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Nicodemus Fermin Espinosa (NICO)
  EL PAÍS DE LA SOPA DURA de HELIO VERA - Ilustración NICODEMUS ESPINOSA - Año 2010


EL PAÍS DE LA SOPA DURA de HELIO VERA - Ilustración NICODEMUS ESPINOSA - Año 2010

EL PAÍS DE LA SOPA DURA

TRATADO DE PARAGUAYOLOGÍA II


Autor: HELIO VERA

 

© Herederos de HELIO VERA

Editorial SERVILIBRO

25 de Mayo Esq. México

Telefax: (595-21) 444 770

E-mail: servilibro@gmail.com

www.servilibro.com.py

Plaza Uruguaya

Asunción - Paraguay

Dirección editorial : VIDALIA SÁNCHEZ

Tapa : NICODEMUS ESPINOSA

Diseño gráfico : MIRTA ROA MASCHERONI

Corrección: BEATRIZ POMPA

 Cuidado de la edición: ALFREDO BOCCIA PAZ

1ª edición, marzo 2010, Servilibro SRL

2ª edición, mayo 2010, Servilibro SRL

Hecho el depósito que marca la ley N° 1328/98


 
La editorial Servilibro presentará el ensayo de Helio Vera titulado “El país de la sopa dura. Tratado de paraguayología II”, que es nada menos que la continuación de su célebre “En busca del hueso pedido”, el libro paraguayo más vendido en nuestro país.
El acto de presentación se llevará a cabo el jueves 25 de marzo, fecha del segundo aniversario del fallecimiento de Helio, y tendrá lugar en la sala Leopoldo Marechal de la Embajada Argentina (España y Perú), a las 19.30 horas. La presentación estará a cargo de Pepa Kostianovsky.
 
Helio Vera tenía preparado este libro para su lanzamiento cuando le sorprendió el mal que finalmente acabó con él. El texto está absolutamente terminado. Sin lugar a dudas, “El país de la sopa dura” se convertirá en todo un acontecimiento literario atendiendo la gran capacidad del autor para analizar la idiosincrasia del paraguayo desde una visión que apela al humor pero que tiene una singular profundidad.
El diseño de la tapa es de Nicodemus Espinosa, quien había hecho la portada de la primera edición de “En busca del hueso perdido”.
 
 
(caricatura de Helio,
realizada por Nico Espinosa hace algunos años)
 
 
 
Helio y los mitos nacionales
 
El prólogo de esta obra de edición póstuma de Helio Vera está a cargo de Osvaldo González Real, quien anuncia que en el libro, el gran escritor se despacha contra las supersticiones políticas y las supercherías relacionadas con el “Homo Paraguayensis” y sus allegados.
La temática del autor es recurrente: los mitos de la “identidad nacional”, la problemática de la educación secundaria y universitaria, la administración de la justicia, la antropología indígena y otros temas que tienen que ver con el “País de la sopa dura”, es decir, el Paraguay eterno, señala González Real.
Por otra parte, González Real señala en su análisis de “El país de la sopa dura” que la visión aparentemente pesimista de Helio Vera no debe ser tomada muy en serio. El mismo se considera un optimista “sui-generis”, ya que no dedicaría un minuto de su tiempo –si fuera lo contrario– a denostar y denunciar las lacras que aquejan a nuestra sociedad.
Helio Vera trabajó mucho en este texto, que le llevó varios años completar. Él sabía que debía dar continuidad a “En busca del hueso perdido” no por una simple cuestión comercial (sin duda será otro best seller) sino por su propia necesidad de completar un círculo que él mismo había abierto magistralmente con su tratado de paraguayología, que es prácticamente un género de creación suya aunque anteriormente Saro Vera ya se haya ocupado del tema, pero sin las aristas particulares del genio de Helio Vera.
Servilibro invita a todos los amigos y compañeros de Helio a disfrutar de este encuentro como se disfrutaba siempre de los lanzamientos de sus libros estando él en vida.
 
 
 
 

PRÓLOGO

En este libro póstumo, Helio Vera -el inefable- vuelve a delei­tarnos con su agudo sentido del humor vitriólico que le caracteriza y haciendo un gran alarde de erudición (en lo folklórico y en lo univer­sal) se despacha contra las supersticiones políticas y las supercherías relacionadas como el "Homo Paraguayensis" y sus allegados.

La temática del autor es recurrente: los mitos de la "identidad nacional", la problemática de la educación secundaria y universita­ria, la administración de la justicia, la antropología indígena y otros temas que tienen que ver con el "País de la sopa dura", es decir, el Paraguay eterno.

La visión aparentemente pesimista de Helio Vera no debe ser tomada muy en serio. El mismo se considera un optimista "sui­generis", ya que no dedicaría un minuto de su tiempo -si fuera lo contrario- a denostar y denunciar las lacras que aquejan a nuestra sociedad. En esta obra -digna de la paraguayología más acendrada­-aparecen opiniones valientes y audaces que quizá no se hubieran publicado sino póstumamente. Tal es la ironía y el sarcasmo con la que han sido pergeñadas. Su apreciación de este "País en joda" tiene visos de anatema y de revisionismo radical de nuestra irredimible historia. Su ensayo magistral sobre los "Condicionantes culturales de la pobreza en el Paraguay" apela a la antropología cultural, la sociología, la historia y los mitos nacionales. En su análisis de las tres instituciones que marcan nuestra idiosincrasia: la amistad, el parentesco y el compadrazgo, se encuentra -según Helio- el secreto de todas nuestras miserias político-sociales. La apelación a las utopías como la de la "Tierra-sin-Mal" de los guaraníes, está en el origen de nuestra visión distópica de la cultura.

En su artículo "Los siete pecados capitales de la transición" se desvelan las razones que nos han llevado a tener la transición más larga de nuestra historia política y se señalan sus fallos radicales. Nuestro "ethos", nuestra estructura mental, que se remonta al Neo­lítico, sigue haciendo de las suyas. No podemos abrazar la moderni­dad y sus desafíos. Somos arrastrados como "furgón de cola" en un mundo que se ha globalizado y vive de lleno en la Posmodernidad. Nuestra sociedad es todavía feudal, patrimonialista y atávica: siguen rigiendo los modelos del "caudillo", el "arrimado" y el "paniagua­do", frutos de la corrupción y la impunidad que reinan en nuestro medio.

La cultura partidaria del "Estado como botín" y el liderazgo basado en el desprecio o las normativas legales han llevado a los políticos a besar su poder en el reparto de canonjías y privilegios a sus seguidores. Se trata -nos dice el autor- de lo que el escritor mexicano Octavio Paz ha descrito magistralmente en su obra "El ogro filantrópico", que describe el clientelismo político de los países latinoamericanos, herederos del "sultanismo" arábigo-español.

Helio, ataca -sin piedad- la estructura de la justicia paraguaya. En su notable ensayo: "La justicia tarda pero no llega", desmonta la maquinaria perversa de la corrupción en todos los estratos del poder judicial, tan bien conocido por él -como abogado-.

En su artículo "Esto no es un quilombo", se refiere al Paraguay como un estado que sufre de la extraña enfermedad llamada "ano­mía", que mina la savia de la sociedad nacional. Pero, no nos enga­ñemos, el escritor apela constantemente al sentido del humor como arma infalible para la crítica del "statu-quo" y la situación caótica en la que estamos sumergidos (aparentemente, desde la Colonia) y que nos llevaría a ser el país más atrasado de esta parte del Continente. Se pregunta, en un momento determinado, ¿cuándo comenzó a joderse el Paraguay? Su respuesta es digna de un discípulo de Switt el utopista inglés.

En estos ensayos enjundiosos y satíricos, encontrará el lector avisado un conjunto de ideas progresistas (no necesariamente utó­picas) sobre nuestra realidad nacional y los remedios que se podrían implementar para que el Paraguay salga del atraso endémico en que se halla postrado desde hace tiempo.

OSVALDO GONZÁLEZ REAL

Asunción, marzo 2010


 

 

EL HOMO PARAGUAYENSIS

 

 

 I

 

He aquí al taciturno e inescrutable homo paraguayensis, va­riedad insular del homo sapiens. Presentémoslo. No se trata de una raza, si por raza entendemos un módico catálogo de rasgos físicos externos, aunque predomina en su población el tipo mestizo, de in­sistentes rasgos asiáticos, no pocas veces confirmado por una man­cha violácea que el nacimiento estampa, durante pocos días, en la nalga de los niños. Hablemos mejor de una cultura, ese resultado de la "acomodación del hombre a una coyuntura histórica y al enfrenta­miento con la solución de los problemas técnico-económicos y téc­nico ecológicos", de que habla el antropólogo norteamericano Mar­vin Harris.

¿De qué clase de cultura hablamos? De una cultura mestiza, una cuenca donde confluyen una fuente indígena y una hispánica, suponiendo que se pueda hablar de esta última en una época en que España estaba siendo unificada mediante el uso generoso del garrote vil y de las pedagógicas hogueras de la Inquisición.

De su pasado indígena conserva la lengua, hablada por la ma­yoría de la población, incluso por los inmigrantes europeos, levanti­nos y orientales que llegaron en oleadas sucesivas. Es el único pue­blo mestizo de América Latina que conserva, como lengua propia, la que hablaban sus antepasados indígenas. En otros países de la región se mantienen vivas las lenguas nativas, pero solo dentro del perí­metro de los pueblos que las hablaban originalmente. En cuanto al español, este posee peculiaridades en las que es fácil hallar vestigios del que hablaban en el Renacimiento los rudos soldados y marineros de la armada de Pedro Mendoza que llegaron hasta lo que hoy es el Paraguay.

No es la lengua lo único que conserva la cultura paraguaya. También fue vaciada en ella una serie de hábitos, conocimientos y mitos, e incluso creencias, a veces disimuladas bajo una capa de santurronería. De los españoles adoptó la religión católica, poblada de santos que ofician de "abogados" a quienes uno debe pedir ayuda cuando se ve en apuros, incluso cuando es perseguido por la Policía. Acogió también el derecho, invento romano hundido bajo el peso de las formalidades que seducen a los rábulas y estrangulan la justicia. De allí también vino la regla de oro del orden jurídico imperial: "se acata pero no se cumple", que mantiene su intacta vigencia.

 

II

 

El Paraguay, aunque pomposamente fue definido alguna vez como "la Provincia Gigante de las Indias", no era otra cosa que el territorio sobre el cual el fuerte de Asunción ejercía una influencia real; es decir, un radio poco más de 50 kilómetros, al Sur y al Este, y algo menos hacia el Norte, hasta allí se podía encontrar la mayoría de los pueblos mestizos.

La población mestiza tuvo que vivir en un territorio encerrado entre pantanos traicioneros, desiertos polvorientos y bosques inter­minables que sólo se detenían ante las playas marinas. "Turquesa fluvial, rosa enterrada", escribe Pablo Neruda en su "Canto Gene­ral", para proponer, en una estupenda metáfora, lo que era el Para­guay. Ignorado por el resto del mundo, hasta bien entrado el siglo XIX era conocido como " la China sudamericana", expresión que pretendía definir su distancia del resto del mundo.

El país ha sido definido a veces como una "isla rodeada de tie­rra" o "la isla sin mar", como prefería Roa Bastos. Hay razones para ello. El aislamiento marcó a fuego su destino como nación y el ca­rácter de sus habitantes, mestizos, frutos del contacto entre europeos y karijós, una etnia del tronco lingüístico tupí-guaraní.

Para explicarlo, nada mejor que un poco de historia. Los sol­dados y marineros de la armada de Pedro de Mendoza que llegaron aquí en el siglo XVI nunca pensaron quedarse en el actual emplaza­miento de Asunción. Vieron en este lugar solo una posta en el viaje al Alto Perú, que pensaban despojar de sus riquezas. Siguieron las huellas del primer europeo en llegar a esa región: el portugués Alejo García, quien organizó una expedición de saqueo al frente de un ejército indígena.

Los europeos quedaron, pues, en Asunción, abandonados a su suerte, donde tuvieron que dedicarse a ver crecer a sus hijos mesti­zos. Cuando en la metrópoli quedó bien claro dónde estaban el oro y la plata americanos, ya nadie vino al Paraguay hasta el siglo XIX; salvo algún que otro burócrata de menor importancia, enviado por la Corona, o los pocos misioneros que se sintieron llamados a evan­gelizar aborígenes.

Pero vamos, hablábamos del aislamiento geográfico. Al Nores­te comenzaba el desierto chaqueño, un enigma geográfico y cultural que se prolongó como tal hasta la guerra contra Bolivia. Al Suroeste, los esteros del Ñeembucú trazaban una franja letal que pocos osados se atrevían a cruzar, o el territorio de la Compañía de Jesús, que estaba vedado a los paraguayos. Al Este, más allá de los últimos po­blados, comenzaba un monte cerrado que llegaba hasta el Atlántico.

 

III

 

El aislamiento también fue económico. Alejado de las grandes vías del comercio mundial, vacías sus entrañas de metales preciosos, carente de recursos naturales apetecidos por el mercado mundial, de esos cuya posesión ha sido la causa de guerras sangrientas, el Paraguay permaneció desapercibido en su rincón. No había la plata de Potosí, el oro del Perú ni las esmeraldas de Colombia; ni el caucho brasileño ni la cochinilla mexicana, ni el estaño chileno ni el trigo argentino. No hubo pues, una base material que permitiese la acu­mulación suficiente sobre la cual crecen las elites, en activo inter­cambio de bienes y cultura con los demás pueblos del mundo.

La pobreza, pues, fue un signo omnipresente durante los siglos de dominación colonial. La cultura fue una de las víctimas más vi­sibles: cuando fue fundada la Universidad Nacional de Asunción, a fines del siglo XIX, la de Córdoba, la de Lima y otras de América ya tenían siglos de existencia. Las corrientes intelectuales llegaron siempre con treinta años de atraso. Se hizo poesía modernista cuan­do el modernismo había pasado al olvido. La pintura moderna llegó en la década de 1950, mucho tiempo después de que dejase de ser una novedad en el resto del mundo.

La producción agropecuaria, orientada hacia un reducido mer­cado interno, concentró la población en las regiones rurales. Y este hecho geográfico y económico también marca la manera de ver el mundo y de organizar la relación con los demás, la cual suele exigir el agrupamiento en clanes, donde la familia nuclear se amplía con una serie de anillos concéntricos de cuñados, compadres y arrima­dos. Así se explica el fuerte gregarismo del paraguayo, que proyecta su influencia a todos los escenarios de la vida nacional. Por algo un antropólogo inglés decía que en el Paraguay sólo funcionan tres instituciones: el parentesco, la amistad y el compadrazgo. Y note­mos que el compadrazgo no es sino una manera de robustecer los lazos familiares y de amistad. Sobre el grupo y la confianza que se establece entre sus miembros se sostiene todo el edificio institucio­nal. Por eso, todo el sistema normativo no es sino un conjunto de abstracciones pintorescas que no conmueven a nadie. Quien tiene el mando no está obligado a cumplir la ley ni a hacerla cumplir. Él es la ley. Por eso, cuando se explica que alguien tiene el mando en una organización o en un lugar se dice: "Fulano es el estatuto".

El ejercicio del poder supone, pues, la más completa discrecio­nalidad para quienes forman parte de los anillos cercanos al núcleo.

La ley es una regla que solo se aplica a los extranjeros, los distraídos y los enemigos. Una abstracción. Para quienes se encuentran en el núcleo y sus anillos cercanos, rige la más completa discrecionalidad. Para que esta sea completa, debe ser premiada con la impunidad, de manera tal que todo el sistema punitivo funcione como una especie de blindaje de los poderosos.

Toda la estructura social y política expresa la vigencia de ese empecinado gregarismo, en el cual también encontraremos vestigios de la organización social tupí-guaraní, propia del Neolítico. Detrás de casi toda organización social, cultural o política se encuentra aga­zapado un grupo unido por lazos familiares o de amistad, el cual concentra los verdaderos resortes del poder. Se supone que allí se encuentra una lealtad a toda prueba, requisito fundamental para ac­ceder a los escalones cercanos al núcleo del poder. La confianza prevalece sobre el conocimiento, la destreza, la experiencia, las ap­titudes o cualquiera de los demás requisitos que suelen exigirse en las organizaciones modernas.

 

IV

 

No es casual que la concepción del mundo exprese también todos estos valores arcaicos. El paraguayo cree en el destino, y en que los acontecimientos que lo esperan están prefijados desde el momento mismo de su nacimiento. Cuando alguien muere, se dirá: hi ára guahe (le llegó su tiempo), porque nañamanói la visperape (no se muere en la víspera), y porque, en una frase frecuentada por León Cadogan, un eminente paraguayo oimé iplanétape (está en su planeta), por alusión a que la vida y la muerte están regidas por el movimiento de los astros y las constelaciones.

El progreso y el bienestar se alcanzarán mediante métodos se­guros: arrimarse a la sombra del poderoso, esperar un golpe de suer­te o trasquilar al Estado, el cual es visto como un cazadero donde se puede practicar, sin consecuencias, el arte cinegético. El Estado, por ser de todos, no es de nadie, y puede ser saqueado sin remilgos éticos. Una vez en el poder, el patrimonio del Estado se confundirá con el del estatuto, lo cual no extrañará ni molestará a nadie. Se lo verá como algo natural. Ese fenómeno, que suele conocerse como patrimonialismo y que Weber conocía como sultanismo tiene, en el Paraguay, matices exacerbados.

 

V

 

Consagra varias horas del día a la ingestión del tereré, cuya función manifiesta es la de reponer el agua que se evapora con el su­dor. Pero, además, hay una función latente, mucho más importante. La bebida, aderezada con yuyos diversos, es también un instrumento de la socialización y del establecimiento de un clima de confianza; o, en su caso, para marcar distancias y niveles sociales, cuando el acto de servir ("cebar") es confiado a una mujer, al de menor edad o al de menor jerarquía.

Al contrario del europeo, para el cual la cocina puede ser una exquisitez del varón, el paraguayo cree que la cocina es una función exclusivamente femenina, salvo para el asado, actividad privativa de aquel. Tiene un código moral para el varón y otro para la mu­jer; flexible en el primero cuando se trata de cuestiones sexuales, y rígido para la segunda. La infidelidad es una picardía que debe ser perdonada, porque Karia’y rembiapo (cosas de hombres) y, por tan­to, conducta propia del arriero pórte (la manera del ser del arriero, es decir, del hombre), sujeta a una amplia tolerancia. En cambio, es pecado imperdonable para la mujer, la cual será estigmatizada con todos los peores epítetos imaginables.

Hay comidas propias de fechas determinadas. En un casamien­to, será de rigor la "sopa" paraguaya, una especie de tarta de maíz que admite varias recetas. El 1 de octubre, debe ingerirse una abun­dante sopa de porotos y locro, que sirve para ahuyentar las amenazas de la carestía. El 1 de agosto, el menú se desplaza al alcohol, que debe reunir la ruda, el limón y la caña en un brebaje que, se supone, estimula la renovación de la sangre, que se realiza en ese exacto día.

El saludo entre mujeres e incluso entre un hombre y una mujer exige dos besos, uno en cada mejilla. Quien besa una sola mejilla, se delata inmediatamente como argentino. El beso entre hombre, a la rusa o a la francesa, sería estigmatizado como una pública confesión de homosexualidad, así como un apretón de manos lánguido y demorado. Y la homosexualidad es un rasgo rechazado en público, aunque su práctica privada sea estadísticamente la misma que en cualquier otra parte del mundo. Aunque cabe agregar que, si nos atenemos al pasado indígena, debería tener aún más fuerza.

No dejo de anotar otro rasgo pintoresco: el paraguayo tiene una extraña guerra contra las puertas. Es muy difícil conseguir que las cierre al salir y es más bien dable esperar que deje un tendal de puertas abiertas a su paso. Será inútil pregonar problemas de segu­ridad, de educación o de respeto. La puerta quedará siempre abierta aunque por allí escapen los perros y entren los ladrones.

 

 

VI

 

 

Sujeto huraño y enigmático, oculta sus sentimientos y mezqui­na las palabras como si fuesen monedas de oro, limitándola a mono­sílabos o a simples carraspeos; salvo, claro, cuando el alcohol des­ata la lengua hasta la irreverencia. Aparte de eso, su registro vocal carece normalmente de estridencias y su tono es casi confidencial. Su habla es compleja, ya que navega entre dos idiomas: el español, que prefiere para las formalidades, y el guaraní, que reserva para el coloquio, para la "talla" (la broma) y para el insulto.

Sus expresiones son ambiguas, y nunca compromete una opi­nión. Cuando pasa frente a un amigo y lo invita a acompañarlo (jahápy), en realidad no le dice nada, ni mucho menos lo está invi­tando a nada. El otro responderá que así lo hará, y tampoco con ello dirá nada, y no está dispuesto a seguirlo a ninguna parte. Cuando dice que se va para volver (aháta aju), podrá hacerlo en media hora, el año que viene o nunca. Sus palabras de consentimiento deben ser tomadas con cautela, porque no expresan ninguna decisión. Sus -- no deben ser tomados en serio, asi como ninguna de las expresiones que indican consentimiento. Tan sólo cuando dice "no" se lo debe tomar en serio, porque esa negativa le ha salido del fondo del alma.

Hombre de cautelas y prevenciones, el paraguayo rechaza el apuro y la precipitación. Todo vendrá a su tiempo, sin prisas, sin impaciencias, como consecuencia de la natural acomodación de las cosas a misteriosas leyes cósmicas. Total, ojapuravaekue omanom­báma Boquerónpe (los que se apuraron, murieron todos en Boque­rón) o ndaipóri apúro he'i kure mboguataha (no hay apuro, dice quien hace pasear a los cerdos). Por tanto, el libre albedrío no existe, el ahorro es innecesario, el conocimiento es una carga inútil, el es­fuerzo personal no sirve de mucho y quien trabaja demasiado será denostado como un "judío Paraguay". Todo ocurrirá porque deba ocurrir. Tal vez se puede intervenir en algunos sucesos mediante el dominio de fuerzas sobrenaturales (el payé). Ya estoy creyendo que allí está la verdad.

La prudencia es su diosa tutelar. Rehusará meterse donde no lo llaman, porque iñekuáva osevai ara katuete (el metido siempre sale mal). Y no cometerá ningún acto temerario, que implique asumir riesgos innecesarios. La versión criolla de los consejos del viejo Viz­caya está llena de advertencias y prevenciones. Advierte claramente que ndajapyvoíri ara kavaraityre (no patees un nido de avispas), redajapyvoiri ara jaguaretejurúpe (no patees la boca de un jaguar), o ndajapyvoíri ara jaguarete ruguáire (o no pises la cola del jaguar). Y hasta en el refranero del truco se indica, de manera terminante, que falta envido ha comisiónpe, nda enteroi ojeplanta (nadie se planta a la comisión ni a la falta envido). Mejor es asumir una posición de observador, ecuánime y equilibrada, mbytetépe poncho juruícha (en el exacto medio, como la boca de un poncho).

Eso no debe interpretarse como una actitud cristiana de perdón y bondad. Se trata simplemente de esperar la oportunidad del des­quite, la anhelada hora de la venganza. Agante ojereta uyvytu (en algún momento cambiará el viento). Mientras tanto, para no olvidar el agravio, añapytíta che kamisa ruguái (ataré los extremos de mi camisa). Después llegará el momento. Aga jajotopata tape po'ipe (ya nos encontraremos en el sendero angosto), donde el otro no tendrá ventaja alguna. Ese será el momento de la verdad.


 

PAÍS EN JODA

 

Abril de 1996. Agonizaba la eminente antropóloga Branka Susnik en la sombría habitación del sanatorio San Lucas. Con una mano sostenía la máscara de oxígeno, para llevar un poco de aire a sus torturados pulmones; con la otra, empuñaba un bolígrafo con el que escribía, con letra pequeña y nerviosa, en un cuaderno de tapa dura. Era su única manera de comunicarse, porque ya había perdi­do el habla. Era obvio que su pequeño cuerpo, apenas un esqueleto envuelto en una piel arrugada y lívida, ya no se sostendría mucho tiempo. El cáncer que se le había declarado en el esófago -años de fumar cigarrillo tras cigarrillo, sin solución de continuidad- la iba estrangulando cada vez con más fuerza. Sólo su cerebro seguía fun­cionando, con la misma torturada lucidez de siempre.

Lo único que la mantenía en contacto con el mundo exterior era un pequeño receptor de radio, que escuchaba con interés. En ese momento, las noticias eran, en efecto, estremecedoras. No era para menos. El país estaba conmocionado por los rumores de un levan­tamiento militar, con epicentro en la Caballería. Se hablaba de ne­gociaciones y de medidas de seguridad. Los políticos iban y venían, procurando evitar que la sangre llegara al río. La doctora Susnik tomó el bolígrafo y garrapateó, nerviosa: "país en joda". Y arrojó el cuaderno a su asistente. Falleció pocos días después. No tuvo tiempo de enterarse de cómo había concluido el conflicto.

¿Qué podía hacer Branka Susnik en ese ambiente, ella, que había sido formada en un escenario donde el razonamiento sólo se detiene ante la prueba en contrario o ante un razonamiento mejor elaborado? Tuvo que renunciar a su cátedra. La UNA se privó de una personalidad científica, que hoy hubiera podido enarbolar como una bandera, para afirmar su prestigio universalmente. En la misma época, la UC expulsaba a profesores porque vivían en concubinato, o se los suponía marxistas u homosexuales.

El lector sabe que la doctora Susnik era una eminencia que, por uno de esos inexplicables caprichos del azar, vino a caer al Pa­raguay como un aerolito sin rumbo. Pertenecía al selecto club que tuvo socios como Guido Boggiani, Juan Belaieff, Rafael Barrett, Jo­sefina Plá, y Moisés Bertoni. Extranjeros que, según se sospecha, se dejaron seducir por la extraña atracción que el Paraguay ejerce sobre ciertos espíritus selectos. Bueno, es la única explicación que se me ocurre: un hechizo. La magia. El "payé" que emana de la tierra, como una fragancia diabólica. O tal vez la fascinación de lo salvaje, de lo primitivo, de lo elemental. Quizá se trata de la curiosi­dad de ver, en estado puro, el dominio de las fuerzas elementales del instinto sobre la débil costra de racionalidad, esa manera de pensar y de ver las cosas que comenzó a irradiarse en Atenas, cinco siglos antes de Cristo.

Las propias vivencias de la doctora Susnik ilustran duramente su manera de ver al Paraguay. Llegó al Paraguay hacia 1955, después de la Segunda Guerra Mundial, cuando su patria -Eslovenia, enton­ces parte de la antigua Yugoslavia, nación independiente- quedó en manos del Partido Comunista. Su familia fue perseguida y disper­sada. Aquí, después de haber vivido en otros sitios, fue contratada por la Fundación "Andrés Barbero". Desde entonces vivió allí, en una pequeña habitación, consagrada a la investigación antropológi­ca. Sus numerosos libros-ediciones modestas, generalmente de muy bajo costo- documentan su trabajo.

Obtuvo una cátedra, creo que en la sección Historia de la Fa­cultad de Filosofía de la Universidad Nacional. Acostumbrada al sistema académico europeo, cometió la imprudencia de exigir a sus alumnos que busquen el conocimiento en los libros y no en los mó­dicos "dictados", a los que estaban acostumbrados. Fue un error. Su tenacidad levantó la inmediata resistencia de los alumnos, acostumbrados a las clases superficiales, a las lecturas en resúmenes, a la erudición de solapa. Consecuencia: fue echada de la Facultad conun supremo e irrefutable argumento: comunista. Tuvo suerte de no haber sido convocada por la Policía "para averiguaciones". Su cuerpo enclenque no lo hubiera resistido.

Desde entonces vivió más aislada que nunca. Huraña, descon­fiada, encerrada en el Museo "Andrés Barbero". Fumando cigarrillo tras cigarrillo, escudriñando archivos. Investigando. Se me dirá que eso ocurría en la época del general Stroessner. Es verdad. Esa época, y la que le precedió inmediatamente, duró medio siglo. Dos genera­ciones. El tiempo suficiente para producir cambios profundos en la cultura de un pueblo. Es decir, en los hábitos, en las normas, en los valores y en las actitudes. Por eso todos somos, en uno u otro modo, el producto de esa época. Y de su cultura, signada por el más cerrado oscurantismo y por un fanatismo zoológico.

En 1989, el comunismo se derrumbó fragorosamente en toda Europa. Pero ella no quiso volver a su patria. Se hubiera sentido como un fantasma vomitado por el túnel del tiempo. Eligió quedarse en el Paraguay, quizá no por amor a esta tierra calurosa sino por esa inercia que nos impone el deber de aceptar un destino ineludible. Ni siquiera abrió las cartas que le dirigieron algunos parientes cerca­nos. Allí quedaron, cerradas, como cuando fueron depositadas en el correo. Tal vez ellas contengan elementos que permitan comprender mejor a la doctora Susnik y su vida huraña y silenciosa. Cuando murió, sólo era propietaria de sus ropas. Pocas, por cierto.

Lo que le ocurrió a Branka Susnik es representativo de lo que ocurre en nuestro país, y de la manera en que la clase dirigente perci­be la ciencia, la tecnología y el conocimiento. Es decir, nada menos que las llaves del progreso, del desarrollo, de la inserción en la época en que se vive. Eso que Ortega describía como la necesidad de po­nerse "a la altura de los tiempos", exigencia recibida con la misma indiferencia con que se disfruta de una suave brisa primaveral.

Pero los dirigentes de hoy son contemporáneos de los que echaron a la doctora Susnik de la Facultad de Filosofía. Son los que nacieron, crecieron y se formaron (o se deformaron) en el último medio siglo de oscurantismo que concluyó en 1989, pero cuyos efectos se prolongan hasta hoy. Ellos también son el producto de jerarquización de la lealtad sobre el talento, de la repetición memo­rista sobre el razonamiento fundado, del "dictado" sobre el libro, de la cultura oficial sobre el pensamiento universal.

 

"ÑANDE REKO PARAGUAY...."

 

Aseguraba Elvio Romero que, en un polvoriento periódico de fines del siglo XIX, guardado en la hemeroteca de la Biblioteca Na­cional, encontró estos simpáticos versitos: "Ñande reko Paraguay,/ jaheka vyrorei". Traduzco libremente para el lector extranjero: en la esencia de nuestra cultura se halla la búsqueda de la tontería. De la pavada. De la fruslería.

Esa tentación, en efecto, acecha cada uno de nuestros pasos, y preside cada uno de nuestros proyectos. Y, desde luego, infesta la política, la cultura y la educación como una plaga incontenible. Y no creo que exista sector que haya logrado inmunizarse contra ella, que se haya convertido en la isla de la razón, en el bunker de la excelen­cia. Ese territorio no existe.

Una palabra de uso popular – “kachiái"-describe con exactitud el fenómeno que nos ocupa. Hasta el punto de que ella se halla car­gada de connotaciones de tosquedad, torpeza, ordinariez e incompe­tencia, y por eso preside, con majestuosa penetración, toda la cultura paraguaya. Pareciera como si una exacta impronta nos condenara a eludir las acechanzas de la racionalidad para sumergirnos en el pantano de la improvisación. ¿Qué es lo kachiái? En otra obra la he definido del siguiente modo:

"Tosco, ordinario, burdo. Médula (vulgo karakú) esencial de la cultura paraguaya, consistente en la libre y constante improvisación en las ideas, actitudes y conductas, con absoluta prescindencia de todos los mecanismos de la razón, de la ciencia y de la técnica en el tratamiento de los problemas humanos. Su ejercicio gratifica al espíritu tanto como la venganza o el amor. Genera adhesiones tan delirantes como Ricky Martin y tan prolongadas y fanática, como el islamismo que se profesa en Irán. Tiene rituales más solemnes que un Te Deum y sacerdotes más impresionantes que el Dalai Lama o que el Comendador de los Creyentes. (Ver macaneo).// 2. karalú esencial de la cultura paraguaya, consistente en la libre y constante improvisación en las ideas, actitudes y conductas, con absoluta pres­cindencia de todos los mecanismos de la razón, de la ciencia y de la técnica en el tratamiento de los problemas humanos”.

Sus propiedades son conocidas. Es resistente como el ace­ro; flexible como la goma de mascar; antigua, como las pirámides egipcias; adaptable a toda clase de superficies, como el mercurio; incombustible, como el amianto; insumergible, como los relojes ja­poneses; rutilante, como el platino; invulnerable como Terminator; omnipresente como la divinidad.

La modernidad es incompatible con el imperio de lo kachiái. Son términos antinómicos. Ambos no pueden convivir en el mismo espacio, porque se excluyen mutuamente. Aquella es una amenaza extranjerizante que, como el coludo cometa Halley, aparece cada cierto tiempo sobre el Paraguay. Por eso se la anuncia con bombos y platillos, se acompañan sus pasos con radares y telescopios, se la celebra con himnos, banquetes y festivales. Después, claro está, se va, dejando una estela blanquecina que se desvanece en la tenaz oscuridad de la estratosfera. Es que ambos -lo kachiái y lo moder­no-- no pueden convivir dentro del mismo territorio y su relación será regida siempre por la hostilidad. Donde avance uno, el otro re­trocederá. Pero en el conflicto, el kachiaisismo llevará las de ganar, por su larga experiencia en fintas y tretas, en trampas y disfraces.

 

TRANSICIÓN Y DESPUÉS

 

Pero ya hubo tiempo suficiente para rectificar rumbos. Stroessner se fue en 1989, hace casi dos décadas, pero la mediocri­dad y la estupidez parecen más firmes que nunca. Desde entonces vivimos en algo que se llama "transición", palabra que supondría un lapso que separa una etapa de otra, algo así como el momento fugaz entre la oscuridad y la luz. Pero esta "transición", que no termina nunca, se limitó a enterrar el pasado, sin poner nada en su lugar. El resultado es el país que tenemos.

Algo ha pasado, algo terrible, que no estamos en condiciones de medir, sopesar ni estimar. El país salió de la dictadura de un solo hombre para caer en la dictadura de una gavilla barullenta, corrupta e ignorante. Una dictadura que, a falta de ideas y de programas, se limita a moverse en la dirección que señalan los vientos, o la que exige la bullaranga callejera, rubricada por bombos y matracas y por el estallido de las bombas de estruendo. Una dictadura tanto más perversa cuanto más acepta las formalidades de la democracia y no vacila en ataviarse con la severa toga republicana.

Ya se ha disipado la cómoda leyenda urbana de que todos es­tos vicios eran monopolizados por el Partido Colorado, después de haberlos cultivado con amor durante más de medio siglo. Hoy sa­bemos que se hallan arraigados a las entrañas de todas las fuerzas políticas importantes y que, en verdad, se ha desatado una compe­tencia para definir cuál de ellas destruye más eficazmente el país. Y sabemos también que tampoco están identificados con un sexo, una edad o una religión. El resultado es un desorden tan pavoroso que convierte al Estado en una tormenta sacudida por una tempestad, con sus mástiles derribados, el maderamen crujiendo agónicamente, y las velas desflecadas.

Hoy ya no hace falta el estigma de comunista que permitió a la UNA desprenderse de la doctora Susnik. En vez de él, que por lo menos tenía cierto borroso fundamento, se ha entronizado una suerte de deificación de la mediocridad. El resultado es que no sólo hay que ser una bestia, sino también parecerla. Por eso es que nuestra clase dirigente, fruto de ese sistema, no es como para levantar una tempes­tad de entusiasmo. Sólo un cretino puede pensar que la bestialidad, la corrupción y la incompetencia tienen una credencial partidaria, o están confinadas en un sexo, en una edad o en una religión.

¿Qué país, por Dios, es el que vamos a dejar a las próximas generaciones? Es difícil saberlo. Pero sospecho que el país es el producto de lo que quieren y hacen sus dirigentes. Y lo que estos quieren y hacen está en directa relación con sus valores, sus normas, sus actitudes. En resumen, con la cultura que guardan en el subcons­cientc. Y con la formación que recibieron en las aulas.

¿Podemos tener esperanzas? En realidad, no parece que la al­garabía tribal que nos abruma todos los días sea un buen preludio de lo que nos espera. Ahora mismo, a las puertas de un nuevo cambio de gobierno, es asombroso que nadie esté discutiendo programas o planes; que nadie hable del país como empresa de futuro, en el senti­do de que hablaba Ortega. Sólo se grita (o se aúlla) a favor o en con­tra de personas, con la dialéctica primitiva del "viva" o del "muera". Sin que a nadie se le ocurra explicar por qué motivo alguien deba vivir o morir; un motivo algo más consistente que el hecho de que alguien lleve al cuello un pañuelo rojo o azul. Algo más racional que la impresión que nos causa quién sonríe mejor en un cartel de pro­paganda electoral, que muchas veces parece una publicidad de una marca de pasta dental.

Para acentuar el problema, no debemos olvidar que la diferen­cia entre la estupidez y la racionalidad es que ésta última reconoce límites. Poner límites a la estupidez es una hazaña digna de titanes. ¿Alguien podrá llevarla a cabo? ¿O es que después de cinco años, tendremos que reanudar esta reflexión, con la misma desolada con­vicción con la que escribimos ahora?

 

EL AISLAMIENTO DEL PARAGUAY

 

Cuando se disipa la fiebre del oro, no queda más remedio que hacer frente a la necesidad de supervivir. Los españoles se reparten la tierra y los indios organizan el sistema de Encomiendas, que es la manera como llaman a la esclavitud. El Paraguay es entonces -lo será hasta después de la mitad del siglo XX- apenas poco más que Asunción y algunas poblaciones que se hallan dentro de su radio de influencia. Lo demás -salvo el territorio de las Misiones, bajo con­trol de los jesuitas- no es sino un puñado de guarniciones militares o pequeños caseríos desperdigados, muy lejanos entre sí. El país lan­guidece de puro pobre.

La mediterraneidad, la espesa red de selvas, los pantanos del Sur y los caudalosos ríos aíslan al Paraguay. Tal vez lo aíslan aún más la carencia de metales, la lejanía del comercio. Los paraguayos usan como moneda escoplos, cuñas de hachas, trozos de cualquier metal. En la misma época, Potosí tiene más bullicio que una capital europea. Maravillas que hace la riqueza.

Durante el siglo XVI desde Asunción se realiza una intensa ac­ción colonizadora. Muchas ciudades son fundadas por orden de sus gobernadores, en el proyecto de consolidación de la conquista. Entre ellas, algunas de mucho nombre: Buenos Aires, Santa Fe, Corrientes, Santa Cruz de la Sierra. En el siglo XVIII es creado el Virreinato del Río de la Plata, con capital en Buenos Aires. El comercio paraguayo es estrangulado con pesados tributos y con un itinerario obligado.

Para complicar las cosas, la provincia vive de sobresalto en sobresalto. Por un lado, es parte de la defensa española contra la expansión portuguesa que se manifiesta a través de bandas irregu­lares armadas -los "bandeirantes"-. Por el otro, debe hacer frente a los malones de los indígenas pámpidos que caen por sorpresa sobre las poblaciones. Entre estos indígenas se destacan los guaikurúes, de gran estatura y notable fuerza, que han domesticado el caballo y se convirtieron en un pueblo ecuestre. Sobre sus caballos de guerra cubren grandes distancias en poco tiempo. Su valor es indomable y hasta hoy la palabra guaikurú, pese a haber desaparecido la etnia, tiene connotaciones de hábitos inciviles, crueldad, actitud huraña. La guerra contra el indio es larga y dura. Incluye, dentro de su largo catálogo de crueldades, el primer ejemplo de guerra bacterioló­gica: en 1764, el gobernador José Martínez de Fontes envía, con ob­sequios y cumplimientos, a varios enfermos de viruela a visitar a una tolderia guaikurú. Los nativos mueren como moscas. Diezmados, abandonan el sitio en el que se habían asentado y se dirigen hacia el Norte.

 

LA REVOLUCIÓN COMUNERA

 

La época colonial es gris, salpicada de quejas y querellas intestinas. Para peor, ante las narices de los encomenderos se ins­talan las Misiones Jesuíticas, en territorio propio, concedido por el monarca. Construyen ciudades de piedra en medio de la selva. Su organización social y económica es imponente, todo lo contrario de la pobreza del resto del Paraguay. El enfrentamiento es inevitable. Sus motivos son la disputa por la tierra y los indios, además de la contradicción entre el absolutismo real y las pretensiones económi­cas de Asunción.

La Revolución de los Comuneros, en el siglo XVIII, es el últi­mo y más espectacular de los conflictos en la Colonia. Termina aho­gada a sangre y fuego por la Corona en 1735. No faltaba más. José de Antequera anduvo diciendo por ahí que "la voluntad del común es superior a la del mismo rey". Herejía criminal. Es que estamos en unaépoca en la que el absolutismo es palabra sagrada, Antequera termina ejecutado en Lima.

Al concluir el siglo XVIII, la situación es crítica. En 1798,  el gobernador Lázaro de Ribera pinta con colores sombríos a esta provincia que tiene, según estima, unos cien mil habitantes y recursos naturales abundantes. Al preguntarse cuál es la situación, él mismo responde: "La pobreza excita a la compasión. Más de cincuenta mil almas viven en una indigencia total, dispersas en las selvas, sufrien­do con paciencia los efectos terribles de la desnudez, de la miseria y de la opresión... Yo no acabaría si quisiera recorrer todos los abusos y látalidades que padece esta provincia".

 

EL DICTADOR FRANCIA

 

En el siglo XIX las cosas se complican. Napoleón invade a España en 1808 y el imperio se desarticula. La prisión de Fernando VII deja a las colonias sin cabeza. Es la oportunidad. Sin disparar un solo tiro, en 1811, militares paraguayos rebeldes deponen al go­bernador Velazco y constituyen una Junta Superior Gubernativa. El cuento es el mismo que se repite en toda América: se jura fidelidad a Fernando VII, quien no puede ejercer su autoridad, y se niega fi­delidad a la junta de Cádiz, que si puede ejercerla. El país, parte del Virreinato del Río de la Plata, tiene tanto interés de emanciparse de España como de la capital virreinal, Buenos Aires. El programa de la independencia es, pues, autonómico a dos puntas. Confederación si, subordinación no.

En el proceso de la independencia comienza a descollar una figura llamada a despertar enconos tan violentos como panegíricos apasionados: José Gaspar de Francia. Jacobino, librepensador, lector de Rosseau, tiene su propio proyecto de país. No tardarán en cono­cerlo. Cuando ello ocurra, su fama será larga. Carlyle le dedicará un libro, Augusto Comte instituirá un día de su calendario con su nombre y Augusto Roa Bastos escribirá "Yo el Supremo" con el que ganará el Premio Cervantes.

Como Napoleón, comienza a encumbrarse de a poco. Comien­za siendo cónsul, compartiendo el poder. Termina con el poder abso­luto en sus manos. Hasta aquí las semejanzas con el gran corso. José Gaspar de Francia no tiene nostalgia de las pompas de la realeza. Su título será el de Dictador, una magistratura romana; el de Napoleón, emperador de Francia. En 1814 un Congreso lo nombra Dictador por cinco años; en 1816, otro congreso lo nombra Dictador Perpetuo.

Francia impone su voluntad. Aplasta a los españoles primero y al patriciado local después. Gobierna con el apoyo del pueblo bajo. Su ejército es mandado por oficiales de baja graduación que le son ciegamente fieles. Él, un civil, dirige personalmente los ejercicios. A la Iglesia también le exige subordinación. En las misas, una cláusula de invocación al rey es substituida por otra: et dictatorern nostrum populo sivi comiso et excercitu suo.

Durante su régimen, el Paraguay vive un férreo aislamiento. Pero hay paz y seguridad. Durante ese mismo lapso los países ve­cinos son devorados por la guerra civil. Francia es un espectador atento de la anarquía que devora a los vecinos. El no se mete con nadie pero tampoco permite que nadie se meta con él. Cuando su enemigo Artigas, derrotado militarmente, le pide asilo, se lo da sin preguntarle nada. Le fija un salario y una residencia en San Isidro de Curuguaty. Francia muere en 1840, a los 64 años.

 

LOS LÓPEZ Y LA GUERRA

 

Tras un breve lapso después de la muerte de Francia, llega al poder Carlos Antonio López. Es curioso. También pasa por un Con­sulado en el que debe compartir el poder. En 1844, un Congreso lo convierte en presidente de la República, y una Constitución le otorga plenos poderes. Su gobierno realiza un desesperado esfuerzo para modernizar al Paraguay. Aparece el primer periódico, son cons­truidos un astillero y un ferrocarril, se organizan una fundición de hierro y una flota mercante. El gobierno contrata técnicos europeos, la mayoría ingleses, para las más diversas actividades. Y también envía a varios jóvenes, los descollantes, a estudiar a Europa.

Su obra fue fecunda y dejó el país en orden y en franco progreso. "Su biografía -dirá Justo Pastor Benítez- está escrita al pie de sus obras, en las piedras, ladrillos y hierro de sus construcciones. No tuvo para dorar su nombre el lustre de las batallas, pero integró la epopeya silenciosa, oscura y trascendente de las creaciones sociales duraderas".

En 1862, al morir Carlos Antonio López, a los 70 años, le su­cede su hijo Francisco Solano. Este tiene 36 años. Formado en los cuarteles, ha tenido, empero, una educación esmerada. Su padre lo envió a Europa a completar su formación. En París, queda impresio­nado por la corte de Napoleón III. Francisco Solano, aunque general, es ya un hombre moderno. Su castellano, de ejemplar belleza, puede admirarse en sus proclamas y en su correspondencia. "Soldado de la gloria y del infortunio", se intitula una obra que define su destino.

Los problemas de límites con la Argentina y con el Brasil y la lucha por la hegemonía política en el Río de la Plata desencadenan una guerra atroz, que comienza en 1864. Argentina, Brasil y Uru­guay forman la Triple Alianza. Se combate ferozmente en Uruguay, en Brasil, en Argentina y en el Paraguay. Se libran las batallas más grandes de la historia americana. Por ejemplo, Tuyutí, donde se en­frentan 23 mil paraguayos y 45 mil aliados. La caballería paraguaya realiza cargas estupendas que la llenan de gloria, pero la gloria no es suficiente. En Gettysburg, las cargas de caballería fueron inútiles contra la artillería nordista. No tenía por qué ocurrir cosa distinta en el Paraguay. El ejército paraguayo se desangra lentamente y tienen que combatir niños y ancianos.

Sin la tecnología bélica apropiada, aislado por el bloqueo del río, el Paraguay se defiende como puede. Cada vez que los alia­dos creen que ya han terminado con López, éste reaparece con un nuevo ejército, pero cada vez más débil. El 1o. de marzo de 1870, cuando aún no ha cumplido 44 años, muere el mariscal López en el último combate, en Cerro Cera, un valle encerrado por la cordillera del Amambay. La guerra termina y el país queda completamente arrasado. La peste, el hambre y los combates reducen al mínimo su población. Los limites con Argentina y Brasil son arregladosen

tratados en los que, como es obvio suponer, se impone la ley del vencedor.

El país se repone lentamente, pero la anarquía se ensaña con­tra él. Golpes de Estado, guerras civiles, inestabilidad política son rasgos intermitentes del proceso que comienza en 1870. En los pri­meros anos del siglo XX se llega a decir de un ventilador que "tie­ne más revoluciones que el Paraguay". Pese a todo, las cosas comienzan a mejorar. Se instalan industrias, se prolongan las vías del ferrocarril hasta empalmar con el sistema ferroviario argentino, se desarrolla un creciente comercio exterior, se forma una incipiente elite cultural.

 

 

LA GUERRA DEL CHACO

 

En 1932, un largo problema de límites con Bolivia desemboca en una guerra que se libra íntegramente en el Chaco. El Ejército pa­raguayo tiene la suerte de ser conducido por un jefe talentoso, José Félix Estigarribia, quien comienza la guerra como teniente coronel y la termina como general. De 1932 a 1935 paraguayos y bolivianos combaten en una guerra que se parece mucho a la que después se librará en el Norte de África y que se llamará "la guerra del Desier­to". Sólo que aquí no hay blindados. Los que pelean son soldados de infantería que, cuando tienen suerte, son desplazados en camiones. Los pozos de agua valen como el oro y se lucha con enceguecido coraje por su posesión. La guerra comienza, precisamente, por la ocupación boliviana de un fortín a orillas de una laguna, cuya ubica­ción fue enseñada a los paraguayos por los indios de la región.

Estigarribia no desaprovecha una sola oportunidad y conduce eficazmente a sus fuerzas. En Boquerón, a costa de graves pérdidas, gana la primera gran batalla. El efecto moral de este acontecimiento gravitará decisivamente en la contienda. Hay batallas importantes, la mayor parte de ellas favorables a Estigarribia. Paraguay lleva las de ganar cuando se llega a un acuerdo de paz que pone fin a las hostilidades. De todos modos, ambos países ya están exhaustos. Los limítesse negocian después, hasta ser formalizados en un tratado.

Al concluir la guerra, el Paraguay pasa nuevamente por un periodo de inestabilidad política. Los enfrentamientos entre partidos van enconando los ánimos hasta producir la cruenta guerra civil de 1947, en la que triunfa el Partido Colorado contra una coalición de los partidos Liberal, Febrerista y Comunista. Las consecuencias son muy complejas y se proyectan hasta el presente. Los triunfadores no pueden darle al país la estabilidad necesaria y caen en una intensa lucha de facciones.

En 1954, asume el poder el general Alfredo Stroessner, del arma de Artillería. Con el apoyo de las Fuerzas Armadas, ha derro­cado al último presidente civil colorado: el doctor Federico Chávez. Pese a ello, Stroessner logra un acuerdo con el Partido Colorado el cual le ofrece, desde entonces, la sustentación civil de su gobierno. En realidad, le entrega la suma del poder. El nuevo presidente go­bierna con mano de hierro.

Durante su régimen, se construye la represa de Itaipú, en so­ciedad con el Brasil, y se comienza la de Yacyretá, en sociedad con la Argentina. Ocurre también un hecho inédito en la historia para­guaya: la llamada "marcha hacia el Este'". Se trata de la ocupación y poblamiento de las vastas regiones selváticas de Alto Paraná y Caaguazú, que pasan a convertirse en zonas agrícolas. En vez de los bosques surgen los sojales que, en pocos años, logran una pro­ducción de un millón de toneladas. La economía recibe un poderoso impulso y, durante varios años, crece a una tasa récord.

El costo político es muy alto. La corrupción alcanza niveles nunca imaginados en una nación de hábitos generalmente austeros. Stroessner, que ya se cree providencial, cae en el mismo error de todos los dictadores: no saber retirarse a tiempo.

En la noche del 2 de febrero de 1989 estalla un movimiento revolucionario en los cuarteles de Campo Grande, el cual pone fin a la era de Stroessner e inaugura un proceso de amplias libertades. Es llevado a la Presidencia el jefe, triunfante de la revolución, ge­neral Andrés Rodríguez, quien gana luego por amplio margen unas elecciones generales, probablemente las más limpias en muchas décadas.

 


CUANDO COMENZÓ A JODERSE EL PARAGUAY

 

A veces uno cae en la tentación de cometer su propia biografía, con el propósito de presentarse a los lectores, la mayor parte de los cuales no tiene idea de aquella y, a decir verdad, creo que los para­guayos tenemos un instinto de lo histórico que suele ser crónico en los pueblos.

Esta necesidad surgió de una carta que me dirigió un sujeto con ínfulas de marqués, una suerte de momio encallecido que vino a parar al Paraguay en la época en que todo fascistoide era recibido con aplausos y zapateos. Si traían un capital político enriquecido con unos cuantos homicidios, mejor que mejor. El personaje, que sin duda desciende directamente del barón de Munchausen y del mar­qués de Bradomin me enrostró, como si fuera un estigma indomable, que probablemente yo no conocía a mis padres. Sería larga la lista de estadistas e intelectuales paraguayos que fueron criados por sus madres, y cuyos padres sólo se acordaron de ellos cuando ya habían ganado fama y, a veces, fortuna.

En realidad, la repugnancia del señor marqués no deja de tener fundamento. Un poco más allá de dos generaciones, el árbol genea­lógico se va pareciendo a un arbusto famélico, con más espinas que flores. Y poco veo allí que pueda proclamar como una condecora­ción. No obstante, para satisfacer la curiosidad del lector, me veo obligado a sacudir algunas ramas, para que éste pueda compartir el anatema del momio. Es un placer del que no debo privarle, pese a que algunos familiares creen que la genealogía ofrece motivos para ufanarnos. Yo no lo veo así. De todos modos, conocer nuestras raí­ces suele explicar, de algún retorcido modo, lo que somos y a dónde vamos.

Tengo por cierto que desciendo del ilustre tronco de Vera y Aragón, el último adelantado del Río de la Plata y autor exitoso del primer retumbante braguetazo de la historia. Pícaro redomado, logró seducir a una dama, hija del adelantado Ortiz de Zárate y de una princesa inca que había recibido esa dignidad por la vía de la heren­cia. Creyó, ingenuo de él, que aquí se haría la América, el Asia y la Europa, pero tropezó con una ingrata realidad. Tuvo que codearse con un conglomerado barullento y miserable de mestizos que, de tan pobres, por poco no andaban semidesnudos y que, por todo símbolo de su hidalguía, portaban garrotes que imitaban malamente la tizona de sus similares españoles. Eran el resultado de la populosa mesco­lanza de europeos y karios, todos enfrascados en airadas disputas por un remedo de poder, derivado de la obligada servidumbre de los indígenas. Ese mundo de intrigas y malquerencias ya le había hecho escribir a fray Juan de Salazar, el 13 de abril de 1545, en carta al em­perador Carlos V que la Asunción era un "pueblo de más de quinien­tos hombres y más de quinientas mil turbaciones". Los quinientos se habían multiplicado y las turbaciones se volvieron incontables.

A lo largo de los años, la borrosa estirpe de los Vera y Aragón incorporó figuras estelares. El siglo XX fue pródigo en ellas, y fue el escenario del desfile marcial de nuevos personajes, que hicieron honor a tan ilustre antepasados. No olvidaré a aquel famoso Hugo Vera y Aragón, de gloriosa memoria, que sucumbió heroicamente, pistola en mano, en un enfrentamiento con la Policía. Me dicen que, como el mariscal López, se negó a rendirse. Así le fue. Las crónicas policiales de los diarios le atribuyeron la jefatura de la principal gavilla de ladrones de vehículos de último modelo y un verdadero azote para sus propietarios. No carecía de imaginación. Durante su paso por la penitenciaría de Tacumbú, se dedicó a enseñar la Biblia a sus compañeros, criminales encallecidos en mil batallas contra la ley. Mientras hablaba de las graves admoniciones de Jehová contra los réprobos, pícaros y truhanes, nuestro sujeto se dedicaba a planificar sus próximas operaciones.

Debo suponer que extrajo enseñanzas muy productivas de tan edificante lectura; sobre todo, cuando el Divino Maestro llamaba a sus seguidores dejar todos los bienes terrenales para convertirse a una vida mejor, regida por la justicia y la fraternidad. Pues bien, supongo que Vera y Aragón se limitó a cooperar con el Plan Divino, para lo cual se consagró a la tarea de ayudar a que ese desprendi­miento fuese tan rápido que no permitiese interponer dudas ni suspi­cacias. De esa manera, por la vía de los hechos, empujó a los infieles a acudir en masa al llamado del Señor. Los designios del Señor son inescrutables y la salvación exige pasar por caminos misteriosos.

No debo olvidar a Vera Pucú quien, según voces autorizadas, también pertenece a la misma distinguida prosapia. Fue, durante años, el cuatrero más temido del Chaco, y a su destreza con el lazo se debió el movimiento de tropas enteras entre la Argentina y el Paraguay, y entre las estancias paraguayas y los centros del abasto. Probablemente, si había necesidad, carneaba los animales "in situ", para entregarlos, limpios y despellejados, a los transportistas. En al­gún momento, las autoridades le echaron el guante, sin considerar su venerable apellido.

Ya en la cárcel, y en homenaje a la celeridad con que carneaba un vacuno -operación de minutos, para un virtuoso del facón, como él-, fue designado carnicero. Fue un reconocimiento público del Es­tado a su legendario talento, algo que no ocurre con frecuencia en nuestro país, donde los virtuosos son ignorados por el poder público. Con ese oficio, en el que gastaba la destreza de un Paganini, pasó los años de su condena. Cuando salió, perdí su rastro. Habrá vuelto al Chaco, a ese desierto salobre cuyas noches prodigan las estrellas más hermosas de la Creación.

Podría agregar aquí otros conspicuos bribones a quienes co­nozco más de cerca, pero ello infundiría al lector la sospecha de que me dejo subyugar por la tentación de la vanidad, pecado a to­das luces detestable. Uno de ellos, que alardeaba de la nobleza del apellido, fue tachado una vez, y en público, de Vera y Haragán. Era cierto. Pero levantó una tempestad de ira.

Después de ese desfile de bribones, el escudo familiar bien po­dría incorporar la leyenda: todo perdido, menos el honor.

 

En realidad, debemos a Stroessner el liderazgo de la transición. Todos aquellos a quienes él persiguió durante la última década de su gobierno fueron señalados por la mano del destino. Los proscriptos de ayer son los gurúes de hoy.

A ello se sumó una ventaja: el control sobre la prensa se había vuelto flexible, como una goma de mascar. Había momentos en que se podía informar sobre muchas cosas que hubieran sido tabúes en otros tiempos. Claro que uno nunca sabía cuándo recibiría sobre la cabeza el rayo destructor de Zeus, por publicar algo que molestaba a los poderes celestiales. Además, un hecho nuevo estaba revolu­cionando el campo de las comunicaciones: la televisión. Para más, la flexibilización coincidió con el paso de las imágenes en blanco y negro al color. Especialmente sugerentes fueron las escenas de la lucha del gremio del Hospital de Clínicas por mejores salarios. Las pantallas de todo el país se llenaron con esos hechos. Era imposible resistirse a la fascinación de los hombres y mujeres de bata blanca atacados por la Policía. Era casi como contemplar a Landrú degollar a la madre.

A falta de libros, se multiplicaron las columnas periodísticas. Hubo momentos en que eran tantas opiniones que los periódicos ya no tenían espacio para difundir los hechos. Firmar una columna dejó de ser el privilegio de unos pocos para convertirse en un derecho de todo aquel que pisaba una redacción. Después, las cosas se simpli­ficaron. Gracias a una compleja alquimia intelectual, se limitaron a ofrecer hechos mezclados con opiniones. De esa manera, el lector quedó sumido en el marasmo de la duda sobre dónde terminaban loshechos y dónde comenzaba la opinión de quien los presentaba. Peor aún, se volvió imposible distinguir cuál era el hecho en si, si es que lo hubo, y cuál era el que el redactor aseguraba que fue. En cuanto a esto último, el texto generalmente correspondía a cómo el redactor quería que hubiesen ocurrido los acontecimientos. De esa manera, podía presentarlos a su antojo, al servicio de la demonización de sus enemigos políticos o ideológicos, para presentarlos como monstruos perversos capaces de comerse a un niño a la brochette.

El antiguo concepto anglosajón: "los hechos son sagrados, las opiniones son libres" fue triturado alegremente en el altar de lo que alguien, en prueba de su fértil imaginación, llamó "periodismo crítico". Se le olvidó recordar que la crítica proviene de una voz griega que designa a la criba, es decir, al cedazo o "yrupe" de nuestro folklore culinario. Criticar, en su esencia, debiera significar sopesar los hechos, distinguir entre lo que es importante y lo que es baladí. Pero no, en la acepción perruna, criticar es denostar, atacar, despedazar. A veces las cosas se complicaban. De pronto, como consecuencia de las cambiantes circunstancias de la vida política, los demonizados de ayer se convertían en aliados tácticos contra algún enemigo común. Ocurrían entonces admirables y fértiles transmutaciones de la política.

Raídamente, pasaban a ocupar los espacios privilegiados, y a ver reproducidas sus opiniones, incluso las más pavorosas banali­dades, como si fuesen emanaciones de la sapiencia de Aristóteles. De esbirros de la cohorte de Satanás pasaban a convertirse en án­geles del cielo, envueltos en túnicas de sonado y arrancando notas sublimes a sus cítaras de oro, enviados para bañar la patria con la luz cegadora de la verdad. Gestos adustos, ademanes... llenaban las fotografías de los diarios, y las imágenes de la televisión. Los pro­gramas de las emisoras de radio llenaban el aire con las voces de los arcángeles del Señor, pregoneros de la Tierra Prometida.

El "escrache", neologismo porteño, pasó a ser parte del voca­bulario periodístico. En las redacciones circula la consigna del momento, y todos a coro se ponen a "escracharle" al blanco coyuntural.

Político, hombre público. Quien sea. Rápidamente, la orquesta co­menzaba a sonar, desafinada pero estrepitosamente.

El procedimiento es simple: afirmar sin respaldarse en hechos: distorsionarlos los hechos; no consultar a la parte afectada; negarle el derecho de aclaración; cuando, por excepción, se publican los puntos de vista del escrachado, agregar títulos descalificatorios e ilustrarlos con fotografías de sus peores poses; ocultar los hechos que contradi­cen la tesis del escrache y siempre, invariablemente, poner a su lado la opinión de alguien que descalifique radicalmente al escrachado.

 

 

CONDICIONANTES CULTURALES DE LA POBREZA EN EL PARAGUAY

 

Una hipótesis poco explorada científicamente es que la po­breza crónica del Paraguay tiene fuertes condicionantes culturales. Comparto este punto de vista. Creo que ha llegado el momento de analizar la cuestión, a fin de separar los componentes culturales de aquellos que son el resultado de otras causas: económicas, sociales o políticas. Entre estas últimas se encuentra, en un primerísimo plano, el sistema educacional, que padece una crisis inquietante, en todos sus niveles'. Pero lo cultural, antropológicamente hablando, es un tema de preocupación marginal.

Una breve digresión. Para la UNESCO, la palabra cultura de­nota todo aquello que el hombre agrega a la naturaleza y que es transmitido socialmente. Viene de cultivar, voz que denota una ac­ción transformadora sobre la naturaleza" mediante la técnica, la cual expresa el grado de desarrollo del conocimiento.

En cambio, Naturaleza viene del latín natura y, en últi­ma instancia, de natus, que significa lo nacido, lo que se daespontaneamente. Cultura es, en última instancia, naturaleza hominizada.

La cultura es patrimonio de un grupo humano -una etnia, preferiría Frank Boas-, quien expurgó a esta palabra de toda connotación racista- en un momento y en un lugar determinados. Ella, así como las partes que la componen, no aparecen espontáneamente, sino que constituyen la manera en que un grupo Humano responde a desafíos técnico-económicos y ambientales. Estos rasgos son interdependientes, hasta el punto de configurar un .sistema, realidad distinta de sus partes componentes. La per­cepción de ese sistema, tal como aparece en un momento y en un lugar determinados, es su identidad cultural. Ella se expresa de dos maneras: a) sincrónica, distinguiéndose de las demás etnias; es decir, por comparación con las demás. Ser distinto permite afirmar la identidad ante el otro, e incluso contra el otro y b) diacrónica, que consiste en una tendencia a la estabilidad a tra­vés del tiempo, que permite a la etnia reconocerse en su propio pasado.

Además de los elementos materiales y de la tecnología, una cultura contiene normas, valores y actitudes; la manera de ver al mundo y al semejante, de concebir las fuerzas cósmicas y la relación con la naturaleza. Es también una manera de amar, de cocinar, de comer, de cantar y hasta de ejercer la violencia. Y una manera de posicionarse en la estructura social, con sus sistemas de relaciones horizontales y verticales. Y también de percibir esta misma estructura.

La cultura paraguaya, con sus peculiaridades, reclama un estudio más profundo desde la perspectiva antropológica. Hasta ahora, en general, los estudios son parciales y quizá poco siste­máticos. Por tanto, es difícil saber hasta qué punto el pensamien­to arcaico, con sus raíces indígenas penetra esta cultura. El propio León Cadogan reclamaba investigaciones en este campo casiinexplorado. Por tanto la mayor la mayor parte de lo que sepuede decirsobre él es provisorio, intuitivo y carente del rigor de la ciencia

 

GREGARISMO Y LIDERAZGOS

 

Yendo a lo que nos interesa, notamos un primer rasgo distintivo de la identidad cultural paraguaya: el empecinado , gregarismodel pueblo". En efecto, el paraguayo piensa y actúa en función de grupos. Ahora bien, ¿de qué grupos hablamos? Un antropólogo decía que en el Paraguay sólo funcionan tres institu­ciones: la amistad, el compadrazgo y el parentescos. Ellas forman espesas redes de interacción que vinculan estrechamente a las personas y les conceden una férrea identidad colec­tiva. Los grupos así formados funcionan como verdaderas tribus contemporáneas, cuya prioridad es la sobrevivencia en un medio hostil, donde deben competir con otros grupos parecidos que disputan el control del cazadero.

Naturalmente, este sistema tiene una explicación. La población paraguaya fue-sigue siendo-predominantemente rural. El porcentaje de gente que vive en ciudades es muy inferior -alrededor del 50%'°- al que existe en otros países iberoamericanos. Una cultura con fuertes raíces campesinas tiene sus consecuencias. La dureza de la vida rural sanciona el individualismo y exige al individuo la integración a grupos más grandes, para hacer frente a todas las adversidades.

Pero sería aventurado trazar una línea tajante entre una cultura urbana, supuestamente cosmopolita, y una cultura rural, de raíces hispanoguaraníes. Además, no se ha explorado suficientemente el impacto de la globalización en la cultura campesina". Por otra parte, hay un detalle significativo: Asunción y dos o tres ciudades de me­nor relevancia crecieron sobre la base de campesinos migrantes, que trajeron su cultura a cuestas. La inmigración extranjera, sobre todo europea, no tuvo el peso demográfico que cambió la fisonomía de muchos países latinoamericanos.

Por tanto, la cultura de las ciudades paraguayas acusan clarasraíces campesinas, que se vuelven más pronunciadas en los cinturones de pobreza .

La solidaridad social, con las acotaciones anteriores (el énfasis en el parentesco, la amistad y el compadrazgo), es un rasgo positivo observable en este tipo de sociedad.

La fuerte influencia franciscana en la evangelización durante la época colonial acentuó esos rasgos con una ideología que jerarqui­zaba esa solidaridad entre los pobres. Hasta mediados del siglo XX, eran muy importantes las órdenes franciscanas, que canalizaban ese sentimiento a través de la religión". Había también formas de tra­bajo en común, como la minga", de la que se conservan numerosos vestigios. La explotación colectiva de campos comunales era otra expresión de esa solidaridad social, con sustentación jurídica en ins­tituciones coloniales que prolongaron su vigencia durante la mayor parte del siglo XIX. Muchos de estos campos, pese a que muchos de ellos fueron engullidos por los poderosos de las regiones respec­tivas, existen hasta hoy.

La solidaridad era, a su vez, fortalecida por los ritos de la vida campesina: fiestas patronales, novenas, velorios y hasta la adhesión a clubes deportivos y partidos políticos.

 

Casi todas estas ceremonias son fortalecidas por elementos del folklore, relacionados con los ciclos vitales de las personas y de las colectividades: el velorio, el velorio del angelito, la fiesta de San Juan con sus reiteradas invocaciones al fuego neolítico, la novena paha (terminación de la novena), la fiesta del kamba ra'anga", el kurusu ára` y varias otras".

El gregarismo acentúa la interacción de unos grupos con respecto a otros. Esta diferencia es observable en la semántica. Quienes forman parte del grupo se reconocen a sí mismos en un "nosotros" excluyente: el oréva, claramente distinto del "nosotros" incluyente el ñandeva. El orekuete (palabra que significaría algo parecido a "los verdaderos nosotros") es una afirmación del grupo primario, donde rigen la solidaridad social y los favores mutuos. Quien se halla fuera de los límites del grupo marcado por el oréva, es estig­matizado con un rotundo péa ndaha’éi ñanderehegua (este no es de los nuestros)'". Prevalece pues el sentido excluyente del grupo.

Su "nosotros" marca a quienes integran el grupo y lo distinguen de los otros, incluso el vecino, el amigo y hasta el familiar. El orekuete ­(los verdaderos, los propios nosotros) es una afirmación del grupodonde rigen la solidaridad social y los favores mutuos. El orekuete ­marca una identidad especial: la familia con respecto al vecindario; los amigos con respecto a los que comparten una conversación; la "barra" de amigos con respecto a los otros jóvenes, el militar con respecto al civil, etcétera.

 

LIDERAZGO

 

La fortaleza del líder es proporcional a la capacidad de distri­buir que tienen sus jefes, exactamente como ocurría con los antiguos mecanismos del liderazgo tribal del Neolítico. Por eso, el liderazgo consiste en la capacidad de distribuir bienes y servicios entre los allegados. El líder guaraní tenía la obligación de dar lo que se le pe­día, a la primera petición. Como pago, recibía la lealtad política de los beneficiarios (mboja= seguidores). Por tanto, estos no se sentían obligados a expresar su gratitud por los servicios recibidos ("fine­zas"), ya que pagaban con creces con su adhesión. El servicio era una obligación y una conducta facultativa; por tanto, no implicaba la respuesta de la gratitud.

La versión moderna del liderazgo no difiere sustancialmente. El deber del líder es proteger al grupo y explotar el cazadero para beneficio de los miembros de este. Por eso, llegar a un cargo público importante obliga a llenar la nómina del personal con amigos, pa­rientes y compadres y, en escalones sucesivos, con los allegados de estos, hasta construir una estructura de mutua protección. Si el líder no lo hace, recibirá como epitafio una expresión casi ritual que, tra­ducida, dice: "No podemos servirnos de él" (Ndikatúi jajevale hese), lo que producirá la rápida deserción de la clientela hacia carpas mas hospitalarias. O más rotundamente, ndovaléi (no sirve), palabra que no significa la incapacidad para hacer frente a las responsabilidades institucionales sino para distribuir los bienes del cazadero entre sus allegados.

El líder llega al poder para distribuir, y esa función le autoriza quedarse con la parte del león'. Es algo muy natural, lo cual explica por qué florecen, sin que nadie pierda el sueño por ello, las majes­tuosas mansiones de los funcionarios aduaneros y de los inspectores de Hacienda. Es que "el que puede, puede; el que no puede, chía ("el que puede, puede; el que no puede, chilla"), y se considerará legítimo y hasta de buen gusto todo ejercicio del mando fuera del marco de la ley. Los allegados contarán con orgullo, a quien les quieren oír, que el jefe (lekaja = el viejo), ("el puro") ha resuelto algún problema en clara violación de las reglas. Si no lo hace, no es buen líder nomandakuaái("no sabe mandar").

Hay más. El líder no es quien aplica la ley: él es la propia ley. Es el estatuto. Por tanto, está exonerado de seguir las normas del orden jurídico. El poder es, pues, un privilegio y no una responsabi­lidad normativa, aunque sí social, en el sentido de la distribución. El líder manda, voz que significa una relación jerárquica vertical con respecto al pueblo. De ahí viene la ley del mbarete (ley de la fuerza), que ejerce quien tiene el mando o el poder económico sobre quien no la tiene.

Quien ejerce el liderazgo como la obligación de organizar la explotación del cazadero, debe mantener vivo el goteo -ñemondyky- para que la adhesión se mantenga estable. Una sucesión de escalones sucesivos irá extendiendo las fronteras de la adhesión. En

el campo político este sistema funciona con matemática precisión.

Por tanto, el reclutamiento de los cuadros superiores y medio de ungobierno se realiza dentro de las fronteras de esa "confianza” palabra que define la cercanía personal con el chaman o caudillo y que no tiene nada que ver con el reconocimiento a méritos, experiencia o formación académica.

Quien no manda, trata de defenderse a su manera. Lo ideal esingresar al entorno del poderoso, de quien dirige la explotación del cazadero. Cuando más cercana sea la relación con el jefe, el sujeto será "confianza" (y no "de confianza") de este. Los de máximo confianza tienen "carta blanca para proceder". Pueden hacer lo que quieren, porque gozan de la protección del jefe, la cual implica la autorización de conductas fuera de la ley. Si no se puede entrar a ese grupo selecto, se buscará recostarse en alguien con poder para que, por la vía del goteo, provea los medios para sobrevivir. Es el vital jepoka, "rebusque" o “jeito", como dirían los brasileños.

 

LOS PARTIDOS POLÍTICOS

 

La toma del poder autoriza a utilizar el Estado como una es­pecie de generoso abrevadero. Quien tiene el control, aprovecha los recursos disponibles, pero con la condición de distribuirlos a los demás.

Los partidos políticos son, en última instancia, verdaderas fe­deraciones de grupos articulados institucionalmente, que comparten una cultura común. Su función es proveer servicios a los asociados, mediante el control del Estado-cazadero`. El control se lograba tradicionalmente mediante la fuerza o la amenaza de fuerza: golpe de, Estado, guerra civil.

 

El poder autoriza, de paso, a saquear a los demás. Esto es natural, porque la distinción entre la sociedad y el Estado es muy di­fusa, vaguedad que se transmite al botín que puede ser obtenido de cualquiera de ellos. Son paradigmáticas las anécdotas y aforismos de nuestra historia política. Una de ellas, ubicada en la guerra civil de 1922, describe a un uru (jefe), que se presenta ante el jefe• revolucionario a ofrecerle un grupo de combatientes, obrajeros del Alto Paraná. Pero pone una condición irrenunciable: violación ha saqueo libre. En el mismo sentido, la anécdota atribuida al caudillo montonero José Gill quien, cuando vio que su tropa desfallecía en Ypacaraí, antes del asalto final a la capital, pronunció una anécdota escueta pero elocuente, pese a que su parte principal fue expresada sin palabras. Según el mito, con tres gestos descriptivos Gill prome­tió a sus hombres comida, sexo y saqueo.

En una época democrática, desde 1989 en adelante, esto ocurre mediante elecciones generales. Como la competencia democrática es muy intensa, es vital la consolidación de las redes de confianza. Es que el carácter competitivo de la democracia exige movilizar a mucha gente, y a mantener toda una legión de militantes rentados. Es imperioso, por eso, aumentar la distribución. El "estado patrimonialista" -el "ogro filantrópico" del que hablaba Octavio Paz-, debe aumentar su volumen para satisfacer a la creciente clientela lohace el gobierno, desde el control del poder administrativo central; lo hace la oposición, desde las posiciones que obtiene en municipios y gobernaciones.

Por eso, el número de empleados públicos se ha duplicado en poco más de una década de transición democrática. Allí se forma el "ejército de arrimados" que constituye un "conglomerarlo hete­rogéneo de amigos, familiares, privados y protegidos" (...) una gran familia política ligada por vínculos de parentesco, amistad, compa­drazgo, paisanaje y otros factores de orden casado. El patrimonialis­mo es la vida privada incrustada en la vida pública.

La cohesión social dentro de los partidos es reforzada por una compleja simbología, Los elementos simbólicos substituyen casi to­talmente a las elaboraciones teóricas y programáticas. Es curioso, en ese sentido, observar la importancia que tienen los colores, la mú­sica y las tradiciones colectivas, con sus mitos fundacionales y sus héroes ejemplares. Intuyo que los colores evocan, a lo largo de os­curos mecanismos del subconsciente, el mismo papel que represen­taban las pinturas y tatuajes del hombre del Neolítico. La música sugiere, a su vez, los himnos sagrados de nuestros antepasados. Para ellos, la danza (jeroky) y la oración (ñembo’e), conducían el estado místico (aguyje)" que proveía la ingravidez que permitía volar hasta la fierra-sin-Mal (Yvy-Marane’y"), donde no existen la enfermedad, el hambre ni la muerte.

Los dos partidos tradicionales se hallan profundamente vinculados con la cultura popular. Más aún, son parte de ella. Por eso do­minan el escenario político. Fundados en 1887, cada uno de ellos se identifica a sí mismo por oposición al otro. Esa diferencia se sustenta sobre símbolos, tradiciones y sistemas de liderazgo, mucho más que sobre programas o doctrinas. Lo que importa, además del contenido simbólico de cada identidad, es el mecanismo de prestaciones mu­tuas, del mismo modo que ocurría antes de la Clonia.

Esto explica, en parte, por qué los partidos ideológicos no han podido crecer en el Paraguay. Aferrados a sus abstracciones, desde­ñosos de las simbologías, no son comprendidos por el pueblo. Ofre­cen paraísos instalados en el tiempo, en el futuro, que no pueden competir con el paraíso instalado en el espacio, propuesto por el partido que, en el peor de los casos, siempre deja gotear algo. Lo importante, y esto tiene un sentido práctico, participar ahora en el sistema de distribución que esperar paraísos cuyos profetas no se han mostrado distintos cuando tuvieron la posibilidad de administrar  recursos públicos. Los sectores urbanos, algo más perneabilizados por las ofertas culturales que difunden los medios masivos de comunicación, buscan otras opciones políticas. Pero no pueden ir mucho más lejos de donde terminan las barriadas suburbanas de la capital

 

EL ESTADO

 

El Estado es una abstracción jurídica política. El poder no es un conjunto de facultades y deberes reglados por la ley. Es, en cam­bio, el control del Estado-cazadero y la aplicación de toda clase de técnicas extractivas, en el menor tiempo posible. Quien tiene el po­der, explota el cazadero a su gusto, pero está obligado a distribuir parte de los bienes y servicios obtenidos a lo largo de una dilatada cadena de relaciones. El Estado no es visto como una abstracción jurídico - política, como un organismo encargado de proveer una serie de servicios a la totalidad de la población, sino como el es­pacio donde forrajea el grupo dominante. Este se comporta como el propietario del cazadero, con derecho a excluir de su uso a los demás. El resultado es que el patrimonio público no se distingue del patrimonio privado".

Esta manera de concebir al Estado como un cazadero y al poder como un botín de guerra conspira directamente contra la posibilidad de fortalecer los mecanismos institucionales para promover el creci­miento económico global y el bienestar del pueblo". El sistema persiste a través del tiempo. A comienzos del siglo XIX Rafael Barret" decía que en el Paraguay el único partido es el del presupuesto estat­al. Por todo eso, los partidos funcionan como agencias de empleos públicos y como organismos dispensadores de bienes y servicios, generalmente extraídos del Estado, a sus asociados''. Expropian en su beneficio lo que pertenece a la sociedad.

La ideología y el programa desempeñan un papel muy secun­dario en la vida partidaria, aunque las reglas de urbanidad electoral exigen que se los mencionen en los discursos y documentos públi­cos, para felicidad de los politólogos y de los observadores interna­cionales. Pero, en realidad, son sólo ritos o formalidades a las que no se da mucha importancia.

En resumen, el sistema político y social exhibe complejos sis­temas de relaciones horizontales y verticales, con sus respectivos códigos. En las primeras -horizontales-, rigen los vínculos de la familia, la amistad y el compadrazgo que robustecen el grupo. El liderazgo se legitima con la distribución a sus mboja. En las segundas -verticales-, hay dos códigos, según que la relación sea de arriba para abajo o viceversa.

En la primera, se aplica la consabida ley del mbarete, del fuerte sobre el débil. Este, a su vez, emplea diversos mecanismos defensivos entre los que descuella la ley del ñembotavy, con sus infinitas variantes de simulación de debilidad y acatamiento. Pero cuando quienes se encuentran en ese escalón atisban la menor posibilidad de acercamiento al poder, ponen inmediatamente en marcha los sutiles mecanismos del jepoka.

 

 

EL "DESTINO IRREMEDIABLE" Y LA MAGIA PAYÉ

 

Hay otros elementos más sutiles, más intangibles, que también deben merecer la atención de los científicos sociales. Por ejemplo, aquellos que se encuentran en la cosmovisión del paraguayo. Allí se encuentran elementos que influyen muy directamente en su capa­cidad de actuar con sentido proactivo, y en función del futuro. Por tanto, nos exigen una aproximación.

En primer lugar, se encuentra cl concepto de que toda persona tiene un destino trazado, que se cumplirá inexorablemente. Nada podrá apartarnos de él. Esta convicción aparece reiteradamente en el cancionero popular. Allí encontramos versos como los de Emiliano R. Fernández-“mi destino irremediable se cumplirá conmigo"-­mi destino irremediable oñecumplíta cherehe-, que, en una de sus canciones más conocidas, proclama la imposibilidad de apartarse de la senda preconcebida. En efecto, el exacto momento de la muerte está señalado desde el nacimiento. Nadie morirá en la víspera (Na­ñamanói la vísperape). Nada podrá hacerse para evitar la muerte, deuda que debemos desde siempre (la muerteco jadevevoínte). Lo que está trazado, ocurrirá inexorablemente. Ya está en mi planeta (Oimema cheplanétape) y nada podrá apartarme de ese camino.

Esta cosmovisión no concede mucha trascendencia al esfuerzo humano. El éxito no es el fruto del trabajo, sino del favor del desti­no, cuyos motivos son inescrutables. Por eso, el hombre se refugia en una actitud pasiva, pesimista, a la espera de algún signo de que las fuerzas de lo desconocido le reservan algo mejor. Total, los seña­lados para ser ricos, ya lo son, y los señalados para ser pobres, tam­bién lo son (la irrikorã irricopáma, mboriahurá imboriahupama), y ese reparto no podrá ser cambiado. Los rayos sólo caerán sobre el pobre (imboriahu akã’arimante ho’a rayo), quien no podrá hacer nada por evitarlo.

En segundo lugar, esta creencia en la fuerza del destino se com­bina con la idea de que el tiempo se renueva cíclicamente, también típica de las sociedades arcaicas, según nos dice Eliade. El mundo es una rueda que gira lentamente (el mundo es una rueda, ojeréva mbeguekatu)'". Las cosas que fueron, volverán a ser. Lo que estuvo abajo, estará arriba. En algún momento, la tortilla se dará vuelta. Sólo hay que esperar, para tener a mano la oportunidad. Quien nos ha hecho un agravio caerá en nuestras manos algún día, y el tiem­po nos ofrecerá la ocasión de la venganza (Ángãnte jájotopane tape po’ipe = "ya nos encontraremos en el sendero angosto").

Sin embargo, esta creencia es simultanea con otra, que pare­ce contradecirla: la suerte propia o la desgracia ajena pueden ser logradas mediante la manipulación de fuerzas mágicas. El payé, la magia a distancia por excelencia, cumple esa función a través de

la intermediación del payesero, el dueño de las palabras apropiadas. Estas ahuyentarán el mal o protegerán al usuario. En ambos casos, la consecuencia será la misma: tampoco sirven para nada el esfuerzo personal, la disciplina y la planificación los que permitiran la acumulación de bienes que constituye el primer peldaño de una sociedad capitalista. Será la obra del destino o el dominio de fuerzas sobrenaturales.

Si a todo ello le agregamos la sobrevivencia solapada de una ética católica muy tradicional, tendremos un cuadro más completo. Ella mira con desconfianza la acumulación, meta que constituye el motor de la sociedad moderna, regida por la competencia. En esta carrera, quedan excluidos quienes no logran reunir bienes materiales suficientes.

Por eso, nos encontraremos con una estructura mental poco fa­vorable a la disciplina, al esfuerzo individual, al ahorro, a la previ­sión y a la acumulación, rasgos típicos de la ética capitalista. Ahora bien, la conclusión inconsciente puede ser alarmante: como la rique­za es el resultado de la acción del destino, del azar o del dominio de fuerzas más o menos mágicas, quienes la tienen tal vez no la me­recen. Simplemente fueron favorecidos por fuerzas sobrehumanas. Por tanto, si se quiere exagerar el análisis, despojarlos de sus bienes tampoco es un pecado que merezca la furia del cielo.

 

 

EL PENSAMIENTO ANALÓGICO

 

Un proyecto de país exige una visión estratégica. Ella supone a su vez, una metodología y un discurso racional. Lo racional, y so­bretodo lo científico, como sabemos, alude más al método utilizado para llegar a una conclusión que a la conclusión misma. Alcanzar el nivel del pensamiento cientifico no es nada fácil. Las elites que to­man las decisiones no están acostumbradas a razonar en términos de visión estratégica. Más aún, desconfían de quienes la emplean. Pre­fieren ocuparse de los problemas a la usanza tradicional: sin llegar al análisis de las causas. Es que el pensamiento popular paraguayo sigue siendo prevalecientemente analógico, más cerca del lenguaje poético que del lógico aristotélico. Su método es el de la metáfora, la comparación, la parábola. El discurso lógico se encuentra, por tanto, casi ausente. En el mejor de los casos, el pensamiento llega a la doxa (opinión, parecer, juicio conjetural), que prevalece sobre el episteme (el conocimiento, la ciencia), característico de un saber organizado y fundamentado. Un saber que permite alcanzar la verdad sin error, o que, por lo menos, se presta a una opinión resistente a la refutación.

Esto se advierte fácilmente en la expresión del pensamiento: un código de medias palabras, de sobre entendidos, de metáforas, donde muchas veces el silencio vale más que las palabras. Basta con po­nerse a escuchar cualquier exposición o discusión en público, para registrar una sucesión de largos circunloquios jalonados de anécdo­tas, comparaciones, quejas y digresiones. Esto es digno de verse en las discusiones parlamentarias, en las asambleas de las asociaciones y en toda clase de grupos que deliberan. Incluso en reuniones de profesionales.

Por tanto, se abordan los problemas desde una perspectiva pe­riférica, sin llegar al núcleo; una perspectiva coyuntural, y no estruc­tural; una perspectiva que se detiene ante la epidermis pero no llega al meollo (karaku) de los desaflos. Se ocupa de apagar el incendio

pero no deja de acumular el material inflamable en el mismo sitiodonde brillaban las llamas. Sus soluciones son inmediatistas, de corto plazo. Mirar más lejos y a largo plazo no tiene sentido. Lo que se prolonga en el tiempo termina por descomponerse. Como dice elrefrán:

"Lo que se alarga se tuerce" (Ipukuro ikaremante va’era).Cuando se trata de problemas sociales que se encuentran en el tras­fondo de la pobreza, las respuestas serán de tipo asistencialista, que se caracterizan por eludir la búsqueda de soluciones estructurales'-. Es posible atribuir buena parte de esta deficiencia a la crónica endeblez de la formación académica en todos sus niveles; a los co­legios que apenas arañan las fronteras del conocimiento básico; a las universidades que imparten conocimientos pero que no enseñan a pensar. En cierto modo podríamos decir que estamos mal porque pensamos mal; es decir, sin el empleo de los instrumentos propios del episteme. Y pensamos mal porque no se nos enseñó a pensar bien, con rigor, con precisión.

En el fondo, no es difícil evocar el método discursivo neolíti­co del aty guasu (reunión grande) de la aldea tupí-guaraní, que se caracterizaba por interminables exposiciones de los participantes, salpicadas de ejemplos, parábolas y evocaciones, antes de la toma de decisiones importantes de la aldea.

Este lenguaje casi esotérico debe ser comprendido para no caer en equívocos. Por ejemplo, el paraguayo es reacio a pronunciar una negación. La negación no será pronunciada, y el interlocutor deberá deducirla o interpretarla del contexto de la conversación. La res­puesta a una pregunta o a una propuesta será generalmente afirmati­va, pero esta afirmación no tiene que ver con el consentimiento sino con la cortesía, con una demostración de amabilidad. Ahora bien, si la respuesta es un no, lo cual sería una rareza, esta negación debe ser tomada al pie de la letra. Quien dice no, dice no; quien dice si, no dice nada.

 

 

LA CULTURA DE LA ASTUCIA Y DE LA SIMULACIÓN

 

 

En una sociedad donde no se premia el esfuerzo, y donde la propia cosmovisión no concede gran importancia a este, es natural que no se conceda mucha importancia a la disciplina, a la eficiencia y a la puntualidad.

Total, no son elementos que servirán de mucho para alcanzar el poder, el prestigio o la prosperidad de las personas.

Por eso, la famosa "hora paraguaya" es una hora después de la señalada, y a veces más. Por eso, el trabajo se realiza de acuerdo con la fórmula del vai vai ("mal que mal"), "a lo Luque", "a lo Chaco", que expresan maneras de trabajar sin rigor, sin sentido sistémico y sin control final.

"Mal que mal como para tener suerte" (vai vai suerteráicha), dice el descriptivo aforismo popular, que nos está diciendo que para tener suerte en una empresa es contraproducente utilizar mucho rigor.

La suerte acompañará a quien realice la empresa de cualquier modo.

Claro que el resultado final adolecerá de defectos notorios que, en la primera oportunidad, aparecerán en la superficie.

Si se adopta un criterio exigente en la realización de algún tra­bajo, este rigor sólo se aplicará en los primeros tramos, pero se lo abandonará después, salvo que se ejerza un estricto control.

La excelencia será sólo un maquillaje en el punto de partida. Aquí, dentro de este contexto, aparece otro rasgo persistente de la cultura popular: la jerarquización de la astucia (pokare), que in­cluye diversas tácticas de simulación y camaleonismo, las tretas delburlador, como mecanismos para relacionarse con los demás. Se presume que el éxito depende de la capacidad de engañar. Esto vale para el comercio, para la política y para la guerra. La literatura popular revela la fuerza que tiene el pokare en el núcleo cultural paraguayo.

Lo notorio es que la cultura enaltece al célebre Perú Rima, el burlador por- excelencia, un personaje de la picaresca española pa­raguayizado por el mestizaje, quien construye su fortuna engañando al obispo y al patrón.

Los recursos de la astucia son incontables. Entre ellos, la si­mulación de debilidad; el truco de "achicarse" (oñemomichi) ante el poderoso, para poder aprovecharse de él. Allí aparecen las conoci­das técnicas de hacerse el muerto (oñemomano), o el tonto (oñembotavy), y hasta actitudes descritas por metáforas ingeniosas como "volverse hojas de mandioca" (oñemo mandi'o rogue), que no sir­ven para nada; pasando por las supuestas expresiones de servilismo: "mi ,jefe", che uru, "maestro`', "profesor" y hasta el otorgamiento de cargos militares, como "comandante". La sabiduría popular consistirá en conocer las estructuras del poder para aplicar los sutiles mecanismos del jepoka. Para ello, hay que conocer a fondo la organización interna del poder para actuar correctamente. Quien conoce esos secretos, triunfará. Dos expresiones populares definen al poseedor de este conocimiento: "Conoce cómo hay que clavarle al cerdo (Oikuaa lakure kutu) y "sabe por dónde orinan las gallinas”,­(Oíkuáa móovyto okuaru ryguasau).

Pero esa aparente sumisión es engañosa. Se trata de una finta, de una treta para sobrevivir decorosamente, un disfraz que se viste de los signos externos de la lealtad. Esta durará lo que dure el mando, del jefe. Por eso, las adhesiones deben ser vistas con desconfianza. Son sólo ritos, expresiones de apoyo al superior que son obligatorias para quien se encuentra en el peldaño inferior.

El engaño, la simulación, el pokare confluyen para legitimar una cultura de la ilegalidad que se complace en eludir el sistema normativo para construir una sociedad basada sobre el predominio de quien puede más porque tiene dinero o poder. Por tanto, la ley positiva es sólo para los débiles. Estos, a su vez, se vengan dando la espalda al sistema normativo. De allí surge una anomia enraizada férreamente en la sociedad paraguaya.

El menosprecio a la normatividad, infesta todo el sistema de interacciones sociales. La insuficiencia normativa no ocurre por au­sencia de normas sino porque su cumplimiento no es percibido como obligatorio. Cuando se borran todos los límites, los deseos y las

pasiones se vuelven desmedidos, como observaba Emile Durkhein, a fines del siglo XIX. Nace así un estado social de crispación y ansiedad por lo infinito-la passion de l’Infini-como sostenía este autor.

La ausencia de normas vinculantes se traduce en un estado de desorganización social. Al amparo de la anomia florecen la piratería marcaría, el mercado de vehículos robados, el contrabando, las uni­versidades que en realidad son mercados donde se venden títulos en vez de gaseosas y embutidos, la usurpación de derechos autorales y, en general, la extendida cultura de lo mau, voz que designa todo lo que es falso, "trucho", ilegal.

La anomia se nutre del descreimiento en las normas y en los órganos encargados de dictarlas y ejecutarlas. Aquí encontramos un Congreso cuya imagen se halla seriamente deteriorada; un poder ad­ministrador sospechado de corrupción y un sistema de justicia inefi­ciente, burocratizado y que reproduce todos los vicios de la cultura paraguaya, incluyendo el supuesto de que la ley sólo cae sobre los más débiles, dejando a los poderosos fuera del alcance de la perse­cución penal.

Es natural que una cultura con estas características no resuelve los conflictos sino que los deja agotarse por su propio impulso, o alcanzar niveles explosivos que los vuelven incontrolables.

Esto se nota, entre otras muchas cosas, con los problemas so­ciales, que no encuentran solución. Toda iniciativa termina de bal­de (oparei), y es preferible no intervenir porque no se conseguirá nada. La población espera que el Estado lo resuelva todo, y solo atina a refugiarse en sus propias respuestas, refugiada en sus grupos primarios, prescindentes de lo que ocurre en la sociedad nacional. Al fin de cuentas, el que se mete donde no lo llaman siempre termina mal (iñekuáva osevai ara katuete).

 

 

 

ORDEN FAMILIAR Y MACHISMO

 

 

Otro elemento fundamental de la cultura paraguaya, que gra­vita sobre las posibilidades de crecimiento del país, es el machis­mo, rasgo cultural típico de pueblos con poca educación formal, con estructuras sociales arcaicas y con fuerte origen campesino. Este rasgo, que privilegia el papel del varón en el grupo familiar, se de­lata en una serie de actos que parecen triviales: el hombre tiende a adelantarse a la mujer cuando caminan juntos; cuando se toma mate en grupo, la función de cebarlo recae en la mujer. La cocina, la administración del hogar y la educación de los hijos forman parte también del conjunto de responsabilidades que limitan y confinan a la mujer dentro de un espacio reducido. Al machismo se le debe la paternidad irresponsable, fenómeno que hasta ahora no ha merecido una atención preferente de ninguna política de estado. El elevado número de hijos es un fenómeno complejo, sin duda. Sus efectos negativos en la mujer son bien conocidos. Una alta tasa de natalidad conspira contra la salud de la madre, erosiona la economía familiar y crea problemas muy difíciles de resolver en materia de educación y alimentación. No obstante, la moneda tiene otra cara. El alto número de hijos es considerado un valor positivo, un motivo de orgullo para el hombre. Se alimenta de la creencia de que constituye una prueba de la virilidad y, por eso, un motivo de prestigio".

Para la madre soltera o abandonada, una prole numerosa es , además, una inversión a futuro, algo explicable en un país que carece de un seguro social masivo.

Desde otro punto de vista, la natalidad masiva golpea las puertasde una sociedad absolutamente incapaz de proveer servicios puestos de trabajo a todos los que van llegando a la mesa. La exclusión es inevitable, y ella empuja inexorablemente a sus victimas hacia las franjas de la marginalidad social. El machismo, por tanto, además de constituir una ideología legitimadora de un orden social excluyente en cuya cúspide se encuentra el varón, se erige de ese modo en un factor de reproducción de la pobreza extrema.

Se trata, a todas luces, de un factor negativo, que conspira di­rectamente contra el desarrollo económico y social e incluso con­tra la consolidación del sistema democrático. Aunque cada vez más debilitado, todavía constituye una sólida ideología que plantea una grave exclusión, fundada en el género, del proceso político, social y económico.

Los excluidos no pueden adquirir el conocimiento (arandu) ni las destrezas (katupyry) indispensables para obtener la seguridad y el bienestar por sí mismos. Por tanto, sólo pueden refugiarse en los mecanismos de la cohesión tribal y en el dominio de fuerzas sobre­naturales para sobrevivir dignamente. Además, aunque los tuvieran, tampoco les serviría de mucho: el ascenso a la cúspide de la pirá­mide no pasa por los peldaños del arandu ni del katupyry, sino de la inserción en el entorno de los poderosos. En vez del arandu o el katupyry, lo que realmente funciona es el jepoka, el camino torcido. Estos mecanismos permiten la reproducción indefinida del sistema.

En el fondo, como se ve, el problema de la pobreza descan­sa sobre mecanismos institucionales, ligados a la mediocridad de la educación, y a las estructuras de poder y de liderazgo. La propia co­rrupción paraguaya, por ejemplo, tan denostada mundialmente, no

es un rasgo histórico inexorable. Es la consecuencia de situaciones coyunturales favorecidas por el contexto internacional, y estimula­das por un sistema político excluyente que impidió, durante varios años, toda forma de libertad de expresión. De esta manera, se fue forjando una cultura de la impunidad que convirtió a la corrupción en una practica natural y legítima.

 

 

 

VALORES POSITIVOS

 

 

Este relevamiento de algunos rasgos y actitudes propios de la cultura paraguaya (el ñande reko) parece indicar barreras que gra­vitan negativamente sobre las posibilidades de desarrollo del país. Estos rasgos legitiman una sociedad basada en la exclusión social y de género. Ello me parece indiscutible. Las consecuencias son muy graves. Pero estas actitudes se nutren principalmente de la ausencia de educación o de la extrema endeblez de la que se imparte en las escuelas.

Dentro de este contexto, y en una sociedad que ofrece pocas opciones de crecer como persona, el paraguayo debe utilizar todos los trucos miméticos posibles para adaptarse a la situación. Esta cul­tura camaleónica tiene, sin embargo, su lado positivo. Donde va, el paraguayo adopta rápidamente los hábitos que le permitirán ser aceptado por los demás y, por tanto, ocupar un lugar en el cazadero, en igualdad de condiciones con sus ocupantes anteriores.

Es probable que la misma actitud acomodaticia ante el destino y el azar, hace que el paraguayo se adapte fácilmente a las situacio­nes más difíciles. Su maleabilidad es una característica que todavía no ha sido bien estudiada, pero que es observable en los grupos demigrantes instalados en otros países. Bastará con unas semanas de radicación en un país extranjero para que adopte los modismos y la tonada característicos de ese lugar. Incluso aquellas que exigen una disciplina muy distinta a la que prescriben las prácticas locales.

Esto implica también la aceptación de los modelos políticos y los liderazgos, tal como son. Por ejemplo, es curioso que después de pasar por la dictadura más larga de América Latina, el pueblo haya adoptado rápidamente la democracia, sin forcejeos, sin violencias, sin sobresaltos. Hasta el punto de que, de la noche a la mañana, quienes eran incondicionales seguidores del dictador se transmuta­ron en sujetos más demócratas que Abraham Lincoln. Esa capacidad de adaptación, cuando el marco institucional es favorable, es un re­curso que ya ha sido comprobado en diversos procesos de cambio tecnológico e incluso institucional.

Otro aspecto positivo, igualmente fundamental, es la solidari­dad social, hasta ahora mal orientada. Pese a la política suicida de fomento de la mendicidad colectiva patrocinada por el gobierno, y de ceder a toda clase de reclamos sin exigir contrapartidas de ningu­na clase, la solidaridad entre los pobres muestra una gran capacidad de sobrevivencia. En los barrios, los vecinos se organizan para pagar el pavimento, construir puentes y realizar obras diversas. Es muy frecuente la realización de rifas y "polladas" para recaudar fondos destinados a socorrer a alguna persona víctima de una calamidad, pa­gar una intervención quirúrgica, y otros. Ahora mismo, en diversos barrios de la capital y poblaciones del interior, se están organizando grupos de autodefensa para mejorar las condiciones de seguridad. Ante la ausencia de un sistema punitivo eficaz, los propios vecinos se están movilizando ellos mismos, espontáneamente, para combatir a la delincuencia". Si bien puede cuestionarse la legalidad de estas

iniciativas, no puede dudarse que ellas revelan claramente la solidaridad social que existe entre los vecinos.

Otro capítulo decisivo es el papel de la mujer en el proceso de desarrollo y en el fortalecimiento de la justicia y de la equidad como ejes de la sociedad. Pero hacen falta mecanismos jurídicos, educa­cionales y de salud pública que fortalezcan la dignidad de la mujer un problema crítico es entregarle la educación suficiente como para que sea capaz de decidir responsablemente en materia reproductiva. Esto supone liberarla de su función actual, que se parece mucho a la de una máquina de parir para demostrar la virilidad de su esposo o compañero. Sin olvidar que los partos muy seguidos dejan secuelas negativas en la salud de la mujer.

Por otra parte, hay un hecho fundamental que tiene fuertes im­plicancias económicas. Un relevamiento de las PYMES (pequeñas y medianas empresas) encontró que la inmensa mayoría son gestiona­das por mujeres. En efecto, el potencial de la mujer en el desarrollo empresarial es muy grande, pero exige un apoyo firme y sostenido, más allá de la retórica. La mujer puede ser, no tengo duda de ello, el eje de un programa de desarrollo empresarial, que será mucho más útil para elevar su libertad, su dignidad y su autoestima que las estridencias y el fundamentalismo de ciertas formas pintorescas del feminismo.

Para todos los casos, hombres y mujeres, la deficiente educa­ción es, desde luego, una barrera fundamental. Hasta hoy, la educa­ción formal sólo provee herramientas mínimas.

La educación primaria básica es deficiente, agravada por altas tasas de deserción, y alcanza niveles cada vez más deplorables a medida que las escuelas se alejan de la capital. Incluso el sistema universitario, ahora deformado por la multiplicación de universida­des privadas, se ha convertido en una gigantesca empresa de venta de títulos para un torrente de graduados que carecen del respaldo de conocimientos básicos en las disciplinas que supuestamente aprendieron en las aulas. Una Reforma Educativa que se encuen­tra en plena etapa de aplicación tal vez podría aportar innovaciones importantes.

La capacidad de adaptación es, igualmente, un factor favorable. Portanto, si existen los mecanismos institucionales apropiados, el paraguayo podrá adoptar con relativa facilidad técnicas, practicas y conocimientos propios de las sociedades modernas. La experiencia demuestra que, en condiciones adversas, como las que se viven en países con marcos normativos más exigentes, el paraguayo funciona normalmente de acuerdo con las reglas establecidas.

En resumen, la lucha contra la pobreza, si bien reconoce algu­nas barreras culturales que reclaman un tratamiento antropológico adecuado, pasa inexorablemente por soluciones que pueden ser al­canzadas si existen las condiciones políticas adecuadas, dentro de un orden jurídico bien instalado, capaz de proveer la seguridad jurí­dica indispensable para las necesidades estratégicas del desarrollo. Pasa también por un sistema generalizado de educación formal, que ofrezca oportunidades concretas a grandes masas de población que hoy sólo reciben rudimentos de las disciplinas básicas, y que resta­blezca el olvidado requisito de la excelencia en el sistema universi­tario, convertido hoy en una fábrica de ignorantes titulados.

Y pasa, desde luego, por políticas sociales que ataquen a fondo las actuales condiciones que favorecen la exclusión social, de géne­ro y la que existe entre las regiones que hoy ofrecen la imagen de un país profundamente dividido en compartimientos estancos, muy difíciles de atravesar. Sin esas políticas, que implican decisiones que necesariamente entrarán en colisión con una espesa red de intereses creados, la lucha contra la pobreza se hará, inevitablemente, cuesta arriba. Y esta, por su parte, generará una serie de conflictos de im­previsible violencia.


 

EL HUMOR PARAGUAYO

 

 

¿Cuál es la peor tortura? Depende. Es que cada pueblo tiene sus modalidades; cada época cambia de gustos. Lo que es tortura para un individuo, puede ser muy divertido para otro. Incluso tierno. Para muestra, un botón: los latigazos, que causan horror a la mayor parte de las personas, son, para algunas, caudalosa fuente de placer.

En algunos países, un prisionero era desollado vivo, y su piel destinada a la encuadernación de libros. Los verdugos franceses partían los huesos de un prisionero, uno por uno, con un enorme martillo. Los ingleses usaban el potro, o los carbones encendidos. Los mongoles eran muy respetuosos de la dignidad de sus príncipes: como tenían prohibido derramar su sangre, los metían en una bolsa de fieltro y les pasaban encima una caballería.

Creo que, en el Paraguay, la peor tortura sería una pluma de gallina en la palma de los pies. Con ello, se provoca al prisionero una tempestad de carcajadas que hasta podrían producirle un paro cardíaco. De paso, digamos que la tradición sostiene que Pietro Are­tino, el famoso poeta satírico del Renacimiento, murió de risa.

Esque la risa puede ser algo peor recibido que un vómito: una tragedia. Cuando el Creador modeló al paraguayo (y a la paraguaya, si queremos aplicar la famosa cuestión de género), creyó oportuno dotarlo de estoicismo y resignación. Pero le negó rotundamente el sentido del humor. Además, le retaceó la capacidad de síntesis y como ya lo notó el agudo Fa-Re- el sentido de la medida. Algunos dicen que esta lista de flagrantes omisiones incluye el sentido del ridículo.

Por un chiste -bueno o malo- al periodista Roberto Thompson Molinas le hicieron recorrer los fortines del Chaco. Por una carica­tura suspendieron durante varios días la aparición de Última Hora. Por su célebre "Constitución", a Toto Acosta lo tiraron al exilio, del que recién pudo volver después de veinte años. Por sus caricaturas y compuestos, fue clausurado el periódico "El Pueblo". Por su colum­na "El Trepador", fue clausurado el semanario "El Radical".

Esta falla estructural hizo que el inolvidable Benigno Riquel­me--Maligno, para sus amigos- bautizara al Paraguay con el huraño nombre de Mborelandia. Me parece apropiado. Mucho más que Pu­tiferio, expresión acuñada por Eugenio A. Garay, a quien conocemos mucho más por sus hazañas guerreras que por su admirable humor. Se recuerda su famosa nota de renuncia al Club Unión después de haber entrado a caballo. El motivo alegado: no podía pertenecer a un club que permitiese entrar a un jinete. Desde luego, ambos eran excepciones en el vasto páramo de la argelería paraguaya.

A un paraguayo (o paraguaya) se le puede mentar a la madre, pero no tomarle del pelo. Una broma le es algo tan ignoto como un agujero negro en el cosmos; tan espantoso como sentarse sobre una mboichiní.

Sacará el cuchillo, el revólver, la metralleta o la pinza para ce­jas, según el caso. Responderá al punto con un disparo a quema­rropa, una andanada de insultos, un desafío a duelo o una patética explosión de histerismo. Tengo algunos ejemplos recientes que me encantaría compartir con el lector, pero el espacio no lo permite.

Una broma, fácilmente comprensible como tal por alguien con más de cien neuronas que un orangután adulto (es decir, todavíano corroído por la arterioesclerosis) es tomada más en serio que un libro de logaritmos. Y una palabra, un gesto o una frase, que tienen su claro sentido hilarante dentro de su contexto, son extraídas de éste para convertirlas en la bandera de la jihadh (la guerra santa), el hara-kiri ceremonial o el homicidio atroz. Definitivamente, el senti­do del humor se halla ausente del universo de la cultura local.

Sería ofender al auditorio postular que el humor sólo puede florecer en una democracia. Eso, cualquiera lo sabe. La historia es fatigosamente ilustrativa de esta afirmación, con ejemplos que po­drían llenar enciclopedias enteras. El Paraguay no es una excepción. Medio siglo de oscurantismo, regido por un fascismo revestido de matices folklóricos, pueden confirmarlo hasta el vómito.

Como no podía ser menos, el oscurantismo buscó igualar al pueblo con un rasero no sólo político sino también cultural y, por ende, eminentemente ideológico. El rasero era la mediocridad. Has­ta tal punto que el sistema funcionaba sobre la base de un aforismo, prestado de la antigua Roma: "En el Paraguay no sólo hay que ser bestia, sino parecerlo". No se puede negar que el esfuerzo para ad­quirir esa apariencia externa, mezcla de yeti del Himalaya y de tro­glodita de Altamira, fue tenaz y coherente.

Para asegurar el encuadramiento, nació una cultura oficial, con sus próceres, sus mitos, sus fantasmas y sus rituales. Había que repe­tir, a coro, un discurso ajustado a un rígido libreto que tenía previstas hasta ciertas palabras claves, y la manera en que debían ser emplea­das. Cada reunión social, cada fiesta, cada ceremonia, estaba marca­da por un módico glosario de unas veinte palabras ceremoniales. Y, naturalmente, de un repertorio musical igualmente omnipresente.

El humor fue, como era inevitable, un arma de lucha contra el sistema; una forma de asegurar la limpieza del alma. En la década de 1940 hubo algunos ejemplos que la historia no debiera olvidar. Entre ellos, el sainete "Honorio Causa", alusión al título de doctor Honoris Causa, que la Universidad de Columbia había otorgado al dictador Higinio Morínigo, dentro de la política de Roosevelt de mantener bien alineados a los gobernantes latinoamericanos durante el conflicto con el Eje.

Nivel antológico tiene, sin duda, y en la misma época, la famo­sa carta abierta del "Mariscal del Aire y jefe supremo de la escua­dra submarina del Gran Paraguay", una burla sangrienta contra el chauvinismo que impregnaba el discurso oficial. La supuesta nota, fechada en 1944, estaba dirigida al entonces coronel Bernardo Aran­da, con motivo de la reciente publicación de un libro sobre los pro­blemas nacionales.

Abogaba Aranda por la substitución, con productos nativos, de la mayor parte de los bienes importados. Y reclamaba el incentivo a la natalidad, para que el Ejército tuviese los soldados suficientes para defender la soberanía nacional de imprevisibles agresiones ex­tranjeras. El Mariscal del Aire, al adherir calurosamente a las tesis nacionalistas del coronel, denunciaba un colegio católico donde la autocomplacencia, practicada por los internados, había restado in­gentes efectivos a la defensa nacional. Sin olvidar a un conocido ho­mosexual de la época, a quien se responsabilizaba de haber restado al "no menos del efectivo de un cuerpo de ejército, con sus tres co­rrespondientes divisiones motorizadas, cuerpo de comunicaciones, división de paracaidistas y plana mayor". Y, con respecto a la subs­titución de importaciones, le recomendaba no olvidar que, en vez del foráneo papel higiénico, recomendaba la chala del maíz (avati ykue), producto nativo por excelencia.

La Policía buscó infructuosamente, en todo el Paraguay, al anónimo autor de esa pieza magistral. Hoy sabemos que fue el perio­dista Germán Chávez, entonces corresponsal de The United Press en Asunción. No lo hubiera pasado muy bien si se hubiese descubierto su autoría.

Y conste que la del general Morinigo era una especie de "dicta­blanda", que hasta podía caer en procedimientos casi caballerescos. En comparación con las dictaduras que vinieron después, la de Mo­rínigo podría ser comparada con un monasterio de cartujos, siempre inclinados sobre sus salterios y canturreando inacabables himnos gregorianos. Puede decirse que, pese a constituir una dictadura militar, podía tener modales relativamente civilizados.

Unos años después, estalló la guerra civil de 1947. Sobre su resultado, nació un modelo de Partido-Estado, que fue invadiendo todos los espacios de la vida nacional. Nuestros hermanos argentinos, con ese jubiloso sentido de fraternidad que tanto compromete nuestra gratitud, nos ayudaron a perfeccionar los métodos representativos. La introducción de la picana eléctrica, prodigio de la tecnología contemporánea, es una contribución de la Policía argentina, por cierto de la época peronista. Gracias a él, el gobierno paraguayo pudo promover activamente el espontáneo sinceramiento entre ofi­cialismo y oposición.

El modelo degeneró rápidamente en una especie de pintoresco stalinismo de derecha, con su culto a la personalidad y su completo acatamiento al vértice del poder. Llegó un momento que la confian­za política era un requisito esencial para acceder a las más insólitas funciones: hasta los clubes sociales y la Liga Paraguaya de Fútbol. Ni siquiera se podía ser presidente del Cetro Porteño sin la bendi­ción del Noble Jefe.

Como toda dictadura, era inaccesible al humor. Un chiste podía costar muy caro. En general, toda expresión contraria al gobierno sólo podía circular clandestinamente. Habría que revisar las pocas colecciones de periódicos de ese tipo para encontrar algunas mues­tras de humor político.

La multiplicación de esos textos anónimos se lograba mediante el papel carbónico y, más tarde, mediante mimeógrafos clandestinos. Por eso, su número era siempre limitado, y su posesión, un motivo para atraer toda clase de males sobre el tenedor. La mayor parte de ellos fue incautada en los allanamientos, destruidos por la humedad en las fosas en que fueron enterrados, devorados por las llamas atizadas por sus propios propietarios, o simplemente devorados por los insectos. Buena parte del humor de la resistencia, que por cierto no fue mucho, ha desaparecido para siempre.

En la época del general Stroessner, hubo renovados ejemplos de este método de lucha. A su turno, la represión se encargó de silenciarlos.  Pero, en este caso, gracias a cierto limitado espacio de tolerancia, se conservan muchos de estos trabajos, que recibieron la hospitalidad de semanarios de difusión pública. Pero cada vez que la risa subía de tono, el medio periodístico era clausurado. Esto fue una constante en todos esos años.

No debo olvidar la célebre Constitución de Toto Acosta, publi­cada en 1959, gracias a la cual el autor se ganó veinte años de exi­lio en la hospitalaria Buenos Aires. Proclamaba el autor: "Yo Toto Acosta, supremo legislador del universo..." y, a renglón seguido, enunciaba su venenoso texto legal. Recordemos, entre otros, los si­guientes artículos: "Artículo 7: Todos los habitantes de la República tienen derecho al libre ejercicio de su personalidad sin otras limita­ciones que su encarcelamiento, tortura, confinamiento, deportación o fusilamiento". "Artículo 54: Todos los partidarios del Gobierno son iguales ante la Ley y al margen de ella". Artículo 64: "No se admite la prisión por deudas, pero sí por dudas". "Artículo 77: Toda persona que por acto u omisión legítima militar o paramilitar se crea gravemente lesionada en sus derechos, podrá reclamar amparo a la Virgen de los Milagros". "Articulo 127: La enunciación de obliga­ciones contenida en esta Constitución no debe entenderse como ne­gación de otras que, siendo inherentes a los súbditos, no figuren ex­presamente en ellas. La falta de reglamentación no podrá ser alegada para menoscabar ninguna obligación". "Artículo 154: La Cámara de la Verdad buscará el sinceramiento entre el presidente y su pueblo". "Artículo 155: "Como el gobierno lo sabe todo, la tortura no preten­derá obtener la verdad de los detenidos, sino hacérsela saber".

En la década de 1960, circuló el periódico LA LIBERTAD, con una sección que solía alcanzar niveles interesantes, firmada por Sa­tanás. En la década de 1970, la clausura del semanario EL RADICAL, que se debió, sin duda, a la columna "El, CONCURSO DEL TREPADOR", cuyo autor Gustavo Laterza se escudaba en un absoluto anonimato, pero que hoy podemos decir que era. La sección consistía en un ran­king semanal entre los personajes del oficialismo, con la publicación de sus propias palabras de alabanza al dictador, tal como aparecían en los periódicos gubernistas. Los trepadores no pudieron soportar verse enfrentados a sus propios desbordes de grosera adulonería Los lectores aguardaban cada semana el puntaje adquirido por los competidores, y las crónicas en las que, con el lenguaje propio del periodismo deportivo, se narraban las peripecias de la competencia.

En la década de 1980, el semanario El PUEBLO, también alber­gó a varios humoristas. Esta vez, con el agregado del humor gráfico, que mostraba a los más eminentes personajes del gobierno como bu­rros o como perros bull-dog. Un aporte relevante fue la recuperación del estilo del "compuesto", heredero directo del romance español, puesto al servicio de la ridiculización. A su turno, este periódico recibió los honores de la clausura. Su autor, que firmaba con el seu­dónimo de Calixto Cañete, no me ha autorizado a revelar su nombre. De Puaj Lamur, con sus hilarantes comentarios, diré que ocultaba el nombre de Víctor Benítez. No me ha autorizado a decirlo, pero supongo que tampoco le importará mucho: ya nadie lo convocará al Departamento de Investigaciones para responder por sus pullas.

Una calidad antológica tienen, sin duda, los irreverentes artí­culos de José María Rivarola Mato. Por uno de ellos fue enviado a guardar arresto en la Penitenciaría Nacional, por un suficiente mo­tivo: la burla sangrienta que hizo de la Corte Suprema de Justicia con el supuesto discurso pronunciado por uno de sus miembros con motivo de la inauguración de un banco en el Tribunal del Crimen. Sin olvidar la breve "solicitada" con la que respondió al diario PATRIA, que se había burlado del poco número de los afiliados al Parti­do Revolucionario Febrerista, afirmando que cabían en un tranvía. Rivarola, que revistaba en dicha agrupación, replicó explicando que, haciendo un poco de esfuerzo, y apretándose un poco, también se haría un lugar a los lectores de dicho diario.

Por aquella época, quizá como resultado de un inesperado estallido del subconsciente, el diario oficialista PATRIA incurrió en una metida de pata histórica. Todos los jueves, el general Stroessner, atendía los asuntos de índole militar, desde su despacho del Comando en Jefe. Invariablemente, la crónica comenzaba con estas palabras: "El Presidente de la República y Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas de la Nación...". Pues bien, uno de esos mas que deambulan por los periódicos hizoque, un día maldito, la crónica comenzase de este modo: "El Presidente de la República y Comerciante en Jefe de las Fuerzas Armadas de la Nación.....". Va­rios de los empleados por cuyas manos pasó el original del articulo tuvieron que dar largas explicaciones a la Policía. ¿Habrán logrado convencerla? Lo dudo.


ÍNDICE

-Prólogo

-El homo paraguayensis

- Principio tienen las cosas

- Identidad nacional

- La maldición de su Ilustrísima

- Antropología del paraguayo

- País en joda

- Cretinismo

- Indígenas

- Liderazgo

- Gregarismo y liderazgo

- Tengo una vaca lechera

- Los partidos políticos

- El aislamiento del Paraguay

- El Estado

- Cuando comenzó a joderse el Paraguay

-La yerba mate (tereré)

- Esto no es un quilombo.

- La justicia

- Deportes nacionales

- La Reforma Universitaria

- Del amor y otras pasiones

- Los siete pecados capitales de la transición

- El país de la sopa dura.

- Tres responsos para el guaraní

- Todos para uno

- La justicia tarda, pero no llega

- Condicionantes culturales de la pobreza en el Paraguay

- El humor paraguayo

- "Cinco sueldos, cinco sueldos”

 




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