EL SOBREVIVIENTE
Relato de PRINCESA AQUINO
“La patria no es la tierra, los hombres
que la tierra nutre son la patria”
Lo recuerdo ahora con esa sonrisa hecha mueca de dolor, de espanto, de guerra congelada en el rostro. Tanta tragedia le ganó la sonrisa. A menudo inician la discusión diaria con el mismo nombre —Gabriela—, es como un ritual con el que tienen que cumplir como la misa misma, es la comunión diaria entre Ernst y su esposa Erika:
—La culpa fue tuya, no debiste darle permiso.
—Era joven, tenía que divertirse.
—Ya te lo dije muchas veces, yo no estuve de acuerdo en ningún momento.
—Sí, si ya sé.
—Sabía que algo así iba a ocurrir. Desde el accidente de Martín siempre temí que esto sucediera.
—La culpa también fue tuya, pudiste haber dicho que no.
—¿Cómo iba a hacerlo? Hubiera sido restarte autoridad, si ya le habías concedido el permiso sabiendo que a mí no me gustaba que maneje. ¡Hacía apenas unos días que había obtenido la licencia de conducir!
Una y otra vez, echándose mutuas culpas, culpas que no son tales, porque ¡quién tiene la culpa del destino! ¿Quién puede tan solo prever si mañana habrá paz o guerra?
Esta era hoy la vida de Ernst. Él había nacido por esas incongruencias de la vida en una tierra exuberante, regada con la sangre del nativo, conocido como indio, indígena, aborigen, tierra que recomponía el color de esas entrañas en su paisaje, y hacía que la diversidad de hojas, flores, aromas, embriagaran al hombre con el perfume enérgico de la libertad. Lo convertían en un coloso, valiente y heroico. El Paraguay.
Allí desde pequeño, había visto pasar a los hombres en pos de un ideal, recordaba:
—Cuando veía correr a esos grupos armados, gritando “REVOLUCION, REVOLUCION”, mi padre solía izar la bandera —por ese entonces todavía era la del Káiser— en nuestra casa, por lo que los revolucionarios creían que era una embajada y no nos molestaban.
Todas esas memorias de niño estaban latentes en el, aún hoy y al recordar ese pasado, el instante de felicidad y gozo que le embargaba el alma, se reflejaba en sus ojos.
Oh, cuán distinto pudo haber sido su pasado. ¿Por qué el destino se ensañó con él convirtiéndole en blanco de tantas tragedias? ¿Quizá no tuvo tiempo de repartir la carga?
Por no sé bien qué motivo, mi padre se separó de mi madre, tengo entendido que ella era una germana de muy mal carácter —seguía recordando—. Volvimos a su tierra natal, Alemania, mi padre también era alemán, y nos instalamos allí, donde una vez finalizada la etapa escolar, ingrese a la WEHRMACHT, donde me prepararía para servir a mi patria de sangre. Había completado el informe referente a mis antepasados arios.
Era Obertent, y estaba imbuido desde siempre con el espíritu de guerra, de lucha por los ideales, por las convicciones, por la falta de temor ante los dolores físicos, aún frescos en mí los recuerdos de los guerreros paraguayos, que se me representaban como sueños, envuel tos en nieblas de misterios. Sabía que estaba llegando el momento para el cual nos habíamos formado.
Las cosas no estaban del todo bien. En el ejército se hablaba de la anarquía en que vivíamos, y cada uno se preparó para exaltar a la patria.
1938 —Todo marchaba sobre ruedas. 1941, las cosas tomaban un rumbo distinto del que nos habíamos propuesto. En el ejército algunos empezamos a ver desfigurarse nuestra meta. Algunos soldados decidimos que el Führer ya no estaba en condiciones de conducir la guerra. En el operativo para eliminarlo éramos bastantes, uno de los que debían asistir a la reunión con el “Conductor Führer” llevaría una bomba en su maletín, para dejarla cerca de él. Así lo hizo, pero el plan había fracasado. El Führer resultó ileso, aunque nadie lo sabía y se difundió la noticia de su muerte. Al saberlo, comenté en mi grupo que era una buena noticia, dado que las reformas habían adquirido un rumbo distinto. Entre los del grupo había un oficial de las SS infiltrado, quien al oírme saco su arma y me disparó a matar, pero la bala no salió.
¿Fue quizás esta también otra burla del destino? Mis camaradas evitaron que volviera a disparar. Pasé a ser un preso más, comiendo cualquier cosa para sobrevivir. Allí entendí lo que era el ingerir sustancias de cualquier naturaleza para que el cuerpo no perezca. Mi cuerpo, mi contenedor, mi ataúd mientras vivo, el que se desintegrará en otro ataúd distinto cuando muera.
Pasó la guerra y fui liberado, traicionado, engañado. El signo de la vergüenza fue moneda corriente con la que nos pagaron a los que sobrevivimos. Porque algunos como yo fueron rescatados varias veces de las fauces de la muerte. Yo fui salvado por mis compañeros, varias veces más de que mi cuerpo muriera, ellos se arriesgaron porque me consideraban un soldado valiente. Pero yo ya no era un soldado, sino el espectro de un soldado al que llamaban “sobreviviente”.
El final lo conocen todos. Fuimos utilizados y cada cual se llevó su parte en un acuerdo secreto en el que se repartieron entrañas. ¡Como si con depositar un feto en un vientre ajeno, su dueña se volviera madre!
¡Yo Ernst, fui un sobreviviente de la guerra! ¡Yo no fui Hitler! Yo solo fui un soldado de mi patria. Patria mía desde el confín de mis antepasados. Patria del hombre no del soldado. Que bastión invencible yo y todos los espectros, aquellos soldados a quienes hoy llaman “nazis”.
¿Cómo soportar “este” tiempo, el que debe pasar para que las cosas se vuelvan historia? ¿Cómo soportar esta carga, sumada a todas las otras que me tocaron en el sorteo del destino?
Despues de la guerra conocí a Erika, creí entonces que la vida me prometía un volver a empezar, estaba dispuesto a revivir al muerto. El amor y mi posterior casamiento con la hija del Pastor, me dieron la impresión de que esa sí era la respuesta a la orden “alma, levántate y anda”. Pero hoy, al haber atravesado todas las marcas de mi tiempo humano, descubro que no fue así…
Y que tras la alegría que me produjo el nacimiento de Gabriela, me tocaría vivir el nacimiento de Martín, un niño enfermo. Y aún más, que luego de su desaparición en el accidente que me dejara maltrecho y del cual mi hermosa Erika aún conserva rastros, me alcanzaría la muerte de lo único que no me hacía sentir del todo inerte. La muerte de Gabriela en ese estúpido accidente automovilístico, camino a su reunión de amigos al cumplir sus dieciocho años.
Así que solo nos queda esta tarea repetitiva y monótona para saber que aún estamos aquí, en nuestra Alemania nuevamente unificada. Y me pregunto a veces ¿si volviera al sur de América, donde empezó esta historia, quizás vuelvan mi juventud, mi vida y sea otra la historia?
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SEP DIGITAL - NÚMERO 6 - AÑO 1 - DICIEMBRE 2014
SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM
Asunción - Paraguay
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