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  EL EFECTO TARTINI - Cuento de CHESTER SWANN


EL EFECTO TARTINI - Cuento de CHESTER SWANN
EL EFECTO TARTINI
 
Seudónimo: PHILANDER MELOT
 
Segundo Premio Concurso de Cuentos
 
"ELENA AMMATUNA" 2009
 
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Nada es más cara para este servidor que la música instrumental, compuesta y ejecutada por grandes maestros del violín, que han trazado surcos profundos en la historia de la música barroca. Lamentablemente nunca he podido oír los "Trinos del Diablo" interpretada por su propio autor. Primero, por una razón de contemporaneidad, y, también porque en su tiempo no existían registros sonoros -ni siquiera en anacrónica pasta de 78 rpm- que pudieran aliviar mi extemporánea curiosidad insatisfecha. Sólo sus inmortales partituras escritas lo han sobrevivido. Pero... ¿De qué le valdrían a un lego en cuestiones musicales?
 
Conocía esa dramática y electrizante música, por haberla escuchado muchas veces -en grabaciones, claro está- a través de grandes intérpretes contemporáneos, como Henri Temianka, Jascha Heifetz, Isaac Stern, Yitzak Perlmann, Pinchas Zuckermann y otros maestros que no recuerdo ahora; incluso con el in-comparable brillo tímbrico de un auténtico Stradivarius del siglo XVII.
 
Y con más sinrazón fui capaz de desear con esa vehemencia casi demente oír esos trinos de las manos del autor, aunque casi cuatro siglos me separaban del barroco Tartini; algo que la razón mía -quizá no ajena a un capricho personal-, se negaba a admitir.
 
Noche tras noche, en medio de mis duermevelas febriles, imaginaba a un violinista ensombrecido, velado por mis delirios de entre sueños, interpretar esa prodigiosa pieza de dificultad técnica, insalvable para mis torpes ma-nos. Aunque seguía conservando la perspicacia auditiva repiqueteando en mi mente, casi de memoria. Ni supe si el mismísimo ángel caído me tentaba -con esos deseos casi furibundos de derribar las invisibles murallas del tiempo- para estar con mi adorado Tartini y con la locura creadora que lo inspiró entonces.
 
Pero esa locura iba siendo mía. Mía hasta los huesos... hasta el corazón. Me estaba poseyendo en forma obsesiva, al punto de mantenerme semidespierto en largas noches, en las que imaginaba al inmortal violinista ejecutando su pieza con esa destreza magistral que debió tener en vida.
 
Los trémolos, cadencias, scherzos y vibratos venían hacia mí -melómano impenitente y músico frustrado devenido en vendedor de seguros-, como incitándome a abandonar mi corporeidad soñolienta para atravesar las barreras espacio-temporales que me separaban del genial compositor e intérprete.
 
Realmente, pese a mis delirios de entresueños, ignoraba hasta qué punto podían producirse esas maravillosas ondas sonoras que me envolvían hasta arrastrarme más allá de la locura... desde un modesto gramófono portátil. Mas tampoco intentaba salir de esa obsesión que me inundaba, día tras día, noche tras noche sin solución de continuidad.
 
Así pasaron dos años, mientras decaía el interés por mi trabajo al punto de ponerme al borde del despido por bajo rendimiento. Decidí hacer un esfuerzo para superarlo y tornar a mi profesión con ahínco a fin de recuperar la lucidez a fuerza de redoblar mis actividades... y olvidar a Tartini y sus "Trinos del Diablo". '¡Ah! ¡Pero es más fácil escalar hasta la luna en bicicleta, de acuerdo con los resultados de mis experiencias! Al menos para un melómano empedernido y músico fracasado... como yo.
 
Cuando parecía que me estaba librando de esas cadenas demenciales de la diabólica música de Tartini, fue que sucedió aquello.
 
Tras haber recuperado la confianza de la empresa para la que trabajaba, decidí mudarme a otro barrio, quizá pensando que el cambio de aire y de vecindario obraría balsámicamente en mí. Pero la obsesión de oír al propio Tartini proseguía -aún sabiendo yo que tal cosa era tan imposible como contemplar mis propias orejas sin espejos. Cierto día, una suerte de voluntad "ajena" a mí me condujo hasta... un apartado montepío asunceno.
 
Realmente no supe qué haría allí una vez que entré, ante la mirada desconfiada del dependiente. Tal vez éste estaba acostumbrado a que los parroquianos llevaran consigo algún aparato o prenda a empeñar ¡qué sé yo! Pero apenas hube puesto pie en el negocio, mis ojos fueron hacia un viejo estuche de violín que ornaba equívocamente el cambalache aquél.
 
Una voz, a la que no reconocí como mía, salió de mi boca para preguntar por el instrumento que, con toda seguridad contendría el estuche de marras, bastante deteriorado por otra parte.
 
-Cien mil guaraníes, con el violín -dijo disimulando un bostezo el dependiente-. Pero probablemente el instrumento necesite algunos arreglos como verá usted. Y, veo que el estuche está un poco ajado, pero con un buen artesano...
 
Así diciendo bajó el estuche y me lo presentó sobre el astroso mostrador, que seguramente también imploraba un lustre restaurador que le devolviera pretéritas glorias.
 
Abrí con mal disimulada ansiedad el estuche y, efectivamente, guardaba en su interior un viejo violín sin cuerdas y con el arco carente de crin, pero aún intacto y lustroso. No me pareció nada caro el precio y lo aboné sin regateos. Pareciera que una fuerza misteriosa me empujaba y guiaba con mando a distancia, por lo que apresuradamente abandoné el montepío sin estar aún seguro de mis propias intenciones.
 
Recién en mi casa pude explorar el instrumento con más detenimiento y... ¡era un Stradivarius legítimo fechado en 1607, que debería valer al menos un millón y medio de dólares, en Sotheby's o en cualquier rematadora londinense de postín!
 
La impresión me dejó patitieso y aletargado por un par de horas, hasta que decidí mandar restaurar el arco y encordar el dichoso violín que, quisiera creer, de manera misteriosa llegó a mis manos. Tal vez la ignorancia del vendedor o del rematador público que lo hizo llegar como vulgar cachivache al montepío tuvieran algo que ver. Pero "alguien" me había empujado para sacarlo de allí. Y ese alguien seguía poseyendo mi voluntad. En ese momento me percaté de que me estaba convirtiendo en otra persona, con todo y fuera de voluntad.
 
Resolví guardar el secreto, mandando restaurar estuche y arco y tomar luego clases de música, con el afán inconfeso de hacer sonar ese maravilloso instrumento que por alguna fortuita razón llegara a mis manos. Entonces dediqué mi tiempo libre a un conservatorio, costoso pero práctico.
 
La primera etapa de teoría y solfeo -acompañada de un conocido método de aprendizaje rápido japonés-, me facilitaron la asimilación de los secretos del instrumento. Mantuve en íntimo secreto la posesión de ese tesoro artesanal, cual si en ello me fuera la vida. Pero valió la pena.
 
Antes de un año ya podía hacerlo sonar con cierta torpeza, pero con sentimiento casi sobrenatural. Para mí, modesto vendedor de seguros, estaba claro que no lograría ser un concertino ni mucho menos; pero estaba decidido a ser el más destacado dilettante del conservatorio, costase lo que costase.
 
Al segundo año ya los maestros se fijaban en mi peculiar manera de ejecutar el pequeño Stradivarius, aunque sin saber que lo era... y auténtico. De todos modos, en mi casa me pasaba largas horas, robadas al sueño, ejecutando difíciles partituras sin acceder al pedido de mis maestros de dar alguno que otro concierto con mis condiscípulos en algún teatro corno solían acostumbrar.
 
Rehusé hacerlo, más que nada porque sólo quería tocar para mí mismo. Para experimentar ese divino éxtasis de quien ama al arte por el arte. No por lo pecuniario, ni por la fama fugaz de un músico de salón. Febrilmente practicaba con la tozudez y tenacidad de quien se sabe dueño de un poderoso secreto alquímico que transmuta lo basto en algo precioso... y esa ajena voluntad seguía allí, poseyéndome, aunque no a pesar mío. Pero las consecuencias de tal entrega desenfrenada a mi nueva afición no dejarían de hacerse sentir.
 
A los tres años de estudios, la falta de sueño y la mezquina alimentación que me dispensaba a destiempo, fueron haciendo estragos en mí al punto de ser despedido por abandonar mis tareas de vendedor de seguros y descuidar mi aspecto personal. Pero nada me importaba ya, sino seguir insistiendo en buscar las huellas de Tartini hasta en mis escasos períodos de sueños entrecortados y vigilias entredormidas.
 
Una noche en que cabeceaba -agotado y al borde del colapso físico- en mi modesta sala en un diván raído, el propio Tartini pareció materializarse en la pared, viniendo hacia mí con una sonrisa sarcástica, ofreciéndome su propio instrumento en tanto que mi ingrávido cuerpo se iba desmaterializando mientras iba a su encuentro... hasta que me sentí preso en un tiempo congelado mientras interpretaba los "Trinos del Diablo" en un maravilloso Stradivarius con una habilidad sobrehumana... y ya no quise despertar de ese maravilloso sueño.
 
Algunas sombras difusas y grises, que de tanto en tanto acuden donde estoy ahora, me cuentan de un tal Martini, vendedor de seguros, que mora al otro lado del tiempo entre la lucidez y la locura. Cuentan que es un melómano dilettante y adora la música barroca... pero era incapaz de tomar un arco o pulsar una cuerda malamente afinada, aunque insistía tercamente en hacerlo sin descanso, ajetreando viejas partituras noche tras noche, con un Stradivarius auténtico que adquiriera a precio de ganga.
 
Me río de todo ello, mientras ejecuto infatigablemente esa melodía interminable, con el aureolado lauro de la locura ciñendo mi frente. Ahora, esa voluntad a la que creía ajena, me pertenece... y para siempre.
 
 
 
 
 
 
De esta edición © Lazos de Cultura Elena Ammatuna
 
© Arandurã Editorial. Asunción-Paraguay, 2009
 
 
 

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