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Sociedad de Escritores del Paraguay SEP
  SEP DIGITAL - NÚMERO 3 - AÑO 1 - MAYO 2014 - PORTALGUARANI.COM


SEP DIGITAL - NÚMERO 3 - AÑO 1 - MAYO 2014 - PORTALGUARANI.COM

SEP DIGITAL - NÚMERO 3 - AÑO 1 - MAYO 2014

SOCIEDAD DE ESCRITORES DEL PARAGUAY/ PORTALGUARANI.COM

Asunción - Paraguay


Dirección Editorial

Lisandro Cardozo

Diseño y Diagramación

Natalia Domenech

Corrección Castellano

Cintia Cañete

Corrección Guaraní

Feliciano Acosta

Ilustración de portada

Carolina Falcone, cortesía Fundación Roa Bastos

ISSN: 2311-0570

Edición al cuidado de los autores

 


ISBN: 2311 - 0570

Edición al cuidado de los autores.

Edición de la Revista Digital

Mayo- 2014

Asunción - Paraguay



Ilustraciones: Óleo de FIDEL FERNÁNDEZ



ÍNDICE

Prólogo de la SEP

POESÍAS

Delfina Acosta - Central

Madre

Dos hijos

Después de mucho saludar...

Moncho Azuaga - Central

Lluvias

Tormento

Estrategias equivocadas

Estela Franco - Central

El camastro

Cosas del corazón

Soledad

Mónica Laneri - Central

Vive... El tiempo se acaba

Gabriel Ojeda - Central

Confirmación de la ironía

Muerte, Recuerdo y Maldición

La infame premura del adiós

Genaro Riera Hunter - Central

Capítulos de aguas

Bandera tricolor bajo fuego

Fantasma

Carlos Ríos - Cnel. Oviedo

Mi felicidad

Tú y yo leyendo poesías

Victorio Suárez - Central

Amor

Sin regreso

Feliciano Acosta - Central

Ka’i ombotavýrõ guare aguarápe/

De cuando el mono engaño al zorro

Princesa Aquino - Central

Solicitud de instrucciones para leer al gran Cronopio

Camilo Cantero - Itapúa

El nacimiento de Soledad Barrett Viedma

Lisandro Cardozo - Central

El compositor

Juan de Urraza - Central

El Manifiesto

Natalia Echauri - Central

Se casa el Diablo

Milia Gayoso Manzur - Central

Sayonara alegría

Alejandro Hernández y von Eckstein - Central

El Chofer

Lita Pérez Cáceres - Central

En la colonia

Óscar Pineda - Central

Noche de mayo gentil

Genaro Riera Hunter - Central

Movimiento de hojas (Microcuentos)

Dígame, ¿quién soy?

La eternidad

Qué difícil es la alegría

Augusto Roa Bastos - Central

Lección de escritura - Fragmento Yo El Supremo

Javier Viveros - Central

De polvo eres

Rodney Zorrilla - Cne. Oviedo

Lágrimas del tiempo

“Yo, el supremo”

Mirta Roa - Central

El Premio Cervantes 25 años después

CRÍTICAS LITERARIAS

José Vicente Peiró Barco - Valencia/España

La novelística de Óscar Pineda: La invención y la realidad



UN MES CON MUCHOS

HOMENAJES

Mayo, es un mes muy especial, pues se recuerdan muchas fechas muy importantes para nuestro país, en muchos órdenes. El 14 y 15, se recordó la gesta de mayo, ocurrida en 1811, y hace tres años, vi­vimos la gran fiesta del Bicentenario. La novedad es que, desde este 2014, el 15 de mayo volvió a ser feriado, fecha en que se recuerda también el Día de la madre, esa gran mujer, que nos dio la vida y que ha inspirado a la literatura, en creaciones sublimes.

También recordamos dos fechas muy importantes, que se tra­dujeron en sendos homenajes a nuestro laureado escritor y Premio Cervantes, Augusto Roa Bastos. Precisamente, se recordó el cua­renta aniversario de la publicación del libro Yo el Supremo, sali­do de su pluma y publicado en 1974. El galardón, considerado el Nobel de la literatura hispana, le fue adjudicado en 1989, hace 25 años, coincidiendo con la caída de la dictadura, a la que combatió en todas sus formas.

Roa Bastos, fue exiliado muchos por el gobierno dictatorial de Alfredo Stroessner, a quien denominó con mucho humor, el “tira­nosáurio”, muy presente en sus obras.

El 14 de mayo también se recordó el primer aniversario del falle­cimiento del escritor y artista plástico, Carlos Colombino, de larga trayectoria en nuestro espectro artístico. Fue autor de numerosos libros de poesía, narrativa, y ensayos. con el pseudónimo, Esteban Cabañas. En julio de 2012, ganó el Premio de Novela Augusto Roa Bastos, por su obra “Atajo”.

Por otra parte, a fines del mes de abril y comienzos del presente, se realizó la Libroferia Internacional de Buenos Aires, donde par­ticiparon algunos escritores nacional, donde también se hicieron homenajes a Roa Bastos, por las fechas mencionadas. Actualmente, se realiza la Libroferia Asunción, que aglutina a escritores y editores de nuestro medio.

También, en este mes, se llevó a cabo el encuentro sudameri­cano, denominado Micsur (Mercado de Industrias Culturales del Sur), en la ciudad balnearia argentina, Mar del Plata, con la partici­pación de numerosos gestores culturales y artistas de nuestro país.

Lisandro Cardozo

PRESIDENTE

SEP



(Esperar unos segundos para descarga total en el espacio - Libro digital/ PDF)



POESÍAS DE DELFINA ACOSTA


MADRE


Entre las sábanas enfermas, madre,

te duermes sin saber de mi vigilia.

Escúchame callar en esta hora

de muerte, de silencio y de agonía.

Cuán sana fluye la existencia afuera

con su rumor de rosas encendidas.

Tenía pocas cosas que decirte,

y aquí me tienes vuelta piedra herida.

¿Por qué tuviste la terrible culpa

de haberme dado leche de desdichas?

Recuerdo mi terror a los relámpagos.

Qué eternas esas noches se me hacían.

Caían Dios y rayos pero tú,

tardando, en mi rincón aparecías.

Mi madre loba que te vas muriendo,

he aquí, gimiendo, a tu pequeña cría.


DOS HIJOS


Déjame que te cuente las palabras.

Somos los hijos de los rojos versos

que vuelan cuando está la noche encima.

Qué pálidos amantes, pues nos vemos

sólo a través de los rocíos fríos

que salen a morir por un momento.

Está la hoguera presta. Y ya la sangre

de la poesía corre por los huecos

de nuestras manos blancas y apretadas

contra las piedras y los malos vientos.

Yo vengo desde el fondo de tus letras

para que en mí te veas. Y te muerdo,

amante, cada día con dulzura.

Porque imposible es todo yo te quiero.

Ya escribes en mi alma los poemas

con que me abrazas desde tu silencio,

me sueltas y me vuelves a abrazar.

¿Escuchas cómo va pasando el cielo?


DESPUÉS DE MUCHO SALUDAR...


Después de mucho saludar al viento,

al jaspe de las piedras, al murmullo

de la colmena verde de los mares,

a la hermosura ajena en su conjunto,

dijiste basta, quiero estar muy triste,

en esta tarde al menos, un minuto,

pues se murió en la acera un pobre hombre;

él no cabía en un lugar del mundo.

No tuvo más familia que su perro,

que lo miraba, desde el hambre, mudo,

mas atreviéndose a mover la cola

cuando cocía un huevo con el humo.

No ha sido nadie, como él fue, tan pobre,

y sin embargo, reverente y puro,

le dio conversación a los gorriones

y a las palomas de cantar nocturno.

“Un hombre pobre se merece un verso”,

Neruda dijo al cielo y se dispuso

después de honrar su historia tan anónima

con el silencio largo de un minuto,

ponerle un nombre: Juan; juntar rocío

y en él mojar su pluma y su discurso.

El hambre encarcelada de aquel hombre

se liberó en su muerte y sólo él supo.



ENLACE INTERNO A DOCUMENTO DE VISITA RECOMENDADA

(Hacer click sobre la imagen)

TODAS LAS VOCES, MUJER..., 1986 . Poemario de DELFINA ACOSTA

Ediciones Taller, 1986.



2010. Fidel Fernández - Muetra médica. Óleo sobre lienzo. 150 cm X 200 cm.



POESÍAS DE MONCHO AZUAGA


LLUVIAS


Ama yma

Oky mombyry

Ama veve

Y karai

Ama vai

Ama guasu

Che angapýpe amandayvi

Oikytĩ asy che rekove.

Che año

che juhu ama ko’ẽ.

Ahechasénte che chupe

Ama puku jave.



TORMENTO


Aquel infierno estaba lleno de palabras

Enredadas, ciegas, sordas

ardientes,

revueltas en la ciénaga eterna

del silencio.

Y allí estaban los poetas

con el castigo divino

buscando aquella que le fue negada.



ESTRATEGIAS EQUIVOCADAS


Cuando el hambre creció en aquel pueblo,

El gobierno ordenó su militarización.

Al hambre le vino el miedo

Y al miedo le sucedió la imaginación.

Recién después nació el terror.

La muerte desfilaba uniformada

Y a ella se acostumbró

el hambre, el miedo, el terror.

El pueblo murió

después del infierno pasado.

Y pensar –dijo alguien–

que solo era cuestión de pan.



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(Hacer click sobre la imagen)

TEATRO EN LA CALLE, EN LA PLAZA, Y EN CUALQUIER LUGAR de MONCHO AZUAGA

SEPA (Servicio Ecuménico de Promoción Alternativa) y Arandurã Editorial,

Asunción-Paraguay, Noviembre, 2005



2010. Fidel Fernández - Zoon politikon. Óleo sobre lienzo. 90 cm X 100 cm.



POESÍAS DE ESTELA FRANCO


EL CAMASTRO


Ha nacido este camastro

bajo enredadera jazminera

ha brillado el astro,

las estrellas y la luna

dieron vueltas solazando

como fulgores sobre una cuna.

Pero llegaban los inviernos

de tempestades duras,

el camastro bamboleaba cual canoa

y con las manos, como remos avanzamos

sobre aguas turbias y en el jazminero las goteras,

el camastro resistía, lo que resistían los embates.

Éramos dos, juntando jazmines en los estíos

y hojas secas en los inviernos

éramos dos, nos recuerdo

abrazados…

soplando fieros al fuego

mirando a lo lejos, buscando las costas.

Cuánto mejor hubiera sido

vivir solos sobre este camastro

que dar pasos entre el mundío

que sonríe sin que te vieran

que no conocen la persistencia

que da el amor en la tormenta.



COSAS DEL CORAZÓN


Yo, buscaba en el cielo

la cosmogónica explicación

a este amor zodiacal,

mientras tú escribías, en la arena,

nuestras iniciales dentro de un corazón

con suficiente sentido.



SOLEDAD


Afuera, la madrugada,

golpeteos lluviosos, rumores de amores

Aquí… la noche, el silencio,

y tú… lejos.



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CAMALEÓNICA, 2013. Poemario de ESTELA FRANCO

Editorial Arandurã

Asunción – Paraguay. Setiembre 2013 (72 páginas)



2011. Fidel Fernández - Jagua pasaje. Óleo sobre madera. 100 cm X 100 cm.



POESÍAS DE MÓNICA LANERI



“VIVE... EL TIEMPO SE ACABA”


Caminás-

la ciudad a oscuras-

pensás-

pintarrajear paredes-

descartar dolores-

patear latitas-

es tu paso-

¿qué es la vida?-

caés-

esa tonta idea

de pensar-

caés-

esas ganas

de abrazar-

caés-

las tentaciones-

tientan-

una ciudad a oscuras-

te contiene-

cierra sus abrazos

amurallados-

despintados-

hace un graffiti-

en vos-


“VIVE... EL TIEMPO SE ACABA”-

y vos-

vamos-

es hora de soltarte-

las calles-

nos vuelven invisibles-

la ciudad a oscuras-

la excusa perfecta-

ya podés llorar-



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2012. Fidel Fernández - Dedo indice. Óleo sobre lienzo. 98 cm X 130 cm.



POESÍAS DE GABRIEL OJEDA


CONFIRMACIÓN DE LA IRONÍA


El silencio terrible se sujeta

de las esperanzas perimidas.



MUERTE, RECUERDO Y MALDICIÓN


Muerte;

Pensar en lo que dejamos de hacer

y soñar con ser una ironía

semejante a las demás.

Recuerdo;

En la confusión de las palabras muertas,

no poder reconocer nuestros más bajos vicios

escondidos en la candileja vigente.

Maldición;

Imaginando eternamente

cómo será el purgatorio en realidad,

siendo olvidado como todos: felizmente.



LA INFAME PREMURA DEL ADIÓS


Besar aquel retrato del tiempo

donde iba muriendo sin corazón.



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REDUNDANCIA DEL ANHELO. Poemario de GABRIEL OJEDA

 Arandurã Editorial

Asunción – Paraguay. 2010



2012. Fidel Fernández - Escuela mangoguy. Óleo sobre lienzo. 150 cm X 200 cm.



POESÍAS DE GENARO RIERA


CAPÍTULOS DE AGUAS


BANDERA TRICOLOR BAJO FUEGO


Ofensiva tribal, hemorragia de lepra.

La plata aporta un sentido

y abre una vía engañosa.

El bien como el mal

son caminos de los sabios,

sendas al paraíso en polvo.



FANTASMA


Un mono tono de irradiación,

un monótono de sombra sin viento,

una cuento del parecer lejos de aquí ,

un para ser fingido con sabor.

Una aspiración rumiante de felicidad.



POESÍAS DE CARLOS RÍOS



MI FELICIDAD


Entre aquella muchedumbre,

no esperaba ver mi futuro,

lo divisaba muy a lo lejos,

no pensé que tu voz llegaría

pronunciándose entre la gente,

provocando el eco

y mi distracción,

sucumbiendo entre el ocaso de mi alma,

abriendo huecos en mi mente

derribando mi arquitectura,

derribando cada muro que levanté,

no pensé que tus ojos

serían el aliento mío,

ese toque de luz que necesitaba

esa insignificante melodía vespertina,

aquello sublime y volátil

que marca senderos serpenteantes

en las lagunas secas de mi ser.

Te conocí y te empecé a querer,

empecé a atesorar tu anamnesis,

cada fracción de tu tiempo

cada mendrugo de la escultura de tu cuerpo,

y entender que solo a tu lado

no importan los sucesos,

las adversidades y las desdichas,

que el cielo te ha enviado a mi redención,

a liberarme del éxtasis,

de las insaciables llamas de la perdición,

y ayudarme a vislumbrar

que a tu lado la eternidad es escasa,

que seguir amándote es lo que alimenta mi felicidad.



TÚ Y YO LEYENDO POESÍAS


Extraído de “Tú y yo leyendo poesías, no sé, piénsalo”

Editorial Libróptica


Tú y yo leyendo poesías

leyendo esas hojas sobre tu cuerpo desnudo

escritas con besos,

dulces y amargos,

calientes y fríos

intentando vivirlos uno a uno

sentirlos,

inmortalizando los momentos

esos momentos tuyos, míos,

que disfrutamos los dos

donde el cielo sea el límite

para explayar la inspiración

para escribir eso que sentimos

eso que tú lo sabes, y yo lo sé,

eso incomprensible e ilógico

eso que los versos no pueden expresar,

que se escapan a los ojos mortales,

aquellas letras que emanan los cuerpos

aquellos conjuros que flotan al aire

que dibujan en sulfuro

aquellos que se encuentran en el papel

ese papel en el que se mezclan las tintas

se manchan por la aflicción del amor,

que brillan y se hunden en la espesura

de lo que atesora este corazón

tú y yo leyendo poesías,

no sé, piénsalo…



2012. Fidel Fernández. Piriri-Pororo. Óleo sobre lienzo. 150 cm X 200 cm.



POESÍAS DE VICTORIO SUÁREZ


AMOR


Hincada en la materia desabrochó el alba

para habitar los días con sus senos de bruma consagrada.

Había calcado una luz en las migraciones etéreas

de su alma

y tuvo tiempo de montar las huellas

de aquellos corceles fugitivos que desenredaron

el secreto memorial de las paredes.

La rosa blanca superó las predicciones sombrías

que expiraron ante el destello fijo de la mirada.

Las señales habían quedado como ampollas de fuego

en la lactante humedad de aquel ceñido atajo

donde nace la vida.

Qué lengua entristecida colgó su beso

aquella tarde de efusión confundida.

El amor había disipado el idioma

y arrastró sus partículas

por los recodos donde habitan

las beldades estropeadas por el tiempo.

Aún exhala el secreto de una alegría lejana.

De un momento a otro volverá con su vastedad de cielo

para ensamblar su ternura en el junco de las quimeras.


SIN REGRESO


En el instante crucial donde convergen el vacío

y el silencio

el cuerpo se vuelve un hueco con huellas de sangre reseca.

Por ese espacio aclimatado de adversidades

alguna vez pasó el eco de una tarde cargada

de rendidas cavidades.

Las extremidades soldaron su peso

en las tormentas de arena que ahogaron el paisaje.

Bajo la tierra ya no parpadearon los ojos

aunque siguieron fermentando

los destellos de células que se resistieron a morir.

Toda la materia se pudre como una hoja

ante el cabildeo senil de aquellos que lloran.

Pero los difuntos quemaron el alba.

Yo los encontré en un pedazo de sueño.

Toqué sus cabelleras crecidas en el viaje

y posé mi boca en cada transparencia nacida

para aquietar el diluvio.

Mis dedos cruzaron la línea de los fuegos apagados.

Inmensos caballos sin jinetes se evaporaron

delante de una cruz que cortó el aire.

Nos confundimos entre tantas miradas,

estuvimos todos muertos

con la gran alegría de haber olvidado el mundo.

Desde entonces no hemos regresado.



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CUENTO POPULAR DE FELICIANO ACOSTA



KA´I OMBOTAVYRÕ GUARE AGUARÁPE


Oiko ndaje Ka’i rasaitéma ombopy’arasy kuñakarai­mi peteĩme. Ombotyaipa chugui y. Péichaje tapia ojapo hese ko’ẽ porã mboyve. Oipy’apy asy chupe.

—Ágãnte ho’áne che poguýpe ha chehaitéma añem­bohorýta hese —he’ími va’erã kuñakaraimi.

—Ajapóta ta’anga araity kakuaa porãva ha amoĩta ykua rembe’ýpe aipohano haguã ko tekove chapĩme — he’ími pochyvére.

Upeichaje, peteĩ ko’ẽ para para jave, Ka’i oñembo­ja jeýma ohóvo ykuápe oñemotie’ỹ potávo. Ohechávo mba’e hũ guasúje oñemboja ijypýpe ha he’i:

—Ejeí upégui!...

Nohendúi vaicha chupe ha uperamo hatãve osapukái:

—Ejeí upégui ha’e ningo ndéve!

Nombohováimarõ chupe oito’õ chupe peteĩ saple ha opa’ã hese.

—Ndéiko reimo’ã chepo peteĩ mba’e —he’i ha oho­vapete karia’y chupe, ipo mokõivéma upépe opa’ã.

—Ndéiko reimo’ã ndachepýi mba’e —he’i juku’a kytã’i vai ha okua hese.

Upépe opyta vaivéma mitã Ka’i.

—Nereñembohorýi chéne che rehe —hi’ambu ha opyvoi jey.

Upépe opyta opóvo ta’anga ku’áre ongyryry.

—Che rãiko ndaguerekói akaru haguãnte!, roisu’úta, roisu’úta.

Oñembohãimbiti ha oisu’úvo chupe opyta omanórõ guáicha. Nomyivéima mitã Ka’i.

Upe javéje oñemboja kuñakarai ha osapukái Ka’ípe:

—Ymaite guivéma chembopy’arasy reikóvo... hasy peve re’ami che ñuháme nde, tekove tie’ỹ.

Ka’i oñemomanoite ta’anga araity ári.

—Rei reñembotavy nde, mba’e chavi. Che haitéma añembohorymíta nde rehe ko’ágã —iñe’ẽ pochy ku­ñakarai.

Omoĩ Ka’i ijyva guýpe ha oipykúi hóga rape. Oguãhẽ, oheka tukumbo ha oñapytĩ Ka’ípe yvyra po­guasu óga kupépe oĩva rehe.

—Epoimíntena chehegui, nachetie’ỹ mo’ãvéimako araka’eve.

—Upéva katu ndere’umo’ãimante, che karai. Che haitéma hína ko’ágã.

Opuka puku hese ha oho oheka ohekáva.

Ojecha vai Ka’i, ombojeko iñakã yvyráre ha oñembyasy.

—Ko’ápe aikopáma hese.

He’ívo, hesaho sapy’a Aguaráre oñemboja mbegue katúva oúvo hendápe.

—Mba’ére piko reĩ reína péicha, che irũ —oporandu Aguara.

—Namendaséi haguére —ñe’ẽ ári ombohovái—. Lechãi niko chemomendase katuete imemby kuñáre, ha che niko, iporãramo jepe imemby kuña, namendaséi gueteri, aiko porãiterei niko che año. Mba’e nde piko neremendaséi, che irũ.

—Amendase, che ningo yma guive hapykuéri aikó­va. Mba’e piko ajapo va’erã —opuka reipa.

—Chejora pya’e aipórõ, toromoĩ che rendaguépe.

—Oĩma, che irũ.

Ojepokyty kyty ha ojorámane ra’e hapichápe. Ka’i, peteĩ tesapirĩme oñapytĩsu’u Aguarápe.

—Ágã ojávo nde yképe ere chupe remendataha, ku­ ñaitéko ne rembirekorã —he’i chupe ijapysápe ha ogue ka’aguýre.

Upe riremínte osẽ oúvo kuñakarai ytaku pupu rehe­ve. Ohechávo chupe Aguara osapukái:

—Amendáta, amendáta ne memby kuñáre.

—Mba’e remendáta piko nde, tekove tie’ỹ. Kóina ápe he’u kóva.

Charráu!... ohykuavo hese ytaku. Aguara opyta iñakuruchĩ yvyráre ha Ka’i katu opyta akóinte itie’ỹ.



DE CUANDO EL MONO ENGAÑÓ AL ZORRO

CUENTO POPULAR


Dicen que Ka'í como tantas otras veces preocupaba a una señora. Enturbiándole toda el agua. Así lo hacía siempre antes del amanecer. Esto la tenía muy afligida.

—En algún momento caerá en mis manos y seré yo quien me burle de él —solía decir la señora.

—Haré una figura grande de cera y pondré cerca del manantial para castigar a este animal demente —decía cuando más enojada estaba.

Así, una mañana al empezar a amanecer, Ka'í iba acercándose nuevamente al manantial para hacer sus travesuras. Al ver una sombra negra y grande se acercó y dijo:

—¡Sal de allí!...

No parecía escucharle y entonces gritó más fuerte:

—¡Sal de allí te estoy diciendo!

Al no contestarle, le propinó un golpe en la nuca y quedó trancada la mano.

—Acaso pensabas que tenía una sola mano —le dijo y lo abofeteó violentamente, quedando entonces traba­das ambas manos.

—Acaso creías que no tengo pies —le dijo con voz entrecortada y le dio otro golpe.

Allí quedó peor el pobre Ka'í.

—No te has de burlar de mí —dijo jadeando y dio otra patada.

Allí quedó refunfuñando sujeto por la cintura de la figura.

—¡Mis dientes no los tengo solo para comer!, te mor­deré, te morderé.

Abrió la boca y al morderlo quedó como muerto. Ya no podía moverse el pobre Ka'í.

En ese momento se acercó la señora y le gritó a Ka'í:

—Desde hace tanto tiempo me andas molestando... al fin caíste en mi trampa, individuo maleducado.

Ka'í se hizo el muerto sobre la figura de cera.

—En balde te desentiendes, cosa raquítica. Es mo­mento de burlarme yo de ti ahora —le dijo enojada la señora.

Puso a Ka'í bajo su brazo y se encaminó a la casa. Llegó, buscó una soga y lo ató por el árbol grueso situa­do detrás de la casa.

—Suéltame por favor, no seré más travieso nunca.

—Eso si no será posible, mi señor. Es mi turno ahora.

Se rió a carcajadas de él y fue a buscar algo.

Se vio mal Ka'í, recostó la cabeza por el árbol y que­dó triste.

—Aquí ya estoy perdido.

Al decirlo, desvió los ojos hacia Aguará quien se acer­caba lentamente hacia él.

— ¿Porqué estás así, amigo? —preguntó Aguará.

—Porque no quería casarme —le respondió sobre sus palabras—. La vieja me quiere casar a toda costa con su hija, y yo, por más que ella sea linda, todavía no quiero casarme, solo vivo muy bien. ¿Tú no querrías casarte, amigo?

— Quiero casarme, estoy tras ella hace tiempo. ¿Qué debo hacer? —sonreía tontamente.

—Entonces desátame rápido, para que te ponga en mi lugar.

—Bien, amigo.

Frotándose las manos empezó a desatarlo. Ka'í, en un abrir y cerrar de ojos ató fuertemente a Aguará.

—Cuando se acerque dile que vas a casarte, tu novia es una verdadera mujer —le dijo al oído y se perdió en el bosque.

Poco después venía la señora con agua hirviente. Al verle Aguará gritó:

—Me voy a casar, me casaré con tu hija.

—Qué te vas a casar, sinvergüenza. Aquí tienes esto.

¡Charrau!... derramó sobre él agua caliente. Aguará quedó arrugado junto al árbol y Ka'í quedó travieso como siempre.

Traducción al castellano: Natalia de Canese


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MITOS Y LEYENDAS DEL PARAGUAY MESTIZO (GUARANÍ - ESPAÑOL)

Compilación y versión al español:

FELICIANO ACOSTA , DOMINGO ADOLFO AGUILERA y CARLOS VILLAGRA MARSAL

Comparecencia : CARLOS VILLAGRA MARSAL

Prólogo : FRANCISCO PÉREZ MARICEVICH

COLECCIÓN CULTURA POPULAR Nº 3

© Editorial SERVILIBRO

Asunción, del Paraguay, mayo de 2010



2012. Fidel Fernández - Tacumbu. Óleo sobre lienzo. 200 cm X 275 cm.



NARRATIVA DE PRINCESA AQUINO


SOLICITUD DE INSTRUCCIONES PARA LEER AL GRAN CRONOPIO


Homenaje a Cortázar


“Al atardecer habrá una concentración de fuerzas vivas en la Plaza de Mayo. Irán el Señor Cardenal, las palomas, los presos políticos, los tranviarios, los relojeros, las dádi­vas, las gruesas Señoras. Y Marat en su bañadera.”

Plan para un poema —de JULIO CORTÁZAR— leyó el profesor, y agregó con su pedantería habitual—: Pero no fue el único, porque ya Fernández de Moratín le dedicó un poema que decía algo así:

“ese que yace en la sangrienta arena Espantoso cadáver destrozado Fue ciervo oscuro, intrépido soldado Caudillo de las águilas del Sena…”

El joven profesor llevaba un tiempo repitiendo lo mismo en esa cátedra sin que nadie objetara nada, pero esta vez…

—Profesor, disculpe, creo haber leído que ese era Murat, Joaquín Murat, y este otro es Marat, Jean Paul Marat, el que escribía la lista de los que debían ser gui­llotinados en la Revolución Francesa.

—Qué tontería, es el mismo Marat, Joaquín Marat.

—No, ese era Murat, el que fue rey de Nápoles, ca­ sado luego con una hermana de Napoleón Bonaparte. El que ordenó el fusilamiento del 2 y 3 de mayo que pintó Goya.

—Típico de las mujeres que confunden todo, ¡como nunca les interesó la guerra!

—Puede que hacer la guerra no, pero a muchas de nosotras lo que se escribe sobre las guerras sí. Es el mis­mo Marat pintado por David.

—Y dale con las pinturas, ¿a quién le importa? No estamos en clases de bellas artes. ¿Qué tiene que ver lo que pintó Goya o David en esta clase? Esta es una clase de literatura, y por favor no siga interrumpiendo o la quito afuera. ¡La cátedra es soberana!

—¡Y Marat en su bañadera agregó el nombre del pro­fesor en su lista de nombres oprobiosos!



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NARRATIVA DE CAMILO CANTERO


EL NACIMIENTO DE SOLEDAD BARRETT VIEDMA



Caía la noche del Día de los Reyes de 1945 en la Es­tancia Laguna Porä de Yabebyry Misiones. Era una fe­cha histórica donde América sin darse cuenta daría na­cimiento a una de sus heroínas de la lucha social. Era el mismo sitio donde tres décadas y media antes, el abuelo Rafael Barrett se refugiaba en el sitio por el plazo de un año perseguido por sus ideas, sueños y esperanzas. Una manera miserable en que los poderosos intentan aplacar a quienes piensan diferente y de esa manera oprimir a su pueblo.

Pero aquella “tarde-noche” era distinta. Ahí estaban el joven Carlos “Porîco”, un colaborador que preparó el empacado de los enseres para el viaje de emigración que se haría pocas semanas después; Deolinda Viedma, la feliz madre a punto de dar a luz y la abuela Dolores, Ña Loló. Juntas hicieron posible el nacimiento de Soledad, quien pasaría a llamarse Chole o “Polela” para el menor de los varones. No hubo “partera” y la “sala” era la gran habitación, al extremo sur de la casa nueva, construida en su momento por el maestro Rafael Barrett, quien ni se hubiera imaginado la continuidad de su clan en las profundidades del país que abrazó profundamente.

El lugar seguía siendo la propiedad del Dr. Alejandro Audivert, concuñado del viejo Barrett, quien se casara con Angelina López Maíz, hermana mayor de Francis­ca López Maíz, esposa de Barrett y ambas sobrinas del padre Fidel Maíz.

Era el mismo sitio que lo describiera “el abuelo” como el que estaba preñado de recuerdos de Panchita, el lugar en que ha sufrido y amado con ella. Ahí, donde sus razones miraron las aves cruzar el cielo, pisaron la hierba y donde por la ventana donde se venía la “cuca” (una gata) a llamar para que se le abriera de madrugada.

Las verdes praderas que rodean al sitio, el eucaliptal inmortalizado en la única prueba fotográfica del paso de Barrett por Yabebyry, Misiones y que da entrada a la estancia; habiendo varios de ellos sembrados por “el viejo anarco” se sumaban al ambiente de bienvenida a la nueva integrante de la familia.

Soledad, era el nombre elegido. En honor al “abuelo” que en ese mismo sitio se refugió para reencontrarse con la vida y producir las más bellas páginas de su inspira­ción. Soledad, porque eso sentía el abuelo y se embria­gaba de letras que lejos de escaparlo de la realidad, al contrario lo abrazaban con el Paraguay profundo, dan­do pie a la literatura de denuncia social que no podía dejar de existir en un país con profundas asimetrías.

Soledad, por aquellos días de encanto pero de noches oscuras donde la luz del candil apenas alumbraba, pero jamás evitó su más prolífica creación. Soledad por “El Dolor Paraguayo” y “Moralidades Actuales”.

Y vino la niña. La misma que atraía. Encantaba. Emocionaba a propios y extraños. Su grito de llegada al mundo, que desde aquel día histórico rompió la mono­tonía y el silencio del lugar, donde la selva circundante lo saludaba con el aullido de las fieras salvajes que aún así se negaban a amansarse, el trinar de los pájaros y el grito de los capataces de la estancia que partían rumbo a los confines del lugar en otra jornada de faena diaria.

Décadas después, su hermana Nanny Barrett expli­caría que "el nombre de Soledad reflejaba la ausencia de nuestro padre, perseguido por sus ideas políticas al igual que nuestro abuelo". Su hermano, Fernando Ba­rrett, desde Caracas agregaba que además era justamen­te por la “soledad generalizaba en la pequeña hacienda”.

Por ello aquel nombre era el elegido. Su nacimiento fue un milagro. Como los tantos ocurridos en los para­jes y las praderas del Paraguay profundo. En las humil­des viviendas de donde salen grandes personas, como quienes luchan por sus sueños y esperanzas por una sociedad mejor. Era la continuidad de la historia que en menos de tres décadas la recién nacida se encarga­ría posteriormente de demostrar y pasar a la eternidad de los nombres eternos, cuyo legado es la mejor heren­cia para generaciones y generaciones. Héroes civiles de nuestros “macondos” eternos donde las clases populares parecen condenadas a la opresión inacabada de sectores ubicados en las antípodas de sus sueños.

Soledad luego comenzó a crecer. Pasaron los días, los meses, la tía Andrea ya había partido del lugar y la única escuelita que era una lucha titánica contra el analfabe­tismo dejó de funcionar. Los compañeritos desaparecie­ron y los jóvenes fueron a “carpinchear” al Ñeembucu, cazaban y pescaban para alimentarse, comían pacurí o naranjas silvestres, guayabas, yata-i o pindó.

Entonces con pocos meses de vida, Soledad tuvo que partir. Las vacas fueron vendidas, quedando sólo algu­nas imprescindibles, los buenos caballos también. Que­daron dos yuntas de bueyes, que remolcaron la carreta desde Tacuruty hasta Ayolas, de donde toda la familia cruzaría hasta Ituzaingó, cruzando el caudaloso Paraná, por el sitio que en la actualidad está totalmente cubierto por el lago artificial de la represa Yacyretâ.

Años después, Fernando, su hermano contaría que incluso recordaba la escala en Yabebyry, “que antes per­tenecía a Ñeembucú, mi lugar cierto de nacimiento. Dos niños dormimos en una mesa de billar. Recuerdo después el terror de atravesar el Paraná en la gran canoa de unos tíos, para empezar la hoy larga vida de exilios y migraciones, la diáspora de los Barrett, extendidos aho­ra por toda América”, contaba.

Pero volviendo al día de nacimiento de Soledad, aquello fue inolvidable. Es que el mismo amanecer de la larga jornada producía el mismo milagro que la mágica pluma del abuelo describía en su momento. “Cuando un suspiro de luz tiembla en el horizonte. Palidecen las estrellas resignadas. Las alas de los pájaros dormidos se estremecen y las castas flores abren su corazón perfu­mado, preparándose para su existencia de un día. La tierra sale poco a poco de las sombras del sueño”.

Y esas sombras eran rotas y alumbradas por el llanto inocente de una criatura: Soledad Barret Viedma. Ve­nía al mundo. Nacía en el sur de un país tan amado por su abuelo, quien aún no naciendo en la patria, iba a ser considerado como el más paraguayo de los narrativos.

Venía con los sueños entre los brazos. Sus escasos años de vida le servirían para demostrarlo fehaciente­mente. Nada pudo impedir su magistral tarea. Ni los odios y rencores contra su familia. Ni la persecución a su padre. Ni finalmente la traición de su pareja.

Aquel día, Alejandro Barrett y su compañera Elisa Viedma tuvieron el mejor regalo. Las horas pasaban y la alegría comenzó a sentirse en Laguna Porä. Aquellas in­olvidables jornadas donde “el abuelo” dejaba que su ca­ballo lo llevara a su gusto por las soledades del campo.

Esas maravillosas andanzas vespertinas donde el hombre sacia sus ojos en la inmensa llanura ondulada y en su río-mar donde se estremecían, hechos diaman­tes, ópalos y rubíes, los fantásticos tonos de un subli­me ocaso. Donde la reina natura hace que el hombre se encuentre consigo mismo en una vida al aire libre y a libre luz. Así lo decía Rafael Barrett, cuyo espíri­tu se mantenía latente en el lugar. “Donde el hombre está en contacto íntimo y constante con una naturaleza grandiosa y delicada a la vez, que perfecciona los sen tidos, robustece y aguza la memoria visual y ennoblece el alma. La cálida benignidad del clima suaviza las cos­tumbres hacia horizontes de ensueño” (R. B.).

Ahí venía al mundo Soledad. Con la inocencia de una niña hermosa de cabellos dorados y piel blanca. Rápidamente se convirtió en la princesa de propios y extraños. La veintena de vecinos la admiraba como si fuera su propia hija. Ahí también estaba “Panta”, la que no tenía apellido ni hogar, con sus rarezas y locuras. La que hacía el locro a los peones. La que se quemaba en la cocina y acudía junto al abuelo de Soledad para que la curara. Y que en ese instante sublime le hizo compren­der hasta qué punto es hermana suya, hasta qué punto aparece en su ser, desnuda, vacilante, la débil chispa que ocultamos nosotros bajo máscaras inútiles.

Ahí estaba Soledad. La niña hermosa. La que haría historia en tan escasos años de existencia. La misma que iba a ser nombrada que nació en Paraguay, pero sin especificar que fue aquí en este lejano paraje: Lagu­na Porä, Yabebyry, Misiones. El mismo lugar, donde el amparo de las madreselvas le acariciaba la piel fatigada a su abuelo.

El mismo lugar donde el centenar de gallinas pico­teaban y escarbaban sin cesar la tierra. O donde los ga­llos padecían la misma voracidad incoercible, olvidando su profesional arrogancia y hundían el pico.

El imponente paisaje le daba la bienvenida al mundo. Aquella verdadera América donde aparecían de la nada los yaguaretés o se escuchaba en el fondo el rugido de los karajá. Ese era su lugar en el mundo. Soledad Barrett Viedma, la misma que veintiocho años después conoce­ría la traición de la mano del cabo Anselmo en Recife, Brasil. En el anonimato. En la humildad de los grandes hombres. En la soledad de Laguna Porä. El mismo sitio que protegiera a su abuelo, a su padre y donde ella vinie­ra al mundo para transformarlo.

Ese mundo “que ha visto” su abuelo y por el que pi­ dió a un interlocutor “no mintais”. Aquel que han visto muchas generaciones y que atenta contra sus sueños e ideales. Ese mundo donde la vieja “Panta” sigue em­briagada en su eterna y amorosa locura. El abuelo de Soledad le sigue restaurando las heridas. Los tigres con­tinúan rugiendo por la noche. El cómplice Paraná baila su eterna danza elegante como invitando a los “Barrett” a entrar y salir cuando quieran con la vieja canoa re­mada por seis fortachones compatriotas paraguayos. Panchita con su amor prodigioso vuelve a escuchar apenitas pero legible la voz del maestro que se apaga poco a poco. Ahí, Soledad Barrett Viedma nacía, venía al mundo para cambiarlo.



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CUENTO DE LISANDRO CARDOZO


EL COMPOSITOR


Su sueño era ser un gran compositor. Escribir algu­na vez su obra maestra y ser reconocido mundialmente como los grandes maestros: Beethoven, Mendelssohn, Mozart, Bach o Mahler.

Con ese sueño utópico en mente desde muy chico, se sentó al piano por horas a practicar, a estudiar teoría y solfeo, composición y contrapunto. Asistió regularmen­te a los largos cursos del conservatorio y fue así, que llegó a ser uno de los alumnos más aplicados y desta­cados. Pero su condición física endeble y enfermiza, le hizo acreedor del menosprecio por parte de compañeros y algunos profesores, que lo calificaban, como un chico muy ansioso y en ocasiones, pesado.

Las clases de composición eran las que más le gus­taban a Gustavo Valpuesta, y para cada una de ellas, preparaba una pequeña pieza, que escribía puntillosa­mente a lápiz en el pentagrama, en las claves de sol en segunda y fa en cuarta. Preparaba también variaciones de contrapunto en do mayor, sol menor, y en si bemol.

Esa tarde llegó su turno —que es por abecedario— de mostrar lo que había hecho y el profesor le cedió el asiento frente al piano. Pero antes debía elevar la acol­chada plataforma, unos cinco centímetros, para que pueda alcanzar el teclado y acercaba otros tantos, para alcanzar los pedales del piano Yamaha, donado por el país del Sol Naciente, que después de unos cinco años, ya estaba muy aporreado y con algunas notas desafina­das.

Sus compañeros ya esperaban con sonrisita maligna, el momento en que él hacía tronar sus finos y largos dedos, estiraba sus brazos hacia arriba y adelante para aflojar sus músculos, y disponer su espalda recta, ha­ciendo un perfecto ángulo de noventa grados con la banqueta.

Gustavo tenía diecisiete años, era el más joven del curso, pues había comenzado a ir a los talleres de inicia­ción a los cinco años, de la mano de su paciente madre. Tenía cabellos castaños claros, cejas gruesas y ojos café, cubiertos por los anteojos de grueso marco de carey. Por su apariencia, parecía estar muy mal nutrido, y que sus brazos, no iban a poder tener la fuerza suficiente para arremeter con vigor sobre las teclas, que sin embargo, el piano le sonaba muy claramente.

Al terminar de interpretar su Opus 44 para piano, en Sol Mayor, que anunció tímidamente, sus compa­ñeros rieron sin disimulo, mientras el profesor perma­necía inexpresivo, mirando sus manos. Unos segundos después, el maestro Alejandro Almarza le dijo: “creo que todos percibimos, que hay algunos problemas de armonía, precisamente en esos largos saltos en los inter­valos, que son inadmisibles en una buena composición. Los acordes de mi séptima y la bemol, que se repiten varias veces molestan al oído, porque son inarmónicos y usted lo sabe. La segunda frase del moderato debe discurrir mejor con las escalas de sol mayor y do menor, y no detenerse en los acordes de la séptima menor, que rompen de nuevo la armonía”. Con esa crítica se dio por terminada la clase del día.

Gustavo esa tarde volvió apesadumbrado a su casa, y con pasos cansinos recorrió las cuadras de adoquines, tras bajar del colectivo que le llevaba a su barrio. En todo el camino no pensó en otra cosa más que en la crítica, que lo había dejado muy mal y llenado de ver­güenza. Pero sabía que no debía amilanarse, que pese a todo, él estaba muy convencido, que escribiría en algún momento su obra maestra, porque ese era el objetivo de su vida. Repasó los libros, sus muchos apuntes de armo­nía y contrapunto y encontró las explicaciones de sus aparentes errores compositivos. Pero sabía que si sola­mente se ponía a corregir su Opus 44, sería una más de las corrientes y encorsetadas músicas sin gracia, de las que tanto existen. Estaba convencido que sus compa­ñeros y el profesor no entendieron su intención al com­poner de esa manera revolucionaria, como lo hicieron Monteverdi, Berlioz, Schönberg, Debussy, Kórsakov y Stravinsky.

Gustavo ya estaba acostumbrado a encontrarse con esas dificultades, con profesores con mentalidades cua­dradas, que lo único que buscan es que el alumno se asimile a ellos, se amilanen ante ellos, se desanimen y en consecuencia, sean tan mediocres como ellos, que nunca fueron capaces de hacer algo importante en sus vidas como músicos.

Mientras descansaba esa noche, se propuso que al otro día reescribiría totalmente su música. Para ello, dando vueltas y vueltas en la cama, elucubró mental­mente melodías, tarareó y silbó frases completas por lo bajo, para no molestar a sus padres que dormían en el otro cuarto. Bien temprano se levantó a trabajar en el piano. Con el pentagrama enfrente, escribió, nota por nota, borroneó acordes y volvió a combinar corcheas, fusas, semifusas y silencios. Comió apenas unos bo­cados en la hora del almuerzo y febrilmente prosiguió probando variaciones, arpegios y acordes de distintas naturalezas y alturas.

Ya entrada la noche tenía escrita dos versiones. La primera composición contenía nuevas melodías más originales, y variaciones que consideró eran más crea­tivas, fruto de una inspiración que le vino de quién sabe qué lugar del universo. La escribió de un tirón y la infinidad de veces hasta que los dedos también memorizaron la melodía y guardó las partituras en una carpeta. La otra composición, con las correcciones su­geridas por el profesor, sería la que iba a exponer en la clase. Recién a la madrugada pudo conciliar el sueño tras resolver en teoría todos sus problemas musicales.

Ese jueves fue el día en que se festejaba la indepen­dencia del país y era feriado. Durmió hasta la media mañana y tras desayunar, se sentó de nuevo frente a su viejo piano, comprado por su padre de segunda mano, en muy malas condiciones. Tras hacerlo arreglar, le servía por lo menos para los ensayos diarios. Un viejo maestro, de los pocos que nunca lo discriminó, le había dicho que lo mejor era tener el instrumento en casa, para practicar los ejercicios que se dan en las clases de interpretación. “Así se agilizan los dedos y se adquiere fortaleza en las articulaciones”.

Ese día se dedicó a enriquecer aún más su nueva com­posición, dotándola de nuevos matices y movimientos, de tal modo que quedó muy satisfecho con su obra. Al otro día tenía clase teórica y práctica y ya tenía prepara­da en su mochila los cuadernillos de partituras y en su mente la melodía que le ocupó todos esos días.

Esa tarde escuchó aburrido las obras de sus compa­ñeros y pensó que ninguna merecía la puntuación que le iba dando el profesor. Eran piezas mediocres e insul­sas que, sin embargo, ponderaba el profesor con hala­gos desmesurados. Él se mantuvo callado en su lugar de siempre, casi retraído, tratando de que los nervios no le jueguen una mala pasada en el momento de sentarse al piano.

Por último el profesor llamó a Gustavo e hizo los arreglos de siempre en la banqueta. Él se concentró mi­rando el teclado y comenzó a sentir la música que reco­rría ya sus extremidades, que hizo tronar inconsciente­mente, seguido de sus gestos como un ritual. Miró la partitura que conocía de memoria y atacó las primera notas. Discurrió la música prolijamente de las cuerdas del piano vertical que tenía la tapa superior abierta para una mejor sonoridad. La melodía se expandió por toda la sala, por encima de los hombros de sus compañeros y el maestro, quienes se quedaron en llamativo silencio. Terminó su breve pieza y quedó con las manos sobre sus muslos.

Al cabo de un rato dijo el maestro: “Mejoró nota­blemente su obra, Valpuesta. Creo que tomó en cuenta las sugerencias, aunque persisten algunas cositas que cuestiono, como en el moderato, en que percibí que hay todavía algunos problemitas. Creo que debe revisarlo para la próxima clase”.

Gustavo, sin levantarse de la banqueta, rebuscó en su mochila y sacó el otro cuadernillo de partituras que abrió en la primera página y lo puso enfrente. Sin mirar a nadie, comenzó con un leve arpegio pentatónico que cubrió cuatro octavas y siguió con una melodía alegre, sonora, que intercaló con un moderato y pianísimo, para ir ascendiendo nuevamente. El maestro miró a sus alumnos en quienes no había atisbo de sonrisa y muy por el contrario, parecían absortos escuchando, cuando Gustavo atacó con fuerza el teclado con una escala en fa sostenido. Cambió la página con la mano izquierda y siguió con un profundo arpegio en fa mayor que dis­currió con una bella melodía en que las notas negras so­bresalieron. Tras maravillosas variaciones en sol sosteni­do, la bemol y do sostenido, con alegros y moderato, fue definiendo su composición, desembocando finalmente en tres grandiosos acordes en fa mayor.

Antes de que nadie reaccione, ni siquiera el profesor, que escuchó con los ojos cerrados la música, Gustavo cerró su cuadernillo de partituras, lo guardó en la mo­chila y se marchó.


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2013. Fidel Fernández. Divina Comedia. Óleo sobre lienzo. 150 cm. X 200 cm.



RELATO DE JUAN DE URRAZA


EL MANIFIESTO


“Nos intentan amordazar con drogas, desviar con ideologías, apresar con leyes, esclavizar con préstamos y cánones preestablecidos.

Nos retienen con engaños, nos duermen con medios masivos de comunicación, redes sociales, YouTube y Whatsapp, nos desvían del camino con tecnología, in­mediatez, despersonalización, comodidad, antivalores, y alcohol.

Nos enredan en falsas felicidades, en carreras labora­les, en amores indebidos, en posesión de meros objetos materiales.

Nos muestran un mundo que no es, pero que ellos desean que sea: masivo, oportunista, consumista; ovejas en un rebaño dirigido no por perros, sino por lobos, que se alimentan de nosotros y que nos dirigen hacia un final inescapable, similar para todos. Han creado instituciones que nos adoctrinan en el constante ador­mecimiento de pensamientos y sentimientos, reglas que nos facilitan el no tener que decidir, actividades que nos mantienen ocupados para no desviarnos de los senderos programados, tabúes que debemos respetar sin motivos, estructuras de poder que debemos obedecer sin poner en duda su legitimidad, protocolos de comportamiento heredados indiscutibles, y de ese modo, nos intentan retener, indefensos, entre sus garras, esclavos mentales de todo este entramado sofocante.

Pero no podrán lograrlo, porque somos chispas de luz infinita, que no pueden ser apagadas, porque somos mi­les, somos millones, somos legión, infinitas estrellas que opacan el firmamento e iluminan más que el sol. Las reglas que nos imponen, las supuestas verdades, no son más que estructuras creadas para minimizarnos, aho­garnos, rendirnos. Pero no lo lograrán, porque sabemos que hay un camino mejor, que hay otras maneras de hacer las cosas, y nadie nos convencerá de lo contrario.

Somos los alborotadores, los revolucionarios, los in­conformistas, los inadaptados, los libres de ataduras mentales, los pioneros, genios, idealistas, visionarios, profetas, creativos, los que no aceptamos que nos digan que estamos equivocados, cuando ellos son los que están errados, porque vemos lo que los demás no pueden ver, al tener sus ojos cerrados, y sus conciencias dormidas. No hay forma de que nos repriman, anulen, o dominen, y por eso quieren hacernos creer que estamos mal, en­fermos, equivocados o locos. Intentan alejarnos a unos de otros, para que no sepamos que muchos más piensan como nosotros. Pero ese tiempo ha terminado, no hay forma de que eviten que nos comuniquemos, hablemos, y descubramos que no estamos solos, que somos cruza­dos en busca del grial del verdadero conocimiento, de la sabiduría, del descubrimiento de la realidad.

No eres el único que siente todo esto, no estás solo. Tú y yo, y los miles que no aceptamos este mundo, estas reglas, esta realidad, podemos cambiarlo. Somos una comunidad, una tribu que cuida de sí misma. Los artis­tas, los videntes, los despiertos, los agentes del cambio. Los que sabemos que hay mucho más en esta existen­cia que vegetar cómodamente esperando la muerte. Los que podemos crear cosas de la nada, generar ideas reno­vadoras, cambiar órdenes sociales, derrocar dictaduras, hacer el vacío a las marcas, informar de lo que realmen­te ocurre, nadar contra la corriente, juntarnos, vivir...

Debemos ser cardumen, que se protege y que avanza, evitando a los depredadores, y construyendo su camino en el océano infinito de la vida. Y poco a poco iremos creciendo en cantidad, despertando a otros con el ejem­plo, demostrando que hay mucho más por qué vivir, que todo tiene un significado profundo, que nuestro destino es de grandeza, que somos pequeños dioses to­dopoderosos. Todos somos así, sólo que la mayoría no puede verlo, atrapada en las redes tejidas en milenios de civilización e intereses sociales, y de dominación. Los que sí podemos hacerlo estamos obligados a mostrar­les el camino a los demás, somos los únicos capaces de lograrlo.

Somos pocos, y somos diferentes, pero justamente por eso destacamos de la masa informe que lentamente se dirige al matadero. Sin mirar atrás, sin saber lo que le pasa al que va delante suyo, hasta que lo ve caer fruto del golpe inicuo, del garrote, del sistema, cuando ya es tarde y no puede volver atrás, desnucado, tieso. Somos pocos pero hemos vislumbrado algo, una rasgadura en el velo de la realidad, por la cual la luz traspasó des­lumbrándonos, marcándonos, iluminándonos, desper­tándonos. Y desde entonces hemos caminado nuestra propia senda, lejos de los estándares sociales, del ami­lanamiento, del genocidio intelectual de nuestra raza.

¡Únete a nosotros! Si leíste esta declaración hasta el fi­nal, es porque eres uno de los nuestros, o al menos estás sacudiéndote el lodo que te cubre y superficialmente te hace igual al resto.

¡Tú eres diferente! ¡Tú puedes mucho más! ¡No debes conformarte con lo que te dicen que es suficiente! ¡Vive la vida, cada día, como el último y más importante! ¡Ayúdanos a construir el nuevo orden! ¡Sé parte de la revolución de la mente! ¡Únete a nosotros!”

Juan Eustaquio dobló minuciosamente el panfleto que le acababan de dar en una esquina, y lo atesoró en su bolsillo. Él se sentía todo eso y mucho más. Esa tarde debía ir al cine a ver una película de acción, luego cenar, tomar un helado, y revolcarse con su novia. La velada perfecta. Pero ahora se sentía diferente, estaba animado, quería romper el molde, deseaba ser uno de esos ilumi­nados, sacudirse la modorra, evolucionar.

Así que fue a buscar a su pareja, pero cambió los pla­nes. Le comentó lo que había leído, le dijo que no que­ría salir. Ingresaron al link web indicado en el papel, y leyeron nuevamente el manifiesto, así como lo que muchos otros comentaban al respecto; otros como ellos, inconformistas, visionarios, descontentos. Al fin se die­ron cuenta que no estaban solos en el mundo. Se senta­ron al anochecer en el patio de la casa, disfrutando del fresco natural causado por la reciente lluvia, descalzos palparon el césped húmedo con sus dedos, compene­trándose con el mundo, y conversaron y debatieron por horas, sobre lo que esperaban de la vida, del futuro, y lo que querían ser y hacer en él. Todo el tiempo estuvieron tomados de la mano. Decidieron no continuar dormi­dos, sino cambiar, evolucionar, ser aquello para lo que fueron creados. Luego fueron a la habitación e hicieron el amor como nunca antes, compenetrados, impregna­dos el uno del otro.

A partir del día siguiente, fueron, no otros, ni reno­vados, sino ellos mismos... Pero completos, despiertos y valientes. Y construyeron, dentro de sus posibilidades, un mundo mejor.



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LA SOCIEDAD DE LAS MENTES

Novela de JEU AZARRU

Ilustración de Tapa: Christian Chena

Asunción - Paraguay



CUENTO DE NATALIA ECHAURI


SE CASA EL DIABLO


Una vez fui al infierno. Dicen que ocurre después que te manden ahí con la expresión “andate al infier­no” unas cuarenta y nueve veces. Por fortuna, llegué temprano y no tuve que formar la fila larguísima que dicen llega hasta China, a medida que pasan las horas. Por el contrario de lo que la gente piensa, el infierno es un cilindro transparente, y donde sí, el calor supera al verano asunceno.

Satanás en persona accedió a darnos una visita guia­da, éramos un grupo de diecisiete personas (el máximo del cupo) y todas estaban curiosas por conocer las ins­talaciones del averno.

Estaban prohibidas las fotografías, así que forcé a mi memoria a retener cada detalle de lo que pudimos dis­tinguir.

—El infierno se modernizó —afirmó el demonio mientras señalaba una vidriera donde estaban expues­tos los gamers, y su castigo consistía en jugar el mismo juego de la víbora, condenados al mismo nivel y a los mismos obstáculos por toda la eternidad. Aún así algu­nos se tomaban el juego muy en serio, según me comen­tó uno de ellos, y los miércoles se organizaban torneos. Apenas alcancé a comprar un boleto para el próximo miércoles, cuando el príncipe de las tinieblas nos dirigió hacia otra vidriera, donde estaban expuestos los golosos, atados por los pies como cerdos sacrificados, sus cabezas rozando una mesa atestada de manjares.

Uno de los turistas se acercó a la mesa y probó un ca­marón. Enseguida comenzó a hincharse como un globo aerostático y su piel empezó a llagarse en eternos furún­culos liliáceos supurando y reventándose una y otra vez, y permaneció así durante todo el viaje, hasta que Luci­fer se cansó de escuchar el plis-plis de las explosiones y le dio un ungüento que lo volvió a la normalidad.

De pronto, se escuchó un estallido. Una parte de las instalaciones infernales estaba cayendo como una ava­lancha hacia nosotros. Nos apresuramos a apartarnos y nos rozaron cientos de toneladas de piedra aplastando todo a su paso.

—Antes ocurría cada milenio. Ahora cada diez mi­nutos, este lugar está lleno. Estamos tomando las me­didas necesarias para la ampliación de nuestras insta­laciones —comentó Satanás algo embarazado por el bochorno—. Estos son los tontos que piensan escapar —señaló nuestro anfitrión mostrándonos a un grupo de hombres y mujeres que llegaron al techo del cilindro y lo golpeaban para salir—. No porque sea transparente significa que sea más frágil.

Al acercarme a ellos me di cuenta que desde el techo se podía ver el suelo de los que habitaban la tierra. Mi­les de hombres y mujeres caminando por las calles sin percatarse de las súplicas de los condenados al fuego eterno. Me dio un poco de escalofríos pensar en eso, y pensar que nunca más caminaría con naturalidad pues recordaría enseguida a los pecadores. En ese momento me percaté que llevábamos mucho tiempo en el infierno y ya quería regresar a la superficie, así que me acerqué al grupo donde unos cuantos hacían una entrevista a un hombre haraposo.

—Yo era mendigo. Era un holgazán. Así que cuando morí vine directamente aquí. Él me obligó a no hacer nada, es que es infinitamente aburrido este lugar. Hay días en que no soporto, porque lo único que hago es observar y charlar de vez en cuando con los castigados. Tengo prohibido hacer nada.

—Pero en la Biblia dice que los mendigos irán al cielo.

—Eso no dice en la Biblia.

El mendigo se encogió de hombros y regaló a un tu­rista una piedra de su bolsillo.

Antes de despedirse, Satanás nos condujo a la tien­da de regalos, donde también podíamos comprar pos­tales, remeras con ilustraciones y lava congelada, una ganga según él. Necesitaba dinero para su boda del día siguiente. Muchos no le creyeron en absoluto, pero compraron algunos souvenirs para regalar entre la pa­rentela, y otros nos preguntábamos quién podía ser la afortunada que se haya atrevido a unirse en sagrado matrimonio con el Adversario. Sin embargo, fue gran­de nuestra sorpresa cuando el demonio nos presentó a un ángel caído, seducido querubín por la maldad, quien estaba seguro que tendría un papel más preponderante como novio-esposo del Supremo Jefe del Infierno, que como uno más del montón entre las miríadas del Altí­simo. Algunos de los turistas accedimos a hospedarnos un día más para asistir a la primera boda gay de los abismos y durante la ceremonia pensé en todas las per­sonas homofóbicas del mundo y cuán irónica sería esta situación para ellos.

Esa tarde, cuando regresé a la superficie terrestre, co­menzó a llover a cántaros; sin embargo el sol brillaba impoluto en las alturas.

—Se casa el diablo —acertó mi abuela—. Llueve y sale el sol.

—Mentira, mamá —le calló mi mamá—. No les di­gas fantasías a las criaturas.



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NARRATIVA DE MILIA GAYOSA MANZUR


SAYONARA ALEGRÍA


De Fuego que no se apaga-Relatos de amor y desamor


Sabía que seríamos cuatro en el grupo: Renata San Pedro, la empresaria textil, dos profesores universita­rios especializados en Comercio Exterior y un abogado especialista en Derecho Internacional. A Renata ya la conocía, porque nos habíamos encontrado en una pre­miación hacía algunos años. No me reconoció hasta que le dije que era la esposa del ingeniero Ernesto Pérez Matto, uno de los galardonados en aquella ocasión. Ella había sido jurado y le entregó su premio al empresario joven más exitoso del año, o sea, a mi apuesto esposo.

Con Federico nos conocimos en el aeropuerto. Llegó tarde, cuando estábamos a punto de embarcar. Saludó casi con descortesía y se subió al avión. Me tocó estar al lado de uno de los profesores. El viaje hasta Buenos Aires fue una tortura, porque mi compañero de asiento no paraba de hablar y de comer, comió todo lo que le sirvió la azafata y pidió más, con la excusa de que no ha­bía desayunado a causa del apuro. Como si fuera poco, también pidió café, y se lo volcó encima, salpicándome.

Por suerte, el viaje hasta allí no fue tan largo, pero me asaltó el temor de que me tocara volver a sentarme a su lado en el siguiente trayecto que duraría más de seis horas, hasta Europa. La espera en la terminal de Ezeiza no fue larga, embarcamos casi de inmediato y volvimos a emprender vuelo. Me senté hacia la ventanilla. Subí con la idea de mirar hacia la ventana y simular que dor­mía, para que no me moleste. Me ubiqué en el asiento, es decir, me hundí, acomodé la almohadita en el hueco del cuello y me tapé, para que mi vecino ocasional no tenga dudas de que quería dormir.

Me dejé llevar por el sopor de la siesta… entonces lo sentí a mi lado. Pero era otra energía. Cerré los ojos imaginando que sería Renata, u otro pasajero, porque definitivamente, Cortez no era. Olvidé decir a los orga­nizadores del curso que me ubicaran con Renata en to­dos los vuelos, para evitarme un mal momento como el que posiblemente pasaría en las siguientes horas. Enton­ces sentí que me rozaba el brazo. Perdón, dijo, y abrí por completo los ojos. Era el cuarto compañero de viaje, el que llegó atrasado. No es nada, le dije, y creo que sonreí durante un largo rato, feliz porque no era Ignacio Cor­tez el que iría a mi lado. ¿Ya nos presentamos, verdad?, me preguntó. Creo que no, le dije. Me pasó la mano y pronunció su nombre: Federico Augusto Gallardo. Yo soy Alejandra Montenegro, le respondí, tratando de sol­tar mi mano de entre las suyas.

Hablamos sin parar durante seis horas. Hicimos un resumen de nuestras vidas hasta que el avión hizo escala en Frankfurt, en Alemania. Allí nos quedamos durante siete horas, esperando la conexión.

Renata y yo recorrimos tiendas, tomamos café, com­pramos revistas y nos regodeamos con las joyas que se veían en los escaparates. Él desapareció en la inmensi­dad del aeropuerto. A media hora de la conexión, nos reencontramos todos y comenzamos a conversar sobre lo que sería ese curso en Japón. Si bien mi inglés estaba flojo, hablaba bastante bien en japonés, gracias a Kensa­buro, mi primer novio, quien no sólo me hablaba en su idioma ancestral, sino que me impulsó a estudiarlo en el Centro Paraguayo Japonés, para cuando nos casára­mos, para poder enseñarle a nuestros hijos.

Pero nuestro amor acabó por diferencias irreconci­ liables, como el hecho de que yo adoraba comer guisos y pucheros y él se desvivía por repollos, remolachas y brotes de soja a la vinagreta, o porque a mí me gustaba festejar los cumpleaños y él prefería encerrarse a dormir. También se acabó nuestro proyecto de tener dos hijos, niña y varón y viajar juntos al país de sus padres, que él deseaba profundamente conocer. Me quedaron sólo el recuerdo de los tres años juntos y un buen manejo del japonés. Finalmente, Kensa se casó con una chica que posiblemente en su anterior vida fue también japone­sa, porque están hechos el uno para el otro. Los suelo encontrar de vez en cuando, en el supermercado, com­prando verduras y frutas, felices, de la mano.

A mi nuevo amigo le parecía gracioso la forma en que yo pronunciaba algunas palabras en japonés y me las hacía repetirlas. Mi palabra favorita es sayonara (adiós), quizás por mi eterna melancolía, le conté. El gordo Cortez, quien seguía comiendo los sandwichitos que bajó del avión, escondidos en el bolsillo de su saco, dijo que era una estupidez estudiar japonés, ya que el inglés es el idioma universal. No quise discutir con él y la invité a Renata a irnos al tocador, antes de la hora de embarcar. El otro compañero, Samuel Ramírez, era tan educado, que sólo sonreía ante las tonterías dichas por el en todo momento desubicado de Cortez. Apenas hacía horas que lo conocía y la antipatía —creo que mutua— ya era bastante fuerte.

El siguiente tramo lo hice sola, sin acompañantes a mi lado. El vuelo estaba bastante vacío y como iba a ser muy largo, todos nos acomodamos en una hilera para cada uno. Ahuequé la almohada bajo mi cabeza y me dormí, pensando en Ernesto, en sus manos, su cara, sus abrazos, y en los niños. Pero mucho en Ernesto. Está­bamos en un buen momento, a pesar de las numerosas crisis que logramos sortear. Llevaba veinte años perdo­nándole muchísimos pecados, uno tras otro, entre hijo e hijo, las infidelidades de su parte no acabaron jamás, y sin embargo, yo lo quería. Es más, lo amaba tanto que nunca sentí atracción por nadie más, y la única vez que otro hombre me erizó la piel, con sólo estar cerca mío, me aparté de él para no caer en la tentación.

Bueno, en realidad, no le era infiel por mi propia dig­nidad, por respeto a mí misma, por amor propio. Ser leal a mi sentimiento, era mi orgullo personal. Muchas veces me planteé que él no me quería en la magnitud en que yo lo amaba, o que su forma de amar era total­mente diferente a la mía. A mí me gusta decir te quiero, besar, morder, apretujar… Ernesto dice que el amor se demuestra con los hechos cotidianos aunque escaseen los besos y los te quieros. Pero yo me moría por sus po­cos besos y contaba las horas para estar abrazada a él, en la cama, y robarle algunos besos ardientes.

Estaba divagando cuando Federico se acercó y me preguntó si no me molestaba que se sentara a mi lado. Por supuesto le dije que no, que sería un placer. Es que era un placer. Viajamos callados. Él había traído su al­mohada y su manta y se acomodó hacia el pasillo, como para dormitar, pero dejó su brazo en el respaldo donde estaba el mío y me dormí sintiendo su piel rozando la mía. Eso en mí, ya era infidelidad. Y bueno, fui infiel durante largas horas. Preciosas horas.

Me despertaron las turbulencias sobre las montañas del Tíbet y me quedé preocupada pensando en los ni­ños. Si muero, dejo tres huérfanos, le dije. Si morimos, el hielo nos va a mantener eternos, me dijo él, riéndose. Entonces moriré joven y bonita, le dije riendo. Sí seño­ra: muy bonita, dijo él y yo me sentí absolutamente feliz con el piropo.

Hacia el amanecer llegamos al aeropuerto de Hong Kong e hicimos el último traslado hacia Tokio. El mar estaba tan azul y maravilloso que daban ganas de llorar. Allá abajo, las islas parecían pequeños manchones en el mapa.

Confieso que me sentí muy feliz a partir de ese mo­mento. Fueron quince días sintiendo el roce de su piel cerca del mío, pero sólo el roce, y eso ya era mucho para alguien que nunca se permitió querer a nadie más que a un único hombre desde los dieciséis años. Nos senta­mos pegados uno al otro en el curso; él me enseñaba las cosas en inglés y yo en japonés; desayunábamos juntos y él me traía el café a la mesa y me elegía las mejores tosta­das mientras comía un revuelto de huevos con chorizos que a esa hora a mí me daba repulsión.

Los días pasaron rápido y apenas faltaban tres días para volver, entonces comenzamos a hacer las compras. Lo ayudé a elegir regalos para su novia y su madre, ca­minando juntos bajo la llovizna de setiembre en esa ciudad tapizada de seres que van de un lado a otro sin parar, sin conocerse, sin detenerse a pensar en nadie. Lloviznaba cuando compramos los presentes para mis hijos y para Ernesto. Le llamó la atención lo mucho que yo hablaba de él y de la cantidad de cosas que le com­praba. Comprate algo para vos, me dijo, dejá de pensar tanto en él.

Por supuesto, no le hice caso, y volví a adquirir ca­misas, relojes y corbatas para Ernesto, porque sentí que le estaba fallando al sentirme tan feliz al lado de otro hombre. ¿Él te corresponde?, me preguntó cuando estábamos desayunando. Creo que sí, le dije. Pero él adivinó cierto titubeo en mis palabras. Renata se sentó con nosotros y nos desviamos hablando de lo bueno que estaba el curso.

Por la tarde, recorrimos la ciudad con un guía japo­nés al que Cortez fastidió todo el tiempo, diciéndole tonterías en guaraní, sólo para molestarlo.

Esa noche salimos todos juntos a cenar y luego a re­correr la ciudad. Volvimos al hotel casi a la medianoche, era la última noche en Tokio, habría que preparar las valijas. Guardé mis cosas, las fotos de los chicos, la de Ernesto y mía en el barco, cuando estuvimos de luna de miel en el Caribe. Sentí ganas de estar en casa.

Entonces alguien golpeó la puerta. Creí que era Re­nata y le abrí sin preguntar. Federico me estaba devol­viendo un libro que le presté el segundo día de nuestra llegada. Gracias le dije e intenté cerrar la puerta. No puedo dormir, me dijo, creo que no quiero volver. Eso es porque no te espera nadie, tenés que casarte, le dije. Y sí, tendría que casarme, ya estoy viejo, murmuró algo resignado.

Cerré la puerta tras él y continué preparando mis maletas. Me di una ducha y bajé a la recepción a escri­birle un e-mail a Ernesto, para contarle que ya en pocas horas regresaba a casa. Cuando volví a subir lo encontré en el pasillo, comiendo un bombón y colocando una caja frente a mi puerta. Quiero que endulces tu última noche, dijo y caminó hasta su habitación. Estaba ves­tido aún, pero con la camisa desprendida, dejando a la vista la tentación de un pecho firme, velludo, agitan­te… Me aferré al recuerdo de los besos de Ernesto, para no correr tras él y despojarme de la piel que me tapaba el corazón, totalmente desbocado.



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2013. Fidel Fernández - Mano de obra. Óleo sobre lienzo. Tríptico 115 cm X 150 cm, 40 cm X 60 cm, 40 cm X 60 cm.



NARRATIVA DE ALEJANDRO HERNÁNDEZ


EL CHOFER

Extraído de “Nueve Vidas”- Edit. SERVILIBRO


Los rayos del sol caían con fuerza sobre el mercado formado por centenares de casillas construidas en su mayoría con chapas de zinc, que se apiñaban sobre vere­das y gran parte de las calles transformadas en estrechos senderos de asfalto a punto de derretirse. El aire, mezcla hirviente de los olores de restos orgánicos en putrefac­ción y agua servida, era casi irrespirable y producía una sensación de quemazón en la garganta y pulmones al inspirarlo.

Salvo los ómnibus y algunos automóviles de lujo que pasaban por la gran avenida, que dividía al mercado en dos, pocos se atrevían a aventurarse a recorrer aquel lugar a esas horas.

—Abel, ¿estás loco? ¿Acaso pretendes morir de inso­lación? —dijo doña Nicasia a aquel hombre, de cuaren­ta años, totalmente empapado en sudor que llevaba so­bre su carretilla una decena de cajas de naranja apiladas.

—¿Morir?... ¡Mal no me vendría! —dijo con amar­gura el hombre mientras descargaba uno de los cajones y lo colocaba sobre el improvisado mostrador hecho con tablas y caballetes.

—No llames a la muerte que ella puede oírte —dijo la rolliza mujer, luego de sacar de entre sus pechos un rollo de sudorosos billetes y abonarle por la mercadería.

Abel no respondió, limitándose a hacer un mohín, remedo de una forzada sonrisa. Contó el dinero, lo co­locó en su bolsillo y prosiguió su camino por la despa­reja vereda cubierta, en parte, por restos de baldosas y cascotes.

—Mi mala suerte es tan grande que ni la muerte de­sea acercarse a mí —se compadeció a sí mismo para sus adentros—. ¿Quién diría que llegaría a esto? Hace diez años lo tenía todo y ahora estoy vendiendo cajas de na­ranja de puesto en puesto bajo este sol infernal.

Un bocinazo seguido de una frenada y el ruido de metal y madera al golpearse bruscamente lo sacaron de su ensimismamiento.

—Es lo que yo digo, sólo la desgracia me persigue — dijo mirando su carretilla destruida y las naranjas des­parramadas y aplastadas contra el calcinante asfalto por los automóviles que pasaban raudamente por el lugar sin siquiera detenerse a mirar.

—Bueno, aquí se acabó mi día… y mi trabajo.

Subió al primer autobús que paró junto a él, perca­tándose al hacerlo que llevaba solamente un par de pa­sajeros, a pesar de que a esa hora debería estar repleto.

—Hasta la terminal por favor.

—¿Está seguro?... ¿Usted sabe dónde queda la termi­nal de este vehículo?

—Me da lo mismo. Nadie me espera en ningún lado… así que cualquier lugar es bueno… y más lejos mejor.

—Está bien… siéntese detrás mío, y si decide bajarse antes de la parada final me avisa.

Abel obedeció al conductor y se quedó contemplán­dolo por varios minutos por el espejo del vehículo. De edad indefinible y blancos cabellos, era tan delgado que casi podían verse sus huesos. Pero lo que más llamó la atención a Abel de aquel hombre fueron sus profundos y negros ojos, carentes totalmente de expresión.

—Por lo visto conoce bien las calles. Hasta ahora no he sentido ninguno de los baches que las hacen casi in­transitables —dijo Abel al extraño conductor intentan­do entablar conversación.

—Así es… hace mucho tiempo que las recorro.

—¿Y no se aburre?

—Es el trabajo que se me asignó… aunque le menti­ría si le dijera que no me molesta que algunas personas, a pesar que me temen, igualmente desean viajar conmi­go, y más aún cuando no es su hora.

—Disculpe… no comprendo qué quiere decir…

El conductor no respondió y siguió conduciendo.

Una cuadra después se detuvo para que abordaran dos mujeres, un perro, un gato y tres ratones quienes se acomodaron en el fondo del vehículo junto a los otros pasajeros.

—¿No está prohibido transportar animales en el ser­vicio público? —preguntó el sorprendido Abel en voz baja.

—No se preocupe, estoy seguro que a ninguno de los pasajeros les molesta. Además, si yo no los llevo ¿quién lo hará?...

El vehículo siguió su errante recorrido por la ciudad hasta que uno de los pasajeros dijo:

—Deténgase por favor. ¡Ahí está mi hermano!

El conductor miró su reloj y se detuvo abriendo la puerta del vehículo para dejar subir al nuevo pasajero diciéndole:

—Pase don Felipe, siéntese junto a su hermano. Es­toy seguro que tienen mucho de qué hablar.

El anciano sonrió y se acomodó junto a su hermano.

Abel observó, con tristeza, la escena por el espejo del colectivo.

—Disculpe mi impertinencia —dijo el conductor— pero lo noto triste y amargado. ¿Cuál es su problema?

—De unos años para acá el fracaso y la tristeza me persiguen y por más que lo intento, me hundo cada vez más hondo en un abismo sin fondo. Todo me sale mal, todos me dan la espalda, mi vida es un asco. Fíjese, es tanta mi desgracia que recién me atropelló un vehículo y en vez de matarme, sólo destruyó mis herramientas de trabajo y mercaderías.

—¿Nunca se ha planteado que su actitud misma es la que lo lleva a ser rechazado por la gente y que su pesi­mismo es el que atrae a su desgracia? Tal vez si cambia de actitud…

—Le agradezco sus palabras pero no me creo eso de los libros de autoayuda que no son más que autoayuda para los bolsillos del autor.

Para que sepa, mi vida no siempre fue así. Lo tenía todo y de pronto todo cambió. Si fuera cierto eso de que los pensamientos positivos atraen a la “buena onda” nunca hubiera llegado a la situación actual. Sólo la muerte podría sacarme de esta miserable vida.

El chofer frenó abruptamente, se desabrochó su cin­turón de seguridad y abriendo la puerta dijo:

—A riesgo de perderlo como pasajero le enseñaré algo. Acompáñeme.

—Pero… ¿está loco? ¿Dejará a todos los pasajeros es­perando?

—Estoy seguro que no se enojarán —dijo el ancia­no levantando al atónito Abel con su fuerte y huesuda mano y conduciéndolo fuera del vehículo.

El conductor tomó de su bolsillo un manojo de llaves y con gran destreza abrió la puerta de la vivienda frente a la cual se había detenido el ómnibus. Llevando casi a la rastra al desconcertado Abel, lo empujó a la cocina donde una mujer preparaba el almuerzo.

—¿Ya llegó la hora?... todavía no he hecho el almuer­zo —dijo la mujer al chofer.

—Vaya doña Julia. Sabe que su marido la espera en la terminal. Estoy seguro que ha anhelado, ansiosa como él, este reencuentro. Vaya con los demás pasajeros y aco­módese en el ómnibus. Enseguida continuamos con el viaje. Antes debo mostrarle a este jovencito algo.

—¿Este guapo jovencito vendrá con nosotros hasta la terminal?

—Tal vez…

—Bueno, apúrense en lo que tengan que hacer. Pero ojo con desordenarme la cocina. No quiero que mis vi­sitas encuentren todo patas para arriba —dijo la mujer cerrando la puerta detrás de ella.

—Pruebe ese trozo de carne —ordenó el chofer.

—Pero está cruda, al igual que las demás legumbres.

—Tiene razón, su gusto no es agradable al paladar —asintió el chofer colocando una olla sobre el fuego—. ¿Tiene hambre?... ¿Me ayuda a preparar un guiso?

—No he comido en dos días… pero… y los pasaje­ros…

—Ellos pueden esperar, además llegaremos a la ter­minal a la hora señalada. Ni antes ni después… Es lo único que exige mi patrón.

—No quiero que por mi culpa usted conduzca aloca­damente y fuera de la velocidad permitida. Podría cau­sar un accidente y hasta morir sus pasajeros.

—Me extraña que hable así un valiente que llama continuamente a la muerte —dijo el conductor mien­tras arrojaba las legumbres sobre la carne que comen­zaba a dorarse en el fondo de la olla—. ¿Ha escuchado hablar de Caronte?

—Sí, voté por él en las últimas elecciones.

—No me refiero al político —rió el conductor—, sino al de la mitología griega, aquel que guiaba a las almas de los muertos hacia el submundo.

—O sea que ¿era el dios de la muerte?

—Aunque muchos piensan que lo era, al igual que Anubis en la mitología egipcia; yo prefiero decir que era simplemente el conductor de la barca que llevaba a los seres de una orilla a otra, de un estado a otro, de un tipo de vida a otro, del lugar donde los encontró el fin de su existencia terrena a su próximo destino.

Hace bien en pensar como lo hace —prosiguió el profesional del volante—, después de todo, el temerle a la muerte sería como temerle al conductor de un au­tobús… Mmm, este guiso quedará sabroso —dijo el chofer agregando un poco de sal al preparado que bullía en la olla de la que emanaba un delicioso aroma.

—Disculpe… pero… recordé que… debía encon­trarme con un amigo aquí cerca —dijo con voz teme­rosa Abel.

—Pensé que dijo que no tenía a nadie en este mun­do… No se preocupe… esto terminará pronto —res­pondió el conductor tomando del cajón un cuchillo de cocina de grandes dimensiones.

—¿Qué… qué va a hacer… con ese cuchillo? —pre­guntó Abel tembloroso.

—Cortar este apio. No hay nada mejor para agregar­le un toque especial a este estofado. Vaya siéntese a la mesa que el guiso estará en un par de minutos.

Abel obedeció sin decir palabra. Estaba aterrado por la actitud de aquel extraño personaje. Un frío sudor re­corría todo su cuerpo.

—Un poema. Delicioso —dijo el conductor mien­tras servía con un cucharón de madera el apetitoso po­taje—. Aquí tiene coma, coma.

Aprensivo, Abel esperó a que el chofer comenzara a comer para hacerlo él.

—Sabroso ¿no le parece?

—En realidad no he comido un guisado como este en años.

—La vida es como este potaje —dijo el conductor limpiándose la boca con una servilleta de papel—. Na­die quiere comer carne y verduras sin cocinar, pero se chupan los dedos luego de que estos pasaron por unos minutos de cocción.

Así como las verduras y carne de este plato tuvie­ron que pasar por el aceite y agua hirvientes para poder transformarse en este delicioso estofado, lo que usted y muchos piensan que son golpes injustos de la vida, desgracias, perder un trabajo o a algún ser querido, no son más que catalizadores o oportunidades, que una vez superados, harán que salga lo mejor de la persona, pre­parándola para los próximos desafíos.

Lamentablemente, como usted, la mayoría de las personas al autocompadecerse de sus desgracias en vez de ver la manera de superarlas, lo único que consiguen es entrar en una espiral negativa de la cual cada vez es más difícil salir.

—Tiene razón… pero…

—Le daré un consejo amigo —dijo el sonriente con­ductor—. Saque de su vocabulario las justificaciones; el “sí, pero” y el “no, porque” deben ser erradicados. Nun­ca piense que algo será imposible porque al pensar así desde el vamos, así será. Confíe en su familia y en quie­nes lo aprecian. Y por último, focalícese en su proyecto, su anhelo, deséelo con toda su alma; con su corazón; con su mente; con fe en su dios y de seguro lo logrará.

—Es una pena que no lo encontré hace algunos años atrás…

—¿No me ha prestado atención? —inquirió con el ceño fruncido el chofer—. ¿Quiere continuar el viaje hasta la terminal ahora o desea vivir la vida que usted se merece?

—¡Deseo vivir!

—Eso era lo que quería escuchar… lo que me indica que no seguirá viaje en mi bus y en unos días retornará a su hogar —dijo el conductor satisfecho, levantándose de la mesa—. Mis pasajeros aguardan, debo irme.

—Muchas gracias por sus palabras… y su guiso. Como usted dijo, es hora de desandar mis pasos y reto­mar el camino perdido… Pero dígame, ¿volveré a verlo?

—Seguro… dentro de algunos años.

—¿Puedo hacerle una pregunta?, ¿cuál es su nombre?

El anciano sonrió y dijo:

—Me han puesto tantos nombres que ya ni me acuerdo cómo me llamo… pero no hace falta que te lo diga: Sabes quién soy.

El chofer tocó en el hombro a Abel, quien creyó en­trar en un torrente de luz que lo envolvió e hizo caer a velocidad vertiginosa mientras a lo lejos percibía, cada vez más fuerte, sirenas y gritos de personas.

Un fuerte y electrizante dolor en el pecho hizo que abriera los ojos.

—¡Lo tenemos de vuelta! —dijo un paramédico que llevaba en las manos los electrodos de un cardiodesfi­brilador— Tranquilícese señor… fue arrollado por un automóvil y lo estamos llevando al hospital… ¿Cómo se siente?

—Vivo y feliz de estarlo. ¡Tengo tanto por hacer!

—Tranquilícese. No se agite. Estuvimos a punto de perderlo. Ha tenido mucha suerte. Al parecer la muerte no quiso venir junto a usted esta vez.

—Se equivoca doctor... vino… y además cocinó para mí.



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NARRATIVA DE LITA PÉREZ CÁCERES


EN LA COLONIA


Las abuelas cuelgan las bombachas de un alambre oculto a las miradas de los otros excursionistas. Son bombachas anchas, cómodas, que hablan de nalgas mantecosas y aplanadas.

Es la hora de la siesta, el pasto muy corto sufre los rigores del sol. El viento recorre las ramas de los euca­liptos llamando al invierno, que está cerca, que quiere llegar ya, que desea ver cómo se termina marzo para segar unas cuantas vidas con su guadaña de pulmonía.

En la colonia de San Custodio duermen los perros, gordos y de pelaje reluciente. Duerme el enfermero en el consultorio y también la cocinera apoyando la cabeza en los brazos que cruzó sobre la mesa después de dejarla bien limpia.

En el pabellón B, Ilusina escribe un poema de amor que le encargó Zenón para enviárselo a Celina, la viuda, la nueva, la que ha venido por primera vez a pasar unas vacaciones como adulta mayor. Hay olor a romance y eso favorece el negocio de la poeta que a la hora del al­muerzo recibe doble ración. Entre los huéspedes, algu­nos abuelos están muy actualizados, dominan Internet y pasan sus ratos libres en las computadoras, pero para suerte de Ilusina, ni Zenón ni Celina son amantes de la informática, los dos prefieren el amor a la antigua, con esquelitas y palabras románticas, muy usadas pero eficaces.

Ilusina está bloqueada, piensa y piensa en lo que le ha dicho Zenón: —Decile a Celina que la voy a esperar cerca de la pileta de natación, en el banco que está de­trás de los ligustros.

Y le pidió expresamente que le dijera, que esa no­che, sería “LA NOCHE”. Conseguí Viagra, dijo con aire triunfante. Ilusina no sabe cómo decirlo, le parece muy vulgar. No encuentra metáforas y cuando suena el timbre llamando a la merienda se levanta y decide decirlo en lugar de escribirlo. Celina tiene que saber lo que le espera.

Llegué a las cinco, el taxi terminó de cruzar el puente que me recordó a una película de Fellini —con arcos y pilares muy blancos—, hizo la curva y entró en la ruta arbolada de la Colonia Recreativa de San Custodio. Pude comprobar que es muy grande, con jardines bien cuidados y pabellones aparentemente cómodos. Bue­no esa era la apariencia y yo tenía que averiguar si esas apariencias engañaban o no. Había llegado al pueblo o ciudad de San Custodio hacía dos días y estuve alo­jada en el único hotel que hay. Pude convencer al juez de la causa, una causa que todavía no tiene nombre, e infiltrarme como un huésped más. Mi aspecto es tan desastroso que nadie duda de que tengo más años de los que realmente he cumplido. ¿A quién le importa si tengo 60 o 70? Debo hacer mi trabajo y nada más. La ciudad de San Custodio está sospechosamente limpia, sin mendigos y tampoco niños pidiendo comida. ¿Será este sitio una isla en medio del país? No, no creo en eso, isla no es porque me siento asfixiada, no hay horizontes, no hay costas, ni playas.

La mujer de edad indefinida baja del taxi frente al pabellón de la administración, casi choca con Ilusina que camina sin prestar atención, con una mirada de pesadilla. Va al salón de belleza, nombre que le dan al departamento donde Elsa, la mucama, lava la cabeza y peina a las abuelas coquetas, por un precio muy acomo­dado. Es la hora propicia para embellecerse, antes de la cena y después del baño. Las ruedas de conversación se forman en los corredores abiertos o galerías delanteras de los pabellones, allí hombres y mujeres se reúnen y hablan, ríen, escuchan música, se enamoran y firman un contrato tácito para vivir hasta el próximo verano.

—Tengo que infíltrame entre ellos, mézcleme en al­gún grupo.

—Están todos completos, nadie me avisó que usted venía.

—No tenían que avisarle, hace dos años que hay an­cianas muertas durante sus vacaciones, todos son sospe­chosos, por eso los del ministerio no le avisaron.

—¡Pero soy el administrador! Tienen la obligación de informarme cuando se va a hacer una investigación.

—No se preocupe, quizás las abuelas hayan muerto de muerte natural. De todas maneras nadie debe ente­rarse de que estoy acá para averiguar lo que realmente pasó. Necesito las fichas médicas, para ver si presenta­ban algún síntoma previo.

—No, fichas no tenemos. Acá se las atiende si hay alguna urgencia y el doctor Tordesillas informa directa­mente al ministerio.

—Bueno, ya hablaremos mañana. Ahora estoy vien­do que todos se encaminan hacia el mismo lugar.

—Sí, al comedor. Son las siete, hora de la cena.

—¿Tan temprano cenan?

—Claro, es la disciplina. Luego pueden estar afuera hasta las nueve y después duermen. Son gente de edad, hay que cuidarlos.

—Claro, son gente de edad pero no están muertas, están de vacaciones… o al menos eso me dijeron. Voy al comedor, quiero conocerlos.

En el salón comedor, con dos mesas larguísimas, los abuelos cantan antes de cenar. Dirige el coro una mujer de cuarenta años aproximadamente.

—Hoy vamos a tomar la sopita porque no hay que comer mucho de noche, después viene la mala diges­tión. ¡ABUELA! No coma pan, que usted es diabética.

La música que suena desde el parlante es pegadiza y sumerge a los abuelos en el silencio, comen en silencio. El menú es una sopa de verduras muy líquida y una manzana.

Estos no saben nada de nutrición, tendrían que cenar algo más sustancioso, a los mayores les cuesta mucho asimilar las nutrientes, luego podrían caminar en gru­po. Hay muchas cosas para cambiar en esta colonia, pero hoy estoy muy cansada.

—Señora, ¿usted llegó hoy?

—Sí, esta misma tarde ¿por qué? —Este hombre tiene un aire de aventurero, pero es el primero que no me dice abuela.

—Porque nadie avisó en la cocina y va a tener que comer una minuta.

—Está bien.

—¿Cuánto tiempo se queda?

—Todavía no sé. Según lo que me dijo el médico será por lo menos una semana.

—Cualquier cosa que necesite me la puede pedir a mí, me llamo Zenón, soy el coordinador del comedor.

—Gracias —Tiene ojos muy negros y brillosos. No es como los otros viejos, parece de cincuenta, no puede ser que le interese yo, la fea. ¿Y si así fuera?

Ilusina dio el mensaje de Zenón. Celina estaba entu­siasmada como una adolescente y confidenció a Ilusina que Zenón era un poco atrevido pero la divertía el ro­mance secreto.

—Voy a tratar de escaparme de las viejitas —dijo.

Al día siguiente unos gritos me despertaron, parecían alarmas y creí escuchar que alguien había muerto. Me vestí como pude y salí a la galería delantera. Vi correr a las abuelas rumbo al fondo, por esa avenida que cruzaba la colonia como una espina dorsal. Dos mujeres muy alteradas decían que había una muerta en la pileta de natación.

—¿Alguien murió?

—Sí, una de nuestras amigas, Celina, era la primera vez que venía a la colonia, pobre.

—Pero si ella sabía nadar, eso es lo que me extraña —terció otra.

—¿No me diga que fue a nadar sola y por la noche? —Me muestro asombrada como si fuera una antigua­lla, una vieja que no se anima a nada.

—A mí me dijo, porque la encontré cuando se esca­paba, o al menos me dio esa impresión, que tenía ganas de refrescarse un poco. Quise acompañarla, pero me dijo que no hacía falta, que le gustaba nadar sola.

—¿Ustedes la conocían bien? —Creo que estas dos me van a poner al tanto.

—No, porque era la primera vez que venía, me con­tó que su marido había muerto el año pasado y no le quedaba ni un hijo ni un pariente. Igual a las dos que murieron el año pasado.

En ese momento llegamos hasta el borde de la pile­ta y vimos un cuerpo tapado por una sábana, rodeado por grupos de mujeres y de hombres que murmuraban. Por lo visto el forense aún no estaba allí. Me acerqué al coordinador de la cocina, el atlético que me había hablado el día anterior. Se nota que practica deportes y sus manos son muy grandes.

—¿Cómo sucedió? ¿Se sabe algo?

—No, todavía nada. Pienso que vino a nadar sola y le dio un calambre o algo, un infarto, pero el forense todavía no llegó. ¿Ya desayunó?

—No, me asusté con los gritos y vine a ver el cuerpo.

—Venga conmigo que le voy a dar una ración extra de pan con manteca.

—¡No! ¡No lo puedo creer! ¿Está permitido?

—Algunos privilegios tengo, por mi cargo.

—En este sitio el pan con manteca vendría a ser como marihuana en un colegio.

—Ojo, no lo comente con nadie, solo lo comparto con algunas personas.

—¿Y a qué debo este favor?

—A que me caés bien. ¿Puedo tutearte verdad? Tenés una mirada que me intriga, sos muy misteriosa.

—Y vos, muy atrevido.

—Disculpe señora, no la voy volver a molestar.

—No seas sonso, molestame que me gusta —No puedo creer que haya dicho eso, estoy loca, pero… para cuándo la vida.

Me parece bastante mentiroso, pero me gustan sus men­tiras. Ahora tengo que hablar con el médico para ver cómo murió esta mujer.

Inés camina hasta el consultorio y al mirar al costado cree adivinar, por los gestos, que Zenón discute con una de las abuelas. Pero no puede acercarse a escuchar.

—¿Qué pasó con Celina?

—Y yo que sé. La estuve esperando y no se presentó.

—¿Qué? Me mentís. Yo la encontré y me dijo que estaba muy ansiosa y que iba a ir, que se iba a escapar de las viejitas.

—No fue. La esperé y no fue.

—Es la tercera que muere… y si descubren que todas iban a encontrarse con vos nos meten presos.

—¡Dejame de hinchar las pelotas! Es mejor que te callés la boca o me vas a conocer.

—¿Me amenazás, infeliz? Y pensar que yo te ayudaba sin saber lo mierda que sos.

—¡Por tu bien te digo que te callés! En boca cerrada no entran moscas.

—No entiendo porque lo hacés, ellas no te hicieron nada, eran buenas, se ilusionaron con vos… pobrecitas.

—¿Pobrecitas? Eran unas viejas locas. Mirá que creer­se las burradas que les ponías en tus versos. Si creyeron en mí es porque estaban locas y te puedo jurar que mu­rieron contentas, yo les di la última alegría… ja, ja, ja…

—Ahí viene la patrullera, es mejor que recibas a los canas.

—No me corresponde, soy el coordinador del come­ dor, nada más y nada menos. No abrás la boca porque tengo poder sobre las raciones, no lo vayás a olvidar.

Ilusina tiene miedo. Ella es una especie de mucama y huésped, porque sus hijos la abandonaron allí hace mucho tiempo. Sí, podría seguir allí, con techo y co­mida, pero piensa en Celina… “Voy a escaparme de las viejitas…” se había hecho ilusiones, ese es el gran defecto de la mujeres solas, piensa Ilusina, tienen ganas de recomenzar siempre, no importa con quien.

—Buenos días —la saluda la vieja que llegó ayer— ¿Era su pariente la señora que falleció?

—No, pero yo la quería mucho. Siempre se portaba muy amable conmigo.

—¿Ya saben de qué murió?

—No, no he visto llegar ni a la policía ni al médico forense. Ellos van a decir si fue un calambre o un infar­to. La pobre vino a pasar unos días felices y terminó la vida para ella.

—Bueno, hasta luego.

Lo único que no me gusta de este lugar es que el agua de la ducha es muy fría. Dicen que es saludable pero me pone súper nerviosa. El churro del comedor me invitó a cami­nar esta noche, después que todos duerman. Voy a ver qué pasa. También me invitó a nadar mañana por la noche. Ahora no se puede, todavía tenemos fresco el recuerdo del cadáver.


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ENCAJE SECRETO

Cuentos de LITA PÉREZ CÁCERES

Intercontinental Editora,

Asunción-Paraguay, 2002



NARRATIVA DE OSCAR PINEDA


NOCHE DE MAYO GENTIL



Publicado en el libro “15 Cuentos Ocurrentes, Recurrentes y Ocurridos

 - Editorial Servilibro y apoyo del FONDEC


—¡Ya basta! —tronó—. Les estoy diciendo, una vez más, y ¡de ello es testigo mi Dios!, que seré consecuente con mis ideas e ideales y mis acciones estarán impreg­nadas de un deseo de hacer el bien del común y no el de satisfacer la causa no siempre recta de unos pocos, cuyas conciencias dejan todo por desear. Aquellos que propagan pasquines infamantes y licenciosos, aquellos que solo viven de las falacias que saltan de sus labios, no quieren otra cosa que la desunión de todos nosotros y el fracaso de nuestra anhelada empresa.

Quien hablaba así, no era otro que el doctor José Gaspar Rodríguez de Francia, egresado de la Univer­sidad de Córdoba y uno de lo connotados líderes del movimiento emancipador que buscaba la independen­cia del Paraguay. Sus adustos interlocutores, varios de ellos militares de rancio porte y alta estirpe, eran los demás notables que lo acompañaban en tan magna y peligrosa operación.

Hacía varias semanas que Francia se había mudado de su quinta de Ybiray en Trinidad, a la casona céntri­ca, de blancos y altos paredones y techo de tejas a dos aguas, donde se estaba desarrollando la, por momentos nada discreta, reunión. Como los acaecimientos se des­peñaban rápidamente desde las dos grandes y victorio­ sas batallas de Paraguari y Tacuary contra los porteños al mando del general Belgrano el año anterior, los ner­vios no le permitían soportar el estar tan distante de los lugares donde se vivirían los momentos decisivos de la manumisión.

—No es que dudemos de su palabra, doctor, pero en estos tiempos es más que seguro que hay que cuidarnos de cada paso que damos porque evidentemente puede ser el último y quiera Dios que no nos equivoquemos… —defendió uno de los presentes, quien vestía los entor­chados de oficial superior.

—Mire, capitán Yegros, no hay de qué preocuparse, o mejor, sí hay de qué preocuparse y es antes que nada por esta patria, que dentro de poco nacerá y le aseguro, será de nuestras manos y de nuestra voluntad.

—Que sea de nuestras manos, compañeros y no de la de los bastardos que sólo quieren llevarnos al regazo de los portugueses —tronó desafiante el doctor Fernando de la Mora, aunque absolutamente nadie de los presen­tes se diera por aludido o demostrara por lo menos que se tratara de su persona.

—No se peleen caballeros —suspiró tratando de tranquilizar el encuentro la agraciada doña Juana de Lara, que hacía rato llevaba siempre consigo, de modo enigmático, un ramo de flores rojas, blancas y azules—. Ustedes que son tan inteligentes y valientes, porque en esta sala no hay uno solo que no tenga por lo menos una formación aristotélica tomista y canónica formal como corresponde a nuestro tiempo, no se dan cuenta que nuestra división es la unión de los enemigos y nuestra patética debilidad es su exasperante fuerza.

—Es cierto —espetó Caballero—, esto se cae en cual­quier momento, sólo de nosotros depende. Una buena patada de nuestras botas unidas, en la puerta del cetro que nos oprime, y la misma se caerá estrepitosamente hecha pedazos. Caro favor nos está haciendo el corso en la metrópoli para que nosotros no lo aprovechemos.

En total, los presentes eran unos veinte próceres, en­ tre ellos algunas mujeres. Se habían reunido en lo del doctor Francia porque fuertes rumores habían surgido diciendo que él estaba buscando el modo de deshacerse de los demás conspiradores y quedarse solo con el po­der. Señalaban que en más de una ocasión lo habían escuchado decir que el poder era individual y egoísta, y por monógamo y católico, se casaba con un único individuo y ese lazo duraba toda la vida. Francia había sabido burlar las acusaciones y tranquilizar a todos di­ciendo que había hablado de un futuro indeterminado e incierto y de un personaje que aún no tenía rostro, seña ni nombre. Francia los había convencido con su verba prodigiosa de que él nunca pretendió ocupar ese miste­rioso lugar y que solamente eran habladurías y rumores malintencionados propagados por aquellos que querían que las cosas no cambien y que la sujeción de Paraguay a la Corona Española continúe “per secula seculorum”.

Ellos creían estar solos, pero en la ventana que daba a un callejón un pobre hombre, sin calzados, con ropa rotosa, indigente como pocos, estaba sentado contra la pared escuchando atentamente todo lo que pasaba. Se trataba de Indalecio Giménez, quien siempre iba hasta el callejón para ver si podía conseguir comida de aque­llas que sobraban o “caían” de la mesa de los grandes señores. Cuando escuchó las palabras, que si bien eran conspiratorias, estaban dichas en voz alta como se acos­tumbraba en las gentes de linaje y honor, se acercó a la ventana y allí se quedó oyendo todo lo que pasaba.

—No se dude más de mi palabra, caballeros. No ven que hace días que no duermo y que todas mis fuerzas y mi voluntad están concentradas sólo en lo que es mejor para todos nosotros —puntualizó Francia, mientras se levantaba del sillón de pana roja estilo Luis XIV donde se mantenía hasta ese instante cómodamente sentado, aunque espiritualmente sobresaltado e inquieto por las fuertes acusaciones.

—Es este el momento en el que usted, doctor, no puede defeccionar de este propósito, mire que en las Cordilleras el coronel Cabañas ya ha iniciado su mar­cha y trae consigo medio millar de hombres armados a más no poder, que nos serán de suma utilidad en el caso de que el gobernador Velazco quiera complicarnos las cosas.

—No se preocupe Iturbe, usted y yo, juntos haremos que esto triunfe o moriremos todos en el intento, que sangre a mí no me falta para escurrirla por causas justas y nobles.

—¡Que así sea! —replicaron varios

—¡Quiera Dios que nuestra empresa sea coronada de éxito! —exclamó el prelado fray Francisco Javier Boga­rín a modo de corolario del encendido encuentro.

—¡Que así sea! —replicaron todos una vez más.

Poco a poco se fueron retirando del recinto, despe­didos por un sonriente Francia, quien a todos daba un apretón de mano y palmaditas en la espalda, como di­ciéndoles: “no se preocupen, yo estoy con ustedes en las buenas y en las malas”. Todos habían venido una hora antes, presas de una agitación nerviosa por el asunto que traían entre manos y ahora se iban más calmados.

Por fin había quedado solo Francia con su fiel secre­tario, el inescrupuloso Policarpo Patiño, un hombre bajo, tanto físicamente como también de espíritu, servil como pocos, rastrero como serpiente y leal sólo al po­deroso de turno.

—¡Malditos! —rabió Francia—. Juro que llegará el día en que no necesitaré nada de nada de ni uno solo de ellos. —Golpeó el escritorio que estaba más cerca con el puño cerrado, y el tintero junto con la pluma se bamboleó peligrosamente.

—Pero, señor, usted tiene varios aliados y muy po­derosos, tal vez hubiera sido buena idea dejarlos ya de lado y no prestarse infamemente a los interrogatorios de estos secuaces.

—No, Policarpo, ellos todavía tienen la fuerza. Ye­gros, Iturbe y Caballero, como militares manejan el cuartel de la Rivera, el de la Plaza y los otros acanto­ namientos armados de los alrededores, y el rico terra­teniente Cabañas toda la Cordillera, que para más en este momento está alzada en armas. Si esta noche me hubiera rebelado a ellos, mañana nuestras cabezas esta­rían plantadas en sendas picas a la entrada de la ciudad y siendo picoteadas por cada ave de rapiña de los alrede­dores. No, Policarpo, hay que saber esperar el momento oportuno, y no dar un solo paso en falso que bien nos podría costar la vida. —Se agarró crispadamente las manos y siguió la perorata—. ¡Ah! ¡Cuánto los odio! Yegros que se pasa iturbeando e Iturbe que se pasa ye­greando, Cabañas caballereando y Caballero cabañean­do… ¡Parecen hermanos siameses! ¡Con lo que detesto las anormalidades antropomorfas, y más aún los que vienen de lazos de política barata y con las propiedades más bajas del estercolero!

—Sí señor, pero si bien no puede con todos al mismo tiempo, y menos con los militares, quizás ya podía ir desasiéndose de los civiles como ese petulante de Fer­nando de la Mora, que por su apellido compuesto se cree un grande de España.

—No, Policarpo. Todavía no ha llegado su hora pero cuando llegue todos lo pagarán caro. No se dan cuenta que en este momento, en que la Argentina está a punto de desintegrarse por ideas extrañas que hacen peligrar su imberbe independencia y el poderoso y desalmado Imperio lusitano que continuamente amenaza nues­tras fronteras levantinas, lo que hace falta es hacernos fuertes bajo un liderazgo único y sólido como la roca cuarzosa. Que haya obediencia y que esa obediencia sea ciega, muda y sin escrúpulos. Ciega para que realice lo que tiene que hacer sin mirar, muda para que no pueda replicar ni refunfuñar y falta de escrúpulos para que no tenga reparos de conciencia de niña virginal luego de una noche de impúdicos regodeos consentidos.

—¿Y qué es lo que debemos hacer ahora, señor?

—Ahora tenemos que prevenirnos de que no vuel­van a descubrir nuestros planes y menos aún nuestros métodos, nuestros usos. Recibieron unas cuantas jáca­ras sobre lo que estábamos tramando pero no tuvieron las catas, y se creyeron eso, de que eran los que busca­ban perpetuar el poder ibérico, los culpables de tales hablillas y libelos fuliginosos. Pero nos pillaron con la guardia baja y hemos tenido suerte porque conseguimos desviar el bocón que fieramente nos apuntaba. Ahora lo que debemos hacer es socavar las fuerzas de los cas­trenses. No buscaré convencer a los jefes, ni a Yegros, ni a Caballero, ni a Iturbe, ni a Cabañas. Buscaré la simpatía de los mandos intermedios y de los soldados rasos para que cuando llegue el momento los más altos y fachosos mandarines no tengan tropas que les respon­dan. Cuando vuelvan a apuntarnos con el bocón, éste no tendrá ni pólvora, ni munición, ni quien lo dispare. ¿Cómo se llamaba ese teniente que la vez pasada vino a pedirme que le ayude porque su hijita necesitaba me­dicinas?

—Martínez, doctor, y si no me equivoco es de arti­llería —Se apresuró a contestar el patibulario personaje.

—Bueno Policarpo, es a esa clase de gente la que ten­go que atraer a mi esfera. Ve a llamarle y llévale esas medicinas que están en la alacena de la cocina. Que venga hoy mismo porque tenemos mucho que conver­sar acerca de su futuro y el mío…

—Sí, doctor. —Y se retiró.

Francia, vestido con impecable levita azul marino, y calzado con altos zapatos de brillosos hebillones metá­licos, se quedó un momento sentado en su sillón mien­tras trataba de que la irritación que todavía le invadía, le pasara paulatinamente. De pronto reparó en que la ventana que daba al angostillo estaba abierta. Se levantó como un resorte, a pesar de sus cuarenta y cinco años todavía mantenía una complexión física y unos múscu­los que respondían exactamente a todo lo que quería, además de un autodominio emocional que muy pocos conocían y que la mayoría en realidad subestimaba. Se acercó a la ventana. Indalecio, que lo estaba mirando por un resquicio en la ventana, se dio cuenta de que se aproximaba y salió corriendo. Francia inmediatamente comprendió que había alguien porque alcanzó a ver la sombra que se alejaba rápidamente y se perdía defini­tivamente en las tinieblas de la noche. En ningún mo­mento pensó en perseguirlo. No le llegó a ver, así que no sabría quién era aunque lo tuviera enfrente. Pensó que se trataría del mendicante que cada tanto venía al callejón a rogar pitanza y al cual él nunca había visto, pero sabía que su mucama le entregaba cada tanto al­guna que otra fruta. Francia cruzó entonces el patio y fue al cuarto de servicio donde estaba la matrona, algo entrada en edad, que fungía de mucama, ama de llaves, cocinera y lavandera, todo en uno, para delicia del doc­tor. La despertó porque ya se había dormido, creyendo que ya no necesitarían de su servicio por ese día.

—Ordene, patrón. Pensé que ya no necesitaría de mi ayuda. La cena está servida como siempre encima de la mesa, debajo del cubrepán.

—No es eso…

—El vino aguado está al lado y hay más en la fres­quera patrón…

—Gracias, pero tampoco es eso. ¿Cómo se llama el menesteroso ese que a veces entra por el callejón para ver si no sobró alguna comida?

—Creo que Indalecio patrón, ¿porqué? ¿Hizo algo malo?

—No nada, sólo tengo curiosidad. ¿Dónde se lo suele encontrar?

—Nadie sabe mucho de él, patrón, pero hay quienes dicen que suele estar a la entrada de la catedral los do­mingos y otros días vaga por los bajos del Cabildo sin rumbo fijo…

—Gracias, vuelva a dormir, me ha sido de mucha ayuda.

—Cuando guste, patrón, buenas noches

—Buenas noches —respondió Francia mientras se retiraba satisfecho de la información recabada.

Se lo había repetido por tres veces y aún en el rostro de los puntillosos oficiales se veía ese asomo de sonrisa que indicaba a las claras la incredulidad.

—Pedo, seores comaantess, se los digo y se los reito, el doctor Francia está buscando minar la autoidad de toos ustedes y luego, cuando se produzca la indeenden­cia apoderarse del gobierno…

—No sabes ni lo que hablas Indalecio. ¿Así dices que te llamas, verdad? —preguntó el alférez Galeano.

—Si, seor comaante —equivocó por décima vez el grado—. Pero les digo, le escuché y estaba covencido de todo ello…

—¿Cuántas copitas de caña has tomado ya hoy, In­dalecio?

—Pero señor, Vive Dios, ¡hip! que digo la vedad. No he toado ninguna copa… —dijo ofendido mientras se bamboleaba de un lado a otro.

—Pues tu nariz colorada, tu aspecto, tu forma de hablar y tu aliento confirman lo contrario.

—Pede ser que una pizquita de alcohol… —se de­fendió Indalecio mientras con la mano trataba de dar el equivalente a una medida de caña.

—Un tonel, diría yo —sentenció Galeano.

—Pedo no me atrevería a mentir a su exceencia — defendió una vez más Indalecio.

—Ahora quieres hablar con el comandante Yegros. No te basta con lo que me cuentas a mí que soy coman­dante de Guardia, quieres engatusar hasta a un verda­dero comandante de cuartel…

—¡Basta ya! —Se escuchó de detrás de la puerta del lado que estaba cubierto con una gruesa cortina grana­te. Ésta se abrió y salieron de allí dos militares cubiertos de charretera y con varios distintivos de su alto rango.

—¡Comandante Yegros! ¡Comandante Caballero! — Se cuadraron Galeano y los otros dos oficiales.

—¡En mi vida he escuchado tantas burradas como en los últimos veinte minutos, Indalecio! —dijo Caba­ llero, mientras salía de entre las sombras y paseaba su señorial figura por la habitación de la guardia. Indalecio lo conocía porque había estado a su mando como coci­nero de tropa, cinco años antes, en la época de las inva­siones inglesas al Río de la Plata, cuando aún la bebida no había ganado la batalla a la dignidad de la persona.

—Pedo coaandante Caballeo… —casi gritó Indale­cio.

—Con cuidadito, y esto lo sabes bien, ¡en mi cuartel el único que alza la voz soy yo! —Le contuvo Yegros, sa­liendo al paso mientras lo apuntaba con su dedo índice y lo miraba con ese ceño que se hizo legendario en las batallas de Tacuary y Paraguari.

Evidentemente Indalecio se encontraba en presencia de dos militares de valer, de carácter y, más que nada, probados en combate.

—El doctor Francia no hará nada de eso —continuó Caballero—. Iturbe lo tiene comiendo de la palma de su mano y él sabe bien que si nosotros hacemos rechi­nar nuestros sables ya nada podrá salvarlo. Hoy mismo, bastó el que descanse mi mano sobre el pomo de mi espadín, para que en sus ojos brillara el respeto que me merezco.

—Francia piensa miar su autoidad —intentó una vez más Indalecio.

—¡Minar la autoridad ni nada! Los soldados son dis­ciplinados y solo aceptan ser guiados por sus superiores naturales que somos nosotros, sus comandantes mili­tares.

—Va a coeencer a los mandos medios…

—¡Basta de sandeces! No te das cuenta que después que se produzca la independencia y que Francia nos preste su cerebro de doctor en derecho para todo lo que hubiera menester desde el punto de vista legal y proto­colar, será encasillado en algún puesto burocrático pero sin poder real. Luego de la entrevista que tuvimos esta noche y en la cual hemos puesto los puntos sobre las ies, Francia ya no se atreverá a hacer ningún movimiento que nosotros no queramos.

—Coaandante, usted no quiere ver...

—¡Basta! ¡A callar mendigo! —alzó la voz de for­ma jactanciosa como quien se cree superior a todo—. ¡Cómo te atreves a hablar de uno de los manes de la patria! Yo podría hacerlo porque soy su igual, pero tú, tú desde hace años no eres más que un vago dipsómano, un verdadero tonel andante, que ha renunciado a vivir la vida como debe ser vivida, por un eterno y errante letargo alcohólico. ¡Basta de cuentos, que tengo asun­tos más importantes que tratar! ¿Cuánto quieres para tu borrachera? —preguntó como dando por concluido el encuentro.

—Eh, seor... —alcanzó a decir Indalecio.

—Alferez Galeano. —Como el vago no se decidía—. Dele unos cuantos macuquinos para su caña blanca y que nos deje en paz. Si todavía se resiste y pronuncia alguna otra palabra, ¡échele a la calle a patadas o métale en el calabozo luego de propinarle unos veinte reben­cazos en las sentaderas para que aprenda a no inventar historias sin fundamentos, y que no malgaste más mi tiempo!

Dicho esto salió seguido de Yegros, mientras el alfé­rez Galeano hacía llamar a dos soldados para quitar al pordiosero a la fuerza. Indalecio, luego de recibir unas monedas no protestó y fue echado, con una dignidad que sólo el comprendía, a la calle.

Y bueno —pensó Indalecio—, si no quieren creer­me… menos mal que a pesar de lo brusco y pedante, Caballero tiene una bolsa substanciosa y generosa y para mañana luego de una buena botellita de caña, ni me acordaré de quién es Francia.

Martínez apareció a la hora indicada acompañado de Policarpo. Francia ya lo estaba esperando impacien­temente y luego de una conversación que duró hasta la madrugada, Policarpo volvió a salir a buscar a otra persona. Esta vez iba en pos de un sombrío personaje que vivía en las afueras de Asunción, mucho más allá de la loma Tarumá. Se sabía que había matado a varias personas, generalmente para robarle algo, pero si bien las autoridades ya lo habían metido preso y lo habían tenido en el yugo varios días seguidos, no habían con­seguido hacerle escarmentar ni probarle nada, por lo que sus maltrechos huesos en esos momentos dormían plácidamente en una choza cerca del mangrullo sur del río. Policarpo lo conocía bien. Más de una vez había requerido sus servicios y siempre había sido hecho a satisfacción del cliente de turno. Anacleto Mancuello, que así se llamaba el terrible malevo de turno, tampoco se había quejado nunca de su mandante porque pagaba bien y en el momento preciso. No sabía ni quién era el que enviaba a Policarpo a contratarlo pero sí sabía que era una persona en extremo ambiciosa y que carecía de miramientos a la hora de encargar un trabajo. Solo exigía que fuera bien hecho, pronto, con absoluta dis­creción y nada más.

—Estas son las señas —le dijo Policarpo sentado en una butaca de cuero al lado del catre rayado y con sucio mosquitero de tul—. Ya sabes qué hacer.

—Me encargaré en la mañana… —dijo un aún adormilado Anacleto, mientras intentaba desperezarse entre el poncho negro, la manta gris y el bolso de arpi­llera que le servía de almohada.

—¡Ahora! —mandó con seguridad Patiño— Mi pa­trón no pagará si es que el que sabemos vuelve a ver el sol.

—Esta bien, ya voy —refunfuñó Anacleto, al tiempo que muy a disgusto suyo, empezaba a buscar las botas que calzaría y el infaltable facón que siempre llevaba consigo.

Francia se presentó poco antes del amanecer en el cuartel de la Bahía. Lo habían hecho llamar de urgencia y los nervios casi le habían jugado una mala pasada. Por un momento pensó que Martínez lo había traicionado, pero cuando llegó los temores se disiparon para gran alivio suyo. Los comandantes estaban ya acuartelados porque corrían rumores de que el poder español sabía ya de la trama conspiratoria y se preparaban para resis­tir los anhelos independentistas o a entregar la sobera­nía provincial a unos plenipotenciarios portugueses que llegarían en cualquier momento. Los arsenales se abrie­ron y los fusiles y los barriles de pólvora se distribuyeron entre los soldados regulares y las milicias de voluntarios disponibles. Los cañones fueron aceitados y montados en las cureñas con sus respectivos afustes y los apunta­ron hacia la casa del gobernador y los otros puntos de la ciudad susceptibles de ser sitios de resistencia enconada. En el movimiento típico de zafarrancho de combate — todo acción, todo nervio— los comandantes militares del movimiento no prestaron atención a que cuando Francia salía al patio del cuartel los oficiales de mando medio se cuadraban ante él y que varios de ellos, ante cualquier novedad, le informaban primero a él antes que a sus jefes naturales… Francia estaba tomando de a poco las riendas de las cosas. Pero todavía había un pequeño detalle que lo preocupaba y como perfeccio­nista que era no podía darse el lujo de que el cabo más pequeño quedara suelto…

Amanecía sobre Asunción, la luz ya inundaba todos los tejados, las colinas pobladas, los potreros aledaños, los arroyos de los andurriales, las calles polvorosas, los hoscos mangales, las huertas de los suburbios, los her­mosos azahares, las bien surtidas tiendas de los comer­ciantes, las enormes casonas de los señores, los diminu­tos ranchos de los humildes, los rígidos cuarteles, los altos campanarios de las iglesias y los jardines de jazmi­neros florecidos. Con una temperatura baja y una brisa fresca que venía del sur la hermosa Madre de Ciudades y Cuna del Primer Grito de Libertad en América, con sus casi tres siglos de vida, estaba radiante bajo ese sol del que solo cabía esperar la mejor de las venturas. Pero la gente dentro de la ciudad estaba nerviosa, inquieta, alterada, frenética. Pocos habían dormido bien toda la noche. Era el martes 14 de mayo de 1811. Los francos se habían suspendido y los soldados estaban todos acuar­telados. La gente en las calles corría a muñirse de víveres en las despensas y de agua de los pozos y aljibes. La ac­tividad era febril, nerviosa por el futuro incierto. Todos parecían intuir que en la noche habría “movimiento”, todos temían las consecuencias, pero nadie quería dar un paso atrás, el tiempo de la sujeción colonialista esta­ba pasando irremediablemente. Entre “gallos y media­noche” se fraguaba el futuro. Un tiempo nuevo estaba por parir. Entre ese mar febril de movimientos, de acti­vidades incontroladas, un perro ladraba lastimero a lo lejos cerca del escollo del río. Luego de mucho rebuscar­se por comida había encontrado algo raro y no propio del lugar. Aparte del can nadie reparó en el cuerpo de Indalecio que flotaba inerme en el bajío de la bahía…



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NARRATIVA DE GENARO RIERA


MOVIMIENTO DE HOJAS

MICROCUENTOS


DÍGAME, ¿QUIÉN SOY?


La mentira desde hace mucho fue su guarida. Depre­sión mayor dijo el psiquiatra. ¿Cómo? ¿Mayor? Sí, está muy claro en el DSM IV; tiene usted todos los signos de ese gran mal. Al salir de la consulta, se extrañó no ir a ver sus telenovelas adictivas. Necesitaba algo que le fije más. Fue directo a una librería y compró un libro. Al terminar de leer esa misma tarde, tuvo la seguridad de que ella se encontraba reflejada en ese personaje. Se tranquilizó. Esa soy, sí, así mismo soy, pensó. Siempre pensaba y mucho, sobretodo en su sentimiento de culpa por su guarida. Le angustiaba comenzar una dieta. El doctor le recomendó una para su autoestima. Llamó a un fisioterapeuta y le preguntó: ¿Hace usted fisioterapia a la voluntad atrofiada?



LA ETERNIDAD


No quiero un Reino Divino, repetía y repetía, mu­chas veces repetía. Repetía con pocas palabras, sin pala­bras, porque daba vueltas sin dar la vuelta. Acabó en el reino de un manicomio VIP.



QUÉ DIFÍCIL ES LA ALEGRÍA


Investigar. Eso es lo que le atrapaba. Sabía cantar bien a este mundo. Día a día se encerraba más en su universo con su canto bla, bla. Sus posibilidades, que las tenía, quedaron fuera de él. Terminó pidiendo al cura una autopsia de su espíritu.



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2013. Fidel Fernández - Reality. Óleo sobre lienzo. 145 cm X 195 cm.





NARRATIVA DE AUGUSTO ROA BASTOS


LECCIÓN DE ESCRITURA

Fragmento de Yo El Supremo

de Augusto Roa Bastos


Dame la mano. ¿Va a levantarse, Señor? Venga la mano. Honor muy grande para este servidor es que Vuecencia me tienda la mano. No te tiendo la mano. Te ordeno que me tiendas la tuya. No te propongo una reconciliación; únicamente un simulacro de transitoria identificación.

Esto es una clase. La última. Debió ser la primera. Ya que no puedo proponerte una Última Cena con la cáfila de Judas que son mis apóstoles, te ofrezco una primera-última clase. ¿Clase de qué clase, Señor? Homenaje a tu supina ignorancia en beneficio del servicio. Desde hace más de veinte años eres el escribano mayor del Gobier­no, el fiel de fechos, El Supremo amanuense, y no cono­ces todavía los secretos de tu oficio. Tu don escriturario continúa siendo muy rudimental. Poco, mal y peor ata­do. Te precias de tener en la punta del ojo la facultad de distinguir las más ínfimas semejanzas y diferencias hasta en las formas de los puntos, mas no eres capaz de reconocer la letra de un infame pasquín. Razón que le sobra, Señor. Con su permiso quiero informar a Vue­cencia que ya tengo acuartelados a siete mil doscientos treinta y cuatro escribientes en el archivo, para cotejar las letras del pasquín en los veinte mil legajos, sus qui­nientas mil fojas, más toda la papelería que Usía me ha ordenado reunir a este efecto. He traído en la leva hasta al Paí Mbatú. Con su cerebro medio atacado, es el más vivo y activo de todos los escribidores reclutados. ¡Soy loco forrado de ciencia y calzo botines de paciencia!, grita a cada rato el ex cura. ¡Vengan pues los expedien­tes, que para mí este asunto es pan comido! Los tengo a galleta cuartelera y agua para avivar su apuro y buena voluntad. ¿Se acuerda, Señor, de aquellos indios viejos de Jaguarón que se negaron a seguir trabajando en el beneficio del tabaco alegando estar cegatones? Se les mandó servir un buen locro con muchos marandovases adentro. Los indios se sentaron a comer. Se comieron hasta el último grano de maíz pero dejaron enteritos todos los gordos verdes gusanos del tabaco al borde del plato. Pienso hacer lo mismo con estos haraganes. Sólo aguardo que Su Excelencia me entregue el pasquín para empezar la investigación de la letra.

Desde hace más de veinte años eres mi fide-indig­no secretario. No sabes secretar lo que dicto. Tuerces retuerces mis palabras. Te dicto una circular a fin de instruir a los funcionarios civiles y militares sobre los hechos cardinales de nuestra Nación. Ya les he enviado la primera parte, Señor. Cuando la lean, esos bestias iletrados creerán que les hablo de una Nación imagina­ria. Te estás pareciendo a esos ampulosos escribas, los Molas y los Peñas, por ejemplo, que se creen unos Tales de Mileto y no son más que unos tales por cuales. Aun presos se pasan ratereando los escritos ajenos. No te em­peñes en imitarlos. No emplees palabras impropias que no se mezclan con mi humor, que no se impregnan de mi pensamiento. Me disgusta esta capacidad relativa, mendigada. Tu estilo es además abominable. Laberín­tico callejón empedrado de aliteraciones, anagramas, idiotismos, barbarismos, paronomasias de la especie pároli/párulis; imbéciles anástrofes para deslumbrar a invertidos imbéciles que experimentan erecciones bajo el efecto de las violentas inversiones de la oración, por el estilo de: Al suelo del árbol cáigome; o esta otra más violenta aún: Clavada la Revolución en mi cabeza la pica guíñame su ojo cómplice desde la Plaza. Viejos trucos de la retórica que ahora vuelven a usarse como si fueran nuevos. Lo que te reprocho principalmente es que seas incapaz de expresarte con la originalidad de un papagayo. No eres más que un biohumano parlan­te. Bicho híbrido engendrado por especies diferentes. Asno-mula tirando de la noria de la escribanía del Go­bierno. En papagayo me habrías sido más útil que en fiel de fechos. No eres ni lo uno ni lo otro. En lugar de trasladar al estado de naturaleza lo que te dicto, llenas el papel de barrumbadas incomprensibles. Bribonadas ya escritas por otros. Te alimentas con la carroña de los libros. No has arruinado todavía la tradición oral sólo porque es el único lenguaje que no se puede saquear, robar, repetir, plagiar, copiar. Lo hablado vive sostenido por el tono, los gestos, los movimientos del rostro, las miradas, el acento, el aliento del que habla. En todas las lenguas las exclamaciones más vivas son inarticuladas. Los animales no hablan porque no articulan, pero se entienden mucho mejor y más rápidamente que noso­tros. Salomón hablaba con los mamíferos, los pájaros, los peces y los reptiles. Yo también hablo por ellos. Él no había comprendido el lenguaje de las bestias que le eran más familiares. Su corazón se endureció con el mundo animal cuando perdió su anillo. Se dice que lo tiró bajo el efecto de la cólera cuando un ruiseñor le in­formó que su mujer novecientos noventa y nueve amaba a un hombre más joven que él.

Cuando te dicto, las palabras tienen un sentido; otro, cuando las escribes. De modo que hablamos dos lenguas diferentes. Más a gusto se encuentra uno en compañía de perro conocido que en la de un hombre de lenguaje desconocido. El lenguaje falso es mucho menos sociable que el silencio. Hasta mi perro Sultán murió llevándose a la tumba el secreto de lo que decía. Lo que te pido, mi estimado Panzancho, es que cuando te dicto no trates de artificializar la naturaleza de los asuntos, sino de na­turalizar lo artificioso de las palabras. Eres mi secretario ex-cretante. Escribes lo que te dicto como si tú mismo hablaras por mí en secreto al papel. Quiero que en las palabras que escribes haya algo que me pertenezca. No te estoy dictando un cuenticulario de nimiedades. His­torias de entretén-y-miento. No estoy dictándote uno de esos novelones en que el escritor presume el carácter sagrado de la literatura. Falsos sacerdotes de la letra es­crita hacen de sus obras ceremonias letradas. En ellas, los personajes fantasean con la realidad o fantasean con el lenguaje. Aparentemente celebran el oficio revestidos de suprema autoridad, mas turbándose ante las figuras salidas de sus manos que creen crear. De donde el oficio se torna vicio. Quien pretende relatar su vida se pierde en lo inmediato. Únicamente se puede hablar de otro. El Yo sólo se manifiesta a través de Él. Yo no me hablo a mí. Me escucho a través de Él. Estoy encerrado en un árbol. El árbol grita a su manera. ¿Quién puede saber que yo grito dentro de él? Te exijo pues el más absoluto silencio, el más absoluto secreto. Por lo mismo que no es posible comunicar nada a quien está fuera del árbol. Oirá el grito del árbol. No escuchará el otro grito. El mío. ¿Entiendes? ¿No? Mejor.

Lo malo, Patiño, es que la situación empeora por el creciente ceceo de tu frenillo. Me cargas de zetas las fojas. La decreciente facultad de tu voz las va dejan­do cada vez más afónicas. Ah, Patiño, si tu memoria, ignorante de lo que no ha sucedido todavía, pudiera descubrir que los oídos funcionan como los ojos y los ojos como la lengua enviando a distancia las imágenes y las imágines, los sonidos y los silencios oíbles, ninguna necesidad tendríamos de la lentitud del habla. Menos todavía de la pesada escritura que ya nos ha atrasado millones de años.

Con los mismos órganos los hombres hablan y los animales no hablan. ¿Te parece esto razonable? No es, pues, el lenguaje hablado el que diferencia al hombre del animal, sino la posibilidad de fabricarse un lenguaje a la medida de sus necesidades. ¿Podrías inventar un lenguaje en el que el signo sea idéntico al objeto? Inclu­sive los más abstractos e indeterminados. El infinito. Un perfume. Un sueño. Lo Absoluto. ¿Podrías lograr que todo esto se transmita a la velocidad de la luz? No; no puedes. No podemos. Razón por la cual tú sobras y faltas al mismo tiempo en este mundo en que los char­latanes y embaucadores sobran, mientras que los indi­viduos honrados faltan con notable encarnizamiento. ¿Me has entendido? A decir verdad, no mucho, no del todo, Excelencia. Mejor dicho, absolutamente nada de todo, Señor, por lo que le pido me otorgue su excelen­tísimo perdón. No importa. Dejémonos por ahora de zonceras. Comencemos por el principio. Pon tus cascos en la palangana. Remójate los juanetes solípedos. Cál­zate en la cabeza el balde del barbero Alejandro, el casco de Mambrino o de Minerva. Lo que quieras. Escucha. Atiende. Vamos a realizar juntos el escrutinio de la es­critura. Te enseñaré el difícil arte de la ciencia escriptu­ral que no es, como crees, el arte de la floración de los rasgos sino de la desfloración de los signos.

Prueba tú primero solo. Enclavija la pluma. Levanta los ojos. Fíjate en el busto de escayola de Robespierre a la espera de una palabra. Escribe. El busto no me dice nada, Señor. Interroga al grabado de Napoleón. Tam­poco, Excelencia, ¡qué me va a hablar a mí el señor Na­poleón! Fíjate en el aerolito; a lo mejor te dice algo. Las piedras hablan. Lo que pasa Señor, es que a esta hora de la media tarde ando siempre medio desatinado hasta para escuchar mi propia memoria. ¡Qué le digo si siento que hasta se me duerme la mano! Dámela. Voy a darle cuerda, ponerla tensa de nuevo. Medianoche. Las doce en punto y sereno. Bajo el cono blanco de la vela sólo se ven nuestras dos manos encabalgadas. Para que descan­se tu menguada memoria mientras te instruyo con el mágico poder de los aparecidos guiaré tu mano como si escribiera yo. Cierra los ojos. Tienes en la mano la plu­ ma. Cierra tu mente a todo otro pensamiento. ¿Sientes el peso? ¡Sí, Excelencia! ¡Pesa terriblemente! No es sola­mente la pluma, Excelencia; es también su mano… un bloque de hierro. No pienses en la mano. Piensa única­mente en la pluma. La pluma es metal puntiagudo-frío. El papel, una superficie pasiva-caliente. Aprieta. Aprie­ta más. Yo aprieto tu mano. Empujo. Prenso. Oprimo. Comprimo. Presiono. La presión funde nuestras ma­nos. Una sola son en este momento. Apretamos con fuerza. Vaivén. Ritmo sin pausa. Cada vez más fuerte. Cada vez más hondo. No hay nada más que este mo­vimiento. Nada fuera de él. El fierro de la punta rasga la hoja. Derecha/izquierda. Arriba/abajo. Estás escri­biendo empezando a escribir hace cinco mil años. Los primeros signos. Dibujos. Cretinográficos palotes. Islas con árboles altos envueltos en humareda, en llovizna. El cuerno de un toro embistiendo en una caverna. Aprieta. Sigue. Descarga todo el peso de tu ser en la punta de la pluma. Toda tu fuerza en cada movimiento en cada rasgo. Móntala a horcajadillas, a la bastarda, a la es­tradiota. ¡No no! No hagas pie a tierra todavía. Siento, Señor, no veo pero siento que están saliendo letras muy extrañas. No te extrañes. Lo más extraño es lo que más naturalmente sucede. Escribes. Escribir es despegar la palabra de uno mismo. Cargar esa palabra que se va despegando de uno con todo lo de uno hasta ser lo de otro. Lo totalmente ajeno. Acabas de escribir soñoliento YO EL SUPREMO. ¡Señor… usted maneja mi mano! Te he ordenado que no pienses en nada

nada

olvida tu memoria. Escribir no significa convertir lo real en palabras sino hacer que la palabra sea real. Lo irreal sólo está en el mal uso de la palabra en el mal uso de la escritura. No entiendo Señor… No te preocupes. La presión es enorme pero casi no la sientes no la sientes eh qué es lo que sientes peso que se descarga de su peso. El vaivén de la pluma es cada vez más rápido. Penetra hasta el fondo. Siento, Señor… siento mi cuerpo yente-viniente en una hamaca… ¡Señor… el papel se ha escapado! ¡Ha girado media vuelta! Continúa entonces escribiendo de espal­das. Aferra la pluma. Apriétala tal si te fuera en ello la vida que todavía no tienes. Continúa escribiendo

continúooo

voluptuosamente el papel se deja penetrar en las me­nores hendiduras. Absorbe, chupa la tinta de cada rasgo que lo rasga. Proceso pasional. Conduce a una fusión completa de la tinta con el papel. La mulatez de la tinta se funde con la blancura de la hoja. Mutuamente se lu­brican los lúbricos. Macho/hembra. Forman ambos la bestia de dos espaldas. He aquí el principio de mezcla. Eh ah no gimas tú, no jadees. No, Señor… no jodo. Si jodes. Esto es representación. Esto es literatura. Repre­sentación de la escritura como representación. Escena primera.

Escena segunda:

Un aerolito cae del cielo de la escritura. El óvulo del punto se marca en el lugar donde ha caído, donde se ha enterrado. Embrión repentino. Brota bajo la costra. Pequeño, desborda de sí. Marca su nada al mismo tiem­po que sale de ella. Materializa el agujero del cero. Del agujero del cero sale la sinceridad.

Escena tercera:

El punto. El pequeño punto está ahí. Sentado sobre el papel. A merced de sus fuerzas interiores. Grávido de cosas. Buscan procrearse en la palpitación interior. Quiebran la cáscara. Salen piando. Se sientan sobre la costra blanca del papel.

Epílogo:

He ahí el punto. Semilla de nuevos-huevos. La cir­cunferencia de su círculo infinitesimal es un ángulo perpetuo. Las formas ascienden ordenadamente. De la más baja a la más alta. La forma más baja es angular, o sea la terrestre. La siguiente es la angular perpetua. Lue­go la espiral origen-medida de las formas circulares. En consecuencia se la llama la circular-perpetua: La Natu­raleza enroscada en una espiral-perpetua. Ruedas que nunca se paran. Ejes que nunca se rompen. Así también la escritura. Negación simétrica de la naturaleza.

Origen de la escritura: El Punto. Unidad pequeña. De igual modo que las unidades de la lengua escrita o hablada son a su vez pequeñas lenguas. Ya lo dijo el compadre Lucrecio mucho antes que todos sus ahija­dos: El principio de todas las cosas es que las entrañas se forman de entrañas más pequeñas. El hueso de huesos más pequeños. La sangre de gotitas sanguíneas reduci­das a una sola. El oro de partículas de oro. La tierra de granitos de arena contraídos. El agua de gotas. El fuego de chispas encontradas. La naturaleza trabaja en lo mí­nimo. La escritura también.

Del mismo modo el Poder Absoluto está hecho de pequeños poderes. Puedo hacer por medio de otros lo que esos otros no pueden hacer por sí mismos. Puedo decir a otros lo que no puedo decirme a mí. Los demás son lentes a través de los cuales leemos en nuestras pro­pias mentes. El Supremo es aquel que lo es por su natu­raleza. Nunca nos recuerda a otros salvo a la imagen del Estado, de la Nación, del pueblo de la Patria.

Vamos, apéate de tu soñolencia. A partir de aquí escribe solo. ¿No has fanfarroneado muchas veces de acordarte de las letras y hasta de las formas de los pun­ tos sentados sobre la papelada de los veinte o treinta mi legajos del archivo? No sé si tu ojo memorativo te enga­ña, si tu lengua lorificada miente. Lo cierto es que en las letras más parecidas, en los puntos aparentemente más redondos, existe siempre alguna diferencia que permi­te compararlos, comprobar esa cosa nueva que aparece en el follaje de las semejanzas. Treinta mil noches más otras treinta mil me llevaría enseñarte las distintas for­mas de puntos. Aun así sólo habríamos comenzado. Las comas, los guiones, las diéresis, los corchetes, las vírgu­las, las comillas, los paréntesis más iguales son también diferentes bajo su apariencia de aparecidos. La letra de una misma persona es muy distinta escrita a mediano­che o a mediodía. Jamás dice lo mismo aun formando la misma palabra.

¿Sabes qué es lo que distingue a la letra diurna de la letra nocturna? En la letra de noche hay obstinación con indulgencia. La proximidad del sueño lima los án­gulos. Se distienden más las espirales. La resistencia de izquierda a derecha, más débil. El delirio, amigo ínti­mo de la letra nocturna. Las curvas cimbran menos. El esperma de la tinta seca con mayor lentitud. Los mo­vimientos son divergentes. Los rasgos se inclinan más. Tienden a tenderse.

Por el contrario la letra de día es firme. Rápida. Se ahorra poluciones inútiles. El movimiento es conver­gente. Los rasgos están en ascenso. Hay acompaña­miento de curvas libremente onduladas. Sobre todo en la espiral de las rúbricas. Lucha encarnizada entre los polos del círculo-perpetuo. La presión positiva es un continuo aproximarse-al-límite. El trazo sale del cauce. Salta las orillas. Su obstinación es más rígida. La resis­tencia de derecha a izquierda más fuerte. Más duros los dobles, los arcos, los dobleces, la doblez. La soltura salta al aire. Mas en la letra diurna como en la nocturna la palabra sola sirve sólo para lo que no sirve. ¿Para qué sirven los pasquines? ¡Perversión la más vergonzante del uso de la escritura! ¿Para qué el trabajo de araña de los pasquinistas? Escriben. Copian. Garrapatean. Se amanceban con la palabra infame. Se lanzan por el ta­lud de la infamia. De repente el punto. Sacudida mortal de la parrafada. Quietud súbita del alud garrafal, de la salud de los pasquinistas. No el punto de tinta; el punto producido por un cartucho a bala en el pecho de los enemigos de la Patria es lo que cuenta. No admite répli­ca. Suena. Cumple.

Comprendes ahora por qué mi letra cambia según los ángulos del cuadrante. Según la disposición del ánimo. Según el curso de los vientos, de los acontecimientos. Sobre todo cuando debo descubrir, perseguir, penar la traición. ¡Sí, Excelencia! Con toda claridad comprendo ahora sus ínclitas palabras. Lo que quiero que compren­das con mayor claridad aún, ínclito amanuense, es tu obligación de descubrir al autor del anónimo. ¿Dónde está el pasquín? Ahí lo tiene bajo su mano, Señor. Tó­malo. Estúdialo de acuerdo con la cosmografía letraria que te acabo de enseñar. Podrás saber exactamente a qué hora del día o de la noche fue emborronado ese papel. Coge la lupa. Rastrea los rastros. A su orden, Ex­celencia.


Fundación Augusto Roa Bastos

Conmemoración de los 40 años de la 1.ª Edición de

Yo El Supremo y los 25 años del Premio Cervantes



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YO EL SUPREMO. Novela de AUGUSTO ROA BASTOS

Prólogo: ANTONIO CARMONA

Colección AUGUSTO ROA BASTOS Nº 5

Editorial Servilibro, Asunción-Paraguay,

2007 (461 páginas)





NARRATIVA DE JAVIER VIVEROS



DE POLVO ERES

De “INGENIERÍAS DEL INSOMNIO


¡Seres de un día! ¿Qué es uno? ¿Qué no es?

Sueño de una sombra es el hombre.

Píndaro


Todo eso de la cárcel vino después, muchos años des­pués.

Verá, señora, yo enseñaba en un pequeño colegio se­cundario de Asunción. Tenía nada más que un turno, el dinero que ganaba no era mucho pero daba para ir remando por sobre la línea de la miseria. En la casa éra­mos nada más que tres: mi marido, mi hijito Remigio y una servidora. Cuando mi marido murió no nos quedó otra que venirnos a vivir aquí con la madre de él, esto es, con mi suegra. Nos costó acostumbrarnos a la vida en Pedro Juan Caballero, tan lejos de Asunción. Pero más nos costó acostumbrarnos al régimen tirano de la anciana. Soportamos nada más que un par de sema­nas y luego tuvimos que alquilar esta casita. Mi hijito tenía dieciséis años cuando consiguió trabajo con don Pierre, el fotógrafo francés con fama de loco, pero de loco lindo. Soy fotógrafo de muertos, mamá, me de­cía mi pequeño Remigio, fotógrafo post mortem, y me contaba lo que don Pierre y él hacían. Es algo escalo­friante, me decía, y no hacía falta ninguna de que lo dijera porque ya podía imaginarme los ojos sin vida, la cara sin muecas, la frialdad de ultratumba dormitando en la piel, el rigor mortis. Me comentó que esa primera vez le fue muy difícil mantener el aliento. Entramos a una casa donde se sentía por todos lados la majestad de la muerte, recuerdo que me contó, lo nuestro nos hacía sentir como animales carroñeros, a pesar de te­ner el beneplácito de los familiares del fallecido, porque eran ellos quienes solicitaban las fotos, sentíamos como que estábamos profanando algo, y la gente nos miraba como a los que con un flash sacrílego iban a inmorta­lizar la muerte de un ser, y yo lo oía nada más como a alguien que lee un texto macabro y escabroso. Es una costumbre europea pero que también estuvo de moda en Perú, especialmente en la Lima del siglo XIX, me decía que le decía don Pierre. A mí me costaba entender cómo es que podía seguir en boga, en pleno siglo vein­tiuno, esa costumbre decimonónica. Yo enseñé mucho tiempo Historia en el colegio y no recuerdo haber leí­do nada acerca de fotografía post mortem. Pero no me extrañaba demasiado porque sabía que los pueblos del interior son muy distintos a la capital. Desde que llegué a Pedro Juan Caballero supe que existían dos repúblicas del Paraguay cohabitando en el atlas, compartiendo la misma geografía pero siendo diametralmente opuestas. Asunción es lo urbano, el cemento, el smog y la mise­ria. El interior, en cambio, es lo rural, la campiña, el cielo claro y la miseria. Los pueblos del interior portan siempre ese aire cansino, reposado, donde inclusive el perfume virulento de la globalización llega tarde.

Todo eso de la captura y la cárcel vino después, tiem­po después.

Don Pierre es un bromista, me contaba mi Remigio, a veces me pregunta si ya abofeteé a un muerto y si nos dejan solos con el cadáver, antes de que salga el flash de la cámara él dice «diga whisky» o a veces también «decí sífilis», dependiendo el tratamiento otorgado de si el fa­llecido es un adulto o un joven o niño, y yo me quiero morir de la risa, pero me contengo porque los parien­tes están todavía de duelo en la pieza contigua. Eso me contaba. Hoy hicimos unas tomas, me dijo un día. Era una criaturita muerta, la madre posaba con ella en las piernas, vi los ojos mustios, al acomodarle la ropa palpé la piel seca, trabajábamos en silencio casi, como si estu­viéramos robando una casa, voces bajas, susurros nada más. Toda una escenografía montada para la ocasión, ropa nueva para el cadáver que ya empezaba a oler mal, la madre también iba bien vestida, una pose trabajada y flashes continuos. Hay que amalgamar la ciencia de un médico y la imaginación de un poeta para capturar con éxito las últimas imágenes del cuerpo, me decía mi hijo que don Pierre le dijo que su padre le había dicho cuan­do lo iniciaba en los secretos de congelar en papel el ros­tro de un ser que ya no era de este mundo. Yo no quería que siguiera con eso, pero bien pensado era un trabajo honrado que lo tenía ocupado y lejos del narcotráfico que impera en esta zona, de las muertes por encargo y de las plantaciones de marihuana hasta en los jardines más expuestos. Era un trabajo honrado, como cualquier otro, bueno, como cualquier otro no era, pero sí hon­rado, y los quince mil guaraníes que recibía después de cada trabajo lo compensaban, y a veces don Pierre le daba hasta cincuenta mil, dependiendo de la cantidad de fotos que pedían del modelo, digo del muerto, del que posaba para la cámara o al que posaban para la cá­mara. Y era un dinerito que ayudaba a seguir tirando el carro, señora, usted comprenderá. Porque como us­ted bien sabe, mentiría si dijera que nuestra economía marcha sobre rieles. Lo que hacían no era fotografía fo­rense ni documentación gráfica para los periódicos. Era la gente del pueblo que había elegido ese camino para recordar a su ser querido. Sus fotografías terminaban siempre enmarcadas y colgadas de una pared o sobre un anaquel o a veces también en álbumes de hojas amari­lleadas por el tiempo y la nostalgia. Una vez leí su aviso en el diario: «Las familias que tengan la desgracia de perder algún deudo de quien deseen poseer un momen­to de esta naturaleza pueden lograrlo por medio de las fotografías que don Pierre ofrece ejecutar en el mismo aposento mortuorio».

Todo eso de la persecución policíaca, la captura y la cárcel vino después, algún tiempo después.

Mi hijito me hablaba con fervor acerca de algunas fa­llecidas. Mamá, vi a la mujer más hermosa del mundo, pero estaba muerta, irremediablemente muerta. Y me daba detalles y más detalles. Y en los últimos tiempos me hablaba sólo de mujeres y yo decía Dios mío qué pasará que van muriendo tantas mujeres jóvenes, pero también morían hombres y fotografiaban hombres, mas su interés se había decantado por las mujeres, cosa también normal, considerando que ya estaba en plena adolescencia. A la muerta más hermosa del mundo le pusimos el vestido más hermoso del mundo, me dijo Remigio, le abrimos los ojos con una cucharilla de café y volvimos a situar correctamente cada ojo en la cuenca, don Pierre hizo gala de su manejo del maquillaje post mortem, con lo cual desapareció la lividez cadavérica y el flash de las cámaras empezó a incendiar como un fuego fatuo el aire de la habitación, ese aire tan rubri­cado de guadaña. Todos esos detalles me desbordaban. Los únicos cadáveres que vi en mi vida fueron los de mis padres y el de mi marido. Pero no los había tocado. Dios me libre. A la muerte le tengo un respeto terrible. Sin embargo, Remigio se movía como pez en el agua. Eso me daba cierta preocupación, señora, a la muerte no hay que perderle el respeto. Pero era una preocupación leve que quizá entrañaba algo de envidia y admiración, como cuando miramos desde bien lejos a las personas que durante una fiesta de San Juan caminan sobre las brasas, o patean una pelota tatá.

Todo eso de la huida, la persecución policíaca, la cap­tura y la cárcel vino después, poco después.

Estábamos tan bien, señora. Mi hijito traía a casa cada vez más dinero porque había aprendido bien el ofi­cio y en muchas ocasiones hacía el trabajo él solo, ya sin don Pierre, que nada más recibía los pedidos, daba las instrucciones y se entregaba al reposo. Remigio cobraba ya mucho mejor porque su trabajo era mayor y porque fotografiar muertos fue siempre mucho más rentable que fotografiar vivos. Estábamos tan pero tan bien, se­ñora. Mi hijo trabajaba con sus fotografías fúnebres y yo enseñaba en el colegio estatal, hasta podría decir que fui feliz en esa época. Estaba muy contenta por mi hijo, por mi Remigio, por verlo enderezarse hacia un futuro de bien, con un empleo tempranero que le enseñaba el valor del dinero y del trabajo honrado. Pero el destino es experto en eliminar las piezas del tablero golpeán­dolas en la cabeza y los más humildes somos siempre quienes estamos más indefensos ante sus manotazos.

Todo eso de la necrofilia vino después, poquito des­pués.



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NARRATIVA DE RODNEY ZORRILLA


LÁGRIMAS DEL TIEMPO


Escucho las gotas que impactan el vidrio de la ven­tana... casi melodía... casi duermo... casi te veo... Qué canción más hermosa forman y a la vez triste, las oí de esta manera por primera vez cuando la siesta se tornó pálida de los celos, cuando rompía mi compromiso con la soledad y unía mi camino al tuyo.

Eres la dueña de mis labios, el tiempo que no cambio, eres un sueño princesa mía, eres el aire que me da vida — así te llamaba, así te hablaba.

Mujer… me inspiras, me matas, me das vida —mi boca esas palabras pronunciaba cada vez que tu figura se estampaba en mis pupilas.

Simplemente perfecto era el momento entre tú y yo, sin palabras demás nos mirábamos y nos fundíamos. Simplemente tu piel, simplemente tu boca, tu miel y tu aroma.

Tiempo después volví a oír esas gotas, pero esa vez fui yo quien fue perdiendo el color, porque tus ojos de pronto ya no estaban, y empecé a afirmar que definiti­vamente hay recuerdos que retrasan los relojes y hacen pensar, hacen ver luces, sombras, escuchar palabras, silencios, sentir besos... y en todo eso pienso esta no­che, pero por sobre todo pienso en ti, en las miradas cómplices que todos entendían, mientras simulábamos inocencia donde no había tal cosa.

Pero el canto del viento de afuera no miente, sus es­trofas yo las comprendo bien.

Conozco a ese cielo sin luna... pero así también sé que estas nubes no estarán por siempre... quizás hoy vuelva a ver estrellas, tal vez mañana... solo sé que en algún momento la luz de nuevo volverá.

Sí, fuimos presos de nuestros besos, fuimos nadie para los demás, fuimos todo para nosotros. Es más, también me pregunto: ¿Quién sabrá más de mí, si no tú? Ayer cambiamos la distancia, cambiamos todo y a todos... menos a nuestros nombres conjugados en sin­gular, como uno solo. Pero todo eso duró, duró dema­siado poco.

La lluvia cayó sobre la ciudad y empezamos a que­darnos sin inspiración. Nuestro libro de pronto tenía las hojas en blanco, ¿acaso las borraste tú, o sin darme cuenta fui yo quien se convirtió en el villano de esta historia?

¿Escuchas lo mismo que yo?... son lágrimas del tiem­po... tal vez de un tiempo pasado en que todo fue mejor, quizá de un pasado que no debió ser, o incluso de un presente que llora lo que hubiera querido que fuera... sea como sea, todavía llueve.





ENSAYO DE ALCIBÍADES GONZÁLEZ DELVALLE


“YO, EL SUPREMO” DE AUGUSTO ROA BASTOS


Se cumplen 40 años de la aparición de “Yo, el su­premo”, de Augusto Roa Bastos. Desde su aparición en 1974 la novela se estudia del derecho y del revés —tal como el autor lo hace con nuestra historia— por los más pintados especialistas que coinciden en esta afirmación rotunda: es una de las mejores creaciones literarias la­tinoamericanas de todos los tiempos. Se trata de esas obras que rejuvenecen con los años para sorprendernos en cada nueva lectura por su vitalidad intacta.

Casualmente en el mismo año Alejo Carpentier pu­blicó “El recurso del método”, y Gabriel García Már­quez, “El otoño del patriarca”, que tienen en común la figura del dictador. Los antecedentes se remontan a “Tirano Banderas”, del español Ramón del Valle In­clán, y “El señor presidente”, del guatemalteco Miguel Ángel Asturias.

Mario Vargas Llosa, en el año 2000, dio a conocer “La fiesta del Chivo”, inspirada en el dictador domini­cano Rafael Leónidas Trujillo, que cambió el nombre de la capital del país por el suyo, a más de hacerse lla­mar el Benefactor, el Padre de la Patria Nueva, en fin, nada original.

Frente a estas obras que prestigian la narrativa mun­ dial, se impone “Yo el supremo” no sólo por la com­plejidad del personaje —Rodríguez de Francia no fue moldeado en la matriz de donde nacen los dictadores de estas tierras, como de una fotocopiadora— sino, entre otros aciertos, por el tratamiento novedoso del prota­gonista, de su contexto, de su historia. Francia no se parece a los dictadores que fueron novelizados o no. Tampoco la novela de Roa es como las otras. No se li­mita a contar con maestría, desde fuera, los episodios que hacen a la naturaleza de un tirano. Roa le transfiere su imaginación al Dr. Francia para que éste nos cuente su historia, y el Dr. Francia le corresponde con sus actos para que Roa concrete el relato. En casi toda la obra el lector se pregunta: ¿Dónde está el personaje? ¿Dónde el autor? O mejor: ¿Quién es el personaje y quién el novelista? ¿Quién habla por boca de quién? Consciente de esta situación, el autor asume el rol de “compilador” que no le salva de la responsabilidad de cuanto hace y dice su criatura.

Hay una atmósfera cervantina en nuestro Premio Cervantes que cervantiniza la obra. En el juego de pa­labras Roa alcanza una excelencia a la que muy pocos literatos han accedido. Igualmente en la invención de vocablos.

Dice Mario Benedetti en “El recurso del supremo pa­triarca” —en alusión a las narrativas de Carpentier, Roa y García Márquez— que en nuestro novelista “hay un lenguaje sobrehumano en ciertas constancias del Supre­mo”. Y transcribe “particularmente este párrafo impe­cable”:

“Estar muerto y seguir de pie es mi fuerte, y aun­que para mí todo es viaje de regreso, voy siempre de adiós hacia delante, nunca volviendo ¿eh? ¡Eh! ¿Crecen los árboles hacia abajo? ¿Vuelan los pájaros hacia atrás? ¿Se moja la palabra pronunciada? ¿Pueden oír lo que no digo, ver claro en lo oscuro? Lo dicho, dicho está. Sisólo escucharan la mitad, entenderían el doble. Yo me siento un huevito acabado de poner”.

Junto al “lenguaje sobrehumano”, hay un trabajo sobrehumano. Roa cinceló, labró cada palabra para formar una frase y unirla a otra con una precisión que asombra, entusiasma y seduce.

La obra de Roa Bastos llega a los cuarenta años con su fama íntegra, sin fisuras, justificada por esta opinión de Mario Benedetti: “Aunque el juicio pueda parecer irreverente, estimo que, desde ´Pedro Páramo´, la exce­lente narrativa latinoamericana no producía una obra tan original, tan inexpugnable como “Yo, el supremo”.



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YO EL SUPREMO. Novela de AUGUSTO ROA BASTOS

Editorial EL LECTOR,

Cuarta Edición

Asunción - Paraguay, Noviembre de 1997





ENSAYO DE MIRTA ROA


EL PREMIO CERVANTES 25 AÑOS DESPUÉS


Un llamado telefónico desde Toulouse en 1989 rom­pió la calma familiar. Papá nos anunciaba que le había sido otorgado el Premio Cervantes, me hablaba de una lista de invitados, del Rey de España, de la Reina, de los palacios, todo era muy mágico, muy inesperado, pero a la vez sabíamos que era un premio muy merecido.

Es el galardón más importante para las letras cas­tellanas, me dijo. Grandes expectativas signaron todo el proceso, “hay un protocolo estricto que no se puede alterar”. Llegamos a Madrid desde distintos puntos, yo desde Caracas, tierra que había adoptado desde el se­gundo exilio que sufrimos, en el primero yo tenía me­nos de dos años.

En Venezuela estaban sus amigos, quienes habían emigrado por el acoso de la dictadura militar que aso­laba nuestra América en los años ’70: Daniel Divinsky, Tomás Eloy Martínez, Ángel Rama, Marta Traba, así como Soledad Mendoza, quien vivía y vive en Venezue­la, hermana de Plinio Mendoza. Corría el año 1978, allá fuimos Carlos, mi hermano, y yo, a buscar la liber­tad que faltaba en Argentina y sobraba en forma exube­rante en Venezuela…

Tierra querida que ya le profesaba a Roa un amor irrestricto. Había sido invitado a fundar la Biblioteca Ayacucho, exitosa e importante colección en compañía de importantes intelectuales, dirigidos por José Ramón Medina.

El volumen número 30 lo dedicaron a Barrett y El dolor paraguayo con prólogo de Roa Bastos. Era el año 77, en esa oportunidad lo acompañé y pude ver el cari­ño que le tenían. Se lo disputaban, lo invitaban a uni­versidades del interior, de la capital, prestigiosas institu­ciones se interesaban por su presencia.

Estuvo entre los finalistas del Premio Rómulo Ga­llegos, pero aún sin obtenerlo, lo recibían con todos los honores, ya era un escritor consagrado en Venezuela.

Hay que imaginar entonces el alborozo en ese país al enterarse que había sido reconocido con el premio Cervantes, o la “Copa Cervantes” como lo denominara una marchante de fruta cuando lo vio por la calle de Asunción.

En la universidad Simón Bolívar de Caracas hubo varias maestrías para estudiar su obra, yo asistí a la de Yo El Supremo a cargo de Ana Pizarro y Carlos Pacheco, excelente.

Ahora el encuentro iba a ser en España. El paraninfo de Alcalá de Henares rebosaba de gente, allí estaban los buenos amigos, gente de la cultura de todas partes, sus queridos hermanos, sus hijos venidos desde diversos lu­gares, encuentros deliciosos alrededor del dulce premio. Pudimos darle el abrazo cariñoso, además de asistir con él en mesas redondas, conferencias, charlas. No paraba de hablar con todo el mundo. Yo no sé si todas las edi­ciones del Premio Cervantes son tan efervescentes, pero el interés, la calidez que le dispensaron los estudiantes fue increíble. Salir de la Universidad y llegar al bordillo de la vereda demoraba cuando poco cuarenta y cinco minutos. Fueron jornadas muy fatigantes para él, pero a la vez muy reconfortantes.


UN HITO

Ese mismo año había caído el tiranosaurio, Para­guay comenzaba a respirar, el premio fue un refuerzo para esta naciente democracia. Su obra, su esfuerzo, había logrado el milagro, el mundo se volteaba a ver a Paraguay, empezaba a tener visibilidad, esa es la fuerza de una obra sólida, creativa, seria, creo que ese fue el mayor premio.

Fue una semana durante la cual fuimos todos los días a Alcalá de Henares, la ciudad de las cigüeñas y de las tardes rosadas, a encuentros, foros, conferencias. Siem­pre tenía algo más que decir, pronta la respuesta a todas las preguntas de los estudiantes, una verdadera fiesta.

La entrega formal del premio, consistente en el cua­dro de Alberti que Roa trajo de regalo al Cabildo, fue en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, donde dio su discurso, además del Ministro de Cultura y el propio Rey. Esa era la parte solemne del acto, luego vendría la fiesta en el Palacio.

Hay una anécdota simpática cuando antes de co­menzar el acto, yo me había sentado atrás, con unos in­vitados que conocía de Caracas, cuando un encargado del protocolo dijo que los hijos debían sentarse adelan­te, yo tomé la cosa como que eran los hijos pequeños, pero alguien me dijo: Tú también Mirta, eres la hija. Y el hombre al verme dijo: —Pues si no hay más que verle la cara, y me mandaron para adelante. Los genes... qué se le va a hacer.

La Moncloa estaba en reparaciones en esa fecha, por lo tanto la recepción que dieron los Reyes fue en el Pa­lacio del Pardo. Da igual, yo no conocía ninguno de los dos, allí estaba la crema y nata de la intelectualidad. Se notaba la deferencia que le dispensaron los Reyes, la Reina se veía encantada, con ternura miraba a la más pequeña de mis hermanitas, que sólo contaba con dos años, tanto así que la prensa sacó en portada esas imá­genes de la Reina Sofía con la niña.

En Madrid, en tanto, en la Biblioteca Nacional, una exposición maravillosa, bajo la responsabilidad de Mil­da Rivarola, daba cuenta de una trayectoria, de una vida dedicada a la única razón de sus desvelos, su obra situada, arraigada, asida al Paraguay. Fue una muestra memorable, al recorrerla salía uno con la sensación de haber recorrido gran parte de su vida, me impactó muy profundamente.

Para nuestro país fue un hito, verdadero peldaño que abrió las puertas al conocimiento del Paraguay, de su literatura, de su compleja situación de transición hacia la democracia que aún continúa. Su obra ya había reco­rrido gran parte del mundo, había sido traducida a más de veinte idiomas, pero el Premio Cervantes reforzó esa trascendencia y le dio visibilidad al Paraguay.


RECONOCIMIENTO INTERNACIONAL

Memorables fueron las jornadas que por la lucha contra la tiranía se produjeron en Madrid, era época triste de crueles dictaduras en América Latina, se habla­ba mucho en el mundo de Chile, Argentina, Uruguay, pero de Paraguay nadie hablaba. Era tan fuerte el encie­rro que se había producido en torno a nuestro país que parecía que estábamos librados a nuestra propia suerte. Roa Bastos se acercó a las organizaciones que hacían esfuerzos por acicatear esas dolorosas dictaduras y sola­mente preguntó: ¿Por qué Paraguay no?

Esa pequeña pregunta abrió las espitas, soltó las re­servas, el mundo se volteaba a ver a Paraguay, Derechos Humanos, y muchas otras instituciones miraron hacia ese pequeño territorio, del cual el infortunio se había enamorado, al decir de Roa.

Siempre con Paraguay en el corazón y como centro de su trabajo intelectual, usó el arma de su palabra con tal destreza, que fue temido por el Tiranosaurio, cual si fuera un certero puñal que se dirigiera a su corazón. Y pudo comprobar que

“La literatura es capaz de ganar batallas contra la ad­versidad sin más armas que la letra y el espíritu, sin más poder que la imaginación y el lenguaje. Y es esta batalla el más alto homenaje que me es dado ofrendar al pueblo y a la cultura de mi país que han sabido resistir con denodada obstinación, dentro de las murallas del miedo, del silencio, del olvido, del aislamiento total, las vicisitudes del infortu­nio y que, en su lucha por la libertad, han logrado vencer a las fuerzas inhumanas del despotismo que los oprimía.” (Del discurso pronunciado en Alcalá de Henares, al recibir el Premio Cervantes).


CONCLUSIONES

Es bueno reflexionar ahora dónde nos encontramos veinticinco años después, en literatura, en política, en arte, en la sociedad… Cuántas metas se cumplieron, cuántos sueños esperan todavía el toque de la realidad.

En esta aldea global, donde el aletear de una maripo­sa se puede sentir al otro lado del mundo, interactuamos con el concierto de naciones libres, y debemos alzarnos por sobre las penurias y los fracasos antiguos para cons­truir el nuevo Paraguay, esperanzado, real, moderno, solidario, con justicia democrática. Inclusivo.1

La Fundación Augusto Roa Bastos tiene como mi­sión mantener viva la llama que dejó encendida nuestro autor, ícono de la literatura, del pensamiento libre, de la lucha por la educación, por la lectura, por el conoci­miento, por la justicia social y por la defensa y cuidado de nuestro hábitat para compartirlo con los pueblos ori­ginarios y los jóvenes, todas preocupaciones constantes de Roa Bastos.

1El Premio Cervantes fue anunciado en octubre del año 1989 y entregado el 23 de abril de 1990.






2006. Fidel Fernández -  Mensú. Óleo sobre lienzo. 135 cm X 170 cm.




ENSAYO DE CRÍTICA LITERARIA DE JOSÉ VICENTE PEIRÓ BARCO


LA NOVELÍSTICA DE ÓSCAR PINEDA: LA INVENCIÓN Y LA REALIDAD


He de reconocer que no conocía a Óscar Pineda hasta mi último viaje a Asunción. Sin embargo, su compañía fue inolvidable. Durante casi todos los días de mi estan­cia tuvimos la oportunidad de compartir momentos y experiencias, e incluso pude presentar uno de sus libros, el Almanaque Paraguayo de 2013, trabajo ingente e im­pagable que nos permite a todos consultar datos con fa­cilidad y disponer de ellos a mano, lo cual era bastante complicado cuando hace dieciocho años los necesitaba para mi tesis doctoral. Lo siento: personalmente, ha sido una persona con la que he congeniado, razón por la que me resulta complicado realizar este análisis de sus obras con la imparcialidad y la objetividad, siempre discutible objetividad, que se debe exigir a todo crítico de cualquier disciplina. Pero lo intentaremos.

Óscar Pineda ha publicado dos libros de cuentos, Ocurrentes, recurrentes y ocurridos (2007) y Camille y otros cuentos (2009), y una novela, Los paraguayos. La estirpe de los Soriano (2009). También ha editado, entre otras obras, una Cronología básica de la historia para­guaya, además de los almanaques anuales que reúnen los datos sustanciales de la vida paraguaya. Es un aman­ de la historia pero más aún de la literatura. Pero sobre todo de la historia militar y la polemología, el estudio científico de la guerra como fenómeno social. Ese cono­cimiento de las ciencias y artes armadas se refleja en sus obras y constituye un eje sustancial de los argumentos de sus relatos. Sin duda, la mención de honor obtenida por “Camille” en el concurso de cuentos del Club Cen­tenario fue bien merecida y supuso un empuje para la carrera posterior del autor.

Ocurrentes, recurrentes y ocurridos está compues­to de quince cuentos. Son relatos cuyos argumentos deambulan entre la historia paraguaya, generalmen­te recreada, la ciencia-ficción, y la fantasía irracional, en cierta medida kafkiana aunque con un sentido del humor muy sugerente. Ejemplo del tratamiento de la historia en Óscar Pineda son dos cuentos: “Noche de mayo gentil” y “Oficial y maestro”. El primero es una crónica de la independencia paraguaya, con sus héroes como personajes –Yegros, Pedro Juan Caballero, Itur­be y Cabañas– sobre quienes predomina la figura de Gaspar Rodríguez de Francia, en quien confían para que sea, como doctor que es, el prócer que redacte las primeras leyes fundamentales del país, por lo que se le considera necesario, aunque prescindible en el futuro. Sin embargo, no sospechan ni atienden la premonición de Indalecio, un indigente borracho que anuncia el fu­turo: cómo irá eliminando a sus compañeros de la inde­pendencia apoyándose en los cuadros militares interme­dios hasta acabar erigiéndose en mandatario absoluto y absolutista. Cuando Caballero desprecia a Inocencio, Francia empieza a planificar con sus confidencias a su secretario Patiño. La acción finaliza con la entrada en la Bahía, donde yacerá el cuerpo ahogado de Indalecio; esa entrada previa a la independencia de mayo de 1811. Y un detalle intertextual al comienzo: el famoso pas­quín odiado por el dictador que desencadena la acción de Yo, el Supremo de Augusto Roa Bastos.

Como se observa, Pineda mezcla los personajes his­tóricos con los ficticios para dar una dimensión litera­ria plena a sus relatos. Predomina la literatura sobre el dato histórico, en una reficcionalización medida del acontecimiento para penetrar allá donde los manuales de la disciplina no pueden llegar. Se trata de recrear la historia, de convertirla en un proceso de reflexión so­bre el pasado y el presente, en este caso de Paraguay, y las mentalidades, circunstancias y motivaciones de sus actos. Pero tampoco intenta Pineda transmitirnos más ideas que las del propio proceso histórico: no inventa para demostrar, sino para ilustrar.

El segundo cuento, “Oficial y maestro”, es otro ejem­plo de esta sumisión de la historia a la literatura: de su uso como argumento de ficción. Reúne un testimonio en primera persona de un oficial de la guerra de la Tri­ple Alianza, el subteniente Adolfo Paredes, verdadero héroe de la contienda en la campaña del sur del país, en Humaitá, que acaba acusado de traición por cobar­día por el mariscal López, por lo cual es fusilado. Sin embargo, resulta ser hijo ilegítimo del mariscal, fruto de sus devaneos hacia Marcela Paredes. Es el paso pre­vio a los famosos procesos de San Fernando, donde el mariscal reprimió a quienes creía que conspiraban con­tra él. El relato es el testimonio en primera persona de Paredes hasta su desenlace, narrando todas sus acciones durante la guerra, subrayando el carácter valeroso y he­roico del ejército paraguayo. Todo ello aderezado con una perfecta profusión de detalles tanto técnicos como estratégicos. Pero el historiador se encontrará con un problema: el protagonista es de ficción. Ello produce la invalidación del discurso histórico y la generación de una respuesta literaria para escrutar la realidad ocurrida por medio de la penetración psicológica en el testimo­nio. Al final, ironías de la historia, el sable del fusilado queda expuesto en el Museo Militar de Asunción… sí, en la avenida del Mariscal López. El recuerdo de la Tri­ ple Alianza es también el motivo principal de otro rela­to, “Juan Vicente”. En el cuento “Amaniyá” la historia paraguaya se ubica en la época colonial, en el momento en que Juan de Ayolas irrumpe en el Paraguay hasta lle­gar a Candelaria (quizá el relato sea un antecedente de la novela Los paraguayos. La estirpe de los Soriano). Ahí aparece el imprevisto: el mito. El ser racional no puede contra la creencia arraigada, con la anciana que da títu­lo a la obra encargada de su custodia. Tampoco elude Pineda las incursiones en el pasado o el mito de terri­torios lejanos a Paraguay, como el de la Grecia clásica en “Pisístrato el risueño”, o el asesinato de Julio César en “Los idus de marzo”. Su país no es el único para el que aplica su uso de la invención como redefinición de episodios concretos de la Historia.

La fantasía, asociada al mito, es un elemento sustan­cial en el relato de Pineda. En ocasiones como elemen­to enigmático irrumpiendo en una plácida existencia, y en otras como simple ficcionalización, para lo cual recurre incluso al subgénero de la ciencia-ficción. El re­lato “Capo Mafia” es un ejemplo del primer modelo. Ese mafioso, Cannavaro, que se levanta de la cama con arias de ópera, y que vive plácidamente instalado en la riqueza y la complacencia de sus deseos, de repente ve molestada su seguridad cuando recibe un mensaje en su teléfono celular en el que se le anuncia su muerte. El desenlace puede ser previsible: adivinamos lo que va a ocurrir. Sin embargo, no adivinamos quién será el su­jeto desencadenante y cómo será el resultado, porque el autor nos sorprende con un personaje o un detalle nuevo que da distinción a lo previsible hasta convertirlo en original. Es su técnica personal y la maneja con una diligencia redonda: el personaje o el detalle aparece en el momento preciso en que el lector ya ha confiado en su conocimiento del desenlace.

De gran belleza es el cuento “Hechizo de Piano”. Lle­no de fantasía y de ternura. Pero en otras ocasiones, la prosa de Pineda recurre al feísmo, a la imagen hasta violenta y expresiva en grado extremo. De ahí que nos ofrezca un relato policíaco incluso, “Jam”, con un agen­te secreto realmente hábil y muy inteligente. En otras ocasiones, Pineda se vuelve surrealista y hasta cortaza­riano, pero introduciendo el humor escenificado. En realidad, es una mirada irónica sobre la realidad y sobre el drama. Es el caso de lo ocurrido en “Mosquiteada”. La prosopopeya de la disputa de los mosquitos acaba en tragedia por la aparición repentina de un personaje humano. Será ese elemento el que rompa el duelo entre los insectos enamorados de la misma hembra, Marmi­ta. Aparentemente kafkiano, el relato posee una fuerza ejemplar hasta hacer simpática la tragedia. También ocurre en “Rara tarde”, con un discurso aún más su­rrealista por ser el sueño su verdadero protagonista. Un ingenioso cuento con una sorprendente última frase es “Elucubraciones”.

El autor domina la ciencia-ficción. La vertiente de anticipación. Es lo que observamos en “Guerra”. Con un perfecto carácter descriptivo de batallas, armas y es­trategias, lo que aparenta ser un combate de Star Wars se torna en una perfecta explicación de los motivos de las guerras: elemento de distracción, solución al desem­pleo, elevación de la autoestima nacional, negocios de armamento, etc. No pretendemos desvelar el personaje que justifica esta reflexión dominada por el autor, para no adelantar nada al lector, pero resulta sorprendente la perfecta descripción y las ideas expuestas sobre las cau­sas de los conflictos armados. De otro modo, el motivo del viaje en el tiempo y su posible distorsión con sus consecuencias es el tema de “Némesis”.

El segundo libro de ficción de Pineda, Camille y otros cuentos abunda en las mismas estrategias, técni­cas y temas que los de la anterior obra. Sorprende el que, al contrario de lo habitual en las obras de cuentos, el que da título al libro es el que lo cierra. “Camille”, con su parecido formal a “Oficial y maestro”, recrea la vida de este general de Napoleón, Camille Leclerc, quien relata sus peripecias de acompañante en toda su trayectoria del personaje histórico. La realidad es que Camille Lecrerc está recreado para dibujar en pocas páginas la historia del ascenso y caída del emperador. Mientras, su nieto juega con soldaditos de plomo, si­guiendo la carrera de su abuelo, padre y tíos. Es un re­lato humano ante todo, aunque también exista su ápice de conocimiento histórico y militar, para justificar la crueldad de la guerra y las consecuencias de la megalo­manía. Napoleón recuerda a ese Francia y a ese mariscal López de los relatos del primer libro de Pineda. ¿Pero Camille existió o es una invención? Que lo averigüe el lector sin complejos. Cualquier respuesta podría estar justificada.

La historia paraguaya también es protagonista de al­gunos relatos. Pero la intrahistoria, la de personajes de carne y hueso que serán creaciones del autor, y serán víctimas de las decisiones de quienes sus nombres se en­cuentran en las letras grandes de la Historia. Es el caso de “Toma’í y Jose’í”, los dos niños cuya máxima preten­sión es jugar pero acaban luchando heroicamente en la batalla de Acosta Ñu, donde los niños paraguayos lleva­ban barbas postizas para parecer soldados adultos frente a las tropas de la Triple Alianza. Pero al final, lo fantás­tico se encuentra presente: han muerto pero quedan dos árboles en el lugar donde desaparecieron. “Elvira” cons­truye al terror de una muchacha al dictador Francia: su imagen queda frente a ella como la de un monstruo que puede engullírsela en cualquier instante. Es el suspense, los compases de espera de Elvira, el elemento sustancial de un relato que de histórico presenta sobre todo el es­cenario y el personaje del dictador cuando aparece en la procesión. De la misma forma, “Accidente de trabajo” es una recreación de un intento de asesinato a un pre­sidente, encargado a un profesional por un hombre del régimen caído en desgracia, González, cuando lo va a recibir el máximo mandatario; en realidad, la recepción es su condena. Pero el infortunio vuelve a aparecer y lo previsto no sucede: la muerte violenta no es la esperada. Ese tema del presidente sátrapa ocupa “Violeta”, reto­mando la leyenda de la supuesta elección de jovencitas atribuida al dictador Stroessner. Violeta, feliz con su muñeca y su hermana, es la elegida, para desesperación de sus padres y sorpresa suya. Se acumula en el relato una tensión lúcida entre la inocencia de Violeta, incapaz de entender lo que va a ocurrir, y el temor de sus padres. El desenlace es el esperado, pero no el desarrollo de las emociones de los personajes.

El mayor cuestionamiento de la historia y la dela­ción de su incapacidad para asumir todos los aconteci­mientos realmente sucedidos en el tiempo se avista en “La batalla que nunca ocurrió”. Los pueblos añejos de Ananki y Varosno viven en paz pero comienzan a tener disputas por un pedazo de territorio. Estamos ante el Pineda polemológico que examina las consecuencias de la guerra, puesto que ambos pueblos, antaño en paz, acaban librando una violenta batalla en el Valle de la Luna. Sin embargo, esta guerra no existió para la his­toria, hasta que la cuenta el alma en pena quien fuera escribiente real.

Esa guerra cruel es el tema de “Murió en su ley”, donde el francotirador es el protagonista de nombre en clave al que el infortunio lo espera en la última esquina. Un caso parecido al del sicario de “Asesino”, quien es citado para un “trabajo” en el camposanto, sin esperar que está contratado para ser el asesinado por quienes han sido sus víctimas.

Realismo fantástico es el que se aprecia en “Después de la farra, la butifarra”. Entre lo cómico, sobre todo por el estado de resaca del protagonista después de una noche de jarana, y lo violento, se sitúa un cuento con un desenlace abierto aunque fácilmente reconocible.

Ese atraco, ¿será real? Pero sí es cierto que cambia la percepción del protagonista ante la siguiente visita de quien no es el máximo accionista de la empresa donde trabaja. El fantástico llega al horror en “Una noche de lluvia y apagón”, uno de los cuentos más breves del au­tor, con una gradación del pavor perfectamente medida con el discurso en primera persona.

La ciencia-ficción también está presente en “Círculo vicioso”, pero como elemento de atención sobre las con­secuencias de la explosión termonuclear. Traspasa tres escenarios, el del período Jurásico, el 2034 y un con­flicto de origen incierto con China y Estados Unidos como principales potencias militares mundiales, y el de las cucarachas supervivientes –dicen que es el único animal que sobreviviría a un conflicto nuclear– que cin­cuenta años después acaban de la misma manera que los habitantes del pasado. La historia se repite, como dice el refrán, y es de lo que nos pretende aleccionar Pineda: no se debe eliminar el pasado de nuestra memoria.

La novela Los paraguayos. La estirpe de los Soria­no (2009) reúne los esquemas de Pineda en todos sus relatos históricos: la simbiosis entre personajes y situa­ciones de ficción e históricos. El autor en esta novela ha reconstruido los años de la creación del Paraguay desde la existencia de las distintas etnias indígenas hasta la llegada de los españoles, la fundación de Asunción y su conquista completa del territorio. Una novela recons­tructora de la historia visible y de la historia invisible: de aquella que figura en los manuales y de aquella que no figura en los manuales. Un trabajo ingente bien desarrollado de forma lineal con la pretensión de ra­diografiar los orígenes nacionales, pero sin salir de la pretensión de objetividad.

Pineda, como en sus cuentos históricos, se inventa una estirpe, los Soriano, con un claro protagonista, Juan Francisco, hijo mediano de nobles vascos. Los cin­co primeros capítulos ofrecen una recreación de sucesos entre los paranáes, una de las ramas de los guaraníes, fi­nalizando con el enfrentamiento entre dos bandos, el de Asú y el de Avañaré. El autor no nos muestra un idílico mundo, una utopía precisamente: los indígenas tenían sus conflictos violentos y sus métodos que contrastan con esa imagen del “buen salvaje” que nos brindara el paternalismo criollo desde antaño. Estos cinco capítu­los ofrecen una estructura profunda: el mundo subya­cente era el mismo entre los conquistadores que entre los conquistados: un mundo repleto de ansia de poder y de defensa de lo que cada uno consideraba como pro­pio, en el sentido material e inmaterial. De ahí que la visión de la obra sea la propia de un historiador impar­cial, al menos en intención, aun sabiendo que ello suele ser imposible.

A partir del sexto capítulo, la acción se sitúa en Espa­ña. El autor indaga en el origen de los Soriano, desde la época de la resistencia de Numancia contra los romanos. Fernando, el inclusero, se casa con Amparo del Castro, mujer de abolengo. Tienen cinco hijos, dos varones y tres hembras, cuyos destinos serán la continuidad de los negocios familiares para el mayor, el convento, el ma­trimonio bien encauzado y, en el caso de Juan Francis­co, la carrera militar. Este emprende ese camino, con un Pineda que borda la iniciación de su protagonista, participa en la lucha contra los Comuneros de Castilla y acaba embarcando hacia América con la expedición de Mendoza, donde irán también su primo, Domingo Martínez de Irala, Ayolas y Juan de Salazar, entre otros, todos ellos personajes históricos, mezclados con otros de ficción. Las conspiraciones que vimos en el mundo indígena se reproducen en mayor grado entre los con­quistadores. Así, Pineda reúne en su libro la historia real pero incrustando la evolución de ese personaje ficticio, Juan Francisco, que bien pudiera haber existido. A partir de ese momento, se unen lo conocido, la fundación de Asunción, la expedición de Ayolas, la traición de Irala, la fuerte presencia de los espías y delatores, la enfermedad de Mendoza, con la vida común y cotidiana de la mayor parte. Entre ellos habrán personajes secundarios de re­lieve como los lansquenetes, entre los que se encuentra el malparado Ulrico Schmidl, real, con otros como el Rojo, un combatiente feroz, o españoles como Guzmán el Malo, trascendental para el desarrollo de la acción y símbolo del mercenario vendido al mejor postor.

Entre estas situaciones, se suceden los avatares de So­riano y su vida privada: su matrimonio con Margarita, su sacrificio en pos de unos objetivos imperiales, su pa­ternidad, incluyendo esa bastardía de Agustín, fruto de la relación con Julieta Sotomayor, entre las aventuras de colonización del Paraguay y el fracaso para llegar cuan­to antes al Alto Perú y descubrir una nueva ruta hacia las riquezas y la gloria. Y es que en el fondo, estamos ante una novela de la acomodación a las circunstancias: la frustración existe, pero los personajes la vencen adap­tándose al medio y a la realidad.

Pero el camino hacia el futuro Paraguay no será fácil: enfrente estará Asú y su defensa de los indígenas frente a lo que considera domesticación y esclavitud de los su­yos. Los capítulos más brillantes de la novela discurri­rán en sus luchas, hasta el punto de que los objetivos de ambos contendientes se convertirán en obsesivos. Las batallas, narradas con una crudeza detallista, sin perder un ápice en aspectos como el realismo de la violencia en las luchas, derivarán hacia la creación del Paraguay como territorio y sentimiento de diferencia frente a los territorios vecinos. Por ello, la novela, además de recrear (más bien, “refundar”), la crónica de la colonización y las intestinas luchas de poder, trabaja el campo socioló­gico con puntillismo y fiel reproducción cinematográfi­ca de los sucesos.

La prosa podría haber caído en la ampulosidad his­tórica, en el exceso de datos, dado el alto grado de co­nocimiento del autor. Sin embargo, sobresale siempre el carácter novelesco por encima del episodio, sin perder por ello el rigor histórico. Las costumbres, los mitos, la forma de vestir, el detalle armamentístico, la geografía, la antropología, la etnología, la polemología, el pensa­miento, en suma, están cuidados al máximo, ya que la intención es culminar una reconstrucción de una época donde se produjo el choque de razas y costumbres. Pero cuando se puede caer en el efecto acumulativo para desdicha del lector, aparece una situación o el mismo Juan Francisco para dar un giro hacia lo puramente narrativo. Ausentes de maniqueísmo, a pesar de todo, los personajes están humanizados, aunque pudieran ro­dearse de la gloria otorgada por la victoria militar. Sin embargo, Pineda huye de la identificación del lector. Juan Francisco Soriano es una creación simpática para el lector. Pero no por ser un héroe, sino porque precisa­mente es un hombre de carne y hueso. Y con sus contra­dicciones: después de llevar años escandalizándose del “libertinaje” sexual de sus compatriotas y las indígenas, de la poligamia, defendiendo la monogamia de raíz ca­tólica, se descubre que tiene un hijo natural, fuera de su matrimonio, del que renegará más adelante por querer casarse con Panambí, hija del cacique Asú, su enemigo.

Así, estamos ante una obra atractiva, perfecta re­construcción del pasado y de la formación del Para­guay, sujeta al rigor histórico, aunque el tratamiento de los personajes sea plenamente libre. Es un fresco de la mentalidad de unos hombres que forjaron el primigenio Paraguay. Pineda nos descubre un mundo, se atreve a enfrentar dos mundos para cimentar la teoría de que el país nace con el mestizaje y mirar hacia la compren­sión del carácter nacional común. El resto, las escenas, van más allá del cuadro histórico: ofrecen la esencia del ser humano dentro de la teoría de que la historia se ha forjado a partir de las luchas y contiendas bélicas entre distintos pueblos… y entre un mismo pueblo (revolu­ción de los Comuneros, luchas de Irala o peleas entre los paranáes).

No estamos por tanto ante una novela cualquiera, sino ante la más perfecta narración histórica sobre la conquista y formación de la región del Paraguay. Por ello, su grata lectura nos permitirá reflexionar sobre el ser humano y sus motivaciones, a partir de las mentali­dades expresadas en los personajes. Y, sobre todo, sobre la formación del carácter paraguayo. Sin duda, es una de las mejores novelas de los últimos años publicadas en el país y todo un proceso de maduración de un mundo, el de los Soriano, que bien simboliza la lucha por la vida.

Quizá Paraguay debería plantearse una versión cine­matográfica de esta historia.



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CAMILLE Y OTROS CUENTOS. Cuentos de OSCAR PINEDA

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