludo que se prolongue demasiado, y por elemental precaución no demorarse en el aseo de las «malaventuranzas», nombre con que ellas escamoteaban las regiones pudendas. Entonces, ¿qué tanto es lo que haces en el baño, cuando sabes que ese lugar es la sucursal del demonio, que de estar demasiado allí empiezan las tentaciones?

     Tenía que dudar siempre de que las cosas fueran lo que aparentaban ser, porque el maligno es muy astuto y posee disfraces de ángeles; pero dudando con suma cautela, para no caer en los excesos de ambos Juanes, que sólo aceptaban creer siempre y cuando lograran tocar la verdad con la mano.

     Había que arrepentirse de las malas acciones y de las aún por cometer, y ser respetuosa y precavida, altiva y cordial, según lo exigiesen las circunstancias. Había que guardar las emociones o cualquier impulso de ternura física en las celdas correspondientes, bajo triple cerrojo, cuidando de no dejar ningún resquicio por donde pudieran colarse. Y conservar la cuna hasta en el caminar, caminando sin inspirar dudas, las líneas del cuerpo verticales y ascendentes, derechos los talones y la cabeza erecta, por la costumbre ancestral de todas las mujeres de su estirpe de levantar la dignidad ante los ojos del mundo. Caminar así, a buen paso pero sin correr, nunca corriendo porque después viene el sofoco que podría desviarse hacia la agitación y el sudor -impúdica secreción que difundía pecado entre las piernas-, cosas que a su vez podrían derivar en sexo. Nada que de repente me transformara en carne.

     Siguiendo la estricta línea que me habían marcado, y que a ellas les habían marcado aquellos gloriosos ancestros que en un pasado lejano fueron padres sin tachas de hijos sin tachas y sin más remedio que engendrar sin tachas, tenía que andar erguida y algo echada hacia atrás, aunque justo lo indispensable para que no sobresalga ese punto de corrupción que son los senos y todo lo que de inmediato le sigue.

     Y la calle, por ahí Dios sabe dónde y Dios sabe con quién, terminantemente no, porque además de los zaguanes -y muchacha que se mete en el antro de un zaguán siempre sale extraviada-, en la calle hay naranjos, y todo el mundo sabe que la sombra del naranjo es muy propicia para actos de indecencia entre parejas, algunas de las cuales, en indecorosa posición amatoria, embrocados el uno en brazos de la otra y tan intensamente ocupados en esta coyuntura, ni siquiera se percatan de que están a la vista de cualquiera. ¡Santo Cielo! ¡Qué espectáculo! Sencillamente repugnante. Cuántas mujeres se habrán perdido debajo de un naranjito.

     Y ni qué hablar de esos bailes prostibularios de ahora, tan lascivos y propensos al amontonamiento, tan recurso de mujerzuelas, esa inmundicia en movimiento, en donde se te pegotean igual que si se te quisieran incrustar en el cuerpo, donde cada vez hay menos luz y más lujuria, donde se menean y contorsionan como imitando los ímpetus y resuellos de la copulación, Dios perdone la palabra, y por si esto fuera poco, salmodiando ese tartamudeo lúbrico que decía cha - cha - cha, o pa - chan - ga, o bamba - bamba.

     Hay que mantener los ojos muy abiertos y bien cerradas las fronteras con los hombres; ellos no pierden mayormente el tiempo y nada más andan buscando a quién hacerle el hijo. Empezando por el sátiro aquel que toca a las señoras en las procesiones, y terminando por el último, todos son diferentes dosajes de la misma concupiscencia. En el menor descuido te querrán levantar las enaguas, meter las manos por el escote, además de otras porquerías que no tienes por qué saberlas y contra las cuales siempre serán pocas las precauciones que nos tomemos. Porque de la mujer sólo el placer. Nada más que mujeres para ellos darse el gusto.

     Y crecí así, sin una gota de afecto, con un sistema de riendas y en una funda de olvido. Entre días largos y enfermizos, infectados de pecado, densos, y hacia donde quiera que me volviese, allí estaban aquellos ojos y los ojos de los retratos vigilando para que yo fuera como siempre fueron los de la familia, desviando cualquier rayo de sol que me hiciera feliz, tapando los mínimos huecos por donde podía haberme llegado la vida. Y si ahora se me diera por medir con los pasos el espacio que entonces me quedaba libre, estoy segura de que ni siquiera llegaría a contar dos. Lo único que se mantenía a salvo de aquel cerco de espías siempre al acecho eran mis sueños. Ésos que a veces se despiertan cuando yo me duermo, cuando la realidad cede por fin y torno a ser dueña de mí; recobro el ánimo, la voz, recupero mi espíritu, soy capaz hasta de reír, hasta de echarme a volar. Soy alguien que vive de noche soñando.

     Y fui creciendo así, con las ansias apretadas y el sexo muerto y sepultado entre grandes nalgas que las polleras acampanadas no lograban disimular a satisfacción de las tías. No un sexo sino un foso, una clausura.

     Mi vida entera hecha de fosos y monasterios, de cosas distantes, de atardeceres espiados solamente desde lejos, desde una jaula aterrada de sombras, viendo lo que me permitían ver los barrotes, apenas aquel trocito de cielo, comprimido, preso, que lentamente parecía desdibujarse frente a mis ojos, como si el desplome obstinado de la oscuridad sobre la tierra lo fuera deshabitando, esparciendo en el piso, en los muebles, en mí misma, los reflejos violáceos de su abandono. Cada vez más desamparado y más solo, hasta cuando la luna bajaba a apoyarse en el brocal del pozo y allá arriba chisporroteaban las primeras fosforescencias.

     Yo no había pensado nunca que las estrellas fuesen pecaminosas, pero ellas me repetían que sí, que eso eran, porque todo el mundo sabe que nos llevan bajo las estrellas para hacernos sus cosas. Cuántas mujeres incautas se habrán perdido debajo de las estrellas.


     Y ahora tú eres también una de «ésas». Tanto tratar de inculcarte las buenas costumbres, para que terminaras viviendo escandalosamente. Cómo es posible que te hayas desviado de esa forma, a pesar de todos nuestros consejos, de todos nuestros sacrificios por hacerte gente.

     Tú, que has crecido de la caridad ajena, a quien hemos dado casa, comida y escuela, que te hemos sacado adelante con lo difícil que está la vida. Yo, siendo sobrina de ellas, corriéndome sangre de los Vera por las venas; la suficiente para considerarte de las nuestras, aunque, claro está, no lucieras el apellido completo, ése que, dicho sin respirar, hacía que a una se le agotara el aliento. Yo, burlándome públicamente de lo que la gente respeta y que tan poco se parece a lo que se debe respetar.

     Una tras otra las acusaciones inclementes, frías. Porque de haber hecho lo que hice, siglos atrás en la historia, me hubieran quemado en una hoguera. Porque no se puede correr tras lo que corro y en la forma en que lo corro. Es inconstitucional, contra natura y contra lo cual no sólo necesitaré oraciones, sino también rosarios, letanías y quién sabe cuántas misas cantadas. Pero bien vale el castigo a cambio de lo que mis ojos van descubriendo, con la avidez de un recién nacido a los tantos años.

     Y acto seguido me exhortarían a abandonar mi pecado, el de la carne, el peor de todos como es sabido, recordándome lo que se ha dicho sobre aquél que escandalizare. Ya que de eso se trataba precisamente: ni más ni menos que de un escándalo intolerable al que había que poner fin de inmediato.

     Manchar así el apellido, el nombre de los hijos, la memoria de los ancestros, por un pelagatos cualquiera, quién lo hubiera creído, ese musicucho de morondanga, un ilustre desconocido, un hombre tan lacio, tan vulgar, tan nada del otro mundo.

     Así es. Lo reconozco. Es posible que él no sea nada del otro mundo, pero apenas lo recuerdo me pregunto si justamente no existe en él algo del otro mundo, un algo musical, indefinible, que le comunica no sé qué encanto y lo sitúa en el intermedio entre Beethoven y el mito, e infinitamente por encima de los demás mortales.

     Porque lo mismo que Beethoven era capaz, en plena ejecución de un concierto, de detenerse en un punto previamente señalado, para largarse por su cuenta a improvisar, él se detenía allí donde comenzaba el placer para alargarlo, para comprobar hasta qué distancia se podía sentir.

     Aunque tal vez aquella sabiduría proviniese de la intuición musical que le dictaba el lugar donde poner a los besos el acento, las pausas sobre qué caricias, y detenerlas, por largo rato demorarlas hasta hacer de ellas obeliscos, montañas, cumbres de sonidos, o con calculada lentitud desvanecerlas en suspiros, en una lánguida sonrisa, en casi nada.

     No sé si él está reflejado en su música o si ésta se refleja en él, a punto tal que incluso su edad parecía depender de fracciones musicales y no de tiempo. Lo cierto es que hay una total sincronización entre los acordes y su persona, como si la cadencia hubiera sido hecha para su cuerpo, que se movía no bruscamente, sino igual que si a sus movimientos los guiase una melodía que le brotara de adentro. Como si tuviese arpegios en vez de dedos o música en la punta de sus palabras, pero con un compás muy lento. Absolutamente todo era rítmico en él, hasta su manera de decir hasta luego. Y quizá de ahí haya partido lo mágico. Quizá sea por eso que a veces trato de dibujarlo y dibujo un arpa, un piano, una guitarra.

     Ya sabíamos que algo tramabas con tus clases de teoría y solfeo. Aunque todavía estás a tiempo. Recapacita. Renuncia. Retrocede sobre tus pasos. Dile adiós a otra esperanza.

     Pero. ¿cómo salir de aquellos ojos? ¿Cómo deshacerme de ellos? Dejar de verlo no haría sino atizar la necesidad de verlo. No querer pensarlo hubiera sido pensarlo más. Y por mucho que quisiera ya no podría. Ya no tengo fuerzas para procurar ninguna defensa, ni deseo hallar camino alguno para volver. Ojalá estén todas las rutas clausuradas para toda clase de vehículos.

     En cuanto a las dos tías, si conocieran esta sensación, ya hablaríamos de su integridad de lirio.

     ¿Han notado alguna vez que las sensaciones caminan?

     Un millón de sensaciones caminando y frente a las cuales sus lecciones no me sirven, o se desmoronan, o quedan postergadas, cuando no en serio peligro.

     ¿Acaso han oído hablar alguna vez de Beethoven?

     ¿Podían distinguir acaso una nota de una aguja de crochet?

     Y si había que empezar por culpar a alguien, eran ellas las primeras culpables. Esta vez soy yo quien decide y elijo obstinadamente seguir, salir de este atasco que hace de mí una obra inconclusa, una mujer a medias. Quiero recomponer mi yo, conocer mi verdadera estructura, explorarme, escrutarme, desmontarme en mis piezas esenciales para saber lo que contengo, de qué estoy hecha, cuáles inhibiciones son las que me fragmentan, las que me ocultan, dónde se han quedado tantos jirones de mi persona. Me niego a seguir interpretando ese papel sin el más leve aplauso de un público que me asignaron las tías. Basta de que me piensen como una prolongación de sí mismas. Tampoco las quiero ya escuchar. Ahora tendrán que escucharme ellas:

     Vuelvan a su cerrada casa de rincones mohosos, con mucho frente de mármol y dentro la ruina más irredenta. Vuelvan a la gran mansión de los Vera, de envejecido silencio y paredes verde triste, todas tristemente picadas como si tuvieran viruela. Vuelvan a sus sillones con los fondos desflecados por el uso y las polillas, cuyo esplendoroso azul Francia importado fue virando al celeste, luego al amarillo y por fin al gris de los ratones que huyen con la cola entre las piernas. Vuelvan a sus arañas de agonizantes caireles, a su vajilla de plata regalo de no sé qué reina, a sus raídas cortinas, a sus ventanas siempre cegadas por una densa oscuridad de visillos, a sus jardines con más maleza que flores, a sus dietas vegetarianas, a sus delirios de grandeza. Pueden quedarse allá arriba o allá abajo o donde les parezca, porque no tengo intención de dejarlo.

     El mejor camino, sin duda, era avanzar; pasar sus reclamos a cuarto intermedio y después avanzar, otorgar el salvoconducto a lo que viene, permitir que pase lo que pase, seguir con esto hasta las últimas consecuencias. Estoy de algún modo viable, disponible, predispuesta.

     Al fin y al cabo, el haber permanecido casi veinticinco años con el mismo hombre, que ya no cumplía ninguna función específica dentro de la sociedad conyugal, que sólo usaba la ternura en ocasiones muy solemnes y únicamente aparecía en la casa para mudarse de ropa, creo que me da derecho a pretender un cambio.


     Todo ha cambiado a lo largo de los años. En todo ha habido modificaciones visibles desde muy lejos: en matemáticas, en física, en astronomía; ni siquiera la Toma de la Bastilla se parecía a sí misma. No hay circunstancia, por humilde que sea, que no esté sujeta a una ley de cambio, puesto que existir y cambiar son rigurosamente sinónimos. Y pronto, mucho antes de lo pensado, se nos habría hecho imprecisa incluso esa raya que separa la muerte de la vida.

     ¿Era realmente verdad que hubo una vez un tiempo en que nadie se moría de Sida y los tranvías eran a caballo y de noche había necesidad de escupidera? Y acaso estos mismos edificios que hoy nos privan del sol, estirándose orgullosos como si quisieran invadir el cielo, puedan ya recordar que fueron alguna vez arboledas.

     Aquí y allá cambia la luz, el entorno. Hay de repente otro paisaje más actual y dinámico, sobre el derrumbe de las viejas casas, y buscamos sin encontrar direcciones, personas, los barrios. Aquí estuvieron ayer, el mes pasado. Eso fue antes.

     Vagos recuerdos de lugares, de ciertos nombres de calles, es lo único que nos va quedando, junto al empecinado hueso de alguna viga que, negándose a morir, ha preferido transformarse en puerta. El resto es sólo un frágil y distorsionado olvido.

     Las cosas mudan de apariencia, querámoslo o no. ¿Por qué encapricharse en no verlas? Hay reformas en el código, en los planes de desarrollo, en la deuda externa, y en lo alto, poco a poco, los aviones desalojan a los pájaros.

     Todo es apuro, afán de velocidad, competencia, campeonatos, desfiles de modas, reinas de belleza, sauna y masajes, bolsa de valores, los valores en una bolsa, «reservados» de categoría cuya entrada es vedada a quien no tenga una mansión al estilo de «Dinastía», considerada el gran paradigma por ajustarse, tanto en lo estético como en lo sintético, a los máximos ideales arquitectónicos de la actualidad.

     Han llegado a aprisionar incluso la energía dispersa en el espacio, haciendo con ella paquetitos cuya venta se realiza en los mercados, mientras las más sofisticadas computadoras, destinadas a tomar el relevo de los dedos, la memoria y hasta del cerebro humano, son capaces de ejecutar los más evolucionados programas de lo que fuese. Pronto descubrirán un portland de probeta que irá a revolucionar la industria del cemento. Pronto amaremos a máquina.

     Porque hasta el mundo se iba diariamente renovando. Porque unos entraban y otros salían. Porque más tarde o más temprano a todos nos llegaría el turno y sólo había que esperar que alguien, desde algún lado, gritara: ¡Que pase el siguiente!

     Se suceden los días, las modas, los gobiernos. Se trasmuta la realidad a cada instante que pasa y lo que éramos hace un momento ya no somos más.

     ¿Vemos, acaso, siempre las mismas luces o las mismas sombras mientras miramos la misma vereda? Cuando las unas se agachan se yerguen las otras. Y no sólo las luces y las sombras van mudando de vereda y de color, sino los transeúntes, a medida que la recorren. Se puede tener una coloración política y de pronto tener la contraria. Se puede ser joven y de golpe haber sido. Vamos y venimos entre soles y lunas que se extinguen, de una metamorfosis a otra, de la quietud al movimiento, del Paraíso a la Culpa, de larvas a crisantemos. Nada, nada dura eternamente. Ninguna ciencia, ningún arte, ninguna civilización han permanecido inmutables, porque estamos en medio de un tránsito donde no podemos quedarnos quietos.

     Para bien o para mal evolucionamos y también el deporte va camino del progreso: los jugadores de fútbol son cotizados en dólares y éstos van variando de cotización sin siquiera salirse del bolsillo. Y ni qué hablar de aquellas personas dedicadas a momificar palmeras, con técnicas que se remontaban a lo más antiguo del Egipto y les infundían el movimiento y el murmullo invisible de una palmera verídica, al extremo de que nadie las hubiera pensado como muertas.

     También, por supuesto, el inevitable, incontrolable avance del sexo, esa sensación de culpa que las tías escondían entre las piernas, ese instrumento del diablo dotado de vida autónoma, en el decir de las mismas, es ahora tema obligado de cursillos, simposios, congresos y conferencias. Ya que al sexo, como al estómago, se lo debe alimentar a diario, y su buen funcionamiento depende de ello exclusivamente. Hasta ayer, en la mayoría de las «dietas» sólo se tomaban en cuenta las calorías, raramente los gustos gastronómicos de las personas a las que iban dirigidas, y «cuando una dieta no gusta ni cae bien, sea por la escasa variedad de alimentos o por las pocas opciones a elegir, es probable que se la abandone por completo mucho antes de que se pierda el apetito.

     Y pensar que antes, se quejaba Ricucha Valdez, mi vecina y amiga, las restricciones sexuales eran tan severas que las mujeres, exceptuando las de vida alegre, vivíamos prácticamente a oscuras. Entonces el sexo era el enigma, lo inconcreto, la sugerencia y no había ciencia ni historia que nos dieran alguna luz sobre esos misterios.

     Teníamos que resignamos a escoger entre ser buenas o ser malas. Integrar el bando de las que parecían venidas al mundo para tentar a los hombres o el de las serias, sanas y sensatas con las cuales aquellos contraían nupcias. Durante mucho tiempo yo tuve la sospecha de que las primeras se divertían infinitamente más que las segundas. Ahora no me queda la menor duda. Ahora no sólo hay que pensar en cómo nos vestimos, sino en cómo nos desvestimos, ya que haciendo ambas cosas de acuerdo con los vertiginosos cambios exigidos por la moda, se matan dos pájaros de un mismo tiro.

     ¿Y a quién se le hubiera ocurrido pensar, por ejemplo, que el tal enigma pudiera tener otras formas y otros tamaños que no fueran los de su marido? ¿Y dónde íbamos a recabar información si antes no cabían preguntas ni debates ni teníamos con quién hacer comparaciones?

     A puro cálculo la casaban a una, sin preparación previa, sin conocer el sexo más que de referencia, que es como decir su ubicación y punto. Nada de sus cambios de humor y temperatura, su latitud y longitud. Nada de sus sismos y plegamientos, sus ascensos y descensos. Nada que no fuera prepararse a recibir «derecho viejo» la ofrenda. O sea, nada de nada. Y del placer ni siquiera la palabra, como si más bien tuviera algo que ver con la conquista de la Mesopotamia.

     Porque al placer había que buscarlo, querida, y tan escondido estaba que no di con él ni con cosa que se le pareciera durante mucho tiempo. Ya era de meses la panza que cargaba y todavía no venía y no venía. O llegaba demasiado tarde o demasiado temprano, por razones de transporte siempre. Y así como se desarrollaban las cosas, presentía que iba a tener ignorancia para rato. Imagínate, mientras Eudosio me hacía el amor, yo hacía una lista de compras para el mercado, que si la carne, que si el arroz, que por qué la suba intempestiva de la cebolla. Porque lo mismo que en cualquier deporte, es necesario entrenar mucho para adquirir solvencia y aquello de la no intervención y del que come y no convida, debería aplicarse estrictamente a las cuestiones políticas.

     Hasta que un buen día llegué a él con toda corrección; lo conocí real y verdaderamente.Me costó pero lo conseguí. Arribé al tan mentado lugar donde se une la tierra con el reino de los cielos y lo recorrí y me recorrió. Nos asimilamos, como quien dice, y todo lo que antes había sido penoso y aburrido, de pronto se volvió celestial delicia.

     Entonces fue cuando sobrevino el fatal desentendimiento, si no será mala mi suerte, porque cuando yo tenía al toro por las astas, obteniendo marcas ya apenas superables, cuando me había hecho una profesional en la materia, él parecía ir avanzando hacia la calma insondable.

     Hablando con franqueza: no puedo decir que mi Eudosio no haya colaborado, pues le haría poca justicia, pero de un siglo a esta parte sólo utiliza la energía para fines pacíficos y el caso es acabar de cualquier manera y cuanto antes. Tenía que trabajar largo y tendido para azuzarle el apetito: que el deshabillé voluptuosamente negro y lo suficientemente abierto para dejar ver que después estaba desnuda, que la danza de los siete velos sin ningún velo encima y sin que nada de eso provocara en él ninguna reacción apreciable ni lograra sacarlo de su apatía. Porque hay cosas que una vez derrumbadas, mi hijita, es muy difícil volverlas a levantar. Con decirte que ponía más entusiasmo en celebrar un gol de Cerro que en la cama. Y ahora han transcurrido dos años, nueve meses y veintidós días sin que haya vuelto a tocarme el punto.

     Y hoy hemos llegado a los cursos de capacitación sexual por correo. Ser amante de las innovaciones equivale a ser buen amante. Hágase experto en el arte más antiguo llevado a sus últimas consecuencias; abandone cualquier reminiscencia del estilo clásico. Sea más creativo, más original; con cuatro rápidas lecciones que incluyen treinta y tres frescos eróticos, burdos remedos de los de Pompeya, sin recargo alguno, haga el amor como nunca soñó hacerlo, agotando, para tal efecto, todas las maneras humanamente posibles. Y como las maneras humanamente posibles eran pocas, había que recurrir a las imposibles.

     Tampoco quedan molinos, aunque el viento siga existiendo, ni quedan carpinteros de la talla de San José. Gracias a la tecnología, hoy tenemos la novedad de los muebles en serie y, además, convertibles. Con sólo accionar discretamente un resorte, haga de su mesa una puerta, o un baúl de su cama, y de su inodoro, oh maravilla, un sugerente tocador de señoras.

     No había nada que no se resolviera cambiando, y con las personas acontecía otro tanto. De repente todo el mundo dejó de ser quien era y se convirtió en alguien distinto.

     Para eso bastaba ver a Justiniano Román, nuestro jardinero, que cansado de vivir en cuclillas y con gran espíritu práctico, instaló un taller de vaqueros en el punto más estratégico de «Bonanza», de donde extrajo macizas ganancias, multiplicadas en un tiempo récord por rápidas financieras, con lo cual pudo permitirse el sueño propio de una quintita en las afueras, equipada con toda clase de comodidades domésticas tales como televisión, refrigeración, calefacción, antipolución, etcétera. Se dedicó luego a la libre exportación de soja, de tung y de jojoba, a una empresa de quinielas, a otra de videos piratas, terminando su meteórica carrera convertido en hacendado.

     Actualmente daba las cenas más fotografiadas de todo el país, donde acudía lo más granado de la sociedad y de las finanzas en rigurosa tenida de gala. Las damas de gran soirée, mostrando todo lo que podían en cuanto a joyas y carnes y los caballeros de smoking.

     En un vasto jardín con una colcha de empastado y un fondo apenas visible de murallas revestidas de enredaderas importadas, entre reflectores estratégicamente dispuestos, de modo a destacar con mayor énfasis aquello que debía ser destacado, entre pérgolas, susurros de mozos, de fuentes y de palmeras, se alzaba un babilónico buffet, cuyas mesas, también en tenida de gala: centros de velas erectas en un pesebre de flores, lencería, cristalería, pasamanería, platería y rococoses, presentaban cuanta exquisitez vía París-Miami-San Pablo, se hubiera podido concebir: caviar de más allá de la cortina de hierro, pirámides de langostinos, salmones noruegos, pavos en casi todas sus formas, arenques rellenos, pollos con salsa apache y otras delicias varias que nadie era capaz de descifrar. Sin que tampoco faltara, para aquellos que gustasen de lo autóctono, una variada selección de manjares nacionales. Todo saboreado con el mejor whisky, el mejor champagne, los mejores vinos y licores y los sones de una orquesta ejecutando las preferencias musicales del momento.

     Y quién podría acordarse ya de aquellos nostálgicos boleros tan impregnados de lejanía:

     Dos almas que en el mundo/ Había unido Dios/ Dos almas que se amaban/ Eso éramos tú y yo/ Yo no sé si este amor es pecado/ Que tiene castigo/ Si es faltar a las leyes honradas/ Del hombre y de Dios/ Tanto tiempo disfrutamos nuestro amor/ Nuestras almas se acercaron tanto así/ Que yo guardo tu calor/ Pero tú llevas también/ Sabor a mí/ Dicen que la distancia es el olvido/ Pero yo no concibo esa razón/ Porque yo seguiré siendo el cautivo/ De los caprichos de tu corazón/ Somos un sueño imposible que busca la noche/ Para olvidarse del mundo, de Dios y de todo/ Somos en nuestra quimera doliente y querida/ Dos hojas que el viento/ Juntó en el olvido/ Eclipse de luna en el cielo/ Ausencia de luz en el mar/ Sufriendo de amargo desvelo/ Mirando la noche me puse a pensar/ Esta tarde vi llover/ Vi gente correr/ Y no estabas tú...

     Y quién podría acordarse ya de la primera señora de Jara, transformada varias veces y en varias versiones, y en la versión actual era apenas una adolescente de rostro asombrosamente joven en relación con la edad que delataba el cuerpo. Tras lo cual, le resultó imprescindible permutar también de marido, porque el que sobrellevaba hasta entonces iba camino de una irrevocable calvicie.

     Pero el cambio más destacado era, sin duda, el de Apolonio Mercado, que se hizo rico de la noche a la mañana y no faltó quien desconfiara que fuera contrabandista ya que, en ese sentido, cualquier ardid era válido para transportar la mercadería, e inclusive me parece haber leído que un apócrifo sacerdote se valió en cierta ocasión de la sotana. La verdad es que poco o nada queda ahora en su facha que rememore la época en que era carnicero. Sin embargo, sus antiguos conocidos algo advierten. De seguro por aquello de que aunque el mono se vista de seda... Porque, según dicen, ha dejado la pobreza, pero carnicero sigue siendo.

     Y hasta mi casa de toda la vida había dejado de ser mi casa de toda la vida. También los hijos, esos seres que nos empiezan dando pataditas, inofensivas al principio: esos seres diminutos, sonrosados, casi lindos, de un día para otro han crecido, al tiempo que les crecieron las urgencias, los caprichos, sus ininterrumpidas necesidades de quiero esto o aquello, saltando sobre sus propias edades, con el acelerador a fondo, a todo pique. Porque quieren ir inmediatamente a la vida y la vida no está cerca ni a la vuelta de la esquina.

     Casi no puedo creer que este muchacho que acaba de pasar a mi lado, con ese tórax de Rambo y la mirada arrogante del que ha batido algún récord, sea mi primogénito Miguel, el mismo de los trompos y las pandorgas, el que durante nueve meses se alimentó de mí y latió a mi compás. El mismo a quien miro con la tristeza de haber estado tan llena de él y ahora estar tan vacía.

     Ni podía reconocer en Tina a mi nena de rulitos que apenas ayer se hacía pipí en la cama. En cuestión de unos pocos meses le habían crecido ostensiblemente los senos y los paseaba por ahí como si fueran trofeos. No, ya no la reconozco, tan rodeada de sí misma, tan envuelta en su propio yo, al cual procuro llegar variando siempre de estrategia. Cedo, retrocedo, doy un paso hacia adelante, pero no lo suficientemente largo como para salvar la lejanía que se ha instalado entre ambas. Y en cuanto todo continúe así, nada ni nadie quedará en su sitio.

     Pues bien, también yo quiero ser parte del famoso cambio. Eso es lo justo, lo leal, sobre todo lo democrático. También yo, claro, de ninguna manera me excluyo; estoy en la misma bolsa.

     Deseo cambiar mi imagen, mudar mi cara, sentirme otra persona. Pero dónde se ha visto. Qué pretensión absurda. Es cierto que los tiempos habían dado un radical viraje, lo cual no justificaba que yo hubiera virado con ellos. Eso sería ilegal, inconstitucional, atentatorio. A una mujer como yo no le estaba permitido salirse de la realidad.

     Sólo yo debo permanecer inmutable. Sólo mi vida monótona, de una monotonía geométrica; volver de una rutina cuadrada a otra redonda que me espera, conociendo aun a oscuras el trayecto. Conozco una por una las horas de que se compone el día. Horas descalzas, desteñidas, erosionadas, huecas. Cada una distinta y única, y siempre combinadas de tan idéntica manera, que a veces me parece ir andando sobre mi memoria.

     Durante años he sido la repetición inalterable de mí misma. Durante años no había hecho nada diferente a esperar, aunque no supiera en realidad lo que estaba esperando. Largos, interminables años plastificada ante el mismo paisaje, frente al mismo silencio, dejándome crecer alrededor los sueños, la soledad, los helechos. Sin poder franquear ninguna de las múltiples barreras que hicieron de mi vida una cárcel de renuncias, de complejos y de dudas.

     A mí también me agradaría abandonar alguna vez la guardia, la recta, la verticalidad. Anhelo ver de pronto una imagen con la que coincidir, un hombro sobre el que apoyarme. Pero, ¿dónde buscarlo y por dónde? ¿Acaso me sea posible hallar todavía alguna dorada, pacífica Arcadia en algún sitio del mapa?

     Y aunque corriera el riesgo de perder la piel en el intento, ¿por qué no pretender algo más, algo distinto, una noche para mí sola que durara las mil y mil noches? ¿Por qué no dispararle a todo antes de que todos disparen contra mí? ¿Por qué no levantar la piedra del escándalo para saber qué hay debajo?

     No es obligatorio tener una sola existencia delimitada por las rejas: espacio - tiempo - esposo - tías - hijos. También se puede estar en este lugar que es tan lejos.

     Un lugar aparte, exclusivo, situado del otro lado del mundo, allí donde yo estoy y está también él, donde no se advierten órdenes ni referencias y la realidad no llega.

     Hemos formado un espacio de modestas dimensiones, una pequeña comunidad de dos, en la que sólo cabe Beethoven y a veces también el silencio. Todo lo demás queda inmediatamente abolido.

     Era tan bueno estar así, rodeados de ningún ruido, ninguna zozobra, ningún trabajo a la vista, ignorando qué pasó esa noche en casa, quién gritó a propósito de algo que debí hacer y no hice, qué comimos, o cuánto duró la pelea de sobremesa. Sin recordar nada anterior a aquel momento, a aquella tarde en que me lo presentó Cristina Sánchez diciendo:

     Debes tener mucha paciencia con él. Es, aparte de Fidel Campos, un músico empedernido. Ya lo verás.

     Y ahora lo estaba viendo. Podía permanecer así durante siglos, sin más ocupación que estar viéndolo. Lo miraba, nos mirábamos y qué dulce y entrañable se me hacía.

     Y lo que había sido mi «yo» hasta ese instante, se perdía poco a poco en el fondo de mí misma, en tanto iba surgiendo la otra, una mujer distinta que carecía de nombre, de procedencia y de historia. Pero sobre todo, sin ese acoso del tiempo. Sin que hubiera ningún tiempo.

     Sácalo fuera de ti, me decía. Libérate de él. El tiempo sólo existe para los chóferes de ómnibus.

     Bastaba con respirar profundamente y las horas se esparcían por ahí como la música, se deshacían en infinidad de notas rosadas, violetas y amarillas, hasta desvanecerse enteramente. Apenas eso se oía, una gotita de tiempo que cae al vacío, que hace pluc y después se acaba.

     Él ha hecho que el tic tac escapase de los relojes o quizá sea un gigantesco reloj toda la Tierra. La Tierra toda convertida en sangre que comenzó a latir desde los pies hasta la frente.

     Late conmigo el techo; laten contra ti mis dedos. Cada uno de mis poros va latiendo por su cuenta, como si un gran corazón disperso hubiera hallado un cobertizo bajo el cual refugiarse. Estoy desligada de todo cuanto no sea una melodía cuyas notas borran los contornos del silencio. Me embriago con ellas. No podría intentar siquiera describir el laberinto de sensaciones que Beethoven trae consigo. Es algo que precede a la palabra o situado más allá, y ese algo ocurría ahora en mí tan nuevo que dolía, tan transparente que permitía ver a su través la vida, y del otro lado, allí donde sucede la muerte. Allí donde las tías eran apenas un clamor lejano pero que aún no se extinguía.

     No quiero ni presentir sus miradas rencorosas al acecho de cualquier movimiento, sus bocas con las balas puestas, sus voces-disparos hablando de castigos, penitencias y de a poco van llegando, extrañamente me llegan. Ráfagas de reclamos, raídas, polvorientas de tanto reclamarme.

     Era preciso cerrar los ojos, cerrarlos y apartarme de aquel mundo que se me había tornado súbitamente ajeno y enemigo. Lo mejor era seguir, sin hacer demasiado caso a las razones de las tías, ahuyentarlas no pensando más en ellas. Y no obstante volvían. Regresan de una manera obstinada y se encuentran de nuevo aquí, asediándome con esa existencia implacable que no conoce el desaliento.

     ¡Cómo no se hartaron todavía de sus juegos Santa Rosa y Santa Librada!

     Me pregunto si acabarán algún día, o si deberé sufrir sus maquinaciones hasta el final de los tiempos. Y sus métodos eran siempre los mismos: después del consabido introito autobiográfico, los reproches, las amenazas, los exhortos, sus infalibles recetas sobre la moral intachable:

     Doscientos gramos de pureza blancaflor, cien gramos de honestidad impalpable, sin ningún huevo, naturalmente. Tratarían de convencerme con argumentos que yo conocía desde hacía más de treinta años.

     ¿Qué sería de mí sometida a influencias tan opuestas?

     Por un lado él, sobre aquel instante de tiempo todavía detenido, y por el otro las tías en pie de guerra, listas para la embestida, tratando en lo posible de quebrar el sortilegio, oficiando de jueces, repitiendo en tono cada vez más alterado que a este paso mi reputación estaría perdida, que este hecho mancharía mi prestigio hasta entonces impoluto. Mírate qué bajo has caído, tanto que no habría rescate de bomberos ni suficiente agua bendita para purificarte. Cuando hayas recobrado el juicio hablaremos. No pretendo recuperarlo tan pronto. Si apenas hace un ratito que se me ha perdido. Ya deberías saber, entonces, lo que puede sucederte por esto.


     Desde luego que sí. Soy una mujer responsable. Siempre lo he sido. Sé que la noticia no tardaría en correr de boca en boca, como es costumbre aquí, de calle en calle, de puerta en puerta, violando semáforos, trepando murallas, bajando escaleras, subiendo ascensores, alborotando clubes, bares, peluquerías, ramificándose, engrosando su caudal de hora en hora. Y en la ciudad se daría inicio al gran festival de chimentos:

     Te enteraste. Te das cuenta. Tanta alcurnia, tanta nobleza para después terminar de esa manera. En este mundo prostituido se tropieza uno con toda clase de cosas. Acá, querida, hay que andar con pies de plomo porque donde menos se piensa salta el instinto. Quién lo hubiera creído. Tan honrada y sencilla aparentemente, tan digna de confianza. Con sus años tan evidentes y haciendo de chiquilina. Muy disfrazada de gran dama y en el fondo una cualquiera. Es verdad que el esposo lleva la vida por su lado, pero ella tampoco se achica. Hay vicios que se heredan, señora mía, y nada más repugnante que esa clase de herencias. Salió parecida al padre, o vaya a saber si al abuelo. Tiene la sangre caliente; es sensual y fogosa, libidinosa y astuta. Una indecente sin vuelta de hoja.

     Cada uno lo contaría según su impiadosa manera de contar, incorporando cada vez un condimento distinto, sumándole un pedazo y otro más a la historia. Cada cual removiendo el avispero, desovillando la madeja a su gusto, con múltiples variaciones y tal barroquismo de detalles, que hubiera podido utilizarse como argumento de esas telenovelas devoradas por una inconmensurable multitud en España e Hispanoamérica.

     Y acaso tampoco faltara quien, aprovechándose de un antiguo enojo, se atreviera a confirmar mi activa militancia en tales desenfrenos. No es cierto y si por casualidad lo fuera no me molestaría aceptarlo, porque a la edad que voy a cumplir próximamente, ciertas cosas se pueden decir sin empacho.

     Nunca me salí de mis principios; a mi moral me circunscribía y nadie podría imputarme un delito mayor que el que a veces cometía soñando. Pero hay una hora en que lo real suena dolorosamente a falso. Siempre hay un instante de supremo desánimo, cuando todas las paredes empiezan a tambalearse, a ceder las superficies, a resquebrajarse el alma, cuando la única salida nos conduce a otra entrada sin salida, y hasta el aire asfixia, hasta el más valiente general claudica y grita basta, se acabó la guerra, el combate, la batalla. Él se rehúsa a seguir luchando; ha resuelto deponer las armas y batirse en retirada. También sucedió conmigo. Y a pesar de todo y les guste o no les guste, fui, soy y seguiré siendo una mujer honesta.

     Todos observándome como si yo fuera una monja que hubiera quebrantado sus votos. Todos diciendo cosas con la intención de darle una explicación al fenómeno. Total, el tema da para infinitas variaciones y nadie quiere confesar ignorancia ni estar fuera de onda. Total, criticar es fácil. Nada más simple y agradable que sacar al sol los defectos ajenos. ¿Y qué me dicen de los propios? ¿Existe acaso familia que no tenga alguna vergüenza que lamentar? ¿Quieren decirme cuáles, cuántas? Aquí no las veo por más que busco.

     Y antes de que yo pudiera evitarlo, saldría la noticia publicada en la sección escándalo del principal periódico, acusando satíricamente como coautor del delito a un incierto y musical sujeto, presumiblemente un extranjero cuyo nombre, por dignas razones, no consta, y cuya identidad ni antes ni después se conocería con certeza, aunque todos hayan desconfiado de todos. En cuanto a su origen, circulaban encontradas opiniones: unos aseguraban que había nacido en Colombia, otros lo suponían escocés, también se decía que era ruso, y no faltaba quien lo daba por portugués.

     Si al menos hubiera algo que distrajera la atención del público, una denuncia de contrabando masivo, algún fracaso de otra prueba del Discovery, alguna noticia como aquella de la semana pasada, que bajo el título de: «Sobrevivió a diez disparos de revólver; le pegaron dos veces en la cabeza con un garrote», expresaba textualmente lo siguiente:

     «Sin mediar palabras, un joven apretó el gatillo del revólver calibre treinta y dos sobre su socio. Éste vio el fogonazo del arma en la oscuridad de la noche y casi al mismo tiempo sintió que algo le quemaba en el pómulo derecho. Así comenzó un episodio que para la víctima resultaba hasta el momento totalmente incomprensible, según sus propias declaraciones. Se trata de Agapito Toñánez, oriundo de Ayolas, en donde tuvo la experiencia de sobrevivir a diez disparos de revólver provenientes de dos armas de distinto calibre, además de dos fuertes golpes de palo en la cabeza».

     O aquella que con el rótulo de: «Mujeres ganaron y perdieron peleas», decía: «Como todo fin de semana asunceno, el que pasó fue rico en casos de agresiones y peleas registrados en la capital y sus alrededores. Sus protagonistas en masa fueron a parar a Primeros Auxilios.

     Uno de dichos casos se registró en México y Fulgencio Villamayor, lugar en que dos mujeres midieron fuerzas utilizando puños, pies, uñas, codos y palabras irreproducibles, hasta que una hizo trampa y le apretó a la otra una plancha en el cuello. Asimismo, dos representantes del no tan débil sexo, entraron en combate cuerpo a cuerpo en 21 y República Francesa. Luego de un fuego cruzado de mordiscos y patadas, ganó la pelea Romualda Trinidad Soria, quedando en la lona Rosa Natividad García, soltera de veintisiete años y domiciliada en el lugar del hecho».

     Pero todas esas historias ya habían pasado a la historia. Eran apenas confusos rumores de los que casi nadie se acordaba. Y desde entonces: nada. La vida se había vuelto monótona, por no decir aburrida. Hubo como un descanso en el rodar de las novedades, como una huelga de sucesos relevantes. Entonces, hasta que otros acontecimientos más jóvenes o más truculentos borrasen el incidente del que yo era la principal protagonista, tendría que resignarme solamente a estar en las fauces públicas, a que me miraran desde infinitos ángulos para que todos tuviesen un concepto bien claro de quién era yo.

     ¿Y quién era yo? ¿Todavía no lo saben? Pues van a saberlo ahora mismo.


     Permítanme presentarme: Soy el sauce que llora a la entrada de mí misma. Soy un árbol derecho y de buenos antecedentes, ni lo bastante joven para florecer de nuevo, ni lo bastante viejo para convertirse en leña. Un árbol frondoso, con demasiadas ramas para tan poco apellido: Purificación Vera, una servidora que ha venido sirviendo de un modo casi religioso a las sagradas leyes de su sagrada familia: una hija que todavía no ha salido de la edad del pavo, el varón que ya ha superado la barrera del sonido y un esposo en permanente estado de evaporación, un viajero en tránsito, estaba un minuto y después ya no estaba. Viviendo como lo había hecho hasta entonces, sobre el mundo que queda de la raya de la casa para afuera, lo que pasa más adentro no lo sabe ni le preocupa.

     Tantos años de vivir junto a Pascual Borja, tantos años de verlo y se me ocurrió de golpe que lo estaba viendo por primera vez, tal como era.

     Un hombre en torno al cual yo debía girar sin perder la distancia ni la paciencia, como un buen satélite, que apenas sabía hablar de otra cosa que de los gastos, como si a estas únicas dos sílabas se hubiera limitado su vocabulario, porque yo no recuerdo haberle oído, desde hacía rato, una frase entera, con sujeto, verbo y complemento, que entraba y salía dando órdenes con el carácter marcial en erección, acostumbrado a mandar y a no tener ningún techo sobre su persona. Lo más parecido a un sátrapa en muchas leguas a la redonda.

     Un hombre que alardeaba de virilidad hasta cuando orinaba, orgulloso de ser dueño de esa joya de ilimitado poder de crecimiento y capaz de enardecer los deseos de la mujer más pretenciosa. Dónde vas a encontrar otro con las mismas proporciones. ¿No te parece acaso un monumento?

     Para quien sólo contaba el éxito, lo externo, la fachada. El matrimonio y la esposa, dos historias ya del todo superadas, dos hechos cuajados, fosilizados, momificados para confinarlos en casa y salir él a renovarse con la vida que hay afuera por el bien de todos y el progreso del país.

     Pascual Borja se dedicaba a tantas cosas: a correr diariamente en el parque, a tener varias mujeres para probar su hombría, a mantener en óptimo estado el vigor físico untándose de miel todito elcuerpo, incluso las intimidades, a especular con los vaivenes del dólar, a hacerme saber cuándo encontraba una ocasión propicia que yo era una mantenida: si quiere irse, pasar de nuevo hambre con las tías, la puerta está donde estuvo siempre. Mándese mudar cuando se le ocurra. En caso contrario, quédese en su rincón calladita y no vuelva a desafiarme. Está viviendo de «arriba» y todavía se queja.

     Un hombre cuyo único amor ha sido la propiedad de las cosas, los negocios grandes que harían llover millones sobre nuestras cabezas.

     ¿Pero dónde estaba la vida que podía haberme comprado con esos millones? Si me pasaba equilibrando el presupuesto en base a una situación eternamente complicada por la crisis y el rigor, y por mucho que lo recortara por aquí o lo remendara por allá, no tenía casi nunca más dinero en la cartera que el justo para tomar un café y algún micro. Si no recuerdo haber veraneado en otro lugar diferente a ese pedazo sin vista al mar que es mi patio, en el redondel de sombra que proyectaba el mango, porque se juntaba tanto calor en los cuartos, que el sol parecía salir de allí y no de arriba.

     Si jamás había hecho un crucero por los cuatro continentes ni hacia esas islas de moda que ni sé a qué país pertenecen. Yo habito una modesta casita de paredes tan descoloridas como mi descolorida existencia, la misma que llevaría un nómade, yendo de acá para allá, pero nunca más allá de allá. Me he convertido en casi una inválida. Mi viaje más largo es el supermercado, y ahora, en vísperas de mi resplandeciente madurez, cerca de mi edad de oro, llevo un vestido varias veces reformado y de tanto en tanto sonrío.


     Resumiendo:

     Vivía al compás de un conjunto bastante insensato de seres en continuo movimiento, que corría de un lado a otro persiguiendo algo que ni ellos mismos sabían qué era, aunque por la dirección que habían tomado últimamente no era difícil suponer que pronto se irían al demonio.

     Raro era el momento en que no se hallaran en la cúspide de un drama o en el cenit de un conflicto. ¿Y quién otra sino tú, sólo tú, para resolverlos? Madre antes o después de cualquier catástrofe. Madre instantánea e infinita a quien se recurre para todo, seguramente porque es lo más cercano y económico que tienen.

     Debo solucionar sus embrollos pero en seguida hacerme a un lado, aun donde no quedara ningún espacio para hacerse a un lado. Fuera lo que fuese caía bajo mi jurisdicción. Todo era indiscriminadamente uno de mis deberes.

     Debía poseer la clarividencia de una adivina y anticiparle a Tina si lloverá mañana, según me lo esté diciendo la artritis, la que después me reiteraba el pronóstico de que no escamparía en las próximas cuarenta y ocho horas. Debía tener en vez de ojos una antena parabólica capaz de detectar dónde le apretaba el zapato a Miguel o dónde le sobraba a Pascual, y reconocer, a cualquier distancia, ese cuchicheo del fuego cuando agoniza la garrafa.

     Debía poseer el don de ser doble faz, caliente en invierno y fría en verano y predecir los cambios de humor y temperatura con el mismo acierto del hombre del tiempo. Debía cuidar la virginidad de la hija y que al hijo no lo hicieran padre antes de lo previsto. Y siempre coser botones, coser los días, las medias, zurcir las noches, los vínculos que se rompían, enhebrar ausencias, unas con otras las minúsculas ráfagas de ternura y remendar con ellas dos meses, un año, cien años de soledad.

     Debo, simultáneamente, ayudarlos y dejarlos crecer en paz. A lo cual debía agregarse otros servicios de emergencia, tales como arreglar enchufes, planchas o cerraduras, o prestar los primeros auxilios en caso de accidentes menores, o componer los tapones de luz llegado el caso, y ser en ocasiones hasta plomera.

     Y después, cualquier excusa era buena para perder los estribos. Entonces descubro que soy el blanco de todos sus disparos. Cada edad y cada sexo con su respectivo tono de reproche o de tragedia o de comando. Cada cual con su vocablo de batalla, dardos de fabricación casera, con sus respectivos puñalitos, alcanzando los lugares que más duelen.

     Los desenfundaban, los alineaban en orden de ataque y... ¡ya! Soy latosa, antediluviana, soy un plomo, una desubicada, qué anticuada, me entrometo, les estorbo, les fastidio, los inhibo, me marginan, me dirigen, me utilizan, me amenazan, me avasallan, me desgarran. Me dan la impresión de estar criando sanguijuelas.

     Y desde varios sitios y como de común acuerdo, se levantará el unánime, ancestral, reiterado aullido de ¡Mamá!, que por ninguna razón admitirá demoras. Rápido. Ahora mismo te digo. ¿Me oíste, mamá? Levántate y anda. ¿No viste que son más de las siete? La hora sacramental del desayuno o la hora de darme por vencida. Abrir los ojos y andar, recorrer el circuito de siempre, el corredor, la cocina; enfrentarse al día que se te enfrenta con la cara nublada de todos los días, tomando brusca conciencia de lo que durante el sueño se olvidaba a medías. Deberías a veces tener alas y levitar más allá del tiempo, para que después el tiempo no se te adelante y te queden las cosas sin ser hechas.

     Todavía bajo las estrellas, la cabeza bien erguida y la correspondiente sonrisa, debes levantarte de nuevo, ir andando hasta la otra punta del otro día, hasta el mañana de mañana y del otro y del siguiente. Ir andando siempre, aunque sólo sea para tropezar con la misma piedra.

     ¿Pero se puede saber qué es lo que haces?

     Trabajo como corresponde y por mucho que me lo pase haciendo, nunca hago lo suficiente. Apenas un repertorio de insignificancias, cantidades de esas pequeñas cosas que de golpe dejaban de ser pequeñas y se llenaban de púas, y lo que empezaba siendo tan poco acababa por hacerse un monumento que se me venía encima.

     Si cada uno hubiera hecho lo debido, pero como siempre sucede en estos casos, a la hora de la verdad todos tenían las manos importantemente ocupadas. Todo se iba estrellando en excusas, en hijos que hubieran querido ayudar pero en realidad no tenían tiempo, o tenían las uñas recién pintadas, o simplemente no tenían ganas.

     Por momentos me pregunto qué soy yo para ellos: la lámpara de Aladino, el muro de sus lamentaciones, algo desechable que después de usado se tira, un recurso natural como un pozo de petróleo condenado a que se le extraiga hasta la última gota de vida. O tal vez el ejercicio de un derecho, la posesión de una parcela de la que son copropietarios y en la que cada cual me administra a su manera.

     En cualquiera de los casos, soy siempre algo que debe ser repartido. El mundo entero menos yo tiene derecho a una tajada. En tanto yo debo curvarme ante la distribución equitativa: esto para ti, para él, para ustedes. Para mí nada. Siempre pedacitos. Residuos. Y si alguna vez me tocó la pechuga del pollo fue porque uno de los dos, el pollo o quien les habla estaba al borde de un colapso.

     Entonces escucho mi propio grito: ¿Y yo? ¿Cuándo yo? Me han dejado reducida a mi mínima expresión. Deberían colgarme un cartel: «Ocasión, mujer barata, en perfecto estado y a toda prueba, no obstante los años. Totalmente equipada, control remoto y digital, doble tracción, ancha capacidad, repuestos de cualquier tipo, sonido estéreo, amplios conocimientos sobre noble oficio. Mínima consumición y máximo rendimiento. Horario continuado desde las siete hasta las veinticuatro horas, incluso domingos y feriados. Trabajos garantizados. Adherida a tarjetas de crédito. Acepto vehículo como parte de pago, además de increíbles descuentos para quien se presente con este anuncio».

     No tengo venas ni arterias ni corazón ni pulmones. Soy un baúl portátil lleno de innumerables mujeres: la que se multiplica y divide, la que es fuerte y la que es débil, la que se niega y consiente, la que improvisando decide. Esa confusión en mi interior de tantas personalidades discordantes debía fundirse en la mujer indefectiblemente cortés, equitativa, equilibrada, económica, discreta, diez puntos que todos pretenden que sea, mientras desaparece la que soy, la auténtica, la que ha venido guardando los cansancios con la ropa limpia y las emociones allá abajo, en el último peldaño de mí misma, como raíces truncadas, resecas por falta de agua.

     Para quien gusta clasificar los individuos bajo etiquetas, sólo soy un ama de casa y apenas eso, sin diplomas ni condecoraciones ni nada que pueda destacarse como verdaderamente notable. Lo que se dice una mujercita chata, que con dolor ha dado a luz a sus hijos y dolorosamente los ha sentido luego despegarse de sí como de un cuerpo extraño.

     Sólo Dios sabe que he tratado de amarlos sin condiciones, de aceptarlos tales cuales eran. He querido comprenderlos, a toda costa acercarme a ellos, pero mis intentos se extinguían en habitaciones oscuras, vacías, sin el más insignificante resplandor de un eco.

     No sé, pero me da la impresión de haberme quedado al borde de su trayecto, de que algo me sobra o me falta para alcanzarlos. Como si cada uno se refugiara en su propio extremo y entre nosotros se dilataran estepas, inmensas regiones de hielo y distancia.

     Entonces me digo ya pasará. Es solamente una tempestad pasajera. Veo tinieblas donde sólo hay niebla. Entonces alargo los brazos; extiendo y extiendo las manos pero no los alcanzo. Con los ojos los iba siguiendo de lejos: los veía desarrollarse, crecer, emprender de un solo impulso la vida, apremiados por el ímpetu de sus años, cuando de golpe ya no eran ellos los que se alejaban, sino yo quien retrocedía. Me diluía igual a ese amago de luz perdido en su propio esfuerzo y que al final nada ilumina.

     Incluso parecían estar viviendo en otra galaxia, a años luz de la mía, donde era inevitable utilizar también otro lenguaje. Uno muy raro, formado casi exclusivamente de onomatopeyas, vocablos lisiados, sonidos de imposible traducción, a no ser que hubiese cerca alguien que hiciera las veces de intérprete.

     Así es, desgraciadamente. Más ha pasado el tiempo, más han cambiado las cosas y menos nos entendemos. Porque, ¿qué tengo que ver yo, por ejemplo, que no he superado todavía la ondulante somnolencia del bolero, con sus músicas cibernéticas a todo voltaje donde hay algo de trompeta llamando a juicio final? Aquel sonido llevado a su apogeo, el soberano sonido, el supremo clamor de las materias dolorosas y gozosas que se desplaza con estertores de Apocalipsis y sacude toda la atmósfera. Evidentemente lo que me aturde no les molesta, lo que les digo son cosas que nunca vienen al caso, lo que me escandaliza les parece «super-genial». Y a veces, cuando hablo, ni el eco me contesta. Siempre están más allá de mis palabras, más acá de mis deseos. Siempre dialogando en el desierto.

     Y se aprende despacio a vivir sola, sin testigos ni cómplices, ni un contacto duradero con nadie. Mano a mano conmigo misma, vigilando el lento crecer del silencio, ese silencio tantas veces escuchado que avanza interminable entre la penumbra y se traslada casi como un ser viviente. Desde el fondo de sus ojos huecos me mira; se oye el vacío que va dejando a su paso, y sobre el vacío, ahí, agazapada, lista para dar el salto, otra vez ella. Vuelvo pausadamente la cabeza y entonces la descubro. Es ella de nuevo: la mole enmarañada de la soledad. La soledad y sus recovecos de miedo y de sombras desmadejando una hilera vertiginosa de luces. La soledad y sus círculos envolventes que empiezan a estrangularme a la manera de horcas.

     Los muebles, las cortinas, los cuadros parecen aún más solos bajo esta soledad ingrávida y que no obstante aplasta, me oprime, me acobarda. Ella está aquí para acabar conmigo. Su boca es una cripta negra que me succiona y traga, arrojándome a esa región sin regreso en la que habita mi madre.

     Y hubo que acostumbrarse a que interior y exteriormente la vida fuera tomando su forma. Hubo que acostumbrarse a convivir con ella, porque de tanto haberla juntado, de tanto irse acumulando a lo largo de los días, las semanas y los meses, ya se había hecho una compañía.

     Todas esas cosas, digo yo, me fueron acercando imperceptiblemente al geranio, mi único, mi entrañable amigo con quien sostengo largas conversaciones. Él me comprende mejor que nadie aunque nunca se haya movido de su maceta, porque la otra alternativa sería -si es que puedo pagar el tratamiento y todavía soy curable- irme a un siquiatra, donde mi pasado iría saliendo de mí como los resultados de una computadora.

     Primero hay una situación confusa, muy poca luz, en seguida una niebla desde la cual alguien me ordena retroceder y después me pregunta dónde me duele, y a mí me parece que todo mi dolor empieza donde se acaba mi madre. Mi madre deshecha en sangre.

     Hay que empezar por relajarse, señora, cerrar los ojos, poco a poco desprenderse de los pies que me quedarían allá lejos, cada vez más lejos, como un par de pantuflas usadas. Para entonces remontarme a cosas que ya me habían sucedido y que era inevitable repetir. Para intentar desentrañar en qué instante de olvido, en qué partícula de silencio, en qué segmento de oscuridad se habían atascado los sueños.

     Había que volver volviendo la cabeza hacia la tormenta y el río, hacia el origen impreciso de aquel olor a anestesia, y siguiendo viejas huellas, desandando recuerdos, debes hurgarte de memoria, dejarte caer enfilando al centro, como buzo de ti misma, lentamente resbalando por el agujero de la vida hasta la misma raíz de aquel sentimiento de culpa que fue creciendo contigo. Hasta el brumoso, casi inaudible eco de tu primera angustia, tu primer llanto, lastimoso, escuálido gemido de terrón desgañitado, buscando allí donde jamás estaría la savia de tus pezones, madre, buscándote el regazo, esos labios escondidos de mis besos para siempre.

     Y todavía escarbar más hondo, en un volver tan intenso, tan profundo que no sólo veía y sentía el pasado, sino que me parecía incluso palpar el feto de orfandad que moraba dentro de mí. Me parecía ver la fecha, el día de mi nacimiento: un domingo dos de febrero, entre el ocaso y el alba de una ciudad, entonces todavía un pueblo, amontonado y chato, moreno de sol y de años, el mismo en que solemos pensar cuando contamos un cuento:

     «Una vez, sentado sobre un monte había un pueblito. Por allí no pasa la gente ni el progreso y la lluvia muy de vez en cuando; y si pasan, pasan de largo. Sólo un tren flaco y exhausto por una marcha de casi diez horas, interrumpe a veces la monotonía del campo, jadeando su cansancio de verde en verde, de piedra en piedra, internándose luego entre lejanías y dejando al desaparecer una reverberación de países remotos.

     De tanto en tanto, una polvareda de ruedas, un rumor de chicharras contra el viento soleado de la tarde, algún forastero que también pasa de largo. Yo no he visto a ninguno quedarse en aquel pueblo, y sólo quedaron los perros, la municipalidad, la escuelita, a un costado su infatigable río y temblando sobre sus aguas quedó el cielo»... en cuyo azul te sumerges hasta no dejar de ti sino un vago remolino y hasta más bajo aún, más al principio, con la esperanza de retornar al sitio de donde nunca hubieras salido; a la tierra de mi madre en que había sido formada, y de nuevo percibir el contacto de esa piel que me cubría del mundo, que me había dado su calor tomando mi forma con cariño, y que aún me está envolviendo, me cobija, me da abrigo; todavía flota en mí pero empieza a irse.

     Porque de inmediato se inicia el sube y baja, aquel siniestro balanceo que pretende extirparme de ti, madre, lisiarme de tu amor al que desesperadamente me aferro.

     Convulsa, retorciéndote, tú tratas de luchar, de sostenerte, zafarte de esas manos que tironean de ti induciéndote a la vida. Y en mitad del forcejeo, la voz de aquel sujeto de rostro enmascarado que sólo la ayudaba gritando: una fuerza más y después otra, un brazo colgando, de par en par las piernas, dando la cara a la muerte que pasaba sobre ella deletreando su nombre.

     Mi nacimiento me duele. Me duelen mi ceguera y las contracciones de mi madre que se hacía pedazos por desarraigarme de ella. No podía ser que el fruto de su amor se hubiera convertido en aquel dolor inaguantable. Me empieza a doler la sospecha de que su fin iba a tener mi edad exacta, de que mi primer sorbo de aire habría de confundirse con el resto de su aliento. Ese avanzar a contramano me duele. Me duele lastimarla como si al pasar me hubieran crecido espinas. Me duele que le duela. Ya se te pasará. Es que el sufrimiento es tan grande que no lo puedo sostener yo sola; alcanza casi a los cielos. El fruto de su amor no sólo se obstinaba sino que además venía dispuesto a matarla. Ella ha muerto para que tú vivas. He debido terminar con ella y sin embargo sobreviví. No se detenga ahora. Adelante. Respire hondo. Tranquila. Soy doblemente culpable. Yo sentía que me la arrancaban, la sentía irse pero no lograba hacer nada. No conseguías siquiera retenerla en tu mirada, con su última mirada, y capturarla, suavemente ir encerrándola en el desván de las pupilas para que no se te vaya del todo, para que después no te resulte una extraña. No conseguías fijarla a causa de tu ceguera. Y entonces, mucho más tarde, fue necesario inventarla. Tus dedos la dibujarían sobre los días pálidos de tus cuadernos, garabateando su imagen desde esa flor seca de su velorio, sujeta de un retrato en la hoja del ropero. Desde aquel retrato apagado, para encenderlo luego dentro de tu alma.

     Tú no podías verla porque entonces te consumías entre la disparidad de dos fuerzas, igualmente enemigas y poderosas. La una, luchando por regresarte, un poco más y lo hubieras logrado, cuando de golpe se precipitará la otra, impulsándote hacia el estrecho conducto de la vida. Y de inmediato experimentas el cisma, el brutal desgarramiento, el rompimiento áspero, total, definitivo, y sobre un vértigo de sangre has llegado por fin. Se te han abierto los ojos en el preciso instante en que a ella se le cerraban los suyos para siempre.

     He arribado a una orilla baldía, sin apenas nada mío, sin nadie. En medio del más vasto desamparo, despojada, dos veces desnuda y sola. No tengo suelo ni techo ni tengo vientre donde acostar mi pena. Soy un náufrago que en la inmensidad hace señales que ninguno contesta. Soy alguien sin tierra, sin raíces, a partir de hoy y hasta el final seré huérfana. Tal vez porque me corresponda expiar en vida su muerte. Tal vez por eso me ha quedado esta tristeza, desde que me bautizaron con llanto.

     Así fue como nací sentada, trayendo como único equipaje un cordón atado al cuello y un título de decencia, legado de mis ancestros. Dicen que mi madre quería bautizarme Gloria, al igual que ella, pero las tías decidieron que no sólo era desaconsejable, sino además un signo de mala suerte insistir con nombres de los que ya habían pasado a mejor vida. Se afanaron entonces en buscarme uno cualquiera en el santoral de la semana, y con gran beneplácito de ambas, encontraron el mío: Purificación, que quiere decir sin mancha.

     En el desconcierto de los primeros minutos, ninguno se fijó en que no me parecía a nadie de la parentela, y mucho menos a las sacrosantas tías.

     ¿De dónde habrá sacado esos ojos de oriental?, malició, quién sino, Santa Librada. Y ese color yodado, esa piel tan oscurita que traicionaba la casta.

     Pero mis tres lunares dispuestos en ángulo agudo sobre el trasero derecho, resultaban una prueba irrefutable de que yo era una legítima descendiente de los Vera. Aunque eso de legítima sea una aseveración un tanto presuntuosa de mi parte, ya que en realidad soy apenas un injerto de escoba entre blasones y estandartes, lo que significa ser bastarda, con el agravante de que lo soy de un hombre al que jamás he conocido.

     Mi padre. Dos palabras que hicieron y deshicieron mi vida. Dos congojas que han latido con hondo y sordo dolor durante toda mi infancia. Eso era para mí mi padre: miles de interrogantes, una monumental pregunta que me llenaba la boca y, que nunca había hecho a nadie. ¿A quién habría podido hacerla, si las tías se mostraban al respecto tan reticentes y equívocas, si sus ojos parecían segregar bilis al sólo oírme mencionar su nombre? Aquel sacrílego Ricardo que ellas pronunciaron una sola vez y en seguida cambiaron vertiginosamente de tema, como si éste les cuajara la crema de su abolengo, o como si no hablando de él no existiese y por lo tanto tampoco existiese lo que había hecho.

     ¿Y qué había hecho mi padre? ¿Qué pasaba con él? ¿Era acaso un delincuente, un estafador, algún borracho? Algo abominable era, de eso no cabía duda.

     Mucho tiempo, sin embargo, transcurrió antes de que yo me enterara, por Hilaria, de cómo sucedieron en realidad las cosas. De cómo mi padre no había sido más que una lamentable desgracia en la vida de mi madre, de cómo la abandonó al saber de su embarazo, cuando supo de ese hijo que le crecía en las entrañas, llevando en sí el germen de su propia destrucción.

     «Y ni siquiera quiso reparar el desliz legalizando la situación de la finadita, ni ante los ojos de Dios ni de los hombres. Pobre mi niña Gloria, que bajó al río como trastornada cuando la enteraron de su huida. Le plantó un hijo en el vientre y después la dejó plantada, librada a su propia suerte, porque sin más explicaciones se esfumó». Y desde entonces nadie había vuelto a saber de él ni de su paradero.

     De esa manera mi padre se escabulló de mi vida, cuando supo que yo venía en camino. Y es precisamente en un camino sembrado de cruces y de sepulcros donde, no sé por qué, siempre lo sueño o me lo imagino. Siempre de espaldas, yéndose, huyendo culpable como los ladrones después de haber cometido un robo; y aunque en casi todos mis sueños lo tuve muy cerca, nunca me fue posible distinguir sus rasgos, porque no tenía cara sino una gran espalda envuelta en brumas, que se agitaba y se agitaba, como un pañuelo de despedida, mientras yo corría desesperada tratando de darle alcance, entre largos pasadizos que conducían a otros todavía más largos, ya que debía llegar a él, costara lo que costase. Y grité y el eco multiplicó mi grito: ¿Por qué me has abandonado, padre mío?

     De aquellos episodios oscuros, de aquellas pesadillas que no terminaron nunca de configurarse, entremezcladas o alimentadas por recuerdos semejantes a aquella historia de Hilaria, quizá lo único que pueda darse como fehaciente sea el hecho de que soy yo absolutamente todo lo que de mi padre queda, puesto que mis tías no sólo lo borraron de su memoria, sino que también borraron cualquier vestigio de su apellido en mi acta de nacimiento. Por lo cual tuve que apelar a mi imaginación a veces, y discurrir y atar cabos para formarme una idea aproximada de quien fuera el responsable de que ahora yo estuviera en este valle de lágrimas. Y, asimismo, tuve el honor de ser colocada dentro del árbol de la casa de los Vera, cuyos ramajes se extienden y se entrecruzan en secular floresta.

     Tampoco la naturaleza había sido demasiado pródiga conmigo ni me había otorgado ningún atractivo comparable a los de aquellas augustas matronas en las que todo armonizaba admirablemente: cabellos lustrosos, altivos cuellos, ojos profundos, largos dedos con alargadas virtudes, la brevedad del talle con la breve insinuación de las caderas, las sesgadas sonrisas asomando apenas entre melancólicos labios. En tanto que yo parecía el remedo no logrado de sus gloriosos atributos.

     Fui la chiquilla más descolorida que imaginarse pueda y, en consecuencia, la más opuesta a la noción del femenino encanto que, hasta donde la memoria alcanza, habían brindado las Vera.


     Una niñita mustia, menuda, morena, cuyo refugio preferido era el sótano, aquel lugar siempre entre brumas donde no se podía notar que era huérfana. Donde podía liberar esas emociones tan largamente refrenadas, desensillarme, desabrocharme, despanzurrarme a gusto, tirar las medias, soltar la risa y las canciones aprendidas en la escuela: de la soledad se debe huir, se debe huir...

     Nada había tan hermoso como recorrerlo de punta a punta, extasiándome delante de cada objeto, de cada cuadro. Nada como aspirar aquella atmósfera saturada de prodigios, que hacía parecer que oliera a claridez, aunque oliese a encierro y decadencia.

     Porque aquel sitio era algo así como un santuario de cosas que en algún tiempo habían tenido pretensiones, pero que ahora habían caído irremediablemente en desgracia.

     Un vasto cementerio de muebles reducidos a piezas divorciadas de diferentes estilos y épocas, todos maltrechos y a punto de destriparse. Restos de un bargueño, sillas derrengadas, una consola desconsoladamente achacosa y chueca, roperos mastodónticos repletos de vestidos a la usanza de María Antonieta, un espejo enceguecido de humedad y de silencio, un reloj de cuerpo entero con el tiempo detenido en una sola aguja oxidada, retratos de personajes curiosos con extraños atavíos, entre ramitas secas de Domingo de Ramos y otras reliquias, fruteras con bananas, peras, ciruelas de golosa cera carcomida de polillas. Además de unas lauchitas casquivanas formando una comparsa de grises que daba gusto ver, mientras una estable orquesta de grillos extendía por doquier sus venerables lamentos.

     Siempre que podía visitaba aquel lugar, al cual se bajaba por la oscuridad de una escalera de seis escalones y, sin embargo, a mí me parecía que estuviese en las alturas, que fuera un balcón, la atalaya que oteaba hacia la magia. Porque de pronto, igual que si se hubiera producido una mágica explosión de cristales multicolores, se ensanchaba el espacio y, por momentos, me metamorfoseaba en una princesa encantada y, otras veces, hasta llegaba a ser reina.

     Mi relación con aquellos muebles era curiosa. Los tocaba como si fueran un cuerpo querido, como si mis caricias pudieran sacarlos de su abandono. Pero con ese sentimiento se mezclaban otros de más hondura, más arduos de precisar, que acaso provinieran de mi necesidad desesperante de abrazar a alguien.

     De ese modo trabé amistad con el caballero cuyo retrato lo pintaba puro panza y la mirada como alucinada por zafarse del presidio al que lo había condenado el chaleco, y a quien decidí nominar Baltazar. Y a la dama ensimismada, con unos pechos a punto de desorbitarse, bauticé Clodomira. Ella a menudo prorrumpía en llanto porque su honorable esposo, el marqués no sé de dónde, había muerto en combate, y porque desde entonces había tenido que encuadrarse a la lóbrega monotonía de aquella reclusión forzada.

     Con ellos festejé mis diez, mis once y doce años. Con ellos compartí mis dudas, mis pequeñas rebanadas de dicha. De algún modo ellos fueron mi verdadera familia.

     Años han pasado sobre aquellos días. Largo es el viaje que media entre niñez y adolescencia, entre adolescencia y madurez, pero sin embargo la orfandad me queda, porque es una mancha que no sale con el detergente del tiempo, porque se puede matar todo en la vida menos la nostalgia de haber sido huérfana. Era algo que se me notaba en seguida, algo que no hubiera podido ocultar aunque me lo propusiera. La llevo en el color del cabello, en cada centímetro de piel. Lo mismo que sigo llevando a las tías.

     Tampoco a las tías se las domina fácilmente. Son mujeres de inagotables recursos, fértiles en intrigas, expertas en el arte de perseverar y de echar en cara. A ellas así nomás no las iban a engañar, y contradecirlas hubiera sido igual que querer llevarles la contraria a las mareas. ¿Qué hacer? ¿Dónde esconderme? ¿Huir? ¿Enfrentarlas? ¿Qué alternativa me queda? Si vuelvo los ojos al pasado, allá me las encuentro. Si me ubico en el presente, aquí estoy con ellas de nuevo, exigiendo que lavara mi vergüenza, pronosticando desastres en caso de que no lo hiciera, señalándome a dos voces que había llegado para mí la hora del arrepentimiento. Y has de arrepentirte cuanto antes, porque esperar hasta mañana hubiera sido demasiado tarde.

     Exactamente. Ustedes lo han dicho. Esperar hasta mañana hubiera sido demasiado tarde. Era ya mismo, de prisa, muy rápido, cuando necesitaba hacerlo. La hora del milagro era aquélla, en seguida. No me interrumpan por lo tanto esta música. Voy a vivir ahora que todavía es tiempo. Ahora que estoy viva y en posesión de todas mis facultades.

     Porque no se puede detener la vida ni ponerle tranca al pasar del tiempo, y éste rueda y va rodando, engulléndose a toda marcha el presente y dejando atrás algo que parece polvareda oscura de pasado que se interna en el olvido. Porque resulta que una comprende que lleva el final metido en el cuerpo, el cual empezará a revelarse lentamente y por etapas.

     Pronto estaré entrando en la fase llamada ansioardiente, donde las frazadas me darán sensación de incendio y las sábanas impresión de escarcha, y si me tapo mucho me quemo y si me destapo me hielo. Y por las mismas causas me reiré y sentiré pena, y tendré accesos de calor seguidos de profunda melancolía, sin que me sea posible establecer el punto medio de nada. Y por si esto fuera poco, devastarán mi organismo unas rachas alternativas de lujuria y de gula.

     Para la gula había pastillas aplacadoras del apetito y estimulantes, al mismo tiempo, de una euforia suficiente para armar y desarmar la casa en solamente segundos, como Siluetyl, por ejemplo, un producto que se come su apetito y cuyo prospecto reza así:

     «¡Felicitaciones! Usted se ha decidido a tomar Siluetyl y con ello ha dado el primer paso para eliminar esas 'grasas superfluas' y lograr una silueta ideal. Encare ya mismo este tratamiento. No espere más. Piense que dentro de muy pocas semanas, un excelente estado físico y anímico le darán mayor seguridad para lucir elegante y estilizada, habiendo reeducado en forma racional su irracional ansiedad por ingerir alimentos».

     Existía, además, para las sobreexcedidas en peso, el prodigioso invento del Ritmo Gym televisivo a nivel doméstico, que consistía en seguir aplicadamente, sin salirse del ámbito de la alfombra, una serie de ejercicios propuestos por gráciles bailarinas escuetamente vestidas, que empezaban por ser suavecitos, insinuaciones apenas entre preludios de valses, cuando de pronto y sin previo aviso, la cosa daba un radical viraje, las contorsiones se desataban, se hacían cada vez más rápidas, más audaces, más arriba, más abajo, uno, dos, uno, dos, tantos que ya era imposible hacer un recuento, transfigurándose aquello en virulencia colectiva, sorprendiendo en su buena fe a las amas de casa, promoviendo pánicos entre las mismas, como si todas aquellas bailantes, munidas de repentinas alas en tobillos y caderas y decididas a no dejar piedra sobre piedra, se hubieran precipitado a un movimiento sísmico. Algo difícil ciertamente, aunque no imposible de conseguir, siempre y cuando se flexionasen un poco así las rodillas o se alzara usted escalonadamente sobre los escombros de sí misma.

     Es indudable que se han logrado maravillas para contener la gula y sus nefastas consecuencias, pero una vez expresada la lujuria, no se la reprime tan así como así.

     La edad difícil produce un estado de sobresalto y fiebres crepusculares, en que los malos pensamientos son frecuentes e imprevisibles, y a los cuales había que combatir alternando tés de tilo con duchas frías y padrenuestros, con escasos resultados, desde luego, ya que reaparecían lo mismo y con mayores bríos, generándose a la tardecita y a una velocidad superior a la capacidad de ahuyentarlos. Cuando uno cae y se desvanece, otro más insolente, más revolucionario -pese al contrapunto de una decencia tradicionalista-, más atrevido, se forma, se acerca, llega casi a punto de estallar y de engolfarme en llamas.

     Lo urgente, lo imperioso era entonces ganar tiempo, porque el acoso de los años sería cada vez más estrecho y obstinado. Sería un irse eclipsando poco a poco: una arruga más en la frente, otro cabello de menos, una caída interminable en otra caída.

     Y los primeros estragos del tiempo, los propios funerales diarios empezarían a revelarse en el espejo. Por allí entrará ancha la vejez, tenaz, implacable, en oleadas sucesivas para elaborar su herrumbre. Enfrentada a ti cuantas veces tú te le enfrentes, con la misma persistencia ocre de ese moho empañando tu reflejo, desbaratando tu cara.

     Y tendrás tan poco tiempo para olvidar tantas vivencias, que tu memoria irá apartando fechas, sucesos, momentos, en grupitos diferentes, cada cual en el bando respectivo, tú aquí, ustedes allá, del otro lado, según la intensidad de los recuerdos. Aquellos menos intensos se olvidarán primero, e intentar reconstruirlos acaso será como recorrer jardines largo tiempo abandonados, donde los yuyos han borrado todas las huellas.

     En cambio los otros, aquellos que han calado más profundo, ésos sí te seguirán doliendo. Una y otra vez te sangrará el llanto que has llorado hace años, las escaldaduras de tu niñez.

     Lenta pero eficazmente irá cediendo la memoria, por tanto forcejeo, por tantas medias, pañuelos, bolígrafos perdidos, que sumados a otras tantas irremediables pérdidas, resultan de un peso excesivo para una sola memoria.

     Aunque, en realidad, eso casi sería lo de menos, porque vivirás en un nebuloso estado de olvido, olvidándote cada minuto del minuto anterior. Y de golpe tendrás la impresión de que cuando tengas hilo, aguja y tijera, vas a saber para qué los necesitas.

     Ya no podrás cerrar los ojos y volverte atrás, allá donde la imagen de Fidel sería apenas una bruma decreciente de pena, de ternura o acaso de remordimiento por no haberlo intentado, por haber rechazado aquello que hubiera podido salvarte. Ya ni siquiera tendrás conciencia de los sucesos de la víspera. En cambio recordarás nítidamente, hasta en sus más mínimos detalles, el horror de aquella noche en que te ordenaron vestirte, peinarte, ponerte tus mejores galas para atender con el debido decoro al improvisado aspirante de tu mano. La noche del sacrificio en que las dos tías reunidas en asamblea y con las luces de la sala insólitamente prendidas, te impusieron el decreto de casarte con un hombre al que apenas conocías, esgrimiendo el argumento inapelable de que una familia dignificada por la pobreza e hipotecada hasta las macetas, no tenía derecho a rechazar aquel premio del destino, un prodigio del cielo, el candidato providencial, una especie de milagro que no se da todos los días. Mientras las copitas de anís reservadas para las ocasiones solemnes iban pasando de mano en mano, ellos hablaron de todo, incluyendo tu matrimonio, menos de si tú estabas de acuerdo.

     Porque tenía que estar orgullosa de que el hábil comerciante Pascual Borja, a un paso de Dios en la jerarquía de las dos tías y cuya fama de millonario corría por todo el pueblo y todavía más lejos, me hubiese elegido a mí. Qué más quieres. La Divina Providencia te ha favorecido. San Judas Tadeo escuchó nuestras plegarias.

     Porque hay que ponerse en la realidad de las cosas: con un hombre así habremos llegado al fin de la mala racha; su capital y la alcurnia de una Vera harían una alianza estupenda. Él encontraría la solución a todas nuestras dificultades, sería el esposo perfecto que habría de enseñarte lo que aún ignoras de la vida. Él levantaría la hipoteca, él significaba volver a tener crédito en las tiendas, todas las ventajas que da una distinguida posición en la alta sociedad.

     A cambio de esto, solamente a cambio de esto le ofrecieron tus dieciocho años. Quizá ése hubiera sido el momento de decir que no, ser más fuerte que la Triple Entente pretendiendo convertirte en un juguete. Pero estabas demasiado confundida para reaccionar a tiempo. No había más remedio que acatar el edicto y entregarte a la mentira.

     A partir de ese instante fue todo rápido: el ajuar, la coronita que alguien ajustaba sobre los cabellos mansos, el ramillete de picardías bajo el temblor de una mano y el altar allá lejos. Maquinalmente te llevan tus pies en minúsculos zapatos blancos y avanzas despacio, rodeada de luces y cuchicheos por todas partes. Y frente al altar una profusión de palabras que parecían encadenarse unas a otras, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, y te iban encadenando con ellas. Hasta que al final hubo un sí casi al borde de las lágrimas, que marcaría el comienzo de una peregrinación a cuyo término no has llegado todavía. Un sí apretando los muslos que más tarde se abrirían confusos ante el zarpazo brutal de una realidad que durante años te habían escamoteado las tías. Habrás perdido fechas, nombres, sucesos; sin embargo, esas imágenes perdurarán soldadas a tu recuerdo.

     Entretanto, fiel a sí misma, sin desviarse un ápice de su decrépita ruta, la vejez proseguirá su carrera cuesta abajo, hasta escurrirse por entero en los orificios de la muerte.

     Y se te irá doblegando el cuerpo con los años, con la carga de las postergaciones, con la repetición hostil e inalterable de un invierno membranoso que se te fue instalando en el alma.

     Y andarás con los pasos indecisos de esas primeras sombras que tartalean en el atardecer de los corredores, vacilante, caminando apenas para no pisar en falso. No sea que te des de bruces contra el suelo, rompiéndote lo que te falta por romperse. Se dan tantos casos de personas que terminan con sus huesos sepultados en un yeso, que deberías tener cada día más cuidado, andar cada día más pegada a las paredes, de modo a tener donde apoyarte en el momento de la caída.

     Poco a poco, sin embargo, se va adquiriendo la destreza necesaria para salvar los diferentes obstáculos. Si la gente agarraba la vida por un lado, entonces había que dar la vuelta, viviendo como contra la corriente, siempre en sentido inverso al sentido mayoritario, levantándote tú durante el reposo de ellos, para que no te viesen los achaques de las piernas, ese reuma que de unos meses a esta parte se ha empeñado en hostigarte la cadera.

     Y un buen día escucharás a tu propia voz hablándote de lejos, como salida de un sollozo sin pena, ese casi nada de tu voz balbuceante, cada vez más lastimada, menos audible. Mientras el vacío que había en toda vejez se desarrimaría lentamente de las paredes, emergería de debajo de la alfombra, del silencio pertinaz que durante siglos habían debido guardar los retratos y se apoderaría de ti, habitándote entera.

     Entonces ya no habría necesidad de hacer oídos sordos, porque estarás más sorda que un ropero, aunque siempre quedaran, como recurso extremo, aquellas oportunas señales de truco que te harían comprender las cosas.

     No pasaban ómnibus ni motos. No sonaban las bocinas ni chirriaba ningún grillo. Una total ausencia de ruidos, de pregones. Nada. El silencio largo, más ancho que la tierra en el que te sentirás aún más sola. Un vacío que rompía a veces, muy de tarde en tarde, el rumor de una melodía interna, aquel remolino de notas tan impregnado de lejanía y sin embargo tan cercano. Y quizá, al final, sólo quedara eso: un remoto acorde de Beethoven en el silencio del mundo.

     Ni verías nada de malo en la actitud desenfadada de tus muchos nietos, siempre buscando algo más excitante, más en la onda, porque llegará un momento en que ya casi no podrías verlos. El escaso mundo que te rodea parecerá de pronto deformado, carcomido, reticente, una mancha imprecisa sin bordes definidos, apenas una población de sombras.

     Y los ojos calvos, raídos, propensos al llanto, se te irán llenando de una especie de engaño, como si nada fuera verdad en esa crisis de niebla que te altera la sensación de distancia, el tamaño de la luz en los balcones, hasta el antiguo tono coral, jaspeado en amarillo, que tuvieron alguna vez tus geranios, sintiéndote entonces, cuando se te acabara la vista, profundamente abatida de haber visto tan poco de lo mucho que hubieras deseado ver en este planeta. Mares, montañas y ríos que ni siquiera han pasado por tus pupilas.

     Tanto pueblo, tanto viento, tanto tutor para que tu cuerpo creciera con la rectitud de las rosas. Tantas vocales y consonantes que enlazadas dibujan un enjambre de palabras; miles de palabras fundadas para que tú pudieras decirlas y he aquí que de golpe ellas habían perdido todo su significado; ya ni siquiera podías articular debidamente las sílabas. Y de aquella laboriosidad única, que te hiciera mantener por años y años la cocina encendida, la comida caliente, cada cosa en su sitio; de aquel esmero porque la casa luciera igual que patena, sólo iría quedando una torpe manera de echarlo todo a perder.

     Y otro buen día, te olvidarás de leer y escribir, con tanto trabajo como le costó a tu pobre maestra Eulalia Robledo enseñarte aquellos intrincados tiempos de verbos: Había, debía de haber, era necesario que hubiera o hubiese. Aquel torrente de reglas gramaticales: Todas las palabras terminadas en ABA, BILIDAD, y todas las empezadas en BRA- BRE- BRI- BRO- BRU- y BLA- BLE- BLI- BLO- BLU- siempre se escriben con B larga.

     Las veces que te habrá corregido porque escribías las haches fuera de sitio y permutabas las eses por las zetas o las jotas por las getas. Y ni qué hablar de las tablas que debían recitarse a la manera de valses, la raíz cuadrada, las reglas de tres simple y compuesta. Y ahora incapaz de sumar cuatro más cuatro, de tomar decisiones propias, de intentar la más simple descripción. Todo sucediéndose sin conceptos.

     Todos muy afligidos de verla desvariar a mamá, sabiendo perfectamente lo que andan diciendo sin atreverse a decírtelo. Ella, tan dueña de sus actos, tan habituada a ser cabal en todo. Se ha puesto así desde hace algún tiempo. Vive tan alejada, divagando horas enteras, abismada en una charla interminable consigo misma en la que se enredan las quejas contra los nietos y el clima con lamentos por la desfachatez del servicio doméstico, y nadie comprende por qué justamente Beethoven con el rezongo de sus múltiples dolencias. Ya no parece reconocer ni a los más íntimos. Lo malo de mamá, doctor, es que cualquier problema la retrotrae a la infancia, porque de dónde sino de allí le vendría la costumbre esa de andar con tapitas de Coca Cola en los bolsillos o la obsesión de coleccionar jugadores de fútbol para pegarlos luego en el álbum de figuritas. A la abuela se la ve cada vez más distraída, como si de golpe la hubieran desconectado del mundo y viviera una existencia subterránea, revisando un pedazo de pasado cada día, antes de que éste se le olvidara del todo. Creo que ha decidido morirse y no hay medicina ni remedio alguno contra ese mal. Es prácticamente una zombi. Una zombi. Una zombi.


     Y de pronto tu cuerpo no se moverá más en el interior de algún batón oscuro, de la misma edad que tu fatiga, y serás una viejita insondable a quien darán sopas en sonda. Una viejita tomando sombra en un abandonado rincón, allí donde casi nunca llegarían las luces ni el sol ni nadie te llamaría impacientemente mamá. Entre esas cuatro paredes que tienen algo de desván o de tumba, donde te habrán relegado con el argumento irrevocable de que te hacen mal las corrientes de aire, los cambios bruscos de temperatura, porque tu catarro, tus accesos de tos, ese hervor de olla oxidada que se te escucha en el pecho y después vienen las complicaciones.

     Separada de la vida que seguiría desplazándose por las calles, en el almacén del coreano, en el café de la esquina; cansada de ningún cansancio y de que tus piernas ya no te obedezcan. Están ahí, donde deben estar, son tuyas y, sin embargo, ajenas a ti. Cansada de tus pies definitivamente quietos que asoman como garras de animal cautivo. Dejando que los días se te vayan cayendo encima con la misma falta de interés y la modorra del pasajero acurrucado en el sopor de ese viaje que lo va alejando, sin pausas ni escalas, de aquel país en el que vivió tanto tiempo.

     Dejando transcurrir la soledad de antes y después de las comidas, en la única posición que te permitiría la artritis, sin otro movimiento que ese temblor intenso de las manos, sin otro porvenir que ser, algún día, parte de algún cascote, de alguna mandioca raquítica, de algún lapacho sin flores. Sin poder recordar siquiera cuánto te había costado a ti quedarte en esa cama en la que ahora estás postrada, reducida, mínima, a la espera de que el tiempo fuera completando su obra. Y, quizá, cuando llegase el momento, casi no habría qué enterrar.

     Mientras, todos los demás se limitarían a verte así, como una presencia que de tan leve ha dejado de ser perceptible, apenas como un punto en punto muerto, sin chance de avanzar o retroceder, entorpeciendo el normal desplazamiento de sus vidas, esperando un empujón por lástima o por delicadeza. Y los rostros crecidos de Miguel y de Tinita que giran y giran, se asoman, se acercan, te atisban, y tú te duermes y despiertas con esa barra quemante que se te atraviesa en el pecho.

     Todos contemplándote en silencio desde su otra orilla, un tanto alarmados de observar cómo los días empiezan para ti a esa hora en que termina la cena. Cómo has trastocado el tiempo, cómo has invertido las horas de sueño llenándolas de noche mucho antes del crepúsculo, creando tu propia oscuridad dentro del día con los ojos cerrados, para que parecieran las nueve de la noche a las diez de la mañana.

     Y todo por aquel miedo inexplicable, de repente, ante la muerte, temblando con la idea de encontrarte sola frente a ella cuando los demás durmieran.

     Porque hay muertes que de día son casi neutras y a medida que la noche avanza van adquiriendo terrible potestad, atacando de improviso y por la espalda, con esa virtud que tienen los felinos de controlar, aun en las tinieblas, los más insignificantes movimientos de la presa.

     Y llegará el inevitable día en que sólo serás una sensible pérdida. Morirás. Aunque no ha de ser la primera vez. Habrás vivido tanta vida muerta, en lo más hondo de ti se habrá ido acumulando tanto cementerio de lo que te ha dejado de existir, que de alguna manera la muerte te parezca una aventura más accesible que la vida, más fácil de sobrellevar.

     Cuántas veces te la habías imaginado, patéticamente vestida de negro, sombría y a la vez majestuosa, dejando tras sí un reguero de cenizas. Cuántas veces la habías presentido en la mirada de personas muy viejas. Cuántas veces habías hablado de la muerte, sin saber lo que en realidad significaba. Ahora vas a tener conciencia de su identidad, de su supremacía, de tu propia pequeñez, porque está ahí tan cerca, mirándote con ese gran ojo redondo y un solitario e inapelable FIN escrito sobre la frente.

     Ahí, tironeando de tu sombra, agazapada para dar el salto, rondando impaciente en torno a tu agonía, empeñada en destruirte, en escamotearte el aire, en espaciarte el pulso, en apagar tus latidos, uno de los cuales, cualquiera de ellos, sería el último.

     Mientras que tú, con tus escasas fuerzas, intentarías luchar, aferrarte a esa mínima hilachita de vida que aún te resta, sabiendo de antemano que toda oposición sería inútil, que no habría modo de esquivarla, que contra ella no existe otro recurso que la entrega.

     Lo mejor que podías hacer era salir a su encuentro, liberarte de su acoso cuanto antes, matarla con tu propia muerte. Lo mejor era poner de rodillas el alma y agarrarte a Dios, a sus palabras: Perdóname, Señor. Aquél a quien hice daño que me perdone también y al que consolé que me olvide.

     Entonces ya no sentirías miedo, sino un alivio inmenso que se iba haciendo esperanza a medida que se te escapaba la vida. Lo mejor era cerrar los ojos y dormir y seguir durmiendo el sueño eterno entre el titubeo de aquellos cuatro velones sudando estrechos caminos de cera y ni una sola corona, porque así lo dispusieron los deudos.

     Y para que no tuvieras cara de duelo ni esa palidez de huérfana, les darían unos toques de carmín a tus mejillas; y para que todo el mundo te creyera contenta, te acostarían sobre un colchón de flores, las mismas picardías blancas de tu racimo de novia.

     Mientras en el corredor, en el frente, en el patio, se alinearían butacas, sillas, y todo lo que de sentarse hubiere en la casa, en tanto los demás utensilios domésticos, candelabros, ceniceros, chinerías imitadas y el falso servicio de plata, serían puestos a buen recaudo, por si acaso. Y en seguida el desfile interminable de parientes deambulando por allí como golpeados que no saben dónde ubicar el golpe, ni si en realidad es golpe. Los amigos, conocidos y aun desconocidos, que se desviaban de sus múltiples quehaceres para presentarse con sus más sentidos pésames y dejar sus compungidas firmas registradas en el álbum.

     Y entonces, sólo entonces, empezaría el verdadero velorio, que por algo hace rima con jolgorio, excelente ocasión para ponerse al día en materia de chimentos.

     Sobre fútbol, transferencias, chistes verdes, sexo, tal o cual escándalo político o financiero, los varones; y las mujeres disertando sobre moda, partos, secretarias, tema íntimamente ligado con el de los cuernos, diversos estilos de dengue, ayuntamientos o separaciones recientes, sin olvidar, por supuesto, ese tema tan munido de sorpresas como es el del servicio doméstico. A lo cual debía agregarse un nutrido intercambio de recetas de buñuelos, huevos quimbos, flan del cielo y merengados.

     Y apenas quedará de ti, tras tu partida, aquella devota mañanita de lana y el manoseado comentario de fue una mujer tan buena. Todos hablando de ti con palabras tan sentidas, haciendo un atribulado recuento de tus innumerables cualidades, de tus inconmensurables virtudes. Nadie te comprendería hasta después de muerta, porque en este valle de lágrimas sólo se empieza a ser visto cuando se está bajo tierra.

     A casi nada quedarías finalmente reducida, a una escueta lapidita amputada por los yuyos, en la que se dirá tan brevemente lo que fue tan largo de vivir: Aquí yace Purificación Vera. Descanse en paz. Pero no dirá nada de tu orfandad ni de tus terrores nocturnos y mucho menos de tu Fidel.







     Tampoco en la tumba de Pedro Pablo Cantero se hablaba de su talento de pintor abstracto ni de cómo, una vez agotados los lapachos y llevado por renovadores impulsos, se dedicó a pintar remordimientos de conciencia, al igual que otras perturbaciones del alma tales como el susto, el pavor, el llanto, la envidia, los celos en sus diversas formas: presentidos, actuales y retrospectivos, o cualquier trastorno sicosomático digno de ser retratado. Y aun cuando su modelo fuera invisible o se refiriese a cosas que nos pasan desapercibidas, toda su composición se vuelve apasionadamente vital y realista.

     Era, como pocos, un observador de esa vida penumbrosa, que simultáneamente con la de afuera, transcurre en el interior de cada persona y esa curiosidad la desahogaba sobre todo en sus temas de conciencia. Sin prejuicios, Cantero transmitía la lucha diaria, casi cruel que se desarrolla en los estratos más profundos del ser humano, donde anidan los sentimientos, los complejos, las dudas, instintos reclusos que buscan salir de aquel encierro, en tanto una fuerza misteriosa pugnaba por retenerlos. Lucha que parece haber sido sorprendida por el pintor, que consiguió así detenerla en el lienzo, dándole a veces un carácter intimista y a veces no tanto.

     Rápidas y generosas eran las pinceladas, admirables los trazos que Cantero utilizaba en este capítulo de su pintura introspectiva. Expresivos manchones que miraban, desafiaban, que reían o se encrespaban extrañamente en medio de cataclismáticos colores: hipertensos verdes, amarillos feroces, iracundos rojos, estridentes anaranjados. Aunque de vez en cuando se permitía también combinaciones menos frenéticas, suavizando los matices con exquisito tacto y tonalidades pastosas, anémicas, lentas, como balbuceos de recién nacido puestos sobre la tela: apacibles celestes, rosa lactante o rosa viejo, amarillo patito, trazos insinuados apenas, casi irreales, que daban la impresión de haber caído en un charco de gelatina. Alzando la intensidad de cada color, bajándola en inteligente alternancia, según dichos remordimientos fueran pacíficos, violentos o intermedios, demostrando con aquel revolucionario sistema, no solamente que todo es posible dentro del arte, siempre y cuando se hagan las cosas con destreza, sino que además esos cuadros expuestos post mortem en una céntrica galería, suponían por sí solos, ante propios y extranjeros, una elocuente muestra de que en nuestro país, pese a la reticencia de algunos, también se sabía pintar.

     Tan magistral, decían los periódicos, tan asombrosamente hábil en el manejo de los pinceles el espontáneo genio Pedro Pablo Cantero, que no se había visto otro pintor igual desde mediados del siglo pasado. Tiene algo más que colores. Refleja carácter. Contiene ideas. Posee temperamento. Presenta ejemplos. Hace pensar. Méritos que se intensifican hasta hacer de cada obra un mosaico maravilloso, un bello resumen de los conflictos inherentes a la liviandad del ser.

     Ni en la tumba de Crisóstomo Mendieta se mencionaba una palabra de su celo apostólico, o de su oposición terminante al sacrílego proyecto de edificar un monumental estadio de fútbol en la ciudad que nunca había conocido tiempos mejores, con capacidad para treinta mil espectadores cómodamente sentados y otros tantos, estaba por verse si cómodamente parados, a costa de destruir su parroquia. Convocando con la premura del caso a la Comisión de Vecinos, en la que por unanimidad se aprobó el texto de una Declaración de Protesta, coreándose de paso cada una de las quejas, demandas y peticiones que venían a justificarla.

     Primero morir que entregar la parroquia, era el lema de cada domingo, iniciando su homilía el Padre Mendieta con el tono pausado, sobrio y preciso que corresponde a un humilde servidor de Cristo, para acelerarlo luego, gradual y progresivamente hasta alcanzar el estruendo de verdaderos rugidos oraculares.

     Porque si ahora se vivía una era de paz y de progreso, era debido únicamente a que el Supremo Hacedor sabía distinguir a quiénes habían salvaguardado los valores espirituales de la nación y en consecuencia a quiénes no. Sobre ellos caería el castigo eterno.


     Ni la tumba de Hilaria sin apellido -generosa mujer mitad india, mitad planta, y acaso lo único vivo en aquella casa de seres marchitos- decía nada de sus dones, o de aquellos ojos profundos tan llenos de oscuridad y de fulgores súbitos, ni de cuánto supe yo de mi madre muerta a través de sus recuerdos.

     Eres su fiel retrato, me decía. Si ella estuviera viva vería que te has convertido en una muchachita muy linda.

     Ni tampoco hablaba una palabra de la ternura inacabable con que me tejía las trenzas, ni de que lo escaso que sé del amor me lo enseñó ella.

     Hilaria pasó por mi infancia como el reverso de las dos tías: una sombra dulce y menuda -no más alta que mi estatura de entonces- que me vestía diariamente de limpio, me abrazaba y me acunaba en su piel de terciopelo, porque ella sabía, por experiencia, que la orfandad es una herida, que sólo cicatrizaba con besos.

     No olvides que siempre estoy aquí, la escuchaba decirme, que siempre puedes acudir a mi lado cuando lo necesites.

     Fue ella la que con suavidad me habló de esa materia extraña pero inofensiva que mensualmente manchaba la bombacha de las niñas. Ella quien me anudaba lazos azules en el pelo y me desanudaba las tristezas con sus cuentos. Ésos que no parecían brotarle de los labios, sino venirle de muy lejos, tan reales y vívidos que a mí se me antojaba estar viviéndolos. Ser yo, por ejemplo, aquella princesa que durmió cien años, hasta que el beso de un joven y valiente príncipe la liberó de su encantamiento.

     Sentada a los pies de Hilaria, las pupilas ávidas, boquiabierta, dejaba yo que las voces ondulasen a mi alrededor durante horas. Ellas eran el telón que se descorría sobre aquel universo mágico por el que me extraviaba sin rumbo.

     A través de sus historias conocí veredas y rincones, los nombres y los secretos de las plantas: las que curan, mejor que cualquier receta de farmacia, el dolor de muelas y el de amar sin correspondencia, las que sirven para conjurar el hipo y las nostalgias, las que limpian el estómago y las que hacen dormir sin sobresaltos, las que enamoran y las que hablan mediante el perfume de sus flores o el susurro de sus ramas.

     Porque Hilaria sabía, desde luego, que árboles y plantas son seres vivos que se alimentan de luces y retoñan mientras el hombre duerme, con sus raíces hundidas en la Madre Tierra y los brazos siempre en alto, como queriendo atrapar el cielo.

     Supe de fogatas errantes, de espectros y aparecidos que salían a vagar de noche más allá de los cementerios, ya que, según decía, cada quien debe cargar con su fantasma después de muerto.

     Ella oía resonar sus pasos, sordos, pesados, monótonos, no sólo en los corredores, alrededor del aljibe y en la escalera, sino también en la sala y bajo los libros de la biblioteca. Otras veces escuchaba sus aleteos, porque se volatilizaban convertidos en murciélagos. Y ciertas noches de tormenta afirmaba haber visto a don Gaspar, el almacenero, y al farmacéutico de la esquina, ambos ya fallecidos: sólo que ahora sus barbas eran más largas, sus caras estaban más negras y tenían dos profundos agujeros en el sitio de los ojos.

     Supe de aquel monstruo con forma de perro bautizado Luisón, el último de siete hermanos varones, al cual maldijo su madre y que desde entonces vivía rondando los sepulcros y alimentándose de cadáveres. Supe que el Pombero es alguien muy parecido a don Trifón, nuestro peluquero, porque al igual que él era bajo y fornido y llevaba la piel enteramente cubierta de vello, aunque con algunas diferencias, por supuesto, ya que don Trifón no podía hacerse invisible, ni escurrirse por las cerraduras, ni nadie lo había visto borracho, junto a una damajuana vacía.

     Supe que los demonios ascienden a 7.409.327 y están diseminados en las cuatro extremidades del planeta, merodeando con un andar felino, solapado, resbaladizo, desarrollando todo género de intrigas en favor de sus intereses. ¿Y cuáles son sus intereses, Hilaria? La compra y venta de almas, mi hijita. Las que a su vez eran supervisadas por setenta y siete líderes o príncipes de las tinieblas.

     Nadie como Hilaria para escrutar en la polvareda y en el aire las subidas y bajadas del río. Nadie como ella para leer el porvenir en el aljibe, según se movieran sus aguas. Si se mueven lentamente, vida ardiente, si lo hacen con alboroto, destino corto. O adivinar la suerte en los distintos cursos del cielo, y en sus colores las señales del cómo y del cuándo de las lluvias, los eclipses y las granizadas.

     Con sólo olerlas, podía distinguir a tiempo las vibraciones que llegaban de lejos y traducir lo que significaban. Cuando veas arañas en el suelo habrá nubes en el cielo y ellas darán agua esta misma noche o, en el peor de los casos, mañana.

     Sabía el nombre de cada uno de los vientos y el lugar de sus madrigueras. El que nos viene del norte es dañino: enferma de mal humor a las personas cuando se les mete dentro. ¿Y cómo voy a reconocerlo? No hay modo de equivocarse. Viaja acalorado siempre y siempre sin frenos. Mientras que el viento sur hace de escoba para barrer esas tormentas que enfurecen los ríos y arrancan de cuajo muchos árboles, y cuando sopla de día es seguro que por la noche se verán las estrellas.

     Sabía a qué distancia de nosotros se encuentra el planeta más lejano, por qué las gallinas se embarazan de un huevo para tener hijos y por qué no se derrama el arroyo con las vueltas de la tierra. Tantas cosas sabía, que parecía haber existido desde antes de que comenzara la existencia y que lo hubiera visto todo, sin haberse movido de allí.

     Ignoro qué hubiera sido de mí en aquel entonces si Hilaria no hubiese estado conmigo. Ella había sido infancia, cuna, hogar y ternura; la única aproximación de madre que conocí en la vida. Y ahora muerta como tantos muertos. Enterrada en la fosa común donde van a parar los indigentes.

     Así irían transcurriendo los días y con los días los años, y lo que me restaba de juventud se desprendería de mí lo mismo que un manto demasiado usado. Hay un tiempo para todo en la vida. El que me queda por vivir -ahora que ya no tengo la lozanía de antes, la que quisiera tener todavía-, ése me lo guardo para mí sola. Que nadie interrumpa entonces lo que era; lo que debía ser.


     ¿Por qué no aceptar lo que estaba ocurriendo, sin buscarle explicaciones? ¿Y cuál sería el motivo de que esa gente gritara, como si la violencia de un acontecimiento inminente hubiera sacado a todo el mundo de sus hábitos y rutinas y se estuviese juzgando a alguien?

     Porque donde antes no había nadie se alzaba ahora una abigarrada muchedumbre, una concentración multitudinaria de curiosos, digna de una final de Copa Libertadores de América, sin que yo pudiera distinguir en aquel matorral de gente quiénes eran los buenos y quiénes eran los malos.

     Jamás había observado una asamblea tan representativa ni tan variada. Ninguna reunión política hubiera podido congregar a tantos. Allí estaban todos o casi todos.

     Aparte de las dos tías, el Gran Juez, un Escribano, ambos bajo sombreros hoscos y en posición de firmes, viejos y jóvenes, un pintor de cuadros, otro de paredes, algunos extranjeros con facha de haber sido especialmente importados para la ocasión, dos periodistas siempre atentos a los decires de la sociedad, recogiendo el parecer de cada cual con absoluta reserva:

     Perdone. ¿Qué opina sobre este caso de repercusión nacional, señora, señor, por favor, usted señorita? ¿No cree que hechos de esta naturaleza proceden del excesivo calor, digamos, del clima en general? No le respondas una palabra, intervino una enlutada, que estos sabelotodo son muy dados a tomarse la justicia por sus manos y a liquidarla a una en un santiamén con esos bolígrafos que llevan en el bolsillo. No cuente con mi nena para armar su tinglado, señor espía.

     Tres fotógrafos cuyos flashes estallaban aquí y allá, en ardorosa disputa por lograr el mejor ángulo, la más insospechada posición:

     Quietos. No se muevan. Una sonrisa al pajarito. Ya está. Otra ahora y otra más.

     Un coro de buenas razones dirigido por el maestro, entonando de rato en rato, a modo de entretenimiento, mientras se esperaba el momento propicio en que se despejase el misterio, una canción compuesta intencionalmente para el acto:

                         

    Ese amor está proscrito


          


no durará. No durará.




Conozco yo una señora




que se ha caído al mar




con un hombre aventurero




que la llevó a navegar




y si has de morir mañana




mejor que te maten ya.




Ese amor está proscrito




no durará. No durará.



     Dos canales de televisión, atentamente ocupados en cumplir su parte en el conjunto, capturando todo aquello digno de ser capturado para desaguarlo más tarde en el noticiario nocturno.

     Aquellos dos individuos apostados al pie del tablado y dando elocuentes muestras de querer pasar desapercibidos, ¿no serían acaso de la policía? Siempre se me olvida de que estamos en Estado de Sitio.

     Y alrededor, sentadas, las más venerables damas y también las venidas a menos, todas sin excepción y todas evidentemente ansiosas de que comenzara el espectáculo. Además de un grupito lengua larga de señoras, que nunca falta, afilando ya sus navajas, entre los más insólitos vendedores pregonando las excelencias de su comercio, a gritos:

     Helado helado cucurucho palito copita vasito bombón helado quiniela media bombacha lotería pruebe la suerte rifas sonrisas y carcajadas chipá calentito franela soutién chura chura tres por mil el limón hay rebajas para el que lleve una docena cambio cambio dólares austral y cruzados y también cambio botella vacía o ropa vieja por huevo fresco y mandarina; y otras varias señoras chuchis afanadas en no perder la línea y tampoco a la empleada, a las que se habían agregado unos cuantos mirones, que se metían a ver qué pasaba, inspeccionándolo todo en una especie de paroxismo arrobado, sin que nadie pudiera negarles esa provisoria cuota de callejera emoción que, gratuitamente, les viniera a recompensar el día. Ya que nunca pasaba nada esencialmente nuevo, pero como alguna vez, si había lógica, algo tenía que pasar, era necesario estar presente y no perderse detalle del acontecimiento.

     Y naturalmente, dando el toque democrático indispensable, algunos infaltables «contreras» que, incapaces de refrenar sus impulsos, difundían consignas antípodas y estribillos adversos en pro de los intereses del pueblo, y a los que era preciso imponer, de tanto en tanto, una cierta disciplina garrotera, puesto que constituían un peligrosísimo foco de infección del que podía surgir una epidemia de proporciones imprevisibles.

     En total, más de mil quinientas personas cuyos rostros inabordables fui recorriendo de a poco, hasta demorarme en la cara de Ricucha Valdez, mi vecina, con la que solía conversar sobre recetas y plantas. Pero la cara de Ricucha Valdez era también una pared inaccesible. No, ninguna ayuda me vendría de ellos: de eso estaba segura. Esta gente, tan fácil de condolerse a veces, otras veces parece inmunizada contra la piedad.

     El ambiente estaba como caldeado por una suerte de sorda y fluida impaciencia, un impulso contenido, un cerco de violencia amordazada que se iba estrechando en torno a mí y podía desatarse en cualquier momento. Algo que excedía los límites de mi comprensión y que iba cargando la atmósfera, segundo a segundo, con la tensión que precede a las calamidades telúricas.

     De aquí y de allá salía el estrépito de un montón de gargantas. De cualquier lado que me vuelvo, encuentro siempre un rostro que me acusa. De cualquier ángulo que se me considere, resultaré igualmente espantosa.

     Entretanto, el tumulto iba llegando a su apogeo. Hombres y mujeres hacían uso de la palabra al mismo tiempo, entre el lloriquear de los niños y el rezongar de las damas para quienes la espera ya se estaba prolongando en demasía. Allí, hasta lo menos pensado podía ocurrir. Y ocurría. La estancia en aquel lugar daba pie a sorprendentes encuentros: se concertaban citas, se practicaban cambalaches, se oían insultos, recriminaciones, intercambio de injurias. Todo un pandemónium. A tal extremo que el Gran Juez se vio obligado, en más de una ocasión, a requerir silencio y amenazar a los presentes con hacer evacuar la sala.

     Algo muy extraño debía leerse en mí, ya que todo el mundo me miraba con particular expectativa. Era como estar en medio de un anfiteatro ululante que se agrandaba sin término, como si los rayos de aquella iracundia masiva se hubieran concentrado de golpe en un solo foco: mi humilde y cada vez más desguarnecida persona, acorralada igual que una fiera por ciudadanos implacables que se disputaban el honor de tomar parte en el holocausto.

     A derecha, a izquierda, ojos que me contemplaban, analizaban, juzgaban desde mi vestido demasiado estrecho y mis zapatos tan caminados, hasta los repliegues más ocultos de mi condición. Ojos escarbando conciencias, condenatorios, ancestrales, y bocas, miles de bocas formando las sílabas de esa palabra con que el mundo reconoce a las de mi clase.


     Y antes de que pudiera evadirme, sentí el clamor unánime:

     ¡Que muera la infiel, que la quemen!

     Ese era el precio que una mujer debía pagar por el amor de un hombre ajeno. La prisión parecía segura y también, probablemente, la muerte. Pero esa posibilidad no entraba todavía en mis cálculos, y las hogueras y las personas dorándose a las brasas, al spiedo o a la parrilla hoy ya no tienen vigencia. Ahora ya no queman a nadie. La mayoría se quema sin fuego.

     De todos modos, querer ser feliz no es un crimen, me parece. ¿Por qué habría entonces de darles cuenta de nada? Lo que hacía era por necesidad natural, no por vicio. Sentía en mí como un torrente caudaloso que se me desbordaba, sin hallar un lecho donde acogerse, un puerto donde aquietar sus aguas. Y no era solamente necesidad de ser amada, sino también de amar a alguien, de comprobar maravillada que hubiese todavía en mí caricias que pudieran servir. No creo ser, por eso, una mujer fácil. Lo único que he hecho es ser feliz, y nadie que sea honrado consigo mismo estará dispuesto a negar que esa es una tendencia absolutamente radical, primitiva, elemental.

     Es, por otra parte, la felicidad más económica que he conocido; sólo bastaba sentir, meterse en el hueco abrigado de un acorde, dejando nada más el espacio para que pasara Beethoven y a veces también el silencio.

     Entonces, ¿qué me reclaman? ¿Quién en virtud de qué fórmula o de qué ley va a privarme del placer de soñar una aurora? ¿Quién va a impedirme el derecho a desentumecer mis sentidos? ¿Con qué argumentos?

     Puede que no lo crean, pero me siento limpia. De nuevo tengo emociones, un calor en el cuerpo, como si de golpe me hubiera desnudado de mí misma para ser otra. Otra que puede quedarse así, gozando esta sensación de sentirse viva por ciento veinte años o más, si la dejan, sintiendo cómo me vuelven las fuerzas en forma de marea lenta e infalible que me va reparando las roturas.

     Hay que darle un ejemplar escarmiento, exclamó alguien. Esto es insólito, una verdadera vergüenza. Dónde se ha visto que una mujer pueda tener las mismas libertades que un hombre. La infidelidad es un asunto propiamente masculino y por consiguiente ellos eran los únicos habilitados para tales menesteres.

     Lo siento mucho, pero no estoy de acuerdo. Todo el mundo sabe que entre un hombre y una mujer existen algunas apreciables diferencias; diferencias que parecen haber desaparecido junto a la virginidad y los linimentos. Y haciendo abstracción de la parte externa como la barba, el bigote, la voz más profunda y protuberancias menos, ¿qué queda? Un par de calaveras que vienen a ser exactamente lo mismo. ¿Por qué, entonces, no ha de haber igualdad entre nosotros?

     Por otro lado, son tan frecuentes, se dan tantos ejemplos de flaquezas femeninas, aquí mismo, a la vuelta, en la otra esquina, que yo podría referirles de inmediato y sin ánimo de ofender a nadie, varios casos bien probados de irrevocables caídas.

     En lo que a mí respecta, no se necesita de mucho, a veces, para caer: una sola cascarita, la pendiente irresistible y rápida y... ¡plácate! la caída. Todo era una invitación, una pendiente, hasta los lapachos estaban terminando de desnudarse. Y al final yo les pregunto: si pueblos enteros han caído y pueblos enteros se han derrumbado, ¿por qué no habría de derrumbarme yo? También el mar tiene sus límites y la noche debe ceder a la luz.

     No tenía sentido resistirse al amor ni seguir haciendo vida de anacoreta en busca del Edén perdido, que nunca se me perdió porque jamás lo tuve.

     Pues bien, ha llegado el momento y me congratulo de ello. Es así de simple. Yo lo elegí y yo quien se niega a dejarlo. ¿Queda suficientemente claro?

     Pero nadie atendía mis razones, nadie parecía comprenderme. Tampoco yo comprendía nada en absoluto, excepto que quienes me rodeaban, luego de un exhaustivo peritaje realizado en el lugar de los sucesos, me declaraban culpable.

     Sólo existe una salida: expiar la falta, la transgresión voluntaria, ser detenida, juzgada, condenada por sobredosis de indecencia. Una indecencia ejecutada con toda lealtad, señor Magistrado, teniendo en consideración mi lamentable estado.

     Hasta que gradualmente, muy gradualmente, después de haberla rechazado una y mil veces por absurda y descabellada, se me fue revelando la verdad: estaba en medio de la Inquisición. Había caído en sus garras. Una Inquisición inexorable, terrible maquinaria del horror y del espanto, ante cuyas leyes habían temblado muchos de los antiguos ciudadanos, y que de hecho me ubicaba a mí en el banquillo de los acusados.

     Y en seguida pensé en calabozos, tortura, martirio y también en Juana de Arco.

     No, decididamente no he sido aquella valiente doncella. Debo reconocer que me han faltado, para sostenerme en esa tesitura, innumerables cualidades y atributos. Sin embargo, en el momento de recordarla, me sentí plenamente identificada con ella, porque ni el martirio del fuego, ni los hierros candentes, ni el potro de los tormentos y todas las vacunas que me habían sido inoculadas contra el instinto, los apetitos y el sexo me habrían hecho desistir. No habría poder humano que impidiese lo que era, lo que debía ser. De cualquier manera, a la edad que tengo, mi papel de mártir ha terminado, especialmente si no hay nadie que aprecie el martirio.

     Lo cierto, si todo esto es cierto, es que también llegaron el comisario y un sargento, fusil en mano, para hacerse cargo de la situación -practicando de inmediato un registro en mis bolsillos, donde hallarían un retrato de mi madre y una gran cantidad de ausencias- y conseguir que les dijera por las buenas lo que de todos modos me sacarían por las no tan buenas, tras lo cual era probable que me acusaran de atentar contra el orden y me aplicaran la Ley 209.

     Alto ahí. ¿Quién vive? ¿Tiene usted documentos? Seguro que no los tiene. Se le habrán perdido, claro, o los habrá dejado en alguna otra cartera. Ustedes, las mujeres, nunca llevan documentos encima.

     Soy una persona honesta y he dado pruebas de ello: ese es mí carnet. El diploma que después de haber realizado el curso completo de ser buena y dar muestras de serlo, me acredita ante la opinión pública con las más altas calificaciones. La garantía de que soy algo dado, no sólo por el color de la piel, del cabello y de los ojos, los metros de edad y de estatura y la fecha exacta del nacimiento, sino algo más profundo que me constituye verdaderamente.

     ¿Y qué impide que en esas profundidades no pueda habitar de pronto el alma de Madame Bovary o el espíritu de María Antonieta?

     Sé que cada cual reconoce con un nombre a su vecino. Lo que me cuesta entender es por qué dicho nombre no puede admitir las mismas modificaciones que la vida y la intemperie hacen sufrir a su dueño. Por qué, a pesar de mis repetidos cambios de fisonomía, de los múltiples desgarrones de que fue objeto mi persona, tendría que seguir clavada a Purificación Vera por los siglos de los siglos, como un crucificado a su tabla.

     No estoy tratando de encubrir mis faltas, ni mucho menos. Tampoco lo digo por ensalzarme sino porque es la pura verdad, pero jamás me aparté de la buena senda, ni he dado lugar a comentarios, ni trafiqué con nada, ni soy contrabandista, ni cobro un céntimo de comisión por ayudar a mi sagrada familia. Y si yo cumplía, si he envejecido cumpliendo sin más remuneración que el olvido, sin haber tenido un día libre para mí sola desde mi nacimiento -y el nacimiento es algo demasiado largo si se tiene en cuenta de que he nacido huérfana-, ¿acaso no era justo que también cumplieran conmigo?

     Aunque, al parecer, de nada sirven los antecedentes. Una persona como yo, un antiguo cliente del cadalso, no merece la menor consideración.

     Entretanto, seguía llegando gente y más gente, hasta que pronto no hubo hueco posible ni ventana desde donde alguien no me lanzara una injuria y algún gesto obsceno. Seguían llegando comisiones:

     La Comisión de Señoras Decentes Defensoras del Honor Nacional -de cuyos diecisiete artículos que conforman sus estatutos, ellas mismas violan quince cada día- cumple con expresar su honda preocupación y pública protesta por esta indecencia incompatible con un Estado de Derecho, añadiendo que, con lo sucedido, se habían agraviado seriamente las sanas costumbres de que siempre ha hecho gala nuestro muy noble país, por lo cual era preciso tomar drásticas medidas de escarmiento contra las acciones avanzadas de ciertas e inescrupulosas mujeres, que saltando sobre normas y prejuicios, llegan hasta las últimas consecuencias de la inmoralidad, extirpándolas así de cuajo y evitando que hechos de esta naturaleza se repitan y la corrupción se extienda y penetre sin remedio en los hogares.

     Así como La Inefable Legión de Intercesoras Indulgentes, organismo comunitario creado con el benemérito propósito de mediar en los conflictos, fueran éstos de la índole que fuesen, e insólitas delegaciones feministas que habían iniciado una marcha centrífuga y pacífica, llevando pancartas en las que se daba cuenta del dramático panorama de las mujeres en el mundo entero, siempre trabadas en combate con los hombres por la supremacía del sexo, mencionando al mismo tiempo la importancia de la participación femenina en las luchas políticas y la igualdad dentro y fuera de las relaciones conyugales, y en todos los niveles, excepto en el servicio militar. Pertenecer al sexo débil es el trabajo más difícil de la historia y el menos remunerado. Basta de la actitud pasiva de las mujeres arcaicas. Demandamos la inmediata revisión de nuestros derechos en el nuevo Código Civil. Exigimos respeto. Clamamos justicia. Pedían milagros.

     Además de unos cuantos testigos falsos jurando -por la luz de sus ojos- haber observado, en tal o cual fecha determinada y en el momento mismo de estarse verificando, el acto de escabullirme del segundo piso de un hotel de último rango, con atuendo no muy pío y la providencial ayuda de una enredadera.

     En tanto que un alto funcionario de Correos, de sana y reconocida solvencia y muy reacio a actuar contra sus principios, salvo en aquellas ocasiones -como ésta- en que el fin justificaba los medios, declaraba haber interceptado cartas amorosas intercambiadas dos o tres veces por semana, estrictamente platónicas al principio, hay que reconocerlo, hasta que la naturaleza entró en escena y, misiva va, misiva viene, las cosas llegaron a su punto de ebullición; ofreciendo las aludidas un generoso repertorio de frases expresadas metafóricamente y de otras no expresadas, pero existentes por sobreentendidas. Toda una galaxia de erotismo verbal, cuya traducción a términos vernáculos demostraba, sin dejar lugar a dudas, que cohabitaban a conciencia en algún lugar secreto y no identificado hasta el momento.

     Y otros, asegurando haberme sorprendido en actitudes obscenas y a altas horas de la noche, aprovechando la luz equívoca que proyectaban los escuálidos farolitos de una plaza, la más oscura del barrio más alejado, poco menos que sumida en las tinieblas, y que por lo mismo presentaba ricas posibilidades y un sinfín de interesantes perspectivas, tendientes a cumplir con los indispensables requisitos preliminares de la sucia actividad que ya sabemos, y que no hubieran podido hallarse en otra plaza cualquiera. Y después de constatar que no había nadie en las cercanías, esta mujer y su acompañante -y de la selva de brazos que gesticulan se desprende agudo, incisivo, un índice que me señala inflexible- dieron rienda suelta a su pasión desatada, además de otras libertades que no podrían detallarse aquí, por respeto a las personas presentes. Lo cual me hacía caer bajo el peso de la Represión de Escándalos y Defensa del Pudor Ciudadano, cuyo artículo cuatrocientos treinta y ocho preveía una pena de un mes a cuatro años de penitenciaría por atentado a las buenas costumbres y comportamiento indecoroso en la vía pública, aplicándose la sanción en su grado y término máximos en caso de reincidencia.

     En resumen: todos vieron la ceremonia, pero cada uno la vio a su manera. Los más contundentes son, claro, aquellos que no la presenciaron y que justificaron su ausencia alegando compromisos anteriores. Ésos siempre saben todo mejor que nadie; testigos de cargo cuyas declaraciones eran minuciosamente registradas por el secretario en un acta, y los hacía firmar aquí, por favor, con el nombre completo, filiación, hora exacta, circunstancias, etcétera.

     No se recordaba ninguna Inquisición con semejante concurrencia. Nadie tuvo tanta gente a la hora del cadalso y, sin embargo, yo me sentía como se hubiera sentido una isla, rodeada de soledad por todas partes, sin ninguna posibilidad de ayuda ni de comprensión, sin nadie piadoso que me proclamase mártir caída en actos de servicio. ¿Dónde estaban ahora los que decían ser mis amigos? ¿Por qué mi madre no acudía en mi defensa?

     Son las siete, anunció alguien: comencemos. La oscuridad se pobló de silencio y comprendí que la acusación tendría carácter irrefutable.

     Nos hemos reunido aquí para juzgar a esta mujer cuyo nombre la contradice con insolencia: Purificación Vera, más conocida por Purita, de cuerpo presente, mayor de edad, bonita de a ratos, señas particulares ninguna, en plena posesión de sus facultades mentales y que estando la antedicha legalmente casada, como a todos consta, desde hace algún tiempo -presumiblemente un año de ejercicio continuado- mantiene relaciones extraconyugales ilícitas con escándalo público notorio, conforme al testimonio de numerosas personas dignas de fe, ofendiendo de este modo el orden de las familias e incurriendo en todas las penas y censuras promulgadas por la ley en oposición de tales ofensas, lo que constituye una falta gravísima por la que deberá ser castigada según las reglas contra reiteración o reincidencia. Está envuelto en el proceso, como coautor del delito, un músico, en calidad de cómplice.

     Me gusta esa palabra «cómplice», quizá debido al hecho de que se precisan dos, obligatoriamente, para que la complicidad se realice. Dos bocas para intercambiar breves sonrisas. Dos manos que, al pasar, furtivamente se rocen. Dos emociones compartiendo los mismos compases de la misma melodía. Y todo lo que yo había aprendido de él. Y tantos pequeños detalles que él me conocía.

     Si bien, a mi modo de ver, es todavía más que eso, señor Magistrado. Él es mi cobijo, mi tienda, mi cielo, mi armisticio, mi bandera blanca, mi hora de asueto, esa inesperada libertad que se me ha concedido. Es el otro con quien me he descubierto, el que me cabe en los brazos, el que puedo retener. El que me ha puesto frente a la otra, la menos fuerte, la más cercana sin duda a mis propias falencias. Es, en definitiva, la usina que me suministra vida para recomenzar, pero sobre todo es música.

     Parece algo increíble, ¿verdad? Yo, un ama de casa con escasos conocimientos musicales. Él, un músico de primera y, sin embargo, esos caminos tan diferentes habrían de conciliar sus rumbos en la misma transparencia.

     ¿Y saben que, además de músico, es un gran cocinero?

     Algunas veces le daba por amasar fideos con una lenta, cuidadosa y rítmica presión de los dedos. Porque para él la cocina no sólo es la ciencia del buen comer y del ingenio, sino un arte basado en el conocimiento de mil detalles e infinitas combinaciones.

     Es experto en mezclar los más sofisticados ingredientes para elaborar un sinfín de salsas picantes, almibaradas o agridulces. O a veces transfiguraba una vulgar carne fría en un plato cinco estrellas, sazonándolo con todo aquello que pudiera agregar «clase» a una comida: un buen chorro de oporto, jerez o vino tinto, dos generosas cucharadas de ketchup, orégano, ají colorado, pimienta molida y a este pedazo de lomo no lo va a reconocer ni la vaca que lo parió.

     ¡Señora! ¡Modere su lenguaje! ¡No levante la voz! Porque si hago constar sus aullidos en el acta, puede usted apresurar la condena. Por otro lado, nadie ha venido aquí para admirar las habilidades culinarias de su amante, y le advierto que de ahora en más, a menos que le formulen una pregunta directa, deberá omitir ciertos detalles superfluos que nada tienen que ver con el desarrollo normal del proceso.

     No, nadie me tendría un poco de compasión; supongo que tampoco el Escribano que con tinta negra y el aire severo del hombre importante a quien nada turba ni atemoriza y mucho menos acepta sobornos, ya estaba redactando las preguntas y sospechando las respuestas:

     Diga la acusada sí es hija natural de Gloria Hermenegilda Vera, y exprese si es cierto que se encuentra legalmente casada con el ciudadano mayor de edad y de profesión comerciante Pascual Máximo Borja, y diga si no se halla comprendida en las generales de la ley. Y jure cómo es verdad que haciéndose pasar por soltera -lo que de hecho significa maniobra dolosa-, ha tenido trato carnal con un individuo que no era precisamente su consorte, y aclare si es verdad todo lo que se cuenta, porque de lo contrario obligará a que se le apliquen los remedios jurídicos adecuados o, en el peor de los casos, el juicio puede durar un siglo, tras lo cual perderá, de todas maneras, teniendo que pagar daños y perjuicios.

     Y prosiguió la fluvial lectura del legajo. Una hora de interminable letanía, durante la cual el Escribano desgranó monótonamente los innumerables puntos de acusación, cargos y presunciones que pesaban sobre mi persona.

     ¿Reconoce usted? Sí, lo reconozco. Acepto y declaro: soy la independencia en persona, soy el gorro frigio y la escarapela y al que no le guste la idea que se vaya de inmediato. ¿Dónde hay que firmar?

     Finalmente, tras un breve silencio que la gente aprovechó para aflojar las tensiones, el alto dignatario -pese a ser escaso de alturas- se puso de pie y en pose oratoria para decir, según la expresión consagrada:

     ¿Tiene algo que alegar en su defensa?

     Ya lo creo que sí. Ante todo, quiero dejar constancia que aguantaré el proceso que se me impone, pero de ningún modo lo acepto, porque está viciado de ilegalidades, empezando porque todos acusan y ninguno defiende, lo que me obligará a defenderme sola; y porque las acusaciones no sólo se contradicen, sino que algunas carecen de fundamento. Y si hubiera querido desmentirlas, habrían reforzado sus calumnias con nuevas calumnias y así hasta el infinito.

     ¿De qué serviría entonces que yo grite, patalee, o articule pedidos de clemencia delante de unas cuantas personas que se denominan a sí mismas jueces? Sé que cualquier objeción sería inútil. La Inquisición es la Inquisición.

     De todas maneras, si quieren franqueza, seré franca. Si me exigen una explicación la van a tener en abundancia. Podría buscar alguna excusa o cien de ellas. Podría hablarles de opresión, de injusticia y de fraudes. Podría hablarles de Beethoven o de cómo he perdido el timón que me dirigió siempre.

     Estoy dispuesta a decir la verdad sin retaceos, cosa que no era fácil, sobre todo teniendo los parientes que dicen que tengo. Pero acaba de nacer en mí una coraza. Me atrevo a confesar lo inconfesable y a decirles: es cierto. Lo hice. Por muchas razones, todas de primer orden, lo hice, y el que no lo sabe que vaya sabiendo de una vez por todas.

     Después de veinticinco años de ininterrumpidos servicios, sirviendo en casi toda la línea, podía darme una leve tregua, me parece. Haciendo una rápida síntesis: hasta hoy sólo he vivido para los demás, dando más de lo que me dieron, siendo menos comprendida de lo que comprendí, desplazándome con el andar sin ruido de las sombras. Una sombra de mis dos tías, de mi esposo, de mis propios hijos, de mi propia sombra. ¿Por qué entonces no tengo, no puedo tener otra posibilidad en la vida que ser hasta mi muerte la mujer de un hombre que me calentaba el lecho con la misma indiferencia con que hubiera podido hacerlo una estufa?

     Sucede que los baldes rotos no se reencarnan en soles y la esperanza no es sentarse a esperar. Sucede que me canso de ser nadie. Por una vez quería ser yo, únicamente yo, y los medios para serlo estaban al alcance de mi mano. Después de todo, una no tiene la entereza de esos pueblos que, todavía hoy, permanecen hambrientos junto a vacas sagradas que no se deben comer.

     Para decirlo en pocas palabras: necesitaba un cambio que llevara un poco de luz a ese rincón perdido de mí misma. Tenía derecho a mostrar, aunque fuera de vez en cuando, el lado oculto de mi personaje, y eso no es ningún crimen, que yo sepa.

     No es que me quiera dar de santa ni pretenda exagerar mis dones, pero les puedo asegurar que he cumplido con mi deber. Siempre he querido a mi patria. ¿Acaso me castigarían por haber hecho uso del derecho inalienable de ser feliz? ¿No debe cada ser buscar su propio contento? ¿Tengo acaso la culpa de que esa búsqueda me haya traído a este hombre, a esta dicha tan intensa que no me cabe en el cuerpo?

     ¿Y qué fue lo que he perdido? ¿La gran herencia de las dos tías? Quizá ellas se olvidan de que fueron las primeras en practicar el cambio aunque, por fortuna, también se han olvidado de desconectarme el sentido del tacto. ¿En qué medida sería yo responsable de lo que hicieron ellas?

     Ustedes me dirán que he cometido un acto indigno, deplorable, horrible de pensar, terrible de comprender, y que debo pagarlo de un modo o de otro. El Cielo y la Tierra se conmueven con mi crimen; se perturba el Universo. Todos piden que se me castigue con la mayor severidad, sin la menor clemencia.

     Ya quisiera verlo a cualquiera de mis censores en una situación como la mía. Quizá se mostrarían menos terminantes y entenderían que las cosas no siempre resultan de acuerdo con las leyes y las tradiciones.

     ¿Por qué no suponer entonces que todo lo que me sucede obedece a causas naturales? Y puesto que las causas producen efectos, yo soy el testimonio vivo de tales efectos.

     Pues bien, asumo la posibilidad de una vida libre, con todos los colores de la libertad embriagando simultáneamente a mi sangre. Asumo también la idea de que lleguen a condenarme, pero antes repito, y crean los que quieran creer:

     Para hacer un relato sentencioso no se precisan demasiados detalles; basta conocer lo esencial, el fundamento. El resto son invenciones cuya anchura y desborde dependen exclusivamente del gusto del consumidor. Decir que soy todo y he hecho todo lo que están diciendo, no implica ningún gasto; es gratuito. En cambio, guiarse por la verdad, ir hasta lo profundo para indagar las causas, eso sí que da trabajo y es muy posible que lleve una vida entera.

     Y aquí estoy, lista a enfrentar el desafío. Porque yo, de mí, sí puedo dar testimonio. Esa historia de Purificación Vera y el músico yo se la puedo contar, señor Magistrado, porque desempeñé el papel principal y conozco toda la trama. Si usted quiere saber de ella con todos sus pormenores, allá debe irse, a ese lugar sin tiempo, de color malva, donde aconteció el milagro.

     Y téngase en cuenta, aclaró el Juez, con altanera entonación de desprecio, que no hemos empleado con ella ningún tipo de presión ni de apremios. La acusada manifiesta que hablará libremente, sabiendo que ya nada tiene que ocultar ni proteger. Su secreto ha sido descubierto. Ahora tan sólo nos resta escucharla.

     Eso mismo. Que vengan, que vean, que no falte ninguno. Ha llegado el instante de develar el misterio. Declaro, por tanto ante el Cielo y la Tierra, y confieso, so pena de mi vergüenza eterna, que todo empezó en casi nada, como sucede siempre. Y aunque no lo crean, así es.

     Todo empezó en casi nada, como sucede siempre. Esta correspondencia afectiva, esta cohesión, han partido de la música. Ella fue nuestra intermediaria, nuestro punto de enlace. Porque la verdad es que la música me fascinó desde chica, y hasta donde mi memoria alcanza recuerdo que tuve el impreciso pero pertinaz deseo de penetrar algún día en esa parte del mundo en la que habitan las notas, los sonidos, los compases. Y aquel algún día de entonces, un buen día llegó.

     ¿Sabes que Fidel Campos inició unas clases de música para principiantes?, me entusiasmó una vieja amiga, Cristina Sánchez, ávida siempre de lo que significara arte. ¿Qué te parece si nos anotamos?

     Me pareció que ambas habíamos sobrepasado con mucho la edad de ser principiantes, pero Cris rebatió mis endebles argumentos con una frase muy simple:

     Nunca es tarde, mi querida, para quien bien comienza.

     Y así, todos los jueves de cada semana, durante aquellos instantes desprendidos del tiempo e incorporados a la eternidad, Fidel Campos fue mi profesor de música, oficio casi sagrado que lo remontaba de una tierra demasiado chata y pegajosa a la que yo estaba adherida, allí, ocupando el anónimo rincón de una butaca y repentinamente olvidada de cuanto ocurría afuera.

     Allí, escuchándolo hablar con esa seguridad del que toma posesión de un terreno que le pertenece por antiguo derecho, y que hacía sus palabras tan distintas a las del resto de los hombres.

     Parecerá un poco pueril, y desde luego lo era, pero me habría gustado estirar aquellas horas que me transportaban hacia zonas de existencia hasta entonces ignoradas. Me habría gustado atar el frescor de sus palabras a mis oídos, para que todavía me durase cuando me encontrara lejos.

     -Todos tenemos música -decía, al tiempo que dibujaba las notas en el pentagrama, y mientras lo hacía sus manos parecían oírse con innumerables sonidos.

     -Pero no todos son capaces de expresarla ni pintarle un rostro, una lágrima, una alegría, para que los demás se reconozcan en ella. La música, esa perpetua fascinación que existe desde que existe el hombre, lo único invulnerable a los destructivos poderes del tiempo, más que ningún otro arte, es el lenguaje de la emoción, a través del cual es posible relatar todas las sensaciones de la vida. ¿Y qué otra cosa es la vida sino movimiento, tristeza, placer, exaltación, serenidad? En eso consiste precisamente la música. Ella suena de la misma manera que se sienten las emociones, que nos duelen o nos hacen felices las cosas. A veces puede sonar agitada, tormentosa, a veces melancólica y lenta. ¿Se dan cuenta de la cantidad de sufrimiento que ha debido soportar Beethoven para haber compuesto la «Patética»? ¿Y quién, alguna vez, no se estremeció al escuchar «Claro de Luna», o el coro final de la «Novena Sinfonía», o la ternura de la bella y simple «Para Elisa»?

     Entonces se enfrascaba en un elogio interminable del maestro, dibujándolo de tal modo que hasta podíamos verlo: apasionado, rebelde, solitario, enfermo, gimiendo de impotencia al sentir dentro de sí, al mismo tiempo, la grandeza de la obra y la agonía de realizarla.

     -Porque han de saber que no sólo era asmático, sino que a los treinta años llegó a la sordera total, lo que no fue, sin embargo, un obstáculo para su fecunda y genial producción.

     La clase resuena y queda vibrando, durante un largo intervalo, por el acorde que sus manos han arrancado al viejo pizarrón, y ese acorde produce otro más como respuesta y otro más, sumergiéndose de pronto en una música profunda, que se le sube a los labios del mismo modo que él cuenta cómo van subiendo las notas:

     -¿Ven que las notas ascienden progresivamente, igual que una escalera?

     Una escalera que inesperadamente me interceptaba el paso, que invitaba a subir y se dirigía al cielo, pensaba yo.

     -Se las conoce por el lugar que ocupan y por la clave en que están escritas...

     Quienes estaban a mi lado, Cristina y los otros, quizá no lo sospechaban o quizá sí, pero mi necesidad de amar a aquel hombre era cosa que se veía a mil leguas. Cuánto de él ha sido mío desde siempre. Desde toda la eternidad me dieron ganas de ser tierna con él, de besar su cara, sus ojos, sus palabras, hasta encontrar aquella boca grande y carnosa, esa carne que parecía algo más que el mero tejido hecho de células y nervios, algo transparente, tenue, pero trascendiendo lo humano.

     Yo no me atrevía ni siquiera a moverme, para que sus labios no se deslizaran de mis labios, para no perder aquel beso imaginado por mi sueño de ojos abiertos, un sueño largo y espeso que se repetía siempre.

     -Ahora bien, esta sucesión de notas colocadas en el pentagrama recibe el nombre de escala. Aunque no todas ellas tienen igual duración; algunas son más largas, otras más cortas, según lo cual van tomando diferentes formas que llamaremos figuras: la redonda que vale dos blancas, cuatro negras, ocho corcheas, dieciséis semicorcheas, treinta y dos fusas y sesenta y cuatro semifusas...

     Y así, sin apenas darnos cuenta, se fue hilvanando nuestra relación de pequeñas puntadas musicales, avanzando de nota en nota, de escala en escala, de pedazos de sonidos que iban surgiendo no sólo de sus frases, sino que se extendían por todo el aire. Los despedían las paredes, el pizarrón, las ventanas. Yo los respiraba y ellos recorrían mis venas con cada gota de sangre.

     Aunque en realidad fueron necesarias muchas soledades, muchas ausencias, acaso muchas búsquedas y desde luego algo más que una primera mirada de aquel rostro visto y sólo olvidado a medias, con un vago y sostenido anhelo de recordarlo otra vez, para situarnos en presencia de lo que ya ocupaba tanto espacio en nuestras vidas y que, a partir de ahora, a aquellas alturas del enredo, deberíamos afrontar como pudiéramos.

     Quién sabe si aquel encuentro no fue forzado de alguna manera por mi deseo. Lo cierto es que nos encontramos un día, como si el encontrarnos hubiera estado previsto e incluso fuera una consigna contra la cual cualquier oposición habría sido inútil.

     Quizá a él también se le estaba acabando el aire. Quizá venía a buscar en mí un poco de compañía. No sé si bastó una sola mirada o bastaron solamente dos acordes. Lo que sí sé es que estaba esperándolo, de algún modo presintiendo su llegada, así es que cuando apareció, cuando ya casi había perdido toda esperanza y apareció, fue como si se me hiciera verdad lo que presentía.

     Llegó tan nuevo, tan antiguo, tan despacio. Estaba ahí y era tan diferente que casi parecía luminoso. Un inmenso reflector de cuyo centro surge la luz a borbotones, se riega, se refracta, se difunde, apagando todas las otras luces, a la vez de ir encendiendo hasta los más mínimos objetos, los más simples, los más triviales, que cobraban a su alrededor una significación distinta.

     Y sabía, en aquel momento lo supe por primera vez, que en mi trato con él, por más que extremara mis precauciones, por más que hiciera lo posible por permanecer indiferente, existiría algo, incubándose, creciéndonos dentro de tal modo que parecía estirarse entre clase y clase. Algo sin jurarse nada, sin ningún para siempre, tan difícil de evitar, tan insensato como mantenerse lejos de un agua cristalina cuando una se está muriendo de sed.

     A pesar de que nuestras relaciones marcharon cautelosamente al principio, al paso lento de los que no quieren llegar a donde van, pero sabiendo que llegarán de todas formas, tarde o temprano, con el mismo titubeo de un conductor primerizo que avanzara dando tumbos por una jungla de autos, inseguro de si aquella sombra es un Peugeot o aquel bultito un Citroën.

     Sin embargo, está visto que, pese a los innumerables desvíos y atajos, todos los caminos confluyen en Roma, y había veces que nos sorprendíamos al comprobar que nuestros encuentros -la mayor parte de los cuales se reducían siempre a un largo, cálido e inefable silencio, aquel no hablarse tan cargado de miradas, de algo que empezaba a parecerse al deseo- conducían irremisiblemente al terreno prohibido, nos llevaban una y otra vez a bordearlo.

     Terreno prohibido era precisamente eso: sentir de qué manera iba cediendo el terreno, de qué manera los prejuicios y temores poco a poco se diluían en un barro placentero, de qué manera nos íbamos ligando al unísono a medida que pasaban las semanas y los silencios.

     Es el dulce misterio del principio y luego el descubrimiento progresivo a través de charlas, de confidencias, de tonterías; ese comienzo que sirve para reconocerse y hace que imperceptiblemente dos personas, con extrema suavidad, vayan doblando recodos, esquivando baches, desatando nuditos, alisando pliegues, para poder arribar a una total coincidencia y coronarla entonces con una sonrisa.

     El minuto inicial de una sonrisa cómplice que crece y se esconde entre los labios, lo mismo que una sinfonía en los primeros minutos. El preludio donde nos hemos descubierto igual a notas carnales, sucesivas, sordas, que se van entretejiendo, acoplándose en el eco rezagado o en aquél que se adelanta, dejando escapar apenas un titubeo de música, una vaga sensación de melodía siguiendo un cauce muy tenue. Sonidos previos a la verdadera ejecución, tan delgados que un aliento los transporta; una congregación de sonidos que se anudan, se tornasolan bajo el hechizo del vino, hasta formar esos palpables, prodigiosos acordes que se abren paso a torbellinos, estallan uno tras otro y van fluyendo conmigo. Apenas uno cae y se desvanece, ya otro a lo lejos se forma, se acerca, llega, acaricia, se va y vuelve.

     Y el corazón que se me sale del pecho y se escurre lentamente a lo largo de la espalda, de las piernas que súbitamente se me tornan latidos. Toda yo me quedo vibrando en un único y universal acorde repetido infinitamente, como si hubiera robado a una muchedumbre el corazón que me late.

     Y crezco, voy creciendo hasta alcanzar proporciones inmensurables, hasta no sentir dónde termina mi cuerpo, o sentirlo formando parte del aire. Porciones enteras de mi alma empiezan también a dilatarse, a temblar en pequeños espasmos y, cosa todavía más sorprendente, esos acordes me producen gustos dulces en la boca, cuyo sabor se adivina entrecerrando los ojos.

     Entonces adivino un indolente sabor a piña y aquél fresco de las guayabas que se extiende en franjas horizontales, separados ambos por un pegajoso sabor a dulce de leche, detenido largo rato en mi garganta, retomando desde allí la dirección contraria para volver a comenzar todo de nuevo. Y después el deseo continuo, que llenaba de sentido cada nuevo acercamiento.

     Ahora no podría recordar cuántas veces vi a Fidel, si de uno a otro encuentro transcurrieron días, milenios, o por el contrario se sucedieron sin pausa. Puedo, en cambio, reconstruir exactamente la sensación de eternidad que cada instante a su lado dejaba sobre mi piel, el color tibio, ligeramente dorado de la tierra y de los árboles, esas nubes que se azulan en sus ojos, el avanzar de la tarde entre las luces caídas, y Beethoven, siempre Beethoven, con la resonancia verde del pozo en el que me voy hundiendo.

     Nunca nos citamos a determinada hora, en ningún momento. Simplemente íbamos el uno al otro como de común acuerdo, como si una mano experta hubiera ido diseñando el laberinto en el que habríamos de perdernos. Y guiados por la magia, nos internamos de a poco, dando a veces la impresión de adolescentes, evitándonos otras veces, tal si la distancia fuera a salvarnos del momento clave. De ese instante preciso en que él dejará de lado el protocolo para llamarme Purita, sin rodeos.

     Hasta que esa amistad, casi arrugada de tan vieja, se transformó de pronto en un sentimiento joven, terso, transparente. Estábamos tan de acuerdo en todo. Él se plegaba tan bien a mi ignorancia, lo mismo que mis suspiros calzaban en sus certezas y nuestras soledades se acompañaban.

     Y así, poco a poco, muy gradualmente, lo fui queriendo, fui dejando que los acontecimientos siguieran su acompasado e inevitable curso. ¿Qué otra cosa hubiera podido hacer sino abandonarme a la insensata voluptuosidad de aquel vértigo dulce y espeso que parecía arrastrarme sin remedio?

     Porque yo veía acercarse el momento clave. Lo veía y lo anhelaba y lo temía. De ese modo pasaron algunos meses, hasta que un día, mejor dicho una tarde de aquel otoño, nos encontramos ante el hecho a punto de ser consumado.

     Sin saber cómo, de pronto nos hallamos instalados en una grata penumbra, entre luces cálidas y distraídas que miraban para otro lado, respirando la misma lluvia, el mismo olor a mojado. Todo lo que no éramos nosotros nos pareció entonces superfluo.

     Y ahí estábamos los dos, más allá de los mundos respectivos, en esa tierra sin nombre, en ese pedazo de lugar común que no era ningún lugar concreto, donde la realidad se había disuelto en minúsculos fragmentos y había que edificarla de nuevo, respiración por respiración, latido por latido.

     Era tan bueno estar así, transmitiéndonos tantas cosas con el simple hecho de sabernos cerca; cosas que no cabrían en imágenes, ni siquiera en gestos, que necesitan del callar para expresarse enteras.

     Tan hermoso reunir nuestros silencios en un instante de absoluto olvido, cuya duración nadie podría computar, ya que es una comunicación esencial, fuera del tiempo y del espacio. Una manera apacible de amarse.

     Así, sin decir nada, no hablando durante un largo momento, como con miedo a esa primera palabra, por tanto tiempo guardada, repletándonos la boca.

     Las lluvias de este otoño se han vuelto interminables, había dicho él, buscando un tema y un cigarrillo, y de esa llama breve, turbada, menuda, nació una poderosa luz que yo era incapaz de rechazar. Una de esas zonas totalmente iluminadas en la que sólo era audible la Novena Sinfonía, que ahora se iniciaba apenas, con notas demoradas, lentas, hilvanando una frase vacilante aún, algo insegura del camino.

     Entretanto, él me mira, me acaricia con miradas recorriéndome despacio, como quien recorre un pesebre a escondidas. Esos ojos fácilmente me seducen, aunque yo tampoco les ofrezco resistencia; tratando de esconder aquel golpeteo súbito que me sentía en el pecho, juntando mi escaso valor, levanto la cara. Veo ese cuello a pocos centímetros de mi boca, esos cabellos que van encaneciendo; percibo su olor, lo reconozco. De pronto me ahogo. Hubiera querido hablar pero no puedo; me parece que el sonido de mi voz precipitará las cosas. Acaso ya ni siquiera sabré quién soy ni qué decir.

     Entonces digo algo acerca de este tiempo loco, del día tan emboscado, tan gris, tan inestable. Busco palabras que no expresen nada. ¿Qué se le puede decir a un hombre cuando mira empapándome la piel con cada mirada?

     Le digo que se me hace tarde, le pregunto por las horas y él me dice que no importa, que esta oscuridad es prematura, un pedazo adelantado de la noche que ha traído la lluvia.

     Conviene que me vaya inmediatamente, razono, y sin embargo permito que me susurre apenas:

     ¿Una copa de vino?

     ¿Por qué no? Cualquiera en mi situación tendría en estado de shock las ideas, tendría la urgente necesidad de un largo sorbo de aquel líquido errante que hacía el servicio de arriba abajo y de una buena vez aturdir a la que demasiado reflexionaba dentro de mí.

     Pero la primera copa bastó para que la duda se disipara en sonrisas, porque con el vino soy muy vulnerable y capaz de hacer locuras de inmediato.

     Y en seguida una bruma tibia. En seguida la audacia del alcohol operando sobre mí, empezando a burbujearme dentro una euforia casi agresiva, en forma de ansiedad, de quemazón subiéndome de las entrañas, trepando poco a poco hasta abarcarme entera. Y al mismo tiempo que el calor, me subía el deseo de estar más cerca de ese hombre, más al abrigo de su piel, de su voz, de sus palabras. Hay algo que me estira noche abajo. Siento un mareo disperso y musical que es a la vez papel carbónico, porque blandamente me duplica, me hace dos veces yo. Mientras un delgado y trémulo Beethoven me roza con dulzura.

     Mientras, caigo y voy cayendo. Me caía de mi cuerpo, me resbalaba de mí misma, sin que pudiese detener ese movimiento, sin que hubiera nada que no contribuyese a aquel impulso ciego hacia la muerte.

     En un rincón de mi cerebro se encendía, sin embargo, una vaga pero persistente luz rojiza, advirtiéndome que estaba justo al borde del peligro o, quién sabe, en las puertas del prodigio, de hacer posible lo imposible. Y otro resto de conciencia me decía que si no aprovechaba esa oportunidad para salvarme, nunca más podría hacerlo. ¿Por qué esperar, entonces? ¿Qué mejor ambiente para plantear el triple gran salto?

     No sé lo que pasará en los otros; sólo puedo decir que si del polvo vengo y al polvo he de retornar, en el efímero intervalo, ¿sería tan condenable acaso un saltito?

     La verdad es que no quiero entender nada, si por entender hay que aceptar eso que llaman realidad. Lo único que deseo es seguir, vivir este aplazamiento, esta última gracia, seguir, aunque fuese abatida, hasta el vacío final.

     Supongo que a los dos se nos había subido el vino a la cabeza, ¿o era sólo yo quien lo tenía allá arriba? Lo cierto es que chisporroteaba el azul en sus ojos, tintineaban sus manos...

     Y después de sorber otro trago, pensé que el principal ingrediente de la vida era el calor, y por esa simple razón nuestro remoto antepasado descubrió el fuego, frotando dos maderos -que acaso hayan sido dos miradas- de los que surgió, al cabo de largos y pacientes intentos, una chispa que encendió las ramas secas de los alrededores, dando origen a la primera llama, y luego la sensación de espanto y de maravilla al verla. Una pequeña y viboreante llama, a partir de la cual el hombre empezaría a transitar los caminos de la historia.

     Todo comenzó hace cincuenta mil años, cuando una vez descubierto el vital elemento, las personas se congregaron en torno y apareció una intimidad desconocida, una extraña radiación de ida y vuelta, cuyo hilo conductor eran las llamas. Todo salía de allí. Todo allí se terminaba. Y de pronto tuve la certeza de que también allí acabaría mi largo peregrinaje, y que, tal vez, en aquel fuego enigmático y sagrado encontraría el sentido de mi existencia.

     Se estaba tan bien con el zumbido del agua, el calor de Beethoven y el leve murmullo de su voz diciendo:

     Hace tanto, tanto que te esperaba. He aguardado tanto este momento que ahora dudo de que sea cierto. Me gusta saberte aquí, siempre conmigo. No te vayas. Echa por tierra ese «no» que ya nada justifica. Ya no puedes seguir huyendo. Depende de tan poco, sólo basta con que digas «quiero». Que no decía y no decía, retardando la caricia, y un avance y cien retrocesos, y querer y no querer, aunque sabiendo que no podría luchar por mucho más tiempo, que el último reducto de mi resistencia se hallaba en trance de sucumbir.

     Ahora sucedería aquello, inevitablemente. Estoy como a la deriva, sin saber a qué puerto me dirijo, sin la mínima brújula que hubiera necesitado para enderezar mi rumbo, sin oponerme a la presión de su mano ni entender claramente el porqué, pero diciéndome que debía ser el vino o aquella sinfonía en la que apenas habíamos reparado al principio y que bruscamente aceleraba el ritmo; se hacía más rápida, más intensa, se hinchaba como si los instrumentos la hubieran ido preñando por el camino, y ya no se distinguían sus límites, ni su principio, ni su término.

     Suenan los violoncelos. Suenan las flautas, los primeros violines y las trompetas, desgarrándome las entrañas, como si la música me inundara el vientre, como si allí palpitaran sus acordes; hierven, crecen, me siento rodeada, circundada, envuelta por Beethoven.

     Y es entonces cuando surge, estalla la palabra reprimida, la revelación solemne y el «te amo», igual que un lamento final, quedará flotando largo rato antes de ser capturado por el silencio. Todo ha quedado inmensamente quieto. Todo ha concluido de improviso sobre cuatro acordes, quedamente, acompasadamente.

     Y mucho después de pronunciada la palabra, conservo todavía sus resonancias. La resonancia es el infinito mismo, lo que no está sujeto a medida ni termina de acabar. Y del final resurgirá el principio y de la ida empezará la vuelta. Y ya no tengo tiempo de hurtar mi cuerpo a sus manos y mi silencio condesciende y el límite está franqueado y la locura empieza.

     Cierra los ojos. No pienses. Siente.

     Sumisamente los cierro y entonces, una vez despojada de la vista, sólo me quedan los ojos de la sed para mirarte, para intuir la dirección de tus caricias, y a través de ellas sentir que es tanta la claridad del deseo, que parece pasar quemando las piernas, los muslos, el sexo. Llama ambulante. Llama que abrasa y que duele.

     Cierro los ojos, no pienso y me siento entrar a un placer muy angosto primero, después más ancho, allí donde se detiene la luz, en ese instante en que el cenit ya no está en el horizonte sino en sus manos. Como si ellas hubieran bebido un sol nocturno para lanzarlo luego sobre mi piel hasta cubrirla enteramente de reflejos.

     Siento lo que debió sentir el primer hombre en el primer contacto: una felicidad que antes no existía, que él iba creando, creando en cada placer sensaciones nuevas. El músico que hay en él improvisa, se aventura por mis calles, las recorre brevemente, repasando una y otra vez mi cuello, mi garganta, despacio, muy lento, con el ritmo sosegado y cuidadoso del que no tiene prisa, como si quisiera así evitar el acto que habría de producirse y quisiera también acelerarlo. Y avanzar y retroceder, subir y bajar, y con extrema suavidad detenerse otra vez, permitiendo que el placer fuera andando por su cuenta, se extendiese, se transformara en un torrente de placer que me lava y me bautiza mientras pasa.

     Cuando de pronto la lluvia hacía un trato con él y le humedecía los dedos, resbalando la caricia, multiplicándola, ejecutando los sortilegios necesarios para prolongar por un milenio el prodigio.

     No es la música. Son sus manos las que suenan. Manos que inventan luciérnagas. Manos que pasan y arrastran fulgores, sabiendo de mí más que yo misma, dibujándome igual que si yo fuera saliendo de ellas. Me sería imposible decir qué les falta a esas manos para hablar. Casi nada les falta porque hablan. Me dejan correr por la piel esos acordes. Me los ponen como si fueran palabras. Y en ese instante sé exactamente quién soy: reconozco mi cuerpo, lo veo, lo escucho, lo siento otra vez como si regresara a él después de un largo viaje.

     Mientras todo lo demás va perdiendo consistencia, se evapora, es aire. Parajes enteros de mi vida, la vida entera, se han disuelto en una realidad tan vaga, tan lejana, que casi me parece una ficción.

     Tampoco sé el tiempo que transcurrió. El cucú cantó las tres pero sin indicar de cuál de las tres se trataba. Entonces fue cuando supe que el cielo no estaba tan lejos como yo creía, porque de alguna extraña manera había ingresado en él, en una ingravidez lluviosa, de duración azul y casi infinita, donde no me acordaría que había olvidado lo que siempre debería recordar. Donde de pronto cesaban los minutos, maravillosamente iban cesando, retardándose uno a uno, cada vez más tenues, más suaves, como se agota una sombra, como desaparece un sueño, y empezaba aquella hora que no es de día ni es de noche, en la que sólo transcurrían sus manos. Empezaba aquel estar en todas partes sin estar en ninguna, sin pensar en nada, solamente sintiendo, o tal vez sólo pensando que necesitaría de todos los elementos del universo y ser al mismo tiempo agua, viento, arena y fuego para expresar lo que siento.

     Y luego, ese universo de improviso estaba abierto y nos fuimos internando en él para caer en nosotros mismos, en el recíproco e incansable reconocimiento, viaje espacial de nuestras pieles en conjunción tan absoluta que al unísono comprueban las aureolas de Saturno, el cálido sopor de los torbellinos marcianos, la luna hecha de plata y misterio, hasta llegar a la constelación de los labios. Cada beso es un delicioso dolor, una absorción mutua, alternadamente dos gemidos. Cada beso ahonda y explora y acaricia y lastima.

     Somos dos bocas enhebradas, un incendio, esa montaña que hemos de escalar lentamente, deteniéndonos en aquella espesura, en este rincón que huele a vainilla, a flor recién comenzada, a pan nuevo, en busca de esa unidad suprema que excede la unión de los cuerpos.

     Después ya no fue posible demorarnos más. Después todo se hizo muy rápido y la carne erguida encontró la carne abierta y la maravilla habitó entre nosotros.

     Ahora soy la burbuja que te contiene. Todos mis puntos equidistan de tu centro. Ahora estás encerrado en mí y a la vez eres mi encierro.



     No te apresures ahora. No llegues tan pronto. Espera. Déjate ir poquito a poco, deshaciéndote.

     Y me dejo llevar. Viajo en él, sobre sus piernas, sobre el temblor que va y viene. Mientras todo nace, renace, reverdece y asciende, una verdad que va subiendo a pedazos, desplegando sus colores sin freno ni pausa. Me ronda, se insinúa, me desgaja, se revela, la veo de pronto, tan cerca ahí, tan luminosa, enredada a la danza de ambos cuerpos, a ese afán impostergable de volcar en mí lo que te colma.

     Y en seguida un frenético vaivén, una carga, un lamento prolongado más allá de la razón. Para entonces sentir al mismo tiempo, con idéntica violencia, la misma gloriosa explosión, la reconciliación verdadera, la instantánea comunicación con el centro.

     Salgo de mí, irradio, resucito. Y veo la llamarada final y es roja y es sangre desatada que comienza a latir desde los pies hasta la frente y es un vertiginoso retornar al sitio de donde provengo y es crepúsculo y aurora trasladados a la unión de nuestros cuerpos, para apretar allí toda su fuerza; y es sentir por primera vez que el gozo de un hombre acentúa el mío, sin haber imaginado nunca que pudiera ser tan grande. Pero, sobre todo, es el modo más rápido de alcanzar la muerte.

     No sé si sueño o me estoy muriendo. No sé cómo se inició esto que ahora va a terminar en mi muerte, o quizá en algo peor que mi muerte, cuando me doy cuenta de que todo es inútil, ha sido inútil, que el verdadero fin es lo que ya está comenzando. Y, cosa extraña: nadie parece de pronto perseguirme; ni siquiera sé cómo estoy libre, sin ninguna vigilancia.

     Aunque un poco de reflexión me bastó para comprender que mi idea anterior de estar perdida en medio de un tribunal tenía que ser errónea, ya que la Inquisición, en cualquier caso, no me hubiera condenado a una muerte tan placentera.

     En cambio, podría jurar que lo de Fidel me sucedió punto por punto. Todavía me duele su amor en todo el cuerpo. Todavía respiro afanosamente.

     Y si por casualidad alguien insinuara la sospecha de que lo mío ha sido un sueño, o acaso menos que eso -puesto que a nadie le está dado retener sino una parte infinitesimal de lo que vivió dormido: voces veladas, caras difusas, algunas pocas palabras-, a ese alguien yo le diría que sí, que es cierto. Es quizá ínfimo lo que de allá traemos, pero a la vez algo precioso. Sobre todo si la cara que soñamos corresponde a la que estamos viendo fuera del sueño. Sobre todo si muy cerca de mí hay un disco de Beethoven todavía sonando, una lluvia haciendo exactamente lo mismo, una botella casi vacía de vino y dos copas.

 

 

 

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