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AUGUSTO ROA BASTOS (+)
  YO EL SUPREMO, 2007 - Novela de AUGUSTO ROA BASTOS


YO EL SUPREMO, 2007 - Novela de AUGUSTO ROA BASTOS

YO EL SUPREMO

Novela de AUGUSTO ROA BASTOS

Prólogo: ANTONIO CARMONA

Colección AUGUSTO ROA BASTOS Nº 5

Dirección editorial: Vidalia Sánchez,

Diseño de tapa: Bertha Jerusewich,

Editorial Servilibro,

Asunción-Paraguay,

2007 (461 páginas)
 



AUGUSTO ROA BASTOS

EL KARAI GUASU DE LA PALABRA-ALMA

por ANTONIO CARMONA


El día que Augusto Roa Bastos ganó el premio Cervantes, a Gabriel García Márquez le bastó con exprimir un poco la memoria y, con su habitual ingenio para reescribir la historia, las historias, le envió un telegrama que decía sencilla y generosamente: Tú, El Supremo.

No es casual que la imagen de Roa -al que Doña Josefina Plá siguió siempre llamando Roíta, como se lo rebautizó en Vy'a Raity, dada su pequeña, frágil y tierna figura, desde el rostro tristón, a una nariz pegado, hasta su gesto permanentemente sencillo y fraterna- haya quedado definitivamente ligado a la inmensa, austera y terrorífica imagen del Supremo Dictador, hasta el punto que los títulos de los artículos sobre su obra desde los más informativos hasta los más analíticos vayan irremediablemente unidos al Supremo y que haya sido condenado por los caricaturistas a vestir de por vida y por muerte las ropas pomposas del Dictador.

El Dr. Francia no es sólo YO EL SUPREMO, sino que atraviesa toda la obra de Roa, como una permanente e inevitable alucinación, como atraviesa toda la historia del Paraguay, marcándola a fuego, como marcó para siempre la mano de Macario, el personaje que abre HIJO DE HOMBRE, con "la onza de oro" candente que "El mismo Karai Guasú la había puesto en un brasero", para tentar al robo y castigar al ladrón, denunciado por "la llaga de la verdad". Y no contento con el castigo, hacer que su padre le "enderezara" con cincuenta azotes propinados con "una rama de guayabo mojada en vinagre y sal".
 


PRIMERA-ÚLTIMA-PRIMERA

Roa quiso reencontrar y reescribir su primera historia, LUCHA HASTA EL ALBA, "Cuando hacia 1968 comencé a compilar YO EL SUPREMO, encontré el cuento esfumado -una palabra prestada de las artes visuales, que es frecuente en los ensayos y en las notas explicativas de sus narraciones o en sus obras de teatro, desde sus tiempos de cineasta- entre las páginas del TRATADO DE PINTURA, de Leonardo da Vinci, libro que yo aprecio particularmente y que me enseñó a ver el sentido del mundo como un vasto jeroglífico en movimiento pero cuyos signos son tal vez indescifrables".

Digo quiso encontrar y reescribir, porque como él confiesa, y sabemos los que lo frecuentamos, era uno de sus libros de cabecera, permanentemente leído y releído. Y nos data, más que la fecha, el momento de su historia en que decide encontrar el cuento "esfumado", fantasmal; cuando comienza "a compilar YO EL SUPREMO".

En este cuento, marcado fuertemente como autobiográfico, la historia del protagonista comienza también marcada, a cintarazos, por su padre: "¡Ahí lo tienen al futuro tirano del Paraguay! ¡Rebelde ahora, déspota después! ...¡A vergajazos voy a enderezar a este cachorro del maldito Karai-Guasu".

Cuento primero-último-primero, entonces, como el ancestral canto de los guaraníes, al que tantas veces recurrió develando la inevitable relación significativa del ñe´e, palabra y alma al mismo tiempo.

Roa comienza a "compilar" El Supremo con el recuerdo escrito sobre su propio cuerpo, como Macario comienza a rememorar HIJO DE HOMBRE con la marca escrita por el Dictador en el suyo.
 

COMPONIENDO JEROGLÍFICOS

La primera de sus obras relevantes es EL TRUENO ENTRE LAS HOJAS, un conjunto de cuentos que cuentan, aunque muchas, una sola historia, la que comienza en CARPINCHEROS, con la rubia y soñadora Gretchen, y termina en el mismo lugar con ella convertida en la protectora Yasy Möröti, navegando ya con los carpincheros, en el último relato, justamente, el que da el nombre al libro.

Todos los cuentos no son sino parte del jeroglífico que Roa comienza a desentrañar, marcando su destino literario: narrar su aldea, su Manorä, narrar el Paraguay, desentrañar y recomponer el jeroglífico.

En ese conjunto de historia se prefigura la construcción de HIJO DE HOMBRE, legible como un conjunto de historias, hasta el punto que el mismo autor le sacó una, MADERA QUEMADA, a la primera edición, que volvió a añadirle a su reedición-reescritura, reivindicando el derecho del autor a volver a escribir sus textos, aunque ya sean éditos. MADERA QUEMADA pasa de ser capítulo de novela a cuento y, luego, vuelve a esfumarse en la novela, sin que afecte un ápice a la estructura narrativa ni a la comprensión del relato, ya ausente ya presente.

Citando a Yeats al comienzo de la reedición corregida y aumentada anticipa su obsesión: "Cuando retoco mis obras es a mí a quien retoco".

Es que Roa está escribiendo siempre una sola historia, y sus variaciones, la única que escribe todo escritor, como le gustaba parafrasear a Roland Sarthes.
 

LA ISLA RODEADA DE RÍOS

Lo deja escrito en su primera-última historia: "Hay lugares de donde no se puede salir. Y este lugar de Manorá, en Iturbe del Guairá, es uno de ellos".

Donde lo confinó el Supremo y de dónde no lo pudieron exiliar los aprendices de Francia que marcaron, con sangre, la historia contemporánea del Paraguay, ya que contra más lejos y más confinado lo exiliaron, más su imaginación se asentó en su portón de los sueños, en Manorä, en Itapé, en las orillas del Tebicuary, donde los esclavos de los ingenios azucareros ven pasar a los eternos navegantes sin tierra propia, salvo el camino, la estela marcada en el río, los carpincheros. Como Roa navegando una y otra vez en torno a ese mítico trozo de suelo de su isla rodeada de ríos, esfumado como un fantasma en su tierra, para que no pudieran desterrarlo, despatriarlo.

En uno de los tantos testamentos que escribió en distintas etapas de su vida, cuando estaba en el exilio, notablemente, pidió que cremaran sus restos y esparcieran las cenizas sobre el Paraná, por donde seguiría habitando, perfectamente esfumado, navegando por uno de los ríos de su patria, sin que la dictadura pudiera detenerlo ni alejarlo.
 


COMPILADOR DEL LIBRO QUE ESCRIBEN LOS PUEBLOS

En sus Reflexiones sobre el guión cinematográfico, escritas como preámbulo a la edición del guión de CHOFERES DEL CHACO, nos deja ver mucho de lo que tiene la novelística de Roa del cine: "Ahora la imagen se hallaba en movimiento y dejaba entrever los intersticios de la materia, los enigmas del alma humana, como en los sueños, sin dejar de ser real".

Como le diría Buñuel -cuyo PERRO ANDALUZ cita como obra modelo- a su guionista, cuando le comentó que tal película quedaba corta para la exhibición: no importa, le añadimos un sueño. Buñueliano, Roa suma sueños, y los resta, conformando un gran sueño. Presentando todas las piezas del jeroglífico, imponiéndoles un orden "cuyos signos son tal vez indescifrables", de la única manera en que puede exponerlos y narrarlos con armonía, como un gran caleidoscopio, cuyos signos se van mezclando en distintos momentos, en distintos órdenes.

En YO EL SUPREMO va a llevar esa configuración hasta el paroxismo, de ahí que insista en calificarse "compilador" del libro que escriben los pueblos. No se trata, como algunos han pretendido interpretar, de una concesión populista o uno de sus tantos gestos de modestia. Para él es un honor, una misión, ser el compilador del libro que escriben los pueblos, la palabra de su pueblo.

En pocos escritos o declaraciones Roa ha sido tan elocuente al referirse a esta obra como en el prólogo a su versión teatral: "las imágenes mueren solas, se esfuman"; "Todo esto no concierne solamente a la escenografía; tiene que ver también la fractura, el ralentamiento o la aceleración de los ritmos dramáticos". En cuanto a la forma y la estructura.

También es elocuente en cuanto al contenido, sobre la dicotomía simplista de si su discurso es francista o antifrancista: "Ninguna causa puede justificar y legitimar el despotismo, el dominio de una clase por otra o la opresión de la sociedad en su conjunto la férula de grupos, castas o del infaltable "hombre providencial".

"Es cierto que el logro en Paraguay de la autarquía, la independencia y la autodeterminación se debió al régimen dictatorial francista en la primera mitad del siglo pasado; el más austero que nuestras repúblicas conocieron desde la emancipación. Aun así la sociedad paraguaya tuvo que pagarlo caro como una ilevantable deuda de la historia. Quedó marcada desde su nacimiento por el maligno signo del poder. No conoció jamás la democracia en su amplitud de libertad y responsabilidad; es decir, la libertad del hombre en sociedad, el hombre libre en sí pero responsable ante los otros".
 

MIRANDO DEL REVÉS

En el prólogo a otra de sus obras teatrales, PANCHA GARMENDIA Y ELISA LYNCH, aclara aún más su concepción de la historia vista desde la "compilación" de las voces y los mitos de los pueblos: "Es una versión extraída del imaginario colectivo en el que el personaje de Pancha Garmendia se ha transmutado en una imagen mítica en permanente metamorfosis. Es pues, con relación a la historia oficial, una obra antihistórica, transgresiva, que se mantiene sin embargo fiel al sentido de la historia vivida y a su viviente expresión en la tradición oral. Los perfiles legendarios e imaginativos, simbólicos, permiten seguir puntualmente el destino de la protagonista y "leer" al revés de la trama que la historiografía le quiso asignar fijando sus rasgas de una manera inmutable en virtud de una cierta ideología del etnocentrismo y patrioterismo paraguayos generalmente maniqueos y según provenga de los enemigos o de los partidarios de Francisco Solano López".

Basta cambiar López por Francia.

Roa alude más de una vez a leer la historia del revés, cita incluso la célebre frase de Baltasar Gracián, en VIGILIA DEL ALMIRANTE: "sólo mirándolas del revés se ven bien las cosas de este mundo".

Esa es una de las claves de su enfoque narrativo: poner el lente al revés de la historia, transgredir los tiempos y contrastar los discursos de los protagonistas. Ninguna de sus obras es unipersonal, de una sola voz, de un narrador absoluto, exclusivo y excluyente; es siempre un intento de ordenar, como nos dice cuando habla de lo que aprendió del libro de Leonardo, a ver el sentido como un vasto jeroglífico en movimiento, cuyos signos son indescifrables por sí solos.

Y, habría que especificar en su caso, el sentido de la historia, desde las remotas dimensiones del mito hasta los escrupulosos inventarios de absurdos de los historiadores (ver el caso ilustrativo del rastreo de LOS RESTOS MORTALES DEL DOCTOR JOSÉ GASPAR RODRÍGUEZ DE FRANCIA, editado por el Ministerio del Interior de Paraguay en junio de 1962, parte del desconcertante epílogo de la novela de EL SUPREMO).

 
UN LIBRO DEL REVÉS

La Nota final del Compilador es más contradictoriamente, dialécticamente, aclaradora:

"Ya habrá advertido el lector que, al revés de los textos usuales, éste ha sido leído primero y escrito después. En lugar de decir y escribir cosa nueva, no ha hecho más que copiar fielmente lo ya dicho y compuesto por otros".

Mucho se ha hablado, de EL SUPREMO DICTADOR, de JULIO CÉSAR CHÁVES, como influyente en la "documentación" utilizada por Roa en sus largos cinco años intensos de escritura definitiva, pues como se ve desde su LUCHA HASTA EL ALBA, escribió esa historia toda su vida. Más influyente, y más acorde con el estilo del Compilador, es EL DOCTOR FRANCIA VISTO Y OÍDO POR SUS CONTEMPORÁNEOS, de JOSÉ ANTONIO VÁZQUEZ, compilación de documentos y testimonios de época.
Mucho se ha dicho también del estilo cervantino; ¿acaso no es EL QUIJOTE un conjunto de muchas voces, desde el manuscrito original escrito en árabe y casualmente encontrado, hasta todos los relatos y todas las voces populares que se escuchan-leen en sus páginas?

Sin duda, hay una gran conexión entre EL QUIJOTE y EL SUPREMO, con sus contrapuntos de Sancho y Patiño, con las voces de los pueblos que invaden permanentemente la historia central contándonos relatos populares, historias, mitos y leyendas, sueños, esfumados, caleidoscopio de un mundo plagado de signos indescifrables, en busca de un desciframiento del sentido de la vida y de la historia.

Roa hizo el reconocimiento en su cervantino discurso al recibir el Premio Cervantes, nombrándolo a su maestro "Supremo Señor de la Imaginación y de la Lengua". A él le cabe el título de "KARAI GUASU DE LA PALABRA-ALMA".

ANTONIO CARMONA

 

 



EL PASQUÍN


Yo el supremo Dictador de la República

Ordeno que al acaecer mi muerte mi

cadáver sea decapitado; la cabeza puesta

en una pica por tres días en la Plaza de la

República donde se convocará al pueblo al

son de las campanas echadas a vuelo.

Todos mis servidores civiles y militares

sufrirán pena de horca. Sus cadáveres

serán enterrados en potreros de extramuros

sin cruz ni marca que memore sus nombres.

Al término del dicho plazo, mando que mis

restos sean quemados y las cenizas

arrojadas al río.



¿Dónde encontraron eso? Clavado en la puerta de la catedral, Excelencia. Una partida de granaderos lo descubrió esta madrugada y lo retiró llevándolo a la comandancia. Felizmente nadie alcanzó a leerlo. No te he preguntado eso ni es cosa que importe. Tiene razón Usía, la tinta de los pasquines se vuelve agria más pronto que la leche. Tampoco es hoja de Gaceta porteña ni arrancada de libros, señor. ¡Qué libros va a haber aquí fuera de los míos! Hace mucho tiempo que los aristócratas de las veinte familias han convertido los suyos en naipes. Allanar las casas de los antipatriotas. Los calabozos, ahí en los calabozos, vichean en los calabozos. Entre esas ratas uñudas greñudas puede hallarse el culpable. Apriétales los refalsos a esos falsarios. Sobre todo a Peña y a Molas. Tráeme las cartas en las que Molas me rinde pleitesía durante el Primer Consulado, luego durante la Primera Dictadura. Quiero releer el discurso que pronunció en la Asamblea del año 14 reclamando mi elección de Dictador. Muy distinta en su letra en la minuta del discurso, en las instrucciones a los diputados, en la denuncia en que años más tarde acusará a un hermano por robarle ganado de su estancia de Altos. Puedo repetir lo que dicen esos papeles, Excelencia. No te he pedido que me vengas a recitar los millares de expedientes, autos, providencias del archivo. Te he ordenado simplemente que me traigas el legajo de Mariano Antonio Molas. Tráeme también los panfletos de Manuel Pedro de Peña. ¡Sicofantes rencillosos! Se jactan de haber sido el verbo de de la independencia. ¡Ratas! Nunca la entendieron. Se creen dueños de sus palabras en los calabozos. No saben más de chillar. No han enmudecido todavía. Siempre encuentra nuevas formas de secretar su maldito veneno. Sacan panfletos, pasquines, libelos, caricaturas. Soy una figura indispensable para la maledicencia. Por mi, pueden fabricar su papel con trapos consagrados. Escribirlo, imprimirlo con letras consagradas sobre una prensa consagrada. ¡Impriman sus pasquines en el Monte Sinaí, si se les frunce la realísima gana, folicularios letrinarios!
 

Hum. Ah. Oraciones fúnebres, panfletos condenándome a la hoguera. Bah. Ahora se atreven a parodiar mis Decretos supremos. Remedan mi lenguaje, mi letra, buscando infiltrarse a través de él; llegar hasta mí desde sus madrigueras. Taparme la boca con la voz que los fulmino. Recubrirme en palabra, en figura. Viejo ruco de los hechiceros de las tribus. Refuerza la vigilancia de los que se alucinan con poder suplantarme después de muerto.

¿Dónde está el legajo de los anónimos? Ahí lo tiene, excelencia, bajo su mano.


No es del todo improbable que los dos tunantes escrivanos Molas y de la Peña hayan podido dictar esta mofa. La burla muestra el estilo de los infames faccionarios porteñistas. Si son ellos, inmolo a Molas, despeño a Peña. Pudo uno de sus infames secuaces aprenderla de memoria. Escrita un segundo. Un tercero va y pega el escarnio con cuatro chinches en la puerta de la catedral. Los propios guardianes, los peores infieles. Razón que le sobra a Usía. Frente a lo que Vuecencia dice, hasta la verdad parece mentira. No te pido que me adules, Patiño. Te ordeno que busques y descubras al autor del pasquín. Debes ser capaz, la ley es un agujero sin fondo, de encontrar un pelo en ese agujero. Escúlcales el alma a Peña y a Molas. Señor, no pueden. Están encerrados en la más total oscuridad desde hace años. ¿Y eso qué? Después del último Clamor que se le intercepto a Molas, Excelencia, mande tapiar a cal y canto las claraboyas, las rendijas de las puertas, las fallas de tapias y techos. Sabes que continuamente los presos amaestran ratones para sus comunicaciones clandestinas. También mande taponar todos los agujeros y corredores de las hormigas, las alcantarillas de los grillos, los suspiros de las grietas. Oscuridad más obscura imposible, Señor. No tienen con qué escribir. ¿Olvidas la memoria, tú, memorioso patán? Puede que no tener luz ni aire. Tienen memoria. Memoria igual a la tuya. Memoria de cucaracha de archivo, trescientos millones de años más vieja que el homo sapiens. Memoria del pez, de la rana, del loro limpiándose siempre el pico del mismo lado. Lo cual no quiere decir que sean inteligentes. Todo lo contrario. ¿Puedes certificar de memorioso al gato escaldado que huye hasta del agua fría? No, sino que es un gato miedoso. La escaldadura le ha entrado en la memoria. La memoria no recuerda el miedo. Se ha trastornado en miedo ella misma.


¿Sabes tú qué es la memoria? Estomago del alma, dijo erróneamente alguien. Aunque en el nombrar las cosas nunca hay un primero. No hay más que infinidad de repetidores. Sólo se inventan nuevos errores. Memoria de uno solo no sirve para nada.

Estómago del alma. ¡Vaya fineza! ¿Qué alma han de tener estos desalmados calumniadores? Estómagos cuádruples de bestias cuatropeas. Estómagos rumiantes. Es ahí donde cocinan sus calderadas de infamias. ¿De qué memoria no han de necesitar para acordarse de tantas patrañas como han forjado con el único fin de difamarme, de calumniar al Gobierno? Memoria de masca-masca. Memoria de ingiero-digiero. Repetitiva. Desfigurativa. Mancillativa. Profetizaron convenir a este país en la nueva Atenas. Areópago de las ciencias, las letras, las artes de este Continente. Lo que buscaban en realidad bajo tales quimeras era entregar el Paraguay al mejor postor. A punto de conseguirlo estuvieron los areopagitas. Los fui sacando de en medio. Los derroque uno a uno. Los puse donde debían estar. ¡Areópagos a mí! ¡A la cárcel, collones!

Al reo Manuel Pedro de Peña, papagayo mayor del patriciado, lo desblasoné. Descolguelo de su heráldica percha. Lo enjaule en un calabozo. Aprendió allí a recitar sin equivocarse desde la A a la Z los cien mil vocablos del diccionario de la Real Académica. De este modo ejercita su memoria en el cementerio de las palabras. No se le vayan a herrumbrar los esmaltes, los metales de su diapasón palabrero. El doctor Mariano Antonio Molas, el abogado Molas, vamos, el escriba Molas, recita sin descanso, hasta en sueños, trozos de una descripción de lo que él llama la Antigua Provincia del Paraguay. Para estos últimos areopagitas sobrevivientes, la paria continúa siendo la antigua provincia. No mentan, aunque sea por decoro de sus lenguas colonizadas, a la Provincia Gigante de las Indias, al fin de cuentas, abuela, madre, tía, parienta pobre de virreinato del Río de la plata enriquecido a su costa.

Aquí usan y abusan de su rumiante memoria no solamente los patricios y areopagitas vernáculos. También los marsupiales extranjeros que robaron al país y embolsaron en el estomago de su alma el recuerdo de sus ladroncillos. Ahí está el franjes Pedro Martell. Después de veinte años de calabozo y otros tantos de locura sigue temando con su cajón de onzas de oro. Todas las noches saca furtivamente el cofre del hoyo que ha cavado con las uñas bajo su hamaca; encuentra una por una las relucientes monedas; las prueba con las desdentadas encías; las vuelve a meter en su caja fuerte y la entierra otra vez en el hoyo. Se tumba en la hamaca y duerme feliz sobre su imaginario tesoro. ¿Quién podría sentirse más protegido que él? Del mismo modo vivió en los sótanos por muchos años otro francés, Charles Andréu-Legard, ex prisioneros de la Bastilla, rumiando sus recuerdos en mi bastilla republicana. ¿Puede decirse acaso que estos didelfos saben que cosa es la memoria? Ni tú ni ellos lo saben. Los que lo saben ni tienen memoria. Los memoriones son casi siempre antidotados imbéciles. A más de malvados embaucadores. O algo peor todavía. Emplean su memoria en el daño ajeno, mas no saben hacerlo ni siquiera en el propio bien. No pueden compararse con el gato escaldado. Memoria del loro, de la vaca, del burro. No la memoria-sentido, memoria-juicio dueña de una robusta imaginación capaz de engendrar por si misma los acontecimientos. Los hechos sucedidos cambian continuamente. El hombre de buena memoria no recuerda nada porque no olvida nada.


A mi presunta hermana Petrona Regalada se le infes­tó de garrapatas la vaca que se le permite tener en el pa­tio de su casa. Le mandé que la tratara del modo como se combaten ese y otros males en las estancias patrias: Perdiendo el ganado. Tengo una sola vaca, Señor, y no es mía sino de mi escuelita de catecismo. Da justo el vaso de leche para los veinte chicos que vienen a la doc­trina. Se quedará, señora, sin la vaca y sus alumnos no podrán beber ni siquiera la leche del Espíritu Santo, que usted les ordeña mientras baña sus velas. Se quedará sin vaca, sin catecúmenos, sin catequesis. La garrapata no sólo se comerá la vaca. Los comerá a ustedes. Invadirá la ciudad, que ya tiene bastante con su plaga de mala gente y perros orejanos. ¿No oye usted cómo crece el rabioso ulular de los aullidos que sube de todas partes? Sacrifique la vaca, señora.

Vi en sus ojos que no lo iba a hacer. Mandé a un soldado que achurara el animal enfermo a bayonetazos, y lo enterrara. La ex viuda de Larios Galván, mi su­puesta hermana, vino a presentar queja. Prevaricada del cerebro, la vieja aseguró que, aún después de muerta, la vaca seguía mugiendo sordamente bajo tierra. Mandé a los forenses suizos hacer la autopsia del animal. Le en­contraron en la entraña una piedra-bezoar del tamaño de una toronja. Ahora la vieja pretende que el cálculo cabelloso vale contra todo veneno. Cura enfermedades, Señor. Especialmente el tabardillo. Adivina sueños. Pronostica muertes, se entusiasma. Asegura, inclusive, que ha escuchado murmurar a la piedra voces inaudi­bles. Ah locura, memoria al revés que olvida su camino al par que lo recorre. Quién que tenga en su cerebro algún tinte puede sostener tales manías.


Con perdón de Vuecencia, me permito decir que yo he escuchado esas voces. Lo mismo el granadero que ul­timó la vaca. ¡Vamos, Patiño, no desvaríes tú también! Perdón, Señor, con su licencia debo decirle que yo he oído esas palabras-mugidos, parecidas a palabras huma­ nas. Voces muy lejanas, medio acatarradas, gargantean palabras. Restos de algún lenguaje desconocido que no quiere morir del todo, Excelencia. Tú eres demasiado tonto para volverte loco, secretario. La locura humana suele ser astuta. Camaleona del juicio. Cuando la crees curada, es porque está peor. No ha hecho sino transfor­marse en otra locura más sutil. Por eso, al igual que la vieja Petrona Regalada, tú oyes esas voces inexistentes en una carroña. ¿Qué lenguaje se te ocurre que puede recordar esa bola excremental, petrificada en el estóma­go de una vaca? Con su permiso, algo dice, Su Merced. Capaz que en latín o en otra lengua desconocida. ¿No cree Usía que podría existir un oído para el cual todos los hombres y animales hablaran un solo idioma? La última vez que la señora Petrona Regalada me permitió escuchar su piedra, la oí murmurar algo así como… rey del mundo… ¡Claro, bribón, debí habérmelo figurado! Qué otra cosa sino realista podía ser esa piedra que en­calabrinó a la viuda. ¡Sólo eso falta! Que los chapetones, además de pasquines en la catedral, pongan una piedra de contagio en el buche de las vacas.

Tanto o más que la memoria falsa, las malas costum­bres enmudecen los fenómenos habituales. Forman una segunda naturaleza, así como la naturaleza es el primer hábito. Olvida, Patiño, la piedra-bezoar. Olvida tu chi­fladura de ese oído que podría comprender todos los idiomas en uno solo. ¡Insanias!

He prohibido a la que consideran mi media hermana esas prácticas de brujería con que alucina a los igno­rantes crédulos como ella. Ya hace bastante daño con prender en los muchachuelos que asisten a su escuelita la garrapata del catecismo. La dejo hacer. Manía in­ofensiva. El Catecismo Patrio Reformado y la militan­cia ciudadana les extirparán a esos chicos cuando sean grandes el quiste catequístico.

La maldita bezoar no impidió que la vaca fuera inva­dida por la garrapata, le he dicho cuando vino a quejar­se. No la curó a usted, señora, de su encalabrinamiento.

No pudo sacar la ponzoña de la demencia al obispo Pa­nés. Menos aún, aliviarme la gota cuando trajo aquí su piedra a restregármela sobre la pierna hinchada durante tres días seguidos. Si la piedra no sirve más que para re­petir al bureo esas palabras provenientes de un mundo trasmundano, en un lenguaje contranatural que úni­camente los orates y chiflados creen escuchar, ¡maldito para lo que sirve la piedra!

Usted tiene también su piedra, me replicó señalán­dome el aerolito. No la utilizo en agüerías como usted la suya, señora Petrona Regalada. Acabará nublándole el cerebro igual lo tuvieron sus otros hermanos. Usted sabe que a los suyos les rondó siempre el fantasma de la demencia. Especie de cualidad familiar en los consan­gres. Entierre usted su piedra-bezoar. Entiérrela en su patio. Póngala al pie de una cruz-legua. Arrójela al río. Desembárguese de esa zoncera. No vuelva a darme us­ted un disgusto como cuando después de diez años de separación supe que usted seguía viéndose a escondidas con su ex marido Larios Galván. ¿Qué quiere de ese far­sante? Ha pretendido burlarse de usted. Antes se burló de la Primera Junta Gubernativa. Después del Supremo Gobierno. ¿Qué quiere hacer usted en plena vejez con ese corrompido bragante? ¿Hijos güérfanos? ¿Hijarros bezoares? ¿Eh, qué? Entierre usted su piedra-bezoar, como yo enterré a su ex marido en la cárcel. Bañe sus velas en paz y déjese de pamplinas.

Se le mudó la vista. Peculiar astucia de la demencia cuando finge un firme sentido exterior. Empezó a mirar para adentro buscando esconderse de mi presencia en la malvada taciturnidad de los França. ¡Ah malditos!


Vea, señora Petrona Regalada, de un tiempo a esta parte anda armándome los cigarros más gruesos que de costumbre. Tengo que desenrollarlos. Sacarles algo de tripa. De otro modo, imposible fumarlos. Fabríquelos del grueso de este dedo. Ármelos en una sola hoja de tabaco enserenado, bien seco. El que menos irrita los pulmones. Responda. No se quede callada. ¿Estoy di­rigiéndome a una estaca? ¿Ha perdido usted el habla además del juicio? Míreme. Vea. Hable. Ha girado la cabeza. Me mira con la expresión de ciertos pájaros que no tienen otro rostro. El suyo, extraordinariamente pa­recido al mío. Da la impresión de que está aprendien­do a ver, viendo por primera vez a un desconocido por quien no sabe aún si sentir respeto, desprecio o indife­rencia. Me veo en ella. Espejo-persona, la vieja França Velho me devuelve mi apariencia vestida de mujer. Por encima de las sangres. ¿Qué tengo yo que ver con ellos? Confabulaciones de la casualidad.

Hay mucha gente. Hay más rostros aún, pues cada uno tiene varios. Hay gentes que llevan un rostro du­rante años. Gentes sencillas, económicas, ahorrativas. ¿Qué hacen con los otros? Los guardan. Sus hijos los llevarán. También sucede a veces que se lo ponen sus perros. ¿Por qué no? Un rostro es un rostro. El de Sultán se parecía mucho al mío en los últimos tiempos, sobre todo un poco antes de morir. Se parecía tanto la cara del perro a la mía como la de esta mujer que está parada ante mí, mirándome, parodiando mi figura. Ella ya no tendrá hijos. Yo ya no tendré perros. En este momen­to nuestros rostros coinciden. Por lo menos el mío es el último. Con levita y tricornio, la vieja França Velho sería mi réplica exacta. Habría que ver cómo se podría usar este casual parecido… (el resto de la frase, quemado, ilegible). ¡Fábula para mejor reír!

Aquí la memoria no sirve. Ver es olvidar. Esa mujer está ahí, inmóvil, espejándome. El no-rostro, todo en­tero, caído hacia adelante. ¿Desea algo? No desea nada. No desea la más ínfima cosa de este mundo, salvo el no-deseo. Mas el no-deseo también se cumple si los no-deseantes son testarudos.

¿Entendió usted cómo debe fabricarme los cigarros en adelante? La mujer se arrancó violentamente de sí misma. La cara le quedó entre las manos. No sabe qué hacer con ella. Del grosor de este dedo ¡eh! Armados en una sola hoja de tabaco. Enserenado. Seco. Los que mejor pitan hasta que el fuego llega muy cerca de la boca. Cálido el aliento se escapa con el humo. ¿Me ha entendido usted, señora Petrona Regalada? Ella mueve los labios alforzados. Sé en qué está pensando, desollada viva por los recuerdos.

Desmemoria.


No se ha separado de su piedra-bezoar. La guarda escondida bajo el nicho del Señor de la Paciencia. Más poderosa que la imagen del Dios Ensangrentado. Ta­lismán. Grada. Plataforma. Último peldaño. El más resistente. La sostiene en el lugar de la constancia. Lu­gar donde ya no se precisa ninguna clase de auxilio. La obsesión se fundamenta allí. La fe se apoya toda entera en sí misma. Qué es la fe sino creer en cosas de ninguna verosimilitud. Ver por espejo en obscuro.

Tiene la piedra-rumiante su propia vela. Llegará a te­ner su propio nicho. Tal vez con el tiempo, su santuario.

Frente a la piedra-bezoar de la que consideran mi hermana, el meteoro tiene aún ¿dejará de tenerlo alguna vez? el sabor de lo improbable. ¿Y si el mundo mismo no fuera sino una especie de bezoar? Materia excremental, cabellosa, petrificada en el intestino del cosmos.

Mi opinión es… (quemado el borde del folio)… En materia de cosas opinables todas las opiniones son peo­res…

Fundación Augusto Roa Bastos

Conmemoración de los 40 años de la 1.ª Edición de

Yo El Supremo y los 25 años del Premio Cervantes

Fuente: SEP DIGITAL - NÚMERO 2 - AÑO 1 - ABRIL 2014

HOMENAJE A RUBÉN BAREIRO SAGUIER

SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM

Asunción - Paraguay



LECCIÓN DE ESCRITURA

Fragmento de Yo El Supremo

de Augusto Roa Bastos


Dame la mano. ¿Va a levantarse, Señor? Venga la mano. Honor muy grande para este servidor es que Vuecencia me tienda la mano. No te tiendo la mano. Te ordeno que me tiendas la tuya. No te propongo una reconciliación; únicamente un simulacro de transitoria identificación.

Esto es una clase. La última. Debió ser la primera. Ya que no puedo proponerte una Última Cena con la cáfila de Judas que son mis apóstoles, te ofrezco una primera-última clase. ¿Clase de qué clase, Señor? Homenaje a tu supina ignorancia en beneficio del servicio. Desde hace más de veinte años eres el escribano mayor del Gobier­no, el fiel de fechos, El Supremo amanuense, y no cono­ces todavía los secretos de tu oficio. Tu don escriturario continúa siendo muy rudimental. Poco, mal y peor ata­do. Te precias de tener en la punta del ojo la facultad de distinguir las más ínfimas semejanzas y diferencias hasta en las formas de los puntos, mas no eres capaz de reconocer la letra de un infame pasquín. Razón que le sobra, Señor. Con su permiso quiero informar a Vue­cencia que ya tengo acuartelados a siete mil doscientos treinta y cuatro escribientes en el archivo, para cotejar las letras del pasquín en los veinte mil legajos, sus qui­nientas mil fojas, más toda la papelería que Usía me ha ordenado reunir a este efecto. He traído en la leva hasta al Paí Mbatú. Con su cerebro medio atacado, es el más vivo y activo de todos los escribidores reclutados. ¡Soy loco forrado de ciencia y calzo botines de paciencia!, grita a cada rato el ex cura. ¡Vengan pues los expedien­tes, que para mí este asunto es pan comido! Los tengo a galleta cuartelera y agua para avivar su apuro y buena voluntad. ¿Se acuerda, Señor, de aquellos indios viejos de Jaguarón que se negaron a seguir trabajando en el beneficio del tabaco alegando estar cegatones? Se les mandó servir un buen locro con muchos marandovases adentro. Los indios se sentaron a comer. Se comieron hasta el último grano de maíz pero dejaron enteritos todos los gordos verdes gusanos del tabaco al borde del plato. Pienso hacer lo mismo con estos haraganes. Sólo aguardo que Su Excelencia me entregue el pasquín para empezar la investigación de la letra.

Desde hace más de veinte años eres mi fide-indig­no secretario. No sabes secretar lo que dicto. Tuerces retuerces mis palabras. Te dicto una circular a fin de instruir a los funcionarios civiles y militares sobre los hechos cardinales de nuestra Nación. Ya les he enviado la primera parte, Señor. Cuando la lean, esos bestias iletrados creerán que les hablo de una Nación imagina­ria. Te estás pareciendo a esos ampulosos escribas, los Molas y los Peñas, por ejemplo, que se creen unos Tales de Mileto y no son más que unos tales por cuales. Aun presos se pasan ratereando los escritos ajenos. No te em­peñes en imitarlos. No emplees palabras impropias que no se mezclan con mi humor, que no se impregnan de mi pensamiento. Me disgusta esta capacidad relativa, mendigada. Tu estilo es además abominable. Laberín­tico callejón empedrado de aliteraciones, anagramas, idiotismos, barbarismos, paronomasias de la especie pároli/párulis; imbéciles anástrofes para deslumbrar a invertidos imbéciles que experimentan erecciones bajo el efecto de las violentas inversiones de la oración, por el estilo de: Al suelo del árbol cáigome; o esta otra más violenta aún: Clavada la Revolución en mi cabeza la pica guíñame su ojo cómplice desde la Plaza. Viejos trucos de la retórica que ahora vuelven a usarse como si fueran nuevos. Lo que te reprocho principalmente es que seas incapaz de expresarte con la originalidad de un papagayo. No eres más que un biohumano parlan­te. Bicho híbrido engendrado por especies diferentes. Asno-mula tirando de la noria de la escribanía del Go­bierno. En papagayo me habrías sido más útil que en fiel de fechos. No eres ni lo uno ni lo otro. En lugar de trasladar al estado de naturaleza lo que te dicto, llenas el papel de barrumbadas incomprensibles. Bribonadas ya escritas por otros. Te alimentas con la carroña de los libros. No has arruinado todavía la tradición oral sólo porque es el único lenguaje que no se puede saquear, robar, repetir, plagiar, copiar. Lo hablado vive sostenido por el tono, los gestos, los movimientos del rostro, las miradas, el acento, el aliento del que habla. En todas las lenguas las exclamaciones más vivas son inarticuladas. Los animales no hablan porque no articulan, pero se entienden mucho mejor y más rápidamente que noso­tros. Salomón hablaba con los mamíferos, los pájaros, los peces y los reptiles. Yo también hablo por ellos. Él no había comprendido el lenguaje de las bestias que le eran más familiares. Su corazón se endureció con el mundo animal cuando perdió su anillo. Se dice que lo tiró bajo el efecto de la cólera cuando un ruiseñor le in­formó que su mujer novecientos noventa y nueve amaba a un hombre más joven que él.

Cuando te dicto, las palabras tienen un sentido; otro, cuando las escribes. De modo que hablamos dos lenguas diferentes. Más a gusto se encuentra uno en compañía de perro conocido que en la de un hombre de lenguaje desconocido. El lenguaje falso es mucho menos sociable que el silencio. Hasta mi perro Sultán murió llevándose a la tumba el secreto de lo que decía. Lo que te pido, mi estimado Panzancho, es que cuando te dicto no trates de artificializar la naturaleza de los asuntos, sino de na­turalizar lo artificioso de las palabras. Eres mi secretario ex-cretante. Escribes lo que te dicto como si tú mismo hablaras por mí en secreto al papel. Quiero que en las palabras que escribes haya algo que me pertenezca. No te estoy dictando un cuenticulario de nimiedades. His­torias de entretén-y-miento. No estoy dictándote uno de esos novelones en que el escritor presume el carácter sagrado de la literatura. Falsos sacerdotes de la letra es­crita hacen de sus obras ceremonias letradas. En ellas, los personajes fantasean con la realidad o fantasean con el lenguaje. Aparentemente celebran el oficio revestidos de suprema autoridad, mas turbándose ante las figuras salidas de sus manos que creen crear. De donde el oficio se torna vicio. Quien pretende relatar su vida se pierde en lo inmediato. Únicamente se puede hablar de otro. El Yo sólo se manifiesta a través de Él. Yo no me hablo a mí. Me escucho a través de Él. Estoy encerrado en un árbol. El árbol grita a su manera. ¿Quién puede saber que yo grito dentro de él? Te exijo pues el más absoluto silencio, el más absoluto secreto. Por lo mismo que no es posible comunicar nada a quien está fuera del árbol. Oirá el grito del árbol. No escuchará el otro grito. El mío. ¿Entiendes? ¿No? Mejor.

Lo malo, Patiño, es que la situación empeora por el creciente ceceo de tu frenillo. Me cargas de zetas las fojas. La decreciente facultad de tu voz las va dejan­do cada vez más afónicas. Ah, Patiño, si tu memoria, ignorante de lo que no ha sucedido todavía, pudiera descubrir que los oídos funcionan como los ojos y los ojos como la lengua enviando a distancia las imágenes y las imágines, los sonidos y los silencios oíbles, ninguna necesidad tendríamos de la lentitud del habla. Menos todavía de la pesada escritura que ya nos ha atrasado millones de años.

Con los mismos órganos los hombres hablan y los animales no hablan. ¿Te parece esto razonable? No es, pues, el lenguaje hablado el que diferencia al hombre del animal, sino la posibilidad de fabricarse un lenguaje a la medida de sus necesidades. ¿Podrías inventar un lenguaje en el que el signo sea idéntico al objeto? Inclu­sive los más abstractos e indeterminados. El infinito. Un perfume. Un sueño. Lo Absoluto. ¿Podrías lograr que todo esto se transmita a la velocidad de la luz? No; no puedes. No podemos. Razón por la cual tú sobras y faltas al mismo tiempo en este mundo en que los char­latanes y embaucadores sobran, mientras que los indi­viduos honrados faltan con notable encarnizamiento. ¿Me has entendido? A decir verdad, no mucho, no del todo, Excelencia. Mejor dicho, absolutamente nada de todo, Señor, por lo que le pido me otorgue su excelen­tísimo perdón. No importa. Dejémonos por ahora de zonceras. Comencemos por el principio. Pon tus cascos en la palangana. Remójate los juanetes solípedos. Cál­zate en la cabeza el balde del barbero Alejandro, el casco de Mambrino o de Minerva. Lo que quieras. Escucha. Atiende. Vamos a realizar juntos el escrutinio de la es­critura. Te enseñaré el difícil arte de la ciencia escriptu­ral que no es, como crees, el arte de la floración de los rasgos sino de la desfloración de los signos.

Prueba tú primero solo. Enclavija la pluma. Levanta los ojos. Fíjate en el busto de escayola de Robespierre a la espera de una palabra. Escribe. El busto no me dice nada, Señor. Interroga al grabado de Napoleón. Tam­poco, Excelencia, ¡qué me va a hablar a mí el señor Na­poleón! Fíjate en el aerolito; a lo mejor te dice algo. Las piedras hablan. Lo que pasa Señor, es que a esta hora de la media tarde ando siempre medio desatinado hasta para escuchar mi propia memoria. ¡Qué le digo si siento que hasta se me duerme la mano! Dámela. Voy a darle cuerda, ponerla tensa de nuevo. Medianoche. Las doce en punto y sereno. Bajo el cono blanco de la vela sólo se ven nuestras dos manos encabalgadas. Para que descan­se tu menguada memoria mientras te instruyo con el mágico poder de los aparecidos guiaré tu mano como si escribiera yo. Cierra los ojos. Tienes en la mano la plu­ ma. Cierra tu mente a todo otro pensamiento. ¿Sientes el peso? ¡Sí, Excelencia! ¡Pesa terriblemente! No es sola­mente la pluma, Excelencia; es también su mano… un bloque de hierro. No pienses en la mano. Piensa única­mente en la pluma. La pluma es metal puntiagudo-frío. El papel, una superficie pasiva-caliente. Aprieta. Aprie­ta más. Yo aprieto tu mano. Empujo. Prenso. Oprimo. Comprimo. Presiono. La presión funde nuestras ma­nos. Una sola son en este momento. Apretamos con fuerza. Vaivén. Ritmo sin pausa. Cada vez más fuerte. Cada vez más hondo. No hay nada más que este mo­vimiento. Nada fuera de él. El fierro de la punta rasga la hoja. Derecha/izquierda. Arriba/abajo. Estás escri­biendo empezando a escribir hace cinco mil años. Los primeros signos. Dibujos. Cretinográficos palotes. Islas con árboles altos envueltos en humareda, en llovizna. El cuerno de un toro embistiendo en una caverna. Aprieta. Sigue. Descarga todo el peso de tu ser en la punta de la pluma. Toda tu fuerza en cada movimiento en cada rasgo. Móntala a horcajadillas, a la bastarda, a la es­tradiota. ¡No no! No hagas pie a tierra todavía. Siento, Señor, no veo pero siento que están saliendo letras muy extrañas. No te extrañes. Lo más extraño es lo que más naturalmente sucede. Escribes. Escribir es despegar la palabra de uno mismo. Cargar esa palabra que se va despegando de uno con todo lo de uno hasta ser lo de otro. Lo totalmente ajeno. Acabas de escribir soñoliento YO EL SUPREMO. ¡Señor… usted maneja mi mano! Te he ordenado que no pienses en nada

nada

olvida tu memoria. Escribir no significa convertir lo real en palabras sino hacer que la palabra sea real. Lo irreal sólo está en el mal uso de la palabra en el mal uso de la escritura. No entiendo Señor… No te preocupes. La presión es enorme pero casi no la sientes no la sientes eh qué es lo que sientes peso que se descarga de su peso. El vaivén de la pluma es cada vez más rápido. Penetra hasta el fondo. Siento, Señor… siento mi cuerpo yente-viniente en una hamaca… ¡Señor… el papel se ha escapado! ¡Ha girado media vuelta! Continúa entonces escribiendo de espal­das. Aferra la pluma. Apriétala tal si te fuera en ello la vida que todavía no tienes. Continúa escribiendo

continúooo

voluptuosamente el papel se deja penetrar en las me­nores hendiduras. Absorbe, chupa la tinta de cada rasgo que lo rasga. Proceso pasional. Conduce a una fusión completa de la tinta con el papel. La mulatez de la tinta se funde con la blancura de la hoja. Mutuamente se lu­brican los lúbricos. Macho/hembra. Forman ambos la bestia de dos espaldas. He aquí el principio de mezcla. Eh ah no gimas tú, no jadees. No, Señor… no jodo. Si jodes. Esto es representación. Esto es literatura. Repre­sentación de la escritura como representación. Escena primera.

Escena segunda:

Un aerolito cae del cielo de la escritura. El óvulo del punto se marca en el lugar donde ha caído, donde se ha enterrado. Embrión repentino. Brota bajo la costra. Pequeño, desborda de sí. Marca su nada al mismo tiem­po que sale de ella. Materializa el agujero del cero. Del agujero del cero sale la sinceridad.

Escena tercera:

El punto. El pequeño punto está ahí. Sentado sobre el papel. A merced de sus fuerzas interiores. Grávido de cosas. Buscan procrearse en la palpitación interior. Quiebran la cáscara. Salen piando. Se sientan sobre la costra blanca del papel.

Epílogo:

He ahí el punto. Semilla de nuevos-huevos. La cir­cunferencia de su círculo infinitesimal es un ángulo perpetuo. Las formas ascienden ordenadamente. De la más baja a la más alta. La forma más baja es angular, o sea la terrestre. La siguiente es la angular perpetua. Lue­go la espiral origen-medida de las formas circulares. En consecuencia se la llama la circular-perpetua: La Natu­raleza enroscada en una espiral-perpetua. Ruedas que nunca se paran. Ejes que nunca se rompen. Así también la escritura. Negación simétrica de la naturaleza.

Origen de la escritura: El Punto. Unidad pequeña. De igual modo que las unidades de la lengua escrita o hablada son a su vez pequeñas lenguas. Ya lo dijo el compadre Lucrecio mucho antes que todos sus ahija­dos: El principio de todas las cosas es que las entrañas se forman de entrañas más pequeñas. El hueso de huesos más pequeños. La sangre de gotitas sanguíneas reduci­das a una sola. El oro de partículas de oro. La tierra de granitos de arena contraídos. El agua de gotas. El fuego de chispas encontradas. La naturaleza trabaja en lo mí­nimo. La escritura también.

Del mismo modo el Poder Absoluto está hecho de pequeños poderes. Puedo hacer por medio de otros lo que esos otros no pueden hacer por sí mismos. Puedo decir a otros lo que no puedo decirme a mí. Los demás son lentes a través de los cuales leemos en nuestras pro­pias mentes. El Supremo es aquel que lo es por su natu­raleza. Nunca nos recuerda a otros salvo a la imagen del Estado, de la Nación, del pueblo de la Patria.

Vamos, apéate de tu soñolencia. A partir de aquí escribe solo. ¿No has fanfarroneado muchas veces de acordarte de las letras y hasta de las formas de los pun­ tos sentados sobre la papelada de los veinte o treinta mi legajos del archivo? No sé si tu ojo memorativo te enga­ña, si tu lengua lorificada miente. Lo cierto es que en las letras más parecidas, en los puntos aparentemente más redondos, existe siempre alguna diferencia que permi­te compararlos, comprobar esa cosa nueva que aparece en el follaje de las semejanzas. Treinta mil noches más otras treinta mil me llevaría enseñarte las distintas for­mas de puntos. Aun así sólo habríamos comenzado. Las comas, los guiones, las diéresis, los corchetes, las vírgu­las, las comillas, los paréntesis más iguales son también diferentes bajo su apariencia de aparecidos. La letra de una misma persona es muy distinta escrita a mediano­che o a mediodía. Jamás dice lo mismo aun formando la misma palabra.

¿Sabes qué es lo que distingue a la letra diurna de la letra nocturna? En la letra de noche hay obstinación con indulgencia. La proximidad del sueño lima los án­gulos. Se distienden más las espirales. La resistencia de izquierda a derecha, más débil. El delirio, amigo ínti­mo de la letra nocturna. Las curvas cimbran menos. El esperma de la tinta seca con mayor lentitud. Los mo­vimientos son divergentes. Los rasgos se inclinan más. Tienden a tenderse.

Por el contrario la letra de día es firme. Rápida. Se ahorra poluciones inútiles. El movimiento es conver­gente. Los rasgos están en ascenso. Hay acompaña­miento de curvas libremente onduladas. Sobre todo en la espiral de las rúbricas. Lucha encarnizada entre los polos del círculo-perpetuo. La presión positiva es un continuo aproximarse-al-límite. El trazo sale del cauce. Salta las orillas. Su obstinación es más rígida. La resis­tencia de derecha a izquierda más fuerte. Más duros los dobles, los arcos, los dobleces, la doblez. La soltura salta al aire. Mas en la letra diurna como en la nocturna la palabra sola sirve sólo para lo que no sirve. ¿Para qué sirven los pasquines? ¡Perversión la más vergonzante del uso de la escritura! ¿Para qué el trabajo de araña de los pasquinistas? Escriben. Copian. Garrapatean. Se amanceban con la palabra infame. Se lanzan por el ta­lud de la infamia. De repente el punto. Sacudida mortal de la parrafada. Quietud súbita del alud garrafal, de la salud de los pasquinistas. No el punto de tinta; el punto producido por un cartucho a bala en el pecho de los enemigos de la Patria es lo que cuenta. No admite répli­ca. Suena. Cumple.

Comprendes ahora por qué mi letra cambia según los ángulos del cuadrante. Según la disposición del ánimo. Según el curso de los vientos, de los acontecimientos. Sobre todo cuando debo descubrir, perseguir, penar la traición. ¡Sí, Excelencia! Con toda claridad comprendo ahora sus ínclitas palabras. Lo que quiero que compren­das con mayor claridad aún, ínclito amanuense, es tu obligación de descubrir al autor del anónimo. ¿Dónde está el pasquín? Ahí lo tiene bajo su mano, Señor. Tó­malo. Estúdialo de acuerdo con la cosmografía letraria que te acabo de enseñar. Podrás saber exactamente a qué hora del día o de la noche fue emborronado ese papel. Coge la lupa. Rastrea los rastros. A su orden, Ex­celencia.


Fundación Augusto Roa Bastos

Conmemoración de los 40 años de la 1.ª Edición de

Yo El Supremo y los 25 años del Premio Cervantes

Fuente: SEP DIGITAL - NÚMERO 3 - AÑO 1 - MAYO 2014

SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM

Asunción - Paraguay

Dirección Editorial Lisandro Cardozo

Diseño y Diagramación Natalia Domenech

Corrección Castellano Cintia Cañete

Corrección Guaraní Feliciano Acosta

Ilustración de portada

Carolina Falcone, cortesía Fundación Roa Bastos

ISSN: 2311-0570

Edición al cuidado de los autores



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