EL ARTE DE SER LECTOR
Por Adriana Almada
Escritora, crítica de arte, curadora.
La celebración de la semana del libro ha renovado la conversación sobre ese vínculo íntimo, único, entre escritor y lector: la lectura. Esta operación que conecta dos universos simbólicos ha conocido formas diversas. Desde aquellos bandos reales que se leían en las plazas públicas o las narraciones en voz alta que se oían en los monasterios medievales, a la lectura silenciosa solo posible gracias a la democratización de los procesos de impresión o la lectura interactiva que hoy permiten los dispositivos digitales, ha corrido demasiada agua bajo el puente.
Mucho se ha analizado la relación entre quien lee y quien escribe. Este nexo, que atraviesa el tiempo y el espacio, es quizás una de las experiencias más complejas de la mente humana. Es la experiencia misma de la representación, construcción esta que puede operar como medio y fin, como herramienta y obra.
¿Con quién dialoga el autor mientras escribe? El texto debe ir hacia el lector, buscarlo, probarle que lo «desea», dice Barthes. Seducirlo. Y lo traduzco: «Esta prueba existe: es la escritura. La escritura es esto: la ciencia del gozo del lenguaje, su Kamasutra (y de esta ciencia no hay más que un tratado: la escritura misma)» [1].
Autor y lector tienen una relación necesaria. Alberto Manguel cuenta que para Whitman «texto, autor, lector y mundo se reflejaban recíprocamente en el acto de leer, acto cuyo significado él ampliaba hasta abarcar toda actividad humana y también el universo en el que todo ocurría […] Decir que un autor es un lector o un lector un autor, ver un libro como un ser humano o un ser humano como un libro, describir el mundo como texto o un texto como el mundo, son maneras de nombrar al arte de ser lector» [2].
¿Qué es, pues, un libro? El libro es el habitáculo donde esa relación se consuma. Es el cuerpo del deseo. La lectura es tacto, trayecto gozoso. Desde luego, y volviendo a Barthes, hablamos de «textos de placer», un placer que no necesariamente surge de lo liso, suave, pulido, sino que se regocija en rupturas y colisiones, un placer que transita bordes extraños, agudos, abruptos.
La lectura es un acto físico. La palabra, aún en silencio, activa células, remueve humores, estimula, enardece o debilita. Hoy, aislados, privados de tacto como estamos, inhabilitados para manifestar con el cuerpo los afectos, la palabra es quizás lo único que nos queda. No en vano, y si nos ponemos apocalípticos, el último gesto de un reino en peligro seguirá, si es necesario, un instructivo formulado en palabras: la famosa (y misteriosa) Letter of last resort que los ingleses guardan tan celosamente.
Pero volvamos a la palabra poética, y a la valiosa advertencia de Octavio Paz: «Hemos olvidado que la poesía no está en lo que dicen las palabras sino en lo que se dice entre ellas: aquello que aparece fugazmente entre pausas y silencios. En los talleres de poesía de las universidades debería haber un curso obligatorio… aprender a callar» [3]. Adiós a los artificios y estridencias. En tiempos aciagos, palabras precisas. Honestas.
Notas
[1] Roland Barthes. Le plaisir du texte, Paris: Éditions du Seuil, 1973, p. 13.
[2] Alberto Manguel. Una historia de la lectura, Bogotá: Grupo Editorial Norma, 1996, p. 225.
[3] Octavio Paz. «Elizabeth Bishop o el poder de la reticencia», en In/Mediaciones, Barcelona: Seix Barral, 1979, p. 105.
Fuente: www.elnacional.com.py
Sección CULTURA
Domingo, 25 de Abril de 2021
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