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JOSÉ SANTIAGO VILLAREJO (+)
  HOOOHH LO SAIYOBY - Cuento de JOSÉ ANTONIO VILLAREJO


HOOOHH LO SAIYOBY - Cuento de JOSÉ ANTONIO VILLAREJO

HOOOHH LO SAIYOBY


Cuento de JOSÉ ANTONIO VILLAREJO


I

Recién llegado al frente de batalla, Ranulfo Ledesma era uno de los tantos extranjeros agregados a las filas paraguayas, en su lucha contra Bolivia. Según las lenguas enteradas, había sido oficial de complemento en el ejército español y, con posterioridad, contador en una casa porteña bastante conocida.

¿Otros datos? Fuera de los ofrecidos por su apariencia física, ninguno.

De regular estatura y apreciable reciedumbre, su descuidada indumentaria castrense permitía adivinar un fornido cuerpo de atleta, cuya granítica cabeza, de orejas levemente deformadas y cortos cabellos enhiestos y rebeldes, exhibía un tostado rostro macizo, muy parco en ángulos. La nariz, algo achatada, hundía sus concavidades en un coquetón bigote, semikaiserino por lo empingorotado de sus guías, y se desdibujaba bajo el cerrado entrecejo, ceñido por dos ojos negros de verduzcos reflejos. Era, en suma, un tipo simpático; agriamente, toscamente simpático.
 
Llegado, casi a ciegas, a la capital paraguaya, pronto halló quien lo guiara en sus recorridas. Y, merced a la recomendación de sus brillantes documentos, logró, en breve plazo, la graduación de oficial.

Como Teniente Segundo de la Reserva, en comisión, arribaba a la línea de fuego. Destinado ya a aquel regimiento, al día siguiente se haría cargo de un pelotón. Esa noche, en corrillo circunstancial, charlaba con un compañero paraguayo, cetrino y barbilampiño, mientras, en democrática y fraternal camaradería, seis o siete hombres de tropa allí acurrucados, intervenían frecuentemente en el diálogo.

Sobre todo el sargento Gómez, gigantesco personaje de piel tirando a negra, gruesos labios y grueso bigote, trotatierras huidor de revoluciones, y voluntariamente alistado en los yerbales brasileños para esas luchas más cruentas.

Marzo dormitaba sus primeras horas. Según los almanaques, el verano aun vivía, pero las noches chaqueñas iban volviéndose más y más desapacibles. La parte inverniza del otoño, adelantándose, llegó a trasplantarse a la estación precedente. El sutil vientecillo y la fresca temperatura prohijaban esos corros en que, a falta de fuego, por la proximidad del enemigo, la charla hacía de substancial calorífero.

Ledesma era el blanco de todas las miradas. Siempre se observa, cuando no con simpatía, con extrema curiosidad, al Quijote defensor de ajenos intereses. Su escasez los destaca donde se posan, tanto en el éxito, como en el fracaso, como en la monótona vulgaridad. Que los hay de las tres condiciones, como también los hay vulgares Sancho Panzas. Ese observar meticuloso de quien a nuevos pagos se allega con los fines antedichos, semeja un examen anticipado de cualidades, un previo sopesar de probables actitudes. En la parla, en los gestos, en el carácter, se quieren adivinar los resultados, el rendimiento del hombre, y cualquier ademán imprevisto, cualquier movimiento seminervioso, se achacan generalmente a motivaciones inexistentes.

No escaparon tales consideraciones a la perspicacia del oficial voluntario. Ni tampoco escapó a su criterio la necesidad de un enredado séquito de inmediatas explicaciones:

-Vengo a ayudarles, no sé exactamente por qué. Quizás por espíritu aventurero; quizás por la bondad de su causa. Carezco de razones precisas, claramente explicables... ¿Desesperación por algo...? No: no soy un desesperado, y lamentaría perder la vida... ¿Cuál es, entonces, el motivo de mi actitud?... Repito que lo ignoro: únicamente puedo decir que nunca hubiera ido a ayudar a Bolivia.

En ese momento se oyó, lejana, la explosión de un morterazo. Callaron todos, en inútil expectativa.

El oficial cetrino y barbilampiño turbó, al rato, el amplio mutismo:

-Amigo Ledesma: usted está con nosotros, y eso es lo único que vale.

Gómez, el sargento casi retinto, pareció farfullar algo entre dientes. Algunos soldados se rieron a su lado.

-¿Qué pasa?

-"Mbaebé" -nada-, mi teniente-, replicó Gómez, poniéndose serio.

Fruncióse la frente del jefe, con leves arrugas de enojo:

-Está mal reírse y ocultar el motivo.

Entonces el morenazo, con reciura, pero humilde, explicó la escueta hilaridad de los muchachos:

-Yo dice recién que al teniente español no le gusta ésto cuando viene lo "saiyoby", o lo "yacaberé", o cuando tenemo que pelear. Y1a mitá" se riénse por eso.

-¡Oh- repuso Ledesma, con leve sonrisa forzada-; ya veremos; ya veremos!... ¿Pero qué es eso de "saiyoby" y "yacaberé"?

Le explicaron. Fue un soldado, un soldadito pequeño y muy fino, pero con clara apariencia de fortaleza rotunda:

-"Saiyoby" es un bicho... un bicho... un pájaro... "saiyoby" es la bala... "Shuí" silba las bala al correr. Así el "saiyoby" es pájaro azul, grande como... como el cardenal, ese bicho cabeza colorado. Encima, el lomo y el ala, es azul... Por abajo, el pecho es... el color del pecho es parecido como ceniza... El "saiyoby" le gusta comer fruta, sólo come fruta... Por aquí no hay "saiyoby": los pájaro, ¿entiende?... No hay "saiyoby" porque no hay fruta...

Concluida su perorata explicatoria, el soldado respiró con estruendo, mientras Ranulfo Ledesma comentaba:

-Es curioso eso del silbido idéntico al de las balas.

El otro oficial intervino:

-Si no idéntico, parecido... Ese nombre: "saiyoby” es una contracción de "sai", pollera, y "jhoby", azul. Pollera o traje azul, pues el guaraní carece de equivalente exacto para "traje". Muchos afirman que el nombre del pájaro es "sayocby"; otros, que "saiyoby"- la primera "i" latina con diéresis, igual a la "y" griega. -Así la contracción es menos patente... Sea como sea, aquí no llegan más "saiyoby" que las balas perdidas.

-No importa -dijo Gómez. -Hace daño siempre. Igual que en la otra ala y el centro no, pero ya atacará lo boliviano a nosotro. Y la bala perdida también hace daño.

Vino de perilla en tal momento la narración de diversos sucedidos, iniciada por un ordenanza: A cierto compañero se le había encajado, en la manta, doblada sobre su pecho, una bala perdida. A otro se le había metido en la bolsa de víveres, incrustándose en un riel, repleto de proyectiles. Al mismo teniente Ramos...

-A mi teniente Ramos- interrumpió Gómez, señalando a su jefe- le golpeó una bala en un árbol que tenía en la cabeza.

-¿Tenía un árbol en la cabeza? -bromeó Ledesma.

-No; la cabeza en el árbol... en el tronco -prosiguió imperturbable el archimorocho-. Encontramo allí la bala. Si no lo mata.

-¿Si no la encuentran lo mata? ¡Cosa rara! -continuó bromeando Ledesma, a quien le había entrado la vena del buen humor. E, instintivamente agachó la cabeza y encogió el cuerpo. Acababa de pasar un "saiyoby". Por muy templado que uno sea la reacción es natural

-¡Ehépaaa, lo "saiyoby", mi teniente Ledema! -alborotó Gómez, con inmediata ironía.

Silbaron más balas perdidas, altas y bajas, colándose por entre ramas y árboles, desgajando ramitas, rebanando hojas, ramoneando a su placer. Allá por el centro se combatía fuertemente.

Gómez semejaba estar en la gloria:

-¡Hooóhh, lo "saiyoby"!. .. !Hooóhh, lo "saiyoby"! -repetía y repetía.

Quizás su entusiasmo no fuese muy de apreciar, pues él se hallaba sólidamente protegido por conciso parapeto.

Al rato cesó el tiroteo.
 
-Habrá sido por las ametralladoras -supuso un soldado.

Y, de nuevo, ante las preguntas de Ledesma, le explicaron: Frente a las posiciones del regimiento X, distante un kilómetro, yacían dos ametralladoras pesadas. Los bolivianos, al fracasar en un ataque, allí las habían abandonado. Era el lugar una limpiada. A este lado, las trincheras paraguayas, formando un gran ángulo succionador. Al frente, el monte lleno de bolivianos. Y las ametralladoras, objeto del deseo de los dos, eran celosamente custodiadas por la vigilante atención de varias otras.

Así resultaba de peligroso el tratar de rescatarlas o conseguirlas. Bolivianos y paraguayos lo procuraban inútilmente, y, la mayor parte de las veces, fatalmente. El plan de fuego de ambos enemigos, bien tejido y trabado, permitía bañar de mortales confites las dos piezas.

De noche, cuando la obscuridad hacía imposible la visión, iban las balas, con intermitencia sagaz y continuada, a inspeccionar lo que ocurría.

Bastantes se habían atrevido, del lado guaraní. Muy pocos regresaron.

Y las ametralladoras continuaban en sus sitios.

Concluía su explicación el narrador, cuando llegó, apagada, la detonación de un cañonazo. Después, acercándose vertiginosamente, el silbido característico de la granada. Era atractivamente inquietante su aguda entonación en "i", con cambiante posterior en "u".

Pasó el bólido sobre el grupo. Cien metros más atrás, explotó con estruendo fantástico. Percibiéronse nuevos silbidos turbadores: los de los cascos de granada. Ningún grito, ninguna señal de haber dado en blanco apreciable.

-¡Hooóhh, lo "saiyoby"! -gritó el casi retinto sargento-. ¿Sabe? -añadió, movedizo, mas sin cambiar de lugar, y dirigiéndose a Ledesma:

-Lo "yacaberé" es pájaro ligero, vuela allá arriba y después se tira de cabeza y viene al suelo... no baja en lo árbol. Mete ruido como granada cuando va volando. Es negro... así como la tierra, como la ceniza también pero más negro... Overo, feo animal, pero lindo...

De nuevo alborotó, en la lejanía, el fragor del combate. Repentinamente, casi sincrónicamente, la artillería de ambos ejércitos arreciaron su labor. Las ametralladoras palpitaron en cien sitios, y la fusilería indicaba miles de dedos gatillando presurosos y afiebrados.

-Ahora no es juerte como el otro día -murmuró un muchachuelo.

-Y falta lo avión -agregó otro.

-¡Hooóhh, lo aeroplano cuando pone huevo! -comentó Gómez.

Mientras tanto, y en idea repentina, se le había ocurrido a Ledesma la posibilidad de una sorpresa por parte de los bolivianos. Preocupado, insinuó su ocurrencia al teniente Ramos. Este lo tranquilizó pronto:

-Tenemos puestos de escucha.

-Pueden arrollarlos, y caernos encima, sin darnos tiempo a nada.

-No: los oiremos a distancia; necesitarán abrir piques o seguir los nuestros. Si malo aquello, ésto peor, pues todos son batidos por nuestras ametralladoras.

"Ametralladoras"... "Ametralladoras"... Desde que supo de las dos abandonadas, hurgaba en lo subconsciente de Ledesma una loca ambición: ir a recogerlas. Casi sin darse cuenta, aceptábala unas veces y rechazábala otras. Al arremansarse temporario seguía un fervoroso insistir, batido al rato por un prudente acallar tan desaforado propósito.

Así, y sin tregua, iba forjándose en la mente del oficial un contrastar de probabilidades y dificultades, un calcular de ventajas y desventajas, un acostumbrarse a la idea del seguro peligro, un reflexivo decidirse a correrlo en el temerario intento. Nada había de hirviente en su pensamiento. Sereno estaba su ánimo. Áspero estaba su ánimo. ** -¿Por qué, entonces?

El mismo se lo preguntaba, inútilmente.

¿Afán de sobresalir, de recompensas, de ser héroe?... Quizás. Mas era el caso que nunca pensaría cotizar, de llegar a ciertos, esos resultados del riesgoso lance.

¿Acaso respaldaba su actitud la blanca sombra de alguna linda muchacha? Pocos escapan a su influjo, pero en él, conscientemente, no llegaba a tanto.

Sin hipérbole, iría, si iba, porque sí. El "porque sí" fatalista de tantas acciones heroicas y de tantos rotundos fracasos.

Con súbito sobresalto, con intuitivo temor a este desfogue de férreas cavilaciones, quiso apartarlas de su mente.

En procura de distracción, atisbó los alrededores. A dos metros de distancia, apenas se distinguían borrosas formas, los perfiles se esfumaban, y los cuerpos iban sumergiéndose en la oscuridad.

Recordó su curioso recorrer del sector, durante la tarde, y ligó su recuerdo a las explicaciones de Ramos: "Es verdad. Infeliz del que se meta ahora, aún conociéndolos, por estos terrenos. ¡Qué laberinto y qué cámara de las torturas! ¡Si el Chaco fuera sólo éste!".

El mutismo general llamaba al sueño. Con apagados bostezos, la gente empezó a levantarse y a irse en silencio. Uno tras otro, los circunstantes fueron dispersándose. Casi al último, un tímido "Buenas noches" del más cumplido. Pronto quedó el claro abierto en el monte por el hacha y el machete, sin más moradores que los dos oficiales y el sargento Gómez.

-Y bien, amigo Ramos -dijo Ledesma-Usted ha de estar cansado. Imítelos.

-Vamos -contestó el otro, incorporándose.

Apresuró el español sus palabras:

-Yo pienso quedarme un rato más.

-Entonces le acompaño.

Ledesma insistió con firmeza:

-Nada de cumplimientos, amigo Ramos. Veo bien que está usted muerto de sueño. Sin duda durmió poco anoche.

-Es verdad: estuve de ronda.

-Entonces a la cama. Pronto lo alcanzaré.

Ramos, que en realidad sólo deseaba obedecer, tardó poco en decidirse:

-Bueno: me voy al "tucatuca".

Y se metió en el nido subterráneo, tan pintorescamente llamado como recuerdo de cierta especie ratonil, con pintas de conejo, eximia zapadora, y no menos eximia en la fortaleza de sus afiladísimos dientes.

Gómez, con un estruendoso bostezo, fue a tumbarse en un hoyo individual, que podría servir de perenne hoyo sepulcral para cualquiera, dadas su hondura y hábil exiguidad.
 
 
 

II


Esa misma noche, al llegar, después de mil peripecias, a las trincheras del Regimiento X, frente a la explanada trágica, y concluida ya la reciente zarabanda, Ledesma topó con Roque Irueta, compatriota venido con él al Chaco.

De inmediato creyó ver cierta burlona tendencia en la mirada de los pocos soldados vigilantes, mas, atento sólo a sus propósitos, expuso a aquél sus intenciones. Recibiólas Irueta con manifiesta repulsa, pero tanto insistió el hombre, que fueron a ver al Jefe del Regimiento.

-A lo mejor está durmiente -murmuró Irueta, mientras se dirigían al Puesto de Comando.
 
Ledesma replicó.

-A lo peor...

-A lo mejor.

Sin dignarse continuar la pugna, el recién llegado preguntó:

-¿Y qué puesto tienes por aquí?

Su interlocutor, con alguna turbación, pareció vacilar un instante:

-...He estado en la línea.

-¿Durante el batifondo de hace un rato?
 
-Sí.

-¿Y qué tal?

-...Bien...

Estaban ya junto al P .C. del Regimiento, rancho de grietosas paredes de barro, techo de espartillo y breve corredor delantero ornado con dos toscas columnas de madera. Por su única ventana salía una difusa luminosidad.

-Estará leyendo -dijo Irueta.

-Entonces podrá recibirme.

Dieron vuelta a la casa, buscando quien los hiciese entrar. Nadie. En otros ranchos cercanos, el rumor de muchos ronquidos.

-¿Y si los despertamos? -consultó Ledesma.

-¿Estás loco?... Para una cosa así podemos esperar hasta mañana

Ledesma se sulfuró:

-¡Pues yo tengo que hablarle esta noche!

-¿De eso? ¿Solo de eso?

Probablemente, la frase que estuvo a punto de partir de los labios de Irueta habría provocado un grave incidente entre ambos, pero, para su bien y el contento del proyectista, en ese momento salió un soldado del rancho.

Enseguida lo llamó Ledesma:

-¡Eh: soldado!

El hombre, que
portaba un "parapití" de regulares dimensiones, se volvió hacia ellos, cuadrándose con torpeza al percibir a los dos oficiales:

-¡A su orden!

-Quiero ver al comandante.

-El comandante está tomando mate, mi teniente.

-Mejor que mejor. Entre a avisarle que estamos aquí.

El soldado rumió un instante algunas reflexiones:

-Mi teniente. "Ejhaãromina sapyaité; aruveta la ÿ jha upey a momaranduta" (Espere un momentito; voy a traer más agua y entonces le aviso)

Y los dos oficiales, limpios en absoluto de todo conocimiento guaraní, lo vieron alejarse con asombro.

-¿Qué ha dicho? -preguntó Ledesma a su compañero.

-¡Qué sé yo!
 
 

III


Hablaron un largo rato con el comandante del regimiento. Entre mate y mate servidos con paciencia evangélica por el soldado del "parapití", expusieron el uno sus proyectos y los otros sus objeciones. Pero nada convencía a Ledesma.

-Voy a probarlo, mi Mayor.

-Estoy seguro de que es inútil. Todas las veces que hemos tratado de conseguirlo, fracasamos. Usted no ha venido para perecer de muerte tan oscura.

-Mi Mayor: yo no he venido para morir, sino para pelear. Sonrió el jefe:

-Entonces no insista en ir. Pero el otro machacó:

-Estoy seguro de que he de traerlas. Con tres cuerdas suficientemente largas, vendremos para las trincheras las ametralladoras y yo... Iré atado: no querría quedar en poder del enemigo.
 
El Mayor lo miró con fijeza:

-¿Ve cómo usted mismo teme que le vaya mal?

-Yo no lo temo, mi Mayor... Pero podían ocurrir muchas cosas. De pronto, el Mayor pareció caer en el "quid" del asunto, y golpeándole afectuosamente un hombro, le dijo:

-Amigo: creo adivinar su desazón y sus deseos... Tendremos las cuerdas dentro de media hora.

La subsiguiente turbación de Irueta, al recibir de su jefe el ofrecimiento de un puesto en su PC., menos cercano, por tanto, a la línea de fuego, y la insistencia del Mayor, cortés pero decidido, agregadas al frío recibimiento de momentos antes, hicieron sospechar a Ledesma el motivo del visual titeo de los soldados. Y, rapidísimamente, adivinó que a tales fundamentos se habría de atribuir siempre su hazaña. Las mismas conjeturas del Mayor lo atestiguaban.

Estuvo a punto de retractarse, disgustado: "¿Qué tendría que ver él con Irueta?".

Pero pronto, con ese ingenuo fatalismo que le iba empujando poco a poco hacia el peligro, aceptó, indiferentemente, la estúpida coincidencia:

"¿Qué más me da?".
 
 

IV


Ledesma regresaba malhumorado.

Todos sus esfuerzos habían sido inútiles. Tras mil peripecias, hasta amarrar las ametralladoras y regresar indemne a las trincheras, una de aquellas había quedado trancada en cierta hendidura del terreno, y la cuerda de la otra, rota por inoportuno disparo -inoportuno, pues fue paraguayo-, se trozó en el camino.

-¡Gringo "pyhá guazú"-gringo corajudo-, habían dicho los soldados, mirándolo admirados, a su vuelta de la aventura.

"¿Qué le importaba eso?... ¿Qué le importaba nada?... ¡Váyase a la...!

Aspiró profundamente. Hedía. Cariñosamente, los soldados habían aportado un poco de agua sacándola de sus caramañolas, en una intención de afectuosa limpieza. Pero aún hedía.

Recordó la aventura mientras caminaba.

La difícil salida de las trincheras, estorbada por la ramazón que cubría toda la línea: hasta allí habían llegado los bolivianos en recientes ataques, después de replegarse precipitadamente al primer amago de peligro -contradicción frecuente en esta guerra-, y dentro de aquel contiguo nido de ametralladoras murió uno de sus sirvientes, víctima de mediano casco de granada.

Después, el engorroso deslizarse, reptando por el suelo. Habíanle hecho la advertencia, innecesaria por cierto, y en ella se escudaba "in mente". Porque, en momentos, sentía veleidades de marchar de pie. Tuvo suerte en el arriesgado viaje.

Fue un arrastrarse con las rodillas, con los codos, lleno de angustias. Aciagos presentimientos lo invadieron cuando dejó las líneas paraguayas. Y mientras mil ojos, que para verlo se habían despertado, trataban de hender las sombras pretendiendo contemplarlo, él iba pensando: "Me ven... me ven..."

Con caótico temor al enemigo.

Traspuso varios obstáculos, zigzagueando entre tendidos cuerpos putrefactos, con los nervios en desquicio, temblando a veces convulsivamente, siempre hacia adelante.

Se orientaba desatinadamente, obsesionado por la idea de llegar y regresar pronto.

Tenía un miedo pánico. Pero avanzaba.

Y al sonar de cualquier tiro, percutía en su mente esta otra idea: "Me dan... me dan...".

En ocasiones, tentaba un estúpido zafarse de las balas mediante rápidos esguinces; en otras, con afligida perplejidad, se consideraba extraviado, mas, en medio de todos estos pavores, persistía su indómita resolución de llegar.

Inopinadamente, dio de bruces con una de las ametralladoras. Y le invadió tal alegría, que necesitó hacer tremendos esfuerzos para impedirle escaparse por la boca en forma de nerviosas risotadas. Sin mucha tardanza, se oyó el repicar de una automática boliviana, e innúmeras balas silbaron en los oídos de Ledesma. Pegado al suelo, ocultándose al socaire de ligero montículo, estuvo el oficial hasta que cesó la maldita su horrísono trabajar de Averno.

Después, sus manos trémulas ataron una cuerda al herrumbrado trípode. Pronto se puso tensa: parecían tirar de ella. Invadióle un frío sudor: "Con tal que a esos estúpidos no se les ocurra querer llevársela

Si lo intentaban estaba perdido, pues el rumor avivaría la enemiga desconfianza.

Aumentaron sus bríos al ver que la cuerda, permaneciendo tensa, no continuaba su tironear. Y, en reacción extravagante, marchó, sin recatarse gran cosa, hacia donde suponía encontrar la otra máquina guerrera. Hallándola, se aferró a ella. Genuflexo, la esclavizó bajo el yugo de la segunda cuerda.

La suerte se le mostraba propicia: ningún enredo, ningún tropiezo, pocos disparos.

Esa reflexión le dio ánimos. En audacísimo arranque, inició el regreso, erguido el cuerpo, a las trincheras. Cada paso en firme iba asentando en él la convicción de su buena estrella.

Así anduvo cautelosamente, con el miedo alentando de continuo sobre su cabeza. Y en uno de los altibajos de ese desquiciamiento, fallóle el resorte de la precaución e inició una carrera desaforada.

De inmediato captaron los bolivianos el tamborileo de sus pies contra el suelo. La alarma originó un prudente malgastar de proyectiles. Azorado, Ledesma se arrojó al suelo.

Y de línea a línea se inició un feroz cambio de obsequios. Funcionaron a uno y otro lado las ametralladoras y los fusiles. Hasta los cañones despertaron, soñolientos, lanzando sus bostezos infernales.

No muy lejos de Ledesma explotaron algunas granadas de mortero. En todo el frente se arrojaban, pero a aquél se le ocurrió ser el único blanco de sus enconos. En una inmovilidad absoluta, ni siquiera sabía dónde se hallaba. Pero, poco a poco, empezó a notar, bajo su cuerpo, las fofas y viscosas formas de otro, también humano, disgregándose en su podredumbre. Una rara sensación de humedad bañó su epidermis, y un olor insoportable invadió su pituitaria.

El asco, el espanto, lo levantaron en vilo, para dejarlo caer un paso atrás. Enfrente quedó el muerto: pobre indio, cuya boca, en tremebundo gesto de desesperación, le daba apariencias de airado simio, al aire los dientes y contraídos los gruesos labios. La mano derecha, cercana a las sumidas facciones de la momia, se engarabitaba engarfiándose en el aire. El brazo izquierdo, tendido junto al cuerpo, concluía en un crispado puño. Era un esqueleto con gusanos y piltrafas putrefactas, envuelto en roído uniforme amarillento. En el vientre, una cavidad, y la cavidad llena de agua. Extraño pozo, pues el agua era de lluvia. Un pie, sin zapatón, con la piel desprendida, inflada, sin carne. Proyectiles esparcidos en el suelo. Una gorra aplastada bajo un muslo.

Los cohetes luminosos, con su resplandor, iluminaron el macabro despojo.

Ledesma se tapó la cara, horrorizado, y empezó a lanzar sordos quejidos, perdido el control de sí mismo: "Me duele el alma... Me duele el alma...".

Y las balas silbando por encima. O alguna ametralladora erraba la dirección o habían visto a Ledesma, pues a su lado iban marcándose multitud de impactos. Ni se doó cuenta.

¿Cómo llegó a la trinchera?

Apenas podría decirlo. Recordaba brumosamente su lento arrastrarse, el evitar la barrera de puntiagudos palos, sus maldiciones a quien la colocó, el hallazgo de una brecha, lista para las salidas -él había dicho al Mayor que por ahí podían pasar las ametralladoras, y que si se enredaban, volvería a desenredarlas-. Y después, la llegada a las trincheras, pausada, calmosa, entre el entusiasmo de la gente, y en actitud que mucho tenía de ficción. La suciedad, la porquería, disfrazaban su palidez, su mirar vacilante y falso, su flojera. Su voz alterada y algunas frases sin sentido, se atribuyeron al sumo cansancio y a la emoción suma.

Todos acudieron a limpiarlo, o a felicitarlo, en medio de frases admirativas. Y mientras los oficiales le daban sus parabienes, con términos más o menos selectos, los soldados gritaban:

"¡Gringo pyhá guazú!... ¡Juuuh, gringo pyhá guazú"!...

Y uno de ellos, que en ese momento mascaba su "naco", le profetizó:

-"Remanó hy riré, nde remanó veima"-Si no has muerto, no morirás más-
 

V


Eran las cinco de la madrugada, un ligero claror empezaba a dibujar las formas. Algunos pájaros, espaciados en el tiempo y en la distancia, cantaban ya sus saludos a la amanecida.

Gómez acababa de levantarse. Una necesidad impostergable lo tenía en cuclillas, lanzando de tanto en tanto angustiosos gemidos, cuando apareció Ledesma. Venía pisando fuerte, y tarareando, entre dientes, una vieja canción.

-Mi teniente...

Detúvose Ledesma, buscando a quien lo llamaba.

-¿Quién es?

-Sargento Gómez. Por ahí va equivocado, mi teniente.

-¿Sabe adónde quiero ir?

-No... Pero está volviendo al "tuca".

-Estoy yendo.

El sargento expresó su asombro:

-¿Aún no jué?

-Aún no fui.

-¡A la gran flauta...!

La tranquilidad del campo de batalla se veía turbada, de rato en rato, por tiros aislados. Pero la Muerte descansaba.

De súbito, en el silencio de la contornada se destacó el sollozar de un "saiyoby".

-¡Hooóhh, lo "saiyoby"! -se lamentó el sargento-. Ahora, por la premiosidad del apuro, se hallaba desamparado. El susto le hizo sentarse. Sus ampulosidades se tiñeron de algo tibio, pegajoso. Un olor acre, molesto, se esparció por las cercanías. Al mismo tiempo, algo se desplomaba con violencia.

-¡Qué puerqueza, mi teniente! -se quejó el moreno-.

Ledesma ya nunca podría contestar. Preguntadle el motivo al "saiyoby". O a la Muerte, que aún no había estado satisfecha, a pesar de la flamante profecía.
 
 
Fuente: CUENTO PARAGUAYO. Selección e introducción: ROQUE VALLEJOS. Colección: Hacia un País de Lectores (2). Editorial El Lector, Director Editorial: Pablo León Burián, Asesor Editorial: Roque Vallejos, Ilustración de tapa: Juan Moreno, Asunción-Paraguay 2002. 126 pp.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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