Envuelto en el viento norte de agosto, que llenaba de arenilla las casas y los árboles y de mal humor a las personas, una semana antes de la función patronal llegó al pueblo el parque de diversiones. Su presencia era el anuncio inapelable de la proximidad de las fiestas. Mientras los hombres bajaban a pulso los esqueletos de la calesita, de las casillas y de los entretenimientos, las mujeres hacían hervir la comida en el suelo rodeadas de sus hijos pequeños, que lloraban de memoria. A las pocas horas, un costado de la plaza quedó cubierto de toldos con paredes y techos de pirí, retazos de carpas y de coloridas telas. Pronto estarían llenos de baratijas, frituras y bebidas. Los primeros visitantes del parque fueron los perros, que se pusieron a disputar ruidosamente los residuos de comidas esparcidos en el suelo. Los altoparlantes funcionaron enseguida con descoloridas polkas, mientras una voz arrugada invitaba al pueblo a pasar un sano esparcimiento.
En el patio de su casa, a la sombra de un mangal, Cándido Ramírez, el sastre, se disponía a merendar. Al sentarse, los altoparlantes le dieron la evidencia de la llegada puntual de la función patronal. Esto le puso irritable y le quitó el hambre que estaba echando raíces en su estómago. Ocupado en otros asuntos, todavía no había cortado las telas para los trajes que se había comprometido a confeccionar.
-Te venía diciendo que te pasará lo del año pasado -le gruñó la mujer.
¡Carajo! fue la respuesta del sastre, quien se perdió en una pieza pequeña y húmeda que le servía de taller. Mientras miraba la pila de telas, recordó que el año anterior, por incumplimiento de un pedido, estuvo una semana preso, cuando la orden inicial era sólo de dos días. Pero hubo complicaciones. Al Jefe de Correos, sobrino de ña Pastorita, se le partió en dos el saco que le había prestado su hermano menor, porque el suyo no terminó de confeccionarse. El accidente ocurrió durante el baile oficial, al inicio de un tango. En el instante preciso en que comenzaba a ostentar su habilidad, encaramado a una maestra recién llegada al pueblo, sintió a sus espaldas un crujido que hizo eco en todo su cuerpo y por varios años habría de quedar clavado en sus pensamientos. En el pueblo se murmuraba que la detención del sastre se prolongó no tanto por su informalidad ni por el episodio del saco prestado, sino porque la obligada deserción del jefe de correos fue utilizada por el secretario municipal para disfrutar de los encantos de la maestra.
Hostigado por la premura del tiempo y por la humedad, el sastre rodó una silla, recostándola por la pared. Con las piernas cruzadas hizo la promesa de no levantarse hasta dar la última puntada al último traje.
El Pa'í Ramón ordenó el toque de campana para dar comienzo a la novena. Fue cuando el sastre dejó su labor para mirar sorprendido a una mujer que apareció en la esquina.
-María -le gritó a su esposa-, este año tendremos una función patronal distinta.
-¿Por qué? -dijo la mujer, mientras pelaba mandioca en la cocina.
-¿Te acordás de Mary? Ésa que fue inquilina de tu hermano en Asunción.
-¿Qué tiene?
-Está aquí.
De la cocina llegó un ruido, como de algo pesado que se caía.
El sastre siguió mirando a la mujer, que caminaba por la calle principal con la indiferencia concebida para que se la viese toda entera, toda chusca, toda ella, con su vestido de percal y una sonrisa que se acomodó seguramente al término de varios ensayos delante del espejo. Cuando llegó al final de la calle con sus pasos cortos, rítmicos, estimulantes, se detuvo el instante exacto para que el pueblo se preguntara dónde iría. Con la misma indolencia aprendida, retornó por la calle principal en medio de dos hileras de ojos aturdidos, de caras asombradas, adheridas a las puertas y ventanas entreabiertas. Un zumbido de preguntas se escapaba de las casas. ¿Quién era ella? ¿La esposa o quién sabe qué del dueño del parque de diversiones? Nunca había llegado al pueblo una mujer con tanto desenfado, con tantos colores en la cara, en las cejas, en los ojos, en las uñas. Las mujeres se santiguaban a su paso con un sonoro ¡Jesús!, y a los hombres le estallaban por los ojos la admiración y el pasmo por ese arco iris, árbol de navidad, pavo real con falda y tacos altos. Por fin dobló una esquina. Fue en ese momento que se escucharon las primeras campanadas de la novena.
Al término del rezo le esperaba otra sorpresa al pueblo. La muchacha recién venida estaba ya alojada en una casa de dos piezas y corredor, ubicada al costado de la iglesia, propiedad del presidente de la Junta Municipal.
Atención pido señores
un momento de atención
la historia de un triste caso
escuchen los contaré.
Y Nicanor Paredes, el compuestero, cantaba rodeado de varios hombres, entre quienes corría un vaso de caña, nunca vacío. Todos estaban roncos de hablar y de reírse; tenían la voz falsamente grave y quebradiza; los ojos, de un rojo intenso, se extraviaban buscando nada. Los casos que contaba el compuestero mantenían despiertos y vivaces a sus oyentes, quienes regalaban interminablemente tragos al músico.
Después de saborear lo que dijo sería el último trago, el compuestero se limpió la boca con la palma de la mano en el pantalón. Enseguida arrancó la música, con débiles aplausos de sus oyentes -cada vez menos porque se iban cayendo. Contó el caso de dos hermanas a quienes el tiempo las había hecho idénticas. Andaban siempre juntas, tanto que si una sola de ellas caminaba por el pueblo, la gente decía: allí vienen o allí van. Todos los domingos, en misa de cinco, la una tocaba el armonio y la otra cantaba. La casa que habitaban tenía un enorme patio con algunos árboles frutales. En el centro del patio, sobre la calle, estaban las dos piezas. En una de ellas sobresalía un enorme nicho que guardaba la imagen de un santo, alumbrado todas las noches por dos velas de sebo. Esta misma pieza les servía de dormitorio. La otra estaba demás. En un tiempo fue recibidor. La última visita había sido la de un cadete, que estuvo sentado un instante en un sillón prestado. Fue en los tiempos en que todavía era posible distinguir una hermana de la otra. El cadete había llegado por la menor y más hermosa de ellas.
Al hacer una pausa, el compuestero fue convidado con un trago de caña. En el suelo había cuatro hombres durmiendo plácidamente con las piernas y los brazos extendidos. Uno de ellos estaba acostado sobre sus orines, con la cara sonriente. Aún dormido, parecía compartir la alegría sin motivo de quienes estaban despiertos.
Al compuestero ya no le salía la voz sino que estaba dándosele vueltas en la garganta. El cadete fue recibido por la madre y la hermana de la novia, rodeado del tenso silencio de los familiares y amigos de los dueños de casa. Las dos mujeres estaban frías y pálidas y el cadete amable, suelto, cordial. Dio su nombre con voz dulce y presencia decidida. Como ya se habló de qué calor está haciendo y no tardará en llover y qué lindo había sido el pueblo, el visitante interrumpió la charla porque deseó saber dónde está ella, por qué no viene aquí. Mire, joven, mi hermana está indispuesta. Perdónela pero sería mejor que regresara usted. Hoy no será posible verla. Y el cadete se puso de pie. Fue cuando la madre tuvo un ataque y quedó con los ojos duros. El visitante no deseó más explicaciones y montó su alazán, que lo llevó para siempre. En la pieza estaba la novia llorando sin lágrimas en brazos de una amiga. Su nuevo y único vestido mostraba en la falda un enorme círculo negro. Mientras se maquillaba, una de las velas se había caído quemándole la ropa. Pero no fue accidente. Su hermana lo había hecho adrede para no quedarse sola, para tener compañía en la devota tarea de vestir al santo patrono cada año, en punto.
Terminado el rezo, el parque de diversiones se desbordó de gente. Al cabo de un año, el pueblo salió de nuevo a retozar; era como si saliese el sol después de un año de tiempo gris. La gente, con su ropa nueva y las diversiones del parque, tenía la sensación de llevar el espíritu envuelto en cintas de color. De pronto se vació la calesita y las mesas de lotería quedaron desiertas. El compuestero silenció su guitarra al quedarse solo. Mary, envuelta en pantalones rojos, la cabellera al viento, con la mirada a punto de caerse de languidez, la sonrisa que parecía haberse traído en la valija, y luego aplicada en la oscuridad sin haberla planchado, como sus pantalones, hizo su aparición. Dio una vuelta. Media vuelta. Un cuarto de vuelta. No se fijaba en nadie. Parecía no existir sino ella sola aquí en la tierra como en el cielo. No veía a la gente que, con los ojos, enormes, se abría a sus pasos. No sintió el tumulto de los perros que se mordían por algo. No escuchó el piropo que alguien le obsequió, ni puso atención a la risa que estalló por una frase dedicada a la parte más saliente de su anatomía. Estuvo ajena a los gritos de una revendedora que fue saqueada durante su embeleso. No percibió que alguien la llamó puta cuando desparramó por el suelo chipas y butifarras, al pisar un canasto. No vio una zanja que estaba por ahí y no sintió cuando rodó por el suelo, donde quedó inhumada debajo de una infinidad de risas y miradas.
-Te dije que tendríamos un año distinto -dijo el sastre a su mujer mientras abotonaba un pantalón.
-Esa mujer tiene más gente que San Lorenzo -le contestó su esposa desde la cocina, donde quemaba azúcar para el cocido.
-Lo que pasa es que en este pueblo nadie vio una puta -sentenció el sastre yendo a la cocina.
-¡Este castigo nos faltaba! -se lamentó Julia Aldana, al saber la presencia y ocupación de Mary-, ¿Qué hacen las autoridades?
-Tenemos que mandarla de vuelta -dijo Tío Ra, mientras repasaba su invento-. Esa mujer se aliará con las autoridades y luego este pueblo se llenará de putas. Y para peor, se las explotará en beneficio de otros.
-¿Qué te parece? -le dijo a su esposa Julián, el violinista, mirando pasar a Mary.
-Que no te hagas ilusiones -le replicó la mujer, con desconocida aspereza.
-¡El fin del mundo está cerca! -anunció ña Luisa ciega, prima de Tío Ra.
-¿Nombre?
-Nicanor Paredes.
-¿Profesión?
-Compuestero -contestó seguro mientras veía pasar a un preso con la cabeza pelada.
-¿Qué es eso?
-Contar con la guitarra un sucedido.
-¡O una calumnia! La calumnia es un delito muy grave, mi amigo.
-Sí, comisario. Pero a veces llaman calumnia a la verdad que duele. En este caso...
Y se calló. Le distrajo el preso de la cabeza pelada. Estaba caído en el suelo después de no se sabe cuantas flexiones. Para obligarle a ponerse de pie, el sargento le derramó un jarro de agua.
-¡Viva el partido liberal! -gritó el preso con todas sus fuerzas.
-Compuestero... -dijo vagamente el comisario mientras golpeaba la mesa con el lápiz. Por la ventana de gruesos barrotes entraba la música del altoparlante instalado en la iglesia-. La calumnia es un delito muy grave, mi amigo -repitió el custodio de la tranquilidad y el orden.
-Yo no tengo intención de calumniar, señor comisario. En este caso le puse música a una historia que me contaron.
-¡A una historia inventada! ¡A un cuento para manchar la honra de una pobre mujer! La señorita Aldana es una señora de bien. En los pocos meses que estoy aquí no la he visto sino andar por la iglesia cuidando a los santos. Y si alguna vez tuvo un novio cadete, y el cadete le hizo lo que le hizo, no solamente es una cuestión privada sino un drama al que se debe poner lágrimas y no música.
En esto el compuestero vio que el sargento vaciaba otro jarro de agua en la cara del detenido. Éste se levantó de un salto y gritó a todo pulmón, «¡Viva el partido colorado!». Se puso de nuevo a hacer flexiones.
-¿Quién le contó a usted esa calumnia? -dijo el comisario haciendo rayas en la mesa-, la señorita Julia Aldana me daba lástima mientras hacía la denuncia. Estoy de acuerdo con ella en que solamente alguien con mucho odio podía así jugar con su honra. ¿Cómo se llama ese alguien?
-No recuerdo -contestó el compuestero-. Es que no me viene... tengo su nombre aquí, en la punta de la lengua.
-Escupa.
Y el compuestero escupió. En el piso de tierra, entre la saliva, apareció un nombre bordeado de arenillas. El comisario leyó «Pastorita Gamarra».
-Y ¡ajá! -dijo el policía mientras borraba apresuradamente el nombre con la bota-. Esto es otra cosa. Me hubiera dicho, pues.
-Estaba procurando...
Calló la música del altoparlante y una voz chillona anunció el gran partido que sostendrán esta tarde los tradicionales rivales el Sport Fariña y Porvenir será un partido sen-sa-cio-nal cada verdadero deportista está obligado a alentar al equipo de sus amores esta tarde en la cancha del Sport recordamos también que pasado mañana será la gran presentación del mago Lin-Chu en las cómodas y amplias instalaciones del Sport con entradas populares recordamos también...
Llegó una ráfaga de viento norte y sacó la voz del despacho del comisario. Éste dijo:
-Bueno, váyase.
-Gracias, señor comisario.
Al salir, el compuestero escuchó una voz cansada que decía «¡Viva el partido febrerista!».
La función patronal estaba en sus inicios. Junto con el novenario comenzó también a actuar el parque de diversiones. Nicanor Paredes, el compuestero, sería uno de los atractivos de la fiesta con sus relatos contados e inspirados en la [16] vida real señoras y señores escuchen un retazo de la vida en la voz inconfundible de nuestro artista que este parque de diversiones ofrece en homenaje a este pueblo hospitalario y a su santo patrono para que nos derrame su bendición y reine siempre la paz en todos los hogares.
-¡Amén! -dijo el coro de fieles cuando el Pa'í Ramón terminó el rosario. Se santiguaron y cada uno salió de la iglesia con una cara más bien seria. Más bien triste. Más bien horrorizada. El Pa'í Ramón tenía mucha habilidad para pintar el infierno en donde se irán ustedes a parar si continúan pecando. ¿Es que no pueden vivir en hermandad? ¿No pueden dejar el alcohol, la baraja, la mujer del prójimo? Mentira que Jesús haya bajado de la Cruz. Allí está. Cada día, cada minuto le estamos clavando por ese santo madero con nuestra conducta pecadora.
Terminado el rezo, los altoparlantes del parque de diversiones comenzaron de nuevo a funcionar. Invitaban al pueblo en general a pasar un momento de sana expansión en compañía de los suyos y demás familiares a la vez de tener la posibilidad de ganar fabulosos premios si se divierte con nuestra lotería familiar.
De la iglesia la gente salía para quedarse en el parque y admirar los desteñidos colores de la carpa de la calesita, sus caballos de madera, sus lánguidas vueltas. Suelta de tres, treinta y tres; solito el cinco; sesenta y dos; solito, pero solito el uno; el ochenta, ocho cero...
-Pam... pam... pam...
-Cuarenta y cinco; cuatro...
-Chissss... altooo... ¡priiiiinnnn!
-Golpeada la bolilla ochenta. No demarquen sus colecciones. Treinta y tres, sí; el cinco, sí; sesenta y dos no; es SETENTA y dos, siete y dos. Continúa la jugada.
-¡Aña rakó!
Los dos equipos estaban frente a frente. El Sport Fariña y el Porvenir FBC, rivales de tradición, iban a disputar la copa «Fiesta Patronal», como todos los años. La cancha estaba llena y bulliciosa. Ña Pastorita Gamarra, presidenta perpetua del Sport Fariña, subida en una silla, gritaba indicaciones a los jugadores. El presidente del Porvenir, conocido como Tío Ra, no estuvo presente por razones ajenas a mi voluntad, según hizo decir. Esta ausencia avivó el comentario de que estaba absorbido por una idea prodigiosa y al parecer de inmediata y segura concreción.
A Gonzále' Puku, del Sport Fariña, le tocó mover la pelota al tiempo que la banda llenaba de polka la cancha. El maestro Claudio fue contratado en exclusividad por ña Pastorita para alentar a su club. Y se inicia el partido señoras y señores; un partido esperado por toda la afición deportiva y que será disputado con afán de victoria por los dos equipos. Avanza peligrosamente el Sport y hay olor a gol señoras y señores. De nuevo la banda explotó en una briosa polka, pero la música se escondió debajo del griterío que festejaba el tempranero gol de Sport Fariña. Se vio con asombro que don Claudio ordenaba silencio a sus músicos. Se supo entonces que el réferee había anulado el gol por posición adelantada de Gonzale' Puku.
El pueblo registra en su historia el momento en que ña Pastorita se alzó en su silla, dudó un instante y cayó luego en oración. Se esperaba que por lo menos hiciese tragar su silbato al juez. Los jugadores del Sport se negaron a continuar el partido, maravillados por la actitud de su presidenta. Continuó el partido cuando ña Pastorita se reincorporó, después de santiguarse. El susto agrandó al Porvenir. Sus jugadores atacaron por todos lados, por abajo y por arriba, pero el arquero del Sport era el asombro. Atajaba todos los disparos con seguridad y decisión. Nadie dudaba de que este arquero estaba comprado por su propio club. Por eso los del Porvenir gritaban ¡vendido! ¡vendido! cada vez que el arquero rival saltaba como un gato y atrapaba la pelota.
Y vino lo inesperado. El ágil delantero del Porvenir, un hombre menudo y redondo, conocido por So'o-apu'á, dejó atrás a su marcador y llegó al arco rival esquivando a los defensores. Fue un golazo. Un golazo, señoras y señores. El arquero se quedó parado. Se quedó parado el arquero. Magnífica labor individual del delantero del Porvenir que de esta manera abrió el marcador en este encuentro que se está disputando con mucho calor, con mucho brío, con una entrega total de los jugadores de ambos equipos. Avanza nuevamente el Porvenir cuando suena el silbato y termina este primer tiempo, señoras y señores.
Mientras los del Porvenir rodeaban jubilosos a sus jugadores, ña Pastorita se reunió con los suyos y les dio instrucciones enérgicas y precisas. Les recordó el deber para con la patria, el partido y el pueblo; les habló de los prohombres de la nacionalidad que nos legaron independencia y soberanía, pero sobre todas las cosas, espíritu de lucha sintetizado en la frase inmortal: vencer o morir. Les habló del significado de Curupayty, Estero Bellaco, Ytororó y Cerro Corá.
Después conversó a solas con Gonzále' Puku. Éste, por su ambición goleadora, por su habilidad en el manejo de la pelota y en patear a los contrarios, era el favorito de la presidenta del Sport. Vivía bajo su estricta mirada. Comía lo que ella quería que comiese. Es por tu bien, mi hijo; de tu estado físico depende nuestro club. Tenía prohibido juntarse con mujer alguna porque esa cosa desgasta, mi hijo, debilita a un jugador como vos; cuando salgamos campeón, y vamos, a salir, pedime nomás la mujer que quieras, pero por ahora no se te ocurra hacer nada, si siquiera solo, porque te va a trabajar por la cabeza y te va a trastornar el juicio.
Y comenzó el segundo tiempo con una polka vivaz y ruidosa. Al mismo tiempo, el tesorero del Porvenir hacía explotar bombas detrás del arco rival. Las mujeres se insultaban desde sus trincheras cuando de pronto quedó todo paralizado como en las fotografías. Sucedió que ña Pastorita se puso nuevamente de rodillas. Se la vio murmurar y luego santiguarse. Cristina, la esposa de Julián el violinista, rezó también con el deseo de neutralizar el auxilio divino al que seguramente acudía la presidenta del Sport. En el cielo, ambas oraciones buscaron a San Lorenzo que en esos momentos atendía un ruego del Pa'í Ramón sobre cuestiones climatológicas para el día de la procesión. Cuando una sobrina del Tío se disponía igualmente a orar, la cancha se estremeció de gritos. Un magnífico gol señoras y señores. Inatajable el cañonazo de Isidro Pytá.
El griterío de la cancha distrajo a Julia Aldana de sus recuerdos. Sentada en el corredor de su casa miraba las postales envejecidas en un álbum, mientras su hermana bordaba un mantel para la mesa donde estaría la imagen de San Lorenzo. Las dos mujeres heredaron de su madre la tarea de vestir el santo, en la cual ponían mucha devoción, y todo el dinero que eran capaces de ahorrar. Dora, la mayor, hacía los encajes y Julia confeccionaba las flores de papel. Esta habilidad les valió recibir, por intermedio del arzobispo, tres bendiciones y una réplica de la parrilla en que fuera martirizado San Lorenzo. En el pueblo se decía que la intención del Papa fue advertir a las Aldana que no se salvarían de ser asadas en el infierno con sus encajes y sus flores. Es la envidia de Pastorita y sus gentes, expresaban las hermanas con cara de piadosa resignación.
Confeccionar flores para San Lorenzo era una labor que agradaba a Julia. Sus manos y pensamientos se distraían. Cuando joven parecía tener otras inclinaciones que las de vestir santos. Nadie creyó que se quedaría en el pueblo a envejecer, porque hablaba siempre de sentirse encerrada y, oprimida. De su hermana, en cambio, desde que dio los primeros pasos y jugó a vestir santos, todos dijeron que heredaría a su madre, doña Margarita Segovia de Aldana, la que no ocultaba su predilección por la hija mayor; además, Dora trataba muy poco a su vecina Pastorita Gamarra, una joven demasiado despierta y de encendido carácter, de quien sólo aprenderás palabras y modales groseros; no entiendo cómo tu hermana puede ser amiga de esa mujer. Julia era la favorita de su padre, don José María Aldana. En su breve y ruidosa época de bonanza procuró hacer de su hija la mujer más instruida del pueblo, para que se la admirase y respetase y llegado el momento saliera para Asunción del brazo de un adinerado, joven y elegante marido. En este pueblo no hay quien te merezca; te prometo que aquí no vas a envejecer. Don José María Aldana vivió lo suficiente para ver que ninguna de sus aspiraciones iba a realizarse.
Cuando escucharon que el partido de fútbol se había iniciado, Dora y Julia reiniciaron los preparativos. La imagen de San Lorenzo, seguida de muchos fieles, rezos y cánticos estaría en la casa, para ser engalanada. Nada hicieron para vaciar la pieza destinada al santo. Hace tiempo ya lo había hecho un comerciante de Asunción, dedicado a la compraventa de objetos usados. Con mucha paciencia adornaron la mesa donde iba a descansar la imagen. Como todos los años, al despejar la mesa, Julia apartó un álbum con el que salió luego a sentarse. Las que fueron coloridas postales, ésas que representaban cisnes en un lago azul, o corazones partidos por una flecha, o parejas de enamorados, le traían encendidos recuerdos de su juventud. Hasta le parecía escuchar la voz de su madre cuando en una función patronal pronunció un sonoro ¡Jesús! al saber que su hija quería invitar a un cadete para el baile oficial. En esto llegó el griterío de la cancha y Julia interrumpió sus recuerdos, sentada en el corredor, a la espera de San Lorenzo.
Un gol increíble, señoras y señores; pero tenemos que rectificarnos. Fue Gonzále' Puku, el autor del tanto. Las damas del Sport salieron a bailar en la cancha toreando a los jugadores rivales con la pollera alzada. Fue en ese momento que Gonzále' Puku recibió el impacto más electrizante de su vida. Vio a la mismísima Graciela, dulce y suave, alzarse también la pollera contagiada del entusiasmo de sus compañeras. Las piernas blancas se veían como una luz intermitente cada vez que su pollera rosada con motas amarillas subía o bajaba, según el ritmo de la polka. Solamente por esas piernas, Gonzále' Puku se hizo el juramento de meter otro gol, cinco goles, diez o quince. Se convirtió en una fiera. Estaba inatajable. Corría con una ansia desesperada de hacer goles. Las piernas de la hermosa Graciela quedaron atrapadas en su cerebro. No veía el arco. Veía las piernas blancas y redondas de Graciela. Don Claudio recibió orden de tocar sin descanso. Ña Pastorita creyó que Gonzále' Puku estaba poseído por la música. El Porvenir estaba peligrosamente desconcertado. Se le arruinó la estrategia que venía utilizando con provecho. Y así, nadie sabe cómo, Gonzále' Puku estuvo en el arco rival, solo, con la pelota a los pies, esperando un pequeño golpe para entusiasmar a la multitud. Fue el delirio. Otro golazo, señoras y señores. Un gol impecable. Y de nuevo las damas del Sport bailando en la cancha. Gonzále' Puku se desentendió de los abrazos de sus compañeros y miró atontado a Graciela que en ese segundo gol estuvo más entusiasmada, más desinhibida, más hermosa. Los hinchas del Porvenir quedaron enmudecidos. Cristina intentó otra oración, pero la dijo tan distraídamente que no atravesó una nube que daba vueltas por allí. De todas maneras, San Lorenzo continuaba ocupado. Esta vez con los pedidos de la mayor de las Aldana sobre una cuestión de dinero.
Pese a su estupendo estado físico, Gonzále' Puku, estaba visiblemente cansado. Ña Pastorita le gritó que no corriese tanto, que ahorrase energías, qué era eso de seguir la pelota por todas partes, calmate, mi hijo, quedate más te digo, no corras así. ¡Pero haceme caso carajo! Ña Pastorita comenzaba a preocuparse. Todavía faltaban como treinta minutos para finalizar el partido y el 2 a 1 casi no era diferencia ahora que el Porvenir reaccionaba al ver a Gonzále' Puku, con su fuerza disminuida, aunque todavía con ímpetus que eran como para cuidarse. También los músicos estaban muy cansados. Hacía media hora que tocaban de seguido. Las polkas, vibrantes se iban tornando cada vez más débiles, descompasadas y desafinadas. El trombón apenas tenía aire para soplar; el platillo ya no podía alzar los brazos, el clarinete estaba con los ojos desorbitados, el bajo conseguía un poco de aire dando pataditas, el trompeta hacía señas con los ojos para descansar, pero el maestro Claudio se hacía el desentendido. A ña Pastorita se la veía nerviosa. Cada vez gritaba más a sus muchachos. Hasta llegó a amenazar con la expulsión y el confinamiento a dos delanteros que erraron, uno tras otro, el arco que tenían a pocos pasos. El partido se hizo difícil para el réferee, quien se mostró enérgico. Esta actitud irritaba por igual a los dos equipos, pero el juez llegado de Asunción no se amilanó. Demostró ser la única autoridad en la cancha, pese a las ruidosas intervenciones de ña Pastorita, que amenazó en tres ocasiones pelarle la cabeza porque ningún réferee bombero va a venir aquí con [22] la pretensión de hacerle perder a este glorioso club que se llama el Sport Fariña si querés saber. Es un club con tradición y arraigo popular. Es humilde pero honrado. Yo no voy a permitir que nadie venga... Y enmudeció. Se quedó pálida. Su frente se llenó de un sudor frío. Los labios le temblaron. El réferee cobró penal a favor del Porvenir. El maestro Claudio aprovechó la ocasión y ordenó silencio a sus músicos, quienes desde luego ya no ejecutaban. Apenas hacían ruido.
El réferee; pelota en mano, dio uno, dos, tres, once pasos. Mientras caminaba sentía el ardor de las miradas rencorosas y el frescor de las miradas agradecidas que le venían de todos los costados de la cancha. Los chiquilines se amontonaron gritones detrás del arco del Sport, irritando al arquero.
Sonó el silbato.
Un griterío alborozado se elevó de la cancha y se paseó por el pueblo. Hubo abrazos, besos, toqueteos. Hasta el minuto final de su vida, una ahijada de ña Pastorita se preguntó cómo fue que en aquel momento perdió una prenda íntima. Los del Sport Fariña se echaron al suelo, corrieron por todas partes, gritaron felices. El crédito del Porvenir, el famoso So'o-apu'á, había errado el arco. Cristina alzó la mirada al cielo y sacó la lengua. En ese instante San Lorenzo estaba de espaldas.
Continuó el partido. La frustración destiñó al Porvenir, en tanto que su adversario ganó un nuevo aliento. Gonzále' Puku buscaba otro gol sin descanso, envuelto por la obsesión. Ña Pastorita reparó en el silencio de la banda y ordenó una polka. El clarinetista le hizo un gesto obsceno que la mujer contestó de igual manera al músico atrevido, sinvergüenzo, ya vas a ver quién soy yo.
Sin esperanzas de recuperación para el Porvenir, terminó el partido. Sólo la mitad de los músicos obedecieron al maestro Claudio. Ña Pastorita se hizo pasear en andas por el pueblo entre los hurras de la muchedumbre jubilosa. Los hinchas del Porvenir se dirigieron silenciosos a su casa, con la secreta esperanza de que fuese verdad el rumor de que Tío Ra preparaba en su largo encierro algo que sería un asombro nacional.
CARTA DE MARY
Querida Sandra: Comencé con mucha suerte. Hoy mismo, día de mi llegada, encontré una casa para alquilar. Tiene dos piezas grandes, una cocina y patio. Su dueño es una alta autoridad del pueblo. Cuando supo mi interés de alquilar una vivienda se acercó a ofrecerme su casa. Ya es vieja, pero me gusta. Está ubicada en el centro mismo. A cualquiera, resultará fácil entrar. Estuve dando unas vueltas por el pueblo y tengo el presentimiento de que me irá bien. He visto a muchos hombres mirarme con ganas. No hay aspecto de mucha pobreza aunque de cualquier modo la gente suele ahorrar para la función patronal. ¿Sabés a quién le he visto aquí? Al cuñado de ese tipo que me alquiló una pieza en Pinozá. Espero que me haya reconocido y vuelva a ser mi cliente. El alquiler es barato pero ya te avisaré cuando has de venir. Esperemos a ver cómo andan las cosas. Esta noche comenzará a funcionar el parque de diversiones y por allí andaré. Tengo que hacerme conocer pero de una manera discreta. Vos y yo sabemos cómo son estos pueblos.
Mañana mismo espero encaramarme a un padrino. Pudiera ser el dueño de mi casa o alguien como él. Tengo una sola preocupación, pues vine casi sin dinero; pero ya me arreglaré con la ayuda de Dios y de la Virgen de Caacupé. Pronto te mandaré otra carta. Un abrazo para vos y saludos a Rosita y a Juana.
Mary
Al salir de la sacristía, el Pa'í Ramón vio a ña Pastorita llegar con pasos apurados. Regresó a su sitio, tomó un libro de tapa negra, lo abrió en cualquier parte y se puso a escuchar las pisadas de la mujer.
-Pa'í, vengo dispuesta a cumplir mi promesa.
Pasó el umbral del pequeño cuarto, donde siempre había un fuerte olor a velas de esperma y flores marchitas. Este año yo vestiré a nuestro santo. El cura vio cruzar un ratón. Al comienzo lo confundió con un gato. Nuestro señor San Lorenzo escuchó mi ruego y como buena cristiana tengo el deber de cumplir mi palabra empeñada a un santo. Estaba alarmado. Vio que otro ratón, tan grande como el anterior, venía del altar mayor. Se asustó de la voz de ña Pastorita y se escondió en el confesionario. Se preguntó en qué momento los ratones habían engordado tanto y sobre todo con qué. Ahora comprendía la razón por la que no caían en las trampas, pequeñas y débiles. Sería necesario entonces rociar la sacristía con veneno. El Club de mi Presidencia ganó en forma incuestionable. Yo le prometí vestirle para esta función patronal como nunca en su vida. Quiero que la imagen vaya a casa. El cura pensó qué veneno, en polvo o líquido, causaría mejor efecto. Los roedores ya habrán hecho túneles quién sabe si debajo del altar mayor. Me iré a casa de las Aldana para decirles que usted me autorizó a vestir el santo. Seguramente esas brujas se van a oponer porque me odian, porque son unas viejas malditas. Se propuso hablar esa misma tarde con don Ciriaco, el albañil, para que revisase con minuciosidad los caminos que ya habrían hecho los ratones y proceder a rellenarlos y taponarlos. No hay que perder el tiempo. Los roedores están cada vez más robustos y podrían causar daños irreparables a la vieja iglesia. Me voy Pa'í, le aseguro que San Lorenzo estará lindo como nunca. Y salió resuelta de la sacristía. El sacerdote cerró el libro y en el pueblo se escuchó un enorme suspiro.
¡Jesús!, dijo doña Margarita Segovia de Aldana cuando su hija menor, Julia, le comunicó su decisión de invitar al cadete para el baile oficial. Después del ¡Jesús! Julia escuchó un bueno qué vamos a hacer y salid corriendo a contárselo a su amiga y confidente la joven y vivaz Pastorita Gamarra, que en esos momentos estaba boxeando con el hermano por una cuestión de trompos. Pastorita era la Presidenta de la comisión juvenil que ayudaba a organizar el baile oficial. Entregó a su amiga una invitación especial por la que tendremos un alto honor si contamos con su delicada presencia en el gran baile oficial que con motivo de las fiestas patronales se realizará el sábado 12 a las 21 horas en la sede social del Sport Fariña, con la animación de una excelente orquesta de la Capital. Lo primero que hizo Julia fue mandar por correo esta invitación. La respuesta no se hizo esperar. Estaré el sábado a las 19 stop reciba mil suspiros stop rendido admirador que utjgndmorpeuhñleurytem. El telegrafista aseguró habérsele transmitido así la frase, pero nadie le creyó. Desde hacía tiempo estaba sordo y confundía los golpeteos.
El telegrama causó un revuelo en la familia Aldana. Por primera vez, después de cuarenta años, iba a llegar a la casa un novio. El último fue el padre de Dora y Julia. Un extraño nerviosismo se apoderó de todos. Antonia, la antigua criada de la casa, se puso a llorar sin remedio. Milord, el viejo y Pelado Milord, quiso aullar pero al primer intento quedó ronco. Avergonzado, fue a esconderse en la cocina. El único -que estaba tranquilo, lúcido, calculador, era el tío Rogelio, excombatiente de tres revoluciones, todas fracasadas. El cadete pronto llegará a General y le pondremos a la cabeza de un movimiento que devolverá la paz, la tranquilidad y la justicia a todos los habitantes del país. Ya estamos cansados de las falsas promesas y la corrupción de los desgobiernos. El movimiento conducido por el futuro general, que tendrá a su tío político como la figura civil más prestigiosa, será para devolver a la patria su dignidad pisoteada y limpiar de máculas el pabellón nacional que ondeará orgulloso al frente de las grandes realizaciones como escuelas, hospitales, caminos, flota mercante, etc. y una paz fecunda en bienes espirituales y materiales; una paz que será el faro luminoso de una patria nueva, gracias a un gobierno medularmente cristiano y profundamente nacionalista, amante del orden, la justicia y la libertad. Cuando estaba por tratar la cuestión de los presos políticos y la libertad de expresión, el Tío Rogelio fue despertado. Le anunciaron la llegada inminente del cadete.
En esa época Julia comenzaba a enseñar en la escuela siguiendo la tradición familiar. Cuando terminó la primaria fue a la capital a estudiar magisterio, un poco de música e interpretación de armonio, arte éste que su madre venía ejerciendo desde hacía cuarenta años en la iglesia. También estudiaba un poco de canto y canciones religiosas en latín.
El tiempo que duraron sus estudios Julia lo vivió en el mismo convento donde las monjas le enseñaban. Solamente podía salir los sábados de tarde con las demás compañeras. No tarden chicas. Vengan antes de oscurecer. Con cuidado de no corresponder al saludo de algún atrevido. Por ningún motivo vayan a separarse. Y vengan a hora o se quedarán sin cenar. Sí, hermana.
Fue así como una tarde Julia se cruzó con un cadete. El sábado siguiente, en el mismo sitio, volvió a encontrarse con la misma persona. Y otra vez en la semana posterior. La cuarta vez sonreía, inclinándose levemente. De golpe la muchacha se acordó de las maldades de este mundo, del no te confíes en nadie porque Satanás se disfraza de hombre para arrancar el alma de las muchachas. Sí, hermana.
Cuando se dio cuenta, Julia conversaba ya a menudo con el cadete o intercambiaba con él apasionadas cartas de amor hasta que llegó el momento de abandonar el convento y regresar a su pueblo. Fue una despedida en la que se escucharon juramentos de amor eterno; hasta que yo me muera, mi vida. ¿Nos veremos enseguida? Claro que sí. Le hablaré a mis padres y le avisaré en el momento. ¿Se irá usted a mi casa? Se lo juro. No me olvide usted. Eso nunca.
Como si cayese una calamidad, todos corrieron a sus casas. Se agolparon luego detrás de las ventanas entreabiertas, desde donde verían pasar al cadete camino a la casa de los Aldana. El telegrama había pasado por todas las manos antes de llegar a las de Julia. En la suposición de que pasaría por la calle principal, la esposa, las hermanas y las hijas del juez de paz desearon que el cadete cruzase frente a su casa, que estaba en la otra calle. Así lo hicieron saber, pero las Aldana se negaron a modificar el itinerario del visitante. Recibieron entonces la amenaza de una pronta y terrible venganza. El parque de diversiones se vio obligado a suspender su actividad. La misa de 6.30 se postergó para las 7.30. Desde afuera, el pueblo daba la sensación de que hubiese pasado por allí la peste. Desde adentro, parecía un colmenar. Afuera sólo estaba Julián, un muchachito pálido y delgado, cuya pasión por el violín le hacía apartarse de todas las cosas. Recostado contra la pared de su casa, procuraba ejecutar una polka. A cada momento era interrumpido por el vocerío de sus padres y hermanas, como si el sonido del violín les hubiera podido impedir la vista del cadete. Los niños estaban subidos a los árboles y a los techos. Uno de ellos se rompió dos costillas al ceder un gajo. Estuvo en el suelo llorando sin que nadie le hiciese caso. De pronto varios chiquillos bajaron de su sitio para correr hacia las casas con la información de que a lo lejos se veía avanzar a un jinete vestido de militar. Cesó por completo el viento norte, que esparcía una molesta polvareda.
Al cuarto día de su llegada al pueblo, Julia recibió por correo una postal. Después vinieron otras con delicados versos que hablaban de lunas plateadas, lánguidos suspiros, estanques de agua azul, noches tibias y estrelladas, miradas serenas y profundas, labios húmedos y entreabiertos, dientes blancos como perlas, sedosa cabellera. La primera tenía el dibujo de una paloma muy blanca en cuyo pico temblaba una rosa; la siguiente, cisnes nadando en un lago azul; después, un corazón partido por una flecha; más tarde, dos enamorados que se miraban con deleite desde lejos; después los mismos, sentados, casi juntos, sobre una roca a orillas del mar; después, tomados de la mano entre rosas y jazmines; después estaban por besarse; después ya se besaban con los labios tenuemente arrimados; después una postal que tenés que romper, esas cosas no hay que tener en la casa y menos que una niña tenga que mirarla. Pero, mamá. Nada. Esto es indecente. En mi época nuestros admiradores eran más finos. Andá confesate.
Don José María Aldana no podía atar los cordones de sus botines por culpa de tener los pies hinchados. Decía palabrotas y amenazaba con ausentarse de la cena. Su enojo llegó al punto más alto cuando tropezó con no se sabe qué en el corredor de atrás, lleno de muebles y otros objetos sacados de la pieza, preparada para recibir al cadete. En esta pieza sólo permanecieron la máquina de coser cubierta con un mantel trabajado a mano, las flores de papel, la mesa puesta para la cena, algunas sillas y en la pared varios cuadros entre los que sobresalía uno prestado de la familia Gamarra, que representaba a Diana Cazadora en medio de ángeles muy rubios y sonrientes. Pese a su insistencia, Julia no convenció a su madre de que sacara un enorme nicho que guardaba la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, que con los candeleros, las flores y otros objetos formaba un enorme altar. Lo máximo que pudo conseguir fue que las velas estuviesen apagadas. Mientras se mantenía esta discusión, Milord, el viejo y pelado Milord, estuvo a punto de causar una tragedia. Sin que nadie lo viera se había puesto detrás de una silla. Doña Margarita tropezó con el animal, cayéndose muy cerca de una botella rota. Adivinando lo que le esperaba, Milord salió de la pieza lo más pronto posible, que no era mucho para refugiarse de nuevo en la cocina. Se tapó los oídos con las orejas para no escuchar, por lo menos enteramente, la serie de amenazas que recibió.
Don José María Aldana procuraba aún atar sus botines cuando fue llamado para ayudar a desplumar la gallina. En eso estaba cuando le pidieron que saque la escalera de la pieza, que cómo era que todavía estaba allí, que no se daba cuenta que estorbaba. Pero carajo, váyanse a la mierda, yo tengo la culpa de permitir que ese pituco llegue a mi casa. Sí, mi casa. Estos callos no son de haber estado de balde para darles de comer. No soy sirviente de nadie. Váyanse todas al carajo. A doña Margarita Segovia de Aldana le entró una crisis nerviosa y quedó dura, con los ojos fijos. Después del té de tilo se abandonó a un llanto que la hacía saltar de la cama. Enseguida se escuchó otro llanto en la cocina. Era Antonia, a quien, mientras cuidaba a doña Margarita, se le había desaparecido la gallina. Así, enterita y recién desplumada. Habrá sido ese perro infeliz. Y Milord la miró de frente, con los ojos limpios.
Julia estuvo muy nerviosa cuando los parientes llenaron la casa. En vista de que ya no quedaban sillas en el vecindario, se consiguió, gracias al cura, traer bancos de la iglesia. Se sintió más irritada cuando las vendedoras de chipa, aloja y golosinas comenzaron a instalarse a un costado de la casa. Enseguida llegaron las que vendían baratijas y tenían su puesto en la plazoleta de la iglesia. Julia se refugió en una pieza para su sometimiento a la interminable tarea de vestirse, peinarse, colorearse la cara, desvestirse, despeinarse, descolorearse, vuelta a vestirse, peinarse, colorearse, con la ayuda de su hermana y de su íntima amiga Pastorita Gamarra. En el patio, hombres y mujeres, todos parientes, formaron grupos separados, en animada charla. En la rueda de hombres sobresalía el tío Rogelio, siempre sostuve que en mi familia hacía falta un militar. Yo me encargaré de formar su espíritu cívico, de guiar sus pasos hacia el noble ideal de patria para acabar con los gobiernos que sobresalen sólo en la corrupción. Cuando nuestro nuevo sobrino... Y fue interrumpido por una voz que le pedía intervenir en la pelea de dos revendedoras por un sitio en el corredor.
El pueblo se puso de pie y contuvo la respiración. En la primera curva, entre dos hileras de naranjos, apareció el cadete montado en un alazán y seguido de otro jinete que a nadie interesó. Sentía las miradas que le llegaban desde las ventanas, desde las puertas, desde los tejados, desde los árboles. A nadie vio, pero se colocó una sonrisa y una pose de general al frente de su glorioso ejército. Avanzaba con lentitud mirando a los costados. No se le notaban las cuatro o cinco horas que había consumido en el viaje. Como tenía el cabello húmedo y cuidadosamente peinado, el pueblo supuso -aseguró- que se había quedado en el último arroyo a refrescarse un rato.
Siguiendo las indicaciones de Julia, el cadete dobló a la izquierda en la primera esquina después de la segunda curva. Le faltarían aún tres cuadras para llegar. Para descansar de la mirada del pueblo que traía sobre sus espaldas.
En un pestañeo, el perro extrajo del canasto unas butifarras con las que pensaba huir. Los demás perros no le permitieron, lo cual originó una tremenda pelea en la que intervino la dueña de la mercadería y al rato las demás vendedoras, apostadas en las cercanías de la casa de los Aldana. Se procuró separar con agua a los animales, y luego a pedradas. Hubo gritos entre las mujeres y pedidos de auxilio. La dueña de las butifarras se desmayó al ver que otros perros se alzaban con lo poco que había sobrado mientras los demás se peleaban. Después de muchos esfuerzos se restableció la calma; pero no duró mucho, porque apareció un inspector municipal que quiso cobrar impuestos. Las vendedoras explicaron que ya lo habían abonado, pero el celoso custodio de la hacienda pública les replicó que ese pago era válido solamente para la plazoleta; que como habían creado otro puesto de venta, y además en la vía pública y sin permiso, correspondía otro pago y además con multa. Las mujeres pensaron enseguida que la presencia del inspector obedecía a una denuncia de los Aldana; qué se han creído; que ellos nomás tienen derecho a comer; vivimos de nuestro sacrificio sin buscar ningún cadete para colocar a nuestra hija.
Don José María Aldana se escondió en la cocina, donde procuró ablandar sus botines con sebo de vela. Sabía que el cadete estaba a sólo tres cuadras y esto le puso más nervioso aún. Mientras esperaba que la grasa hiciese efecto, puso en salmuera los pies para que se le achicasen. Si no lo conseguía, tenía decidido ausentarse de la mesa. Prefería enfrentarse al enojo de su esposa y de sus hijas antes que sufrir la tortura de ese calzado que cómo que se encogió. Seguramente le habrá llovido encima y como en la casa a nadie le importa nada, porque yo les pongo todo, dejaron que se estropee así.
Julia estaba muy impaciente. Hacía arreglar y desarreglar su nuevo vestido, poniendo y sacándole detalles. Rompió dos espejos, y dos veces derramó agua Pastorita sobre los vidrios rotos, porque estas cosas traen mala suerte. Julia pidió otras velas porque las dos de esperma no le bastaban. Apareció una prima con el pedido, más la noticia de que el cadete doblaba ya la esquina; que era muy elegante, que daba gusto verle montado como un general, que en los ojos traía el amor a Julia, que viene con regalos para la familia, que mañana se quedará todo el día para conocer a los parientes de la novia, que el presidente de la República ya se había fijado en él para su edecán militar, que ahí llega. Sí, fue en esos momentos. Ahora que Julia está en los últimos años de la vida, sentada en el corredor mirando postales envejecidas lo recuerda todavía muy bien. Fue cuando dijeron ahí llega que una de las velas cayó en su vestido. Aún le parecía escuchar las tres palmadas y el buenas noches. Y nada más. Se había negado a salir con su vestido echado a perder.
Mary llegó a su casa con el polvo de la caída y las miradas del pueblo a sus espaldas. Al entrar vio ojos a lo largo de la calle, encima de las murallas, en las puertas y las ventanas, en las copas de los árboles, en los techos, en el corredor de la iglesia. Eran solamente ojos. Pequeños y grandes; azules y negros, verdes y marrones. El pueblo se llenó de ojos para verla, olerla, rastrearla. A tientas llegó a su cama en la que se tiró, con pequeñas convulsiones. Estaba llorando en la oscuridad. Molesta por los altoparlantes, cerró las ventanas. Adentro, quedó el canto horizontal del grillo.
Se despertó temprano, quedó mucho tiempo sentada al borde de la cama mirando las junturas del piso, por donde salía pasto. Al sentir que le subían burbujitas del estómago se acordó que no había cenado. Abrió la ventana y vio al pueblo peinado por el viento norte. En la plazoleta de la iglesia le saludó un hombre que estaba haciendo pastar su burro. Volvió a la cama y releyó la carta a Sandra. Después le agregó este párrafo:
No sé dónde vine a parar. Anoche pretendí hacer un paseo de reconocimiento por el parque pero enseguida me perdí. Caminaba por la oscuridad que estaba dentro de mí. Me puse muy nerviosa cuando todo el mundo, no solamente me observaba, sino que, no sé cómo decirte, parecía que me iba a asaltar, que cada uno quería un pedazo de mí y estaba dispuesto a llevárselo como sea. No, no esa mirada que tanto conocemos en los hombres. Esto que ayer pasó es distinto. Hombres y mujeres, de todas las edades, me miraban como mirarían a un fantasma, o a un marciano, un milagro, o qué sé yo. Temblaba de miedo. Anduve a los tropezones. Alguien me llamó puta y otro hizo un chiste sobre mis nalgas. Una señora se me acercó y pidió permiso para tocarme. Dijo que nunca había visto una puta. Estoy deprimida y no sé qué hacer. Otro abrazo.
Mary
Sentada en su cama, atareada en espantar mosquitos, Mary se interesó en la velada artística que anunciaban los altoparlantes para dentro de contados minutos, señoras y señores. Quería ver la actuación de un mago que le dejará a usted maravillado con su número exclusivo. Se revolvía el cerebro en procura de entender cómo puede una persona volverse invisible delante de todos los presentes, por primera y única vez en este pueblo. Pensaba que si el mago trabajara con ella se le acabaría el descanso, pues nadie sería visto por los ojos incansables que custodiaban su vivienda desde todos los costados. Con la ayuda del mago los hombres del pueblo desfilarían por su cama varias veces y, ya cansada de ganar dinero, se establecería en la capital, dueña de un prostíbulo. Ya no se fatigaría en las funciones patronales pueblerinas, como las calesitas; ya no sufriría el desaire de instalarse en un pueblo de maricas, donde los hombres se tragaban las ganas por miedo a sus mujeres. Se levantó de un salto y revolvió su cartera. Tenía el dinero justo para la entrada. Si no lograba persuadir al mago se quedaría sin desayuno. De nuevo se dejó caer en la cama y descansó la cabeza entre las manos. Se le ocurrió que con la velada venía al fin la ocasión de librarse de los ojos amontonados en su puerta. Durante la función, su casa quedaría sin vigilancia y era seguro que alguien entraría. Un ruido del patio la apartó de sus reflexiones. Enseguida escuchó pasos en el corredor y su primer impulso fue salir a la calle, del miedo que tenía. Cuando intentó hacerlo, apareció un hombre en la pieza, por el lado de atrás.
-Disculpe, señorita -dijo el visitante a manera de saludo-. Comprenderá enseguida por qué vengo por el patio, pasando por encima del cerco.
Ella lo reconoció de inmediato. Era el hombre que pasaba horas interminables viendo pastar a un burro en la plazoleta de la iglesia.
-Mi casa es la que está ahí pegada. Me llamo Romualdo -y el hombre cerró la ventana, con temor de ser visto desde afuera.
-¿Apago la luz? -preguntó Mary, mientras planchaba la sábana con la palma de la mano.
-No, no. ¿Puedo sentarme?
-Desde luego -y le hizo un lugar en la cama. El hombre eligió una silla, mientras miraba inquieto a sus costados.
-Disculpe que esté un poco nervioso. Sucede que hace rato y sobre todo...
Distraída en sus cálculos, Mary no le escuchó. En el trascurso de la velada quizá pudiera conseguir hasta tres clientes y seguramente una cantidad igual al día siguiente.
Se hablaba de un tal Tío Ra como autor de algo que ha de ser el asombro nacional. A ella no le interesaba el acontecimiento, sino que el camino estuviese despejado para que se pudiera entrar a su casa.
-Soy muy desdichado en mi matrimonio -escuchó que proseguía su visitante. Ella desvió su atención, porque ese cuento de las desdichas la aburría de tanto haberlo oído a los casados infieles. Deseaba que la historia fuese breve, no vaya a suceder que me pierda el próximo cliente.
-En realidad no me casé -percibió como un eco a Romualdo-. Quien se casó fue verdaderamente ella. Le voy a explicar.
Mary pensó que sabía de memoria todas las variantes sobre el mismo tema. Se puso a escuchar los altoparlantes que anunciaban el inicio de la velada con un recitado de alguien cuyo nombre no entendí.
-Si aguanto esta situación -decía el visitante-, es porque espero la ocasión de vengarme yo también. Hasta el momento es ella la que se toma venganza, no de mí, sino en mí.
Mary escuchó que terminaba el recitado con débiles aplausos. Seguidamente anunciaron la actuación del coro de las damas de Acción Católica, con melodías nativas.
-Mi esposa sufrió el desplante de su novio minutos antes de la ceremonia civil y religiosa. Parada en la puerta de la iglesia, con su vestido de novia, soportó de pie la risa del pueblo. Fue en ese instante que prometió no morir antes de casarse. En ese instante, también, culpó a todos los hombres de su infortunio.
Los altoparlantes anunciaban la segunda interpretación del coro de mujeres. A Mary le pareció que cantaban muy mal, pero pudiera ser, pensó, que el viento norte distorsionase las voces. Se puso de nuevo a escucharlo.
-¿Quiere que le diga? -siguió Romualdo-. Mi esposa es virgen. Dispone de una imaginación exuberante para humillar a los hombres a través de mí. Cuando en cierta ocasión me quejé de estar solo, compró un burro para hacerme compañía.
El coro de la Acción Católica estaba por interpretar la tercera canción. Mary sintió deseos de expresar a la visita que no le interesaba su historia. Decidió esperar el final de la música para decírselo.
-Yo enseñaba en una escuelita de la compañía -contó Romualdo-, dependiente de la del pueblo y la que tenía por directora a mi futura esposa. Por no sé qué motivos un día me quedé cesante. Mi esposa siempre ha tenido fama de tener dinero porque todo el mundo sabía de su extraña avaricia. Como era fea, y ya entrada en años, en el pueblo se decía que ahorraba para comprarse marido. Para ser breve, le diré que pronto se buscaron las ganas de casarse de ella con mis penurias económicas. Y para mi desgracia se encontraron. Ya le señalé a usted que fue ella quien se había casado, y no yo. Se puso un vestido de novia como nunca se vio en el pueblo y pocas veces en la capital. Mandó poner una alfombra roja desde la casa hasta el altar, sólo para sus pies. Yo caminaba a su lado, sobre el pasto, metido en un traje que hizo confeccionar, el doble de mi medida. Y detrás de mí, mal disimulado entre la gente, venían dos hombres contratados desde unos días antes para evitar mi fuga, en caso de que se me ocurriera repetir la acción del novio anterior. El fotógrafo tenía órdenes de excluirme a mí de las fotografías. Fue por eso que los periódicos de la capital publicaron solamente su imagen y su nombre. Yo no aparecí por ningún lado, ni siquiera en el momento de las felicitaciones. Todos los buenos deseos los acumuló ella, porque así estaba impreso en las tarjetas de invitación. Fue cuando nos quedamos solos que me dirigió la palabra. Aseguró que no me faltaría ropa y comida y que podía vivir en la casa. Me daría también una suma mensual para mis gastos menores, pero nunca -y esta palabra la masticó con mayúsculas- se acostaría conmigo; que ella no necesitaba marido, pero se casaba para desmentir las profecías del pueblo. Luego de este monólogo me mandó a dormir en una pieza al fondo. Desde entonces...
-¿Apago la luz? -le preguntó Mary con impaciencia-. Desvístase, espero otra visita.
-Usted me agrada mucho, quiero acostarme con usted, pasar la noche con usted, pero tengo miedo -dijo Romualdo con expresión decaída.
-Nada le pasará -le aseguró Mary-. Desvístase.
-Al desvestirme tendré la impresión de estar desnudándome delante del pueblo. Hay ojos por todas partes. No creo que estén viendo la velada. Nos están mirando a nosotros.
-Desvístase.
-Mañana habrá otro espectáculo nocturno; quizás la ocasión sea más propicia que la de hoy. Hasta mañana.
Y se fue por donde había venido. Mary pronunció algo que se mezcló con el sonido de altoparlantes anunciando otro número de recitado.
Los altoparlantes anunciaron la actuación del mago Lin-Chu, cuya especialidad en hacer desaparecer a las personas públicamente, acaparaba la curiosidad del pueblo. Nos iremos, dijo Julián a su esposa, y se puso a ensayar una vieja polka. Enseguida recibió la visita del cura párroco.
El sacerdote y el músico estaban unidos por un mutuo y antiguo rencor. Ninguno de los dos sabía exactamente el origen de este sentimiento, que llegó a su nivel más agrio cuando el Pa'í Ramón, en un domingo inolvidable, afirmó desde el púlpito que Julián era comunista. Fue en represalia por ciertas insinuaciones referentes a una amistad no muy religiosa del cura con la sobrina menor de la mayordoma de la iglesia. La sobrina aquella estuvo muy de moda hasta que una noche la llevó un tropero.
El Pa'í Ramón y Julián solían conceder tregua a su aversión en ocasiones excepcionales. Se unieron para obtener el traslado de un comisario cuyo donjuanismo ponía en peligro el honor de los lechos conyugales. Estuvieron juntos en la batalla contra las langostas, que en una ocasión devoraron hasta las flores artificiales de los santos. Fue aquella vez que un agente de Impuestos Internos quedó cesante, porque no creyeron que el dinero de las recaudaciones había sido comido por las langostas.
Julián metió en su estuche el violín, lo recostó por la pared, y con el rostro impasible se puso a escuchar al cura. Éste le propuso colaborar con la reconstrucción de la torre, actuando gratuitamente en la velada, antes del número central. Como era su costumbre, Julián no dio ninguna respuesta. Quiere decir que aceptó, pensó el cura. Recogió su sotana y se despidió contento.
La esposa de Julián estaba observando a su vaca, la que se encontraba tirada en el suelo. Está aventada, diagnosticó la mujer y comenzó a introducir velas de sebo en el intestino del animal. Se le acercó su marido y sin importarle demasiado la enfermedad del vacuno, dijo: voy a actuar en la velada con traje. Vas a llevar el negro. ¿Y el blanco? El pantalón ya no sirve. Está bien, concluyó, malhumorado, porque había planeado vestirse de blanco.
La mujer dejó la vaca, entró en la pieza y abrió un viejo baúl de madera con olor a naftalina. En el fondo, envuelto en hojas de diario, estaba el traje negro que su marido estrenó el día de su compromiso matrimonial, y que en muy raras ocasiones volvía a ponerse. Puesto en la cabecera de una silla, quitó la ropa al sol, para que se le fueran la humedad y el fuerte olor a moho.
Al ponérselo, le saltaron del pantalón dos botones. Con el rostro encendido de enojo, Julián gritó una palabra que llenó la pieza, salió al corredor y fue rodando por el patio. La mujer corrió en busca de hilo y aguja mientras escuchaba en silencio las maldiciones de su marido.
-Estoy impaciente por verle -dijo Julián, pensando en el mago.
-Yo tengo miedo -expresó la mujer, mientras procuraba enhebrar la aguja-, creo que estamos mucho más cerca del anuncio que suele hacer en misa el Pa'í Ramón. Sí, el fin del mundo está aquí a la vuelta. Ese mago es una señal. Y también Tío Ra.
-¿Qué tiene Tío Ra?
-Dicen que...
-¡Puro chisme! Los del Porvenir no saben perder y dejan correr la noticia de los globos que irán a otros mundos. ¿Quién cree en eso?
-Pero Tío Ra hace un mes que está encerrado. Dicen que ni duerme por trabajar en esa cosa.
-Es todo mentira.
-Te digo que el fin del mundo está cerca -por fin pudo enhebrar.
-Y bueno, saldríamos ganando.
Mientras su esposa le restituía los botones, Julián repasó mentalmente las personas que desaparecieron, pero no públicamente como prometía el mago, sino a escondidas. El tesorero de la comisión proconstrucción de la escuela, desapareció; la esposa del dentista, desapareció; un vendedor de rifas, desapareció; la sobrina de la mayordoma, desapareció; un vendedor de tónico capilar, que prometió devolver el dinero si el producto no hiciese efecto, desapareció; diez presos políticos, desaparecieron. Y hubo más personas que Julián pasó por alto, al no concebir que el mago tuviese la virtud de hacer una desaparición distinta de la que él acababa de enumerar.
-Más pronto -dijo el músico, cansado de estar parado.
-Ya está -dijo la mujer, y soltó el hilo con los dientes.
Con el traje puesto se puso a cenar en silencio, mientras atendía los altoparlantes que anunciaban la gran velada.
Ña Pastorita estaba recuperándose del cansancio, sentada en su sillón predilecto y con los pies puestos en salmuera. El mago llegaría en cualquier momento para cenar, y quería mostrarse animada ante el famoso personaje. Ese día, como en cada función patronal, tuvo una actividad agotadora, al presidir la inauguración de varias obras de progreso. Con muchas hurras y discursos se habilitaron cinco cuadras de camino vecinal, el baño del puesto sanitario y otro calabozo en la comisaría. Igualmente ña Pastorita inauguró la ampliación del almacén de uno de sus compadres con quien, se comentaba con insistencia, tenía un negocio de naturaleza desconocida pero que al parecer daba muy buenos dividendos. Inauguró también un mataburro en las cercanías del pueblo, y, por último, asistió al inicio de un torneo de truco organizado por el Sport Fariña. Estos actos la tuvieron ocupada todo el día.
Cuando le avisaron que el mago y su representante habían llegado, ña Pastorita hirvió de nervios. Mientras se vestía se le prendió una ocurrencia que tuvo por muy feliz: pedir a su invitado una prueba de su asombroso poder, haciendo desaparecer al presidente del Porvenir, a la esposa del farmacéutico y a las hermanas Aldana. Le ofrecería una fortuna por esa maniobra, toda vez que pudiese vivir sin la amargura de una empeñosa resistencia.
Esa misma tarde, al cansancio de las inauguraciones, apenas soportado, sus enemigos le agregaron la antigua acusación de afán figurativo, discriminación, despilfarro y deshonestidad en la construcción de las obras públicas.
Al término de la cena, de la que participaron también el cura párroco y el presidente de la Junta Municipal, ña Pastorita se reunió a solas con su invitado. Le expuso claramente sus deseos y le habló de una buena retribución. El mago quedó a oscuras. Tan singular e inédito pedido le enredó las ideas. Ña Pastorita confundió el silencio por una negativa, y ofreció al mago más dinero en procura de su obediencia. Le explicó las razones y urgencia que tenía en descansar de sus enemigos. Le habló del progreso alcanzado por el pueblo; del bienestar que gozaban sus habitantes y de los proyectos que se iban a concretar. Le aseguró que tendría más tiempo y ganas de ocuparse de las necesidades de su pueblo el día que ocurriese el milagro de un amanecer libre de quienes tienen ojos para ver sólo un color: el negro. Y agregó, con énfasis: negro les parece el orden; negro el progreso; negro el bienestar; negro cualquier signo de adelanto. En este pueblo las autoridades son demasiado tolerantes. Y bueno, ¿qué me dice?
-Trato hecho.
-¿Cómo lo hará?
-Es un secreto profesional, perdóneme -respondió el mago con acento misterioso.
-¿Cuándo veremos el resultado?
-Esta noche -afirmó el mago-. Será en el transcurso de la función. Discúlpeme, pero quiero advertirle que los números de magia salen mejor con pago adelantado. Quedará usted muy contenta de mi labor.
Ña Pastorita quitó del ropero una cartera enorme donde guardaba el dinero.
-¿Nadie se dará cuenta? -curioseó ña Pastorita, mientras pagaba la suma convenida.
-Nadie. En todo caso, y esto es un decir, hay siempre razones para explicar desapariciones. Debo asegurarme de que las personas mencionadas estarán en la velada.
-Estarán -afirmó ña Pastorita.
-¿Qué seguridad hay?
-Yo organizo la velada y suelen ser puntuales en la búsqueda de defectos.
Desde temprano la pista del club social se llenó de gente. De todas las compañías, a pie o en carreta, llegó una multitud atraída por la anunciada maravilla del mago. En el pueblo solían actuar tales personajes, pero todos hacían lo mismo: tragar fuego, romper huevos en un sombrero, jugar con cigarrillos encendidos entre los dedos, en fin, cosas ya sabidas por el público. Pero esto de causar la desaparición de un cristiano era cosa distinta. El anuncio produjo inquietudes y expectativas.
-Yo voy a quedarme -dijo el juez a su esposa-, no me siento bien.
-Tampoco voy a irme yo.
-¿Y vas a perderte un espectáculo nunca visto?
-¿Y vas a perderlo vos?
-Este dolor de cabeza y mareos...
-Me quedaré a cuidarte.
-No es grave. Quiero que vayas a ver al mago.
-Está decidido. Si te quedas, me quedo.
La esposa del secretario municipal acabó de maquillarse. Cuando se ponía los zapatos escuchó a su marido decir que él se quedaría en casa.
-Estabas muy entusiasmado -le dijo la mujer con extrañeza.
-Sí, pero... conozco lo que hacen esos magos.
-Hoy será distinto.
-De todas maneras se me han ido las ganas.
-Qué coincidencia, yo tampoco quiero ir.
-Quizás resulte buena la función.
-Entonces vamos -insistió la mujer.
-Ya te dije que...
-Te equivocaste si pretendías que me fuera sola. Adivino tus intenciones.
-¿Y cuáles son? -preguntó sorprendido el secretario municipal.
-Las mismas que en estos momentos estarán picando a los otros maridos. Esa bandida les ha vuelto locos a todos.
La función se inició media hora después de lo anunciado. Como en todas las ocasiones, abrió el acto la sobrina mayor de ña Pastorita. Eulogia Romero, con un recitado de cuyo final nunca se acordaba. El poema pertenecía al padre de la artista, estaba escrito en guaraní, y trataba de los beneficios de la paz a cuya sombra generosa las espigas y los niños crecen mejor, en contraste con las épocas anárquicas de otros tiempos en que los ranchos y los surcos se teñían de sangre fraterna. Luego subió al escenario el coro de las damas de Acción Católica. Su primera interpretación fue una polka dedicada al Presidente de la República, cuya fotografía era sostenida por una niña vestida con túnica y gorro frigio. Los versos hablan del sacrificio, patriotismo, visión serena y firme del Primer Magistrado, que salvó a la Patria de su antigua desdicha. Al final de la canción la niña de túnica hizo volar una paloma mensajera. La función continuó con un cuadro de difícil comprensión. Su intérprete era la señorita Ramona Paredes, hija del jefe de correos. Estaba vestida de Ángel, parada en una butaca y rodeada de niños caracterizados de Satanases. Todos ellos caídos en el suelo. El público esperaba que ocurriese algo más, pero de pronto el escenario quedó vacío. Alguien en el público comentó que el Ángel debía empuñar una espada, pero seguramente por desentendimiento no la confeccionaron. El cura se opuso tenazmente a que el Ángel saliera con un machete, según propuesta del padre de la actriz. Después de una acalorada discusión se llegó a un acuerdo: el Ángel, por toda arma, debía usar su índice para vencer a las fuerzas del Mal. El siguiente número estuvo a cargo de otra sobrina de ña Pastorita y del hijo menor del juez de paz. Ella vestida de india, y él, de caballero español. Tampoco se entendió muy bien este cuadro porque olvidaron la letra en varios pasajes. Al parecer querían representar la conquista, la hidalguía, las buenas intenciones y la valentía españolas. A continuación volvió a ocupar el escenario el coro de las damas de Acción Católica, esta vez con algunos villancicos. Hubo silbidos de rechazo, pero se hizo silencio cuando ña Pastorita apareció en escena con los brazos cruzados y los ojos encendidos. Sofocado el intento de rebelión, el cura ordenó un intervalo.
-¿Están todos? -preguntó el mago a ña Pastorita en un ángulo del escenario.
-Falta Tío Ra; pero están las mujeres...
-No importa. Al Tío ése le haré el trabajo después.
-¿Cuándo?
-Esta misma noche.
-No quiero complicaciones -pidió ña Pastorita.
-No habrá ninguna -le aseguró el mago-. Las desapariciones son mi especialidad.
-¡Mi sábana! -gritó una mujer gorda, sinceramente enojada, al ver que alguien quería abrir el telón con fuertes estirones. Con esta advertencia, el telonero puso más cuidado y paciencia en su labor. Desenganchó un costado y la improvisada cortina se descorrió sin obstáculos. Continuó la velada.
Una niña de siete años, con las uñas y los labios pintados y el cabello cayéndose en bucles, recitó a la Virgen María, a San José, al Corazón de Jesús, a Santa Catalina, a San Antonio. Cuando iba a recitar a San Lorenzo, una potente y enojada voz de hombre la hizo callar. La niña se asustó y salió llorando. Ocupó luego el escenario el conjunto folclórico «Los Ruiseñores», cuyo director era un virtuoso en la imitación de las aves. A continuación se representó un paso de comedia que gustó mucho al público. Se festejó con risas y aplausos la escena en que el marido, después de soportar con mansedumbre los caprichos y la altanería de su esposa, se toma venganza con un palo de escoba. Subieron luego al escenario muchachas y muchachos, vestidos ellas de kyguá-verá y ellos de arriero. Bailaron -algunas veces- al compás de las polkas interpretadas por Julián, el violinista.
Y por fin el ansiado momento. Apareció el mago Lin-Chu. Algunas señoras se sentían desmayar. Un aplauso cerrado, prolongado, entusiasta, recibió al mago que subió al escenario con su sombrero de copa, su varita, su capa negra y una seriedad que imponía respeto. La palidez de su rostro, sus ojos de pájaro, su melena, más la fama que pregonaban los altoparlantes, le daban un aspecto feroz. Agradeció los aplausos con el mal castellano de quien sólo habla en guaraní. Luego confesó que aún no había cenado y que le gustaría hacerlo con licencia del público. Explicó que la tortilla era su alimento preferido. Mientras hablaba rompía huevos en su galera, los revolvía luego con un tenedor, finalizando la operación con algunos pases. Metió la mano en el sombrero y se mostró confundido al encontrar pañuelos de seda en vez de la tortilla. Eran tres pañuelos con los colores patrios, obsequiados luego a ña Pastorita con aplausos del público. Los números siguientes causaron menos impacto por lo muy conocidos: los trucos con el dedal, los cigarrillos encendidos y las flores de papel. Después de hacer cosas con los naipes, anunció el esperado acto central. Rogó silencio absoluto, mientras se realizaba la prueba y, además, que nadie se moviese de su sitio hasta que él lo indicara. Ña Pastorita miró a las hermanas Aldana y a la esposa del farmacéutico como si las viese por última vez. El mago pidió un voluntario para el experimento. Todos se miraron. Reiteró el pedido una y otra vez. Nada. En balde advirtió que no había riesgos. Aclaró que se trataba de una antigua ciencia practicada en Oriente. Estas explicaciones resultaron confusas y nada bueno agregaron al ánimo de la concurrencia. Como no había esperanzas de ayuda, el cura subió a una silla y gritó el nombre de Julián, quien miraba en ese instante desde un ángulo de la tarima. Un cerrado aplauso manifestó la aprobación del público por la oportuna sugerencia del sacerdote. Mientras agradecía la colaboración del músico y explicaba la manera en que efectuaría su asombroso experimento, le pasaron una bolsa hecha de carpa, un gancho enorme de hierro y varios metros de piola. Invitó luego a Julián para que se metiera en la bolsa y se quedase en ella un instante. Al violinista se le hizo un nudo en las tripas. El mago aseguró que no había ningún riesgo en la prueba; que todas las realizadas anteriormente habían salido a la perfección y que se debía confiar en su arte y en su ciencia. Dijo algo más sobre su afamado número de la desaparición, para rogar finalmente a Julián que se introdujera en la bolsa. Así lo hizo el violinista, que estaba muy pálido y sudoroso. Aunque parecía sin reflejos -¿estaba hipnotizado?-, su última mirada fue para el sacerdote. Después se hundió en la bolsa. El mago pidió la ayuda de dos hombres para colgar la bolsa del gancho, que estaba sujeto a un parante.
Lin-Chu bajó luego del escenario haciendo algunos pases con la varita. Caminaba de espaldas mientras decía cosas inentendibles para el público, cuya atención estaba concentrada en el músico. En esos momentos, ña Luisa, la ciega, profetizó en su cama que el fin del mundo estaba cerca.
-¡Desapareció, desapareció! -exclamaron dos mujeres con el rostro descompuesto.
Nunca más se supo del mago que había desaparecido con el dinero de la boletería. Por muchos años ña Pastorita lo hizo buscar en todas las funciones patronales del país.
El comisario estaba en su despacho tomando mate, cebado por un soldadito pálido y delgado. Por la ventana entraba una débil voz que decía: viva el partido colorado. En la calle, frente a la comisaría, estaba carpiendo un grupo de detenidos. Por suerte la función patronal es cada año, pensó el comisario mientras se disponía a releer un telegrama que recibió esa mañana. En eso apareció Julia Aldana.
-Qué hay, señora.
-Señorita -le corrigió la mujer.
-Lo que sea -dijo malhumorado el policía.
-Hay, señor comisario, que nuevamente ese musiquito borrachín hizo insinuaciones respecto a mi honor y al de mi hermana.
El comisario se extrañó de verla sola. Siempre la veía pegada a su hermana.
-Acaban de contarme que anoche repitió la calumnia. Quiero saber quién está detrás de estas fechorías; quiero saber...
Al comisario le tenía preocupado la orden que recibió de Asunción. Se había escapado del manicomio un anciano robusto, de fuerzas descomunales. Según el telegrama, se trataba de un loco extraño, y de acuerdo con las descripciones, en la víspera, a la entrada del sol, iba pasando por el pueblo esa misma persona. Era imposible que se tratase de una coincidencia. Hasta las señas del perro que le seguía eran las mismas. No llamó demasiado la atención porque era la época en que llegaban arribeños. Los testigos se acuerdan de haberlo visto entrar en la iglesia y rezarle a San Lorenzo. Despertó curiosidad cuando recogía sobras de comida en el parque para ponerlas en un plato y servirlas a su perro. Parecía sentir mucho cariño por el animal, que le respondía con la cola y la mirada. Se fijaron también en sus finos modales y su correcto español, por lo que creyeron que era gringo.
-Solicito especial colaboración, señor comisario, para identificar a la persona que manda hacer estas maldades. Es evidente que el músico, por sí mismo, no estaría...
Al comisario no le cabía dudas de que el anciano visto en el pueblo era el afanosamente buscado por las autoridades de la capital. Fue por eso que esa mañana, apenas recibida la orden, mandó una patrulla en su seguimiento. Los testigos coincidieron en que no tenía aspecto ni procedimientos de loco. El Pa'í Ramón confesó haber conversado con él brevemente sobre teología, admirándose de sus conocimientos, aunque tenía ciertas interpretaciones dudosas.
-No vengo a pedirle un imposible, señor comisario; quizás resulte un poco trabajoso, pero las personas decentes merecemos consideración. Que Dios me perdone, pero yo tengo mis sospechas. Y de tratarse de esa misma persona, usted tiene que demostrar que realmente está aquí para garantizar nuestra tranquilidad, nuestra seguridad, nuestra...
El comisario no disponía sino de seis agentes. Mandó cuatro. Por ello pidió la colaboración de algunos oficiales y sargentos de compañía para que aumentaran el grupo de la búsqueda. El comisario pensó que, de tratarse realmente de un loco, y además con una fuerza colosal, no quería decir que su mansedumbre de ayer no podía transformarse en un espanto. No había dudas de que la mención de su fuerza en el telegrama no era un mero dato. Antes que nada, sospechaba, era una advertencia. Y se preocupó más aún.
-Desde hace tantísimos años, señor comisario, desde que yo era así, la persona de quien sospecho me persigue con una extraña obsesión. Seguramente así lo quiere Dios y en su infinita sabiduría la mantiene viva para ponernos a prueba; para que sus siervas seamos dignas de llegar a su diestra cuando dejemos de penar en este valle de lágrimas; seguramente Dios nuestro Señor...
A medida que pensaba, la preocupación del comisario se le agrandaba en el pecho. Hacía poco tiempo, en el otro pueblo en donde estaba le tocó hacer un procedimiento del que se acordaba siempre. Dormía afuera, en el patio de la comisaría. Un poco después de la media noche le despertó el centinela con una demanda extraña: un grupo de vecinos pedía permiso para hacer uso de sus armas de fuego. Se trataba de perseguir y matar a un Luisón que iba hacia la capuera de don Romero; es así de grande, nosotros le vimos. Nuestros perros le están ladrando detrás. De un salto el comisario se uniformó y encabezó el grupo, pistola en mano. Un momento después se escuchó el ladrido de los perros, que venía de cerca. Todos aprestaron sus armas. El comisario los dividió en pequeños grupos para rodear al Luisón. Le hicieron notar que se trataba de una táctica peligrosa porque era posible que los unos tirasen a los otros. Entonces resolvieron atacar todos juntos, tan pronto como estuviese el Luisón a la vista. Entre tantos perros, el comisario preguntó cómo se distinguiría el objetivo. Le contestaron que tirase al más grande, al más negro. Además, tendría los ojos encendidos. Por allí alguien recordó que sólo le haría efecto una bala bendecida. Yo la tengo, contestaron algunos. Y comenzó el tiroteo. Ante los estampidos huyeron los perros, menos uno. Era enorme, con la piel negra y lustrosa. De pronto se perdió en un matorral. Lo matamos. Vamos a ver. No, ahora no. Sería peligroso. Esperemos al amanecer. ¿Qué le parece, comisario? Sí, hay que esperar que amanezca.
Al día siguiente, cuando despuntaba el sol, el mismo grupo se dirigió al lugar donde se supuso había caído muerto el Luisón. Todos quedaron sorprendidos, asombrados, paralizados. Encontraron durmiendo a un hombre de mediana edad, muy pálido y delgado. No tenía camisa y su pantalón estaba roto en varias partes. Alguien le apuntó con el revólver para matarlo. El comisario ordenó que se le tomase vivo. Nadie lo conocía. Nunca se le había visto. Para muchos fue una desilusión, porque se maliciaba del hijo de una chipera. No le matamos pero lo debilitamos, dijo uno de los perseguidores. Entre todos lo ataron de pies y manos y colgado de un palo lo condujeron en hombros a la comisaría.
-Tiene que proceder, señor comisario. La persona de quien sospecho hace en este pueblo toda su endiablada gana. No está contenta de ganar dinero en cuantas actividades se hacen aquí; también le gusta intrigar y difamar. Se rodea de gente como ella sólo para hacer daño a las personas y al pueblo. Se vale de algunas influencias para hacer negocios y cometer otras injusticias y demás atropellos. Cuando por ahí hace algo lo publica a los cuatro vientos como una gran cosa. No permite que nadie le contradiga, por eso no tiene amigos sino aduladores. Con éstos ella es generosa. Con nosotros, que disentimos de sus procedimientos, es sencillamente desalmada. Quiero que usted piense...
Y el comisario pensó. O mejor, se acordó de cuando entraron al pueblo con el Luisón a cuestas. En las procesiones no solía haber tanta gente. Las mujeres se santiguaban o rezaban de rodillas. Abriéndose paso en medio de la multitud, el grupo entró en la comisaría con su carga. Amaneció atado a un poste.
-Alguna vez alguien tendrá que intervenir. No es posible que esa persona continúe haciendo cuanto se le antoja y de la forma más arbitraria, injusta y depravada. Las personas honradas y decentes le tenemos miedo. Estamos totalmente indefensos ante sus procedimientos; totalmente impotentes de su lengua calumniadora, soez y chabacana. Es cierto que existe un Dios que habrá de juzgarnos; pero mientras tanto...
-Con permiso, mi comisario -dijo jadeante uno de los oficiales de compañía contratado para seguir al anciano que se escapó del manicomio. El objetivo está cumplido. Hemos tomado preso al enemigo que se atrincheró en el cerro. Después de una prolongada batalla...
-¿Qué batalla? -rugió el comisario.
-Es increíble lo que ha pasado. El enemigo no es un loco. Es un payesero.
Ya otra vez me toca a mí, pensó el comisario acordándose del Luisón que lo dejó en una postura incómoda, al publicar los diarios que se trataba de un loco, y como además bebía mucho, solía andar de un pueblo en otro. Fue así que cayó, seguramente borracho, en el montículo donde le habían encontrado dormido. Los mismos diarios censuraron con severidad al representante del orden que causó tanto desorden con sus procedimientos, que estuvieron a punto de acabar con la vida de un inocente, dejándose llevar por la superstición.
-Es increíble, mi comisario -continuó, con los ojos desorbitados el oficial de compañía-, solamente si se ha estado allá se podría tener por cierto lo sucedido.
-Yo quiero -dijo Julia Aldana- que se me dé garantías...
-Déjeme en paz -vociferó el comisario. La mujer salió con la cara llorosa, pálida y con pequeñas convulsiones. Afuera, le estaba esperando su hermana. Al verla, Julia Aldana se echó en sus brazos y lloró desconsoladamente.
-¿Y ahora dónde está?
-Lo están trayendo, mi comisario. Yo me adelanté para que usted disponga lo que deba hacerse.
-¿Qué me estás insinuando? -rugió de nuevo el comisario-. Ahora mismo le mandamos a la capital y se acabó la cuestión.
-Si se puede...
-¡Aunque no se pueda! Esta vez no me dejaré impresionar por ningún ignorante supersticioso. No me van a joder con otro Luisón.
-Éste es peor que un Luisón. Un Luisón se puede matar.
En eso interrumpió Dora, la hermana de Julia Aldana.
-Señor Comisario, usted ha sido un grosero y un desalmado con mi hermana; usted no tenía que...
-¡Al carajo las dos!
Y la mujer dio un grito que se transformó en llanto, como un aullido a media noche. El oficial de compañía la ayudó a salir.
-La cosa es seria, mi comisario -dijo el oficial apenas regresó-. Desde lejos vimos que iba subiendo la loma, seguido de su perro. Después se nos perdió entre los árboles pero ya le teníamos localizado. Aproximadamente media hora después llegamos al lugar.
¡Sin detalles! -observó impaciente el comisario.
Sin detalle le digo que encontramos al payesero, o quien sea sentado junto a su perro. Parecía que le estaba dando de comer o que le acariciaba. Manos arriba, le intimó el sargento. Y se produjo la primera brujería. Nunca mis ojos, ni los de mis compañeros...
-¡Sin detalles! -repitió el comisario, más impaciente aún.
-Se produjo una llamarada entre él y nosotros. No duró mucho, pero lo suficiente como para que ya no estuviese donde estaba. Desapareció con el perro. Fue entonces que comenzamos a tirar de aquí para allá. Algunos comenzaron a machetear los árboles por si en árboles se hubiesen convertido. Y así, a balazos y machetazos, íbamos limpiando el cerro hasta que le encontramos muerto.
-¡Le quería vivo! -bramó el comisario.
-Y está vivo. El que murió fue el perro, al que le sacaba la piel en silencio, sin hacernos caso, sin oírnos siquiera cuando nos acercábamos a él. Le amenazamos con tirarle a matar si no obedecía nuestra orden de estarse cuerpo a tierra. Estará mi cuerpo bajo tierra, nos dijo, una vez que haya enterrado a este inocente. ¿Por qué le mataron? ¿Qué daño les hizo? Dicho esto perdió la serenidad y se puso a llorar al tiempo de cubrirse las espaldas con la piel del animal. ¿Qué quieren de mí?, preguntó después de calmarse un poco. Que nos acompañe, le contesté con decisión y energía. Y se puso delante nuestro con mansedumbre. Entonces me adelanté al grupo.
Hasta el despacho entró un rumor que de a poco iba creciendo. Se dejó de escuchar la música por los altoparlantes y el comisario salió a ver de qué se trataba. Tal como lo sospechó era el anciano que venía al frente de un gentío impresionante. Calculó que si le dejaba por dos o tres días, recaudaría bastante para el hogar policial. El anciano venía hablando solo. De vez en cuando mostraba a la multitud los plomos de las balas. Como una pequeña capa tenía puesto la piel del perro. El anciano fue llevado directamente al calabozo. Le fue puesto un candado a la puerta con barrotes de hierro. Afuera se luchaba con el gentío que procuraba entrar. El comisario se hizo llevar una silla delante del calabozo. Una vez sentado, y seguro de que los guardias estaban vigilando, inició su interrogatorio. Como el anciano no le respondía le amenazó con su revólver. Fue entonces que el hombre habló: su arma no me causa temor. Más bien tema usted por ella; podría ser que usted sea el blanco de sus propias balas. Ya le habrán contado de lo que soy capaz. Con estos plomos han querido matarme por motivos que usted no ha tenido la gentileza de comunicarme. Yo no soy inmortal, no. Sólo que no estoy destinado a morir de la forma que los demás se proponen. Si estoy aquí, delante suyo, es porque mataron a mi perro. El sí estaba expuesto a las balas. Como todos los inocentes, no tenía defensa. Yo sí. Aprendí a rechazar el mal, a hacer que no penetre en mí. No son las balas las que matan, comisario, son las malas intenciones. ¿Por qué me apunta con el revólver? ¿Tiene miedo de mí? No. Usted tiene miedo de sí mismo. ¿Y por qué? Porque usted ha hecho seguramente mucho mal. Y esas balas que están en su revólver se volverán contra usted. Es posible que no sea precisamente en forma de balas. La muerte usa mil disfraces para acercarse a uno. ¿Por qué suda? ¿Por qué palidece? Comisario, son sus pecados. Se nota en todos sus poros. ¿Sabe qué son? Son las lágrimas de muchos inocentes que usted ha torturado, vejado, humillado. Son las víctimas de tantas injusticias que ahora le rondan a usted. Yo siento ese murmullo, como aleteos de murciélago, rodeándole. ¡Los justos toman su venganza! ¡Señor de los cielos! ¡San Juan de las Misiones! ¡San Lorenzo del Campo Grande! ¡Señor de la Muerte! ¡Acudid a este vuestro siervo! ¡Yo os convoco para mostraros un pecador! ¡Aquí está sentado en el trono de Lucifer! Comisario, estos plomos que usted ha querido que acaben con mi vida, amanecerán, uno a uno, prendidos a su cuerpo; uno a uno prendidos al cuerpo de toda esa gentuza que por fin se está yendo. Pero ya es tarde. Mi dolor por la muerte de este inocente será vengado. Caerá sobre este pueblo, sobre cada uno de sus habitantes, plomo derretido en los fuegos del infierno. ¿Sabéis acaso a quién habéis causado este martirio? Yo soy la luz, yo soy la Fuerza, yo soy la Justicia. A partir de mañana, miserables, conoceréis mi Poder. Hoy quiero hablaros. Quiero poner un poco de luz en la oscuridad de vuestros cerebros, en el laberinto de vuestros espíritus. Hoy es la última vez que nos vemos. Mañana vosotros ya no estaréis. Aunque corráis, mi voz os perseguirá. Yo me quedo sin vosotros, por lo que veo, pero vosotros no os quedaréis sin mí. Mi maldición, mi rencor, mi justicia, estarán siempre con vosotros por los siglos de los siglos. ¡Señor de los cielos y de la tierra! ¡San Juan Nepomuceno! ¡San Lorenzo de la Frontera! ¡Señor de la Muerte! ¡Orad por nosotros!
Hacía rato que la comisaría y sus alrededores habían quedado vacíos. Ni el comisario había permanecido. Eso sí, fue el último en retirarse. Por primera vez en la historia del pueblo la iglesia se había llenado de fieles. Y por primera vez, también, la comisaría quedó sin guardia. Los conscriptos se habían desertado.
Al siguiente día, el calabozo amaneció vacío. El comisario dijo que la puerta no se había tocado; que el candado y la cadena estaban intactos; que el anciano sin duda salió por la rendija mediante sus virtudes mágicas. De todos modos, el pueblo suspiró aliviado. El parque de diversiones recobró su alegría y su bullicio. Esa noche, Nicanor Paredes, el compuestero, estrenó una canción cuyo tema trataba de un comisario que en un pueblo lejano y hacía mucho tiempo, dejó en libertad a un loco al que tuvo preso por algunas horas. Por miedo, le abrió la puerta del calabozo.
Nadie sospechaba que la amena reunión en el bar de don Alegre iba a terminar en un crimen. Sucedió poco después de la cuestión de los globos de Tío Ra. Desde el parque de diversiones, se acercaron los curiosos que rodearon de oraciones y conjeturas al muerto. Sucesivamente llegaron al bar el comisario, el juez de paz y el cura párroco. Cada uno de ellos hizo la diligencia que correspondía al caso. En el patio, debajo de un naranjo, algunas mujeres lloraban a gritos con los brazos extendidos hacia arriba o golpeándose el pecho.
La tarde anterior al crimen llegó al pueblo Rigoberto Garcete, más conocido por Rigó, el hijo de ña Catalina. Después de siete años de ausencia, regresó sin que nadie lo esperase, sudando debajo de un saco sport de lana comprado en Buenos Aires, donde residía. Abrasado por el viento norte de agosto, caluroso y polvoriento, Rigó se paseaba por las calles saludando con efusión a todos. Desde lejos, descalza y envuelta en su manto negro, le seguía orgullosa su madre, quien casi no creía que ese «vestido como un doctor» fuese su hijo; su pequeño y sufrido Rigó que por seis meses fue sepulturero; un año ayudante albañil; tres meses campanero; dos años conscripto en la comisaría; diez meses tropero; un año peón en el tambo de ña Pastorita; cuatro meses ya no me acuerdo qué. Pero sí me acuerdo que nunca le sobraba un centavo para comprarse una camisa decente y menos un saco como ese qué lindo que es, y qué bien le queda.
-¿Y después, Rigó? -preguntó Manuel con avidez.
-Así es la cosa -dijo Rigó, y pidió más cerveza a don Alegre-. En Buenos Aires las mujeres son distintas. Todo es distinto, pero yo me acostumbré enseguida.
Unas horas después de su llegada, Rigó estuvo en el parque de diversiones con sus amigos, después de asistir a la velada. Hasta la madrugada compartió con ellos recuerdos y cerveza. Después de siete años de ausencia, encontró el pueblo muy cambiado. Nuevas y hermosas casas en el centro; la plaza refaccionada; algunos caminos vecinales recién terminados; la escuela con más aulas; la cancha del Sport Fariña totalmente amurallada; la pista de baile con piso de baldosa. ¡Cómo progresó nuestro pueblo! ¿Te acordás, Antonio, que en ese baldío veíamos al fantasma de don Ramírez? Ahora ya no ha de haber nada. ¿Y qué pasó de don Larrea? Ya estará muy viejo. ¡Recuerdo cómo enlazaba! Ahora pienso que dejaba escapar adrede los novillos para mostrar al pueblo su habilidad de enlazar. ¿Y de Amarilla qué se hizo? Ya se habrá dejado del fútbol. Fue el mejor que tuvimos. Hasta en Asunción triunfó. ¡Cómo le envidiábamos sus trajes! ¿Se acuerdan que se ponía uno por la mariana, otro por la tarde y otro por la noche? Los tres que tenía usaba el mismo día. Ya sé que Telesca murió. ¡Pobre viejo! ¡Qué de pedradas recibió! ¿Y don Nicasio sigue con su carnicería? ¿Cómo que le sacaron? ¿Y por qué? He visto que Rogelio-hú está rico. Sí, me contaron que se puso bien con ña Pastorita y todos los trabajos de albañilería le dan a él. Supe también que las hermanas Aldana están cada día más pobres. Y no puede ser de otra manera, porque protestan siempre los abusos de ña Pastorita y su gente. Supe también que a don Recalde le sacaron de la Intendencia porque se negó a firmar una factura falsa. Esto quiere decir que nuestro pueblo es lindo de afuera nomás. Adentro está todo como siempre, como cuando me fui de aquí. Les invito a otra cerveceada para mañana en el bar de don Alegre.
-No miento -dijo Rigó en medio de sus amigos, que escuchaban asombrados el relato-. Allá las casas son más altas que nuestro cerro y uno puede caminar varios días y parece que se está en el mismo lugar. Es que no se puede contar. Hay que ver solamente. No, no pedí permiso. Renuncié para venir a la función patronal. Me voy de aquí, y a la hora ya estoy trabajando. Allá el trabajo hay a kutiplé, no es como aquí. ¿Qué hago? Soy la persona de confianza del ingeniero que está construyendo una casa de 30 pisos. En una palabra, soy su secretario.
Todavía no, Rigó. Alguna vez... quién sabe. Sos trabajador y honesto. Por ahora estás haciendo mezcla. Desde la seis de la mañana hasta las cinco de la tarde haciendo mezcla. Y como nunca protestás, no te dejan descansar ni un minuto. Sí, es cierto, tu patrón -pero no es el ingeniero que decís- te mezquina mucho porque le rendís bien.
Cada sábado tengo plata para comprarme cuatro trajes si quiero, pero tengo que mandarle algo a la vieja, pagar mi comida y un departamento que alquilo cerca de mi trabajo.
No, Rigó. Tenés que andar más de una hora para llegar a la obra. Y si así seguís trabajando, puede ser que tengas, no un departamento alquilado, sino de tu propiedad. Por el momento estás en una villa miseria, compartiendo con un compatriota ese cuartito de lata y cartón.
Y llegó la música a la reunión. Desde lejos, Julián venía anunciándose con una polka. La madre de Rigó, con su comadre Isabel, estaba en un ángulo del patio, sentada sobre sus piernas, mirando con vanidad la maciza juventud de su hijo y las interminables palmadas que recibía de sus amigos. Te acordás, comadre, que yo te decía siempre: no importa que su papá se vaya; este hijo será tu sostén. Y salió guapo como te dije.
Después de tres polkas sin interrupción, todos pidieron a Rigó que continúe contando cosas de Buenos Aires.
Allá hay mucha plata... Aquí, por más que uno se deslome, no tiene nada. Unos meses más y le voy a llevar a mamá. Ya no quiero que viva sola. Quiero que esté conmigo para cuidarme y para quitarla y para que tenga su comodidad. En estos momentos no tengo para su lugar, pero estoy viendo un departamento más grande.
Sí, estás esperando que tu compañero de la villa se mude. Pero no es seguro. Depende de que consiga ese trabajo que le prometieron.
Lo que más me gusta es que allá uno puede comer y vestirse bien. Si no se es cabezudo se progresa pronto. Hay mucha facilidad para comprar. El trabajador tiene ventajas. Además, hay muchas cosas que ver y aprender. Allá la gente no duerme. Trabaja y se divierte. Lugar de diversión hay a elegir. Aquí no hay otra cosa qué hacer sino dormir la siesta y por la noche tomar caña. No, Manuel, no estoy hablando mal de mi pueblo, estoy diciendo la verdad, porque allá es otra cosa. No hay comparación. Pero te digo que no menosprecio a mi pueblo. Yo estoy allá y extraño mucho todo esto. Les extraño a ustedes. No, Manuel, no es así. Entendés mal.
Cuidado Rigó. Manuel ya está muy tomado y vos también. No te olvides que de él salió la idea de ir a Buenos Aires. Te invitó, pero al comienzo no te gustó demasiado. Él insistió. Ya no quería estar aquí. Deseaba algo más de lo poco que tenía. Te acordarás que lo que más le hizo pensar en el viaje fue cuando el comisario, por orden de ña Pastorita, le encerró en el calabozo por tres días y luego le tuvo carpiendo el patio con la cabeza pelada. Y todo porque hizo vivas a su partido estando apintonado en aquel cumpleaños. La indecisión le venció a Manuel y fue postergando su viaje. En cambio vos te fuiste en la fecha elegida y Manuel se quedó más solo aún.
Yo pienso mucho en mi país pero ya no he de venir a quedarme. De paseo sí. Y si me es posible cada semana santa y función patronal. Yo quiero que ustedes también se vayan. Aquí van a envejecer sin tener nada. No, Manuel, no es que yo diga que sean arruinados, sino que haciendo las mismas cosas que hacen aquí allá pueden ganar mucho más, y tener sus comodidades. Yo sé que son trabajadores. Por eso les hago la liga para que se decidan. Allá van a vivir como la gente. Yo no te trato de animal, Manuel. ¡Qué es lo que estás buscando!
No, Rigó, no. No vayas a gritarle que le pondrás peor. ¿No te das cuenta? Manuel está lleno de frustraciones y desesperanzas. Él ha soñado siempre regresar a su pueblo así como ahora te ven. ¿No te acordás que una vez te dijo que entraría al baile oficial, y le darían paso los cajetillos, y se gastaría por todos, aquella vez que no le permitieron entrar porque no tenía traje? Siempre quiso hacer lo que ahora estás haciendo: tener dinero para convidar a los amigos. Pero no tuvo el coraje de seguirte más que en tu antigua ocupación. Entre otras cosas, ahora es sepulturero. Más que por dinero, por el placer de ir enterrando a quienes cree que le han humillado de alguna forma por ser pobre.
Bueno compañeros, se acabó la reunión. No sé qué le pasa a Manuel. Somos amigos de infancia y no quiero ninguna cuestión con él. No, Manuel, no te desprecio. Vamos a seguir farreando pero no quiero que me trates mal. Yo vine a mi pueblo, a la función patronal, porque sabía que iba a encontrarles a todos. Vine para estar feliz con ustedes y no para amargarme. Sí, Manuel, te voy a decir bien ya de una vez: me estás amargando.
Cuidado, Rigó. ¿Ves ese color rojo que tomaron los ojos? No es del alcohol. Es de la rabia que te tiene y que se tiene. Es mejor que te despidas y te vayas. En el parque de diversiones lo pasarás muy bien. Hay algunas mujeres que desean saludarte. Sobre todo una. Sí, te irás a verla, pero que sea ahora mismo. Manuel no está bien. Le removiste todos sus sueños.
Sí, Manuel, desde hace rato me estás jodiendo. Y sabés bien que soy tan hombre como vos. O acaso me tenés envidia. Si es eso tomá mi saco, tomá mi corbata, tomá plata...
Cuando comenzó la discusión, la madre de Rigó se acercó a su hijo. No intervino en nada, pero estaba atenta a todo. De pronto dio un salto y quiso desarmar a Manuel de su puñal. Pero ya era tarde.
Desde la ventana, Mary se entretenía viendo pasar a la gente detrás de una carreta cargada de papeles de color. Por fin pudo ver al famoso Tío Ra, de quien se esperaba un milagro en la cancha del Porvenir. Con este anuncio reverdeció su esperanza de que alguien pudiera escapar del angosto círculo de las miradas y llegar a su habitación. Entre la multitud distinguió al Juez de Paz, que le hacía señas. En dos o tres ocasiones ya lo había hecho, pero esta vez los gestos eran más expresivos. Parecía comunicarle su deseo, o su decisión, de visitarla esa noche. Dios quiera, deseó Mary, al sentir el conocido alboroto de su estómago. Fue en esos momentos que apareció un conscripto armado con un fusil recortado:
-¿La señorita Mary Alonso?
-Servidora.
-Traigo una citación de mi Comisario.
-No entiendo.
-Mi Comisario la hace llamar.
-¿Qué pasa? -Mary sintió que flotaba.
-Venga conmigo para saber.
Le ofrecieron una silla en el pequeño despacho, delante de una mesa. Mientras esperaba, Mary detuvo su mirada en la fotografía del Presidente de la República, colgada de la pared. Enseguida escuchó que alguien gritaba en el patio: ¡Viva el partido liberal! Luego le pareció que la misma voz decía: ¡Viva el partido colorado!
-¿La señorita Mary? -dijo el comisario tomando asiento en su despacho-. La hice llamar por un asunto muy grave, pero que puede no ser nada. En la vida todo depende porque todo es y nada es.
-Así es.
-Voy a ser breve -dijo el comisario, en momentos en que entraba por la ventana un resplandor escapado de la cancha del Porvenir-. Hay quejas contra usted. Me pidieron que la expulse del pueblo.
-¿Qué hice?
Esta pregunta sorprendió al policía. Se acomodó en su asiento y prendió un cigarrillo.
-¿Quiere burlarse de mí? No la hice llamar para tomarme del pelo.
-¿Pero qué hice, señor comisario? -preguntó de nuevo la mujer, en tono sumiso.
-El pueblo sabe quién es usted. ¿Sería capaz de negarme..., digamos, su profesión?
-¿Usted cree que soy prostituta?
El comisario saltó de la silla y golpeó la mesa:
-¡Estoy seguro!
-¡Viva el partido liberal! -gritó alguien en el patio de la comisaría en momentos en que llegaba de la cancha otro resplandor seguido de muchas risas.
-Es la primera vez que estoy en este pueblo. ¿Usted me conoció antes?
-No -contestó con el ceño fruncido el custodio del orden público-. Pero no hace falta haberla conocido antes.
-¿Cuál es la queja contra mí?
-Usted lo sabe mejor que yo. Se la acusa de practicar la prostitución.
-Es una calumnia.
-¿Quiere pasar unos días en el calabozo?
-No le miento, comisario. Yo no practico la prostitución.
-¿Desde cuándo?
-Desde que llegué a este pueblo.
-¿Qué hace entonces?
-Esperar, comisario. Esperar siempre. En la ventana y en la puerta. Me paso las noches espantando mosquitos.
-Terminemos con esto. Yo puedo ayudarla.
-¿Me enviará clientes?
-Le daré garantías para quedarse. Eso sí, tendrá que colaborar con la policía. Bastará con una suma pequeña de vez en cuando.
-Yo, comisario...
-Puede retirarse.
En la plazoleta de la iglesia estaba concluyendo la subasta de las ofrendas. Todas las compañías se hacían representar, principalmente con frutos de la tierra y aves de corral, como contribución a la iglesia y en homenaje a San Lorenzo. Las gallinas lucían en su cuello cintas rojas o azules; las canastas ostentaban la tricolor; los cargueros se adornaban con banderitas de papel y la mayoría de las personas estaban vestidas con los colores del Santo Patrono. Cuando se iniciaron los repiques de campana cesó la actividad en la feria. La imagen del Santo Patrono estaba por salir, camino a la casa de las Aldana. Por lo menos así se esperaba. Muchas personas no estaban muy seguras de ello desde el momento en que ña Pastorita hizo conocer a todo el mundo su promesa de vestir al santo. La imagen tenía que regresar al día siguiente a la iglesia, donde el sacerdote iba a presidir una ceremonia especial llamada víspera cantada. En realidad, sería igual a todos los otros actos. Sólo que más prolongado. Las hermanas Aldana cantarían más canciones religiosas, todas en latín, y el sermón ocuparía más tiempo de lo acostumbrado. El templo estaría lleno de fieles, de tos y llanto de criatura. Seguramente el sacerdote hablaría de los amancebados, su tema predilecto en las grandes ocasiones.
El Pa'í Ramón no pudo acompañar a la imagen porque tenía un oficio de difuntos. La noche anterior habían matado a un hombre llegado de Buenos Aires. La procesión contó con muchos fieles, aunque hubo un cierto temor de algo no precisado. Hubo un gran alivio cuando la imagen llegó, sin contratiempos, al domicilio de las Aldana.
Dora y Julia vestían con mucha devoción al santo. Causaba respeto verlas tan minuciosas en la colocación de las flores, tan suaves al caminar descalzas rodeando a la imagen. Trabajaban como orfebres en esta actividad, de la que tuvieron tiempo de quitarle todos los secretos. Estaban terminando el segundo rezo cuando irrumpió ña Pastorita:
-Vengo a llevar el Santo. Este año le voy a vestir porque hice esa promesa.
-¡Eso nunca! -gritó la mayor de las Aldana, y su voz dio cuatro vueltas por el pueblo.
-¡Sobre mi cadáver han de pasar! -agregó la menor.
-¡Pero jamás! -aullaron los vecinos.
Sin más incidentes Ña Pastorita y su grupo se retiraron, pero tuvieron tiempo de escuchar un no vengan ustedes a profanar este sitio, expresado por Julia Aldana, que en su juventud había sido su amiga íntima. Eran inseparables. Pastorita fue la primera en ver la fotografía de un cadete, sonriente y apuesto, que por aquellos tiempos tenía enamorada a Julia. Y por aquellos tiempos, también, había terminado el recíproco afecto. Hubo comentarios de que Pastorita había quemado con una vela el vestido de su amiga, para que ésta no saliera a recibir a la visita. Algunos decían que lo hizo por celos, y otros por envidia.
-San Lorenzo -dijo Julia Aldana poniéndose de rodillas-, escucha a tu sierva que te pide un castigo para esa pecadora que ha venido a ofenderte y a ofendernos. Haz que conozca en esta tierra los males del infierno y sienta en su carne y en su alma las llamas de la eterna condenación.
-Amén -dijo Dora, santiguándose al igual que los demás fieles.
-Todavía no concluí -observó Julia-: Señor San Lorenzo, demuéstranos que estás contento con nuestra diaria devoción y nuestro sacrificio anual de vestirte. Bien sabes cuánto nos cuesta hacerlo. Queremos, por esta vez al menos, que esa malandra pague todas las lágrimas que nos hace verter. Si así no ocurriese, y perdónanos, el año que viene otras manos te vestirán. Así sea.
Al llegar a su casa Mary se asustó de un artefacto luminoso que subía de la cancha. Quedó mirándolo un rato hasta que el objeto se perdió en el aire, consumido por el fuego. Sólo entonces decidió entrar. Acostada en la cama pensó en su vida y se inquietó por su futuro. Para no morir de hambre le era necesario regresar de inmediato a la capital. Pero, ¿cómo? Tenía un elástico, una silla, una mesa, un cántaro, una palangana, una valija. Estos objetos vinieron en el camión del parque de diversiones. Para hacerlos regresar tenía que esperar una semana todavía. Y ya no le era posible. Le quedaba el único recurso de vender sus cosas para conseguir pasaje y tomar el primer ómnibus. Aunque quizá -se consolaba-, alguien viniera esa noche. Con esta esperanza encendió velas a San Judas Tadeo, cuya imagen le acompañaba siempre. Le pidió algo en voz baja y se puso a mirar desde la ventana. Se fijó en una mujer que venía cruzando el patio de la iglesia, envuelta en un manto, a pasos muy largos. El parque de diversiones estaba casi desierto. El compuestero, con dos borrachos como oyentes, contaba el caso de una mujer que mató a su marido en brazos de la amante. Mary se llenó de susto cuando la señora del manto empujó la puerta y entró en silencio.
-Cierre la ventana -le ordenó con voz de hombre la señora, mientras echaba el cerrojo a la puerta.
Los sustos solían darle a Mary la sensación de flotar y tener vacía la cabeza. Por eso no tuvo conciencia de lo que estaba haciendo a su insólita visita.
-¿Está sola? -Era la misma voz de hombre.
Mary quiso decirle que no, pero el miedo le entorpeció la lengua. Asegurándose de que la puerta y la ventana estaban aseguradas con la tranca, la visita se quitó el manto y la pollera.
-¡Señor Juez! -exclamó Mary, sorprendida.
-Más despacio dijo el juez mientras acomodaba el manto y la pollera sobre la mesa. Ésta era la única forma de entrar.
Mary se sintió como descongelada. El miedo y el susto la habían puesto rígida. Después, ante la presencia espectacular del juez, pequeñas convulsiones la fueron derritiendo hasta acabar en un ataque de risa.
¿Nicanor Paredes? Servidor. Tengo un caso para tu compuesto. Nicanor Paredes, el compuestero, colgó su guitarra de una silla y sentado en otra se dispuso a escuchar con la misma atención de siempre cuando quería temas para sus composiciones. Si le gustaba, enseguida ponía la historia en verso al mismo tiempo de ir creando la melodía, todas muy parecidas. El parque de diversiones estaba en silencio porque en la iglesia terminaban los preparativos para salir, entre repique de campanas y oraciones, la imagen de San Lorenzo camino a la casa de las Aldana. Vamos a escuchar tu caso. Eladio Fariña tenía fama en el pueblo de saber contar historias. No en inventarlas, sino en poner detalles que resaltaban la gracia o el dramatismo de su relato. En los velorios, después del muerto, solía ser la figura principal. Y Eladio Fariña comenzó así:
Sentado en su viejo sillón de mimbre, en el amplio y fresco corredor de la iglesia, el Pa'í Juan repasaba el sermón que había preparado para la misa principal. En eso estaba cuando fue interrumpido por Guasú, un viejito extremadamente delgado. En el pueblo nunca se le llamó de otra manera porque nadie sabía su nombre. Cuando se le preguntaba, tenía esta sola respuesta: me llamo Guasú. Aún los ancianos recuerdan que lo habían visto con la misma edad de siempre. Desde no se sabe cuántos años, Guasú ocupaba una casita de paja y adobe donde comía lo que le daban sin pedir nada. En rededor de Guasú se amontonaron muchas leyendas, entre ellas que había sido payesero, con poderes asombrosos para causar daño. Decían que por una cuestión de terreno había arruinado a un vecino matándole todos sus animales. Una mañana amanecieron convulsionados los perros, las gallinas, las vacas, los patos, las ovejas, los chanchos. A las pocas horas, todos murieron. Otra vez enloqueció a una mujer que se negó a sus deseos amorosos. Le hacía caminar las sillas, le cambiaba de pieza la cama, le hacía arrollar el colchón con ella adentro, le hacía llover piedritas, le secó el arroyo, le hizo perder sus encantos para los hombres, le llenó la cabeza de bichitos parecido a piojos y otras cosas que al cabo, le hicieron perder la razón. Se comenta que llevado de su arrepentimiento se había quitado el diablo de las extrañas y que, desde entonces dejó de practicar el mal. Comenzó a escuchar misa y a ayudar a la iglesia hasta hacerse un devoto cristiano.
Vengo a presentarle una denuncia, dijo Guasú cuando llegó junto al sacerdote. De qué se trata. La muerte no me quiere llevar. Esta mañana me crucé de nuevo con ella y me hizo lo de siempre. Hace como si no me viese. Pero yo sé que me ve. Baja la mirada cuando pasa a mi lado, o ladea la cabeza. Seguramente cree que me va a engañar. Es muy malvada Pa'í. La mandan a buscarme pero regresa llevándose a otro. Me imagino que se irá a decir que no me encuentra. Y eso es mentira. No me voy a esconder porque desde hace años la estoy esperando en la puerta de mi casa. Quiero que usted me ayude, Pa'í. Dígale que me lleve sin más pérdida de tiempo. Hace tiempo que mi tiempo se ha cumplido en la tierra. Estoy viviendo un tiempo de más, porque es el tiempo del recuerdo. Es un tiempo sin tiempo como todos los recuerdos. Un tiempo que hace tiempo ha madurado. Siento que me quedaré sin tiempo, que es la nada, es decir, ni infierno, ni purgatorio, ni paraíso. Y la muerte quiere hacer eso. Quiere dejarme sin tiempo haciéndolo pasar con trampas. Me quiere engañar dándome recuerdos. Ayúdeme, Pa'í. Pida usted también que venga la muerte a llevarme. Ya cumplí mi tiempo. Que no lo cambie por recuerdos. Que me lleve al infierno o al purgatorio, pero que no me engañe con recuerdos. No los quiero. Te ayudaré, Guasú, acompáñame. Gracias, Pa'í. Y entraron a la iglesia. El cura le hizo arrodillar dándole un crucifijo y pidiéndole que rece por la salvación de su alma. Mientras tanto el sacerdote entró en la sacristía de donde regresó enseguida con su estola, el isótopo y un libro de tapa negra. Después de rezar las oraciones para exorcizar roció la cabeza de Guasú con agua bendita. Ahora puedes irte, dijo el cura. A la mañana siguiente, cuando le llevaron el desayuno, Guasú no se encontraba en el corredor. Estaba sentado en su cama, muerto.
Nicanor Paredes, el compuestero, festejó el relato con una amplia sonrisa y un buen trago de caña. Prometió que esa misma noche pondría en verso la historia. Un rajido doble le quedaría bien, dijo el músico, y pidió otra vuelta de caña.
CARTA DE MARY
Querida Sandra: Estoy necesitando vender mis cosas para salir de aquí lo antes posible. Esta noticia es razón demás para sacarte las ganas de venir a este pueblo. La única ocasión que tuve para salvar siquiera los gastos del día la perdí anoche. Sucedió que no encontré manera de callar una risa que ignoro de dónde salía tanta. Era una risa que se me resbalaba. Se me subía del estómago a borbotones. Ocurrió que el juez de paz me visitó con ropas de mujer, como único recurso para escapar de las miradas inacabables. No era posible reconocerle con la cabeza y la cara envueltas en un manto negro y metido en una ancha y larga pollera floreada. Semejaba a esas viejitas de velorio y rezo. Me dio mucho susto la manera violenta de entrar y luego una voz de hombre que salía de un aspecto de mujer. Cuando se quitó la ropa, y vi de quién se trataba, se me fue el miedo pero quedó en todo mi cuerpo la risa, una risa desenfrenada, imparable, y sobre todo inoportuna. Él quería estar conmigo hasta el final de no sé qué globos y por eso disponía de poco tiempo. Apagó la luz y se tiró en la cama. Yo me acosté a su lado. Tragué tanta risa que mi cuerpo temblaba sin remedio. A punto de reventar abrí la boca y se me escapó un raudal de risas que inundó la pieza. Las veces que me callaba, que eran pocas, el juez procuraba hacer algo sin lograrlo. Estaba muy nervioso. Me esforzaba por callarme, hasta me clavé un alfiler, pero no podía dominar mi risa. En la oscuridad me veía su cara escondida debajo del manto y entonces de nuevo esa risa enemiga me daba empujones. El pobre nada pudo hacer y hastiado de mí se levantó humillado. Quiso darme dinero pero no lo acepté. Le dije que la próxima vez lo haría. Le mentí. Otra ocasión no habrá. Ya tomé la decisión de abandonar el pueblo como sea. Un abrazo.
Mary
Ña Pastorita Gamarra se levantó con fuertes dolores de cabeza después de sufrir un sueño comido por las pesadillas. Veía llover fuego de los globos de Tío Ra sobre toda la faz de la tierra, como en el Juicio Final. Sólo con el fresco del amanecer durmió sin sobresaltos. Sentada en el corredor de su casa, con los estragos de la mala noche, se hacía servir mates interminables a la espera de un alivio que no llegaba. Cuando pidió informes sobre cuestiones de su vasta competencia, se le acercó alguien para invitarle a asistir a una sesión de urgencia de la Honorable Junta Municipal, convocada para tratar un asunto de suma gravedad. Llegó ña Pastorita en momentos en que uno de los concejales tronaba: ¡Compueblanos! ¿Qué estamos haciendo de nuestro pueblo? ¿Es éste el respeto que le debemos a nuestro Santo Patrono? ¿Éste es el ejemplo que vamos a dejar a nuestros hijos y exhibir a nuestras esposas? Esa mujer tiene que irse de aquí en el acto...
El que así se expresaba era también Vicepresidente del Porvenir. Fue por eso que ña Pastorita saltó con su réplica: Todavía no nació el que de aquí, ni de ningún lado, ha de sacarme; para que sepan de una vez... Y sus palabras se enredaron entre campanillazos, voces de protesta, silbidos, aclaraciones, rectificaciones.
-Señora -pudo hablar al fin el Presidente de la Honorable Junta Municipal-, he convocado esta sesión extraordinaria para estudiar el problemita de mi inquilina. Sucede que hemos recibido, digamos la preocupación, de varias personas respecto a la conducta...
-Ya entiendo -interrumpió ña Pastorita-. Las hermanas Aldana, manejadas por Tío Ra, anduvieron muy activas en busca de firmas. Me imagino el texto de la nota y me asombra que la estemos considerando. Aquí tenemos que hablar con claridad. ¿Qué hay en contra de esa mujer? ¿De qué la acusan? Dicen que se dedica a la profesión más antigua del mundo. Seguramente. Pero, yo me pregunto: ¿Dónde viven esas mujeres? ¿Dónde prefieren establecerse? En las grandes ciudades, en los pueblos que progresan. Y nuestro pueblo va adelante. Ahora tenemos escuela, hospital, camino, casas nuevas; hay tranquilidad, bienestar, libertad de expresión. Sólo nos faltaba una mujer así para certificar con su presencia nuestro desarrollo.
En este punto la sala rebasó de curiosos y fue imposible alejarlos. Se decidió entonces que la sesión continuara en el patio. Apenas instaladas las autoridades, ña Pastorita siguió hablando de la prosperidad que había llegado al pueblo en los últimos años. En ese momento apareció Tío Ra al frente de una pequeña cantidad de partidarios, entre quienes se encontraban las hermanas Aldana. De inmediato la hueste de ña Pastorita se juntó alrededor de ella, quedando en el centro la mesa de los concejales. A la derecha estaban ña Pastorita y su gente y a la izquierda Tío Ra con los suyos. En respuesta a una orden, don Claudio llegó con sus músicos. Compueblanos, prosiguió ña Pastorita, aquí no se trata de si una persona tenemos que echarla o no. Se trata, antes que nada, de la defensa del difícil bienestar alcanzado y de nuestra larga tradición hospitalaria. Aquí se trata...
-Se trata -gritó Tío Ra-, de acabar con la corrupción; se trata...
-¡Estoy en el uso de la palabra! -vociferó ña Pastorita, palideciendo de ira.
-¡Yo también estoy hablando! -gritó más alto Tío Ra-. ¡No lo estoy haciendo por mí! Este pueblo ya está cansado...
Y se llevó su voz una festiva polka. Ña Pastorita había ordenado a don Claudio su intervención musical. Como este truco no era nuevo, Tío Ra y sus amigos habían llegado preparados. A los primeros compases de la polka desplegaron cartelones con estas leyendas: Abajo la corrupción; Que se vayan la prostituta y sus padrinos; Queremos un pueblo sano; Basta de inmoralidad; Tenemos derecho a hablar; Estamos hartos de prepotencias.
Entre campanillazos, gritos y ademanes concluyó la música. Enseguida una sobrina de Tío Ra, parada en una silla, condenó la presencia, no de una mujer -bramó-, sino de la inmoralidad y el escándalo. Le interrumpió la esposa del enfermero para adherirse a la expulsión porque esa mujer puede llenarnos el pueblo de una enfermedad maldita y eso sin contar el dinero que a cántaros se derrama en su casa; dinero nuestro, ganado con el sudor de la frente. En este punto intervino la mayor de las Aldana, entre gritos y silbidos de las huestes de ña Pastorita, para decir que mientras la necesidad golpea sin cesar nuestras puertas, esa mujer se lleva la gran vida. Esa mujer -gritó ña Pastorita subida en la mesa de sesiones de la Honorable Junta Municipal- es un pretexto de los enemigos del gobierno para crear estos desórdenes. Sabemos perfectamente qué hay detrás de esta hipócrita defensa de la moral. Pero que nadie se llame a engaño. Nada nos hará desviar del camino recto de la justicia, de la democracia, de la paz, del bienestar. Que el pequeño grupo de inadaptados, que vive de espaldas al pueblo, sepa que no vamos a tolerar la subversión; sepa que... En esto, participaron ruidosamente otras personas y ya le fue imposible al cronista tomar nota de todo cuanto se decía. Nuevamente intervino la banda del maestro Claudio con una alborozada polka, mientras bajaban y subían brazos, en ademanes enérgicos, como en un extraño ballet.
A tres cuadras de la tumultuosa sesión, Mary se disponía a subir al ómnibus, con un pequeño bolso de mano.
Terminada la tumultuosa sesión de la Junta Municipal, Tío Ra volvió a su peluquería, instalada en un pequeño cuarto pegado a la oficina de correos. Estaba contento porque mucha gente -más que otras veces en situaciones idénticas-, expresó su queja a las autoridades. El hecho de que portasen los cartelones le pareció un avance en la tarea, despaciosa y arriesgada, de convencer a sus compueblanos que debían reaccionar ante los casos de arbitrariedad de las autoridades, pues éstas eran únicamente administradoras del pueblo y debían rendir cuenta de sus acciones. Cuando llegó a la peluquería encontró a varios clientes esperándole, no tanto para cortarse el pelo como para informarse de las últimas novedades. Tío Ra, en vez de espejo, utilizaba una pizarra donde escribía las noticias y expresaba sus reflexiones. Esta pizarra le traía dificultades, pero insistía en su afán de difundir sus pensamientos. Mientras alguien se cortaba el pelo podía leer que se llevaron anoche cinco bolsas de portland de la obra del alcantarillado a casa de ña Ma'era (así se refería a ña Pastorita por razones tácticas, como solía decir), y que ña Ma'era se quedó con el terreno de don Teófilo Salinas, después de amenazarle con la cárcel; nuestro pueblo necesita de autoridades honestas; la corrupción nos come el hígado. ¿Hasta cuándo permitiremos que ña Ma'era sea la dueña del pueblo? Roguemos porque la hierba mala también muera. La mañana de la sesión municipal la pizarra amaneció con esta leyenda: Ahora quieren sacar dinero de la prostitución.
Tío Ra quedó sin clientes después de instalar la pizarra en vez del espejo. Corrió la versión de que ña Pastorita había formado una Comisión Garrote y el Juez de Paz un grupo de macheteros para castigar a los lectores de la pizarra. Pero después, poco a poco, la gente se fue quedando sin miedo; hasta se hizo de coraje, obligada por los hechos escandalosos. Fue cuando comenzaron de nuevo a frecuentar la peluquería. Hubo algunos apresamientos, pero sólo sirvieron para aumentar el número de interesados en la pizarra: Las dificultades agudizaron la imaginación de Tío Ra y así pudo crear expresiones simbólicas para decir de costado lo que no podía decir de frente. Pero en el ánimo y el entendimiento de los lectores el efecto resultaba igual. En poco tiempo la pizarra acaparó el respeto de todos, porque informaba de hechos absolutamente ciertos. Además ya pertenecían al conocimiento público, aunque nadie se animara a mencionarlos en voz alta. Los comentarios de Tío Ra eran muy esperados, porque tenía la habilidad de expresar el pensamiento de los demás. Si pedía que el Juez de Paz fuera cambiado, era porque todos querían lo mismo; si decía que el agente de Impuestos Internos se había construido una casa con el dinero del fisco, era porque en el pueblo eso ya era sabido; si decía que el comisario garroteaba a los presos políticos, y que debía retirarse de la función policial, era porque ya había una generalizada aunque silenciosa indignación. Y por tener la capacidad y el coraje de captar los acontecimientos conflictivos, la pizarra era muy temida. Memorable fue el caso de un comisario que hizo llamar a Tío Ra para pedirle que no escribiera nada respecto a un preso que había fallecido en el calabozo de muerte natural, y no de esas cosas que los enemigos del gobierno dicen por ahí. Tío Ra se negó porque tenía la certeza de que hubo torturas. Entonces el comisario le ofreció dinero. Es para ayudarte; además, como ciudadano tenés la obligación de contribuir al mantenimiento de la paz; difundir informaciones alarmantes sólo sirve para alterar este ambiente de tranquilidad que vive el país. Tío Ra volvió a negarse. El comisario amenazó con apresarle y además te pasarán otras cosas. Retírese de aquí. Tío Ra no escribió sobre la muerte sino que transcribió textualmente su conversación con el comisario. Por eso estuvo siete días en el calabozo. Fue en esa ocasión que se le ocurrió el asunto de los globos, pero hubo de pasar varios años para la realización del proyecto. Otra vez fue un juez de paz el que ordenó su detención. El juez aquel se hizo famoso por sus originales interpretaciones de la ley. Sus multas eran tan temibles como su indisimulado apetito de coimas. Como trabajaba en coordinación con el comisario, se decía de él que había convertido a la justicia en auxiliar de la policía. Le detuvo a Tío Ra bajo la acusación de incitar a la desobediencia de las leyes, por algo que escribió en la pizarra.
Cuando llegó a la peluquería le preguntaron detalles de lo ocurrido en la ruidosa sesión de la Junta Municipal. Tío Ra estaba convencido de que las autoridades escucharían los reclamos del pueblo, no porque fuesen demócratas, sino porque esta vez la presión fue más vigorosa. Le replicaron que no había motivos para tal esperanza, porque era frecuente que las autoridades adoptaran ciertas medidas al solo efecto de contradecir algún reclamo popular. De esta forma creían no dar señales de flaqueza. Y le recordaron el memorable caso de cuando la Municipalidad se asoció con una compañía privada para la explotación de la cantera. El pueblo protestó a gritos porque eran muy conocidos los antecedentes delictivos de la empresa. Sin embargo el presidente de la Junta Municipal, que tenía acciones en la compañía cuestionada, firmó el contrato en nombre del pueblo. Pese a estos argumentos, Tío Ra mantenía su optimismo. No decaía su esperanza de que pronto soplarían otros vientos en el pueblo. Sí, le contestó uno, porque ya estamos hartos de este viento norte que nos llena de arena los ojos. Será otro viento, dijo Tío Ra con una voz desconocida. Enseguida alguien recordó la muerte de un hombre, ocurrida la víspera. Fue un asesinato inexplicable, agregó. No, dijo Tío Ra. Es perfectamente explicable. El pobre Rigó se mató a si mismo. Puso el cuchillo en manos de Manuel y se tiró encima después. No entendemos, dijeron todos. Y Tío Ra agregó: Rigó vino de Buenos Aires, después de siete años, para decir a los hombres de su edad que están aquí envejeciendo como las plantas espinosas, que no tienen coraje de saltar hacia adelante. Así no les dijo, intervino alguien; yo estuve allí y así no habló. Sí, dijo Tío Ra, no han sido éstas las palabras, pero fueron ésas las intenciones. Y Manuel las entendió muy bien. Pero Manuel no se descontroló por eso. No sintió nada contra Rigó, sino contra sí mismo. Manuel fue el de la idea de ir a Buenos Aires, de abandonar este pueblo cuando comenzaron a llevarle preso por cualquier motivo; quiso ir, para regresar distinto. Pretendió escapar porque tuvo la inteligencia de sentirse comido por este ambiente. Quiso huir de ña Pastorita para volver después y gritarle a la cara. A último momento, cuando Rigó ya estaba convencido del viaje, Manuel desistió. Y no sólo retrocedió de sus proyectos sino que se alió después con ña Pastorita. Rigó no le dijo nada ayer sobre esto, pero Manuel le vio como el hombre que hubiera querido ser; que pudo haber sido. Y por eso le mató. Manuel es un cobarde. De no serlo, se hubiera suicidado. Ahora creo que ni se irá a la cárcel, porque ña Pastorita se moverá por él. Entonces otra ocasión habrá para expresarnos en contra de las injusticias. En eso llegaron dos agentes de policía, armados de fusiles recortados. Tío Ra, mi comisario le hace llamar. Y para qué. Una averiguación. Está bien, me iré más tarde. No. Vinimos para llevarle ahora.
El aire que se respiraba en el pueblo estaba cargado de malos presagios. Ña Luisa ciega repetía sin descanso, acostada en su catre, que el fin del mundo estaba cerca. El sastre generalizó la idea de que se tendría una función patronal distinta. Su esposa rezaba de miedo, porque amaneció en la pieza un pájaro de mal agüero. Nadie creyó que Tío Ra se encontraba en la comisaría para averiguaciones. Hasta se decía que estaba incomunicado en el calabozo. El parque de diversiones estaba lleno, pero sin bullicio. Nadie se encontraba a su gusto. Todos sentían como una picazón en alguna parte interior del cuerpo. Olían algo que no podían definir. No procuraron, como otras veces, quitarle chispas a la alegría. Hubo cierto alivio cuando una mujer, señalada como prostituta, subió al ómnibus hacia la capital. Por ella la comunidad se levantó y por ella Pastorita Gamarra desafió al pueblo. El viaje de la muchacha podría significar un triunfo de Tío Ra y de las Aldana, lo que estimularía a ña Pastorita a tomar decisiones más drásticas aún. No había dudas de que ella estaba detrás del apresamiento de Tío Ra.
Por primera vez se le vio a Julián con las manos vacías de su violín. Parecía otra persona sin el instrumento, recostado cerca suyo en la pared. Desde niño no hacía otra cosa que ejecutar. Y lo hacía muy bien. En una campaña proselitista, un político influyente pidió a los padres del chico que le permitieran llevarlo a la capital. Le pagaría sus estudios en un conservatorio y seguramente al poco tiempo por su notable disposición y afanosa voluntad, este chico ha de ocupar un sitio importante en el arte nacional. Estamos ante un prodigio. La propuesta hizo muy feliz al niño y a los padres y a los parientes y a toda la comunidad. Por primera vez en la historia del pueblo se esperaba que alguien fuese importante más allá de sus límites. Este pueblo sólo había engendrado, hasta ese momento, hombres grises que venían al mundo con la obediencia bajo el brazo. En espera de sus estudios, Julián ensayaba sin descanso y al mismo tiempo imaginaba su futuro en sitios donde su arte se aplaudiría, tal vez con admiración. O por lo menos con respeto. No sería como su primer y único maestro, don Pascual, que con todo su virtuosismo no pasaba de tocar en las calesitas, en algunos bailes seguidos de velorio, a veces en los casamientos y cumpleaños. No terminaría como don Pascual en el portón de la iglesia pidiendo limosna después de haber destruido su violín al caerse encima del mismo, borracho, de regreso de una fiesta. Y Julián aguardaba el regreso del influyente político. Un día resolvió no esperar más. Fue cuando se dio cuenta de que ya estaba viejo y tocaba en los mismos sitios que conocieron a don Pascual.
Julián se veía extraño sin el violín, sentado en el corredor mientras miraba el pueblo. Algo va a suceder, le dijo a su esposa que entró en la pieza en busca de más velas. Sí, contestó la mujer, nuestra vaca morirá. Algo más, expresó Julián, y se quedó dormido con los ojos abiertos.
Desde temprano llegaron los fieles a casa de las Aldana, para acompañar la imagen de vuelta al templo. Entre rezo y rezo, se comentaba que era verdad la incomunicación de Tío Ra en el calabozo. Se hacían conjeturas sobre los motivos, y no todos estaban convencidos de que era solamente por la cuestión de los cartelones en la sesión municipal. Tío Ra no había hecho nada que pudiese enojar a las autoridades. Entonces hubo quienes pensaron sobre posibles nuevas acciones, seguramente de parte de ña Pastorita. Ya había antecedentes sobre esto. Tío Ra ya estuvo preso, no por malos actos cometidos sino porque Pastorita Gamarra estaba a punto de cometerlos y no quería que nadie se ocupara de ellos.
El Pa'í Ramón hizo decir que no se lo esperase, porque tenía que administrar la extremaunción en una apartada compañía. Cuando se inició el repique apareció la banda del maestro Claudio. Enseguida varias personas más. Al terminar el rosario, la imagen de San Lorenzo fue alzada y pasada solemnemente por la estrecha puerta. El Santo lucía como nuevo. Las flores fueron admiradas, al igual que su artística disposición en las andas. Al salir al corredor, los fieles se asustaron de la explosión de una bomba. Enseguida hubo otro susto. Fue a causa de la banda, que rompió en una marcha. Se puso en movimiento la procesión, la víspera del acto religioso más importante de la función patronal. Al siguiente día, después de la misa principal, el Santo recorrería las calles céntricas del pueblo. A cada instante, los hombres se turnaban para llevar la imagen.
Las hermanas Aldana y algunos vecinos, que encabezaban la procesión, se quedaban de vez en cuando a esperar la imagen, de la que pronto volvían a adelantarse. Los músicos de don Claudio tocaban solamente marchas después de cada rezo. El parque de diversiones estaba silencioso, a la espera de que pasase el Santo. Las hermanas Aldana volvieron la cabeza y se quedaron extrañadas. La imagen no dobló la esquina sino que continuó la calle. Regresaron para indicar el camino y no obtuvieron respuesta. Los cuatro hombres encaramados a las andas parecían no entender. Se pensó que se iría esta vez a la iglesia por otro camino. Pero cuando pasaron la siguiente esquina sin doblar, los fieles comenzaron a inquietarse. Don Claudio ordenó entonces otra marcha. Las Aldana gritaron al notar que la imagen era conducida en dirección a la casa de ña Pastorita. Pero nadie les hacía el menor caso. Todos iban detrás del Santo Patrono con rezos y cánticos.
Mientras se realizaba la procesión del día de San Lorenzo, las Aldana estuvieron en su casa mirando trabajar a, don Ciriaco, el albañil. Éste recibió el encargo de cerrar con ladrillos las puertas y ventanas de una de las piezas de las hermanas. Como era su costumbre, don Ciriaco hizo un buen trabajo. Sólo después de mucho tiempo supo que había tapiado a las dos mujeres.
¡Ya está!, gritó Tío Ra después de 38 días y 5 horas de estar encerrado en medio de una montaña de coloridos papeles. Perdió seis kilos, pero en sus ojos parpadeaba algo parecido a la dicha, mientras contemplaba los globos de papel desparramados por la pieza. Se imaginaba a cada uno de ellos llegando a extraños mundos, después de cruzar las montañas y los océanos. Veía decenas de sabios atareados en descifrar el origen de esos artefactos, construidos con alambre y papel. Nunca sabrán -pensó-, que fueron lanzados desde la cancha del Porvenir en una noche memorable en que la Presidenta del club rival había sufrido su más grande humillación, gracias al éxito de semejante empresa. Le fue indiferente que su club perdiese ante el Sport Fariña. Estos globos ocultarán la derrota. Mientras vayan a otros mundos, nadie se acordará de la victoria del Sport Fariña. Cuando el último de los seis globos se hubiera perdido de vista, prometió Tío Ra, agradecería a San Lorenzo, a cuyo favor encomendó su atrevida acción.
Parado en el umbral, imponente y seguro. Tío Ra convocó a su esposa, hijos, sobrinos y vecinos. Les habló de la inminente hazaña de los globos, añadiendo que el hecho no tendría por qué modificar la conducta de nadie. Seguiremos con la misma sencillez de siempre. Es cierto que nuestros rivales van a quedarse pequeños, pero no debemos caer en la tentación de la soberbia, la vanidad, el orgullo. Estos globos se irán a otros mundos, pero nosotros continuaremos aquí, en este valle de lágrimas.
A la entrada del sol, iban los globos en una carreta, camino a la cancha, por la calle principal. Los adictos del Porvenir aplaudían con entusiasmo, mientras los del Sport Fariña desaprobaban con fuertes silbidos. Tío Ra estaba muy excitado y parecía no escuchar nada. Miraba sin descanso el cielo, preocupado por algunas nubes impulsadas por el viento norte. El parque de diversiones quedó sin gente. Una multitud curiosa y alegre rodeaba la carreta.
Entonces era cierto, dijo ña Pastorita encerrada en su cuarto, sin ganas de ver a nadie. Prendió velas a San Lorenzo con la intención de que fracasase el proyecto de los globos y se acostó después con un trapo húmedo sobre el pecho.
En otra carreta llegó la leña. Tío Ra continuaba nervioso, pero tenía ya más claro el pensamiento. Estaba seguro de que los globos iban a subir sin dificultades, porque habían sido hechos de acuerdo con cálculos muy precisos, tal como los había encontrado en los apuntes de su padre. La cancha resultó pequeña para tantos curiosos. Venían de todas partes, en interminables oleadas. Tío Ra subió a la carreta para ser escuchado. Daba órdenes apresuradas y contraórdenes aún más apresuradas.
Ña Pastorita no soportó el encierro y salió al corredor. Enseguida la rodearon sus amigos, quienes eran de opinión de que los globos no irían a ningún lado; que se trataba de una maniobra del Porvenir para desviar la atención respecto de la incuestionable victoria del Sport Fariña tu papá; cuándo se ha visto que un globo de papel tenga que andar por los aires y además con fuego adentro; acaso el papel no se va a quemar. Está claro que se trata de una maniobra del enemigo. Acaso no lo conocemos. Acaso nos va a perdonar nuestros éxitos, nuestro progreso. Lo que están haciendo es publicidad. Es puro ruido. Y la idea ni siquiera es de Tío Ra. A él lo utilizan. En ese club hay infiltrados. Hay gente con intenciones ocultas. Las autoridades, ña Pastorita, tenemos que estar alertas para intervenir con todo rigor. Están causando alboroto. No vamos a permitir que alteren la tranquilidad y el orden. Vamos a caer sobre ellos con todo el peso de la ley.
-¡Fuego! -ordenó Tío Ra, desde lo alto de la carreta, a uno de sus sobrinos. Brotó entonces una enorme fogata. Los del Porvenir explotaron en aplausos; los demás quedaron expectantes. Algunas viejas se pusieron a rezar de rodillas. El comisario movilizó a los oficiales y sargentos de compañía para ayudar al mantenimiento del orden. Tenían instrucciones precisas de actuar con celeridad y máxima energía ante cualquier brote de violencia.
La sorpresa paralizó al público. Ña Pastorita apareció en la cancha seguida de varios adictos. Todos se fijaron en ella. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Se expondría acaso a la humillación de ser testigo de las hazañas de Tío Ra? ¿O estaba segura de que los globos iban a fracasar? La concurrencia estaba más ocupada en descifrar las intenciones de ña Pastorita que en seguir el proceso del lanzamiento de los globos. A Tío Ra no le inquietó la distracción del público. Ya enseguida quedarán admirados de mi obra. Desde la carreta contemplaba extasiado el chisporrear de las llamas. El viento norte soplaba con alguna fuerza, mucho más de lo debido, según sus cálculos. Pero igualmente confiaba en su éxito. Quizá lo que pudiera ocurrir, pensaba, es que los globos remontasen con mayor celeridad. La única luz de la cancha era la que salía de la fogata, cada vez más grande. Cuando creyó que el fuego había llegado a la proporción deseada, bajó de la carreta para disponer el inicio real de su empresa. Se lo veía tranquilo, seguro, firme. Esta inquietud llegó a alterar nuevamente a ña Pastorita, a quien ya la tenían convencida del inminente fracaso. ¿Y si realmente los globos se fuesen a otros mundos? Al saltar de la carreta Tío Ra se encontró con ña Pastorita. La saludó con cierta cortesía, seguro de su triunfo. La mujer lo apartó a un lado y le deseó éxitos. ¿Cómo? ¿Con qué viene ésta? ¿Acaso tiene la seguridad de que voy a fracasar? ¿Dispuso algún sabotaje? Señor presidente, quizás usted dude de la sinceridad de mis deseos. Pero le estoy hablando, no como presidenta del Sport Fariña, sino en representación de este pueblo que, en definitiva, será el triunfador cuando lo que usted se propone sea una realidad. Precisamente a ese respecto quiero hacerle una propuesta. Un triunfo de este pueblo será un triunfo del país. Entonces nos corresponde dedicar esta gran victoria al señor Presidente de la República, que es el que nos inspira estas empresas. Gracias a sus patrióticas gestiones, a los bienes materiales y espirituales que nos brinda, usted podría concretar esta hazaña. La hora excepcional que estamos viviendo hace que usted disponga de lo necesario para llevar a cabo sus propósitos con toda libertad. Aquí está el telegrama que quiero que usted también me lo firme. Es el testimonio de gratitud de este pueblo y la expresión de nuestra lealtad insobornable hacia nuestro líder que con patriotismo ejemplar dirige los destinos nacionales. Para usted, señor Presidente de la República, este triunfo de nuestros esfuerzos concretados en seis gigantescos globos que en estos momentos estarán en otras latitudes llevando el mensaje de paz y progreso que vive el país.
-¡Ahora! -gritó Tío Ra y fue hacia la fogata, sin tomar la lapicera que le había tendido ña Pastorita. Con dos hijos y tres sobrinos aceró a las llamas el primer globo cuya mecha, empapada en kerosén, comenzó a arder. Enseguida tomó una hermosa forma, distinguiéndose los vivos colores del globo. Todos se maravillaron al ver un montón de papel transformado en esa cosa que Dios mío qué lindo que es. Nadie respiraba. Los del Porvenir se sintieron como hinchados por dentro; pareciera como si el corazón se les inflara. Los parientes y amigos íntimos de Tío Ra lloraban de emoción en silencio. De pronto el globo se movió. Algunas mujeres gritaron y corrieron despavoridas buscando la salida. Unos segundos después, Tío Ra, sereno, grande, imponente, cortó las amarras del globo. Éste subió majestuoso, pero unos metros más arriba se ladeó y la mecha tocó el papel. Al poco tiempo el globo se convirtió en cenizas. Una risita general llenó la cancha y enseguida se extendió por el pueblo. Ña Pastorita dio órdenes para que se presente de inmediato el maestro Claudio con todos sus músicos. La instrucción era que tocasen cada vez que los globos se vinieran al suelo. Estará divertido, dijeron los del Sport Fariña. El viento está muy fuerte, se escuchó decir a Tío Ra mientras avivaba el fuego para el segundo intento.
Todas las casas del pueblo estaban vacías. Sus moradores se encontraban en la cancha o sus alrededores, curioseando la cuestión de los globos. Sólo una casa estaba habitada: la de Dora y Julia Aldana, quienes vivían solas desde el tiempo que nadie se acuerda. La última compañía que tuvieron fue la de la madre. El padre se fue mucho antes, de un ataque al corazón, cuando tuvo conciencia de que ya no era suya ni la camisa que tenía puesta. Después de una breve época de opulencia, que fue la envidia del pueblo, se precipitó a pocos metros de la indigencia. No supo acomodarse a la nueva etapa y reventó sin remedio ni bendición papal; pero tuvo tiempo de culpar a su esposa y a sus hijas de la ruina económica. También tuvo tiempo de escuchar a las tres mujeres decirle tres robustas palabras, que se prendieron a sus oídos hasta mucho después de muerto.
Para seguir tirando, las tres mujeres vendieron de todo, hasta dejar vacía la casa. Un comerciante de la capital se iba por las noches a traer las cosas, a escondidas de los vecinos. Cuando ya no les quedaba nada, y la necesidad de comer llegaba puntualmente, la madre y sus hijas vendieron su larga y enrulada cabellera a un peluquero de Asunción que hacía pelucas. Dejaron de mirarse al espejo. Sintiéronse desnudas y no salieron de la casa ni para ir a misa. Fue cuando en el pueblo se dijo que estaban muriendo de lepra.
Comían con el sueldo de Julia, que enseñaba en dos turnos. Un atardecer de mayo, frío y lluvioso, la madre creyó que estaba de más y expiró cristianamente en su lecho que se había reducido a un catre de lona. Desde entonces las dos hermanas vistieron de luto. Se decía en el pueblo que con ello evitaban cambiar de ropa. Y fue desde aquella vez que comenzaron a parecerse. Se hicieron gemelas. La una dio su identidad a la otra. Se fusionaron. Tenían el mismo físico, compuesto de una sola pieza y un solo lado. Aún de cerca, era difícil distinguir si venían o se iban. Tanto como su cabellera, Julia Aldana sintió la venta de una victrola. Era devota de la música y se deleitaba con los clásicos y los románticos. Le gustaba también la poesía. Y hasta escribía. Llevaba un diario en el que anotaba sus pensamientos, sentimientos, ocurrencias. Cuando el pueblo estaba en la cancha por los globos de Tío Ra, se encontraba anotando estas frases: ¿Dónde se esconden los pájaros para morir? ¿A quién pretende engañar? El sol se esconde detrás de los cerros para salir después vestido de luna. La flor de coco huele a diciembre. Aquí se interrumpió, asustada por una explosión de risas que fue seguida de una alegre polka, interpretada por la banda del maestro Claudio.
Los del Porvenir comenzaron a ponerse nerviosos. Si los dos primeros intentos fracasaron, se decían, nada hace suponer que los otros serán distintos. Uno de los sobrinos de Tío Ra le sugirió suspender la prueba, al notar que estaba perdiendo hasta el apoyo de sus amigos. Se podría decir que el viento está muy fuerte, el público comprenderá.
No. Nada de suspender. Además no es por culpa del viento. Acabo de darme cuenta. Falta más fuego para que el globo se infle mejor. Y subirá entonces sin contratiempos. Ya verán. Y comenzó a echar leña en la fogata. Mientras tanto la directiva del Porvenir mantenía febriles y nerviosas conversaciones con los asociados, muchos de los cuales habían pasado ya al bando rival.
Al llegar a la cancha, el Pa'í Ramón se asustó del griterío mezclado con los sones de la banda. Alzó la vista para observar el globo, pero enseguida entendió que el júbilo era por el fracaso. Ña Pastorita se puso a bailar al compás de una polka. Pronto la imitaron las mujeres y luego los hombres del Sport Fariña. Los del Porvenir, a viva voz, pidieron la renuncia inmediata de Tío Ra. No vamos a pasar estos papelones por culpa de su locura. No vamos a permitir que la gloriosa trayectoria de nuestro querido club sea de esta forma pisoteada. Esto es una burla para nuestro pueblo. Los hijos y los sobrinos se pusieron de acuerdo en sumar su esfuerzo para lograr que Tío Ra desistiera de su proyecto. Los miembros del Porvenir llegaron a la comisaría para solicitar la suspensión del acto. El comisario les habló: si bien la Constitución Nacional me faculta, no solamente a suspender ese acto, sino a detener a su protagonista y ponerlo a disposición del Poder Ejecutivo en virtud del Estado de Sitio, no tomaré la medida que los señores me solicitan, porque todavía no hay alteración del orden. De producirse, entonces será viable el pedido porque es mi obligación hacer cumplir la Constitución y las Leyes. Los señores pueden estar tranquilos. Tenemos un gobierno felizmente... Y se calló. No le dejó terminar el vocerío que entró a su despacho proveniente de la cancha. El comisario y sus acompañantes miraron el cielo. Nada. El vicepresidente del Porvenir se puso a llorar. Al secretario de actas le dio un ataque de risa que lo dejó sin aire. Cuando su rostro se tiñó de un subido color morado, el comisario le bajó dos bofetadas.
Los miembros de la Comisión Directiva del Porvenir regresaron a la cancha. Con estupor, vieron que sus asociados estaban del lado de ña Pastorita. Más que nunca se hacía necesaria la inmediata renuncia del presidente, causante de la masiva deserción. Ante el pedido unánime y enérgico de abandonar el cargo, Tío Ra se puso a seleccionar leña para agrandar la fogata e intentar el quinto lanzamiento. Aquí estalló un escándalo aún mayor que los anteriores. El penúltimo globo tenía los colores del Porvenir. Hasta los que se pasaron al bando contrario regresaron para protestar. A toda costa querían impedir que el club pasase por la infamia de contemplar la incineración de sus gloriosos colores. Un grupo de exaltados intentó arrancar de las manos de Tío Ra el vistoso globo. Quizás lo hubieran conseguido si el presidente del Porvenir no hubiese estado prevenido con un descomunal garrote cuyo uso le había dado fama, prestigio y autoridad en el pueblo. Pasado este momento, Tío Ra continuó con la tarea de lanzar el penúltimo artefacto, construido con rigurosa fidelidad al plano heredado de su padre. Al quedarse sin ayudante tenía que hacerlo todo él solo. Se valió del viento norte para activar la quema de leña que iba arrojando al fuego, las proporciones del cual estaban de acuerdo con su creencia de que los globos no se remontaban por insuficientes llamas. Ahora quiere incendiar la cancha, dijeron los miembros de la directiva del Porvenir, cuyo secretario, aliviado de su ataque de nervios pero dolorido de las bofetadas, propuso la inmediata fundación de otro club con el mismo nombre, pero con la añadidura de «Auténtico», para diferenciarlo del actual. Un próspero comerciante que había donado la muralla de la cancha prometió que haría sacar todos los ladrillos como expresión de protesta.
Mientras Tío Ra amontonaba leña, avivaba el fuego, medía con la mano la intensidad del viento, empapaba en kerosén la mecha del globo, verificaba junturas, inspeccionaba las nubes, en la cancha la multitud se dividió en varios grupos, algunos de los cuales se divertían con los fallidos propósitos, hacían comentarios chispeantes, se acordaban del padre de Tío Ra que llenó el pueblo de proyectos disparatados, llegando al colmo en una ocasión en que pretendió, con algunos aparatos de su construcción, convertir el agua del arroyo en luz para iluminar el pueblo. Otros, en cambio, se mostraban seriamente molestos y agresivos. Eran los más fanáticos del Porvenir, que deseaban evitar como fuese que los colores del club se quemaran junto con el globo. Ña Pastorita y su gente estaban felices. El triunfo del Sport Fariña no tendrá fisuras. Nada habrá que empañe nuestra rotunda victoria, nuestra indiscutible... Ña Pastorita quedó repentinamente a oscuras y perdió las palabras que tenía en la boca. De la cancha alborotada no salía ahora un suspiro. Estaban todos como hipnotizados. El colorido globo ascendía suavemente. La llama que tenía adentro le daba un aspecto fascinante y destacaba su policromía. Cuando pasó encima de la multitud el silencio se partió con algún débil llanto y encendidos rezos. Luego, un cerrado aplauso. Tío Ra, con la misma cara de sus fracasos, miraba el ascenso del globo. Ya salió de la cancha. Está cerca de la Iglesia. Algunos comenzaron a seguirle. Otros no lo hicieron por miedo de ser tragados por el globo. El comisario disparó tres tiros a modo de saludo. El maestro Claudio, por cuenta propia y llevado por el asombro, ordenó la ejecución de una polka. El globo se paseaba majestuosamente por el pueblo. A Tío Ra le llamó la atención que no ascendiese más todavía. Ya tenía que estar más alto. ¿Le faltaba inflarse mejor o el viento lo está deteniendo? ¿Qué pasa ahora? Todos salieron corriendo, como despavoridos. Querían ver dónde cayó el globo, después de ladearse suavemente. La cancha quedó vacía. Sólo quedaban Tío Ra, su leña, la fogata y el último globo con los colores patrios. Se dispuso para la tentativa final con la minuciosidad de siempre. De los experimentos anteriores sacó la conclusión de que los globos no estaban suficientemente inflados por falta de una oportuna fogata. Haría un inmenso fuego para concretar el lanzamiento. Mientras amontonaba leña fue interrumpido por su esposa, hijos, sobrinos y vecinos, quienes, llorando, le hicieron saber que el globo se había caído sobre su casa, la que se convirtió en un infierno. Tío Ra dobló cuidadosamente el único globo que le sobraba y se encaminó hacia su casa seguido de gritos y llantos desconsolados. Trabajosamente, se abrió paso entre la multitud que contemplaba el incendio de la casa con techo de paja. Cuando creyó que el fuego había llegado a su proporción exacta. Tío Ra se dispuso a lanzar el globo tricolor. Fue cuando Julián, el violinista, le acompañó con una alegre polka. El globo rojo, blanco y azul se iba agigantando con las llamas de la casa hasta desprenderse de su amarra y remontar con calma, como un gran pájaro. Pronto ganó altura mientras abajo sólo se escuchaban gritos, rezos aplausos, llantos. Se iba perdiendo hacia el sur y tenía cada vez más la forma de una estrella. Cuando apenas se lo distinguía, el Pa'í Ramón le dijo al juez. Tío Ra perdió su rancho pero salvó su honor.